lunes, 2 de enero de 2023

El huidizo (y lucrativo) arte de la seducción

Por Melissa Febos

Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa.

Hace poco, una amiga mía que se acaba de divorciar tenía una cita por primera vez y me pidió que le ayudara a trabajar en sus habilidades para el flirteo.

 “Lo primero es acertar con la mirada —le dije—. Sin pasarse ni acosar, pero sí mantenerla lo suficiente para que se den cuenta”.

“¿Así?”, me preguntó, fulminándome con la mirada, y yo intenté contenerme la risa.

“Más bien así”, respondí, haciendo una demostración.

Cuando era pequeña, mi madre me enseñó a suavizar la mirada mientras observaba a los pájaros, para que no sintieran el peso de mi atención. Este tipo de mirada es exactamente la contraria: es una mirada concentrada que se posa como un dedo, con delicadeza, echando el anzuelo del deseo hasta que se engancha y tira.

La miré, y algo se activó en mí, en respuesta a un conjunto de señales que me indicaban cómo quería que la miraran. “La mirada tiene que ser directa, pero no demasiado tiempo, ha de ser solo un roce”, le dije.

“¡Para! ¡Cuidado con adónde apuntas con eso!”, me dijo. Me miró asombrada, y me sentí orgullosa pero también apenada. “¿Dónde aprendiste a hacer eso?”.

Me considero alguien que siempre ha sabido hacer esto —una seductora intuitiva—, pero la pregunta de mi amiga me invitó a reflexionar sobre los orígenes del impulso.

¿Dónde lo aprendí la primera vez?

Está, por supuesto, el mero hecho de ser mujer, lo que significa que llevo toda la vida consumiendo lecciones sobre seducción en el cine y la televisión. Pero mi amiga también es mujer, y ella no sabe proyectar esa atmósfera provocativa para que alguien llegue a picar el anzuelo. En cambio, yo lo hago a la carta, como si fuese mi trabajo. Mientras llega nuestra comida, medito sobre esto, y de pronto algo encaja. Durante muchos años —a veces de forma implícita, y otras explícita— seducir a la gente fue mi trabajo.

Mis padres crecieron en la clase obrera, a veces en la pobreza, y yo me crie en un ethos de escasez: no desperdiciábamos nada, nos comíamos hasta la cáscara de todo e intentábamos no comprar nada a plazos. Aunque mi familia era claramente de clase media, mis compañeros en el colegio suponían que yo era pobre porque llevaba zapatos comprados de saldo y no usaba ropa de marca; fue así durante todos los años de primaria, hasta que en la adolescencia pasé a las tiendas de segunda mano.

Mis padres no eran tacaños, exactamente, pero para ellos el estatus no estaba en los lujos —mi madre me dijo una vez que un coche de lujo era como hacer una grosería a todos los pobres del mundo—, y creían en el trabajo. La semana que cumplí 14 años, la edad mínima legal para trabajar en Massachusetts, mi padre me llevó al ayuntamiento para solicitar un permiso de trabajo.

Ese año, empecé a trabajar de lavaplatos en una marisquería. Vestida la mayoría de los días con un peto desgastado y unas Doc Martens, observaba desde dentro a los camareros: la mayoría eran veinteañeros que para mí tenían el glamur de los famosos de segunda fila.

Tan arreglados con sus delantales idénticos y sus camisetas con el logotipo del restaurante, todos me parecían sexis, de un modo inefable que tenía poco que ver con su aspecto físico. El origen de este atractivo, me acabé dando cuenta, era la habilidad con que empleaban su carisma.

Eran seductores experimentados, que revoloteaban por el comedor, calibrando su afectación a la medida de cada comensal. Los que tenían el fajo de billetes más grueso al final de cada turno cultivaban un flirteo con sus mesas que acertaba en la tecla correcta para aflojar el dinero. Como si cada comensal fuese una máquina tragamonedas más basada en la habilidad que en el azar.

A los 14 años, ya tenía un sentido agudo de que debía ser atractiva para la gente, y en especial para los hombres, pero el “éxito” en ello tuvo resultados mixtos. Un desarrollo sexual temprano me hacía vulnerable a la experiencia sexual temprana —en realidad no aprendí a decir no hasta que fui adulta—, y la mayoría de las veces me quedaba con una sensación de impotencia y aturdimiento. Utilizar mi impulso por gustar en un contexto cuyo punto final no fuese el sexo, y que prometiera recompensas materiales por el éxito, parecía un foro mucho más seguro. La idea parecía empoderadora, incluso, ya que me daba el control sobre la experiencia.

Mi primer trabajo de camarera fue en el Café Algiers, un restaurante emblemático de cocina del Medio Oriente en Harvard Square, en Cambridge, que servía a los profesores y estudiantes de posgrado. Yo tenía 17 años y vivía felizmente en un mísero apartamento con cuatro amigos en Somerville. En medio de las tambaleantes mesas octogonales, sostenía en equilibrio las teteras de plata llenas de té mentolado y platos de hummus, y practicaba mi método.

Aprendí que, si mi mirada era muy intensa, los hombres (y de vez en cuando las mujeres) me preguntaban en voz baja a qué hora acababa mi turno; si era demasiado sutil, me ignoraban y me dejaban propinas decepcionantes.

El truco era suscitar la sensación correcta en mí misma —yo tengo algo que quieren, y quiero dárselo, pero no todavía—, servir los platos de comida como símbolo de otra cosa, proyectar un ligero aire de estar negándoles un deseo. Aprendí lo que saben todos los buenos agentes comerciales: si insinúas que una persona quiere algo con la suficiente confianza en ti misma, es bastante probable que te crea.

Cada turno era un ejercicio sobre el arte de la seducción, y cada uno acababa con un recuento de propinas que equivalía a una especie de calificación: una puntuación numérica para mi nivel de éxito.

Perfeccioné mis habilidades enseguida. Al cabo de solo unas semanas, podía llevar cinco platos en una bandeja, calculaba al instante la cuenta en la cabeza y calaba a los clientes casi igual de rápido. Sabía si un comensal quería coqueteo, que lo tratara con cierto disgusto (eran raros, pero los había) o que les diera la bienvenida como a un familiar perdido mucho tiempo atrás. Mi carácter disperso, que me hacía muy torpe en mi vida cotidiana, se concentró con la corriente de señales sociales. Entendía de forma intuitiva su cadencia, como una bailarina que coge el ritmo. Cuando estaba trabajando, no pensaba y no cometía errores, lo cual estaba muy bien, porque mi sustento dependía de ello: en 1996, el salario mínimo para los empleados que reciben propinas era de 2,13 dólares por hora.

Mi segundo trabajo fue de camarera en el Greenhouse, otra institución histórica de Cambridge. El restaurante, carísimo, tenía un rótulo verde icónico y un comedor que siempre estaba lleno de humo de cigarrillos. Las profesoras, por lo general, dejaban buenas propinas, y querían un poco de flirteo cortante, salpicado de ironía, como si siguiésemos la misma broma. A los trabajadores que comían en la barra les gustaba intercambiar palabras cariñosas, y que coquetearas con ellos un poco. A veces me salía naturalmente imitarlos, y omitía las erres al hablar con ellos: ¿lo quieres con pastel mahmolado?

Después del Greenhouse, tuve otros 10 trabajos o más en restaurantes: el deli judío donde venían las familias a tomar el brunch, la pastelería frecuentada por lesbianas adineradas, el restaurante mexicano adonde iban muchos turistas y celebraba despedidas de solteros… Fuesen cuales fueran sus diferencias, cada restaurante era un microcosmos de jerarquías sociales mayores. Una vez trabajé en el turno del brunch en Belmont con un tipo con el que estaba saliendo. A menudo se colocaba antes del trabajo y después lo hacía fatal. Nunca pensaba en qué quería el cliente, nunca interpretaba las sutiles señales en sus rostros, nunca seducía a nadie. No tenía que hacerlo. Podía equivocarse al tomar nota de las comandas, confundir las mesas, derramar agua sobre un cliente y, aun así, al final del turno acababa con un montón de propinas. Mientras, mis ganancias se reducían si al sonreír me quedaba corta o me pasaba.

Acabé aprendiendo que era una regla en los restaurantes: sin importar la calidad de su servicio, los hombres conseguían mayores propinas. También era raro que tuvieran que soportar los abusos que soportábamos nosotras.

Image Credit...Antoine Cossé

Me acuerdo de una mesa que tuve durante mi temporada en el restaurante mexicano. Era una familia numerosa, con un patriarca que se pavoneaba y que emanaba una inseguridad que expresaba tratando como basura a toda mujer a la vista. Lo aguanté con una sonrisa, incluso cuando me dio una palmada en el trasero ante los ojos de su mujer, que después me fulminó con la mirada.

Se me hizo un nudo en la garganta de vergüenza y furia. Lo ignoré y pensé en la propina que conllevaría este tipo de trato: 10 dólares, quizá incluso 20. Me salió una sonrisa al visualizarlo, que después dirigí a la mesa. Sin embargo, en este caso, después de que se hubiesen marchado y mientras retiraba sus platos grasientos, me di cuenta de que el hombre no me había dejado la propina. Estuve echando humos durante días. Atizó en mí lo que sentía como un fuego primordial. Más de 20 años después, puedo sentir su calor. No fue tanto el dinero como la humillación.

Con el tiempo, y al estar expuesta a ellas, me habitué a las humillaciones en el trabajo. Una persona puede acostumbrarse a casi todo, con el tiempo suficiente: la personalidad crecerá alrededor de la adversidad como las raíces del árbol crecen alrededor de una roca y adoptan su forma ante lo inamovible.

Además, necesitaba el dinero. Durante la mayor parte de los años que trabajé en restaurantes, aún era una adolescente. No tenía título universitario, ni siquiera el del bachillerato (salvo que se cuente el GED, la certificación de educación general). Aunque alguna vez que otra me quedaba sin propina, de los trabajos para los que estaba cualificada era, con creces, el mejor pagado.

Las humillaciones intrínsecas de servir mesas también se volvían más soportables por la satisfacción de ser buena en mi trabajo. Aunque tenía menos poder que los comensales en muchos aspectos —yo estaba ahí para servirles, literalmente—, también tenía un control sutil sobre ellos, que no podían ver, y que cobraba más fuerza cuanto más tiempo lo ejercía. Los trabajaba, como un agente comercial o un estafador de poca monta, y ellos eran mis ingenuos, mis bobos, mis viciosos.

Una seductora hábil puede invertir una dinámica de poder en su beneficio. Saber cómo hacerlo, me di cuenta, era una destreza valiosa, que después empleé con fines mucho más lucrativos.

Cuando me mudé a Nueva York en 1999, era difícil conseguir trabajo en un restaurante. En los de alta categoría de Manhattan pedían un currículum, y mi experiencia se enmarcaba indudablemente en la baja categoría. Trabajé durante unos meses en un restaurante del West Village, sirviendo huevos y llevando jamón y kétchup de aquí para allá, pero no tardé mucho en meterme a trabajar en el sexo, donde se cobraba mucho mejor.

Como dominatriz profesional, apliqué las habilidades que había labrado sirviendo mesas: interpretar a la gente, intuir sus deseos, fingir interés e indiferencia. Y lo maravilloso fue que el subtexto se convirtió en texto. Antes de empezar a trabajar con cualquier cliente, tenía una sesión previa de consulta con él donde me decía exactamente qué quería, y yo aceptaba o no. Por supuesto, yo calibraba mi conducta en estas reuniones en función de lo que mi instinto me dijera que estos clientes querían. (Querían que los trataran con repulsión con mucha más frecuencia que los clientes de los restaurantes, cosa que yo disfrutaba.)

Durante las sesiones propiamente dichas, me basaba en mi pulido instinto para medir los tiempos y la intensidad: incluso cuando seguían un guion, había que improvisar mucho. El trabajo consistía mayoritariamente en la seducción: en una valoración del deseo y cómo prolongarlo, hacerlo crecer y dejarlo con ganas de un poco más. La principal diferencia —y no era pequeña— es que se pagaba bien, sin importar cómo fuese la sesión.

Image Credit...Antoine Cossé

Durante mi segundo año en la escuela de posgrado, empecé a ser profesora adjunta, lo que estaba peor pagado que el trabajo sexual o servir mesas. Algunos semestres, daba seis clases en tres escuelas distintas, así que me cruzaba cuatro barrios diferentes. Me acostumbré a escribir en los trenes y poco a poco fui haciendo un guardarropa distinto del que había necesitado para cualquier trabajo previo.

En la enseñanza también había una parte de interpretación de un papel, pero, como en el trabajo sexual, me pagaban, fuese buena o no. En general me desempeñé bien, y no tener que flirtear con nadie para ello fue una revelación, por muy escaso que fuese el salario. La principal diferencia entre dar clase y mis trabajos anteriores era que, en el aula, el papel que yo representaba no se basaba en una mentira. Yo interpretaba a un personaje derivado de partes verdaderas de mí, tal vez las más verdaderas de mí.

Un buen profesor seduce, pero no con el objetivo de irse a la cama con sus alumnos. Un buen profesor emplea su carisma con el objetivo de que los oyentes se enamoren de la asignatura que imparte. Mi objetivo nunca fue obtener dinero, o siquiera autoestima, de mis alumnos, sino contagiarles el amor que yo sentía por los escritores que daba en mi asignatura. Después de dar clase estaba cansada, pero no exhausta como lo estaba después de los turnos en los restaurantes, con el alma tan agotada como el cuerpo. Llegaba a casa electrizada por mi amor por los libros que daba en mis clases, y por el oficio de hacer arte a partir de la vida.

Tras acabar mi posgrado, y antes de vender mi primer libro, volví a servir comidas. Conseguí un trabajo en un pequeño restaurante con nombre de especia en mi barrio de Brooklyn, en proceso de rápida gentrificación. Era un local mucho más agradable que cualquier otro en el que había trabajado. Había velas en las mesas y todas las noches se imprimía una nueva carta.

Habían pasado algunos años, y mientras rescataba mis delantales de cintura para mi primer turno, me emocioné un poco ante la perspectiva de volver al ritmo familiar del servicio.

Sin embargo, al cabo de una hora, más o menos, mi seguridad en mí misma empezó a flaquear. Todavía sabía hacer el trabajo, pero me invadió una cierta rigidez cuando llegó el momento de sonreír, guiñar el ojo y amoldarme a los deseos tácitos de los desconocidos. En el transcurso de la noche, me consternó que mi cuerpo fuese incapaz de cumplir. ¿Qué problema había? ¿Había perdido mi chispa?

Al final de la noche, cometí un pequeño error, y el chef me gritó desde detrás de la barra: “¿Qué pasa, eres tonta?”.

Los chefs me habían gritado cosas mucho peores antes; el maltrato verbal de los chefs se daba por descontado en muchos restaurantes, y se consideraba una ofensa bastante leve, en general. Pero ya no estaba acostumbrada.

Acababa de pasar dos años al frente de clases de universidad donde, por muy mal pagada que estuviese, nunca se me llamaba tonta. Se me trataba con respeto, con deferencia. Allí había ascendido a un ámbito laboral distinto y, aunque seguía contando con esa opción, nunca utilicé mi sexualidad para ganar dinero. Ni tampoco se me pedía que sufriera este tipo de humillaciones abiertas. Cuando cobré, tenía más de lo que jamás había conseguido en un solo turno sirviendo mesas. Me metí el fajo de billetes en el bolsillo del abrigo y le dije al jefe del restaurante que no volvería la noche siguiente, ni después. Nunca volví a trabajar en un restaurante.

A veces lo echo de menos, pero siempre estoy agradecida de haber tenido el privilegio de dejar esa vida.

Ahora doy clase a tiempo completo, y cuando entro en un aula el primer día del semestre, escudriño esa sala llena de rostros y siento como sus expectativas crecen como olas en mi dirección.

Es emocionante mantener la atención de alguien, intuir sus intereses y encender su curiosidad: todos los seductores lo saben. Descubrí esa sensación por primera vez, no en la mazmorra, sino en los comedores de los restaurantes, con el repiqueteo de los platos y el olor a ajo de la cocina, que chocaba con la música de la zona para clientes.

Es imposible hacer una relación completa de los modos en que la educación influyó no solo en mi relación con el trabajo, sino en todos mis encuentros personales. Haber pasado años pensando en las personas como máquinas tragamonedas a las que tenía que ganar, sabiendo que mi seguridad vital dependía de ello, no me preparó para unas relaciones saludables.

Ahora se me han quedado pequeñas muchas habilidades que una vez me sirvieron para sobrevivir, y he aprendido que aferrarme a ellas causa sus propios perjuicios. Hay gracia en dejar ir las cosas que ya no me sirven, o cuyos caminos cruzo. También estoy agradecida por la oportunidad, de tanto en tanto, de darles otra utilidad. Me gusta pensar que mis años de seducción me hicieron ser una profesora más empática; que la habilidad de suscitar el deseo se ha convertido en la de compartir el amor. 

Melissa Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa,,.

domingo, 1 de enero de 2023

Cómo lidiar con un cretino sin convertirte en uno tú también

Credit
Hace unos años, hablaba frente al público sobre un estudio acerca de los hábitos de los grandes compositores musicales, cuando una persona me interrumpió.

“¡Eso no es cierto!”, exclamó. “¡Habla como todo un ignorante, no sabe lo que dice!”.

Al principio de mi carrera profesional, permití que algunas personas desagradables me pisotearan. En cierta ocasión, un cliente me reprendió por un error en un anuncio que había cometido mi predecesor y yo cedí y le ofrecí devolverle todo su dinero. En otro momento, un jefe amenazó con despedirme por defender a un colega a quien habían tratado mal, y me quedé callado. Pero cuando se presentó esta situación en particular, ya estaba preparado: había recibido formación como mediador en casos de conflicto, había trabajado como negociador y estudiado psicología organizacional.

En algún momento de nuestra carrera profesional, es probable que tengamos que interactuar con un cretino. Ese tipo de persona que humilla y no muestra ningún respeto. Sus actitudes pueden variar desde adjudicarse el crédito por nuestras acciones, culparnos por sus errores, invadir nuestra privacidad o faltar a sus promesas, hasta hablar mal de nosotros, gritarnos y denigrarnos. En palabras del psicólogo organizacional Bob Sutton, estas personas tratan a los demás como basura y ni siquiera se dan cuenta, o no les importa.

Por supuesto, la respuesta natural es ponerse a la defensiva, pero así solo conseguimos escalar el ciclo de agresión. Tomemos como ejemplo  un estudio  clásico en el que los investigadores registraron el comportamiento de negociadores con distintos niveles de desarrollo. Los negociadores promedio terminaron sumidos el triple de veces que los expertos en círculos viciosos de defensa-ataque. Los expertos no se dejaron llevar por la agitación del momento y además lograron calmar a su interlocutor. Con toda serenidad analizaron sus reacciones ante el comportamiento del otro y exploraron distintas razones para explicar qué pretendía comunicar la otra persona.

Llevaba varios años estudiando esas pruebas y dando cursos basado en ellas. Era la oportunidad perfecta para poner esos conceptos en práctica. Le pedí al público que tomáramos un descanso, caminé hasta el lugar donde estaba la persona que me interrumpió y le dije: “Claro que puede estar en desacuerdo con los datos, pero no me parece que haya sido una manera respetuosa de expresar su opinión. Al menos a mí, no me enseñaron a sostener un debate intelectual de esa manera. ¿A usted sí?”.

Mi intención era iniciar una conversación acerca de la conversación, es decir, cambiar nuestra atención del tema en sí para reflexionar acerca del tono del diálogo. Para mi sorpresa, funcionó.

“Bueno, no…”, tartamudeó, “Solo me parece que está equivocado”. Más tarde, le envié los datos y respondió con una disculpa.

Esa persona que me interrumpió se ajusta a la definición de “cretino temporal” de Sutton. Todos podemos desplegar ese comportamiento y arrepentirnos más tarde. Un estudio demostró que cuando los líderes actúan de manera abusiva, al concluir el día se sienten menos competentes y menos respetados en el lugar de trabajo, además de que les resulta más difícil relajarse al llegar a casa.

Sin embargo, en algunas ocasiones nos topamos con un cretino certificado, una persona que acostumbra humillar a los demás y faltarles al respeto. Hace unos años, tuve un colega que tenía la reputación de gritarle a los demás en las juntas. Después de verlo con mis propios ojos, reflexioné sobre lo que había atestiguado y le llamé para hacerle notar que su actitud no me parecía profesional. Mi colega se puso a la defensiva: “¡Fue necesario para explicar mi postura!”.

Varias investigaciones sobre la psicología de los cretinos certificados revelan que acostumbran 
racionalizar la agresión. Están convencidos de que solo si actúan de esa forma conseguirán los resultados que desean. Apenas hace poco descubrí cómo responder ante algo así, cuando entrevisté a Sheila Heen, experta en mediación de conflictos, para un episodio de mi pódcast WorkLife  sobre los cretinos con quienes convives en la oficina. Su propuesta es que tratemos de encontrar la manera de cuestionar con sutileza su creencia de que la agresión es necesaria: “¿De verdad? Me extraña, mi impresión es que eres una persona inteligente y creativa, así que no me cabe la menor duda de que puedes encontrar mejores estrategias para lograr la misma claridad sin tener que recurrir a atacar a alguien más”.

No es tan difícil visualizar ese tipo de conversación con un colega. ¿Pero qué puedes hacer si el cretino es tu jefe o tu superior y no tienes la opción de renunciar?

Algunas investigaciones realizadas en bancos y empresas inmobiliarias han identificado dos formas efectivas de acabar con un patrón de supervisión abusiva. Una es ser menos dependiente del jefe. Si logras minimizar las interacciones, los daños serán menores. La otra es lograr que tu jefe dependa más de ti. Si te necesita, es menos probable que te trate mal.

Si todo lo demás falla, Sutton recomienda cambiar tu actitud con respecto a la situación: finge ser un especialista en cretinos y piensa en lo afortunado que eres por tener la oportunidad de ver de cerca a ese ejemplar tan espectacular y extraordinario.

Adam Grant, psicólogo organizacional en Wharton, es el autor de "Originals". Para saber más sobre cómo desarrollar tu carrera y generar contactos, escucha "WorkLife With Adam Grant", un pódcast original de TED sobre la ciencia de hacer que el trabajo sea menos horrible. Puedes encontrar "WorkLife" en Apple Podcasts o en tu plataforma favorita para escuchar audioseries.

La depresión por covid existe. Esto es lo que debemos saber.

El riesgo de desarrollar síntomas depresivos es alto durante el año posterior a la recuperación del virus.

Este año, la Organización Mundial de la Salud declaró que, solo durante el primer año de la pandemia del COVID-19, tanto la ansiedad como la depresión aumentaron un 25 por ciento en todo el mundo. Y los investigadores han seguido encontrando más pruebas de que el coronavirus causó estragos en nuestra salud mental. En un estudio de 2021, más de la mitad de los adultos estadounidenses reportaron síntomas de depresión grave después de una infección por coronavirus. El riesgo de desarrollar estos síntomas — así como otros síntomas de trastornos mentales— sigue siendo elevado hasta después de un año de haberse recuperado.

El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox. No es de extrañar que la pandemia haya tenido un impacto tan grande. “Es un acontecimiento de enorme trascendencia”, señaló Ziyad Al-Aly, epidemiólogo clínico de la Universidad de Washington en San Luis y jefe de investigación y desarrollo en el Sistema de Salud de Asuntos para los Veteranos de San Luis.

Los problemas de salud, el duelo por perder a seres queridos, el aislamiento social y la interrupción de las actividades cotidianas fueron la combinación perfecta que contribuyó al desasosiego, sobre todo al inicio de la pandemia. Pero en comparación con quienes no se contagiaron (y también enfrentaron las dificultades de pasar por una pandemia), parece que las personas que se enfermaron de COVID-19 son mucho más propensas a sufrir una gama de problemas de salud mental.

“El coronavirus tiene algo que sí afecta el cerebro”, comentó Al-Aly. “Algunas personas se deprimen, mientras que otras pueden sufrir accidentes cerebrovasculares, ansiedad, problemas de memoria y trastornos en su capacidad sensorial”. Sin embargo, otras no presentan ningún padecimiento neurológico ni psiquiátrico, aseveró.

¿Por qué algunas personas se deprimen cuando les da covid?
Los científicos siguen estudiando el modo preciso en que el coronavirus altera el cerebro, pero las investigaciones ya comienzand a ofrecer algunas explicaciones posibles. Por ejemplo, unos cuantos estudios han revelado que el sistema inmunitario de algunas personas se satura al enfermarse. Es posible que terminen con inflamación en todo el cuerpo e incluso en el cerebro. También existen pruebas de que las células del endotelio que recubren los vasos sanguíneos del cerebro se ven afectadas durante un ataque de COVID-19, lo cual puede permitir que, de manera inadvertida, penetren algunas sustancias nocivas que afectan el buen funcionamiento mental. Además, según Al-Aly, en algunos pacientes, las células llamadas microglía, que por lo general trabajan en las labores de limpieza del cerebro, pueden descontrolarse, atacar a las neuronas y perjudicar las sinapsis.

Es posible que el COVID-19 afecte, incluso, la diversidad de las bacterias y microbios del intestino. Puesto que se ha demostrado que estos microbios producen neurotransmisores como la serotonina y la dopamina, los cuales ayudan a regular el estado de ánimo, este cambio podría ser el origen de algunos problemas neuropsiquiátricos.

¿Quiénes están en mayor riesgo?
Uno de los factores de riesgo más importantes para la depresión después de una infección por COVID-19 —o tras una enfermedad grave— es haber sido diagnosticado con algún trastorno mental antes de enfermar. Megan Hosey, una psicóloga de rehabilitación que trabaja con pacientes de la unidad de terapia intensiva en el Hospital Johns Hopkins, mencionó que las personas que tuvieron síntomas graves de COVID-19 y debieron permanecer en el hospital durante su enfermedad también tienen más probabilidades de sufrir de depresión.

Según algunas estimaciones de la OMS, las personas jóvenes tienen un riesgo mucho mayor de presentar conductas suicidas y autodestructivas después de enfermar de covid. Es probable que haya más mujeres que hombres que reporten repercusiones en su salud mental después de la infección. También es más probable que las personas con enfermedades físicas preexistentes, como asma, cáncer y cardiopatías desarrollen trastornos mentales después de la covid.

Asimismo, es más probable que las personas que sufren alteraciones importantes del sueño, aislamiento social o algún otro cambio conductual significativo, como la cantidad de alcohol que consumen o el tipo de medicamentos controlados que toman, desarrollen depresión después de que desaparezcan los síntomas físicos de la covid. “Sabemos que la existencia de otros factores estresantes puede augurar síntomas de depresión en el futuro”, señaló Hosey. Algunos estudios revelan que, en general, las personas que viven con esos factores estresantes pueden ser más vulnerables a desarrollar covid persistente.

¿Cuándo se convierte la melancolía causada por el coronavirus en depresión clínica? ¿Cuáles son algunos síntomas iniciales? Es normal que mientras estamos en la parte más difícil y combatiendo la infección viral nos sintamos cansados y nos duela cabeza. “Cuando nos sentimos muy mal a nivel fisiológico, esto puede afectar nuestro estado de ánimo”, señaló Hosey. “Yo jamás diagnosticaría a alguien con depresión cuando se encuentra en la fase aguda de una infección por covid”.

Pero, según Hosey, si el cansancio y la sensación de agobio persisten de dos a seis semanas después de la infección por covid y comienzan a entorpecer nuestras actividades cotidianas o a afectar de manera negativa nuestras relaciones interpersonales, esto podría ser un signo de depresión.

Es posible que algunos pacientes con depresión también experimenten de manera persistente tristeza, llanto, irritabilidad, cambios de apetito o peso, problemas para pensar o concentrarse, sentimientos de una tremenda culpa, inferioridad o desesperanza. Es posible que las personas que sufren de depresión profunda a menudo piensen en la muerte y tengan ideas suicidas, aseveró Hosey.

¿Qué podemos hacer para tratar la depresión posterior a la COVID-19?
Si te preocupa que tú o algún ser querido estén teniendo síntomas de depresión después de una infección por covid, es importante que conversen con algún médico o profesional de la salud mental. “No todos tienen que consultar con un psiquiatra para que evalúe si sufren de depresión”, comentó Al-Aly. Los pacientes también pueden obtener ayuda diciéndole a su médico de cabecera por lo que están pasando, añadió. “Lo más importante es buscar ayuda lo más pronto posible”.

La depresión no es algo de lo que normalmente podamos deshacernos solos, afirmó Hosey. Puede ser tentador usar las herramientas para autodiagnosticarse y los recursos que hay en internet, así como comprar suplementos que prometen combatir la inflamación provocada por la covid o reparar la salud del intestino, pero muchas de estas tácticas no son confiables ni cuentan con el respaldo de alguna prueba.

Es buena idea hacer balance de la dieta, el sueño y el consumo de alcohol y drogas. Por ejemplo, es posible que la ingesta de alimentos más nutritivos y una buena rutina de sueño tengan un impacto positivo en nuestra salud mental. Las investigaciones revelan que en algunos casos es posible que el ejercicio y la meditación también ayuden a sanar la mente. Pero si los cambios conductuales no funcionan, un profesional de la salud puede recomendar terapia o fármacos, dependiendo de las necesidades de cada quién.

Durante la pandemia, el acceso a servicios de telemedicina y de salud mental se ampliaron, dijo Hosey. Varios estados en EE. UU. ahora permiten que los psicólogos colegiados atiendan a pacientes fuera del estado si pertenecen a PSYPACT, o el Compacto Interjurisdiccional de Psicología. Eso significa que puedes buscar con más facilidad un profesional de salud mental ya sea para consulta presencial o en línea incluso si en la zona en la que vives hay una escasez de profesionales, comentó Hosey.

Aún no está claro cuánto tiempo se necesita para superar los síntomas de depresión tras la covid. “La recuperación de la depresión es un proceso muy individual”, dijo Hosey. Muchas personas se recuperan tras un tratamiento breve. Otras personas sufren recaídas en lo suqe los síntomas mejoran y empeoran y puede ser necesario intentar otro tratamiento, indicó. A veces la depresión se resuelve sin tratamiento aunque eso es más factible entre las personas con casos leves.

“Tras una infección de covid debes descansar un poco y ser paciente”, dijo Hosey. “Lidiar con una infección es algo difícil”.

https://www.nytimes.com/es/2022/11/16/espanol/covid-sintomas-depresion.html

sábado, 31 de diciembre de 2022

Ella sobrevivió el Holocausto y nos ayuda a ver lo que jamás debemos olvidar.

Al desvanecerse los recuerdos del Holocausto, siguen vívidas las imágenes en Ciudad de México de una sobreviviente que escapó corriendo de un violador de Auschwitz. 
Buba Stillmann
Credit...
Greta Rico para The New York Times


Cuando Buba Weisz Sajovits y su hermana, Icu, llegaron a Veracruz en 1946, su hermana mayor, Bella, las estaba esperando junto al muelle. Bella, quien había vivido en México con su esposo desde la década de 1930, les insistió que no hablaran sobre lo que les pasó en la guerra. La vida debía vivirse con miras al futuro, no al pasado.

El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox. Así que Buba —su nombre de pila es Miriam, pero siempre la han llamado por su apodo— vivió viendo hacia adelante. Se casó con otro emigrado sobreviviente de un campamento de concentración, Luis Stillmann, cuya historia relaté en un artículo el año pasado. Tuvieron dos hijas, luego cuatro nietos, luego cinco bisnietos. Ella abrió un salón de belleza, el cual tuvo mucho éxito. Se convirtieron en pilares de la comunidad judía en Ciudad de México. Prosperaron en su camino a la vejez.

Solo había un recordatorio del pasado que Buba no podía borrar, ya que estaba grabado en tinta permanente en la parte interna de su antebrazo izquierdo: A-11147. Ese código alfanumérico se quedó tatuado en su memoria, una frase que luego usaría como título de sus memorias, “Tattooed in My Memory”. Décadas después, cuando ya tenía más de 60 años, decidió dedicarse a la pintura y pronto las imágenes de su pasado cobraron más fuerza.

¿Cómo podemos comprender de verdad un evento como el Holocausto o un lugar como Auschwitz? Yo tengo un estante de libros dedicado a esta pregunta, desde La tradición oculta de Hannah Arendt hasta La noche de Elie Wiesel. También he visitado Auschwitz, he caminado por las infames vías del tren, he recorrido el crematorio, he visto las enormes pilas de zapatos y los repulsivos montones de cabello humano.

Sin embargo, siempre hay una brecha entre lo que sabemos y lo que comprendemos, una brecha que se ensancha cuando no hay manera de salvar la distancia por medio de la experiencia personal. Sabemos que 1,3 millones de personas, de quienes una abrumadora mayoría eran judías, fueron esclavizadas por los nazis en Auschwitz y 1,1 millones de ellas fueron asesinadas, casi todas en cámaras de gas. Tenemos miles de testimonios de sobrevivientes y liberadores del campo de concentración, cantidades inmensas de pruebas documentales y fotográficas, la autobiografía y la declaración jurada firmada de su comandante.

Pero a medida que los detalles se acumulan, informan y a la vez adormecen. La información se vuelve estadística; las estadísticas se vuelven conceptos abstractos. Las memorias personales, como Si esto es un hombre de Primo Levi, rescatan la dimensión humana, pero siempre hay un área de incertidumbre entre la palabra escrita y la imaginación del lector. Las películas como La lista de Schindler también realzan el elemento humano, pero corren el riesgo de caer en la semificcionalización. Pueden hacer que Auschwitz parezca menos, no más, real.

Cuando Buba comenzó a pintar, “no podía trazar un círculo”, recordó su hija Mónica. “Pero todo lo que hacía en la vida, lo llevaba al límite y lo hacía bien”.

En su ciudad natal de Cluj-Napoca —o Kolozsvár, para sus residentes hablantes de húngaro— en Transilvania, ella fue una velocista campeona en su escuela. El 31 de mayo de 1944, ella, junto con Icu (que se pronuncia Itzu), sus padres, Bernard y Lotte, así como el resto de la población judía fueron deportados a Auschwitz en vagones de ganado, un viaje de humillación y hambre que duró cinco días. Buba, quien tenía 18 años en ese momento, vio a sus padres por última vez en la noche que llegaron al campo, cuando su padre se salió de la fila para entregarles a sus hijas sus diplomas de bachillerato.

A Buba se le asignó un trabajo de fábrica. Este le daba acceso a raciones adicionales de comida, que compartía con sus compañeras de catre. Un día, la llamaron al cubículo de la anciana del pabellón, una prisionera que estaba a cargo de la disciplina en las barracas. La anciana le quitó la ropa a Buba con brusquedad y la empujó a los brazos de un hombre que la estaba esperando.

“Reuní toda la fuerza que tenía y corrí”, narró.

¿Cómo podemos comprender lo que es ser una mujer judía, hambrienta y desnuda que debe correr por su vida para escapar de un violador de Auschwitz? No podemos. Yo no puedo. Pero en 2002, Buba pintó la escena y a través de su pintura pude entrever un destello de lo que significa ser la persona más vulnerable del mundo.

“Sobra decir que perdí mi trabajo y mi ración”, añadió con indiferencia.

A los 14 años, Buba se unió a una protesta escolar contra el decreto alemán que ordenaba que Rumanía le entregara Transilvania a Hungría. Un compañero de clase la apartó de un empujón. “¿Qué haces aquí, judía sucia? Ni siquiera eres rumana”. A la postre, los obligaron a portar estrellas amarillas, les prohibieron la entrada a lugares públicos, los encerraron en sus casas y los llevaron al gueto de Cluj. La deshumanización era tanto el prerrequisito para Auschwitz como su consecuencia directa.

Parece apropiado que uno de los primeros oficiales alemanes que Buba recuerda haber visto en el campo fuera Josef Mengele. “Con una postura más a tono para una ópera”, recuerda; tarareaba la melodía de El Danubio azul mientras les señalaba a los prisioneros en qué fila formarse.

A Icu la formaron en la misma fila que su madre, pero ella la envió de vuelta a la fila de Buba. Es casi una certeza que Lotte Sajovits no lo supo, pero la última decisión deliberada que tomó en su vida salvaría a su hija de la cámara de gas.

En una entrevista que Buba dio en 2017 al Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto, relató su otro encuentro con el infame doctor: “Teníamos que ir —no sé si era un consultorio o un hospital— donde trabajaba Mengele. Era cruel, como no tienes idea. Nos acostaron y no tengo idea de qué ocurrió. Es posible que nos hayan dormido… No puedo saber lo que él hizo después”.

Buba también pintó esto y eligió, en sus propias palabras, “colores fríos”. Pese a su gran escala, la mayor maldad de Auschwitz a fin de cuentas radicaba en el hecho de que el asesinato y la tortura eran clínicos, algo que yo no comprendía del todo hasta que vi la pintura de Buba. Si notan los animales de la escena llevan puestas batas blancas.

Nueve días antes de que el Ejército Rojo liberara a los cautivos de Auschwitz, Buba y su hermana estuvieron entre los 56.000 prisioneros que fueron obligados a marchar 56 kilómetros en pleno invierno. Al menos 15.000 de los que emprendieron el trayecto desde Auschwitz murieron. El resto, junto con Buba e Icu, fue puesto a bordo de trenes hacia Alemania.

Aun cuando prácticamente habían perdido la guerra, la determinación de los nazis por matar judíos no cesaba.

“Las Schutzstaffel nos hicieron formar una sola fila”, narró Buba sobre la marcha. “Eliminaban a una de cada diez mujeres. Yo corrí al lado de Icu para que nos tocara el mismo destino”.

No fue así. Icu y ella fueron liberadas del campo de Bergen-Belsen, el 15 de abril por el ejército británico. Ninguna pintura de Buba me persigue más que en la que aparece ella sola, con la cabeza entre sus brazos escuálidos, el alambre de púas aún frente a ella, la chimenea, aún ardiendo detrás de ella, no muy lejos.

“Me pregunté qué debía hacer con la libertad que acababan de otorgarme”, pensó Buba. “Mi mundo había sido hecho trizas”. ¿Qué mejor que esta imagen para ayudarme a entender lo poco que podría significar la vida para alguien que había perdido tanto?

Buba dejó de pintar hace unos años. Ahora tiene 95 años, una de solo alrededor de 2000 sobrevivientes de Auschwitz que siguen con vida. Su esposo, Luis, quien sobrevivió al campo de Mauthausen, tiene 99. Para mí, ambos personifican lo que significa ser judío: miembro de una religión que valora tanto la vida como la memoria y cree que vivimos mejor, y comprendemos mejor, cuando recordamos bien.

En este mes de conmemoración del Holocausto, vale la pena hacer una pausa y considerar cómo la memoria, y el arte, de una valiente mujer nos ayudan a ver lo que jamás debemos olvidar.

Bret L. Stephens ha sido columnista de opinión del Times desde abril de 2017. Ganó un Premio Pulitzer por sus comentarios en The Wall Street Journal en 2013 y anteriormente fue editor en jefe de The Jerusalem Post. Facebook
https://www.nytimes.com/es/2021/04/13/espanol/opinion/holocausto-sobreviviente.html?action=click&module=RelatedLinks&pgtype=Article

_- Starbucks y el nuevo movimiento sindical

_- Fuente: La Jornada 


Alrededor de mil empleados en unos 100 locales de la cadena de cafeterías Starbucks en Estados Unidos efectuaron una huelga del viernes al domingo como parte de su campaña para formar un sindicado que vele por los derechos de todos los trabajadores de la mayor empresa del sector.

Se trata del segundo paro en un mes y del más prolongado en el año que lleva el esfuerzo de sindicalización.

Se trata de un movimiento incipiente, en el que apenas 260 de las 9 mil sucursales con que cuenta Starbucks en territorio estadunidense votaron a favor de agremiarse. Sin embargo, reviste importancia tanto histórica como simbólica por representar la irrupción de la lucha por los derechos laborales en una compañía que encarna el denominado american way of life.

Para entender la significación del fenómeno, es necesario echar la vista atrás. El ascenso de la ideología neoliberal en los 70 trajo consigo el violento desmantelamiento de los logros obtenidos por los trabajadores en siglo y medio de batallas por sus derechos, así como la promoción de un sentido común, según el cual el empleo es una gracia concedida por los empresarios que los empleados deben recibir con gratitud, sin exigir otra cosa que el menguante salario que se les entrega. Una de las principales características del neoliberalismo en los países avanzados, el traslado de la industria a regiones con bajos salarios con el consiguiente desplazamiento de la clase obrera tradicional por los empleados de servicios, tuvo como correlato una embestida frontal contra los sindicatos y la desarticulación del trabajo organizado. Insertos los trabajadores en la lógica individualista y despojados de los instrumentos de protección de sus derechos, fue fácil imponer condiciones laborales cada vez más precarias, disfrazadas con eufemismos como la flexibilización o el “trabajo independiente (freelance)”.

Ante esta historia, el todavía modesto movimiento de los trabajadores de Starbucks muestra la recuperación de una conciencia obrera que muchos observadores daban por extinta debido a la lejanía de los jóvenes con respecto a las luchas colectivas de los siglos XIX y XX. Comienza a verse cómo, enfrentadas a ingresos insuficientes y a abusos patronales, las jóvenes generaciones rescatan el saber de que sólo unidos pueden plantar cara a los grandes problemas de su propia época.

Los desafíos que enfrentan los trabajadores son formidables. Starbucks, como otras compañías que han visto crecer la exigencia de reconocimiento de derechos laborales en los años recientes (entre ellas, McDonald’s, Amazon o Uber), dispone de un enorme poder para influir en las decisiones judiciales, la clase política y la opinión pública, gran parte de la cual muestra absoluta fidelidad a las marcas sin discernir los daños sociales, ambientales y económicos de la concentración de la riqueza y de las formas extremas de explotación en que basan su éxito dichas empresas.

La respuesta de la cadena de cafeterías a las justas exigencias de sus empleados ha ido desde sabotear las negociaciones del contrato colectivo hasta despedir a los organizadores sindicales y cerrar las tiendas que optaron por agremiarse, por lo que el futuro de la iniciativa resulta incierto. En este escenario, cabe desear que la sociedad estadounidense cobre cuenta de lo que está en juego: nada menos que la esperanza de revertir la precarización laboral y poner los cimientos de un modelo económico en el cual no se sacrifique a la inmensa mayoría para que unos cuantos amasen riquezas fabulosas.

viernes, 30 de diciembre de 2022

El orgullo de ser humilde.


Credit...Francesco Ciccolella

Los estudios encuentran que la humildad no es el más audaz de los rasgos de personalidad, pero es importante. Y, según los psicólogos, es muy difícil de fingir.

En su trabajo cotidiano, los psicólogos de investigación por lo general no necesitan gafas de protección, mucho menos un salacot o un látigo estilo Indiana Jones. No tienen que bajar a rapel y meterse a cuevas para descubrir pergaminos enterrados, ni deben recorrer el lecho marino dentro de submarinos esféricos, o calibrar gigantescos imanes subterráneos a la caza de partículas subatómicas fantasmales.

No obstante, los psicólogos en ocasiones desentierran los hábitos de civilizaciones perdidas. En un ensayo publicado en el número más reciente de Current Directions in Psychological Science, un equipo de investigadores analizó estudios sobre un rasgo humano que alguna vez fue generalizado y que estuvo “caracterizado por una capacidad de reconocer con precisión las propias limitaciones y capacidades, una postura interpersonal que está orientada hacia el otro y no hacia uno mismo”. La humildad.

“La investigación acerca de la humildad ha ido en aumento y a gran velocidad”, comentó Daryl Van Tongeren, un psicólogo del Hope College en Míchigan y autor principal del nuevo ensayo. “Era hora de actualizar a las personas y exponer incógnitas que orientaran investigaciones venideras”.

En una era que los futuros historiadores quizá no etiqueten de inmediato como “La era de las personas íntegras”, el estudio sobre la humildad equivale a una atrevida apuesta a lo contrario, como reducir el mercado del cannabis en California. Actualmente, la palabra “humble” en inglés se utiliza con tanta frecuencia como verbo en su acepción de humillar, que quien encarne su esencia más amable, el adjetivo, puede parecer que invita al troleo en línea, a la invisibilidad profesional o algo peor. Oscar Wilde escribió que antes de descubrir la humildad, pasó dos años tras las rejas experimentando “una angustia que lo hacía sollozar con fuerza” y “una tristeza a la que no lograba darle voz”… lo cual suena más como una derrota que como una victoria.

La humildad es una característica que casi acaba de llegar a la psicología social y de la personalidad, al menos como un rasgo o conducta que debe estudiarse de manera aislada.

Llegó como parte de un esfuerzo que inició en los años noventa para construir una psicología “positiva”: un entendimiento más completo de las cualidades de sostenimiento como el orgullo, la clemencia, la determinación y la alegría. Más recientemente, la humildad ha encontrado un punto de apoyo en la forma de medición más utilizada de los rasgos de la personalidad, el cuestionario de cinco factores. El rasgo ermitaño de la personalidad está llamando la atención y hasta ahora parece estar asimilándolo bien.

En una serie de experimentos, Elizabeth Krumrei Mancuso de la Universidad Pepperdine evaluó a un grupo de voluntarios en un aspecto que ella llamó humildad intelectual: la conciencia de cuán incompletos y falibles eran sus puntos de vista respecto a temas políticos y sociales. Descubrió que este tipo de humildad no estaba relacionado con el cociente intelectual ni la afiliación política, sino que estaba bastante relacionado con la curiosidad, la reflexión y la apertura de mente.

En otro estudio, que está en desarrollo, Krumrei Mancuso les pidió a 587 adultos que respondieran un cuestionario diseñado para medir sus niveles de humildad intelectual. Los participantes calificaron qué tanto coincidían con diferentes declaraciones, entre ellas: “Me siento menospreciado cuando otros discrepan conmigo en temas que son importantes para mí” y “La mayoría de las veces, otros tienen más cosas que aprender de mí que yo de ellos”. Quienes obtuvieron notas altas en el aspecto de la humildad (aunque no alardearon de ello) también obtuvieron notas bajas en reactivos relacionados con la polarización política e ideológica, ya sea que fueran conservadores o liberales.

Otra investigación reveló que las personas que obtienen notas altas en el aspecto de la humildad son menos agresivas y menos críticas hacia miembros de otros grupos religiosos que las personas menos humildes, incluso y en particular después de que sus propios puntos de vista se cuestionaban.

“Estos descubrimientos quizá explican el hecho de que no se puedan manipular con facilidad las opiniones de las personas que tienen una humildad intelectual alta”, afirmó Krumrei Mancuso. Agregó que los descubrimientos también podrían “ayudarnos a comprender cómo se puede asociar la humildad con mantener nuestras convicciones”.

En el nuevo ensayo del análisis, Van Tongeren y sus colaboradores propusieron varias explicaciones a la razón por la que la humildad, intelectual o de otro tipo, es un rasgo tan valioso de la personalidad. Tener un temperamento humilde puede ser fundamental para mantener una relación estable. También podría fomentar la salud mental en términos más generales, ofreciendo un recurso psicológico para sacudirse los resentimientos, afrontar los engaños con paciencia y perdonarse a uno mismo.

Van Tongeren aseveró que, ahora que la humildad está atrayendo la atención de los investigadores, han surgido ciertas interrogantes, por ejemplo, si esta se puede enseñar de alguna manera, o quizá integrarse a la psicoterapia. “Uno de los aspectos polémicos es que quienes están más abiertos y dispuestos a cultivar la humildad quizá son los que menos la necesitan”, afirmó. “Y viceversa: quienes más la necesitan podrían ser los más reticentes a cultivarla”.

Es probable que los terapeutas que tratan a pacientes con trastornos límite de la personalidad o de personalidad narcisista estén de acuerdo con esto; al igual que muchos de sus pacientes. Hoy en día, nadie ha investigado el lado oscuro de la humildad, a pesar de que se cree que demasiada humildad puede provocar un retraimiento social, baja autoestima y desconfianza excesiva. En la época actual de postureo y autopromoción en línea, Charlie Brown tendría que levantar la mano y gritar con un altavoz solo para hacerse presente.

Por ahora, y gracias a las recientes excavaciones de la psicología, quizá sea suficiente saber que él no sería el único, en lo que a temperamento se refiere. Entre el diez y el quince por ciento de los adultos obtiene notas altas en las mediciones de humildad, dependiendo de la escala de medición utilizada. Eso representa al menos a 25 millones de personas humildes solo en Estados Unidos.

¿Quién lo diría?
Benedict Carey has been a science reporter for The Times since 2004. He has also written three books, “How We Learn” about the cognitive science of learning; “Poison Most Vial” and “Island of the Unknowns,” science mysteries for middle schoolers.

Magdalenas al estilo Proustiano Ingredientes (para unas 25 a 30 magdalenas)

4 huevos
180 gr. de azúcar
175 gr. de harina de pastelería
1 sobre y ½ de levadura Royal
la ralladura de un limón
unos moldes de papel (o plancha de molde de metal con las formas tipo concha de peregrino alargada)
180 gr. de mantequilla derretida y enfriada
un pellizquito de sal
Encienda el horno a 180ºC. (10 minutos antes).en una ensaladera ponga las claras y el pellizco de sal; bátalas a punto de nieve muy firme y añádale luego las yemas. Cuando estas estén incorporadas, agregue el azúcar, la ralladura de limón y al final la harina mezclada con la levadura. Todos estos ingredientes debe ir echándolos poco a poco y unos detrás de otros, removiendo bien y sin dejar de batir.

Con una cucharita de las de café, rellene los moldes hasta algo menos de la mitad de la altura del mismo.

Métalas a horno mediano flojo y no abra la puerta del mismo hasta que estén bien doraditas. Y hayan levado. Sáquelas entonces y déjelas enfriar.

Magdalena al estilo prousiano, receta de Marcel Proust
GEMMA MECA
18/04/2022 17:30 ACTUALIZADO: 18/04/2022 17:39b Comentar
Marcel Proust fue el ideólogo del efecto magdalena, un concepto que hoy en día se aplica a varios campos del saber, parte del placer de esta receta ideal para mojar en el té o café.
Marcel Proust fue el ideólogo del efecto magdalena, un concepto que hoy en día se aplica a varios campos del saber, parte del placer de esta receta ideal para mojar en el té o café. La compañera de viaje perfecta para crear recuerdos especiales, recordar el pasado y vivir una conexión con el presente especial es una magdalena. La típica receta de la abuela, como si de un bizcochito se tratará o con algunas variaciones actuales, ponerle un poco de fruta y eliminando el azúcar, son versiones de la célebre magdalena de Marcel Proust que puedes preparar fácilmente en casa con esta receta.

Ingredientes:
4 huevos
180 gr de azúcar
175 gr de harina de pastelería
1 sobre y ½ de levadura
La ralladura de un limón
180 gr de aceite de oliva o mantequilla
Un pellizquito de sal
Cómo preparar la magdalena de Marcel Proust
La magdalena de Marcel Proust ha pasado a la historia como un bocado que recuerda el pasado, te sumerge en otra época mientras la mojas en un té o café.

Con todo listo nos ponemos manos a la obra con esta clásica receta de magdalenas, batimos el azúcar con los huevos.
Crearemos una salsa que tendrá un ligero color blanco y será cremosa, ideal para que nos queden unos bizcochitos esponjosos.
Añadimos la ralladura de la cáscara de un limón para que le aporte ese toque cítrico que estamos buscando.
Con todo casi listo nos faltará el último ingrediente líquido, el aceite de oliva o la mantequilla derretida en caso de querer darle un acabado más mantecoso.
La masa ya estará casi lista, nos faltará la harina tamizada que vamos poniendo poco a poco hasta que esté perfectamente integrada.
Por último, colocamos la levadura también tamizada. La masa ya estará lista para la acción, solo nos faltará cocinarla.
Vertemos la masa en los moldes dejando espacio para que la levadura haga su efecto. Horneamos a 180º unos 15 minutos hasta que tenemos las magdalenas listas.
Podemos añadirles un poco de fruta como los arándanos y dejar a un lado el azúcar, en su lugar la Stevia le dará muy buen sabor.

Ingredientes:

200 gr de mantequilla
150 gr de azúcar 60 ml de leche
3 huevos
30 gr de miel
vainilla
200 gr de harina
10 gr de levadura

1. En un bol batimos los huevos, azúcar, leche, miel y vainilla.
2. En otro bol aparte mezclamos la harina y levadura ya tamizadas y las añadimos a la mezcla anterior.
3. Fundimos la mantequilla en el microondas o en un cazo que llevaremos al fuego. luego la vamos añadiendo poco a la masa mientras seguimos batiendo. Al terminar de incorporar la mantequilla aumentamos la velocidad de batido.
4. Con la ayuda de una cuchara o una manga pastelera, vamos rellenando los moldes de las madeleines, pero sin llegar al borde y horneamos a 200º unos 15 minutos o hasta que veas que están doradas.
Ya solo nos queda esperar a que se enfríen y disfrutarlas de una taza de chocolate, té o café.

jueves, 29 de diciembre de 2022

IDEAS Filósofos y amantes culpables: el nazi Martin Heidegger y la judía Hannah Arendt

En pleno siglo XX, el deslumbramiento ante las grandes figuras masculinas no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable, escribe Vivian Gornick en un libro del que ‘Ideas’ adelanta un extracto. La devoción de la filósofa alemana por su maestro es el caso más inquietante del siglo del totalitarismo. 

VIVIAN GORNICK 

Retratos de los filósofos Hannah Arendt (1906-1975) y Martin Heidegger (1889-1976). ALAMY/ALBUM 

La cosa se reduce a lo siguiente: quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos, a su merced; quien los entiende pero no es capaz de procesarlos está abocado a años de dolor; quien niega y desprecia el poder que tienen está perdido. De esto quieren hablarnos Hardy e Ibsen con sus grandes personajes: de mujeres y hombres atenazados. (…).

La historia de Hannah Arendt y Martin Heidegger es cosa de dramaturgos más que de críticos. Es un relato sobre una conexión emocional muy temprana en la vida de ambos, que nunca llegó a asimilarse del todo y que acabó enterrada viva en unos sentimientos que los protagonistas se empeñaron en ocultarse a sí mismos. Los sentimientos de este cariz son como las malas hierbas que crecen en el cemento y que, cuando pasa el huracán y siembra el mundo de destrucción, siguen allí cimbrándose al viento.

Hannah Arendt empezó a asistir en 1924 a las clases de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo. Ella tenía 18 años; él tenía 35 y era ya famoso en los círculos universitarios. (La publicación de Ser y tiempo tres años después lo encumbraría al Olimpo de la filosofía). Ella era guapa y, ni que decir tiene, la alumna más inteligente de la clase. Él se vio atraído e hizo sus avances. Al cabo de unos meses eran amantes. El idilio duró cuatro años.

Heidegger llevó las riendas de la relación y Hannah las de la veneración —por supuesto, ¡cómo iba a ser de otra manera!—, pero, en cierto modo, la dinámica entre ambos los empataba. Él necesitaba la veneración inteligente de ella tanto como ella necesitaba prodigarla. Ambos abordaban con reverencia el talento de él para pensar, los dos creían que era el receptáculo de algo grandioso, algo que siempre habrían de servir y proteger y ante lo que era necesario reaccionar siempre. El tiempo demostraría que fue esta intensidad que existía entre ellos lo que los unió con más fuerza incluso que el amor o la historia mundial.

Heidegger fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo en la primavera de 1933. En un discurso inau­gural de infausto recuerdo dio su respaldo al nacionalsocialismo y puso a la universidad al servicio del régimen nazi. Ese verano Hannah Arendt abandonaba Alemania. Tardaría diecisiete años en regresar a su país de nacimiento. Para entonces, ella se había labrado fama internacional como pensadora política y Heidegger vivía en la pobreza, en la Alemania ocupada, y no se le permitía ejercer la enseñanza.

Ese febrero de 1950, Arendt se dijo que por nada del mundo pensaba ponerse en contacto con él, pero fue pisar Friburgo y llamarlo por teléfono. Al cabo de unas horas, él estaba en su hotel. Dos días después ella le escribía por carta:

“Cuando el camarero pronunció tu nombre, fue como si de pronto se detuviera el tiempo. Entonces tomé conciencia de manera fulminante de algo que antes no habría confesado ni a mí misma, ni a ti, ni a nadie: que la presión del impulso, después de que Friedrich me diera la dirección, tuvo la clemencia de preservarme de cometer la única infidelidad realmente imperdonable y de hacerme indigna de mi vida. Pero una cosa debes saber (…): si lo hubiera hecho, habría sido por orgullo, es decir, por una estupidez pura y simple y loca. No por ciertos motivos”.

Tres meses después, Heidegger le envía cuatro cartas en rápida concatenación para decirle la alegría que le ha supuesto que ella haya vuelto a su vida; que cuando pensaba, solo ella estaba cerca de él; que soñaba con que viviera cerca de él y con pasarle los dedos por el pelo. Sonaba a un hombre que acaba de recobrar la energía, lleno de esperanza y anhelo, emocionado e inmensamente alegre de estar vivo. (…)

Fue este un apego que perduró en el tiempo, contra toda razón, entre dos personas que, según todas las leyes de la historia social instauradas, deberían haber acabado repeliéndose. Aquí lo interesante es la irracionalidad, donde reside el drama, donde un supuesto interpretativo es tan válido como cualquiera. La pregunta se plantea: ¿cómo pudo ella —cuando la vida ética era una de sus inquietudes vitales— no solo seguir queriendo a un hombre que había sido nazi, sino que además no cejó, durante la década de 1960, de argumentar por escrito que, en realidad, él no había sabido lo que se hacía, que era políticamente inocente?

(…) No me cabe duda de que el amor de Arendt por Heidegger se asemejaba al de una niña angustiada por el padre primero inaccesible y luego difunto; y no me cabe duda de que eso reforzó la maraña de miedos e inhi­biciones emocionales que encerraba la rigidez intelectual que acabó convirtiéndose en el distintivo estilo de Arendt. Pero, como bien sabe cualquier dramaturgo, un análisis en términos psicológicos como este solamente es interesante cuando se presenta dentro de una mitología mayor, una que aporte un correlato objetivo a esa necesidad incontrolable de la protagonista. ­Arendt y Heidegger tenían una mitología así muy a mano.

Ambos encarnaban el prototipo del intelectual europeo. Adoraban el acto de la intelección. Para ellos, pensar era lo que hacía a los humanos superiores a los animales. Más que superiores: los dotaba de sentido y trascendencia. (…)

Para tales personas, Heidegger fue un visionario, un hombre envuelto en un aura, imbuido con el oscuro poder de “pensar”. Este impresionante don lo situaba, en la imaginación de prácticamente todo el que lo conocía, más allá de la crítica corriente. Hacerlo como él lo hacía era ascender al monte Olimpo. (…)

Tal apego es, en esencia, una parábola del anhelo de trascendencia. El anhelo es el meollo romántico del asunto. Era letal. Lanzaba un anzuelo a todos a quienes hablaba. El anzuelo estaba unido a una intensidad que tiraba del corazón. La cuestión de quiénes pueden zafarse cuando la devoción amenaza la integridad del ser, y quiénes no, es ciertamente una cuestión de temperamento, de comprensión y de integridad del ser: esto es, la libertad de acción que surge de la unificación de mente y espíritu. (…)

Arendt desdeñaba a Freud y aborrecía de la devoción de los estadounidenses por el psicoanálisis. Le parecía una cháchara obsesiva e inmadura; no despertaba en ella ni interés ni simpatías; no podía imaginar que, ocultas en su interior, había ideas que reflejaban una realidad que sí era relevante. El desprecio era sintomático; la dejaba fuera de todo conocimiento de sus conflictos internos. Al quedar fuera, era más vulnerable a ellos de lo que podía ser otra persona quizá más sencilla pero más dispuesta a la introspección. Más vulnerable y, por ende, más dramáticamente culpable.

En nuestros días (…), esa devoción histórica por la trascendencia a través del arte y del intelecto suena extraña, incluso extranjera, en cierto modo. Pero es una historia de sensibilidad compartida, eso que todos sentíamos hasta hace nada. ¿Cuántos hombres y mujeres no he visto, en mi corta y confusa vida, subyugados por El Gran Hombre, el que parecía encarnar al Arte o la Revolución en mayúsculas? Somos legión. Nosotros mismos éramos personas inteligentes, cultas, talentosas, ninguno éramos monstruos de la moralidad, solamente personas corrientes con ganas de vivir la vida a un nivel simbólico. En su momento El Gran Hombre no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable.

Pienso que estamos demasiado cercanos en el tiempo a los acontecimientos internos de esta historia para poder juzgar su significado. Pero juzgar es una necesidad que tenemos: interpela directamente a nuestras propias angustias, nos alivia del lastre de nosotros mismos. Podemos resistirnos tanto como Hannah Arendt pudo resistirse a Martin Heidegger. 



VIVIR MEJOR. Qué hace que las personas sean carismáticas.

Sabemos que por instinto sentimos atracción hacia ciertas personas más que a otras. Determinar por qué nos agradan sirve para mejorar nuestro carisma.

Pídele a la gente que nombre a alguien que considere encantador y te dará respuestas predecibles. Por ejemplo, James Bond, el espía ficticio con predilección por los martinis agitados, no mezclados. Quizá mencionen a Oprah Winfrey, Bill Clinton o a una figura histórica como Martin Luther King o Mahatma Gandhi. Ahora pídeles a esas mismas personas que describan, en pocos segundos, qué hace que estos encantadores individuos sean tan agradables.

Es en este punto, en la definición precisa de qué es el carisma, donde la mayoría se topa con pared. Sabemos que por instinto nos sentimos atraídos hacia ciertas personas más que a otras. Cuantificar por qué nos gustan es un ejercicio totalmente diferente.

Los antiguos griegos describieron el carisma como un “regalo de gracia”, una descripción apropiada si crees que ser agradable es una característica otorgada por Dios que a unos les es natural, y a otros no. La verdad es que el carisma es un comportamiento adquirido, una habilidad que hay que desarrollar, así como aprendimos a caminar o practicar el vocabulario al estudiar un idioma nuevo. Otras características deseables, como la riqueza o apariencia, sin duda están ligadas a la capacidad de agradar, pero haber nacido sin ninguna de estas no te impide ser carismático.

Cuantificar el carisma
A pesar de todo el esfuerzo que se ha dedicado a cuantificar el carisma (y a lo largo de los tiempos ha sido estudiado por expertos, incluyendo a Platón y aquellos con los que hablamos para este artículo) hay mucho que aún no se sabe. Sin embargo, hay dos verdades irrefutables.

La primera es que sentimos atracción casi de manera sobrenatural hacia algunas personas, sobre todo las que nos agradan. Aunque este no siempre es el caso, también nos puede atraer un villano carismático.

La segunda verdad es que somos poco hábiles para identificar qué hace que estas personas sean tan cautivadoras. Más allá de observaciones superficiales (una linda sonrisa o la capacidad de contar una buena historia), pocos de nosotros podemos identificar, en un instante, qué hace que las personas carismáticas sean tan magnéticas.

Quizá sea algo evolutivo. Como especie, los sentimientos instintivos innatos nos conducen a sensaciones que solemos describir como intuitivas. En realidad, estas sensaciones son una respuesta subconsciente a decenas, o quizá cientos de pistas verbales y no verbales que sin darnos cuenta procesamos en todas nuestras interacciones con los demás. Es una habilidad necesaria, una que permite que todos los mamíferos sopesen la intención de los demás haciendo un inventario continuo de cosas como el lenguaje corporal, el ritmo de su habla y movimientos sutiles que quizá aluden a un posible peligro.

John Antonakis, profesor de Comportamiento Organizacional en la Universidad de Lausana en Suiza, señala que el carisma, en su nivel más básico, no es más que una señalización de información. “En términos llanos, el carisma se trata de señalizar información de manera emotiva, simbólica y basada en valor. Así que señalizar carisma consiste en usar técnicas verbales (lo que dices) y no verbales”, explicó.

Para fines de comparación, lo que Antonakis describió es básicamente una versión más simple de la reacción de lucha o huida. Pero en lugar de luchar o huir, constantemente estamos tomando microdecisiones sobre si la persona que pide nuestra atención la merece.

Los tres pilares del carisma y cómo practicarlos
Olivia Fox Cabane, una guía de carisma y autora del libro The Charisma Myth, dice que podemos resumir el comportamiento carismático en tres pilares.

El primero, presencia, tiene que ver con estar en el momento. Cuando ves que tu atención se desvía al hablar con alguien, vuelve a enfocarte centrándote en ti mismo. Presta atención a los sonidos del entorno, a tu respiración y a las sensaciones sutiles de tu cuerpo; las cosquillas que empiezan desde los dedos de tus pies y que se difunden por todo tu cuerpo.

Poder, el segundo pilar, se trata de derribar barreras autoimpuestas más que lograr un estatus más alto. Se trata de eliminar el estigma que conlleva el éxito que ya has logrado. El síndrome del impostor, como se le conoce, es el miedo prevalente a que no mereces estar en la posición en la que te encuentras. Entre más arriba estés en la pirámide, ese sentimiento se vuelve más persistente.

La clave para este pilar es dejar de dudar de ti, asegurándote de que mereces estar donde estás y de que tus habilidades y pasiones son valiosas e interesantes para los demás. Es más fácil decirlo que hacerlo.

El tercer pilar, la calidez, es un poco más difícil de fingir. Aquí debes irradiar un cierto tipo de vibra que indica bondad y aceptación. Es una sensación parecida a la que recibes de un pariente cercano o amigo íntimo. Es complicado, considerando que quienes se distinguen en este aspecto son personas que evocan esta sensación en los demás, aunque los acaben de conocer.

Para dominar este pilar, Cabane sugiere imaginarte a una persona por la que sientas mucho afecto y cariño, y luego enfocarte en lo que más disfrutas de tus interacciones compartidas con dicho individuo. Puedes hacer esto antes de las interacciones con los demás, o en momentos más breves mientras escuchas a otra persona. Ella afirma que esto puede cambiar la química del cuerpo en unos segundos, haciendo que hasta el más introvertido de nosotros exude la calidez que se relaciona con la gente carismática.

Más allá de la superficie
Todos nuestros expertos concuerdan con que el carisma no es un descriptor uniforme en todos los casos; más bien es una jerarquía. Algunos exudan encanto gracias a su calidez y generosidad, mientras que otros son agradables en un sentido evolutivo: los individuos tipo alfa que irradian confianza y éxito.

Regresando a los tres pilares, la gente más carismática que conoces a nivel personal generalmente ha logrado un alto nivel de éxito en solo una, o quizá dos, de estas características. Sin embargo, hay unos pocos que han logrado dominar las tres.

Por ejemplo, Martin Luther King, demostraba un dominio de cada uno de estos tres pilares, lo cual lo coloca en la clasificación única que Cabane llama “carisma visionario”.

Si esa es la jerarquía más alta, los siguientes tres ejemplos estarán en algún punto intermedio.

Steve Jobs, el cofundador de Apple, demostró dominar el pilar del poder y tenía puntajes altos en el de presencia. Sin embargo, de acuerdo con su hija  Lisa Brennan-Jobs, en su autobiografía Small Fry publicada en 2018, él carecía de calidez. El director ejecutivo de Tesla,  Elon Musk, al parecer también carece de calidez. Es un típico introvertido que compensa su falta de habilidades sociales con destreza en el pilar de la presencia y niveles de poder que superan el promedio.

Jobs, de acuerdo con Cabane, se clasificaría más como alguien con un “carisma de autoridad”, mientras que Musk tiene un “carisma enfocado”.

Luego están aquellas personas como Emilia Clarke, protagonista de  Juego de tronos de HBO. Su exuberancia hace que obtenga una puntuación alta en “carisma bondadoso”, una clasificación para aquellos que sobresalen en el pilar de la calidez y a la vez mantienen una presencia alta, pero un poder bajo.

Desde luego que esto no es más que raspar la superficie. Aquí la lección con la que hay que quedarnos es que el carisma no es una sola cosa. Más bien hay que pensar en él como lo haríamos con la inteligencia. Obtener calificaciones altas en matemáticas y ciencia es una señal de inteligencia, pero también lo es dominar un arte o la música. Intentar comparar a una persona inteligente con otra solo crea más confusión. Podemos afirmar lo mismo del carisma.

Entrenamiento en carisma: la versión accesible
Si estás buscando un buen punto de partida para ser más agradable, Antonakis sugiere contar historias.

Dice que las personas más carismáticas son las que hablan con metáforas, quienes le dan sustancia a una conversación a través de un uso ejemplar de anécdotas y comparaciones. No están relatando sucesos sino parafraseando la acción y usando gesticulaciones, lenguaje corporal con mucha energía e inflexiones de la voz para subrayar puntos clave. Tienen mucha experiencia en usar la convicción moral y reflejar el sentimiento del grupo ante el que se habla, además, emplean preguntas, incluso retóricas, que mantienen a la gente interesada. En pocas palabras: saben contar una buena historia.

De hecho, surgió un patrón al hablar sobre carisma con expertos, uno que se vuelve inmediatamente reconocible para cualquiera que haya tomado un curso para hablar en público: las personas más carismáticas suelen ser buenos para hablar en público.

Sin embargo, el carisma va más allá de ser un orador refinado y atrayente. La gente carismática es agradable no solo porque sabe contar una buena historia, sino también por cómo hace sentir a los demás. Además de ser simpáticas e interesantes, las personas carismáticas pueden bloquear las distracciones, lo cual hace que los individuos con los que interactúan sientan que el tiempo se ha detenido y solo ellos importan. Hacen sentir a los demás mejor consigo mismos y por eso desean regresar para tener más interacciones, o prolongar las que ya existen, tan solo para disfrutar de esos momentos.

La manera más rápida de ser agradable comienza en casa, al eliminar tus propias dudas y concentrarte en participar activamente en conversaciones e interacciones con otras personas.

A partir de ahí, se necesita poco más que decir que sí a más invitaciones sociales, unirse a una clase de oratoria y seguir buscando maneras de mostrar tus fortalezas mientras reduces tus debilidades. Cada interacción ofrece una oportunidad de practicar, estudiar y emplear nuevas estrategias.

Parecido a cuando aprendes cualquier otra habilidad, a veces las cosas saldrán bien, otras veces no, sobre todo al inicio. Pero si piensas en el carisma como un árbol de habilidades, cada sesión de práctica no es más que una manera de ayudarte a llegar a la cima.

Bryan Clark es un periodista de San Diego que vive en la intersección entre tecnología y cultura. Lo puedes seguir en Twitter en @bryanclark.