Nunca se habían revendido tantas obras ni tan rápido. Ni siquiera a principios del siglo XX, con coleccionistas legendarios como Frick o Rockefeller, el arte se había rodeado de tal volumen de dinero. Solo el año pasado manejó 51.000 millones de dólares (unos 59.000 millones de euros). Una cantidad que atrae a una legión de especuladores. Hay coleccionistas —pensemos en Stefan Simchowitz con las obras de Amalia Ulman y de Ibrahim Mahama— que piden a un artista que trocee un lienzo porque así tendrá mejor salida en el mercado o que revenden una pieza a los pocos meses de adquirirla. Esta clase de transacciones relámpago las sufren sobre todo artistas jóvenes, la mayoría treintañeros, que con estas artimañas ven su carrera en peligro. “Antes hacían falta décadas para que un artista llegara a las subastas, ahora solo semanas”, apunta Francisco Cantos, coleccionista y secretario de la Fundación Arco. Es el reflejo de “un sector, el del arte contemporáneo, que ha crecido mucho fuera de España en la pasada década en todos los perfiles, no solo el especulativo”, matiza Juan Várez, consejero delegado de la casa de subastas Christie’s.
En este paisaje cambiante también surgen jóvenes emprendedores tecnológicos, como Carlos Rivera, capaces de diseñar un algoritmo (ArtRank) que clasifica a los creadores jóvenes en tres categorías: “comprar, vender y liquidar”. Al igual que si fueran productos derivados en el mercado de futuros. En Estados Unidos han acuñado el término flippers (en argot era una forma despectiva en los años veinte del siglo pasado de referirse a las mujeres promiscuas) para definir a estos inesperados miembros del ecosistema del arte. ¿Pero son tan dañinos?
Carlos Rivera, desde luego, los defiende. “La idea de que nuevos coleccionistas entren en el mercado parece peyorativa para el dinero de los viejos coleccionistas que quieren que esta fiesta sea para ellos solos”, relata el emprendedor. “Creo que los flippers son coleccionistas amateurs y no debería pasar desapercibido que el origen de la palabra amateur es ‘amare. O sea, ‘amor”.
Sin embargo esa interpretación tan lírica está lejos del pensamiento de algunos galeristas que se protegen de estos flippers elaborando listas negras de quienes revenden (rápidamente o sin consultarles) obras de sus artistas. La desconfianza crece en el mundo del arte. “En el caso de algunos creadores que trabajan con determinados marchantes lo difícil no es tener el dinero para comprar la obra, sino que te la quieran vender”, describe el coleccionista Juan Bonet. En el fondo es un espacio incómodo. “He sobrevivido en este juego [del mercado], pero le dedico poco tiempo a lo que está detrás de mi estudio. Me siento un mal estratega social y mercantil y, además, hay algo visceral en mí que me impide interesarme por los números”, sostiene el pintor Juan Uslé.
Porque si uno pretende especular en el arte contemporáneo hay algunas estrategias sencillas. Por ejemplo comprar artistas jóvenes, con poca producción, que acaben de entrar en una gran galería (Marian Goodman, Gagosian, David Zwirner) y que cuenten con respaldo crítico. Es lo que pasó en su día con Mark Bradford, Danh Vō, Cecily Brown o Elizabeth Peyton. Desde luego, las galerías son las primeras que conocen esta dinámica y tratan de bloquearla escogiendo con lupa a quien venden la obra. “Hay determinados artistas que tienen una enorme demanda. Incluso lista de espera”, observa Isabel Mignoni, de la galería Elvira González. “Por supuesto los museos y grandes colecciones suelen tener prioridad pero también coleccionistas privados que a la hora de comprar muestran la intención de crear una colección con carácter propio. No me refiero a especuladores, sino a quienes persiguen que sus colecciones tengan un discurso”. En esta misma reflexión caminan las palabras de Pedro Maisterra, codirector de la sala Maisterravalbuena. “Intentamos que las piezas de nuestros artistas vayan a colecciones comprometidas que no tienen por qué ser de alto presupuesto”. Y remata: “Normalmente no resulta complicado distinguir entre un coleccionista y un especulador que compra para revender en un corto plazo con el objetivo de sacar más dinero por la obra”, argumenta.
Pues sí y no. Discernir las intenciones de los coleccionistas no siempre resulta tan diáfano. En un caso rocambolesco (incluso ha llegado a las páginas The New York Times), el coleccionista holandés Bert Kreuk ha demandado al artista Danh Vō por —según la querella— no entregarle una pieza (valorada en 350.000 dólares) a la que se había comprometido. En primera instancia el juez ha fallado a favor de Kreuk. El artista le ha respondido por escrito proponiéndole una obra basada en una frase procedente de la película El exorcista, un filme que utiliza a menudo en su trabajo: “Shove it up your ass, you fagot”. Algo así como: “Que te den por el c… maricón”. Esta es la presión que ejercen algunos coleccionistas para obtener obra de ciertos creadores. Es verdad que “por primera vez en la historia una herramienta como Internet (en particular Instagram) permite a los pequeños coleccionistas tener una información de similar calidad que los coleccionistas y galeristas consagrados”, comenta Carlos Rivera, pero no es la panacea.
Cuando los galeristas representan a artistas con mucha demanda y con una lista de espera de incluso años saben que tienen la sartén por el mango. Entonces, si el coleccionista quiere comprar tendrá, a buen seguro, que negociar. Y aquí vale todo. Desde adquirir más obras de ese mismo artista, comprometerse a donar —al menos—alguna de ellas a un museo, o bien comprar piezas de otros artistas del programa del marchante. “Coleccionistas que forman parte de los consejos de los museos pueden decirle al galerista: ‘Quiero este artista, quiero una buena obra y si me las das a buen precio compraré otra por esa misma cantidad y la donaré a la institución que representó. No es una manera nada tonta de coleccionar”, admite un coleccionista neoyorkino en la web especializada ArtnetNews.
Al final va a tener razón Damien Hirst cuando dice que “El arte trata de la vida, el mercado del arte, de dinero”. El cual, por cierto, es muy relativo. En 1914 Nicolás II, zar de Rusia, compró en una transacción privada la Madonna Benois, de Leonardo da Vinci, por 1,5 millones de dólares. Una suma increíble para la época y para un país que estaba a las puertas de la Gran Guerra. Hoy esa cantidad, ajustada a la inflación, equivaldría a 30,5 millones. Lo que cuesta un cuadro de Francis Bacon de calidad media. ¿Fue entonces un disparate pagar esa cifra por una obra maestra que en la actualidad se conserva en el Hermitage y que cualquiera puede disfrutar? El adverbio mucho en el teatro del arte resulta subjetivo.
Es más, el multimillonario japonés Ryoei Saito pagó 82,5 millones de dólares en 1990 por El retrato del Dr. Gachet de Van Gogh. En dinero actual hablaríamos de 149,3 millones de dólares, unos 30 millones menos de los que se pagaron por Las mujeres de Alger (Version O) de Picasso. La obra más cara adjudicada nunca en subasta. ¿Otra vez mucho? “Desde luego son cantidades que tienen poca relación con el mundo real, pero el mercado del arte, si hablamos de las grandes piezas maestras, solo es posible compararlo consigo mismo. Una obra cuesta tanto como lo que alguien esté dispuesto a pagar por ella. Otra cosa es el valor. Porque hay que diferenciar entre valor y precio”, reflexiona el coleccionista Marcos Martín Blanco.
Sea como fuere, el arte de especular se sostiene sobre tres infinitivos. Comprar barato, vender caro; ganar mucho dinero. Un lema que el grafitero inglés Banksy bien podría pintar en la fachada de cualquier edificio de Wall Street.
Fuente: http://economia.elpais.com/economia/2015/08/28/actualidad/1440774384_007060.htmlhttp://elpais.com/tag/obras_arte/a/
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