domingo, 3 de diciembre de 2023

Apuestas contra acciones israelíes ganaron millones de dólares. Alguien ya sabía el plan de Hamás

El ataque de Hamás contra Israel tomó por sorpresa al Ejército israelí, pero al parecer, alguien lo sabía de antemano y colocó miles de millones de apuestas en acciones israelíes negociadas localmente y en Wall Street cinco días antes del ataque de Hamás, comunicó el medio ‘Haaretz’.

La venta en corto de acciones israelíes —apostando a que caerán— se disparó en los días previos al ataque del 7 de octubre, superando con creces la venta en corto durante otros periodos de crisis, afirmaron dos investigadores estadounidenses, Robert Jackson y Josué Mitts, en su estudio titulado ¿Comercio con el terror?.

Se desconoce el origen de la supuesta información que condujo a las ventas en corto, pero es probable que procediera de Hamás.

«Nuestros hallazgos sugieren que los corredores de bolsa informados de los inminentes ataques se beneficiaron de estos trágicos acontecimientos», escribieron los autores.

Los investigadores examinaron las operaciones realizadas con el EIS, un valor negociado en la Bolsa de Nueva York a través del cual los inversores pueden exponerse a acciones israelíes. Invertir en el EIS equivale a invertir en la economía de Israel.

Los expertos encontraron fuertes indicios de que, a principios de octubre, alguien en el entorno bursátil estadounidense anticipó una catástrofe en Israel, lo que provocó el colapso de las acciones. El 2 de octubre, estas personas realizaron un enorme volumen de transacciones en corto en el EIS, lo que significa que apostaron contra Israel.

«El volumen de las transacciones en corto del 2 de octubre fue tan enorme —227.000 unidades— que no parecía un juego de azar. Quienquiera que estuviera detrás de las transacciones aparentemente tenía confianza en que el desastre golpearía a Israel», enfatizaron los autores.

La venta en corto consiste en beneficiarse de valores que no se poseen. Si tiene confianza en que las acciones de una cierta empresa van a bajar, se las pide prestadas a alguien, las vende y después las compra en el mercado al precio más bajo, se las devuelve al prestamista y la diferencia queda a su favor.

La gente que puso en corto las acciones israelíes el 2 de octubre lo aprovechó. El valor del EIS cayó un 7,1% y en 20 días el EIS perdió un 17,5% de su valor. Según el volumen, los vendedores en corto parecen haber ganado millones de dólares, agregaron los investigadores.

«Las ventas en corto de aquel día superaron con creces las que se produjeron durante otros periodos de crisis, como la recesión que siguió a la crisis financiera de 2008, la guerra entre Israel y Gaza de 2014 y la pandemia del COVID-19», añadieron.

Resulta curioso que Mitts y Jackson identificaran tendencias similares en el EIS en abril de 2023, cuando circulaban rumores de que Hamás planeaba lanzar un ataque. Varios miembros del movimiento detenidos en Israel dijeron que el ataque se había planeado para el 5 de abril, pero se canceló en el último momento.

«En concreto, el volumen de ventas a corto plazo en el EIS alcanzó un máximo el 3 de abril a niveles muy similares a los observados el 2 de octubre», afirmaron.

Los investigadores también analizaron las ventas en corto en el TASE y descubrieron un repunte significativo en los días previos al 7 de octubre. De hecho, las posiciones cortas en el TASE empezaron a aumentar a partir de agosto, pero alcanzaron su punto máximo la semana anterior al ataque. No hay razón para asociar el pico de ventas en corto con la reforma judicial de Netanyahu. Otra vez surge la sospecha de que alguien tenía conocimiento previo del ataque de Hamás, señalaron los autores del estudio.

Los investigadores calculan que vender en corto en el TASE desde mediados de septiembre hasta octubre habría sido enormemente lucrativo. Únicamente en el Banco Leumi, «4,43 millones de nuevas acciones vendidas en corto durante el periodo comprendido entre el 14 de septiembre y el 5 de octubre produjeron unos beneficios de 3.200 millones de shekels (unos 900 millones de dólares), por esta venta en corto adicional».

De acuerdo con los expertos, Hamás había planeado el ataque durante meses y su líder, Yahya Sinwar, parece haber planeado no solo el aspecto táctico, sino también los aspectos logísticos y financieros.

Entretanto, Jackson y Mitts no afirman que la información hubiera procedido necesariamente de Hamás.

Hay que señalar que la venta en corto no es ilegal, y la ley de valores de Estados Unidos no prohíbe aparentemente explotar el conocimiento previo de semejantes ataques. Tampoco se trata de una violación de la información privilegiada en Israel. Pero fuentes israelíes señalaron que Hamás tiene gente con conocimientos financieros y no es inverosímil que estén detrás de estas ventas en corto.

Fuente: 

Adiós, Kissinger, Los desaparecidos de Chile, los muertos olvidados de todas esas naciones que el diplomático estadounidense devastó claman al menos por ese simulacro de justicia que se llama memoria

Henry Kissinger presenta sus respetos ante el féretro con los restos del senador John McCain, en el Capitolio de Washington en agosto de 2018.
Henry Kissinger presenta sus respetos ante el féretro con los restos del senador John McCain, en el Capitolio de Washington en agosto de 2018.KEVIN LAMARQUE / POOL (EFE)

Muere Henry Kissinger, el estratega que marcó la política exterior de EE UU en la segunda mitad del siglo XX El polémico premio Nobel de la Paz ha fallecido a los 100 años en su residencia de Connecticut
Muere Henry Kissinger a los 100 años de edad

Henry Kissinger, el estratega que marcó el rumbo de la diplomacia estadounidense en la segunda mitad del siglo XX, ha fallecido este miércoles, según ha anunciado su oficina. El que fuera secretario de Estado bajo dos presidentes y polémico premio Nobel de la Paz, protagonista del restablecimiento de las relaciones entre EE UU y China, responsable de bombardeos en Vietnam y defensor del golpe de Estado de Pinochet en Chile, ha muerto en su residencia de Connecticut a los 100 años.

Una de las figuras más controvertidas del siglo pasado, inconfundible con sus características gafas de pasta y un acento alemán que nunca terminó de perder, había permanecido activo hasta el último momento: este año, el de su centenario, promocionaba su libro sobre estilos de liderazgo, había testificado ante un comité del Senado sobre la amenaza nuclear de Corea del Norte y en julio pasado se había desplazado por sorpresa a Pekín para una reunión con el presidente chino, Xi Jinping.


Judío nacido en Alemania en 1923 —su nombre original era Heinz Alfred Kissinger—, llegó a Estados Unidos de adolescente, en 1938, huyendo del régimen nazi junto a su familia. Durante la Segunda Guerra Mundial, se alistó en el ejército estadounidense y estuvo destinado en Europa. Tan intelectualmente brillante como arrogante, con un agudo sentido del humor e interesado en numerosas disciplinas, estuvo a punto de inclinarse por los estudios científicos antes de decidirse por las relaciones internacionales. Tras una distinguida carrera académica de 17 años en la Universidad de Harvard, entró en la Administración estadounidense de la mano del republicano Richard Nixon, que lo nombraría primero consejero de Seguridad Nacional y después secretario de Estado durante su mandato.

En los años setenta, desempeñó un papel clave —cuya huella aún perdura, medio siglo más tarde— en la mayor parte de los acontecimientos mundiales de esa etapa de la Guerra Fría. Lo suyo era la realpolitik, el pragmatismo. Su estilo de diplomacia buscaba lograr objetivos prácticos, más que guiarse por principios o exportar ideales políticos. Para sus defensores, consiguió promover los intereses estadounidenses y ampliar la influencia de su país en el resto del mundo, dejándolo en una posición que le acabaría permitiendo vencer en la Guerra Fría y quedar como única superpotencia. Para sus —muy numerosos— detractores, fue una combinación de Maquiavelo y Mefistófeles que nunca llegó a rendir cuentas de unas acciones que dejaron enormes daños y dolor en los países perjudicados.

Encabezó conversaciones sobre el control de armamento con la Unión Soviética que abrieron una vía para modular las tensiones entre las dos superpotencias. Lideró las negociaciones para los acuerdos de paz de París con Vietnam del Norte, que abrieron la salida para Estados Unidos de una guerra impopular, costosa y que parecía interminable. Dos años después de la firma de los pactos, caía Saigón en manos del régimen comunista, mientras los últimos diplomáticos y refugiados huían en helicóptero desde el techo de la Embajada estadounidense.

Con una diplomacia de constantes viajes a los países de Oriente Próximo, amplió lazos entre Israel y sus vecinos árabes. Un maratón de 32 días de reuniones y presiones sobre el terreno consiguió separar al Estado judío y a Siria en los Altos del Golán; un intento similar en 1975, sin embargo, no logró un acuerdo entre Israel y Egipto.

Kissinger fue también uno de los grandes artífices de la aproximación a China: sus dos viajes al gigante asiático, uno de ellos en secreto para reunirse con el entonces primer ministro, Zhou Enlai, abrieron la puerta para la histórica visita de Nixon a Pekín en 1972, que trazó el camino a lo que hasta entonces había parecido impensable: la normalización de relaciones entre Estados Unidos y el país asiático de régimen comunista, tras décadas de enemistad.

Su miedo al establecimiento de regímenes de izquierdas en América Latina lo condujo a apoyar —cuando no promover— dictaduras militares en la región. En 1970, conspiró con la CIA para desestabilizar y conseguir la caída del Gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende en Chile.

Su poder como el gran artífice de la política exterior estadounidense creció durante el escándalo Watergate y a medida que se debilitaba el de Nixon, su teórico jefe. La dimisión de este presidente en 1974 disminuyó su influencia, pero no la eliminó durante el mandato del presidente Gerald Ford (1974-1977). A lo largo del resto de su vida continuó prestando asesoría a políticos republicanos y demócratas, escribiendo libros, pronunciando discursos y gestionando una firma de consultoría global.

Si nunca le abandonó la fama, tampoco lo hizo la polémica. Sus políticas en el sureste asiático y su apoyo a las dictaduras en América Latina hicieron que le llovieran acusaciones de criminal de guerra y exigencias de que rindiera cuentas de sus decisiones. Su premio Nobel de la Paz, en 1973, concedido ex aequo junto al norvietnamita Le Duc Tho —quien lo rechazó— fue uno de los más controvertidos de la historia. Dos miembros del comité Nobel encargado de adjudicar el galardón dimitieron.

Además, arreciaron las críticas y las exigencias de investigación sobre el bombardeo secreto estadounidense de Camboya en 1970. Aquella operación tenía como objeto destruir las líneas de suministro que partían de Vietnam del Norte para sustentar a las guerrillas comunistas en el sur. Pero sus críticos consideran que precipitó que los jemeres rojos se hicieran con el control de Camboya y desataran una era de terror en ese país en la que murieron cerca de dos millones de personas.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, el entonces presidente, George W. Bush, lo eligió para encabezar un comité investigador. La oposición demócrata denunció un conflicto de interés con muchos de los clientes de la consultora de Kissinger, lo que obligó al antiguo secretario de Estado a renunciar al cargo.

Divorciado en 1964 de su primera esposa, Ann Fleischer, con quien tuvo dos hijos, durante una década se granjeó fama de mujeriego pese a no ser exactamente un Adonis —“el poder es el mejor afrodisíaco”, alegaba él—. En 1974 se casó con Nancy Maginnes, colaboradora del gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller.

Numerosas veces se le preguntó si se arrepentía de alguna de las medidas que había tomado o apoyado. En una entrevista concedida a la cadena de televisión ABC en julio del año pasado, contestó: “Llevo pensando en esos problemas toda mi vida. Es mi afición tanto como mi trabajo. Así que las recomendaciones que di fueron las mejores de las que era capaz entonces”.

Veredicto sobre Henry Kissinger

Henry Kissinger, uno de los carniceros más prolíficos del siglo XX, murió como vivió: querido por los ricos y los poderosos, independientemente de su afiliación partidaria.

Henry Kissinger ha muerto. Los medios de comunicación ya están produciendo encendidas denuncias y cálidos recuerdos a partes iguales. Quizá ninguna otra figura de la historia estadounidense del siglo XX sea tan polarizadora, tan vehementemente vilipendiada por unos como venerada por otros.

Sin embargo, hay un punto en el que todos podemos estar de acuerdo: Kissinger no dejó un cadáver exquisito. Puede que los obituarios lo describan como afable, catedrático, incluso carismático. Pero seguramente nadie, ni siquiera aduladores de carrera como Niall Ferguson, se atreverá a elogiar al titán caído como un personaje atractivo.

Cómo han cambiado los tiempos.

En la época en que Kissinger era consejero de Seguridad Nacional, Women’s Wear Daily publicó un titubeante perfil del joven estadista describiéndole como «el símbolo sexual de la administración Nixon». En 1969, según el perfil, Kissinger asistió a una fiesta llena de miembros de la alta sociedad de Washington con un sobre con la inscripción «Top Secret» bajo el brazo. Los demás invitados a la fiesta apenas podían contener su curiosidad, así que Kissinger desvió sus preguntas con una ocurrencia: el sobre contenía su ejemplar de la última revista Playboy (al parecer, a Hugh Hefner le hizo mucha gracia y se aseguró de que el consejero de seguridad nacional recibiera una suscripción gratuita).

Lo que el sobre contenía en realidad era un borrador del discurso de Nixon sobre la «mayoría silenciosa», un discurso ahora famoso que pretendía trazar una nítida línea entre la decadencia moral de los liberales antibelicistas y la inquebrantable realpolitik de Nixon.

Durante la década de 1970 —mientras organizaba bombardeos ilegales en Laos y Camboya y permitía el genocidio en Timor Oriental y Pakistán Oriental— Kissinger era conocido entre la alta sociedad de Beltway como «el playboy del ala occidental». Le gustaba que le fotografiaran, y los fotógrafos le complacían. Era una fija en las páginas de cotilleos, sobre todo cuando sus escarceos con mujeres famosas saltaban a la luz pública, como cuando él y la actriz Jill St. John hicieron saltar inadvertidamente la alarma de su mansión de Hollywood una noche, cuando se escabulleron a su piscina («Le estaba enseñando ajedrez», explicó Kissinger más tarde).

Mientras Kissinger galanteaba con el jet set de Washington, él y el presidente —una pareja tan firmemente unida por la cadera que Isaiah Berlin los bautizó como «Nixonger»— estaban ocupados ideando una marca política basada en su supuesto desdén por la élite liberal, cuya moralidad efímera, afirmaban, solo podía conducir a la parálisis. Kissinger desdeñaba ciertamente el movimiento antibelicista, menospreciando a los manifestantes como «universitarios de clase media-alta» y advirtiendo: «Los mismos que gritan “Poder para el pueblo” no van a ser los que se hagan cargo de este país si se convierte en una prueba de fuerza». También despreció a las mujeres: «Para mí las mujeres no son más que un pasatiempo, un hobby. Nadie dedica demasiado tiempo a un pasatiempo». Pero es indiscutible que Kissinger sentía afición por el liberalismo dorado de la alta sociedad, las fiestas exclusivas y las cenas de filetes y los flashes.

Y para que no lo olvidemos, la alta sociedad le correspondía. Gloria Steinem, compañera ocasional de cenas, llamó a Kissinger «el único hombre interesante de la administración Nixon». La columnista de chimentos Joyce Haber lo describió como «mundano, chistoso, sofisticado y un caballero con las mujeres». Hef le consideraba un amigo, y en una ocasión afirmó en prensa que una encuesta entre sus modelos reveló que Kissinger era el hombre más deseado para citas en la mansión Playboy.

Este encaprichamiento no terminó con los años setenta. Cuando Kissinger cumplió noventa años en 2013, a la celebración de su cumpleaños con alfombra roja asistió una multitud bipartidista que incluía a Michael Bloomberg, Roger Ailes, Barbara Walters e incluso al «veterano de la paz» John Kerry, junto con otras 300 personalidades. Un artículo de Women’s Wear Daily —que continuó con su cobertura de Kissinger en el nuevo milenio— informaba de que Bill Clinton y John McCain pronunciaron los brindis de cumpleaños en un salón de baile decorado en chinoiserie, para complacer al invitado de honor de la noche (McCain, que pasó más de cinco años como prisionero de guerra, describió su «maravilloso afecto» por Kissinger, «debido a la guerra de Vietnam, que fue algo que tuvo un enorme impacto en la vida de ambos»). A continuación, el propio cumpleañero subió al escenario, donde «recordó a los invitados el ritmo de la historia» y aprovechó la ocasión para predicar el evangelio de su causa favorita: el bipartidismo.

La capacidad de Kissinger para el bipartidismo era célebre (los republicanos Condoleezza Rice y Donald Rumsfeld asistieron al principio de la velada, y más tarde la demócrata Hillary Clinton entró por una entrada de carga con los brazos abiertos, preguntando: «¿Listos para el segundo asalto?»). Durante la fiesta, McCain se deshizo en elogios hacia Kissinger: «Ha sido consultor y asesor de todos los presidentes, republicanos y demócratas, desde Nixon». Probablemente, el senador McCain habló en nombre de todos los presentes en el salón de baile cuando continuó: «No conozco a nadie más respetado en el mundo que Henry Kissinger».

Sin embargo, gran parte del mundo vilipendiaba a Henry Kissinger. El exsecretario de Estado evitó incluso visitar varios países por miedo a que le detuvieran y le acusaran de crímenes de guerra. En 2002, por ejemplo, un tribunal chileno le exigió que respondiera a preguntas sobre su papel en el golpe de estado de 1973 en ese país. En 2001, un juez francés envió agentes de policía a la habitación del hotel de Kissinger en París para entregarle una solicitud formal de interrogatorio sobre el mismo golpe, durante el cual desaparecieron varios ciudadanos franceses (aparentemente imperturbable, el estadista convertido en asesor privado remitió el asunto al Departamento de Estado y embarcó en un avión con destino a Italia). Por la misma época, anuló un viaje a Brasil después de que empezaran a circular rumores de que sería detenido y obligado a responder a preguntas sobre su papel en la Operación Cóndor, la trama de los años setenta que unió a las dictaduras sudamericanas para hacer desaparecer a los opositores exiliados de las demás. Un juez argentino que investigaba la operación ya había nombrado a Kissinger como posible «acusado o sospechoso» en una futura acusación penal.

Pero en Estados Unidos, Kissinger era intocable. Allí, uno de los carniceros más prolíficos del siglo XX murió como vivió: querido por los ricos y poderosos, independientemente de su afiliación partidista. La razón del atractivo bipartidista de Kissinger es sencilla: fue un estratega de primer orden del imperio estadounidense del capital en un momento crítico del desarrollo de ese imperio.

Veredicto sobre Henry Kissinger

No es de extrañar que el establishment político considerara a Kissinger un activo y no una aberración. Encarnaba lo que los dos partidos gobernantes tienen en común: el compromiso de mantener el capitalismo y la determinación de garantizar condiciones favorables para los inversores estadounidenses en la mayor parte del mundo posible. Ajeno a la vergüenza y a la inhibición, Kissinger fue capaz de guiar al imperio estadounidense a través de un periodo traicionero de la historia mundial, en el que el ascenso de Estados Unidos hacia el dominio global parecía, de hecho, a veces al borde del colapso.

En un periodo anterior, la política de preservación capitalista había sido un asunto relativamente sencillo. Las rivalidades entre las potencias capitalistas avanzadas conducían periódicamente a guerras espectaculares que establecían jerarquías entre las naciones capitalistas, pero que hacían relativamente poco por interrumpir la marcha hacia adelante del capital en todo el mundo. Como ventaja añadida, dado que estas conflagraciones eran tan destructivas, ofrecían oportunidades periódicas para renovar la inversión, una forma de retrasar las crisis de sobreproducción endémicas del desarrollo capitalista.

Es cierto que, a medida que las metrópolis capitalistas afirmaban el control sobre los territorios que se apoderaban en todo el mundo, el imperialismo atrajo la oposición masiva de los oprimidos. Surgieron movimientos anticoloniales para desafiar los términos del desarrollo global en todos los lugares donde se estableció el colonialismo pero, con algunas excepciones notables, estos movimientos fueron incapaces de repeler a las agresivas potencias imperiales. Incluso cuando las luchas anticoloniales tuvieron éxito, soltar las cadenas de una potencia imperial a menudo significaba exponerse a la invasión de otra (en las Américas, por ejemplo, la retirada de los españoles de sus colonias de ultramar significó que Estados Unidos asumiera el papel de nuevo hegemón regional a principios del siglo XX, afirmando su dominio sobre lugares que, como Puerto Rico, los dirigentes estadounidenses consideraban «extranjeros en un sentido doméstico»). Durante todo este tiempo, el colonialismo —al igual que el capitalismo— a menudo parecía en gran medida inquebrantable.

Pero tras la Segunda Guerra Mundial, el eje de la política mundial cambió.

Cuando el humo se dispersó finalmente sobre Europa, reveló un mundo casi irreconocible para las élites. Londres estaba en ruinas. Alemania estaba hecha pedazos, dividida por dos de sus rivales. Japón fue anexionado de hecho por Estados Unidos, para rehacerlo a su imagen y semejanza. La Unión Soviética había generado una economía industrial a una velocidad inigualable, y ahora tenía un verdadero peso geopolítico. Mientras tanto, Estados Unidos, en pocas generaciones, había desplazado a Gran Bretaña como potencia militar y económica sin rival en la escena mundial.

Pero lo más importante fue que la Segunda Guerra Mundial proporcionó una señal definitiva a los pueblos de todo el mundo colonizado de que el colonialismo era insostenible. El dominio de Europa agonizaba. Un periodo histórico caracterizado por las guerras entre las potencias del Primer Mundo (o Norte Global) dio paso a un periodo de conflictos anticoloniales sostenidos en el Tercer Mundo (o Sur Global).

Estados Unidos, tras emerger de la Segunda Guerra Mundial como nuevo hegemón mundial, habría salido perdiendo de cualquier realineamiento global que restringiera la libre circulación del capital inversor estadounidense. En este contexto, el país asumió un nuevo papel geopolítico. En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, la era de Kissinger, Estados Unidos se convirtió en el garante del sistema capitalista mundial.

Pero garantizar la salud del sistema en su conjunto no siempre equivalía a asegurar el dominio de las empresas estadounidenses. Más bien, el Estado estadounidense necesitaba administrar un orden mundial propicio para el desarrollo y el florecimiento de una clase capitalista internacional. Estados Unidos se convirtió en el principal arquitecto del capitalismo atlántico de posguerra, un régimen comercial que vinculaba los intereses económicos de Europa Occidental y Japón a las estrategias empresariales estadounidenses. En otras palabras, para preservar un orden capitalista mundial que defendía ante todo a las empresas estadounidenses —no a las empresas—, Estados Unidos necesitaba fomentar el desarrollo capitalista exitoso de sus rivales. Esto significaba generar nuevos centros capitalistas, como Japón, y facilitar el restablecimiento de economías europeas sanas.

Sin embargo, como sabemos, las metrópolis europeas se estaban escindiendo rápidamente de sus colonias. Los movimientos de liberación nacional amenazaban los intereses centrales que Estados Unidos se había comprometido a proteger, perturbando el mercado mundial unificado que el país quería coordinar. Por tanto, la promoción de los intereses estadounidenses adquirió una dimensión geopolítica más amplia. La élite del poder en Washington se comprometió a derrotar los desafíos a la hegemonía capitalista en cualquier parte del mundo donde surgieran. Para ello, el estado de seguridad nacional estadounidense desplegó una variedad de medios: apoyo militar a regímenes reaccionarios; sanciones económicas; intromisión electoral; coacción; manipulación comercial; comercio táctico de armas y, en algunos casos, intervención militar directa.

A lo largo de su carrera, lo que más preocupó a Kissinger fue la posibilidad latente de que los países subordinados pudieran actuar por su cuenta para crear una esfera alternativa de influencia y comercio. Estados Unidos no dudó en poner fin a tales iniciativas independientes cuando surgieron. Si un país se resistía al camino que le marcaban las condiciones del desarrollo capitalista mundial, los estadounidenses lo sometían a garrotazos. No se podía tolerar el desafío, no con tanta riqueza y poder político en juego. Durante su vida, Kissinger fue sinónimo de esta política. Comprendía sus objetivos y requisitos estratégicos mejor que nadie entre la clase dirigente estadounidense.

Por tanto, las políticas concretas que Kissinger aplicó no tenían tanto que ver con la promoción de los beneficios de las empresas estadounidenses como con la garantía de unas condiciones saludables para el capital en general. Este es un punto importante, a menudo descuidado en los estudios simplistas sobre el imperio estadounidense. Con demasiada frecuencia, los radicales asumen un vínculo directo entre los intereses de determinadas corporaciones estadounidenses en el extranjero y las acciones del Estado estadounidense. Y en algunos casos, esta suposición puede verse respaldada por la historia, como la destitución por el Ejército estadounidense en 1954 del reformador social guatemalteco Jacobo Árbenz, llevada a cabo en parte debido a las presiones de la United Fruit Company.

Pero en otros casos, sobre todo los que encontramos en los espinosos enredos de la carrera de Kissinger, esta suposición oscurece más de lo que revela. Tras el golpe de estado contra el chileno Salvador Allende, por ejemplo, la administración Nixon no presionó a sus aliados de la junta derechista para que devolvieran las minas previamente nacionalizadas a las empresas estadounidenses Kennecott y Anaconda. Devolver las propiedades confiscadas a las empresas estadounidenses era poca cosa. El objetivo principal de «Nixonger» se cumplió en el momento en que Allende fue apartado del poder: la vía democrática de Chile hacia el socialismo ya no amenazaba con generar una alternativa sistémica al capitalismo en la región.

Contrariamente a la sabiduría convencional, la comprobación del expansionismo soviético apenas fue un factor importante que diera forma a la política exterior estadounidense durante la Guerra Fría. Los planes estadounidenses de respaldar el capitalismo internacional por la fuerza se decidieron ya en 1943, cuando aún no estaba claro si los soviéticos sobrevivirían siquiera a la guerra. E incluso al principio de la Guerra Fría, la Unión Soviética carecía de la voluntad y la capacidad para expandirse más allá de sus satélites regionales. Los movimientos de Stalin para estabilizar el «socialismo en un solo país» surgieron como una estrategia defensiva, y Rusia se comprometió con la distensión como la mejor apuesta para su existencia continuada, exigiendo únicamente un anillo de estados tapón que la protegieran de las invasiones occidentales.

Por esta razón, una generación de militantes de izquierda de América Latina, Asia y Europa (basta con preguntar a los griegos) interpretan la llamada Guerra Fría como una venta en serie de Moscú a los movimientos de liberación de todo el mundo. A pesar del histrionismo público de Kissinger en apoyo de la «civilización de mercado occidental», la amenaza de la expansión soviética solo se utilizó realmente en la política exterior estadounidense como herramienta retórica.

Es comprensible, pues, que el formato de la economía mundial no cambiara tan drásticamente tras la caída de la Unión Soviética. La neoliberalización de los años 90 representó una intensificación del programa global que Estados Unidos y sus aliados habían perseguido todo el tiempo. Y hoy, el Estado estadounidense continúa en su papel de garante global del capitalismo de libre mercado, incluso cuando los gobiernos del Tercer Mundo, temerosos de las repercusiones geopolíticas, realizan contorsiones políticas para evitar enfrentarse frontalmente al capital estadounidense. Por ejemplo, a partir de 2002, Washington empezó a respaldar los esfuerzos para derrocar al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, aunque los gigantes petroleros estadounidenses siguieran perforando en Maracaibo y el crudo venezolano siguiera llegando a Houston y Nueva Jersey.

La doctrina Kissinger persiste en la actualidad: si los países soberanos se niegan a integrarse en los planes más amplios de Estados Unidos, el Estado de seguridad nacional estadounidense actuará rápidamente para socavar su soberanía. Esto es lo de siempre para el imperio estadounidense, independientemente del partido que ocupe la Casa Blanca, y Kissinger, mientras vivió, fue uno de los principales administradores de este statu quo.

Obituario con hurras

Henry Kissinger por fin ha muerto. Decir que era un mal hombre roza el cliché, pero no deja de ser un hecho. Y ahora, por fin, se ha ido.

Aun así, nuestro alivio colectivo no debe desviarnos de una valoración más profunda. A fin de cuentas, Kissinger debe ser rechazado por algo más que por su singular aceptación de la atrocidad en nombre del poder estadounidense. Como progresistas y socialistas, debemos ir más allá de ver a Kissinger como un sórdido príncipe de las sombras imperialistas, una figura a la que solo se puede hacer frente litigiosamente, en la fría mirada de un tribunal imaginario. Su repugnante frialdad y su despreocupación por sus resultados, a menudo genocidas, no deben impedirnos verle como era: una encarnación de las políticas oficiales estadounidenses.

Al mostrar que el comportamiento de Kissinger es parte integrante del expansionismo estadounidense en general, esperamos reunir una crítica política y moral de la política exterior estadounidense, una política exterior que subvierte sistemáticamente las ambiciones populares y socava la soberanía en defensa de las élites, tanto extranjeras como nacionales.

La muerte de Kissinger ha librado al mundo de un gestor homicida del poder estadounidense, y tenemos la intención de bailar sobre su tumba. Desde Jacobin Magazine han preparado un libro para esta ocasión, un catálogo de los oscuros logros de Kissinger en el transcurso de una larga carrera de carnicería pública. En él, algunos de los mejores historiadores radicales del mundo dividen en episodios digeribles la historia más larga del ascenso estadounidense en la segunda mitad del siglo XX.

En un momento del libro, el historiador Gerald Horne cuenta una anécdota sobre la vez que Kissinger estuvo a punto de ahogarse mientras navegaba en canoa bajo la mayor catarata del mundo. Es una historia divertida, que resulta aún más estimulante al saber que el tiempo ha logrado por fin lo que las cataratas Victoria no consiguieron hace tantas décadas. Pero para que no lo celebremos demasiado pronto, debemos recordar que el Estado de seguridad nacional estadounidense que lo produjo sigue vivito y coleando. Fuente:

sábado, 2 de diciembre de 2023

Muere Henry Kissinger, el controvertido Nobel de la Paz que apoyó la "guerra sucia” que dejó miles de muertos en América Latina

Henry Kissinger

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,Henry Kissinger fue secretario de estado de EE.UU. durante el gobierno de Richard Nixon y de Gerald Ford. 

Henry Kissinger, una figura emblemática de la diplomacia estadounidense durante la década de los años 70, murió este miércoles a los 100 años en su casa de Connecticut, según informó su agencia de consultoría, que no precisó la causa del deceso.

Como estratega de la política exterior estadounidense durante los turbulentos años 60 y 70 del siglo pasado, Kissinger detentó un enorme poder.

Su nombre ha sido relacionado con casi todos los grandes acontecimientos de aquellos tiempos, desde la guerra de Vietnam hasta el enfrentamiento de EE.UU. con la Unión Soviética.

Las paradojas de su vida fueron extraordinarias.

Pese a ser un protagonista polémico de la Guerra Fría, en 1973 fue galardonado con el premio Nobel de la Paz.

Identificado a veces con la derecha anticomunista, fue sin embargo el ideólogo del acercamiento entre EE.UU. y China, hasta entonces aislada bajo el régimen de Mao Zedong.

Y a pesar de haber nacido en Alemania y hablar inglés con un fuerte acento extranjero, se convirtió en uno de los símbolos más conocidos de Washington y su poder global.

Una figura paradójica

Cuando Henry Kissinger se reunió en junio de 1976 con el canciller del régimen militar que hacía tres meses se había instalado en el poder en Argentina, éste le preguntó si le importaba que hablara en español porque tenía dificultades con el inglés.

"Para nada", respondió Kissinger, entonces secretario de Estado de Estados Unidos y ajedrecista en el tablero mundial, antes de romper el hielo con su interlocutor argentino anunciándole que asistiría al Mundial de fútbol de 1978 en su país, "pase lo que pase".

"Argentina va a ganar", vaticinó.

El canciller, almirante César Augusto Guzzetti, le advirtió instantes después que su país tenía problemas de "terrorismo" y económicos, y le pidió apoyo de EE.UU. para el gobierno de facto.

"Hemos seguido de cerca los acontecimientos en Argentina. Le deseamos lo mejor al nuevo gobierno y haremos todo lo posible para ayudarlo a tener éxito", respondió Kissinger, según se lee en un documento desclasificado de EE.UU. sobre la conversación, que tuvo lugar en Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet.

Poco después, Kissinger le dio otro aviso a Guzzetti: "Si hay cosas que deben ser hechas, deberían hacerlas rápido. Pero deben volver rápidamente a los procedimientos normales", le dijo en una frase que sus críticos han interpretado como una luz verde para que el nuevo régimen argentino violara derechos humanos.

Con este tipo de mensajes y políticas, tanto en América Latina como en el resto del mundo, EE.UU. promovió sus intereses en plena Guerra Fría a través de Kissinger, uno de los diplomáticos más influyentes y controvertidos del siglo XX que murió este miércoles a los 100 años.

El pragmático

Pinochet y Kissinger

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,
Pinochet y Kissinger 

Kissinger se reunió en Chile con Pinochet en 1976, tres años después del golpe de Estado contra Allende.

Henry Alfred Kissinger nació en Fürth, en la Baviera alemana, el 27 de mayo de 1923, en el seno de una familia judía que huyó de la persecución nazi mudándose a Nueva York cuando él tenía 15 años.

En 1943, el mismo año en que se volvió ciudadano de Estados Unidos, fue reclutado por el ejército de ese país y pasó a ser interprete alemán de contrainteligencia durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras el conflicto bélico, regresó a EE.UU. e ingresó becado a la exclusiva Universidad de Harvard, donde en 1950 se graduó en Ciencias Políticas con todos los honores. Obtuvo una maestría y un doctorado, y en 1954 se vinculó como profesor.

Su buena reputación académica le permitió entrar en los grandes salones de la política cuando el presidente Richard Nixon lo nombró su asesor de Seguridad Nacional en 1969 y secretario de Estado en 1973.

El veterano político republicano y el intelectual de Harvard formaron una pareja que marcó la política exterior de EE.UU. con una serie de iniciativas inesperadas y atrevidas.

Kissinger junto al diplomático norvietnamita Le Duc Tho.

Kissinger junto al diplomático norvietnamita Le Duc Tho.

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,
En 1973, Kissinger compartió el premio Nobel de la Paz con el diplomático norvietnamita Le Duc Tho.

Kissinger defendía la toma de decisiones por pragmatismo y conveniencia nacional antes que en base a preferencias ideológicas.

Entre otras cosas:

  • Contribuyó activamente a la normalización de relaciones de EE.UU. con China y fue arquitecto de la détente o política de distensión con la Unión Soviética.
  • En 1973 su mediación entre Israel y Egipto ayudó a terminar con la guerra de Yom Kippur. 
  • También fue clave en los acuerdos de paz de París para retirar a EE.UU. de la guerra de Vietnam, que su gobierno había prolongado, lo que le valió el Nobel junto al diplomático norvietnamita Le Duc Tho. 
  • Sin embargo, sus críticos señalan que fue responsable de atrocidades como los bombardeos aéreos secretos de EE.UU. en Camboya, nación a la que acusaba de dar refugio a los guerrilleros comunistas de la vecina Vietnam.
Pero Kissinger es una figura controversial no solo por el papel que tuvo en la política exterior de EE.UU., sino también por su personalidad.

"Tenía ese tipo de enfoque de sangre fría y calculador para la guerra y la paz", indicó David Greenberg, autor del libro "La sombra de Nixon: la historia de una imagen".

Poseía "toda esta inteligencia, pero sin la base moral o ética", agregó.

Allende y Fidel

Richard Nixon con Henry Kissinger

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,
Richard Nixon con Henry Kissinger

Kissinger fue una pieza fundamental en la política extranjera de Richard Nixon

América Latina, donde la Guerra Fría se volvió a menudo un conflicto caliente, fue una de las regiones que conoció de primera mano la influencia de Kissinger.

Esto ha quedado en evidencia con diversos documentos oficiales desclasificados y publicados por el Archivo de Seguridad Nacional, en la Universidad George Washington.

Esos papeles muestran por ejemplo que Kissinger le indicó a Nixon en 1970 que la elección democrática del presidente socialista chileno Salvador Allende era "uno de los desafíos más serios jamás enfrentados en este hemisferio".

Kissinger temía que el país sudamericano se volviera un ejemplo de un "gobierno marxista electo y exitoso" y le dijo al director de la CIA, Richard Helms, que Washington evitaría "que Chile se echara a perder".

Días después de que Allende fuera derrocado por Pinochet en 1973, Kissinger habló telefónicamente con Nixon sobre el golpe militar: "Nosotros no lo hicimos. Es decir, los ayudamos", le contó al presidente.

"Queremos ayudar, no debilitarlo. Usted hizo un gran servicio a Occidente al derrocar a Allende", le señaló Kissinger personalmente a Pinochet en junio de 1976, siendo ya secretario de Estado de Gerald Ford tras la renuncia de Nixon por el escándalo Watergate.

Aquella reunión tuvo lugar en Chile, cuando en todo el mundo crecía la preocupación por las graves violaciones de los derechos humanos por parte del régimen chileno.

Fue en ese mismo viaje que Kissinger se reunió con el canciller argentino Guzzetti y le transmitió su respaldo al gobierno de facto que emprendió una "guerra sucia" en la que morirían o desaparecerían hasta 30.000 personas.

Otros documentos desclasificados de EE.UU. muestran que Kissinger, furioso por la decisión del entonces presidente cubano Fidel Castro de enviar tropas a Angola, esbozó en 1976 planes para "aplastar a Cuba" con ataques aéreos, los cuales nunca llegaron a concretarse.

Sin disculpas

Henry Kissinger
Henry Kissinger

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,

Kissinger fue reconocido por su pragmatismo en las relaciones internacionales, a pesar de que eso generara dudas sobre la moralidad de algunas decisiones.


Tras su salida del gobierno en 1977, cuando el demócrata Jimmy Carter asumió la presidencia de EE.UU., Kissinger fundó la empresa de consultoría internacional Kissinger Associates, que hizo millones vendiendo consejos a grandes corporaciones.

También se dedicó a otra de sus pasiones, el fútbol, y como le había anunciado a Guzzetti, viajó personalmente al Mundial de 1978 en Argentina pese a la preocupación mostrada por el embajador de EE.UU. en ese país de que su respaldo a la junta militar endureciera la postura de ésta en derechos humanos, justo cuando el gobierno de Carter la presionaba para detener la represión.

Kissinger nunca escapó del todo a las controversias que despertó.

En mayo de 2001, de visita en París, un juez francés lo citó a declarar como testigo en una investigación sobre el golpe y las violaciones a los derechos humanos en Chile, pero el exsecretario de Estado se negó a responder y abandonó Francia.

También hubo intentos de involucrarlo en procesos en otros países por presuntos abusos relacionados con la política exterior estadounidense, pero esos esfuerzos nunca fructificaron.

Consultado en una entrevista con The Atlantic en 2016 sobre la utilidad de ir a otros países y hacer mea culpa por el comportamiento de EE.UU. en el pasado, Kissinger usó preguntas en su respuesta, sin ofrecer un atisbo de disculpa.

"¿Debería cada servidor público estadounidense tener que preocuparse sobre cómo sonarán sus puntos de vista 40 años después en manos de gobiernos extranjeros?", cuestionó.

Cuando recientemente un periodista de la cadena estadounidense CBS le preguntó sobre los bombardeos a Camboya, Kissinger se defendió: "Haces este programa porque voy a cumplir 100 años", dijo. "Y eliges un tema de algo que ocurrió hace 60 años. Tienes que saber que era un paso necesario".

En esa misma entrevista reciente dijo esperar que, con la participación de China, haya negociaciones a fin de este año para terminar con la guerra entre Rusia y Ucrania.

Y en diálogo con la revista británica The Economist lanzó consejos para que EE.UU. y China aprendan a convivir sin entrar en guerra, en un mundo donde la inteligencia artificial puede aumentar su rivalidad.

"Ambas partes se convencieron de que la otra representa un peligro estratégico", advirtió.

"Vamos camino a una confrontación entre grandes potencias".

viernes, 1 de diciembre de 2023

Cómo los pescadores de Dinamarca protagonizaron uno de los mayores actos de resistencia de la Segunda Guerra Mundial

marina en Dinamarca

Era otoño en la Riviera danesa, una serie de pueblos pesqueros a lo largo de la costa a una hora al norte de Copenhague. En la ciudad de Gilleleje, los manzanos colgaban cargados de frutas en los jardines de las cabañas con techo de paja y las rosas rosadas florecían en las dunas que respaldaban la larga playa de arena.

Los turistas comían pescado y patatas fritas en el muelle junto a un puerto repleto de embarcaciones de recreo, y a poco menos de 18 km de distancia, al otro lado de un mar azul en calma, la costa de Suecia flotaba en el horizonte.

Era una escena escandinava idílica, pero no siempre este lugar había sido tan pacífico.

Hace 80 años, en octubre de 1943, esta extensión de agua representó una vía de escape para los judíos daneses.

Si no lograban cruzar el agua desde la Dinamarca ocupada hasta la Suecia neutral, se enfrentarían a la deportación y posible muerte en los campos de concentración de Europa.

Gracias a la valentía del pueblo danés –y, en particular, de los pescadores y el pueblo de Gilleleje y otros a lo largo de la Riviera danesa– 7.056 judíos daneses de una población total de 7.800 fueron llevados a Suecia y a la libertad.

El hecho es aclamado como uno de los mayores actos de resistencia colectiva durante la Segunda Guerra Mundial.

Este octubre, Gilleleje inaugura un nuevo monumento para conmemorar el octogésimo aniversario. Y una nueva exposición en el Museo del Patrimonio Judío de Nueva York, titulada “Valentía para Actuar: Rescate en Dinamarca”, acercará la historia a un público más amplio.

Este acto de resistencia comenzó tres años y medio después de la ocupación alemana de Dinamarca.

"En el verano de 1943 las cosas no iban demasiado bien para Alemania en la guerra", explicó Lisa Tomlinson, una guía turística local que me mostró los lugares históricos de la ciudad a través de seis placas conmemorativas, empezando por la modesta estación de tren.

"La resistencia danesa se estaba volviendo más valiente y en agosto se produjeron huelgas y sabotajes en todo el país. Hitler decidió dar una lección a los daneses y ordenó en septiembre una redada de judíos daneses que tendría lugar a principios de octubre".

piedra conmemorativa

piedra conmemorativa

FUENTE DE LA IMAGEN,LAURA HALL

Pie de foto,
Una nueva piedra conmemorativa en el puerto conmemora el acontecimiento histórico.

Mientras pasábamos por las cabañas de los pescadores y la iglesia de la ciudad, Tomlinson señala una tienda que alguna vez fue propiedad de un vendedor de telas que exhibía carteles antialemanes y a favor de la Real Fuerza Aérea danesa.

El gobierno danés había colaborado inicialmente con el régimen alemán, explicó, pero después de tres años y medio, ya habían tenido suficiente.

A finales de septiembre, se corrió el rumor entre políticos y rabinos de que los judíos daneses debían huir rápidamente: los nazis iban a acorralarlos en las noches del 1 y 2 de octubre.

La ruta más segura era tomar el tren hasta Gilleleje y encontrar un paso a través del estrecho de Øresund hacia Suecia.

En 1943, Gilleleje era un pueblo pesquero con una población de alrededor de 1.700 habitantes donde todos se conocían.

Los soldados alemanes estaban apostados en el hotel cercano y se les veía en las calles de la ciudad y alrededor del puerto.

Además, los lugareños estaban nerviosos por las visitas improvisadas de la Gestapo, estacionada en la costa de Helsingør.

Los pobladores sabían los riesgos que corrían, pero aun así se unieron para ayudar.

Se encontraron con los judíos que huían en las paradas de los trenes y los ocultaron hasta el anochecer, cuando podrían abordar barcos para el peligroso viaje de dos horas a través de mares tormentosos y azotados por el viento hasta Höganäs y otras ciudades a lo largo de la costa sueca.

"Había algo que Hitler había malinterpretado por completo", dice Søren Frandsen, autor de un nuevo libro, Kurs Mod Friheden (El camino a la libertad), sobre los acontecimientos de octubre de 1943.

"Y eso era que aunque estas personas eran judíos, también eran daneses, y por supuesto se ayudarían unos a otros en caso de crisis”.

La responsabilidad de ayudar a otros en peligro estaba particularmente arraigada en la comunidad pesquera religiosa de Gilleleje.

Resilientes y conocedores del peligro, sabían de forma innata el valor de trabajar juntos, crear una red social y unirse para ayudar.

estrecho de Oresund
estrecho de Oresund

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,
La ruta más segura para transportar a los judíos era a través del estrecho de Øresund hacia Suecia.

“La actitud general de los pescadores era ‘ayudamos a todas las personas que lo necesitan’", dice Frandsen.

Liderados por el vendedor de telas, los habitantes del pueblo se movilizaron rápidamente, encontraron casas seguras, suministraron alimentos y mantas a las personas escondidas y recaudaron dinero para ayudar a quienes no podían pagar el viaje.

Una de ellos era Tove Udsholt, que entonces tenía sólo tres años y que había llegado a Gilleleje con su madre y con sólo una pequeña bolsa llena de ropa y su osito de peluche.

Su madre gastó el dinero que le quedaba en el pasaje de tren a Gilleleje y compró un pasaje de vuelta para evitar sospechas.

"Ese era el único dinero que tenía mi madre", me dijo Udsholt, que ahora tiene 83 años, mientras me mostraba la iglesia Gilleleje. "Ella esperaba que la gente la ayudara. Así fue".

Udsholt es una de las pocas personas que quedan con vida de las que participaron en la gran huida y ofrece charlas y recorridos turísticos regulares sobre sus experiencias.

Se escondió con su madre y varias otras personas en una buhardilla en Østergade, a sólo un par de calles de la iglesia.

"Los alemanes estuvieron patrullando todo el tiempo", dijo, "y yo hablaba mucho. Era peligroso. Un pescador, Svend, vino con comida y mantas, me vio y le preguntó a mi madre si podía ir a casa con él. Ella dijo que sí, pero que tenía que traerme de vuelta".

Udsholt fue a jugar con el pescador y su esposa a su casa en una calle vecina, mientras su madre se refugiaba en la buhardilla hasta que cayera la noche y las condiciones fueran lo suficientemente buenas para navegar hacia Suecia.

Mientras se escondían, alguien alertó a la Gestapo de un grupo de entre 80 y 90 judíos escondidos en el ático de la iglesia e inmediatamente los arrestaron y los deportaron al campo de Theresienstadt en Checoslovaquia.

Tove Udsholt

Tove Udsholt

FUENTE DE LA IMAGEN,LAURA HALL

Pie de foto,
Ahora, de 83 años, Tove Udsholt fue una de los 135 niños judíos protegidos de los soldados alemanes en Dinamarca.

Parada con Udsholt en el ático hoy en día, con sus tablas desnudas y pequeñas ventanas con vistas al puerto, era fácil imaginar el pánico y el miedo que debió sentir el grupo.

Al escuchar la noticia del arresto del grupo en la iglesia de la calle, se le dijo al grupo de Udsholt que tenían que irse inmediatamente.

"Mi madre tuvo sólo un segundo para tomar la decisión", dice Udsholt. "Había oído el rumor de que si los pescadores tenían niños que lloraban o hablaban a bordo, les podía pasar lo peor”.

“Le dijo a Svend que él y su esposa podían tenerme hasta el final de la guerra, y que entonces ella regresaría a recogerme".

Udsholt pasó el resto de la guerra en Gilleleje siendo una de los 135 niños judíos escondidos en Dinamarca y protegidos de los soldados alemanes por la población local, quienes corrieron una gran riesgo ellos mismos.

Recuerda mirar por encima del agua las luces de Suecia, donde estaba su madre, pero después de la guerra la reconciliación fue difícil. Terminó quedándose con su familia adoptiva en el pequeño pueblo costero.

"Gilleleje me cuidó", cuenta.
 
La iglesia de Gilleleje

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,

La iglesia de Gilleleje donde se escondieron los judíos.

Otros actos de valentía similares tuvieron lugar a lo largo de la costa durante todo octubre de 1943.

En la ciudad de Nivå, alrededor de 600 judíos daneses se escondieron en el gran horno de una fábrica de ladrillos antes de escapar a través de los pantanos durante la noche hacia los barcos que esperaban.

Jørgen Bertelsen es guía voluntario en el horno y realiza regularmente visitas escolares guiadas en sus alrededores. "Hoy en día hay muchos lugares donde la gente tiene necesidad de huir", afirmó.

"Es importante contárselo a nuestros hijos para que sean más comprensivos con las personas que tienen que escapar. No está sucediendo sólo en [lugares como] África: también sucedió aquí. Y también debemos recordar a los voluntarios que arriesgaron sus vidas para ayudar."

Para Udsholt no se trata sólo de una historia sobre tiempos de guerra, sino de celebrar una actitud hacia las personas necesitadas.

"Creo que Gilleleje debería estar muy orgulloso de que una ciudad tan pequeña haya logrado tanto", afirma.

"No es que se deba agradecer a la gente por comportarse con humanidad, pero debemos estar orgullosos de este espíritu. Por eso es importante abrir las puertas a los ucranianos y a las personas que huyen de la guerra".

Vi morir una democracia. No quiero verlo otra vez

Por Ariel Dorfman

Dorfman, antiguo asesor cultural del gobierno del presidente Salvador Allende, es autor de la novela Allende y el museo del suicidio.
A painting of Salvador Allende being carried up a set of stairs on a dolly.
Un retrato de Salvador Allende en Santiago, ChileCredit...Esteban Felix/Associated Press
A painting of Salvador Allende being carried up a set of stairs on a dolly.

Puedo precisar el momento en el que fui consciente de que nuestra revolución pacífica había fracasado. Fue a primera hora de la mañana del golpe, en la capital de la nación, cuando oí el anuncio de que una junta presidida por el general Augusto Pinochet estaba ahora al mando de Chile. Aquella misma noche, refugiado en una casa segura, perseguido ya por los nuevos gobernantes de Chile, escuché en la radio la noticia de que Allende había muerto en La Moneda, el palacio presidencial, después de que las fuerzas armadas lo bombardearan y asaltaran con tanques y soldados.

Mi primera reacción fue de miedo. Miedo por lo que podía sucederme a mí, a mi familia y a mis amigos, y pavor por lo que estaba a punto de sucederle a mi país. Y entonces me invadió una pena que desde entonces me pesa en el corazón. Se nos había brindado una oportunidad, única y luminosa, de cambiar la historia: un gobierno de izquierda elegido democráticamente en América Latina que iba a ser una inspiración para el mundo. Y no supimos cumplir esa promesa.

El general Pinochet no solo acabó con nuestros sueños; con su dominio empezó una era de salvajes violaciones de los derechos humanos. Durante su régimen militar, de 1973 a 1990, más de 40.000 personas fueron sometidas a torturas físicas y psicológicas. Cientos de miles de chilenos —opositores políticos, críticos independientes o civiles inocentes sospechosos de tener vínculos con ellos— fueron encarcelados, asesinados, perseguidos o exiliados. Más de un millar de hombres y mujeres siguen aún entre los desaparecidos, sin funerales ni tumbas que sus familiares puedan visitar.

El modo en el que el país recuerde, 50 años después, el trauma histórico de nuestro pasado común no podría ser más importante que ahora, cuando la tentación de un régimen autoritario aumenta entre los chilenos, como pasa, por supuesto, en todo el mundo. Muchos conservadores chilenos sostienen hoy que el golpe de Estado fue un correctivo necesario. Tras sus justificaciones acecha una peligrosa nostalgia por un hombre fuerte que supuestamente resuelva los problemas de nuestra era imponiendo el orden, aplastando a la disidencia y restaurando una especie de identidad nacional mítica.

Hoy, cuando el 70 por ciento de la población no había nacido al producirse la asonada militar, es vital que tanto en Chile como en el resto del mundo se recuerden las aciagas consecuencias de recurrir a la violencia para zanjar nuestros dilemas, cayendo en divisiones entre hermanos, en vez de hacer un esfuerzo por la solidaridad, el diálogo y la compasión.

Hace cincuenta años, en cuanto oí el nombre Augusto Pinochet, supe que estábamos condenados. Allende había confiado en el general Pinochet, el jefe del ejército chileno, como el principal oficial con el que podíamos contar para apoyar la Constitución y detener cualquier golpe. De hecho, había hablado brevemente con él solo una semana antes. Yo trabajaba en La Moneda como asesor de prensa y cultura del ministro secretario general en el gabinete de Allende. A menudo atendía las llamadas, y se dio la casualidad de que descolgué el teléfono cuando llamó el general Pinochet y dijo, con esa voz ronca y nasal que pronto emitiría las órdenes de destruir la democracia que había jurado defender.

Chile me fascinaba desde que llegué al país a los 12 años, nacido en Argentina y criado en Estados Unidos. A medida que fui creciendo, lo que pasó a ser central en mi amor por la nación fue la emoción de vivir en un país cuya democracia tenía una larga trayectoria animada por un movimiento de liberación nacional nacido de las luchas de varias generaciones de trabajadores e intelectuales, con la carismática figura de Allende al frente del camino hacia un futuro donde unos pocos ya no explotarían a las grandes mayorías. No fue solo un sueño. Cuando nuestro líder ganó las elecciones nacionales en 1970, su coalición de partidos de izquierda implementó una serie de medidas que empezaron a liberar a Chile de su dependencia de las corporaciones extranjeras y la oligarquía del país. Es difícil describir la alegría, tanto personal como colectiva, que acompañó a esa certeza de que la gente común era la protagonista de la historia, de que no teníamos por qué aceptar el mundo tal como lo habíamos encontrado.

Sin embargo, lo que para nosotros era una radiante oportunidad, algunos de nuestros compatriotas lo sintieron como una amenaza, y veían nuestra revolución como un arrogante ataque a sus identidades y tradiciones más profundas. Fue sobre todo el caso de quienes consideraban sus propiedades y privilegios parte de un orden natural y eterno. Estos viejos propietarios de la riqueza de Chile conspiraron, con el apoyo de la Casa Blanca del presidente Richard Nixon y la CIA, para sabotear el gobierno de Allende.

No hubo luto entre los ricos y los poderosos aquella noche del 11 septiembre. Celebraron que Chile se hubiera salvado de lo que temían que fuese otra Cuba, un Estado totalitario que los borraría de un país que reclamaban como su feudo. El abismo que se abrió aquel día entre las víctimas y los beneficiarios del golpe persiste, muchos años después del restablecimiento de la democracia en 1990.

Desde entonces ha habido algunos avances en la creación de un consenso nacional en torno a la idea de que las atrocidades de la dictadura no deben volver a tolerarse nunca más. Pero ahora la derecha radical de Chile y más de un tercio de los chilenos han expresado su aprobación del régimen de Pinochet.

Por tanto, no se ha alcanzado ningún consenso sobre el golpe en sí, a pesar de los esfuerzos del actual presidente de Chile, Gabriel Boric. Boric, quien solo tiene 37 años y admira a Allende, intentó que todas las fuerzas políticas firmaran una declaración conjunta en la que se afirmaba que jamás, en ninguna circunstancia, puede justificarse un golpe militar. Hace solo unos días, los partidos de derecha se negaron a firmar la declaración.

El dirigente derechista José Antonio Kast, una especie de Trump de los Andes y favorito de cara a las elecciones presidenciales de 2025, es un declarado defensor del legado del dictador. Se niega, al igual que un alarmante número de sus seguidores, a condenar lo sucedido el 11 de septiembre de 1973. Insisten en la tesis de que, por lamentables que hayan sido los abusos resultantes, las fuerzas armadas no tenían otra opción que sublevarse para salvar a Chile del socialismo.

Tal vez muchos jóvenes chilenos se encojan de hombros y piensen que es otra disputa política más que en poco afecta a la larga lista de problemas a los que hoy se enfrentan: la delincuencia y la inmigración; una crisis económica y climática; asistencia sanitaria, educación y pensiones muy insuficientes; el conflicto entre el gobierno y los pueblos indígenas al sur del país. Es, no obstante, imprescindible encontrar un modo de forjar un concepto común de nuestro pasado, de modo que podamos empezar a crear una visión común de Chile para los muchos mañanas que nos esperan.

En este momento de confusión y polarización, ¿qué tipo de orientación puedo darles yo, un chileno que ha vivido esta historia, a las generaciones más jóvenes que se preguntan cómo debe recordarse este día? ¿Cómo podemos alentarlos a seguir trabajando por un futuro en el que sea posible que todos los chilenos —o casi todos— digan con fervor: “Nunca más”?

Les propongo una palabra: seguimos.

Seguimos. No flaqueamos. No vamos a retroceder.

Es una de las palabras favoritas de Boric. Es también una actitud que Allende inmortalizó en su último discurso desde La Moneda, cuando se preparaba para morir. Le dijo al pueblo de Chile que pronto “el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. Lo seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes”.

Seguimos, para que Chile, a pesar de todo lo que ha sufrido, y quizá a raíz de lo que ha sufrido, pueda perseverar en el camino hacia la justicia y la dignidad para todos. Y seguimos, para que los jóvenes chilenos de hoy no pasen de luto el resto de su vida, lamentándose de lo que pudo haber sido.

Ariel Dorfman, distinguido profesor emérito de Literatura en la Universidad Duke, es autor de la obra teatral La muerte y la doncella y de la novela Allende y el museo del suicidio.