Maisoun y Osama, refugiados sirios y padres de dos hijos, reflejan las graves dificultades de integrarse en España al concluir los 18-24 meses de respaldo estatal
Pensé que estaba sola en este mundo, como si me hubiesen soltado en un agujero”. Maisoun Shukair recuerda con angustia su salida del Centro de Acogida de Refugiados. Siria, de 49 años, de ojos vivos y pelo negro cortado en media melena, está sentada a la mesa del piso que alquila en Alcobendas (Madrid). Agarra el tenedor para acabar el kebab que ha preparado para el almuerzo y esboza una sonrisa como para alejar los malos pensamientos. Huyó de Damasco en 2014 con su hijo mayor. Un año después llegaron a España su hijo menor, entonces de 15 años, y su marido, Osama Andiwi. La pesadilla de las bombas había terminado finalmente, pero comenzaba otra batalla: volver a empezar en un país desconocido. “Cuando terminaron las ayudas públicas estuvimos dos días sin comer. Ni en la guerra sufrimos esto”.
Como muchos otros refugiados, la familia Andiwi acabó engullida en un sistema que no acaba de conseguir su objetivo último: la integración. En España, los refugiados reciben ayuda del Estado durante un periodo que va de 18 a 24 meses —siempre y cuando no consigan un trabajo, aunque sea inestable—. Luego caen en “la precariedad laboral, la inseguridad económica y la inestabilidad residencial”, concluye la investigación ¿Acoger sin integrar?, elaborada por la Universidad Pontificia Comillas, el Servicio Jesuita a Migrantes y la Universidad de Deusto. Este es el resultado de un cóctel tóxico que mezcla un mercado laboral rígido con políticas sociales insuficientes tanto para españoles como para extranjeros, con la doble desventaja de que estos últimos tienen barreras añadidas como el idioma, los prejuicios, la falta de vínculos familiares o la dificultad para convalidar sus títulos de estudio.
“El problema es que el sistema de acogida está pensado de manera mecánica”, puntualiza Juan Iglesias, director de la Cátedra de Refugiados y Migrantes Forzosos de la Universidad Pontificia Comillas y coautor del informe. Las tres fases de entre seis y nueve meses —acogida, autonomía e integración— diseñadas para facilitar de manera gradual autonomía a los refugiados “deberían ser más flexibles porque no somos todos iguales”, insiste. “Igual la acogida la hacemos bien, pero la integración es diferente, y cuando se acaban las ayudas la caída es fortísima; la mayoría se integra de manera precaria e inestable, otros caen en situación de exclusión social”.
La lucha de los invisibles
De las imágenes de la llamada crisis migratoria que se transmitían en bucle allá por 2015 ya no hay rastro. Pero los refugiados siguen aquí, a veces más parecidos a un facsímil borroso de lo que fueron que a ellos mismos. En Damasco, Maisoun y Osama ejercían como farmacéutica e ingeniero, respectivamente. En Madrid, ella es desempleada y él trabaja en un servicio de atención al cliente con un sueldo casi equivalente a la ayuda para personas en riesgo de exclusión social que recibieron durante unos meses para sobrevivir. Aunque Maisoun logró homologar su licenciatura y hacer un curso seguido por unas prácticas como auxiliar de farmacia, no consigue encontrar empleo.
Según un estudio realizado por la ONG Reach, los sirios refugiados en España se sienten seguros, pero la dificultad para aprender el idioma y encontrar trabajo frena su integración. Mónica López, directora de Programas en la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), admite que la situación no es fácil. “Ni el acceso a la vivienda ni al empleo”, remacha. “El sistema no es muy garantista ni para los españoles ni para los extranjeros; los servicios sociales no llegan a todos y ni siquiera tenemos indicadores para medir la integración”.
Mientras, los solicitantes de asilo siguen llegando. Aunque las peticiones en Europa se hayan reducido a casi la mitad en 2017, en España han marcado otro récord histórico, con más de 31.000 solicitudes, según la Agencia de la ONU para los Refugiados. Lo que cambia es que disminuyen las de los sirios y aumentan las de venezolanos, y que se concede protección a menos personas que el año anterior: solo un tercio de las solicitudes se resolvieron de manera positiva en 2017, frente al 67% de 2016, y el Estado ya acumula 40.000 expedientes atascados.
El mismo Defensor del Pueblo tachó de “insostenible” el sistema español de acogida por su lentitud, falta de planificación y coordinación entre organismos y llamó a una “revisión orgánica y funcional profunda para dotar de mayor eficacia a la gestión del servicio público”.
Maisoun viene de una familia crítica con el Gobierno y perdió a un hermano en el conflicto. Acabó en la lista negra del régimen tras ayudar a los heridos que se refugiaban en su farmacia durante los combates. “Escapé con el mayor de mis hijos para salvarle de la guerra”, cuenta. Temía que lo reclutaran. Osama lo intentó un año después, pero fue detenido en la frontera con Líbano. “En la cárcel estábamos aplastados como gusanos… a veces no podíamos dormir por los gritos, eso no era humano”, relata con voz suave y un cigarrillo en la mano.
Él también fue torturado. Bajito, con pelo canoso, lleva una camisa clara y conversa en inglés. Entiende español, pero solo maneja precariamente unas pocas palabras. A diferencia de su esposa, que recibió una hora de clase de español al día en el centro de acogida, él no hizo ningún curso. Aterrizó en el piso de Alcobendas donde Maisoun ya estaba viviendo y en seguida se fue a Alemania junto a su hijo menor. “Ahí te dan más dinero y seguimiento si eres refugiado; lo de aquí es una locura”, comenta.
La aventura duró muy poco: la nostalgia y el sentido de culpa le trajeron de vuelta. “Muchas personas nos ayudan y nos han dado lo más importante, la seguridad, pero creo que este país tiene que pensar de otra manera en los refugiados”, reflexiona Maisoun, quien ganó en Siria un premio de poesía y acaba de publicar su segunda obra en España. Gracias a la fundación Pueblos Unidos, está estudiando español para ser profesora de árabe. Osama es optimista. Sabe que no volverá a Siria en mucho tiempo y que su vida ahora está aquí. Y concluye: “Solo queremos demostrar que merecemos la pena”.
El proyecto The New Arrivals está financiado por el European Journalism Centre con el apoyo de la Fundación Bill & Melinda Gates.
https://elpais.com/internacional/2018/04/06/actualidad/1523030620_438323.html
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