La elección de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista británico ha sido una sorpresa a medias. Ya desde finales de julio la mayoría de las encuestas le daban como ganador de las primarias, pero no se debería quitar mérito a su amplia victoria con el 59% de los votos. Ha atraído a su causa tanto a nuevos votantes como a militantes desencantados, y su triunfo ha superado la tenaz oposición tanto de los principales líderes laboristas como de importantes medios de comunicación. Su triunfo además ha tenido rápido eco internacional, y sus propuestas de retornar a la socialdemocracia clásica le han valido el ser casi considerado como la nueva esperanza blanca de la izquierda europea. En España incluso hemos llegado a ver la competición entre los líderes del PSOE y de Podemos por apadrinar su triunfo.
Con todo, hay dos elementos del contexto británico que resultan clave para entender la elección del veterano laborista. Por un lado, la frustración interna causada por la aplastante victoria de los conservadores en las elecciones del pasado mayo. Una proeza conservadora no prevista por las encuestas y en parte atribuida al débil liderazgo de Ed Miliband. Por el otro, el cambio del sistema de elección interna del Partido Laborista. Anteriormente el electorado se dividía entre tres grupos que determinaban el resultado final: el grupo parlamentario, los militantes y organizaciones próximas al partido (básicamente los sindicatos). En esta elección, sin embargo, se ha aplicado el sistema de “un afiliado, un voto”, en la que el voto de cada inscrito pesa lo mismo. Ello ha ayudado a que las bases clásicas laboristas, más a la izquierda que los líderes del partido, resultaran decisivas en la victoria de Corbyn.
Su éxito ha sido claro en las primarias, pero el potencial de este candidato para ganar las elecciones es más incierto. Jeremy Corbyn tiene un apoyo limitado de su grupo parlamentario, lo que le hace vulnerable frente a conspiraciones internas. Además, el sistema electoral británico, basado en distritos unipersonales mayoritarios, penaliza a candidatos que se alejan del centro político. Y ello juega en su contra para superar tres retos mayúsculos: limitar su dependencia de un electorado cada vez más envejecido; recuperar posiciones en muchos distritos, especialmente en Escocia (donde fue barrido en favor de los nacionalistas escoceses), y ser capaz de ofrecer más credibilidad en el ámbito económico que su antecesor. Lo llamativo es que, a pesar de estas incertidumbres, algunos partidos de la izquierda lo hayan entronizado como nuevo líder referente, algo por lo que ya pasaron personalidades como Obama, Hollande, Renzi o Tsipras. ¿Por qué esta necesidad de buscar modelos carismáticos a imitar?
Esto tiene que ver a mi juicio con algunas transformaciones que afectan de manera importante a los partidos de izquierda. La primera transformación es la erosión de los agentes clásicos de representación que habían sido los partidos de masas socialdemócratas y comunistas. En el pasado, los partidos eran agencias no solo de movilización electoral, también de socialización. Partidos, sindicatos, casas del pueblo o la prensa de partido eran un todo que dotaba de identidad. Sin embargo, desde los años setenta, la militancia en los partidos y la participación electoral no han hecho más que caer mientras la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos aumentaba. Las bases de los partidos de izquierda se han envejecido y, aunque no les afecta solo a ellos, hay una crisis importante en los agentes que representan y aplican estas ideas.
El segundo cambio tiene que ver con la emergencia de nuevos retos ante transformaciones sociales. En el pasado, la izquierda estaba en un entorno industrial que permitía aplicar con claridad su agenda de intervención en la economía y redistribución. Sin embargo, la globalización y los cambios tecnológicos han traído consigo una sociedad posindustrial en la que los trabajadores tienen trayectorias laborales más inestables y heterogéneas, y los sindicatos no se han adaptado lo suficiente a esta nueva realidad. Esto ha generado en paralelo dos dinámicas. De un lado, durísimas reconversiones industriales que han erosionado la base social tradicional de los partidos de izquierda, y del otro lado, la emergencia de formas de desigualdad y precariedad que el Estado de bienestar tradicional no alcanza a cubrir.
Finalmente, las transformaciones ligadas a los procesos de integración supranacional han hecho que las recetas clásicas de la izquierda no sean aplicables de modo idéntico a como lo eran en los años sesenta. Las políticas de izquierda, tanto las redistributivas como las de expansión del gasto público, tenían como marco de referencia el Estado nación. Sin embargo, a medida que la economía se ha vuelto más interdependiente, estas medidas no siempre han sido exitosas. Un buen ejemplo es la marcha atrás que tuvo que dar François Mitterrand en los ochenta en su programa de nacionalizaciones y expansión keynesiana clásico. Además, la imperfecta unión monetaria y fiscal de la eurozona ha creado una camisa de fuerza adicional que muchas veces obliga a los Gobiernos a recular en sus propuestas. Recientemente lo hemos vuelto a ver en el caso de Grecia y el Gobierno de Syriza.
Estas tres transformaciones simultáneas que afectan a los agentes (partidos y sindicatos), a los retos (nuevas formas de desigualdad) y a las recetas (necesidad de innovar en las políticas) explican por qué la izquierda vacila y se tambalea en muchos países. En algunos sitios lo ha hecho en favor de los llamados “partidos movimiento”. Nuevas formas de representación a medio camino entre la movilización callejera y el partido clásico. En otros lo ha hecho en manos de populismos nacionalistas, que capitalizan la competencia por los recursos sociales de los más desfavorecidos atizando el miedo y la xenofobia. Dos soluciones diferentes que solo comparten su oposición al establishment político y que en muchos casos son nutridas de exvotantes de partidos socialdemócratas (jóvenes, desempleados, periferia de las grandes ciudades), los conocidos como perdedores de la globalización.
Se entiende así que la izquierda ande ávida de referentes sobre los que edificar su acción de gobierno y su discurso. Ávida de alguien que responda a la pregunta: “¿Qué hacer?”. En la elección de cada nuevo líder de izquierdas se quiere ver una marea de cambio y cala el discurso de que recuperando unas supuestas esencias perdidas es posible dar marcha atrás y reconectar con el electorado. El discurso de Jeremy Corbyn entronca bien con esa idea. Y sin duda acierta cuando apunta que los recortes sociales con la presente crisis económica han tenido un impacto muy nocivo en nuestras sociedades. Sin embargo, se corre el riesgo de que lo urgente no permita ver lo importante. Muchos actores de la izquierda juegan a la defensiva de un statu quo insuficiente para proteger y reducir la desigualdad entre amplias capas de la sociedad. De mucha gente que ha quedado en los márgenes. Por eso solo una izquierda que priorice la igualdad como fin sin reparar en el medio para lograrlo, que se rebele contra la dicotomía entre eficiencia y equidad, será capaz de retomar el pulso.
Pablo Simón es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Carlos III de Madrid y editor del Colectivo Politikon.
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/09/18/actualidad/1442577529_294255.html
domingo, 20 de septiembre de 2015
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