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viernes, 1 de diciembre de 2023

Vi morir una democracia. No quiero verlo otra vez

Por Ariel Dorfman

Dorfman, antiguo asesor cultural del gobierno del presidente Salvador Allende, es autor de la novela Allende y el museo del suicidio.
A painting of Salvador Allende being carried up a set of stairs on a dolly.
Un retrato de Salvador Allende en Santiago, ChileCredit...Esteban Felix/Associated Press
A painting of Salvador Allende being carried up a set of stairs on a dolly.

Puedo precisar el momento en el que fui consciente de que nuestra revolución pacífica había fracasado. Fue a primera hora de la mañana del golpe, en la capital de la nación, cuando oí el anuncio de que una junta presidida por el general Augusto Pinochet estaba ahora al mando de Chile. Aquella misma noche, refugiado en una casa segura, perseguido ya por los nuevos gobernantes de Chile, escuché en la radio la noticia de que Allende había muerto en La Moneda, el palacio presidencial, después de que las fuerzas armadas lo bombardearan y asaltaran con tanques y soldados.

Mi primera reacción fue de miedo. Miedo por lo que podía sucederme a mí, a mi familia y a mis amigos, y pavor por lo que estaba a punto de sucederle a mi país. Y entonces me invadió una pena que desde entonces me pesa en el corazón. Se nos había brindado una oportunidad, única y luminosa, de cambiar la historia: un gobierno de izquierda elegido democráticamente en América Latina que iba a ser una inspiración para el mundo. Y no supimos cumplir esa promesa.

El general Pinochet no solo acabó con nuestros sueños; con su dominio empezó una era de salvajes violaciones de los derechos humanos. Durante su régimen militar, de 1973 a 1990, más de 40.000 personas fueron sometidas a torturas físicas y psicológicas. Cientos de miles de chilenos —opositores políticos, críticos independientes o civiles inocentes sospechosos de tener vínculos con ellos— fueron encarcelados, asesinados, perseguidos o exiliados. Más de un millar de hombres y mujeres siguen aún entre los desaparecidos, sin funerales ni tumbas que sus familiares puedan visitar.

El modo en el que el país recuerde, 50 años después, el trauma histórico de nuestro pasado común no podría ser más importante que ahora, cuando la tentación de un régimen autoritario aumenta entre los chilenos, como pasa, por supuesto, en todo el mundo. Muchos conservadores chilenos sostienen hoy que el golpe de Estado fue un correctivo necesario. Tras sus justificaciones acecha una peligrosa nostalgia por un hombre fuerte que supuestamente resuelva los problemas de nuestra era imponiendo el orden, aplastando a la disidencia y restaurando una especie de identidad nacional mítica.

Hoy, cuando el 70 por ciento de la población no había nacido al producirse la asonada militar, es vital que tanto en Chile como en el resto del mundo se recuerden las aciagas consecuencias de recurrir a la violencia para zanjar nuestros dilemas, cayendo en divisiones entre hermanos, en vez de hacer un esfuerzo por la solidaridad, el diálogo y la compasión.

Hace cincuenta años, en cuanto oí el nombre Augusto Pinochet, supe que estábamos condenados. Allende había confiado en el general Pinochet, el jefe del ejército chileno, como el principal oficial con el que podíamos contar para apoyar la Constitución y detener cualquier golpe. De hecho, había hablado brevemente con él solo una semana antes. Yo trabajaba en La Moneda como asesor de prensa y cultura del ministro secretario general en el gabinete de Allende. A menudo atendía las llamadas, y se dio la casualidad de que descolgué el teléfono cuando llamó el general Pinochet y dijo, con esa voz ronca y nasal que pronto emitiría las órdenes de destruir la democracia que había jurado defender.

Chile me fascinaba desde que llegué al país a los 12 años, nacido en Argentina y criado en Estados Unidos. A medida que fui creciendo, lo que pasó a ser central en mi amor por la nación fue la emoción de vivir en un país cuya democracia tenía una larga trayectoria animada por un movimiento de liberación nacional nacido de las luchas de varias generaciones de trabajadores e intelectuales, con la carismática figura de Allende al frente del camino hacia un futuro donde unos pocos ya no explotarían a las grandes mayorías. No fue solo un sueño. Cuando nuestro líder ganó las elecciones nacionales en 1970, su coalición de partidos de izquierda implementó una serie de medidas que empezaron a liberar a Chile de su dependencia de las corporaciones extranjeras y la oligarquía del país. Es difícil describir la alegría, tanto personal como colectiva, que acompañó a esa certeza de que la gente común era la protagonista de la historia, de que no teníamos por qué aceptar el mundo tal como lo habíamos encontrado.

Sin embargo, lo que para nosotros era una radiante oportunidad, algunos de nuestros compatriotas lo sintieron como una amenaza, y veían nuestra revolución como un arrogante ataque a sus identidades y tradiciones más profundas. Fue sobre todo el caso de quienes consideraban sus propiedades y privilegios parte de un orden natural y eterno. Estos viejos propietarios de la riqueza de Chile conspiraron, con el apoyo de la Casa Blanca del presidente Richard Nixon y la CIA, para sabotear el gobierno de Allende.

No hubo luto entre los ricos y los poderosos aquella noche del 11 septiembre. Celebraron que Chile se hubiera salvado de lo que temían que fuese otra Cuba, un Estado totalitario que los borraría de un país que reclamaban como su feudo. El abismo que se abrió aquel día entre las víctimas y los beneficiarios del golpe persiste, muchos años después del restablecimiento de la democracia en 1990.

Desde entonces ha habido algunos avances en la creación de un consenso nacional en torno a la idea de que las atrocidades de la dictadura no deben volver a tolerarse nunca más. Pero ahora la derecha radical de Chile y más de un tercio de los chilenos han expresado su aprobación del régimen de Pinochet.

Por tanto, no se ha alcanzado ningún consenso sobre el golpe en sí, a pesar de los esfuerzos del actual presidente de Chile, Gabriel Boric. Boric, quien solo tiene 37 años y admira a Allende, intentó que todas las fuerzas políticas firmaran una declaración conjunta en la que se afirmaba que jamás, en ninguna circunstancia, puede justificarse un golpe militar. Hace solo unos días, los partidos de derecha se negaron a firmar la declaración.

El dirigente derechista José Antonio Kast, una especie de Trump de los Andes y favorito de cara a las elecciones presidenciales de 2025, es un declarado defensor del legado del dictador. Se niega, al igual que un alarmante número de sus seguidores, a condenar lo sucedido el 11 de septiembre de 1973. Insisten en la tesis de que, por lamentables que hayan sido los abusos resultantes, las fuerzas armadas no tenían otra opción que sublevarse para salvar a Chile del socialismo.

Tal vez muchos jóvenes chilenos se encojan de hombros y piensen que es otra disputa política más que en poco afecta a la larga lista de problemas a los que hoy se enfrentan: la delincuencia y la inmigración; una crisis económica y climática; asistencia sanitaria, educación y pensiones muy insuficientes; el conflicto entre el gobierno y los pueblos indígenas al sur del país. Es, no obstante, imprescindible encontrar un modo de forjar un concepto común de nuestro pasado, de modo que podamos empezar a crear una visión común de Chile para los muchos mañanas que nos esperan.

En este momento de confusión y polarización, ¿qué tipo de orientación puedo darles yo, un chileno que ha vivido esta historia, a las generaciones más jóvenes que se preguntan cómo debe recordarse este día? ¿Cómo podemos alentarlos a seguir trabajando por un futuro en el que sea posible que todos los chilenos —o casi todos— digan con fervor: “Nunca más”?

Les propongo una palabra: seguimos.

Seguimos. No flaqueamos. No vamos a retroceder.

Es una de las palabras favoritas de Boric. Es también una actitud que Allende inmortalizó en su último discurso desde La Moneda, cuando se preparaba para morir. Le dijo al pueblo de Chile que pronto “el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. Lo seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes”.

Seguimos, para que Chile, a pesar de todo lo que ha sufrido, y quizá a raíz de lo que ha sufrido, pueda perseverar en el camino hacia la justicia y la dignidad para todos. Y seguimos, para que los jóvenes chilenos de hoy no pasen de luto el resto de su vida, lamentándose de lo que pudo haber sido.

Ariel Dorfman, distinguido profesor emérito de Literatura en la Universidad Duke, es autor de la obra teatral La muerte y la doncella y de la novela Allende y el museo del suicidio.

lunes, 11 de septiembre de 2023

Entrevista a Joan Garcés, jurista y asesor personal de Salvador Allende «La campaña mediática chilena financiada en parte por la CIA fue clave para lograr el golpe militar»

Fuentes: eldiario.es

Garcés, jurista y asesor personal de Salvador Allende durante su presidencia, testigo directo de aquellos años y posterior abogado de miles de víctimas de Pinochet, acaba de ser reconocido por la Cámara de Diputados chilena “por su contribución a la justicia y su lucha contra la impunidad”.


La mañana del 11 de septiembre de 1973 el jurista valenciano Joan Garcés, asesor personal de Salvador Allende desde 1970, entró al Palacio de la Moneda con el presidente chileno, ya con el golpe militar en marcha. Durante las horas siguientes acompañó a Allende en la toma de decisiones mientras tanques y aviones asediaban el palacio presidencial, hasta que el propio presidente le ordenó que abandonara el edificio:

“Estoy vivo porque el propio presidente, a las 11.15 de la mañana, en una pausa del asalto militar, me pide que salga. Yo naturalmente le digo que no. Entonces la respuesta que me da, delante de otros asesores a los que permite quedarse, es que alguien tiene que contarlo”, relata en conversación con elDiario.es. Allende acompañó personalmente a Garcés a la puerta principal del Palacio de la Moneda, que desemboca en la plaza de la Constitución: “Y de ese modo salí por esa gran plaza, solo. Poco después comenzó el bombardeo. Casi todos los otros asesores fueron detenidos, torturados, asesinados y algunos siguen desaparecidos”.

Allende me ordenó salir del palacio presidencial en medio del golpe militar diciéndome que alguien tenía que contarlo

Desde aquel momento el jurista y politólogo valenciano, autor de libros como Allende, la experiencia chilena (1976) o Soberanos e intervenidos (1996), ha dedicado una parte importante de su vida a luchar contra la impunidad, esclarecer la verdad y defender como abogado a miles de víctimas de la dictadura chilena. Fue impulsor desde España del caso Pinochet, en el que representó a casi 4.000 víctimas en más de 3.000 casos de asesinatos, desapariciones forzadas y torturas, con el que se logró la detención del dictador en Londres en 1998. Además en 2005 consiguió que el Riggs Bank de Washington indemnizara en más de ocho millones de dólares a víctimas de Pinochet. Otro de sus logros ha sido la sentencia reciente que obliga a Chile a indemnizar económicamente a los propietarios del diario chileno Clarín confiscado en 1973 por el golpe militar, un mandato que de momento no ha sido ejecutado.

Este pasado agosto la Cámara de Diputados de Chile aprobó una resolución que reconoce a Garcés “por su contribución a la justicia y la lucha contra la impunidad” y como “abogado histórico de los familiares de las víctimas de desaparición forzada, secuestro y tortura”. Su libro Allende y la experiencia chilena ha servido de base para el guión de la serie Los mil días de Allende, que se estrena en estos días en Chile -y próximamente en España-, en la que uno de los personajes principales es un abogado basado en Garcés.

En 1970 Nixon ordenó un primer plan para intentar evitar que Allende llegara a la presidencia

¿Cómo fue aquella mañana del 11 de septiembre de 1973 en el Palacio de la Moneda en pleno golpe militar?

El día anterior yo estuve almorzando y cenando con el presidente, con el ministro de Defensa y el ministro del Interior, también con el director de la televisión pública para preparar el mensaje a la nación anunciando las medidas económicas y la convocatoria de un referéndum para resolver las diferencias que había.

El día 11 nos despertó pronto una llamada de Carabineros de Valparaíso, diciendo que Valparaíso había sido tomada por la fuerza naval y que Carabineros había detenido a unidades militares que se dirigían a Santiago. Fuimos muy pronto al Palacio de la Moneda, entré con el presidente. Con el asalto militar ya iniciado, a las 11:15 de la mañana, Allende reúne a sus colaboradores y les dice que puede irse quien así lo desee. Ningún civil se va. La guardia de carabineros y los decanos militares sí se van.

Entonces Allende empuja a sus hijas a irse, salen por un lateral. Y a mí me dice que tengo que irme también. Yo naturalmente digo que no, pero insiste: ‘alguien tiene que contar lo que aquí ha pasado, y solo usted puede hacerlo’. Y eso salvó mi vida.

¿Cuál era la actitud de Allende en esas últimas horas?

Él era consciente de los peligros. Por eso había aumentado en 4.000 carabineros la guarnición de Santiago. Lo que falla el 11 de septiembre de 1973 es que por primera vez el comandante en jefe del Ejército traiciona al presidente. Recuerdo que a Allende le ofrecieron un avión y la respuesta que yo escuché fue: “Dígale al general que cumpla con su deber de soldado y yo cumpliré con mi deber de presidente”.

Años después pudimos conocer la grabación de la conversación entre Pinochet y el vicealmirante Carvajal, en la que este plantea que se ofrezca a Allende un avión para sacarlo del país y Pinochet contesta “pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando”, y se ríen. Allende resistió esas cinco horas de combate con la infantería, la artillería y aviones disparando contra el Palacio de La Moneda, con la flota de Estados Unidos en la costa de Chile. Esa fue su última batalla política.

En los siguientes años usted investigó la preparación del golpe, entrevistó a Orlando Letelier, ministro de Defensa con Allende en el momento del golpe, quien se exilió en Estados Unidos y allí fue asesinado.

Esas declaraciones de Letelier son valiosas. Allende contaba con el apoyo de muchos altos mandos militares. Había generales dispuestos a respetar la Constitución. Pero hay una traición de algunos militares.

Cincuenta años después del golpe, los documentos desclasificados por Estados Unidos muestran que ya antes de que Allende asumiera como presidente había una orden del presidente estadounidense Nixon para impedir que Allende llegara a ocupar el cargo, a pesar de haber sido elegido. El jefe del Ejército chileno René Schneider fue secuestrado y asesinado dos semanas antes de que Allende tuviera que asumir. Estamos hablando de 1970.

La orden es clara y destinada a que se evite por todos los medios la consolidación del Gobierno de Allende. Y de ese modo, con el respaldo de Estados Unidos, se pudo desestabilizar económica y políticamente el país -con la gran ayuda del diario el Mercurio– generando un clima de psicosis que facilitó el golpe militar.

El presidente Salvador Allende con mineros en el Teniente, Chile Fundación Salvador Allende

El papel de algunos medios de comunicación fue clave

Tres años después del inicio de aquella campaña mediática sistemática y diaria financiada en parte por la CIA, se logró. A finales de agosto de 1973 esa presión mediática y conspirativa llevó a renunciar al jefe del Ejército, el general Prats, quien, preguntado por Allende sobre un posible sucesor, sugiere a Pinochet, porque confiaba en él.

EEUU sabía que Allende buscaba un acuerdo político, lo que contradice la propaganda golpista

Este mes de agosto se han desclasificado nuevos documentos estadounidenses, pero quedan otros que aún no son públicos

Los documentos desclasificados hasta ahora muestran que ya en 1970 Nixon quería impedir la llegada de Allende a la presidencia. También hemos podido conocer que la señal de inicio del golpe la da Estados Unidos. La señal era la llegada de fuerza naval estadounidense a las costas de Chile. Y así fue. Varios buques, uno con un modernísimo sistema de telecomunicaciones y un submarino.

Cuando estuve trabajando en el Institute for Policy Studies de Washington entre 1988 y 1990 un miembro de la Comisión Church del Senado estadounidense me dijo: “Hay documentos que nunca se publicarán por su naturaleza”. Ya entonces me subrayó la presencia de la escuadra estadounidense en las costas chilenas como indicación para el inicio del golpe.

El 8 de septiembre de 1973 entró el cable -recientemente desclasificado- que indica que Nixon sabía que iba a producirse un golpe en Chile y también conocía el posicionamiento de Allende, sabía que el presidente chileno buscaba un acuerdo político, lo que contradice la propaganda golpista -sobre todo del diario Mercurio– que afirmaba que Allende preparaba un autogolpe. El propio Nixon lo tenía sobre su mesa, sabía cuál era la situación real.

Ese relato mediático prosiguió…

La propaganda del Mercurio llegó a decir tras el golpe que Allende tenía preparado un plan para ir a comer con todos los generales, que él saldría del almuerzo y que en ese momento todos serían ametrallados por la escolta de Allende. Sus medios dieron publicidad a todos estos montajes, hablaron de listas de cientos de personas a las que decían que el Gobierno de Allende quería asesinar.

Fue lo que llamaron el plan Z, que produjo un efecto tremendo, miles de personas fueron torturadas por los golpistas, cientos de ellas hasta la muerte, convencidos los torturadores de la existencia de ese supuesto plan. Esa fue la campaña que acompañó el derrocamiento.

En los muros de Santiago semanas antes del golpe se leían mensajes de amenaza: “Yakarta se acerca”. El plan contra los partidarios del presidente Sukarno en Indonesia desde 1965 fue adaptado al contexto de Chile. También sirvió de modelo para los golpistas chilenos la forma en que se derrocó en Brasil al Gobierno de Goulart en 1964. Y por supuesto tuvieron presente la preparación del golpe en España en el 36. Recuerdo que en Chile yo ponía la radio de la derecha a menudo y era impresionante cómo hablaban de las semanas anteriores al 18 de julio del 36, cómo mencionaban las órdenes del general Mola en cuanto a que el primer golpe debía ser brutal.

Las estructuras de poder en Chile creadas durante la dictadura están ahí casi intactas

Usted ha estudiado con detalle los métodos de represión tras el golpe

Es interesante la secuencia de los hechos en Chile. Piden a Allende que transfiera la legitimidad, él se niega porque es el presidente legítimo, se produce el asalto, el combate, declaran el estado de sitio y al día siguiente, cuando ya no hay resistencia, declaran el estado de guerra, cuando ya no hay guerra. Y esto es muy importante porque en términos militares significa que cualquier oficial o soldado que se salga de las órdenes, recibirá muerte por fusilamiento. Es decir, todos sabían que si daban un paso al frente, les mataban.

Uno de los testigos que tengo en el caso Pinochet cuenta que un mes y medio después del golpe le encarcelaron y torturaron. Resulta que en una revista de tropas, el entonces jefe del Ejército, el general Prats, le había dado la mano. Hay oficiales que desaparecieron, que fueron torturados y asesinados, entre ellos el padre de la expresidenta Bachelet.

¿Cómo valora el proceso de investigación judicial contra Pinochet que usted llevó a cabo?

He representado a todas las víctimas personadas en España y a través de los principios de jurisdicción universal en España y en otros países como Reino Unido, Bélgica o Suiza se pudo resquebrajar el muro de la impunidad que había en Chile. Y tras ello los tribunales chilenos hicieron su trabajo. El caso Pinochet y sus consecuencias es invocado en todo el mundo.

Su papel es claro. El libro Un Ejército de todos, publicado por el que fuera comandante en jefe chileno entre 2018 y 2022, Ricardo Martínez, es muy interesante, ha causado sensación. Porque por primera vez un alto mando dice que el responsable de todos los crímenes es Pinochet. Nunca antes un alto mando había dicho eso. El principio de verticalidad del mando chileno en términos militares lo explica y es clave.

Joan Garcés, en el medio, con el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Raúl Zaffaroni, en un acto en Madrid en 2021. Óscar Rodríguez

Usted ha llevado también el caso del diario chileno Clarín. En 2020 el tribunal de arbitraje del Banco Mundial -CIADI- falló de forma definitiva que Chile está obligado a indemnizar a los propietarios de dicho diario, confiscado en 1973 por los golpistas.

Este caso forma parte de la campaña para desestabilizar mediáticamente, para justificar la dictadura y después de 1990 para justificar la impunidad. En 1973 el diario Clarín tenía más patrimonio y lectores que el diario Mercurio, era el más vendido. Este caso representa una batalla para recuperar el diario y lo que significaría que hubiera una plataforma mediática diferente, en un panorama mediático heredado de la dictadura, con la singularidad de que quienes han financiado la estrategia del Mercurio fueron los sucesivos gobiernos chilenos.

El Estado de Chile ha sido condenado a indemnizar a los propietarios del Clarín, en 2020 el tribunal reafirma esta obligación de indemnización que tiene Chile. Como tal cosa juzgada, mientras que Chile no la ejecute está pendiente. Y estamos pendientes.

¿Cómo ve Chile actualmente?

Con preocupación, porque las estructuras de poder creadas durante la dictadura están ahí casi intactas. Al igual que en España, el cambio de una dictadura a un sistema pluripartidista se produce con unas estructuras de poder que en lo sustantivo no fueron modificadas durante el cambio. En Chile Pinochet, antes de perder el referéndum, pasó a retiro a todo el Tribunal Supremo y nombró a jóvenes, asegurándose un tribunal conservador durante varios años más.

La concentración económica en unas pocas empresas y familias está intacta y vemos que esa riqueza concentrada es incluso superior a la década de los noventa. Mediáticamente al diario Clarín se le impide volver a salir, en cambio diarios como el Mercurio han recibido soporte económico del Estado continuado durante años, ese es el contexto mediático.

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Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Los 191 días del gobierno de Allende que terminaron en un golpe de Estado que aún divide a Chile

Augusto Pinochet y Salvador Allende juntos en agosto de 1973.

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Pinochet fue nombrado por Allende comandante en jefe del Ejército chileno apenas tres semanas antes del golpe en que lo derrocó.

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Conspiraciones,sabotajes, traiciones, disputas y violencias marcaron el camino al quiebre de la democracia chilena el 11 de septiembre de 1973. Reconstrimos esos hechos que cumplen 50 años.

Cuando el presidente Salvador Allende pronunció sus últimas palabras desde el palacio de La Moneda y los militares bombardearon el edificio hace 50 años, Chile y su rumbo histórico se terminaron de partir.

Esa mañana del martes 11 de septiembre de 1973 comenzó en el país una dictadura militar que duraría 17 años y dejaría cerca de 40.000 víctimas, incluidos más de 3.000 asesinados o desaparecidos.

Al mismo tiempo, con el golpe de Estado acabó un experimento inédito en el mundo: Allende fue el primer marxista elegido presidente de forma democrática, alguien que buscó “la vía chilena al socialismo” dentro del marco jurídico vigente.

El quiebre de aquel día fue tan hondo que aún divide a Chile entre quienes lo consideran un zarpazo traicionero que abrió paso a todo tipo de abusos, y quienes lo ven como un acto de rescate de un país en el despeñadero.

“El golpe tuvo un efecto peor que el terremoto más grande que hemos tenido” y “cambió también a la sociedad chilena: la hizo desconfiada, neoliberal, mucho más conservadora de lo que era”, dice Cristián Pérez, historiador de la Escuela de Periodismo de la universidad chilena Diego Portales, a BBC Mundo.

Pero, ¿cómo llegó el país sudamericano a ese punto bisagra medio siglo atrás?

“Una vía alternativa”

Es difícil precisar el momento exacto en que el gobierno de Allende, un médico carismático con vasta experiencia como senador, entró a un callejón sin salida.

De hecho, algunas dificultades que enfrentó, como la polarización política o una inflación creciente, habían aparecido en Chile antes que Allende fuera electo en septiembre de 1970 con 36% de los votos, en su cuarto intento, al frente de la coalición de izquierda Unidad Popular (UP), que incluía a socialistas como él y comunistas.

Salvador Allende rodeado de seguidores en las elecciones de Chile de 1970.

Salvador Allende rodeado de seguidores en las elecciones de Chile de 1970.

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 Allende se volvió en 1970 el primer marxista elegido presidente en una democracia, algo que puso las miradas del mundo sobre Chile.

Pero esos y otros problemas se agravaron una vez que Allende asumió el poder el 3 de noviembre de ese año sin mayorías legislativas y comenzó a implementar un programa destinado a rehacer la estructura económica chilena.

El presidente tomó medidas para expropiar empresas, estatizar los bancos, redistribuir ingresos y profundizar la reforma agraria lanzada por su antecesor, el democristiano Eduardo Frei Montalva, aparte de nacionalizar el cobre con el respaldo unánime del Congreso.

Todo eso asustó a los conservadores chilenos, que se organizaron para frenar las reformas.

Mientras sectores empresariales y gremiales realizaron huelgas y protestas, en la ultraderecha surgió el frente Patria y Libertad, una organización que inició acciones de sabotaje contra el gobierno.

En el otro extremo ideológico, fuera de la UP actuaba el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), un grupo guerrillero que ocupaba tierras privadas y fábricas inspirado en la revolución cubana, la cual también despertaba admiración dentro del Partido Socialista.

Estados Unidos, a instancias del entonces presidente Richard Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, boicoteó a Allende desde su elección para impedir que su gobierno socialista proyectase una imagen exitosa y generase fenómenos similares en otros países en plena Guerra Fría, según documentos desclasificados por Washington.

Richard Nixon y Henry Kissinger hablando en 1972

Richard Nixon y Henry Kissinger hablando en 1972

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A instancias de Nixon y Kissinger, EE.UU. operó para desestabilizar a Allende.

Con acciones encubiertas, EE.UU. primero buscó evitar que el Congreso chileno ratificara la victoria electoral de Allende en 1970, apoyando un plan fallido de la ultraderecha para secuestrar al comandante en jefe del Ejército y defensor del orden constitucional, René Schneider, quien resultaría asesinado.

Después financió a la oposición y bloqueó créditos a Santiago para hacer “chillar” la economía chilena, a pedido textual de Nixon.

En ese escenario, en Chile se agudizaba la polarización, la violencia política y problemas económicos como desabastecimiento de comercios y un incipiente mercado negro.

Allende procuró ayuda financiera de la Unión Soviética, que había aportado dinero a su campaña electoral y luego dio maquinaria agrícola o becas estudiantiles a Chile, pero Moscú consideró inviable dar sustento monetario a un país tan lejano y enredado.

Así, el 4 marzo de 1973, Chile celebró unas elecciones parlamentarias que podían inclinar la balanza del poder.

La UP de Allende obtuvo en esos comicios 43% de los votos, siete puntos más que en 1970 pero debajo del apoyo que precisaba para lograr mayorías en el Congreso.

Un hombre vende diarios con los resultados de las elecciones parlamentarias de 1973 en Chile.

Un hombre vende diarios con los resultados de las elecciones parlamentarias de 1973 en Chile.

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Las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 fueron clave para lo que ocurriría en Chile.

Y aunque la derecha agrupada en la Confederación para la Democracia (Code) sumó 56% de los votos, no alcanzó el objetivo que se planteaba de tener dos tercios del Senado para poder destituir a Allende.

Entonces a la derecha chilena se le plantea una disyuntiva, dice Pérez: “O espera hasta 1976 que haya nuevas elecciones, o busca una vía alternativa para sacarlo (a Allende) que sea inconstitucional, es decir, un golpe de Estado”.

Faltaban 191 días para el 11 de septiembre.

Y era evidente que Chile ya giraba en una espiral peligrosa para la democracia que había consolidado desde 1932.

“Un costo”

Tras las elecciones parlamentarias se agravó la crisis político-económica chilena, con episodios de violencia, huelgas, un intento de golpe de Estado y un creciente protagonismo de los militares.

El gobierno socialista siguió impulsando su programa, pero se estancaron reformas como la Escuela Nacional Unificada, un proyecto de reestructura educativa que criticó en marzo de 1973 la Iglesia católica, temerosa de perder influencia en la enseñanza.

Esa reforma era emblemática para Allende, en cuyo mandato aumentó 17% la cantidad de alumnos registrados en diferentes niveles educativos.

A su vez, en los meses siguientes cobró intensidad un pulso entre los poderes Ejecutivo y Judicial.

La Corte Suprema —presidida por un magistrado que luego apoyó el golpe y omitió castigar los abusos del régimen militar— acusó al gobierno de Allende de intentar someter los tribunales a sus necesidades políticas y propiciar una crisis del Estado de derecho, algo que el mandatario rechazó.

Enfrentamiento callejero entre opositores y partidarios del gobierno chileno de Allende en 1972-

Enfrentamiento callejero entre opositores y partidarios del gobierno chileno de Allende en 1972-

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La polarización y la violencia política crecieron en Chile en los años de Allende.

En el plano político, hubo negociaciones infructuosas entre la UP de Allende y la Democracia Cristiana de centro para evitar el colapso del gobierno.

La premiada historiadora chilena Sol Serrano señala que una posibilidad era “nombrar un gabinete cívico-militar con poderes para las Fuerzas Armadas, lo cual significaba represión al ‘poder popular’ y de hecho el fin del programa de la UP aunque no del gobierno”, o “que Allende enviara al Congreso una reforma constitucional para poder llamar a un plebiscito que iba a perder”.

Pero ya parecía inviable una salida política, en la que insistía el presidente, debido a la falta de voluntad partidaria para alcanzarla y a que “había un costo que Allende no iba a pagar, que era romper la coalición de gobierno”, dice Serrano a BBC Mundo.

En la mañana invernal del 29 de junio hubo un intento de golpe de Estado, el último de varios en los años previos al 11 de septiembre, cuando oficiales sublevados del regimiento blindado Nº2 con el apoyo de Patria y Libertad avanzaron con tanques y vehículos militares hacia La Moneda.

Conocido como “Tanquetazo”, el ataque fue sofocado por una contraofensiva dirigida por el comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats. Dejó 22 muertos y la sensación de que el golpismo aún carecía de apoyo pleno en las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, quienes estaban dispuestos a derrocar a Allende parecieron tomar nota de la importancia que tenían los oficiales leales a él.

Un hombre pasa delante de un tanque militar durante el intento de golpe de Estado en junio de 1973 en Chile.

Un hombre pasa delante de un tanque militar durante el intento de golpe de Estado en junio de 1973 en Chile.

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El "Tanquetazo" fue un aviso de lo que se venía en Chile.

Menos de un mes más tarde, el 27 de julio, fue asesinado el edecán naval del presidente, Arturo Araya, en un ataque armado frente a su casa.

Poco después, el 9 de agosto, Allende nombró al general Prats como su ministro de Defensa y a otros altos mandos militares y policiales para dirigir ministerios cruciales en lo que se denominó un “gabinete de salvación nacional”.

En ese momento ya se había reanudado un paro de transportistas que en octubre de 1972 bloqueó el país y acentuó las dificultades económicas. Más tarde se supo que los camioneros, al igual que el diario conservador El Mercurio, recibieron financiamiento de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de EE.UU.

“Si las huelgas y lo demás derribaron al gobierno, lo dudo”, dijo Alexandro Smith, un propietario de dos autobuses y un taxi que se definía como un izquierdista frustrado con Allende y que se plegó al paro.

“Pero por supuesto”, agregó Smith en una entrevista con la BBC poco después, “eso fue añadiendo presión para que los militares se hicieran con el poder”.

“En un tránsito histórico”

Con más sangre derramada en choques políticos callejeros y una inflación desbocada que superaría 600% en 1973, la pregunta que muchos se hacían era si Chile se encaminaba a una guerra civil.

Pero lo inminente era el golpe de Estado.

Manifestantes lloran y se cubren por el gas lacrimógeno lanzado por la policía chilena en marzo de 1973

Manifestantes lloran y se cubren por el gas lacrimógeno lanzado por la policía chilena en marzo de 1973

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Protestas y problemas económicos complicaron al gobierno socialista chileno.

El 22 de agosto, la Cámara de Diputados declaró que el gobierno de Allende había causado un “grave quebrantamiento del orden constitucional” y señaló que las Fuerzas Armadas y la policía “son y deben ser, por su propia naturaleza, garantía para todos los chilenos y no sólo para un sector”.

La resolución —aprobada por 81 votos a favor, incluidos los de diputados democristianos, y 47 en contra— sería usada como justificación para el derrocamiento de Allende, quien respondió que el texto facilitaba “la intención sediciosa de determinados sectores”.

Al día siguiente ocurrió lo que la inteligencia de EE.UU. definiría en un informe secreto como la remoción del “principal factor atenuante contra un golpe de Estado”: la renuncia al ministerio de Defensa y a la jefatura del Ejército de Prats, el general leal a la Constitución.

Esa dimisión se produjo después de que Prats pidiera sin éxito una declaración de apoyo de sus generales, tras una protesta frente a su casa en la que participaron esposas de altos oficiales militares.

Prats recomendó entonces que Augusto Pinochet lo sucediera como jefe del Ejército, sin imaginar que poco después ese mismo general conduciría el golpe de Estado y el largo régimen militar que lo asesinaría a él mismo junto a su esposa en un atentado en Argentina en 1974.

El 9 de septiembre, Pinochet y el nuevo jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh, recibieron una carta escrita a mano por el almirante José Toribio Merino avisándoles que el 11 sería “el día D”, y ambos aceptaron.

Militares apostados frente al palacio de La Moneda bombardeado en el golpe del 11 de septiembre de 1973 en Chile.

Militares apostados frente al palacio de La Moneda bombardeado en el golpe del 11 de septiembre de 1973 en Chile.

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El bombardeo a La Moneda por los militares golpistas el 11 de septiembre de 1973 fue un punto bisagra en la historia chilena.

“Ese domingo 9 de septiembre se decide: creo que Pinochet piensa que debe embarcarse en el golpe porque está consciente que Merino va a dar el golpe”, señala el historiador Pérez. “Lo que no les podía pasar es que se dividieran, (porque) habría estallado una guerra cívico-militar”.

El mismo día ocurrieron otros dos hechos relevantes.

El entonces secretario general del Partido Socialista, Carlos Altamirano, dijo en un polémico discurso junto al líder del MIR en el Estadio Chile que se había reunido con suboficiales de la Armada contrarios al golpe y advirtió que el país se transformaría en “un nuevo Vietnam heroico” si la sedición pretendía dominarlo.

El mensaje marcó una vez más las diferencias que arrastraba la izquierda entre los radicales que agitaban la crisis y los moderados que buscaban conciliar.

En las horas previas al golpe, Allende reiteró a sus allegados la idea de convocar a un plebiscito y preparó un mensaje público que nunca llegaría a pronunciar.

Otro fue el discurso inolvidable que Allende pronunció por radio aquel 11 de septiembre, antes que los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea atacaran La Moneda.

“Yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”, dijo y finalizó instantes después: “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que por lo menos habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.

Allende rodeado de custodias en el palacio de La Moneda durante el golpe que lo derrocó el 11 de septiembre de 1973.

Allende rodeado de custodias en el palacio de La Moneda durante el golpe que lo derrocó el 11 de septiembre de 1973.

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Allende se negó a renunciar durante el ataque golpista al palacio de La Moneda.

El médico de cabecera del presidente, Patricio Guijón, relató a la BBC días más tarde cómo encontró a Allende muerto sobre un sofá rojo en La Moneda: "Ya no había nada que hacer porque literalmente se había volado la cabeza. No tenía pulso. Su muerte fue instantánea”.

Tras el golpe, Guijón y otros colaboradores cercanos de Allende fueron detenidos y enviados temporalmente a la isla Dawson, en el sur del país. El Estadio Chile se volvió centro de detención y tortura. Y los militares seguirían en el poder hasta 1990, en un régimen que simbolizó las dictaduras que atravesaba la región en esa época.

Medio siglo después, aquel trágico quiebre institucional enseña que “no pueden hacerse cambios fuera de la democracia, (y) nada justifica la violación de los derechos humanos”, concluye Serrano. “La principal lección: la importancia radical de la política”.