Middle East Eye
El campo de la contrarrevolución consideró las revoluciones democráticas como una amenaza a sus privilegios, a su poder y a su influencia en Oriente Próximo, y por lo tanto, decidió librar su guerra a escala regional.
Inicialmente lanzada como un llamamiento a la reforma, la revolución siria pasó enseguida a exigir la caída del régimen. Pero ni a través de la pacífica movilización popular ni mediante el uso de la fuerza han podido los sirios y las sirias derrocar al presidente Bachar al Asad. En 2011 la revolución siria se convirtió en una sangrienta guerra civil y en el escenario de enfrentamientos regionales e internacionales. A pesar de la destrucción física generalizada, de cientos de miles de muertos y de millones de refugiados, Asad sigue siendo el representante de Siria ante la comunidad internacional y el administrador de los asuntos de sus instituciones estatales o de lo que queda de ellas. El régimen ha obtenido decisivas y constantes ventajas en su guerra contra las facciones armadas de la revolución siria gracias al cuantioso apoyo de sus aliados rusos e iraníes.
Oposición desorganizada
Los fracasos siempre provocan la búsqueda de responsables y así, el debate sobre el deceso de la revolución ya se ha planteado y no solo en los círculos revolucionarios sirios. Para algunos la responsabilidad principal recae en la oposición siria, tanto en su vertiente militar como política. La oposición política no ha conseguido unificar sus filas ni presentar una dirección carismática alrededor de la cual unir a la gente y convencer al mundo de su solvencia como representante de la revolución y de la ciudadanía.
A la gran brecha entre los sectores políticos y militares de la revolución hay que sumar las múltiples facciones militares de tamaño diverso. Cuando fue necesario que las fuerzas de la oposición armada protegieran la integridad de la revolución se abstuvieron de enfrentarse a al Qaeda y a Estado Islámico (IS) y no lograron expulsarlos del escenario sirio. La mayoría de esos grupos armados parecían aspirar más a mantenerse como grupos que a salvaguardar los intereses de la gente y de la revolución. Esta oposición ni estaba cualificada para liderar a la gente ni para hacer frente a los retos sobrevenidos por la transformación de Siria en un campo de batalla. Tan pronto como el equilibrio de poder comenzó a cambiar a favor del régimen, la oposición no pudo mantenerse firme.
Dinámica más amplia para el cambio
Si bien esta crítica a la oposición atina en cierta medida, implica asimismo condenar al pueblo sirio que es, después de todo, quien dio lugar a esta oposición. Esa lógica llevaría a concluir que el pueblo sirio no estaba listo para hacer frente al régimen represor de Asad y que la parte que ha vencido estaría más cualificada para liderar Siria. Lo que este punto de vista no tiene en cuenta es que la revolución siria no ha sido un fenómeno aislado. Emergió dentro de un contexto más amplio de una dinámica revolucionaria árabe por el cambio. Sería un error leer lo que ocurrió en Siria de forma aislada.
Hoy, siete años después del estallido de las revoluciones en Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen, se puede decir que el objetivo de cambiar el orden político no solo ha fracasado en Siria sino en cada uno de estos Estados. El fracaso se extiende también a países en los que no ha actuado el recurso a las armas, en aquellos donde no surgieron grupos terroristas como EI y al Qaeda, y también en los que contaban con fuerzas de oposición más desarrolladas.
Incluso cuando las revoluciones consiguieron derrocar a los regímenes, las viejas clases dominantes se restablecieron pronto y pusieron en marcha movimientos contrarrevolucionarios hasta recuperar su supremacía. El equilibrio de poder se volvió rápidamente contra los movimientos revolucionarios árabes en todos estos Estados. Y este giro no se produjo porque la oposición fuera cándida o incompetente sino porque cristalizaron nuevas circunstancias apremiantes que aplastaron a la oposición y al pueblo.
Contramovilización
Que el movimiento de la revolución por el cambio fuese panárabe y no solo sirio, yemení o libio, desencadenó una contramovilización en todo el mundo árabe. Tan pronto como las fuerzas de la contrarrevolución se dieron cuenta de la magnitud y el impacto de la dinámica revolucionaria se activaron para organizar una coalición de amplio alcance.
Incluso sin mediar acuerdo previo, Estados influyentes con enormes recursos políticos, militares y financieros, como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos e Irán, se movilizaron para provocar la derrota del movimiento por el cambio y la transformación democrática.
El campo de la contrarrevolución consideró las revoluciones democráticas como una amenaza a sus privilegios, a su poder y a su influencia en Oriente Próximo, y por lo tanto decidió librar su guerra a escala regional.
El movimiento revolucionario árabe, además, no encontró aliados internacionales poderosos que lo respaldaran y protegieran en momentos de transformación claves. En un mundo entreverado, ninguna transformación democrática ha tenido éxito sin respaldo exterior. Sin el apoyo político y económico de Estados Unidos y Europa, ningún cambio democrático habría arraigado ni en España ni en Portugal tras el colapso de sus regímenes despóticos, ni en Europa del Este tras el colapso del bloque comunista.
El respaldo occidental a las revoluciones árabes y al proceso de transformación democrática fue flemático y reacio hasta convertirse pronto en indiferencia o en retorno a la política “del mal menor”.
Renunciar al poder o hacer la guerra
Algo ha habido de específico en el caso de Siria. En todos los casos de cambio político del siglo pasado, al enfrentarse a la oposición popular generalizada, las clases dominantes tuvieron que elegir entre dos vías principales: o renunciar al poder o librar una guerra sangrienta contra el pueblo. Déspotas como el Sha de Irán, Zine al Abidine Ben Ali, Hosni Mubarak y Ali Abdulá Saleh renunciaron al poder, aunque con reticencia.
Déspotas como Muamar Gadafi y Asad eligieron la confrontación. Si a Gadafi le derrotó una contundente intervención extranjera, Asad se ha atrincherado tras una sangrienta forma de sectarismo. Tan pronto como descubrió su incapacidad para lograr la victoria contra la revolución y contra el pueblo buscó el patrocinio sectario regional. Cuando él y sus aliados regionales fracasaron, no dudó en llamar a los rusos al precio incluso de perder su soberanía.
Es cierto que la revolución árabe no ha logrado sus objetivos de cambio y transición democrática. Sin embargo, las causas de este fracaso van mucho más allá de las deficiencias del movimiento popular y de las fuerzas de oposición. Al mismo tiempo, lo que debe recordarse es que el fracaso actual no significa el fin del camino. En una trayectoria histórica de transformación extremadamente compleja, no existe eso de final del camino...
Bashir Nafi es historiador del islam y Oriente Próximo.
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