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martes, 25 de noviembre de 2025

Qué vergüenza, qué impotencia, qué rabia y qué pena

Una reflexión crítica sobre la sentencia del Supremo, la condena al Fiscal General y el uso político de la justicia y las elecciones en España.

Me acabo de enterar en la ciudad mexicana de Puebla de que el Tribunal Supremo de mi país ha condenado al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, a dos años de inhabilitación y a pagar al pobrecito Alberto González Amador una cantidad de dinero para compensarle de los daños morales que ha sufrido por una filtración que no hizo. Esto sí que es un fallo. Imagino que el litigante ya no pensará exiliarse de este país a cuya Hacienda había robado pues ahora le van a pagar un dinerito gratis y que habrá desterrado la idea del suicidio, idea que no le hubiera resultado muy difícil llevar a cabo disponiendo de un bonito ático.

La sentencia me ha desconcertado. O filtró o no filtró la noticia. Si la filtró, la sentencia es ridícula; si no la filtró, es injusta. Porque da la impresión por la sentencia de que lo hizo a medias. ¿Para qué se celebró el juicio entonces? Podrían habérselo ahorrado. ¿Para qué sirvió la declaración de los testigos? Podrían no haber declarado. Veremos lo que dice la sentencia. Tendrán que hacer juegos malabares para justificar la condena. Porque nadie ha visto una sola prueba. Ni media prueba.

Aunque en el juicio no ha quedado probada la culpabilidad del Fiscal, el señor Feijóo va más lejos al afirmar que fue el Presidente del gobierno quien le dio instrucciones al Fiscal para que llevase a cabo la filtración. ¿Qué pruebas tiene para poder decirlo? Ninguna. Pero que esté tranquilo, que si se presenta una denuncia ante el Supremo, en el juicio que se celebre le darán la razón y condenarán al Presidente. Lo que tiene el señor Feijóo no son pruebas sino un motivo, que es pedir la convocatoria de elecciones. Qué manía con las elecciones desde el día que se formó gobierno y empezaron a decir que era ilegítimo. Un gobierno, como dice el portavoz del PP Miguel Tellado, que nunca debería haberse constituido y que pronto estará enterrado en una fosa. Qué pasión por las elecciones. Hoy conmemoramos el cincuenta aniversario de la muerte del dictador que nos tuvo cuarenta años sin comicios. A estos demócratas del PP y de Vox jamás se les ocurrió ni mencionarlas en tan largo período de tiempo.

Vergüenza
Al recibir la noticia me han embargado cuatro sentimientos que todavía están peleándose dentro de mí para ver cuál prevalece sobre los otros. Y no hay manera. No se me va la vergüenza de haber visto culminada una operación de acoso y derribo al Fiscal General (y en definitiva al Gobierno) sin que exista prueba fehaciente de la culpabilidad. Es más, es que hay pruebas de la inocencia del condenado. Porque hay seis acreditados periodistas (unos periodistas que no se dedican como ha hecho el ínclito periodista Miguel Ángel Rodríguez a difundir bulos y a mentir descaradamente delante del tribunal), que tenían la noticia antes de que le hubiera llegado al Fiscal General. Ya lo dijeron en la fase de instrucción. Este hecho tendría que haber sido suficiente para no sentar al Fiscal en el banquillo. Claro que, como la operación diseñada tenía que llegar a donde ha llegado, esas declaraciones no sirvieron para nada ni en un momento ni en otro. El Tribunal Supremo ha condenado a un inocente. Prevaricación en estado puro. No tengo otro remedio que aceptar la sentencia, pero no la comparto, no la considero justa, no la considero respetable. Siento una profunda vergüenza por la decisión de esos cinco jueces que han firmado una sentencia de naturaleza política, contra toda evidencia. Sí, qué vergüenza.

Impotencia
El segundo sentimiento que me invade es el de impotencia.
Resulta desesperante tener que aceptar el veredicto, a sabiendas de que es injusto. José Luis Martín Pallín acaba de decir que se trata de un golpe de estado que, en lugar de utilizar armas ha utilizado palabras, que en lugar de emplear estrategias militares ha puesto en marcha procesos judiciales. Dice que estos jueces son “activistas políticos”. Creí que no iban a ser capaces, sinceramente. Pensé que, ante la contundencia de lo sucedido en el juicio, no se iban a atrever. Pero lo han hecho. Como ciudadano de a pie, nada puedo hacer para luchar contra la sentencia. Solo puedo alzar la voz para decir que este sí que es un fallo. Un fallo de gran calado. Siento una enorme impotencia porque todo el que ha seguido el proceso ha podido comprobar que no hay pruebas contra el Fiscal, que no hay ni siquiera indicios fundados.

Rabia
El tercer sentimiento que me embarga es el de rabia por lo que acabo de saber. Una rabia enorme, sorda, dolorosa. Porque creo que todo el proceso ha estado lleno de irregularidades, de exageraciones y de falsedades. Era un caso con final incluido. Creí que no iban a ser capaces, pero lo han sido. Fue un acto de ingenuidad por mi parte pensar que de algo valdría el hecho de no haber encontrado una prueba fehaciente de la filtración. Claro que, como dice Rafael Rufián, podría haber tenido en cuenta que le están juzgando el juez de Rajoy, Ángel Hurtado, y la fiscal de Ayuso, la inefable señora Almudena Lastra. Esa fiscal que tiene bien archivadita la causa que una y otra vez piden que sea activada los familiares de las víctimas que fallecieron en las residencias de la Comunidad de Madrid durante la pandemia. Esa fiscal que tiene su despacho en la planta tercera planta donde alguien ha dicho que le entregaron los datos de la discordia.

Pena
Y me da mucha pena. Sí, me da pena. He sentido una enorme tristeza en esta mañana del día veinte de noviembre. Porque veo que la verdad no importa, que las pruebas no importan, que las mentiras pronunciadas ante el tribunal no importan, que los bulos no importan, que lo único que importa es acabar con el adversario político. Y eso en la cúpula del poder judicial. Ha sido el Tribunal Supremo quien ha consumado esta felonía. Siento pena por el condenado porque considero que es un inocente que paga los platos rotos de una polarización extrema. Siento pena porque se le ha dado la razón a quien no la tiene. Porque se ha compensado con dinero a quien ha robado sin contemplaciones, a quien ha pedido cuatro años de cárcel a quien no había hecho nada merecedor de una condena.

Ha sido una sorpresa la celeridad que han tenido en hacer pública la sentencia. La han difundido antes incluso de haber sido redactada. Han tenido prisa. Una prisa inusitada. Y la han hecho coincidir con este día 20 de noviembre, fecha en la que el dictador Francisco Franco moría en la cama de una habitación de un Hospital de Madrid que lleva el paradójico nombre de La Paz. No hubieran podido escoger una fecha mejor.

Y ahora viene la vergonzosa celebración de esta victoria. Estoy seguro de que esos cuatro sentimientos van a ser alimentados durante un buen tiempo por quienes se frotan las manos por esta injusta sentencia. Como si la justicia fuera infalible, como si fuera inocente. Lo estoy viendo en algunas reacciones que me llenan de sonrojo. No la califico de injusta por capricho ni por sectarismo. Nadie me podrá demostrar que es una sentencia justa hasta que no me aporte una prueba incontestable de la filtración. Porque no la hay a pesar de las búsquedas desesperadas y exorbitantes, propias de casos de la gravedad extrema del terrorismo.

Voy a poner un ejemplo de lo que vamos a tener que soportar en los próximos días. Son las palabras de Margalida Prohens, presidenta del Gobierno de las Islas Baleares. Del Partido Popular, faltaba más. Dice con todo el descaro: “El Supremo condena hoy una manera de hacer y de entender la política, la de la degradación de las instituciones que son de todos, la de la destrucción personal del adversario político, la del barro, la del todo vale, la de la mentira, la de los muros y la del desprecio a la ley”. Y se queda tan pancha. Eso es objetividad, rigor, ausencia de muros y respeto al adversario.

Una de las personas que celebrará con regocijo la sentencia será la señora Ayuso. Decía hace unos días que ella nunca critica a los jueces. Claro que no. ¿Cómo va a criticar a los suyos? ¿Cómo va a criticar a la señora Almudena Lastra, “su” Fiscal? Y otro que se alegrará de su premonición es el Ínclito MAR: “el Fiscal General irá palante”. Y ha ido. Gracias a sus bulos y a sus mentiras. Lo tenía muy claro. La maquinaria estaba muy bien engrasada. La presunción de inocencia se había roto desde el primer momento. Solo faltaba montar un proceso de instrucción y un juicio que diese forma legal a la maniobra.

Se dirá que el escándalo es tremendo. Por primera vez resulta condenado el Fiscal General del Estado. Pues sí, un escándalo de primera magnitud. Pero el escándalo no es que haya sido acusado, juzgado y condenado el Fiscal sino que haya sido acusado, juzgado y condenado injustamente. Ese es el escándalo. Y por eso tengo tanta vergüenza, tanta impotencia, tanta rabia y tanta pena.

martes, 16 de julio de 2024

Cómo ayudar a una persona que fue víctima de abuso sexual infantil.

Una mujer se columpia en un atardecer.
Una mujer se columpia en un atardecer.
Todo trauma psicológico deja huellas, pero el abuso sexual en la infancia especialmente. Cuando ya ha ocurrido, son fundamentales la escucha, la calma, el apoyo y la esperanza.

Hubo una época en la que el abuso sexual a los niños y adolescentes estaba normalizado o banalizado, pero esto ya se ha acabado. Hoy sabemos que la experiencia de ser —o el doloroso recuerdo de haber sido— un mero objeto de satisfacción erótica por parte de un adulto produce una profunda y duradera herida personal. Conlleva una íntima vivencia de indefensión ante el mundo, que abre el camino a nuevos traumas, y pulveriza el sentido de dignidad personal. Algunos autores hablan de la “brújula interna rota”, el desconcierto de haber sido por momentos una cosa, un elemento de satisfacción, no un ser humano, y de recordar que donde debía haber ternura y protección sólo hubo jadeos y el aliento del monstruo.

Todo trauma psicológico deja huellas, pero el abuso sexual en la infancia especialmente. Multiplica por 3,5 el riesgo de desarrollar un trastorno mental, especialmente depresión, estrés postraumático, ideación suicida, bulimia, disfunción sexual y problemas psicosomáticos. El cuerpo a veces grita. Al desvelarse los hechos terribles, aparecen profundos sentimientos de vergüenza, culpa, pena o miedo.

MÁS INFORMACIÓN Maltrato infantil
Cómo el maltrato infantil condiciona la salud de quien lo sufrió

El perpetrador se encarga de tejer una red de señuelos, mentiras y ocultaciones para no ser descubierto, y la víctima se tortura por haber aceptado ese regalo secreto elegido exclusivamente para ella, haberse creído el favorito del equipo de baloncesto —y tener además “unos ojos azules muy bonitos”—, haber aceptado ese absurdo y secreto pacto de silencio en el vestuario o en el aula de teatro. El pederasta puede utilizar la estrategia del favoritismo, aliarse con el rebelde adolescente contra sus padres o recurrir al chantaje personal —“si lo cuentas, estás muerta”—; puede utilizar y manosear los ideales nobles del deporte, la familia, la cultura o, como tantas veces, la religión. Su único propósito es profanar la infancia, porque le satisface sexualmente.

Afortunadamente, hay muchas personas que fueron víctimas de abuso sexual que han seguido adelante, sin llegar a desarrollar psicopatología o requerir ayuda profesional. Pero hay factores que dificultan este heroico proceso: la permisividad del delito, el silencio familiar, la falta de castigo, el encubrimiento y la negativa a colaborar con la justicia. En EE UU, las cifras dan bastante pavor: el 13% de las mujeres y 1,2% de los hombres han experimentado penetración forzada, y aparte, un 14% recuerda haber sufrido algún otro tipo de coerción sexual. Más de un tercio de estos abusos sexuales se producen en el hogar, con familiares varones de mayor o menor grado (padrastros y padres, abuelos, tíos, algún hermano mayor en el despertar de su adolescencia, vecinos) como principales perpetradores.

Se juntan en ellos dos tendencias: una atracción sexual atípica hacia los niños o adolescentes (pedofilia o hebefilia, respectivamente) —mostrada en una preocupación aumentada por el tema, consumo de pornografía, gustos inusuales por elementos infantiles— y unos rasgos antisociales, es decir, poco respeto hacia las normas y los sentimientos ajenos, insensibilidad al dolor, asunción de riesgos y comportamiento inestable e irresponsable. Algunos pederastas están encubiertos y parecen las mejores personas del mundo. A menudo la rabia de las víctimas se dirige hacia aquellas personas que permitieron o no detectaron el abuso: “¿Pero no lo veíais?”, claman. Sin caer en un alarmismo paranoide, la protección a la infancia empieza por no abandonar a los niños a su suerte, en manos de desaprensivos. Cierta vigilancia inteligente es preventiva.

Escuchar con atención y ofrecer apego
Lo primero es escuchar. Si la víctima tiene tanta confianza en nosotros como para contarnos esto, no debemos decirle “de todo se sale” o “eso ya quedó atrás”, ni tampoco introducir puntos de cuestionamiento o culpabilización. Toca escuchar con calma, sin juzgar ni tratar de solucionarle las cosas ni decirle “sé cómo te sientes” (porque no es así, solo nos lo podemos imaginar de lejos). Darle todo el apoyo que podamos, sin fisuras, favorece que reciba apoyo social y legal, que normalice sus actividades, que no haga de ese recuerdo el centro de su vida, pero respetando su propio ritmo.

Sin alarmarnos, al observar su comportamiento, es posible que aparezcan síntomas o conductas autolesivas. Entonces, si lo requiere, podemos ofrecerle ayuda profesional. Hay terapias psicológicas como la cognitivo-conductual o el EMDR (terapia de desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares) que han demostrado eficacia. A veces, un fármaco puede aliviar mucho el tormento. Darle seguridad, apego seguro —no intermitente—, genera un espacio de diálogo para que comparta su experiencia y, ojalá, su historia de superación.

El psicólogo Georges Politzer recomendaba a los estudiosos de la mente que “lean ficción, donde los dramas biográficos fluyen, antes de enfrentar monografías científicas que los congelan”. Pensé en ello leyendo la maravillosa novela En la boca del lobo, de Elvira Lindo, en la que fluye una niña de once años llamada Julieta, que no colabora, que encuentra dolor y paz produciéndose lesiones, que se disocia y no sabe a veces quién es quién, que vive en la vergüenza perpetua y tiene un pasado secreto. Afortunadamente, encuentra a alguien que la escucha con atención y le da un lugar en el mundo. Es un ejemplo de cómo la buena literatura puede retratar la psicología humana y trascenderla.