Los tetracampeones de la Eurocopa de fútbol pasaron hace unos días por la Moncloa para saludar al presidente del Gobierno y presentarle la Copa, ganada en buena lid, después de vencer a las selecciones más poderosas de Europa. A Italia en la fase de grupos, a Alemania en cuartos, a Francia en semifinales y a Inglaterra en la final. Siete partidos. Siete victorias. Magnífico campeonato.
El presidente había presenciado la final de Berlín pero estuvo alejado de los focos al encontrarse el Rey y la Infanta Sofía en el palco y en la entrega de medallas y trofeos. Actuó como exigía el protocolo. En plena sombra. Sin protagonismo alguno.
No sé qué sentido de la democracia tiene Dani Carvajal, excelente defensa de la selección y del Real Madrid. No sé qué piensa del mecanismo democrático que ha llevado a Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno. Tampoco sé qué piensa de los votantes que han colocado en esa responsabilidad a quien ostenta la Presidencia del Gobierno de la Nación. Es el Presidente del Gobierno y merece un respeto. La forma que tuvo Carvajal de saludar a su anfitrión en La Moncloa estuvo cargada de desprecio y de chulería.
Dani Carvajal va a saludar al presidente del Gobierno como miembro de un equipo, como integrante de una expedición deportiva. No va a título personal. No va porque piensa, hace o siente esto o lo otro. Cuando algunos equipos entregan el trofeo ganado a la Virgen Patrona de la ciudad no se le exige a nadie que sea un fervoroso creyente. O cuando va a saludar al Rey, que sea un convencido monárquico. Eso no quita para que vayan y se muestren respetuosos en las ceremonias protocolarias. Ahí está la clave de este asunto: el respeto. No se entendería que un deportista ateo se despachase con un corte de mangas ante la imagen de la patrona o un republicano haciendo la peseta al monarca, bajo la excusa de que hay libertad de expresión.
Ha habido reacciones de todo tipo ante el gesto de Carvajal. Inteligente y elegante, aunque con un toque de ironía, la valoración de Pilar Alegría, ministra de Educación, quien ha dicho que no puede pensar que haya existido desprecio en el saludo porque, de ser así, Carvajal habría quebrantado los valores que han de distinguir a todo deportista. Torpe y ridícula la que ha tenido el alcalde de Madrid que, en su línea, dice que solo faltaba que se tuviera que definir cuál es el grado de efusividad que hay que mostrar cuando se saluda al Presidente del Gobierno. Mire usted, señor alcalde. Su opinión es una estupidez. Le respeto como persona, pero no puedo respetar su opinión. De hecho casi nunca la puedo respetar porque suele ser simplista y sectaria. Basta un poco de sentido común (no mucho) para saber si existe o no respeto en un saludo. Y Pedro Sánchez no requiere más efusividad que el presidente de su partido, la presidenta de su Comunidad o el mismo alcalde Madrid. No, no tiene que haber un medidor de efusividad. El asunto es más sencillo. Es una cuestión elemental de respeto.
El señor Abascal dice que entiende «perfectamente» la reacción del extraordinario defensa internacional. ¿Cómo no la va a entender? Su falta de respeto a este Presidente legítimamente elegido no tiene límites ni precedentes. Ayer trató de ridiculizarle en el Congreso, tratándole reiteradamente de Majestad, a pesar de la reconvención de la señora Presidenta de la Cámara. ¿Qué sabe el señor Abascal de respeto?
Sin que nadie le haya dado vela en este entierro, aparece el señor Nacho Cano con una camiseta que dice «Yo soy Carvajal». Texto que, sin grandes esfuerzos exegéticos, se puede leer así: «Yo soy (tan tonto como) Carvajal». Porque no cabe la menor duda de que el comportamiento de Carvajal fue descortés. Por eso digo que es muy poco inteligente, a mi juicio, decir: yo también soy descortés.
Carvajal está en la Moncloa, invitado por el anfitrión que, como es lógico, no ha hecho distinción entre afines y críticos. El presidente tiende la mano, mantiene la sonrisa y expresa su felicitación a todos y a cada uno, sabedor de que unos le habrán votado, otros no lo habrán hecho y alguno le profesará una profunda antipatía.
Los jugadores, como cualquier otro profesional, pueden y deben tener una posición política. No digo que sea deseable, digo que es obligatorio. Porque somos seres políticos. Y la política nos concierne.
Cuando Mbappé pide que los franceses eviten el triunfo de la ultraderecha, Carvajal opina que los jugadores no deben meterse en política. Sin embardo él se posiciona abiertamente en una opción política (y de una manera ofensiva). Cuando alguien dice que no hay que meterse en política no cae en la cuenta de que esa postura es una postura política.
El arzobispo de Madrid, señor Casimiro Morcillo, en plena dictadura, decía que los curas no debían meterse en política, pero él era Consejero del Reino. ¿Ese cargo no era político? Lo que monseñor quería decir es que los curas obreros no podían ser rojos, pero él podía ser azul, sostener una dictadura y llevar al dictador bajo palio. Eso, al parecer, no era política. Política era decir que en este país no había ni pizca de libertad.
La crítica al comportamiento de Carvajal no tiene nada que ver con un rechazo a la libertad de expresión. Carvajal y cualquier otra persona tiene pleno derecho a manifestar el rechazo a la ideología, a la política o a la persona del Presidente del Gobierno. Estoy seguro de que muchos españoles que saludan al Rey en actos protocolarios no son monárquicos. Pero eso no les lleva a negar el saludo o a hacer un gesto despectivo. Hay miles de formas de manifestar la discrepancia y nadie le criticaría por ejercerlas. Carvajal, como cualquier otro ciudadano puede simpatizar o militar en la ultraderecha o donde quiera hacerlo, pero eso no le da patente de corso para hacer un desaire al Presidente del Gobierno en una ceremonia institucional.
Además, ese gesto del magnífico defensa del Madrid y de la selección, está siendo televisado al país y al mundo entero. Está ofreciendo un ejemplo a niños, niñas y jóvenes de los valores que ha de practicar un deportista.
Pero, claro, ese hecho es el fruto de una campaña violenta y persistente de la oposición y de algunos medios que trata de hacer del presidente una persona odiosa y despreciable (le llaman mentirosao, psicópata, traidor, ambicioso…). Ayer mismo, el señor Feijóo decía que, cuando un presidente es inmoral, hay que echarlo. Señor Feojóo: usted tiene en sus manos la única posibilidad democrática con la que puede echar a un presidente del Gobierno de la nación: una moción de censura. ¿O cómo cree que hay que echarlo si no? ¿Por la fuerza? ¿A patadas como dice el señor Abascal? ¿Por las armas? Usted hace el diagnóstico (porque no lo han hecho los jueces): es inmoral y usted decide cuál es la consecuencia: hay que echarlo. Hay que echarlo para que yo pueda ocupar su lugar, tendría que añadir.
Una victoria como la de la Eurocopa bien merecía un pequeño acercamiento a quien no es como nosotros. Pero Carvajal prefiere que, lo que prevalezca sobre todo, sobre la victoria incluso, es el desprecio a quien no puede ni ver. De hecho aparta la mirada en un gesto evidente de menosprecio. Para quien no desea mezclar el deporte con la política, como dice, él hizo la mezcla más ostensible.
Ya sucedió algo parecido en el conflicto de Luis Rubiales con Jenny Hermoso. Carvajal prefirió, y así lo dijo, no meterse en temas políticos. Todo es político, señor Carvajal. Mantener una postura equidistante entre la víctima y el verdugo es una opción política. La suya. Muy triste, en mi opinión. Yo hubiera preferido la condena explícita y contundente de un proceder machista indiscutible. Dígame, señor Carvajal, si su reacción hubiera sido la misma si la receptora del piquito hubiera sido su mujer; me refiero a la suya, señor Carvajal.
¿Cómo piensa Carvajal que han visto su gesto los millones de niños, niñas y jóvenes que han conocido su actitud? Porque ese señor al que usted profesa una antipatía tan profunda que le impide hacer un saludo protocolario, no está ahí por un capricho o por un antojo o por la fuerza bruta de las armas, está ahí porque los resultados de las elecciones lo hicieron posible. No han aprendido respeto precisamente. Mal ejemplo. Enseñamos como somos, no como les decimos que tienen que ser.
El Adarve, Miguel Ángel Santos Guerra.
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