En su nueva obra ‘La ciencia de la felicidad’, el experto recopila decenas de investigaciones sobre qué contribuye a mejorar el bienestar psicoemocional de forma duradera.
Hubo un tiempo en que Bruce Hood observaba con escepticismo todo lo que rodea a la psicología positiva. Se le antojaba una esfera de ingenuidad y lugares comunes, con sus recetas universales y sus autopistas directas hacia la felicidad. Entremezclados en una bruma de olor dulzón, por allí pululaban sonrisas beatíficas, espiritualidad para tiempos modernos, bestsellers definitivos y, en ocasiones, un cierto sustrato científico. A Hood le parecía todo demasiado vago, como una botica que oferta sugerentes bálsamos poco eficaces en el largo plazo.
Algo cambió en 2018, cuando este psicólogo del desarrollo británico-canadiense —ya entonces famoso por sus análisis sobre la noción del yo o las creencias supersticiosas— se enteró de que una ex-alumna suya, Laurie Santos, impartía el curso Psicología y buena vida en la Universidad de Yale (EE UU). “Es muy rigurosa, supe que no estaría promoviendo algo que no tuviera buena ciencia detrás”, cuenta por videoconferencia.
Por aquellas fechas, Hood había empezado a detectar niveles alarmantes de desasosiego entre sus alumnos de la Universidad de Bristol (Reino Unido). La angustia campaba por sus fueros, nutrida de exigencias rampantes, azuzada por el escaparate digital y su presión de posturear alegría 24/7. Hood quiso dar una oportunidad al bienestar con base empírica. Creó un programa similar al de Santos, que bautizó La ciencia de la felicidad. Su nuevo libro homónimo, publicado en España por Planetadelibros, recoge seis años de vivencias, investigaciones propias y decenas de estudios sobre hábitos y actitudes que, con datos en la mano, sabemos que funcionan para sentirnos mejor de forma duradera.
Un eje articula la obra: vivir más felices pasa por limar el egocentrismo, esa poderosa tentación que atraviesa épocas y países. Con su apuesta por el alocentrismo, Hood anima a ir retirando la mirada de nuestro ombligo para posarla en los demás. Su libro invita a adoptar un prisma expansivo y contracorriente. “En los últimos años, se nos repite que, para ser felices, tenemos que autocuidarnos, ponernos la máscara de oxígeno antes de ayudar a otros”. Perderse un poco de vista, sostiene, no implica abrazar un altruismo extremo en el que nuestras necesidades no pinten nada. Más bien, se trata de esquivar un bucle de ensimismamiento por decreto: “La felicidad focalizada en uno mismo tiene poco recorrido, limita mucho ser al mismo tiempo origen y destinatario de nuestras acciones”.
Arrinconar el egocentrismo va más allá de volcarnos hacia fuera. También requiere cuestionar lo que creemos ser, lo que pensamos que nos define. En su obra The self illusion (La ilusión del yo, no traducida al español), que vio la luz en 2012, Hood ya había desmontado la permanencia de algo inherente a cada ser humano. La ciencia de la felicidad abunda en el yo como espejismo. “No es nada nuevo, el budismo plantea lo mismo desde hace milenios; me he limitado a dar a esta idea una visión científica”.
El yo como “relato coherente ayuda a dar sentido a nuestra confusión”, prosigue Hood, “y esa percepción de continuidad, de que siempre seremos esencialmente la misma persona, nos hace creer que tomamos decisiones con independencia”. El ego (yo en latín) parece real, se siente muy cierto. Su experiencia, admite Hood, resulta innegable. Pero es, en el fondo, una falacia, un sutil engaño: “Hay muchos factores, la mayoría de hecho, que escapan a nuestro control, tanto cuestiones externas como dinámicas internas inconscientes”.
¿Contribuyen estas reflexiones cuasi ontológicas a nuestra dicha? Hood está convencido de que sí. “Si quieres ser más feliz, has de darte la oportunidad de verte como un producto de tu interacción con el mundo y no como una isla aislada”, se lee en el libro. Concebirnos como una realidad en construcción, argumenta el autor, libera enormemente. Permite fluir más suelto y mirarnos con mayor distancia. Ayuda a soltar amarras para navegar por la vida sin condenas deterministas, siempre abierto al cambio.
Con el ego en proceso de demolición y nuestros ojos en modo alocéntrico, todo resulta más suave, menos severo. “Nos volvemos más compasivos con nosotros mismos y con el resto, es algo automático. Si te empiezas a ver de forma más despegada, compruebas que el dolor emocional que todos sufrimos se origina en un conjunto de causas de las que, en gran medida, no somos responsables”. También disminuye el pesimismo, un patrón mental que suele enraizar entre los egocéntricos, los cuales tienden a “extrapolar eventos negativos —si algo malo ha pasado una vez, pasará más veces— y a culparse continuamente”.
Hood sostiene que el optimismo, como cualquier hábito cognitivo beneficioso, necesita de un aprendizaje continuo. No vale con captar el mensaje y pretender que cale para siempre en nuestra mente: hay que aplicar las enseñanzas día a día. Existen, claro, verdades que contribuyen a entender por qué nos agarra el estrés, nos taladran pensamientos intrusivos o nos sumimos en la zozobra. Una de ellas, básica, es que “el cerebro está optimizado para buscar información negativa, para detectar problemas a resolver en lugar de disfrutar de las cosas cuando todo va bien”.
El llamado sesgo de negatividad posee una razón evolutiva de peso: “Las amenazas, reales o imaginadas, adquieren más valor. Infinidad de estudios demuestran que prestamos más atención a lo que juzgamos como negativo”. En su nueva obra, Hood se refiere a la ansiedad (miedo en ausencia de peligro acuciante) como una “resaca de nuestros tiempos en la sabana”. Sin leones acechando, nuestras neuronas siguen siendo expertas en generar preocupación. Saber que solo están haciendo su trabajo (si bien mediante mecanismos frecuentemente disfuncionales), y que la respuesta lucha o huye —con sus desagradables sensaciones físicas— se activa por razones peregrinas, ayuda a mantener la serenidad en momentos de turbulencia psicoemocional.
Conscientes de que nuestra cabeza está diseñada para fabricar tormentos innecesarios, hemos de esmerarnos en centrar la atención en otras cosas que merezcan más la pena. Rumiar menos no siempre es tarea fácil, pero resulta clave si aspiramos a ir cristalizando un bienestar sólido. Para lograrlo, La ciencia de la felicidad despliega un amplio surtido de recomendaciones: meditar, zambullirnos en nuestras aficiones, admirar la naturaleza, probar el distanciamiento psicológico... Recursos, explica Hood, suficientemente contrastados en estudios solventes.
Buena parte del libro aborda el componente relacional de una alegría más o menos estable. Hood recuerda que la soledad aparece consistentemente como el factor que más reduce la esperanza de vida, y que la “muerte social” encabeza la lista de temores humanos. “Nuestro objetivo prioritario es no ser excluidos, ya que evolutivamente hemos necesitado pertenecer a un grupo para sobrevivir”. Aunque no es del todo imposible convertirse en una persona solitaria y feliz, aquel que lo consiga será la excepción que confirme la regla.
Al relacionarnos, conviene tener claro que validarse por sistema respecto a otros propicia una fuente inagotable de tristeza y abre una pasarela segura a sentirse desgraciado. De pequeños, somos nuestra única referencia. Pero en cuanto tomamos conciencia como seres sociales, empezamos a puntuarnos en un mercado que va creciendo hasta abarcar (vida online mediante) a la humanidad entera. Hablamos, una vez más, de un terreno fértil para ombliguistas recalcitrantes: “Cuando predomina una visión egocéntrica del mundo, hacemos un sinfín de comparaciones erróneas. Y siempre va a haber alguien mejor que tú en cualquier aspecto”. La gratitud se revela como excelente antídoto contra la envidia y el autoflagelo. Por un motivo obvio: “Enseña a sentirse afortunado”.
La ciencia de la felicidad sintetiza la investigación más relevante sobre la gran aspiración del ser humano. Hood no ignora que se enfrenta a un ámbito de estudio endemoniadamente complejo, multifactorial como pocos y muy dependiente del contexto. “Felicidad significa cosas diferentes en distintos lugares y para distintas personas”. Entre los cientos de interrogantes que suscita este asunto, Hood destaca el que vincula bienestar socioeconómico y emocional. ¿Cuál es el mínimo material para ser feliz? Por el momento, predominan las zonas de sombra: “Psicólogos y economistas no paramos de discutir sobre ello sin llegar a un consenso. El debate no cesa”.
Ante la proliferación de literatura científica en torno a lo que nos hace dichosos, un metanálisis publicado a principios de año en Annual Review of Psychology diseccionó la aptitud científica de decenas de publicaciones. Pocas pasaron el filtro. “Pienso que se aplicaron criterios demasiado rigurosos, dando lugar a una evaluación algo injusta”, estima Hood, quien reconoce, no obstante, que no escasean estudios “estadísticamente pobres, con métodos dudosos o muestras demasiado pequeñas”.
El profesor de la Universidad de Bristol insiste en que, aunque aún queda mucho por andar, sí se va perfilando un robusto cuerpo de evidencias que iluminan la senda a la felicidad. Repite que el cultivo del contento requiere de pico y pala: “La perseverancia es fundamental. Hay que consolidar ciertos hábitos; si no, es probable que experimentes retrocesos”. Y alerta sobre lo contraproducente de pretender la alegría perpetua: “Hay que experimentar problemas y vaivenes. No hemos de buscar un delirio de felicidad, sino aprender a ser resilientes, a mirar hacia delante, con una cierta idea sobre cómo queremos que sea nuestra vida”.
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