Carme Ruscalleda fue, en 2005, la primera cocinera española en conseguir tres estrellas Michelin. En las guías 2015 de España y Tokio ha revalidado su tesoro estelar: tres en su restaurante Sant Pau de la localidad costera barcelonesa de Sant Pol de Mar, dos en el Sant Pau de Tokio y otras dos en Moments, su espacio gastronómico en el hotel Mandarin Oriental de Barcelona. Con siete brillos, vuelve a ser este año la cocinera con más estrellas del mundo. Pero no se le suben a la cabeza. Trabajar, trabajar y trabajar es el lema de esta chef autodidacta que, como ella misma dice, lleva en su ADN el Mediterráneo.
“Me siento como todas las personas que aman su trabajo y disfrutan. No pienso en premios ni en galardones. Cuando sale el tema porque alguien me lo comenta me digo: ‘Ostras, lo que hemos conseguido…’. Pero no me quita el sueño, lo que me lo quita es poder hacer un trabajo digno, el trabajo que el cliente espera. Muchas veces hace hucha o muchos kilómetros para venir a mi restaurante, entonces lo que más me place es llenar sus expectativas, lograr que sea feliz".
Precisamente uno de sus libros de más éxito se titula Cocinar para ser feliz, y hace constar que las personas tienen un estado de ánimo en función de lo que comen. “Comida sana, fresca, sabrosa y placentera” es su receta del bienestar alimentario y vital. Otra de sus publicaciones, Recetas antiaging, resume el concepto de elaboraciones saludables y antioxidantes que practica con su hijo Raül Balam, jefe de cocina de Moments, en los menús de este restaurante. Pero las propuestas culinarias del restaurante del hotel Mandarin Oriental de Barcelona –entre las que abundan los vegetales y el pescado– coinciden con la filosofía que mantiene en todos sus fogones: “Una cocina límpida, transparente, nada grasa, nada espesa, de buena digestión y visualmente atractiva”. Los productos de su terruño, el Maresme, y de su segunda tierra, Japón, le sirven para lograr lo que quiere. Ella suele decir que “la naturaleza debe desfilar por la mesa”. La cocina del entorno, de proximidad, eso que ahora es tendencia gastronómica, la lleva practicando desde hace casi treinta años Carme Ruscalleda de una forma poética y delicada y a la vez suculenta. Su estilo es local y global a la vez. “Soy payesa”, proclama con orgullo esta cosmopolita de pueblo que ha dado clases de ciencia y cocina en la Universidad de Harvard.
De sonrisa constante y apariencia de niña traviesa (su peluquero ha dado en la clave con el look, bromea), Ruscalleda siempre imprime en sus platos una chispa festiva, juegos de ingredientes, texturas, sabores y estética, de forma que “si los comensales han tenido un día gris, noten que sale el sol en su plato”. Así, distintas verduras son dispuestas como un cuadro de Mondrian, los guisantes recién recolectados se ofrecen en una lata como “caviar vegetal” o un postre de té verde simula una teja del mismo color de una casa catalana. Una de sus propuestas de este invierno, gambas sobre torrada marinera, evoca el trozo de pan esponjoso, mojado en caldo de marisco y luego tostado, que elaboraban los pescadores y los niños esperaban con ilusión a la llegada de los barcos. “He visto a clientes llorar emocionados”, afirma entusiasmada la cocinera. Igualmente les pincha la vena sensible con un postre de olivos milenarios, inspirado en las meriendas de pan, chocolate y aceite, y en el que con olivas verdes y negras y cacao recrea un olivar. En la colección de petit fours, las golosinas de final con el café, ofrece esculturas del bestiari catalán, y para Barcelona y Tokio (“donde les cautiva Gaudí”) sirve un dragón gaudiniano con galleta de jengibre, pimienta rosa, coco, limón…
“La cocina de Carme no se sustenta en alardes artificiosos. Está impregnada de paisaje y estacionalidad, pero es una estacionalidad que trasciende porque al ofrecernos los productos más representativos de cada momento del año de una manera delicada, sensual y con un ritual oriental, casi litúrgico, nos hace observar inconscientemente el día, el año, la vida natural, asociando la experiencia de las diversas etapas de la vida a las virtudes de sus manjares”, opina su colega Fina Puigdevall, responsable de Les Cols, donde el paisaje (en su caso, de la Garrotxa gerundense) es igualmente protagonista.
Carme Ruscalleda posee numerosos galardones (Premio Nacional de Gastronomía, Creu de Sant Jordi, Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, Medalla al Mérito en el Trabajo…). Sin embargo, no es una cocinera mediática al uso ni una trotamundos de mil y un congresos. Es una hormiguita discreta que ha levantado algo grande, en su vida y su profesión, en el mismo lugar donde nació en 1952, Sant Pol de Mar. En esta villa tranquila, a 51 kilómetros al norte de Barcelona, donde el sonido de las olas se mezcla con el del tren que transita por la costa, se alza el restaurante de Ruscalleda, una coqueta casa de 1881 restaurada, con jardín y vistas al mar en la que predomina el blanco y el azul. Sant Pau es el epicentro de una vida gurmé que parece impregnar la localidad, donde las panaderías y las tiendas de alimentación hacen salivar al viandante y donde existe incluso una escuela de hostelería y turismo.
La cocinera catalana suele relajarse junto al mar de su pueblo. En la imagen, dibuja las ilustraciones que acompañan cada mes la carta de quesos de su restaurante. Desde pequeña ha sentido inquietudes artísticas. / CATERINA BARJAU
En el Carrer Nou, en el corazón del pueblo donde se crio, reside la cocinera y también trabaja. Sin distancias. “Mi vida gira en 20 metros”, afirma. Y recuerda cómo “la casa familiar agrícola y comerciante” creció y cambió “desde una entrada abierta a la calle con venta directa de vino del terreno, leche de las vacas y productos de la huerta, hasta convertirse en un supermercado que fue tomando forma de charcutería delicatessen”. En esa tienda de sus padres, Ramón Ruscalleda y Núria Serra, desarrolló Carme –que había estudiado comercio por imperativo paterno– sus habilidades culinarias. Con su paisano Toni Balam, con quien se casó en 1975, empezó a elaborar platos preparados para llevar. Su idea era un sitio donde se vendieran embutidos y se pudiera comer (algo de moda ahora, con los restaurantes de chefs charcuteros), pero al final decidieron montar un espacio propio. Lo encontraron justo enfrente, una antigua casona del siglo XIX que en los años sesenta funcionó como hostal. La familia les ayudó económicamente a emprender la aventura. Y Carme y Toni se lanzaron en el verano de 1988 “con la audacia y el coraje de los autodidactas” y crearon Sant Pau: ella en los fogones y él en la sala. “El restaurante es fruto de nuestro crecimiento personal y profesional”, relata. En los primeros tiempos estaba solo abierto al mediodía y hacían cocina tradicional catalana: canelones, guisos, ensaladas, quesos, patés…
Otro ingrediente era una ilusión incombustible. “Hay que poner ambición profesional siempre. Abrimos en 1988 y la primera estrella llegó en 1991. Fue de llorar, emocionante. Hemos tenido la suerte de que han creído en nosotros. Al principio el local era como un balneario, gris perla y blanco, parecía un espacio de salud. Había un equipo humano pequeño, pero también calidad. Sant Pol de Mar es un sitio de veraneo y teníamos un cliente principalmente de Barcelona. Luego, con la estrella, empezó a venir gente de fuera. La estrella te pone en la autopista”. Y siguió en alta velocidad: en 1996 Sant Pau obtuvo la segunda estrella, y en 2005, la tercera. Ya entonces el restaurante “estaba proyectado” hacia la alta gama culinaria, formaba parte de la prestigiosa asociación internacional Relais & Châteaux, había crecido con una nueva cocina de 150 metros cuadrados y se había abierto como un escaparate al mar inspirador. Desde la cocina, el mar parece una prolongación del jardín. Allí la cocinera confiesa que ha salido un montón de veces a respirar, a desahogarse.
He visto a clientes llorar emocionados. Quiero que si han tenido un día gris, noten el sol en su plato”
Ruscalleda, que participa con su marido Toni Balam (músico aficionado) en cuanta fiesta popular se tercie (y a la que han dedicado una sardana con su nombre), es una institución en Sant Pol. Los vecinos, incluidos los niños, la saludan cariñosos y se hacen fotos con ella. “Guían hasta aquí a quienes se pierden”, comenta. “Están contentos. Ahí te das cuenta de lo que has hecho. Pero no me beso. Lo que me hace seguir es el motor que contiene tanto trabajo diario. Tenemos clientes asiáticos, americanos, franceses… Nos hace mucha ilusión que estos vengan, no solo público, sino profesionales de la cocina. El francés nos ha mirado un poco desde arriba”, apunta con sonrisa pillina.
En la piña gastronómica familiar que forman los Ruscalleda-Balam, su hijo Raül (1976) ha seguido la tradición culinaria. El abuelo le puso a trabajar en la tienda porque necesitaba disciplina. De partir pollos y envolver butifarras terminó cocinando en los fogones de la madre. Fue responsable del arranque del restaurante en Tokio y ahora ejerce como jefe de cocina en Moments. Su hermana Mercè (1982) también trabajaba en el establecimiento (en la sala, al igual que su marido), pero ahora está centrada en su faceta de madre, con sus dos niñas, Mar y Tina, que conocen bien la cocina de la abuela. Esta siempre recuerda cómo a Mar le regalaron de chiquitita un tambor y, en vez de aporrearlo, movió las baquetas sobre el instrumento como si fuera una cuchara en una cacerola. La saga parece que no parará…
De 62 años y 26 al frente de su restaurante, es modelo para muchas cocineras. Cuando le preguntan cómo se puede mantener cocina y familia, recomienda trabajar sin miedo: “Hay renuncias, pero también compensaciones”. Hace falta, dice, que la pareja sea cómplice. “Para dirigir un espacio como este necesitas un círculo familiar muy bien estructurado, para que no sientas que estás castigando a alguien. Yo me sentí fuerte para atender la familia y los fogones porque me crie en una que era agricultora y comerciante, conviviendo con unas mujeres que trabajaban con una gran organización para atender a mayores y niños. Mi marido también se ha criado en una casa donde había negocio. Luego nuestros hijos se han hecho mayores conviviendo con el trabajo que conlleva un restaurante. Recordarán llorar más de una noche después de cenar para que yo me marchara con ellos a casa, y en cambio me quedaba en el restaurante porque empezaba el servicio. Mi madre bajaba a recogerlos y meterlos en la cama”.
Una de las recetas que sirven en su restaurante. “Quiero que los comensales noten que sale el sol en su plato”. / CATERINA BARJAU
“Cuando una mujer decide emprender una profesión dura que reclama mucha entrega y tiempo, sabe que debe organizar su vida familiar para atenderla. La mayoría de hombres trabajan con esta organización familiar y no sienten remordimientos sociales. Las mujeres tampoco debemos sentirlos”.
Una cocinera también entregada como la vasca Elena Arzak confiesa su admiración por la chef catalana: “Para mí es un gran referente en la gastronomía mundial. Su cocina es muy interesante y original, y respeta mucho su territorio. Lleva el restaurante de una manera familiar y muy precisa. Transmite positivismo y es una mujer muy enérgica, muy capaz y muy generosa con sus trabajadores. Mi padre, Juan Mari, la admira mucho y los dos solemos conversar con ella e intercambiar opiniones”.
“Trabajar con Carme es superarse cada día. Carme te pone una lista de trabajo inmensa. Hay diez cosas, acabas una y te mete cinco más”, asegura el francés Jérôme Quilbeuf, jefe de cocina en el Sant Pau catalán y en el japonés y ya una década junto a la chef. “Yo viví el momento de las tres estrellas”, recuerda. Cuando recibieron la máxima calificación, Carme grabó un cuchillo con tres estrellas para toda la brigada. “No sabía de la tradición francesa de que no se puede regalar un cuchillo, que es como cortar tu amistad, y para no cortarla tienes que dar una moneda”. Jérôme se la dio. Su amistad sigue en pie. El nivel de exigencia y superación de Ruscalleda no le agobia. Como el resto del equipo, cree en su jefa.
La cocina de carme no se sustenta en alardes artificiosos. Está impregnada de paisaje”
“Carme sabe lo que quiere. Nunca la he oído decir, aunque esté muy ocupada, ‘yo no tengo tiempo’. Siempre lo saca”, comenta Rie Yasui, jefa de sala y esposa de Quilbeuf, con quien comparte la dualidad laboral japo-española. Yasui, anfitriona perfecta que habla japonés, inglés, francés, castellano, catalán y ahora aprende ruso, resalta que con Ruscalleda “existe comunión de objetivos”. “Hay un concepto de naturaleza de la casa y si me desvío del camino, ellos me riñen”, dice entre risas la jefa.
Todo el equipo asume de forma espontánea la simbiosis Cataluña-Japón. “La filosofía es la misma, respetar la naturaleza, la pureza del producto, la temporada… Parece muy diferente, pero no. Con el tiempo se ha unido todo, estamos en la misma onda”, subrayan Quilbeuf y Yasui. La pasión nipona se incentivó cuando se abrió Sant Pau Tokio, tras el empeño de un gastroempresario japonés, Yuji Himoyama, cliente habitual. Tardaron tres años en decidirse. Al final les convenció un viaje a Tokio. Carme sintió escalofríos cuando vio el elegante local japonés, réplica del catalán, en el barrio de Nihonbashi. En medio de un jardín público, incluso el reflejo del mar inexistente parece surgir en el brillo metálico de un rascacielos enfrente.
“Lo que nos enamoró y nos dio fuerza fue entender Japón. Aquí no comprendía por qué nos pedían ir allí, por qué ese hombre (dueño de unos 40 restaurantes) nos perseguía. En una mesa japonesa lo entendí”, confiesa Ruscalleda, quien puso sus condiciones; entre ellas, que el personal tuviera vacaciones a la española. Sant Pau Tokio cumplió 10 años en 2014. A Japón viaja el matrimonio Ruscalleda-Balam una o dos veces al año, en mayo y noviembre. Mientras, hay una relación vía Skype, las dos cocinas unidas por el ciberespacio. “Japón forma ya parte de nuestra memoria gustativa y de las sensaciones que queremos encontrar en la mesa”, insiste Ruscalleda, y ese contacto directo genera fusiones. Como el dashi de romesco (el caldo eje de la cocina japonesa y una de las salsas catalanas más antiguas), que lleva alga kombu, katsuobushi (virutas de bonito), tomate asado triturado, ñoras, frutos secos, toques de mirin y soja. Otra versión del romesco orientalizada por la cocinera lleva ajo negro y trufa. Hace gelatina de agua de mar para envolver verduras. Y con el queso del mes mezcla nabo daikon.
Una caricatura de la cocinera y fotografías de familia; una de ellas, con su marido, sus padres y una de sus nietas.
El influjo asiático le hizo probar las medusas mediterráneas en paella. El asunto está en nevera, pendiente de que se demuestre su uso alimenticio. Mientras, tiene un plato con las parientes de las medusas, las ortiguillas o anémonas. Lo que sí puede usar porque ya es oficialmente alimento es el plancton, promovido por Ángel León, su vecino de fogones en el Mandarin de Barcelona con BistrEau. “Estamos haciendo plánctulas, como angulas de plancton en sopa”, desvela Ruscalleda, que tiene en su haber una serie de vino comestible (salsas y guarniciones de tinto, blanco y rosado) que hizo con la enóloga de la bodega Alcorta.
Experimentadora inquieta, la cocinera ha trabajado este año la hoja tierna de los cactus con ayuda de un cocinero mexicano (su equipo es una torre de Babel de distintos países). Su idea es escaldar y marcar el cactus y, convertido en un cordón con sofrito, servirlo con un pescado de verano, el lorito o pez elegante. Dicharachera y amable con su público (“Me gusta salir a la sala, al cliente le agrada”), este disfruta de lo que ya es tradición: llevarse de recuerdo los dibujos de la cocinera de los quesos y aperitivos. Esas inquietudes artísticas que tenía desde niña las puede expresar en estas ilustraciones de cada mes.
Hay renuncias, pero también compensaciones. Para dirigir esto necesitas una familia muy bien estructurada”
El año pasado expandió su intercambio con la clientela al mundo Twitter, donde muestra recetas e incluso momentos de ocio. En un tuit, con foto incluida, compartió su emoción en el reciente concierto de Joaquín Sabina en Barcelona. Hace ya tiempo le mostró su admiración con un plato, una coca “ecléctica”. Esta es la receta-partitura de la canción culinaria que compuso Ruscalleda: “La base de la coca es de hojaldre (tan frágil como la vida que el poeta canta); encima de la base extendemos una fina capa de confitura cabello de ángel (un guiño a la ambigüedad de los sexos); sobre el cabello, cuatro tiritas de pimiento del piquillo salteado con cayena (una nota picante, como sus canciones); colocamos tres rombos de sardina salada en la casa (homenaje al carácter andaluz); por encima y de forma hueca, unos hilos de puerro frito (alegoría de los perseguidos porros); y acompañan la coca, a modo de salsas, gelatina de tabaco, cremoso de fino y polvos de cacao y café (como vicios placenteros y dañinos)”.
A la cocinera no le falta el humor, lo luce hasta en las orejas. Posee una muy curiosa colección de pendientes: tomates, tenedores, cucharitas, platos… “Me los ha hecho una artista de Sant Pol de Mar. Ahora unos diseñadores de Barcelona que me mandaron una caja con huevos y un montón de alimentos: pieles de limón, guisantes… proponen combinarlos con el menú y que los clientes los lleven cuando comen. Eso es interesante para una performance o un evento, pero para un día normal… Lo veo difícil, decirle a una señora, por favor, póngase esto”, razona. Ruscalleda, como siempre, la chispa con sentido común.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2015/01/16/eps/1421413847_281833.html?rel=rosEP
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