A los antropólogos y humanistas les encanta decir que las razas no existen. Se llenan la boca con ese mensaje ecuménico y creen que así se protegen contra cualquier acusación de racismo que les pueda caer por su trabajo. Muchos se pasan el día estudiando a tribus del Amazonas que no han tenido contacto con la civilización, o a poblaciones de bosquimanos que se encuentran entre los ancestros más antiguos de la humanidad moderna. Lo que buscan es precisamente diferencias entre poblaciones relativamente aisladas durante decenas de miles de años –razas—, pero con decir que las razas no existen ya pueden dormir tranquilos por la noche. Cambian raza por etnia y a seguir escribiendo tesis.
El racismo no consiste en creer que hay razas, sino en creer que hay razas superiores a otras. Cambiar la palabra raza por etnia, o por población, no va a hacer nada por arreglar nuestros problemas más graves. Yo mismo suelo decir que soy de raza dudosa –era el más oscuro de mi clase, os lo confieso espontáneamente— y no creo estar contraviniendo ningún principio fundamental por decirlo. Como amante del jazz, incluso creo que hay razas superiores en ciertos sectores de la actividad humana: los negros son mucho mejores en ese universo musical profundo que ha marcado al siglo XX, y lo siento por vosotros, músicos blancuchos. Cuando decimos que el coronavirus no distingue de raza, estamos siendo inexactos. El coronavirus es racista, y necesitamos saber por qué. Sobre todo nosotros, los más oscuros de la clase.
Como sociedad multirracial, con perdón por la palabra prohibida, Estados Unidos suele ser un buen experimento para examinar la cuestión. Los negros suponen un 32% de la población de Luisiana, pero acaparan el 70% de las muertes por coronavirus. Los hispanos y los negros de Nueva York mueren de Covid-19 el doble que los blancos (20 frente a 10 muertos, respectivamente, por 100.000 habitantes). Los nativos americanos de Nuevo México muestran unas tasas de contagio muy superiores a la media del Estado. No sabíamos nada de esto hasta hace unos días, porque ni los CDC de Atlanta (los centros estadounidenses de control de enfermedades, una referencia mundial) ni las consejerías locales de salud facilitaban esos datos. Antes dejar morir a la gente que hablar de raza, claro, no vaya a ser que nos acusen de racismo. Error garrafal. El mundo es como es, no como quisiéramos que fuera.
Nuestra obligación es investigar y encontrar soluciones. Decir que las razas no existen queda muy bonito, pero no nos ayuda en nada
La razón más probable de esas diferencias raciales en la vulnerabilidad al coronavirus es que los negros y los chicanos son de clase baja, y ser de clase baja es una de las peores decisiones que puede tomar una persona al nacer. Pero tampoco es nada extraño que haya diferencias biológicas en la susceptibilidad a un virus. En cualquiera de los dos casos, nuestra obligación es investigar y encontrar soluciones. Decir que las razas no existen queda muy bonito, pero no nos ayuda en nada.
https://elpais.com/ciencia/2020-04-12/no-diga-raza.html
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jueves, 23 de abril de 2020
domingo, 26 de enero de 2014
La literatura hispana se convierte en potencia cultural en EE UU. Derribadas las barreras originales, se ha forjado una nueva identidad cuyo catalizador es el español.
El fenómeno de fusión es aplicable a la potencia de su literatura, que se expresa en inglés
Estados Unidos no se entiende si se ignora el español. El significado de toponímicos como Los Ángeles, El Paso, Colorado o Nevada es transparente. Otros conllevan una historia más recóndita, como California, término procedente de las novelas de caballerías, en cuya lectura se forjó la imaginación de los conquistadores, quienes proyectaban sus fantasías sobre la inasible realidad en la que se veían inmersos. California era el nombre de una isla habitada exclusivamente por mujeres donde se asentaban los dominios de la mítica Calafia, la reina negra de Las Sergas de Esplandián (1510). El origen de la latinización de Estados Unidos se remonta a 1848, año en que se firma el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, en virtud del cual México cede al poderoso vecino del norte más de la mitad de su territorio nacional a cambio de 15 millones de dólares. La cesión incluía la totalidad de lo que hoy constituyen los Estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México y Texas, así como extensas zonas de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. Con las tierras, pasó a pertenecer a otra nación una población cuyo idioma era el español. Tan traumático trasvase selló de manera irreversible el destino bilingüe y bicultural del país, fenómeno reforzado por un flujo migratorio que mantiene permanentemente viva la fuerza de la lengua española y las culturas de que es vehículo.
Es en este vasto contexto donde, tras más de siglo y medio de pervivencia de la tradición literaria en castellano, surge la figura de Rolando Hinojosa-Smith, decano de las letras chicanas, cuyo nombre ha sonado en más de una ocasión como candidato al Premio Cervantes. La propuesta está doblemente justificada, ya que a sus méritos como escritor se añade su valor como representante de una forma de escribir que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestra historia literaria.
La obra narrativa de Hinojosa-Smith, de una cohesión admirable, consta de 15 novelas que se integran en una serie conocida como Viaje de la muerte en Klail City. El lenguaje de Hinojosa-Smith remite directa y deliberadamente al de los prosistas castellanos del siglo XV. Un año después de su publicación, Hinojosa-Smith cambió el título originario de la segunda entrega de la serie (Klail City y sus alrededores) por otro tomado de una obra compuesta a mediados del siglo XV por el historiador Fernán Pérez de Guzmán. Imposible encontrar credenciales castellanas más prístinas que estas: Pérez de Guzmán fue bisabuelo de Garcilaso de la Vega, tío del marqués de Santillana y sobrino del canciller Pedro López de Ayala. El guiño de Hinojosa-Smith no se queda ahí. La cuarta novela de la saga lleva el título de una obra de Hernán Pérez del Pulgar que data de 1488 (y por tanto es, al igual que Generaciones y semblanzas anterior a la existencia misma del vocablo América). Hinojosa-Smith se limitó tan solo a cambiar un vocablo: Claros varones de Belken, en lugar del originario Claros varones de Castilla. Belken es el nombre de un condado ficcional de impronta faulkneriana cuya capital es Klail City, una de las ciudades de un valle situado a orillas de la frontera entre Texas y México. Escenario de todas las novelas de Hinojosa-Smith, el valle es un lugar a la vez mítico y real.
Hace unos meses, la editorial Xordica recuperó para los lectores españoles la primera novela de Hinojosa-Smith, Estampas del valle, obra publicada hace más de cuatro décadas, y con la que su autor obtuvo el Premio Quinto Sol. El retraso pone de relieve la falta de atención por parte de nuestro mundo editorial hacia la literatura de los latinos de Estados Unidos. Son varias las ramas que integran esta tradición. La de mayor peso, por razones históricas y de contigüidad geográfica, es la de origen mexicano, seguida de las de procedencia caribeña: puertorriqueños, dominicanos, y cubanos, cada una con sus rasgos distintivos. A ello se suma la producción, considerablemente irregular, que aportan las comunidades oriundas del resto de América Latina. El fenómeno más interesante en relación con los diversos grupos de origen hispánico es la erosión de las barreras que los mantenían separados, lo cual ha desembocado en la forja de una nueva identidad. En Estados Unidos hay inmigrantes de origen mexicano, caribeño, sur o centroamericano, pero todos se sienten latinos o hispanos. El catalizador de este proceso es el español, cuya fuerza se renueva de manera constante gracias al flujo incesante de emigrantes. Este fenómeno de fusión se aprecia también en la literatura, aunque es preciso señalar que el vehículo expresivo es (incertidumbres futuras aparte) mayoritariamente el inglés.
Seguir leyendo en El País.
Estados Unidos no se entiende si se ignora el español. El significado de toponímicos como Los Ángeles, El Paso, Colorado o Nevada es transparente. Otros conllevan una historia más recóndita, como California, término procedente de las novelas de caballerías, en cuya lectura se forjó la imaginación de los conquistadores, quienes proyectaban sus fantasías sobre la inasible realidad en la que se veían inmersos. California era el nombre de una isla habitada exclusivamente por mujeres donde se asentaban los dominios de la mítica Calafia, la reina negra de Las Sergas de Esplandián (1510). El origen de la latinización de Estados Unidos se remonta a 1848, año en que se firma el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, en virtud del cual México cede al poderoso vecino del norte más de la mitad de su territorio nacional a cambio de 15 millones de dólares. La cesión incluía la totalidad de lo que hoy constituyen los Estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México y Texas, así como extensas zonas de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. Con las tierras, pasó a pertenecer a otra nación una población cuyo idioma era el español. Tan traumático trasvase selló de manera irreversible el destino bilingüe y bicultural del país, fenómeno reforzado por un flujo migratorio que mantiene permanentemente viva la fuerza de la lengua española y las culturas de que es vehículo.
Es en este vasto contexto donde, tras más de siglo y medio de pervivencia de la tradición literaria en castellano, surge la figura de Rolando Hinojosa-Smith, decano de las letras chicanas, cuyo nombre ha sonado en más de una ocasión como candidato al Premio Cervantes. La propuesta está doblemente justificada, ya que a sus méritos como escritor se añade su valor como representante de una forma de escribir que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestra historia literaria.
La obra narrativa de Hinojosa-Smith, de una cohesión admirable, consta de 15 novelas que se integran en una serie conocida como Viaje de la muerte en Klail City. El lenguaje de Hinojosa-Smith remite directa y deliberadamente al de los prosistas castellanos del siglo XV. Un año después de su publicación, Hinojosa-Smith cambió el título originario de la segunda entrega de la serie (Klail City y sus alrededores) por otro tomado de una obra compuesta a mediados del siglo XV por el historiador Fernán Pérez de Guzmán. Imposible encontrar credenciales castellanas más prístinas que estas: Pérez de Guzmán fue bisabuelo de Garcilaso de la Vega, tío del marqués de Santillana y sobrino del canciller Pedro López de Ayala. El guiño de Hinojosa-Smith no se queda ahí. La cuarta novela de la saga lleva el título de una obra de Hernán Pérez del Pulgar que data de 1488 (y por tanto es, al igual que Generaciones y semblanzas anterior a la existencia misma del vocablo América). Hinojosa-Smith se limitó tan solo a cambiar un vocablo: Claros varones de Belken, en lugar del originario Claros varones de Castilla. Belken es el nombre de un condado ficcional de impronta faulkneriana cuya capital es Klail City, una de las ciudades de un valle situado a orillas de la frontera entre Texas y México. Escenario de todas las novelas de Hinojosa-Smith, el valle es un lugar a la vez mítico y real.
Hace unos meses, la editorial Xordica recuperó para los lectores españoles la primera novela de Hinojosa-Smith, Estampas del valle, obra publicada hace más de cuatro décadas, y con la que su autor obtuvo el Premio Quinto Sol. El retraso pone de relieve la falta de atención por parte de nuestro mundo editorial hacia la literatura de los latinos de Estados Unidos. Son varias las ramas que integran esta tradición. La de mayor peso, por razones históricas y de contigüidad geográfica, es la de origen mexicano, seguida de las de procedencia caribeña: puertorriqueños, dominicanos, y cubanos, cada una con sus rasgos distintivos. A ello se suma la producción, considerablemente irregular, que aportan las comunidades oriundas del resto de América Latina. El fenómeno más interesante en relación con los diversos grupos de origen hispánico es la erosión de las barreras que los mantenían separados, lo cual ha desembocado en la forja de una nueva identidad. En Estados Unidos hay inmigrantes de origen mexicano, caribeño, sur o centroamericano, pero todos se sienten latinos o hispanos. El catalizador de este proceso es el español, cuya fuerza se renueva de manera constante gracias al flujo incesante de emigrantes. Este fenómeno de fusión se aprecia también en la literatura, aunque es preciso señalar que el vehículo expresivo es (incertidumbres futuras aparte) mayoritariamente el inglés.
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martes, 21 de mayo de 2013
¿Son tontos los hispanos? Una tesis doctoral vincula las políticas migratorias en Estados Unidos con el cociente intelectual
“El indicador conocido como cociente intelectual (CI) puede estimar de manera confiable la inteligencia. El CI promedio de los inmigrantes en los EE UU es considerablemente más bajo que el de la población nativa de raza blanca. Esta diferencia es probable que persista durante varias generaciones. Las consecuencias son la falta de asimilación socioeconómica entre los inmigrantes de bajo cociente intelectual, conductas de clase baja, menor confianza social y un aumento en trabajadores no cualificados en el mercado laboral estadounidense. La selección de los inmigrantes de alto cociente intelectual podría mejorar estos problemas en EE UU al mismo tiempo que beneficiaría a los potenciales inmigrantes que son más inteligentes pero que carecen de acceso a la educación en sus países de origen”.
Este es el resumen de la tesis doctoral que presentó Jason Richwine en la Universidad de Harvard en 1999 y que fue aprobada sin objeciones por un comité formado por tres prestigiosos catedráticos de esa universidad. La tesis habla de los inmigrantes en general, pero sus conclusiones están principalmente basadas en el análisis del (bajo) CI de los hispanos. Armado con esa credencial, el flamante doctor Richwine comenzó su carrera en lo que en Washington se llama “la industria de la influencia”. Trabajó en dos importantes think tanks conservadores, publicó artículos en diarios y revistas y daba conferencias. Cuando el exsenador Jim DeMint, uno de los principales líderes del Tea Party y recién nombrado presidente de la fundación Heritage, necesitó encargar a alguien que hiciera el estudio que serviría como punta de lanza en la batalla para impedir la reforma de la política migratoria de EE UU, escogió a Jason Richwine, quien junto con Robert Rector sería el coautor del informe. Al doctor Richwine le estaba yendo bien.
Hasta la semana pasada.
Dylan Mathews, un periodista del Washington Post, se tropezó con la tesis doctoral de Richwine y publicó su mensaje central. Las reacciones no se dejaron esperar. La fundación Heritage se limitó a decir que las controvertidas ideas de Richwine las escribió en Harvard y no en la Fundación. Dos días después, Richwine renunció a su cargo.
En todo esto hay muchas sorpresas, pero quizá la principal tiene que ver con los estándares que se usan en Harvard para otorgar un doctorado. La tesis de Richwine parte de la base de que hay causa y efecto entre dos variables difíciles de medir: inteligencia y raza. Entre los científicos sociales no hay consenso acerca de qué es lo que miden los test que estiman el cociente intelectual. ¿Miden inteligencia o más bien miden la capacidad de responder bien a ese tipo test? Y si miden inteligencia ¿qué tipo de inteligencia es? Todos conocemos genios que obtienen buenos resultados en los test de inteligencia pero cuya vida personal y profesional es un desastre y que terminan siendo una carga para su familia y para la sociedad. Y también conocemos gente que no brilla por su intelecto pero cuya contribución a la sociedad es enorme. Pero si la inteligencia es difícil de medir, ¿cómo se mide eso que Richwine define como “los hispanos”? Esta no es una categoría biológica sino una definición popularizada por la Oficina del Censo de EE UU que usa el término hispano o latino para referirse a “una persona de origen cubano, mexicano, puertorriqueño, centro o sudamericano o de otra cultura u origen español, independientemente de su raza”. Evidentemente, tratar a los “hispanos” como una categoría genética o biológicamente homogénea es, por decir los menos, metodológicamente endeble.
Y los problemas con la tesis de Richwine no terminan ahí. Derivar de sus conclusiones la idea de que una buena política inmigratoria se debe basar en aplicarle pruebas de inteligencia a los inmigrantes, es una propuesta más nutrida por la ideología que por la ciencia.
Pero si se trata de creer en estudios que se basan en los test de inteligencia, entonces vale la pena mencionar uno muy interesante referido por el periodista Jon Wiener. En 2012 la revista Psychological Science reportó que un amplio estudio en Reino Unido que examinó a casi 16.000 personas a través de los años encontró que “los menores niveles de inteligencia en la infancia pronostican la presencia de mayor racismo en la edad adulta”. En otras palabras: los adultos que son racistas no salían muy bien en los test de inteligencia cuando eran niños.
En resumen: Si usted cree que los hispanos son tontos, entonces debe creer que los racistas también lo son. Pura ciencia.
Fuente: El País; http://internacional.elpais.com/internacional/2013/05/11/actualidad/1368293943_697544.html Sígame en Twitter @moisesnaim
(Foto: de izquierda a derecha; Fer, Rocío, y mis hijos; Antonio, Jose, María y Rosa. Nietos; Jimena, Hannah y Yago)
Ver más aquí. en la BBC.
Este es el resumen de la tesis doctoral que presentó Jason Richwine en la Universidad de Harvard en 1999 y que fue aprobada sin objeciones por un comité formado por tres prestigiosos catedráticos de esa universidad. La tesis habla de los inmigrantes en general, pero sus conclusiones están principalmente basadas en el análisis del (bajo) CI de los hispanos. Armado con esa credencial, el flamante doctor Richwine comenzó su carrera en lo que en Washington se llama “la industria de la influencia”. Trabajó en dos importantes think tanks conservadores, publicó artículos en diarios y revistas y daba conferencias. Cuando el exsenador Jim DeMint, uno de los principales líderes del Tea Party y recién nombrado presidente de la fundación Heritage, necesitó encargar a alguien que hiciera el estudio que serviría como punta de lanza en la batalla para impedir la reforma de la política migratoria de EE UU, escogió a Jason Richwine, quien junto con Robert Rector sería el coautor del informe. Al doctor Richwine le estaba yendo bien.
Hasta la semana pasada.
Dylan Mathews, un periodista del Washington Post, se tropezó con la tesis doctoral de Richwine y publicó su mensaje central. Las reacciones no se dejaron esperar. La fundación Heritage se limitó a decir que las controvertidas ideas de Richwine las escribió en Harvard y no en la Fundación. Dos días después, Richwine renunció a su cargo.
En todo esto hay muchas sorpresas, pero quizá la principal tiene que ver con los estándares que se usan en Harvard para otorgar un doctorado. La tesis de Richwine parte de la base de que hay causa y efecto entre dos variables difíciles de medir: inteligencia y raza. Entre los científicos sociales no hay consenso acerca de qué es lo que miden los test que estiman el cociente intelectual. ¿Miden inteligencia o más bien miden la capacidad de responder bien a ese tipo test? Y si miden inteligencia ¿qué tipo de inteligencia es? Todos conocemos genios que obtienen buenos resultados en los test de inteligencia pero cuya vida personal y profesional es un desastre y que terminan siendo una carga para su familia y para la sociedad. Y también conocemos gente que no brilla por su intelecto pero cuya contribución a la sociedad es enorme. Pero si la inteligencia es difícil de medir, ¿cómo se mide eso que Richwine define como “los hispanos”? Esta no es una categoría biológica sino una definición popularizada por la Oficina del Censo de EE UU que usa el término hispano o latino para referirse a “una persona de origen cubano, mexicano, puertorriqueño, centro o sudamericano o de otra cultura u origen español, independientemente de su raza”. Evidentemente, tratar a los “hispanos” como una categoría genética o biológicamente homogénea es, por decir los menos, metodológicamente endeble.
Y los problemas con la tesis de Richwine no terminan ahí. Derivar de sus conclusiones la idea de que una buena política inmigratoria se debe basar en aplicarle pruebas de inteligencia a los inmigrantes, es una propuesta más nutrida por la ideología que por la ciencia.
Pero si se trata de creer en estudios que se basan en los test de inteligencia, entonces vale la pena mencionar uno muy interesante referido por el periodista Jon Wiener. En 2012 la revista Psychological Science reportó que un amplio estudio en Reino Unido que examinó a casi 16.000 personas a través de los años encontró que “los menores niveles de inteligencia en la infancia pronostican la presencia de mayor racismo en la edad adulta”. En otras palabras: los adultos que son racistas no salían muy bien en los test de inteligencia cuando eran niños.
En resumen: Si usted cree que los hispanos son tontos, entonces debe creer que los racistas también lo son. Pura ciencia.
Fuente: El País; http://internacional.elpais.com/internacional/2013/05/11/actualidad/1368293943_697544.html Sígame en Twitter @moisesnaim
(Foto: de izquierda a derecha; Fer, Rocío, y mis hijos; Antonio, Jose, María y Rosa. Nietos; Jimena, Hannah y Yago)
Ver más aquí. en la BBC.
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