viernes, 16 de mayo de 2025

El pasado nazi del que los padres nunca quisieron hablar con sus hijos

Margarethe Gräser

Hans Gräser, un alemán de 79 años, descubrió al vaciar la casa de sus progenitores documentos reveladores de la vinculación familiar con el régimen de Hitler. No es el único al que le ha pasado.

El silencio aceptado en el seno de muchísimas familias alemanas tras la II Guerra Mundial ha marcado a la sociedad de un país que tuvo que aprender a vivir con su historia. ¿Cómo explicar a los hijos los terribles crímenes que se cometieron durante el nazismo? Los Mitläufer, como se llama a los alemanes que se dejaron llevar por la corriente nazi sin resistir, fueron la gran mayoría del pueblo alemán.

Después de la guerra, nadie quería plantearse la cuestión de qué hubiera ocurrido si no se hubieran dejado llevar. Los padres no hablaron con los hijos, sino, en todo caso, con los nietos. Sin embargo, aún ahora, 80 años después del final de la II Guerra Mundial, es difícil hablar sobre ello, aunque nadie duda de que sin esos millones de Mitläufer, ni Hitler, ni sus acólitos hubieran estado en condiciones de cometer un genocidio —en torno a seis millones de judíos murieron durante el Holocausto— de aquella magnitud.

El tema resurge cuando al vaciar el piso de abuelos o padres, algunas familias descubren documentos ocultos en el fondo de un armario. En el caso de Hans Gräser, él sí sabía del pasado nazi de su padre en las SS, pero no mucho más. Por eso no pudo evitar sorprenderse al encontrar una serie de documentos que desconocía cuando a finales del año pasado su madre, de 101 años, se mudó a una residencia y hubo que desalojar su casa en Heidelberg.

“Nunca había visto estos documentos. Ni el carnet de pertenencia a las SS, ni el informe de desnazificación…”, explica en su casa mientras hojea los papeles esparcidos en una mesa entre los que se encuentra, por ejemplo, el Ahnenpass, que documentaba el linaje ario, o la Cruz al Mérito de Guerra firmada por el Führer. “Me enteré entonces de que había sido miembro del partido nazi”, indica sobre lo que encontró en uno de los cajones del escritorio de su padre. “Yo sabía que estuvo en Riga [capital de Letonia]. También que fue juez del Tribunal Regional. Pero mi padre no me contó qué hizo en Riga durante la II Guerra Mundial. Eso es lo que siempre dicen, que los padres no hablaban con los hijos”, comenta.

El carnet de pertenencia a las SS de Hans Gräser Gräser, de 79 años, es historiador especializado en la época medieval. Para él fue complicado pensar que su padre estuvo en Riga desde 1941 hasta 1944 como parte de la maquinaria nazi y nunca llegó a hablar con él de ese tema. En esa zona se cometieron asesinatos en masa como la masacre de Rumbula, donde fueron asesinados cerca de 25.000 judíos. Por eso, cuando descubrió ahora que su padre se salió de las Reiter-SS (unidades a caballo) en 1939 al entrar en la Wehrmacht, como se denominó a las Fuerzas Armadas de la Alemania nazi, no entiende por qué lo ocultó.

“Las SS siempre se consideraron una élite. Y en ese sentido puede ser que dijera que no quería saber nada del partido nazi, que le parecía demasiado vulgar”, elucubra sobre los motivos de su padre, que murió en 2009 con casi 99 años y nunca habló de ello.

“Parece que solo se dedicaba a cosas civiles. Pero claro, todo el mundo allí, aunque no disparara, tenía que saber lo que estaba pasando”. Para Gräser es “difícil” enfrentarse a este pasado. ¿Cómo preguntarle a un padre si vio o estuvo implicado en alguno de esos terribles crímenes?

Con su madre habló en algunos momentos sobre esa época. “Pero siempre me ha sorprendido lo naíf que es”, reconoce. “Mi madre, que no se enteró de los crímenes cometidos durante el Tercer Reich hasta el final, no se interesó en absoluto por el tema y lo reprimió por completo”, añade.

Margarethe-Gräser en su etapa en las Juventudes Hitlerianas Su madre, Margarethe Gräser, vive ahora en una residencia de ancianos en la ciudad de Weinheim, donde reside su hija. Ella tenía 22 años cuando terminó la guerra y estaba embarazada de su primer hijo, Hans, al que llamó como su marido, porque en septiembre de 1945 no sabía si seguía vivo o no. El niño es producto del último permiso que recibieron los soldados en las Navidades de 1944, momento que aprovecharon para casarse. “Casi todos mis compañeros de colegio habían nacido en septiembre como yo”, recuerda Hans como una curiosidad de la posguerra.

“En las primeras Navidades después de la guerra fue la primera vez que le permitieron escribir una carta desde la cárcel”, explica Margarethe Gräser, sentada en su habitación de la residencia. “Fue ahí cuando supimos seguro que estaba vivo y que estaba en cautiverio estadounidense”, añade. Desde ese momento, su marido, que estaba en un campo especial de altos cargos nazis, tuvo permitido escribir una carta al mes hasta su liberación en julio de 1946. Las cartas llegaban con restos de polvos que usaban los estadounidenses para comprobar que no hubiera mensajes ocultos.

En esa época, ella se había trasladado a vivir con su familia a la antigua casa de su abuela en el centro de Heidelberg, después de que los estadounidenses ocuparan su vivienda en Tauberbischofsheim. “A ellos no les interesaba nuestro piso en Heidelberg porque era muy antiguo y no había calefacción central”, recuerda Margarethe Gräser.

Le cuesta remontarse en el tiempo. Ella era una niña cuando Hitler ascendió al poder en 1933. Recuerda su tiempo en la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, cuya pertenencia fue obligatoria a partir de 1936. “Me gustaba formar parte de un grupo de tantas chicas porque solo tenía hermanos. Me gustaba cantar con ellas, hacer deporte y cosas así. La verdad es que viví esa época de forma positiva”.

Después estuvo en el obligatorio Servicio de Trabajo del Reich (RAD), donde las jóvenes ayudaban principalmente en el cuidado del ganado y del campo. Recuerda poco de esos años, pero sí que tuvo la suerte de estar en zonas tranquilas. Tampoco sabe cómo se enteró del final de la contienda y asegura que no supo “de las atrocidades de la guerra” hasta que terminó. Le cuesta hacer memoria. “Ha pasado mucho tiempo”, se excusa.

“De alguna manera, no queríamos creerlo. Mi marido probablemente sabía más al respecto”, reconoce. “El florecimiento de Alemania durante el nazismo, por así decirlo, fue visto como algo bueno en comparación con la época anterior, cuando Alemania atravesaba un tiempo muy malo. Nosotros no sabíamos nada de los crímenes que se cometieron. Los que lo vivieron eran, creo, muy reservados y cautelosos a la hora de hablar de ello. Y en los periódicos, por supuesto, siempre se publicaban solo cosas buenas”, añade.

El departamento jurídico nazi reunido en Riga, con Hans Gräser a la derecha Si bien tras la guerra, muchos alemanes escondieron su pasado nazi, la familia Gräser siempre fue consciente del suyo. “Él contaba un poco de su paso por Berlín o Riga”, indica su viuda. “Eran más bien cosas formales, lo que hacía como jurista. No le interesaba mucho la política. Como funcionario, tuvo que entrar en una organización nacionalsocialista y entró en las SS”, confiesa.

Su familia leyó sus recuerdos de esa época en unas memorias que escribió cuando se jubiló. A lo largo de 200 páginas rememora, por ejemplo, cómo en 1932 escuchó por primera vez a Hitler en un mitin en Karlsruhe. “Por su contenido, me impresionó poco, predominaba la polémica burda, pero fui testigo de la fuerza sugestiva con la que se caldeaban los ánimos de los oyentes”, detalló.

En 1938 se mudó a Berlín. “Las SS tenían tareas especiales en Berlín. Al menos la mitad del servicio consistía en formar una guardia de honor en los actos en los que participaba el Führer, en servicios de vigilancia, en desfiles y similares”, escribió. “Por supuesto, en otoño de 1938 tuve que viajar con mi unidad al congreso del partido en Núremberg para desfilar ante el Führer”, relató Hans Gräser padre.

En Berlín también vivió la Noche de los Cristales Rotos, como se conocen los sucesos del 9 al 10 de noviembre de 1938, cuando miles de negocios, sinagogas y hogares judíos fueron atacados por las SS y casi 100 judíos fueron asesinados.

La carta de liberación de Hans Gräser del 20 de julio de 1946. Su nombramiento como juez del Tribunal Regional de Berlín llegó al año siguiente, casi a la vez que fue llamado a filas, por lo que nunca llegó a ejercer realmente el cargo en la capital alemana. Al entrar a formar parte de la Wehrmacht dejó las SS, donde había llegado a ocupar el cargo de Rottenführer (líder de sección).

Vivió la rendición de Varsovia, estuvo en la Batalla de Francia y tras una lesión, acabó en 1941 asignado al departamento jurídico en la oficina del Reichskommissariat Ostland en Riga, donde, según él mismo cuenta, se ocupaba de todos los asuntos no penales. En los últimos meses de la contienda resultó herido por metralla en el frente oriental. Esas heridas le acabaron salvando la vida, probablemente, porque fue evacuado al oeste de Alemania.

Junto con estas memorias, en las que omite cualquier mención a los crímenes cometidos por los nazis, su hijo tiene ahora también el escrito que adjuntó su padre en el informe de desnazificación exigido por los Aliados para poder ser rehabilitado. En él relata los cargos que tuvo y dónde estuvo hasta su detención el 9 de mayo de 1945 y pide ser calificado como Mitläufer. Trabajó como jardinero en un cementerio en Heidelberg hasta que en 1949 volvió a ser juez.

Este nombramiento hizo que años después su nombre apareciera en el llamado Libro marrón en el que la República Democrática Alemana (RDA) denunciaba a casi 1.800 líderes económicos, políticos, generales y almirantes de la Bundeswehr y altos funcionarios por sus vínculos reales o supuestos con el régimen nazi. El Gobierno federal alemán desestimó el libro como “obra de propaganda comunista”. Sin embargo, Hans Gräser al ver su nombre ofreció prejubilarse, pero sus superiores no vieron motivo para su dimisión y siguió en su puesto.

¿Cuánto omitió de su historia? Es difícil de saber. Su familia quiere solicitar ahora al Archivo Federal de Alemania todos los documentos que haya para ver si lo que hay sobre él es lo mismo que ya saben o hay algo más. Ellos son de los alemanes que quieren saber. No todos quieren.

jueves, 15 de mayo de 2025

_ Un siglo de investigación sobre la felicidad condujo a un gran hallazgo

_ Muchos científicos creían que la felicidad era aleatoria, algo que les ocurría a las personas por sus genes o sus circunstancias. Pero décadas de estudio proponen algo distinto.

Mientras crecía en Maryland, Sonja Lyubomirsky podía ver que su madre era infeliz. Cuando Sonja tenía 9 años, sus padres trasladaron a la familia de Moscú, donde su madre enseñaba literatura en una secundaria, a Estados Unidos, con la esperanza de ofrecer a sus hijos más oportunidades. En su nuevo país, la madre de Sonja ya no podía dar clases, así que se dedicó a limpiar casas para ayudar a la familia a salir adelante. Echaba de menos su antigua carrera, añoraba su país natal, lloraba con frecuencia. Era infeliz a escala tolstoiana. Sonja comprendía su nostalgia y sus frustraciones, agravadas por un matrimonio miserable, pero seguía preguntándose: ¿eran los rusos menos felices que los estadounidenses? ¿Su madre estaba destinada a ser infeliz en cualquier lugar, o era el resultado de las circunstancias de la vida? ¿Qué podría hacer que alguien como su madre fuera más feliz, si no es que totalmente dichosa?

En 1985, Lyubomirsky partió a la universidad de Harvard, donde, según le recordó años más tarde su asesor, sacaba con frecuencia el tema de la felicidad, a pesar de que la especialidad de este era la psicología social del mercado de valores. En aquella época, el estudio de la felicidad distaba mucho de ser el megacampo del bienestar en que se ha convertido hoy. En la década de 1960, un investigador que hacía una rara incursión en el tema observó que se había avanzado muy poco en la teoría de la felicidad desde que Aristóteles la sopesara dos milenios atrás. Aquel trabajo concluía que la juventud y unas aspiraciones de vida modestas eran componentes clave de la felicidad (conclusiones puestas en duda posteriormente).

Muchos científicos de la época creían que la felicidad era esencialmente aleatoria: no era algo que cultivar, como un jardín, ni algo que alcanzar mediante el establecimiento y el logro de metas significativas. Era algo que les ocurría a las personas, en virtud de sus genes, sus circunstancias o ambas cosas. “Puede que intentar ser más feliz sea tan inútil como intentar ser más alto y, por tanto, contraproducente”, concluyeron los autores de un estudio de 1996.

Cuando Lyubomirsky llegó al posgrado de psicología social en Stanford en 1989, la investigación académica sobre la felicidad apenas empezaba a ganar legitimidad. Ed Diener, psicólogo de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, quien con el tiempo sería reconocido por su trabajo en este campo, esperó hasta obtener la titularidad antes de abordar el tema, a pesar de albergar un antiguo interés por él. Lyubomirsky también recelaba de elegir la felicidad como especialidad: era una mujer en el campo de la ciencia, deseosa de que la tomaran en serio, y todo lo relacionado con las “emociones” se consideraba algo blando. Sin embargo, el primer día de su posgrado en Stanford, en 1989, tras una enérgica conversación con su asesor, decidió centrarse en la felicidad.

Lyubomirsky empezó con la pregunta básica de por qué algunas personas son más felices que otras. Unos años antes, Diener había publicado un estudio sobre la investigación existente, en el que se mencionaban los tipos de comportamientos a los que parecían inclinarse las personas felices: la observancia religiosa, por ejemplo, o la socialización y el ejercicio físico. Pero los estudios, que a veces arrojaban resultados contradictorios, no llegaron a un consenso claro. La propia investigación de Lyubomirsky, a lo largo de muchos años, señaló la importancia de la mentalidad de una persona: las personas felices tendían a abstenerse de compararse con los demás, tenían percepciones más positivas de los demás, encontraban formas de sentirse satisfechas con una serie de opciones y no se detenían en lo negativo.

Pero Lyubomirsky sabía que no podía separar causa y efecto: ¿ser feliz fomentaba una mentalidad sana o adoptar esa mentalidad hacía a la gente más feliz? ¿Las personas como su madre estaban condenadas a vivir con su nivel natural de felicidad, o podían controlar su estado de ánimo, si solo supieran cómo? Aunque pudieras cambiar tu mentalidad, ese proceso parecía llevar mucho tiempo —la gente pasa años en terapia intentando (y a menudo fracasando) hacerlo— y Lyubomirsky se preguntó si había comportamientos más sencillos y fáciles que pudieran adoptar y que mejoraran rápidamente su sensación de bienestar. Decidió ponerlo a prueba.

Lyubomirsky empezó estudiando algunos de los hábitos y prácticas que se creía que mejoraban el estado de ánimo: los actos de bondad aleatorios y las expresiones de gratitud. Cada semana, durante seis semanas, hizo que los estudiantes realizaran cinco actos de bondad —donar sangre, por ejemplo, o ayudar a otro estudiante con un trabajo— y descubrió que eran más felices al final de ese periodo que los estudiantes de su grupo de control. Pidió a otro grupo de alumnos que contemplaran, una vez a la semana, las cosas por las que estaban agradecidos, como “mi mamá” o el “AOL Instant Messenger”. También ellos se sintieron más felices después de hacerlo que el grupo de control. Los cambios en el bienestar no fueron especialmente grandes en ninguno de los dos estudios, pero a Lyubomirsky le pareció extraordinario que una intervención tan pequeña y de tan bajo costo pudiera mejorar la calidad de vida de los estudiantes. En 2005, publicó un artículo basado en esos estudios en el que sostenía que las personas tenían un control considerable sobre su felicidad.

La investigación de Lyubomirsky salió a la luz justo cuando el campo de la psicología reconsideraba sus objetivos e incluso su finalidad. Cuando Martin Seligman, psicólogo de la Universidad de Pensilvania, tomó el timón de la Asociación Americana de Psicología en 1998, expresó su preocupación por el hecho de que él y sus colegas habían dedicado demasiado tiempo a centrarse en la disfunción y no el suficiente a fomentar la satisfacción vital; animó a sus colegas a perseguir “la comprensión y el desarrollo de las cualidades más positivas de un individuo: el optimismo, el valor, la ética laboral, la visión de futuro, las habilidades interpersonales, la capacidad de placer y perspicacia y la responsabilidad social”. Pidió que el campo volviera a sus orígenes, “que consistían en hacer que la vida de todas las personas fuera más plena y productiva”.

Los psicólogos atendieron el llamado y se lanzaron a nuevos campos de investigación, como el bienestar y la felicidad. Realizaron miles de estudios de intervención sobre la felicidad durante los 15 años siguientes: estudios sobre actos de bondad y gratitud, como el de Lyubomirsky, pero también estudios sobre sonrisas forzadas, estudios sobre “mirar el lado bueno de las cosas”, estudios sobre dietas y sobre meditación. Muchos de ellos parecían demostrar que la gente podía, de hecho, hacerse más feliz, pero la mayoría de los efectos eran pequeños, los resultados eran a corto plazo y las opciones parecían infinitas. Quienes aspiraban a una mayor felicidad podían incluso sufrir la paradoja de la elección: con el poco tiempo de que disponían, ¿debían dedicarlo a escribir un diario? ¿Practicar la gratitud? ¿A meditar? El público tendría que esperar otras dos décadas para que se abriera paso una respuesta más decisiva, dada por un investigador que dirigió el estudio sobre la felicidad más largo de la historia del campo.

En 2003, el psiquiatra Robert Waldinger aceptó un nuevo empleo en Harvard, donde llevaba tiempo afiliado, supervisando uno de sus proyectos de investigación más preciados. A Waldinger, psicoanalista de formación que más tarde se ordenaría sacerdote budista zen, siempre le habían preocupado las cuestiones “con sabor existencial”, razón por la cual, cuando la universidad le pidió que se encargara del estudio sobre el bienestar más prolongado de la historia de Estados Unidos, aceptó de buen grado. Se trataba de un estudio poco frecuente en el que se encuestara a las personas a lo largo de toda su vida, desde la juventud hasta la vejez, y que contenía pistas sobre las elecciones y circunstancias que llevan a las personas a mirar hacia atrás con pesar o satisfacción.

El estudio comenzó en 1938, en un intento de discernir los hábitos de los jóvenes sanos y saludables. Dos médicos que atendían a estudiantes de Harvard lo llevaban a cabo con una subvención de un magnate minorista del Medio Oeste, cuyo objetivo, según se le informó a Waldinger, era descubrir qué caracterizaba a un buen gerente de grandes almacenes. El objetivo de los investigadores, por el contrario, era invertir la trayectoria habitual de la investigación médica, que consistía en estudiar a quien estaba enfermo con la esperanza de encontrar formas de curarlo. En lugar de examinar a los pacientes después de que empezaran sus problemas, los médicos esperaban “intentar analizar las fuerzas que han producido hombres jóvenes normales”.

En busca de jóvenes que pudieran, como dijo un investigador, “remar en su propia canoa”, los dos médicos reclutaron a un grupo de 268 estudiantes de Harvard de las generaciones de 1939 a 1944, entre los que se encontraban John F. Kennedy y Ben Bradlee, futuro editor del Washington Post. Los estudiantes (todos ellos blancos) fueron seleccionados por sus decanos como modelos ejemplares. “Todos nosotros necesitamos más cosas que ‘hacer’ y menos que ‘no hacer’”, escribieron los médicos en un comunicado de prensa en el que anunciaban sus objetivos.

Los universitarios fueron estudiados desde todos los ángulos imaginables. Hablaron durante más de 20 horas con psiquiatras individualmente; se exploraron sus antecedentes familiares; se entrevistó a sus padres sobre sus debilidades infantiles, y se les sometió a un aluvión de pruebas fisiológicas. Se evaluó su tolerancia a la insulina, junto con su función respiratoria y cómo respondía su cuerpo cuando al pedirles que corrieran en una cinta caminadora hasta el punto de agotamiento. Se les midió de pies a cabeza en una búsqueda pseudocientífica de una conexión entre la forma del cuerpo y la personalidad. Una vez que dejaron la universidad, la mayoría de los hombres siguieron sometiéndose a reconocimientos médicos periódicos y rellenaron largos cuestionarios en los que se les preguntaba por su vida y su estado de ánimo; aproximadamente una vez por década, un investigador viajaba para entrevistarlos en persona.

En la década de 1970, los investigadores incorporaron al estudio a otro grupo de hombres: la llamada generación Glueck, 456 hombres, en su mayoría blancos, de la zona de Boston que procedían de entornos desfavorecidos. Sheldon Glueck, profesor de la Facultad de Derecho de Harvard, y su esposa, Eleanor, trabajadora social e investigadora, habían empezado a entrevistarlos cuando aún eran niños en 1939, con la esperanza inicial de comparar sus destinos con los de otro grupo de jóvenes de su comunidad que habían sido etiquetados como delincuentes juveniles.

Unos 30 años después de que se iniciara el estudio, el psiquiatra e investigador George Vaillant se había hecho cargo de él, desviando el énfasis de la búsqueda de las cualidades inherentes de aquellos considerados mejores y más brillantes hacia cuestiones más profundas sobre cuánto cambian las personas con el tiempo y qué las hace felices y saludables a largo plazo. La encuesta planteaba preguntas abiertas que captaban los cambios en la visión del mundo y el sentido del ser de los hombres. “Tengo un impulso, uno terrible”, dijo inicialmente un estudiante de Harvard al psiquiatra que lo entrevistó. “Siempre he tenido metas y ambiciones que iban más allá de cualquier cosa práctica”. Añadió que desconfiaba de los “liberales tramposos”, hasta el punto de que había destruido “propaganda” de la Unión Liberal de Harvard. A los 30 años, ese mismo hombre dijo que su objetivo ya no era “ser bueno en ciencia, sino disfrutar trabajando con la gente”. A los 50, había resuelto, según los investigadores, que “los pobres del mundo eran responsabilidad de los ricos del mundo”.

Muchos de los participantes en el estudio sirvieron en la Segunda Guerra Mundial; luego trabajaron en campos como la mercadotecnia, la albañilería, la banca, la promoción inmobiliaria y la mudanza de muebles. Sesenta y cinco años después de someterse por primera vez a la investigación, muchos de los participantes de Harvard y Glueck se encontraron en condiciones difíciles, mientras que otros continuaron disfrutando de vidas sin problemas. En 2001, cuando los hombres tenían entre 70 y 80 años, Vaillant publicó algunas de sus conclusiones más significativas: descubrió que, para ambas generaciones, uno de los mejores indicadores del bienestar general de los hombres en su vejez era lo felizmente casados que estaban a los 50 años.

Waldinger, que trabajó como terapeuta durante muchos años, siempre había pensado que su principal objetivo era ayudar a sus pacientes a tener una vida emocional más satisfactoria, permitiéndoles mantener relaciones significativas. Pero le fascinó comprobar que el estudio de Harvard corroboraba tan claramente su intuición. Cuando se le pidió que dijera de qué se arrepentía, un hombre respondió: “Ojalá hubiera pasado más tiempo con mi esposa. Murió justo cuando yo empezaba a reducir mi trabajo”. Cuando Waldinger se incorporó, una de sus primeras iniciativas fue ampliar el estudio para incluir a las esposas de los hombres de Harvard y Glueck. Una mujer de 80 años entrevistada dijo que desearía haber dedicado menos tiempo a enfadarse por “tonterías” y, en cambio, haberse centrado más en “pasar más tiempo con mis hijos, mi esposo, mi madre, mi padre”.

Waldinger sabía que estar casado estaba relacionado con el bienestar general, pero le intrigaban otros estudios más recientes que encontraron que el matrimonio por sí solo no era suficiente: lo que importaba era lo feliz que fuera el matrimonio. Waldinger decidió investigar por su cuenta: siguió a 47 parejas octogenarias del estudio durante un periodo de ocho días, anotando cuánto tiempo pasaba cada persona con su cónyuge y con sus amigos y familiares. Descubrió que, en el caso de los matrimonios felices, socializar con otras personas de su círculo contribuía a su felicidad. Sin embargo, si sufrían o estaban mal de salud, solo pasar tiempo con sus cónyuges parecía protegerlos de los efectos desalentadores del sufrimiento físico. Otras investigaciones que llevó a cabo descubrieron que las personas que obtenían las puntuaciones más altas en las medidas de apego a sus cónyuges eran también las que declaraban los niveles más altos de felicidad.

Waldinger, el cuarto responsable del estudio de Harvard, se sintió conmovido por la coherencia de su propia investigación y del trabajo que le precedió: los miles de cuestionarios, muestras de saliva, análisis genéticos, informes sobre el colesterol, historiales dentales, pruebas de cociente intelectual, entrevistas de amplio alcance y escáneres cerebrales. Mucho de ello se sumó a una idea clave: “El mensaje más claro que obtenemos de este estudio de 75 años es el siguiente: las buenas relaciones nos mantienen más felices y sanos. Y punto”, dijo en una charla TED en 2015. Lo que predecía el bienestar eran las relaciones sólidas y duraderas con los cónyuges, la familia y los amigos, basadas en una profunda confianza, y no los logros, la fortuna o la fama. A Waldinger le preocupaba que su gran revelación fuera tan intuitiva que se rieran de él en el escenario; en cambio, la charla es una de las más vistas de TED hasta la fecha, con más de 40 millones de visitas.

El trabajo de Waldinger se basaba en otras investigaciones destacadas sobre la felicidad y las relaciones que habían llamado la atención en el campo: Ed Diener y Martin Seligman descubrieron que las personas felices pasaban menos tiempo a solas a diario que las infelices, y un amplio estudio publicado en 2008 descubrió que las personas más comprometidas socialmente —que asistían a la iglesia, pertenecían a organizaciones— eran sistemáticamente más felices, al igual que quienes tenían grandes redes sociales.

Sin embargo, al mismo tiempo, la disciplina también reconocía los puntos débiles de sus métodos. El estudio de Harvard, como muchas otras investigaciones sobre la felicidad, planteaba la misma cuestión de causa y efecto que había atormentado a la psicología durante tanto tiempo: era difícil saber, por ejemplo, si los matrimonios felices hacían más felices a las personas al final de sus vidas, o si las personas felices simplemente eran más propensas a tener matrimonios felices. En muchos de los trabajos realizados por investigadores como Lyubomirsky, el tamaño de las muestras a menudo era demasiado pequeño para obtener conclusiones significativas, y los críticos de dentro y fuera del campo acusaban a las revistas de psicología de permitir a los investigadores demasiada discreción a la hora de analizar sus datos. Una nueva generación de psicólogos empezó a reexaminar las prácticas del campo y a tratar de demostrar, utilizando métodos más rigurosos y nuevas herramientas estadísticas, algunas de sus principales conclusiones.

Julia Rohrer, quien llegó como estudiante de posgrado al Instituto Max Planck de Berlín en 2016, formaba parte de esa nueva generación. Deseosa de que su trabajo tuviera un significado real, intentó encontrar una forma rigurosa de examinar la conexión entre la felicidad y las relaciones sociales. Tres años después de la charla TED de Waldinger, Rohrer analizó una encuesta en la que se pedía a casi 2000 alemanes que escribieran cómo creían que podrían ser más felices, o al menos igual de felices, en el futuro. Codificó las respuestas en “no sociales” (“conseguir un trabajo mejor”) o “sociales” (“pasar más tiempo con los amigos y la familia”). Rohrer descubrió que quien se proponía un objetivo social había dado más pasos hacia ese objetivo y era más feliz un año después. Llegó a la conclusión de que “las búsquedas socialmente comprometidas predicen aumentos en la satisfacción vital”, como dijo en la prestigiosa revista Psychological Science.

El trabajo de Rohrer se publicó más o menos al mismo tiempo que otros investigadores descubrían, en estudios de alta calidad y replicados, que incluso las interacciones sociales fugaces podían mejorar la felicidad. Nicholas Epley y Juliana Schroeder, ambos investigadores de la Universidad de Chicago, llevaron a cabo un experimento en el que pedían a la gente que interactuara con desconocidos en el transporte público —para intentar tener un momento de conexión— y descubrieron que los viajeros parecían mejorar su estado de ánimo con el ejercicio. La investigación de Epley y Schroeder y otros estudios han descubierto que las personas subestimaban lo mucho que disfrutarían de la experiencia y lo abiertos que estarían los desconocidos a ella.

Ese trabajo era importante más allá de la decisión sobre si hablar o no con un desconocido en un tren, dice Waldinger, quien considera que estos hallazgos son de los más útiles de los últimos años. “Tenemos esta reticencia innata a relacionarnos socialmente, sobre todo con desconocidos, y luego somos más felices cuando nos obligamos. Me parece algo realmente útil de saber”.

Encontrar un propósito en el servicio a los demás, pasar más tiempo con los demás… Todo apunta hacia lo mismo, afirma Lyubomirsky. “Después de todos estos años, me di cuenta”, dice. “La razón de que todas estas intervenciones funcionen es que hacen que la gente se sienta más conectada con los demás. Cuando escribo una carta de agradecimiento a mi madre, me siento más unida a ella. Cuando realizo un acto de bondad, me hace sentir más conectada con la persona a la que ayudo, o simplemente con la humanidad en general. Sí, podrías salir a correr, y eso te haría más feliz, y la meditación no tiene por qué girar necesariamente en torno a otras personas. Pero yo diría que el 95 por ciento de las cosas que son efectivas para hacer feliz a la gente, y que han demostrado ser ciertas mediante intervenciones sobre la felicidad, se deben a que hacen que las personas se sientan más conectadas con los demás”.

Aunque las redes sociales se han llegado a asociar con estados de ánimo negativos, la investigación sobre sus efectos en la felicidad es en realidad más variada, afirma Lyubomirsky, porque proporcionan cierto tipo de conexión. En su propia investigación, Lyubomirsky ha descubierto que cuando la gente habla con alguien —ya sea en persona, por teléfono o videochat—, esas simples interacciones parecen aumentar la felicidad por igual, y que todas ellas son preferibles a los mensajes de texto. “Quizá se deba a que nuestros cerebros no están hechos para ello”, afirma. A excepción del escroleo pasivo por las redes sociales, que a menudo inspira a los que lo hacen a comparar desfavorablemente sus propias vidas con las de quienes publican, cree que relacionarse con viejos amigos o con posibles nuevos amigos en las redes sociales es mejor que no relacionarse en absoluto.

Que los matrimonios y las relaciones familiares fuertes hacen más feliz a la gente, sí, es intuitivo, reconoce Lyubomirsky. Lo que le pareció más sorprendente fue lo eficaz que puede ser para la felicidad incluso tener pequeños puntos de conexión a lo largo del día, y lo factible que es, si la gente pudiera solo superar su vacilación. “Si alguien me preguntara qué es lo único que podrías hacer mañana para ser más feliz, mi respuesta sería: mantener una conversación con alguien, o una conversación más profunda de lo habitual”, afirma.

Hablar con desconocidos —en el tren, en una cafetería, en el parque infantil, en la cola de la oficina de tránsito, en la sala de espera de una consulta médica— podría descartarse como un ejercicio que simplemente hace pasar el tiempo. Pero también podría verse como una conmovedora reflexión de lo ansiosos que estamos todos, cada día, por conectar con otros seres humanos cuya interioridad, de otro modo, sería un misterio, individuos en cuyos rostros podríamos leer amenaza, juicio, aburrimiento o desconfianza. Hablar con desconocidos garantiza la novedad, posiblemente incluso el aprendizaje. Ofrece la promesa, cada vez, de una percepción inesperada.

Unas semanas después de hablar por primera vez con Waldinger por teléfono, volé a Florida, donde estaba pasando un mes con su esposa en la casa que un querido amigo le había prestado. Yo luchaba por salir de un bajón anímico que me sobrevino en las últimas semanas tras una lesión. Había subestimado enormemente la duración del trayecto en coche desde mi hotel hasta la casa, y recordé una investigación de hace una década según la cual por cada 10 minutos de tiempo extra de trayecto al trabajo, la probabilidad de tener síntomas de depresión aumenta en un 0,5 por ciento. Cuando llegué, estaba irritable y me dolía la espalda, hasta el punto de que durante los 10 primeros minutos de nuestra conversación sentí una doble conciencia: escuchaba a la vez que pensaba en mi dolor, controlaba su nivel, preocupada de que solo aumentara.

En un patiecito junto a una piscina muy pequeña, Waldinger y yo hablamos del auge de la industria de la felicidad —los innumerables pódcasts, conferencias, libros de superventas— y de su propio papel en ella. Piensa mucho en cómo mantener su propia felicidad cuando se convierte en una especie de influente, alguien llamado a viajar por todo el mundo para hablar de la felicidad en conferencias, a veces ante multitudes de personas muy ricas, repitiendo las mismas frases y dando los mismos consejos sobre relaciones profundas.

Como sacerdote zen, alguien acostumbrado a reconocer su lugar en el mundo, Waldinger es plenamente consciente de la tensión entre alcanzar un estatus y realizar un trabajo que exige humildad. Antes de convertirse en director del estudio de Harvard, abandonó un trabajo de alto nivel como director de formación y educación en el Centro de Salud Mental de Massachusetts, tras decidir que el prestigio del cargo no compensaba su falta de entusiasmo por el trabajo administrativo que exigía. A los 45 años, empezó de nuevo, al aceptar un importante recorte salarial para dedicarse a un trabajo que le resultaba más satisfactorio: trabajar bajo la dirección de Stuart Hauser, psiquiatra reconocido por su labor en el desarrollo adolescente. Ese paso profesional, por supuesto, condujo a Waldinger al estudio de Harvard y al trabajo que ha catapultado su visibilidad mucho más allá de la de su carrera anterior.

Reflexionó con honestidad sobre lo mucho que piensa en mantener su nueva fama en perspectiva. “Lucho con la sensación de que es importante”, me dijo, mientras estábamos sentados frente a unos sandwiches de pavo que había preparado su esposa; normalmente, ambos almuerzan juntos, un pequeño momento de conexión que empezaron a compartir durante la pandemia. El trabajo es significativo, dijo; era el sentimiento de gratificación del ego lo que le costaba. “Parece importante”, dijo. “Pero en realidad no lo es. Trabajo en un hospital en el que todas las fuentes de agua llevan el nombre de alguien que quizá fue famoso en su día. Pero ahora nadie sabe quiénes son”. Las insignias de los logros son la parte menos importante de quien es, intenta recordarse a sí mismo. Porque, si no, ¿quién será cuando dejen de llamarle del New York Times, de Aspen, de TED?

Incluso al saber que Waldinger era un sacerdote budista, en cierto modo me sorprendió la rapidez con la que nuestra conversación dejó atrás el debate sobre la investigación y se adentró en algo que me pareció honesto y reconfortante. Cuando por fin nos despedimos tras unas horas de charla, casi siempre al sol, me fui con la sensación de haber conectado con quien, unas horas antes, era un desconocido. Al subir al coche y recordar mis preocupaciones sobre mi espalda, me di cuenta de que era innegable: me sentía mejor.



miércoles, 14 de mayo de 2025

Cómo conseguir que un niño mejore su comprensión lectora: técnicas que funcionan (y otras que hay que evitar)

Estudiantes de sexto y quinto de primaria leen en clase, este lunes, en la escuela La Gavina, en Picanya, Valencia.
El 25% de los estudiantes españoles entre los 9 y 25 años no alcanzan el nivel mínimo de competencia lectora, según el informe PISA. Y es un problema, porque lastra su trayectoria académica y profesional.

Pero hay solución: el neurociéntifico y psicólogo cognitivo Héctor Ruiz Martín explica qué técnicas funciona y cuáles no, según la ciencia, para que niños y adolescentes entiendan bien lo que leen.

Aprender siete palabras relativamente cultas a la semana. Adquirir nuevo vocabulario es importante porque si se desconocen más del 2% o el 5% de las palabras de un texto, la comprensión lectora se ve notablemente mermada. Leer en pareja, donde un estudiante es más competente que el otro. Ambos empiezan a leer en voz alta simultáneamente, de forma que el más avanzado sirve de apoyo al otro.

Promover la lectura fuera del aula. Hay varias estrategias que funcionan, como seguir leyendo con ellos en casa en voz alta. 

¿Y qué es lo que no funciona?

La lectura en voz alta por turnos, ya que los lectores competentes tienden a aburrirse, y los que tienen dificultades lo pasan muy mal. Que cada estudiante lea en silencio sin ninguna actividad posterior: los buenos lectores lo aprovechan, pero no es útil para quienes necesitan mejorar.

Los estudiantes que, pese a saber leer, no tienen una comprensión lectora mínimamente aceptable son más de lo que suele pensarse. Entre el 5% y el 10% del alumnado padece dificultades congénitas (dislexia del desarrollo) y requieren más apoyo. Pero muchos otros que no las sufren tampoco alcanzan un desempeño adecuado. Tanto a los 9 años como a los 15, el 25% de los chavales españoles no alcanzan el nivel mínimo de competencia lectora, según las evaluaciones internacionales PIRLS y PISA, lo que lastra su trayectoria académica y profesional. El neurociéntifico y psicólogo cognitivo Héctor Ruiz Martín acaba de publicar ¿Cómo aprendemos a leer? Y cómo enseñar a leer según la ciencia (International Science Teaching Foundation). Un libro que analiza cómo descodifica y comprende el cerebro humano los textos, y en el que ofrece a los chavales, a sus familias y a la escuela información sobre qué técnicas funcionan y cuáles no para que los estudiantes aprendan a leer bien y puedan enfrentarse, a medida que avanzan en las etapas educativas, a obras cada vez más complejas. El libro se basa en los hallazgos de más de 400 investigaciones que han abordado en profundidad la cuestión en las últimas décadas. Pese a ello, no es raro encontrar en las aulas ejemplos de técnicas que la ciencia no aconseja ―como la lectura por turnos en voz alta―, mientras otras que dan mejor resultado ―como un método específico de lectura por parejas― resultan bastante desconocidas.

El lenguaje oral es, según definición del psicólogo evolutivo estadounidense David Geary, un conocimiento “biológicamente primario”. Su aprendizaje en la primera infancia se produce de forma aparentemente espontánea, simplemente por la inmersión de los niños en una comunidad de hablantes. Ello sucede porque el cerebro cuenta con unas estructuras especializadas (entramados neuronales) destinadas a incorporar esa habilidad. Se trata de una característica que acompaña al homo sapiens desde sus orígenes, hace unos 200.000 años, y es producto de un proceso evolutivo que empezó seguramente con nuestros antepasados homínidos y se fue perfeccionando por la ventaja adaptativa que proporciona. La lectura y la escritura son, en cambio, un invento cultural muy reciente, y forman parte de lo que Geary llama conocimientos “biológicamente secundarios”. El cerebro no cuenta, en cambio, con mecanismos especializados para aprender a leer, pero consigue hacerlo, con esfuerzo, gracias a su plasticidad. La diferencia es importante, dice Ruiz, porque algunas corrientes educativas abogan por exponer a los niños y niñas al lenguaje escrito, sin llevar a cabo una enseñanza expresa, en la creencia de que aprenderán a descifrarlo como hacen con la lengua oral, algo que carece de base científica. Una parte de los chavales logrará aprender así, pero en realidad, añade el psicólogo, lo harán más bien a pesar del método.
 
Alumnas leyendo en la escuela La Gavina, en Picanya, Valencia.
Alumnas leyendo en la escuela La Gavina, en Picanya, Valencia. Mònica Torres

Las investigaciones muestran que el aprendizaje de la lectura empieza por el lenguaje oral, y lo que se ha dado en llamar conciencia fonológica. Los niños tienen que darse cuenta de que el flujo lingüístico continuo que escuchan está formado, en realidad, por unidades más pequeñas, la palabra, la sílaba y el fonema (los sonidos del habla son limitados; entre 20 y 40 en casi todas las lenguas). Y una vez que son capaces de descomponerlos (saber que ‘sal’ está formada por los sonidos ‘s’, ‘a’, ‘l’) pueden aprender a representarlos con letras, escribirlos y leerlos.

Liberar la atención
El siguiente paso, que se logra por medio de la práctica, consiste en ir mejorando el proceso de descodificación hasta automatizarlo. Lograrlo, explica el psicólogo cognitivo, permite al nuevo lector liberar la llamada memoria de trabajo ―“el espacio mental en que sostenemos la información a la que estamos prestando atención en cada instante”― y poder centrarla en comprender los mensajes que está leyendo. La suma de fluidez en la descodificación y comprensión lingüística conducen, simplificando, a una buena comprensión lectora.

Ambos elementos resultan necesarios. “Si no hay automatización en la descodificación, es muy probable que al lector le resulte costoso cognitivamente leer, lo cual no le ayudará a disfrutar de la lectura. Y ello, sumado a las dificultades para comprender lo leído, repercutirá negativamente en su motivación para leer”, afirma Ruiz. Alcanzar dicha fluidez no es, sin embargo, suficiente. Alguien puede no comprender un texto por no tener unos conocimientos mínimos sobre el tema ―muchos lectores españoles se perderían, por ejemplo, leyendo la crónica de un partido de béisbol―. Y hay que contar, además, con un vocabulario lo bastante amplio para no estar tropezando continuamente durante la lectura. Varias investigaciones ―como la publicada en 2011 por Norbert Schmitt, profesor emérito de lingüística aplicada en la Universidad de Nottingham, Reino Unido― sugieren que si se desconocen más del 2% o el 5% (según los autores) de las palabras de un texto, la comprensión lectora se ve notablemente mermada, y se tiende a perder la motivación para seguir leyendo.

La amplitud del vocabulario de los niños es muy desigual. La marca, de entrada, el nivel socioeconómico y educativo de sus padres (las diferencias ya se observan a los tres años). Ese desequilibrio léxico es uno de los factores que están detrás de lo que los investigadores han bautizado como crisis de cuarto de primaria. A los 9 o 10 años casi todos han aprendido a automatizar la descodificación. Pero los que conocen más palabras están motivados para leer y tienden a hacerlo más, lo que les lleva a volverse más expertos y seguir ampliando la brecha con sus compañeros menos aventajados, que, en paralelo, van sintiendo un creciente desapego hacia la lectura. La psicología del aprendizaje llama efecto Mateo a este proceso por la frase bíblica: “Al que más tiene, se le dará, y al que menos tiene incluso se le quitará”―. Un estudio clásico mostró que a los 10 años los lectores más voraces leen hasta 4 millones de palabras al año, mientras que los menos inclinados a hacerlo leían 60.000 (el artículo fue publicado en 1988 por el psicólogo de la educación Richard C. Anderson, y es probable que las cifras hayan variado por los cambios en los hábitos lectores, pero la diferencia entre lo que leen los chavales sigue siendo sin duda enorme).

Aprender palabras de forma explícita
Para compensar la desigualdad por razones familiares, Ruiz plantea, según lo que han mostrado algunas investigaciones, que aparte de las palabras que los chavales aprenden de forma natural y practicando solos la lectura ―deduciéndolas del contexto o consultando su significado―, la escuela les enseñe de forma explícita siete palabras nuevas de registro relativamente culto a la semana. Eso haría unas 350 al año y 3.500 a lo largo de la escolaridad obligatoria, lo que según dichas investigaciones tiene un impacto “relevante” en la comprensión lingüística. Las palabras ―según una clasificación popularizada por expertas como Isabel L. Beck, de la Universidad de Pittsburgh― pueden dividirse en tres grupos. El primero está formado por las de uso más común, que el hablante de una lengua normalmente conoce, como casa, rápido, o pensar. El grupo III lo integran palabras específicas de ciertas disciplinas, como célula o antonomasia, que los chavales aprenden en las asignaturas correspondientes. La propuesta de Ruiz se dirige por ello a las del grupo II, más sofisticadas que las del primer grupo, pero lo bastante habituales en la lengua escrita (en obras literarias, artículos de prensa o ensayos) como para condicionar la comprensión lectora, como exhausto, indulgente, buque o atribular. No vale la pena, añade, perder mucho tiempo en discutir si una palabra forma o no parte del grupo II, ya que se trata de una clasificación flexible. La idea no es que las aprendan memorizando su definición del diccionario, sino utilizándolas en diversas actividades.

El psicólogo recomienda varias estrategias para promover la lectura fuera del aula. Entre ellas: recomendarles lecturas y permitir también que los chavales las escojan, pero manteniendo un grado de asesoramiento para que su complejidad les suponga un reto y al mismo tiempo no los desmotive―; evitar darles algo a cambio de leer ―algunas investigaciones apuntan que puede ser contraproducente, por ejemplo, en caso de chicos que ya leían, si dicha recompensa se implanta y después se retira―; facilitar el acceso a los libros ―a través, por ejemplo, de una buena biblioteca escolar―; o seguir leyendo con ellos en casa en voz alta, aunque ya sepan hacerlo ―para darles un modelo de lectura fluida y tener la oportunidad de comentar con ellos lo leído, trabajando así la comprensión―.

Técnicas tradicionales poco efectivas
Algunas de las técnicas tradicionalmente usadas en clase para enseñar a leer, resultan, según las investigaciones, poco recomendables. Es el caso de la lectura en voz alta por turnos ―los lectores competentes tienden a aburrirse, y los que tienen dificultades lo pasan muy mal, y lo habitual es que una parte de la clase desconecte cuando no le toca leer―. O que cada estudiante lea en silencio su propio libro sin ninguna actividad posterior ―los buenos lectores lo aprovechan, pero no es tan útil para quienes más necesitan mejorar, que en algunos casos pueden limitarse a simular que leen y sentirse frustrados por no poder hacer lo mismo que sus compañeros―.

La ciencia sí respalda, en cambio, señala Ruiz, varias técnicas (orientadas sobre todo a la primaria), como la lectura pareada. Se forma una pareja con un estudiante más competente que el otro (lo ideal es que el primero sea de un curso superior, para evitar avergonzar al que menos sabe). Ambos empiezan a leer en voz alta simultáneamente, de forma que el más avanzado sirve de apoyo al otro. Cuando este quiere continuar solo, toca la muñeca de su compañero, para que lo siga en silencio. Y el más competente solo vuelve a leer en voz alta cuando se le vuelva a hacer un gesto o vea que su compañero se atasca. Otra técnica efectiva es la lectura repetida, en la que los chavales leen un texto varias veces hasta hacerlo con soltura. Lo ideal, dice el psicólogo cognitivo, es darle un propósito, como exponer la lectura al final en público (o a otra persona), para lo cual pueden usarse poemas o textos teatrales. Y, también en este caso, los chavales pueden practicarlo por parejas o en grupos pequeños, potenciando así una vertiente social de la lectura que también facilita el aprendizaje.

Hay maneras de hacer más eficaz la lectura en silencio de toda la clase, prosigue Ruiz. Como ofrecer a los chavales un trueque: dicho rato de lectura, que puede ser media hora, se les ofrece como alternativa a tiempo de clase estándar, reforzando la idea de la lectura como una actividad vinculada al disfrute. Pero a cambio se les pide que al terminar demuestren que efectivamente han leído ―por ejemplo, rellenando un breve cuestionario, que según explica Ruiz diversas plataformas proporcionan para cientos de libros, organizados por capítulos, y apenas lleva dos o tres minutos completar―. Entre los métodos que según la ciencia dan buenos resultados figura también la llamada lectura coral. En ella se elige un texto de 200 o 300 palabras, el maestro adelanta el vocabulario que puede resultar más complicado, y tras hacer él una primera lectura, que los estudiantes siguen en silencio, se repite con toda la clase (incluido el maestro) leyéndolo en voz alta al unísono.

martes, 13 de mayo de 2025

_- 5 maneras de distinguir una obra maestra original de una falsa

Asistentes de una galería sostienen una obra del artista español Pablo Picasso titulada 'Femme au beret et a la robe quadrillee' (Marie-Therese Walter) con un precio estimado en torno a los US$50 millones.

Fuente de la imagen,Getty Images

Pie de foto,

Asistentes de una galería sostienen una obra original del artista español Pablo Picasso.

Cuando se trata de falsificación y plagio parece no haber nada nuevo bajo el sol.

Recientes revelaciones, que van desde el descubrimiento de un taller de falsificación de arte en Roma hasta la acusación de que una obra maestra barroca en la Galería Nacional de Londres no es más que una burda imitación, no hacen otra cosa que recordarnos que la duplicidad en el mundo del arte tiene una larga historia.

La noticia de la confiscación de más de 70 obras de arte fraudulentas en un laboratorio clandestino en Roma fue seguida del lanzamiento del libro NG6461: The Fake Rubens (NG6461: El falso Rubens), de la autora Euphrosyne Doxiadis, que asegura que la Galería Nacional de Londres tiene un cuadro que no es en absoluto lo que parece.

La conclusión de Doxiadis reafirma aquella alcanzada en 2021 por la compañía suiza Art Recognition, que determinó mediante el uso de la inteligencia artificial que había una probabilidad del 91% de que la obra "Sansón y Dalila", un óleo sobre madera atribuido al maestro Peter Paul Rubens, fuera creada por alguien que no era Rubens.

El óleo "Sansón y Dalila", atribuido al pintor flamenco Peter Paul Rubens, en la Galería Nacional de Londres.

Fuente de la imagen

Pie de foto,
Pie de foto,
El óleo "Sansón y Dalila", atribuido al pintor flamenco Peter Paul Rubens, en la Galería Nacional de Londres.

La afirmación de la experta de que la pincelada que vemos en el cuadro de Rubens es burda y totalmente incompatible con la fluidez de su mano es fuertemente cuestionada por la Galería Nacional, que se mantiene firme en su atribución. La divergencia de opiniones entre los expertos del museo y aquellos que dudan de la autenticidad de la obra abre un espacio interesante para reflexionar sobre el valor y mérito artístico. ¿Existe legitimidad en la falsificación? ¿Pueden las falsificaciones ser obras maestras?

A medida que se aplican herramientas de análisis más sofisticadas a pinturas y dibujos cuya legitimidad ha estado en duda, así como a aquellas cuya validez nunca han sido cuestionadas, es probable que los debates sobre la integridad de los iconos culturales se aceleren.

Lo que sigue son 5 reglas simples para detectar una obra maestra falsa.

1. Los pigmentos

Los pigmentos anacrónicos te delatarán en todo momento.

Estos han sido la perdición del falsificador de arte alemán Wolfgang Beltracchi y su esposa Helene, que consiguieron vender obras maestras modernistas improvisadas por millones de dólares antes de que el descuido de usar pintura prefabricada en sus audaces paletas sellara su destino.

"Barcazas en el Támesis", de André Derain, de 1906.

"Barcazas en el Támesis", de André Derain, de 1906.

Fuente de la imagen,Getty Images


Pie de foto,
André Derain, el autor de obras reconocidas como "Barcazas en el Támesis", fue plagiado por el falsificador de arte alemán Wolfgang Beltracchi.

Beltracchi, cuyo modus operandi era crear "nuevas" obras de numerosos artistas -desde Max Ernst hasta André Derain- en lugar de recrear las perdidas, siempre tuvo cuidado de mezclar sus propias pinturas para asegurarse de que solo contuvieran ingredientes disponibles para el artista por el que estuviera tratando de hacerse pasar.

Solo resbaló una vez. Y eso fue suficiente.

Al fabricar un disparatado paisaje rojo de caballos en rompecabezas, que atribuyó al expresionista alemán Heinrich Campendonk, Beltracchi echó mano de un tubo de pintura ya preparado que contenía una pizca de blanco de titanio, un pigmento relativamente nuevo, al que Campendonk no habría tenido acceso.

Era todo lo que necesitaban los investigadores para demostrar que la obra vendida por unos US$3 millones era falsa.

Los artistas pueden ser visionarios, pero no son viajeros en el tiempo.

2. El pasado de la obra

Es edificante creer que el valor de una persona no está ligado a su pasado. No ocurre lo mismo con el arte.

Un cuadro, una escultura o un dibujo sin una historia no es, por desgracia, más inspirador. Más bien, es sospechoso. O, mejor dicho, debería serlo. Y con demasiada frecuencia, la codicia puede interferir en la claridad de la evaluación de la autenticidad de un cuadro o una escultura.

Las cosas tienen las historias que queremos que tengan. Ese fue ciertamente el caso de una serie de Vermeers falsos que salieron del taller del retratista holandés Han van Meegeren, uno de los falsificadores más prolíficos y exitosos del siglo XX.

Una visitante contempla las obras de Han van Meegeren (1889-1947), el 11 de mayo de 2010, en el Museo Boijmans Van Beuningen de Róterdam.

Una visitante contempla las obras de Han van Meegeren (1889-1947), el 11 de mayo de 2010, en el Museo Boijmans Van Beuningen de Róterdam.

Fuente de la imagen,Getty Images


Pie de foto,
Tras engañar al mundo del arte, el falsificador de las obras de Johannes Vermeer consiguió su propia exposición titulada "Los Vermeers falsos de Van Meegeren".

Desesperados por creer que los lienzos de Vermeer que aparecieron milagrosamente, incluyendo una representación de "Cristo y los hombres de Emaús", pudieran ser obras maestras perdidas de la misma mano que creó "La joven de la perla" y "La lechera", los coleccionistas ignoraron la flagrante ausencia de cualquier rastro de la procedencia de las pinturas: su propietario anterior, historial de exposiciones y comprobante de venta.

Todos fueron engañados.

Pero, en un giro notable, después de ser acusado por las autoridades holandesas del delito de vender un Vermeer -por lo tanto, un tesoro nacional- al funcionario nazi Hermann Göring, Van Meegeren decidió exponerse como un estafador poco después del final de la Segunda Guerra Mundial.

Para demostrar su inocencia -si se le podría llamar inocencia- y demostrar que simplemente había vendido una falsificación sin valor de su propia serie, Van Meegeren realizó la extraordinaria hazaña de crear una obra maestra fresca de la nada ante los ojos asombrados de los expertos.

Voilà, un Vermeer.

3. La presión del trazo

Los gestos de los artistas -sus pinceladas y sus trazos-, estudiados e instintivos al mismo tiempo, son las huellas dactilares escritas sobre lienzos.

La ligereza de los trazos de un artista y la rigidez de los de otro son extremadamente difíciles de falsificar, especialmente si eres consciente de que cada contracción del pincel será examinada por ojos sospechosos y equipos de vanguardia.

Trabajar la presión del trazo bajo presión es algo difícil de hacer. El falsificador británico Eric Hebborn -quien murió en circunstancias sospechosas en Roma en 1996 después de una carrera falsificando más de 1.000 obras- superó este obstáculo con el alcohol.

Una asistente de galería examina la obra "Figuras adorando a un ídolo pagano", que se cree fue creada originalmente por el falsificador británico Eric Hebborn, pero que recientemente se ha comprobado que esto es incorrecto.

Una asistente de galería examina la obra "Figuras adorando a un ídolo pagano", que se cree fue creada originalmente por el falsificador británico Eric Hebborn, pero que recientemente se ha comprobado que esto es incorrecto.

Fuente de la imagen,Getty Images


Pie de foto,
La fluidez del trazo en las obras falsificadas por Hebborn sigue confundiendo hasta a los expertos. 

Según todos los relatos, el brandy era la herramienta de Hebborn para calmar sus nervios. Ello le permitió habitar sin inhibiciones la mente y el músculo de cualquier viejo maestro que estuviera interpretando.

Mientras que las falsificaciones en manos de los falsificadores Beltracchi y Van Meegeren están plagadas de gestos incoherentes, la fluidez de los dibujos falsificados por Hebborn sigue confundiendo a los expertos.

Hasta el día de hoy, las instituciones que poseen obras que pasaron por sus manos se niegan a aceptar que todas son falsas.

4. La biografía del autor

Cuando el análisis de los pigmentos, la procedencia y la presión del pincel todavía te dejan perplejo, puede ser necesario profundizar un poco más.

Durante 20 años, desde la década de 1990, la autenticidad de una obra de una naturaleza muerta supuestamente de Vincent van Gogh ha sido confirmada y refutada una y otra vez por los expertos.

Para algunos, los rojos abrasadores y azules submarinos que resonaban inquietantemente en el ramo de rosas, margaritas y flores silvestres no tenían el timbre de la verdad y parecían casar con la paleta del pintor.

La ausencia registros de propiedad de la pintura no ayudó.

Este cuadro de Van Gogh ocultaba otro en su interior.

Fuente de la imagen,Getty Images


Pie de foto,
Este cuadro de Van Gogh ocultaba otro en su interior. 

Pero una radiografía realizada en 2012 descartó las dudas cuando reveló que el artista reutilizó un lienzo con el que había creado otra obra, algo a lo que hizo referencia explícita en una carta de enero de 1886.

"Esta semana", le comentó Van Gogh a su hermano Theo, "pinté una obra enorme con dos torsos desnudos, dos luchadores... y me gusta mucho hacerlo".

La lucha estática de los dos atletas atrapados en la pintura durante más de un siglo no sólo rescató la obra de las acusaciones injustas de ilegitimidad, sino que creó una especie de cuadro compuesto fresco, una impresión vívida y desesperada por sobrevivir.

5. La escritura

La última garantía para autentificar una obra de arte es el corrector ortográfico.

Eso le habría ahorrado al coleccionista Pierre Lagrange US$17 millones, el precio que pagó en 2007 por una falsificación de una pequeña pintura de 30x46 cm atribuida falsamente al expresionista estadounidense Jackson Pollock.

Famoso por su estilo goteante, Pollock tiene una firma sorprendentemente legible, una inconfundible "c" antes de la "k" final. Una consonante omitida haría más que exponer la falsificación: destrozaría la reputación de toda una galería.

Un visitante frente a la obra de Jackson Pollock en el Instituto de Arte de Chicago, Chicago, Illinois, Estados Unidos, el 17 de octubre de 2022.

Un visitante frente a la obra de Jackson Pollock en el Instituto de Arte de Chicago, Chicago, Illinois, Estados Unidos, el 17 de octubre de 2022.

Fuente de la imagen,Getty Images


Pie de foto,
Un error en la firma de una falsificación del expresionista Jackson Pollock destrozó la reputación de una prestigiosas galería de arte.

La firma descuidada fue solo una de las muchas 'banderas rojas' halladas en obras atribuidas falsamente a Rothko, De Kooning, Motherwell y otros que la galería Knoedler&Co, una de las instituciones de arte más antiguas y estimadas de Nueva York, logró vender por US$80 millones.

Las obras fraudulentas habían sido suministradas por un traficante dudoso que afirmaba que venían de un enigmático coleccionista, "Mr X". Justo antes de que el escándalo estallara en la prensa, la galería cerró sus puertas después de 165 años.

El presunto autor de las falsificaciones, un septuagenario chino autodidacta llamado Pei-Shen Qian, que había operado desde un taller de falsificación en Queens, Nueva York desapareció. Más tarde apareció en China.

lunes, 12 de mayo de 2025

La Universitat de València organiza una jornada sobre antigitanismo y “racismo opaco”. El genocidio nazi contra el pueblo romaní sumó medio millón de muertes

Fuentes: Rebelión [Imagen: genocidio romaní - wikipedia]


El informe 2024 Discriminación y Comunidad Gitana, de la Fundación Secretariado Gitano, destaca la atención de 384 casos de discriminación durante 2023; la mayoría de estos, 136, corresponde al discurso de odio en Internet y las redes sociales; seguido de la denegación del acceso a restaurantes, bares, discotecas o piscinas (65); y la discriminación y antigitanismo en los medios de comunicación (63).

Además Secretariado Gitano ha recogido 32 ejemplos de barreras en el acceso al empleo e igualdad de oportunidades; 28 casos de dificultades para alquilar una vivienda por prejuicios; 27 casos de discriminación hacia el alumnado gitano; y 11 paradas e identificaciones policiales por perfil étnico.

La llegada del pueblo gitano al estado español se produjo hace cerca de 600 años; actualmente continúan dándose muestras de discriminación y rechazo; en este contexto, el Aula d’Història i Memòria Democrática de la Universitat de València (UV) organizó el 20 de febrero una jornada sobre Antigitanismo, un racismo opaco: del genocidio nazi a la España franquista.

Otro acto programado por la UV es la proyección del filme Tiefland, estrenado en febrero de 1954 con la dirección de la cineasta y actriz alemana Liene Riefenstal; a la realizadora germana se le ha considerado una propagandista del III Reich; Tiefland “se rodó con la participación forzada de personas gitanas deportadas desde campos de concentración nazis”, detalla la nota informativa de la UV.

En el acto convocado por la UV participó, asimismo, la catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Sevilla, María Sierra, quien se ha dedicado durante la última década al estudio del pueblo gitano, los tópicos racistas y los procesos de racialización en el estado español y Europa.

María Sierra es autora de Holocausto gitano. El genocidio romaní bajo el nazismo (Ed. Arzalia, 2020); “Aunque aún no está definitivamente determinado el número de víctimas de esta persecución, se estima que en torno a medio millón de personas consideradas zigeuner (gitanas) murieron en los campos de concentración nazis, los guetos o víctimas de los fusilamientos masivos ejecutados por las fuerzas especiales”.

La historiadora señala el ejemplo de Rosa Mettbach, austriaca y de familia sinti (comunidad gitana mayoritaria en Alemania); fueron sometidos a reclusión en el campo de internamiento nazi de Lackenbach, donde se encerraba a personas gitanas austriacas; Rosa Mettbach logró escapar, pero de nuevo fue capturada y enviada a Lackenbach; pasó además por los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau (Polonia) y Ravensbrück (norte de Alemania).

La mujer resistente salvó la vida, pero no se libró de la realización de trabajos forzados ni de las torturas; su madre, hermana y sobrinos perdieron la vida en el gueto de Lodz (Polonia ocupada por el III Reich).

“La operación de liquidación sistemática de la población romaní europea que ideó y efectuó el nazismo sólo se entiende cabalmente si se inscribe en la historia del antigitanismo, un fenómeno complejo que tiene una trayectoria tan larga como la historia del pueblo roma en el mundo occidental”, escribe María Sierra.

La historiadora detalla también precedentes de discriminación, como los ocurridos en el estado español durante el reinado –en el siglo XV- de los reyes católicos:

“Igual que sucedió con otras minorías -judíos y moriscos-, los gitanos fueron amenazados de expulsión; en caso de querer permanecer en tierras españolas, una Pragmática de 1499 los obligaba a abandonar su lengua e indumentaria y someterse a la obediencia de algún señor”.

A estos casos de represión se suman otros como los desplegados -también en España, a mediados del siglo XVIII- por el monarca Fernando VI de Borbón: mediante una Orden de 1749 dispuso la captura de toda la población gitana del país (la gran redada).
 
Pero los precedentes no se limitan al estado español; así, en el ámbito alemán, Franfcfort determinó la expulsión de la población romaní en 1449 y en otras ciudades germanas sólo les fue permitida la acampada en la periferia; Holocausto gitano detalla el extremo al que se llegó en algunos territorios, como Sajonia, donde el príncipe elector los sancionó con la pena capital.
 
María Sierra se encargó de la edición del libro de memorias Philomena Franz. Entre el amor y el odio. Una vida gitana (Ed. Xordica, 2021); Philomena Franz estuvo en el campo de extermino de Auschwitz, entre otros, y sobrevivió a las matanzas de la población gitana durante el nazismo; en estos centros pereció una parte de la familia de esta escritora sinti, nacida en 1922 en Biberanch an der Rib (Baden-Wurtemberg, Alemania).
 
“En 1938 el régimen nazi expulsó a los gitanos del sistema educativo alemán y Philomena tuvo que abandonar la escuela secundaria para pasar a ser una trabajadora obligada en una fábrica de municiones. Después llegarían los estudios científicos raciales del nazismo, que clasificaron a los gitanos como inferiores y asociales”, se subraya en Entre el amor y el odio.
 
Cuando Philomena Franz ingresó en Auschwitz, en marzo de 1943, fue marcada con la letra Zeta (zigeuner, gitano) y el guarismo 10.500; entre sus experiencias figura la de permanecer en una fila a la espera de una posible gasificación.

En 2018 María Sierra publicó en la revista Ayer el artículo Historia gitana: enfrentarse a la maldición de George Borrow. Sobre las iniciativas racistas emprendidas por el nazismo contra la población romaní, escribe:

“Estuvo tan llena de inconsistencias como para albergar un proyecto (del Propio Himmler, jefe policial en la Alemania nazi) de reserva en la que guardar, cual curiosidad étnica, a unos cuantos clanes puros de gitanos-sinti alemanes, a los que protegería la paradoja de su origen ario”.

Ello no obsta para que se impusieran los baldones de asocial y vago (el calificativo de zigeuner); de hecho, concluye María Sierra, “fue lo que primó y llevó a la muerte al 70-80% de los romaníes (sin consideración de su mayor o menor pureza)”.Hitler llegó al extremo, pero las persecuciones pueden rastrearse desde la llegada de las comunidades gitanas a Europa y América.