Lo cuenta Kathryn Mannix en Cuando el final se acerca (Siruela, 2018). Existe una percepción subconsciente colectiva de que la muerte es el inicio de un viaje, sea al paraíso religioso, a la energía cósmica o a la nada absoluta. Son esfuerzos postreros para combatir el miedo al vacío cuando la verdadera aventura comienza en la infancia y se desarrolla en la vida. Es sencillo diferenciar las dos maneras de enfrentarse a la muerte: la tranquila y la temerosa. Unos se expresan desde un pensamiento articulado; otros lo hacen desde un cierto caos en medio de la agitación física.
¿Cómo serán mis últimas horas? ¿Sabré que estoy en el final del trayecto? ¿Tendré visiones de familiares muertos? ¿Seré capaz de decir algo divertido, como ‘Os pongo un tuit desde el otro lado’? Estoy seguro de que, si llegara a estar en el grupo reducido de los que tienen visitas debido a las proyecciones de su mente y de los narcóticos naturales, una de ellas sería la de Ramón Lobo Varela [padre del periodista], nuestra oportunidad de pedirnos disculpas y saber si ha seguido el mismo proceso de pacificación. ¿Estará Maud con él? ¿Vendrán mis tías británicas, sobre todo Pauline, mi favorita, rodeada de sus cinco perros afganos? ¿Acudirán mis amigos muertos en guerras? Espero que la habitación sea grande para que quepamos todos, los muertos y los vivos.
Me preocupó en algún momento de este proceso que la gestión realista de las malas noticias pudiera proyectar en los médicos y en mis amigos la impresión de una rendición camuflada. Asumir la realidad de la presencia de una o varias enfermedades graves y de un plazo de supervivencia corto no es incompatible con la voluntad de vivir y aceptar tratamientos agresivos. Todo esfuerzo demanda sacrificio y he estado dispuesto a asumirlo desde la aparición de mi instante cancerígeno. Primero por egoísmo, deseo prolongar mi estancia en esta vida lo más posible, hasta que mi cabeza o mi cuerpo digan se acabó. Vivir es una aspiración, pero no a cualquier precio. Deseo resistir porque me siento un corredor de fondo en un maratón-Sísifo en el que participan los millones de enfermos que habitan la vasta región de Cancerland, dentro del País de los Enfermos. Es una carrera de relevos que lleva siglos en movimiento. Cada posta, cuya duración es variable, permite aprender sobre el nacimiento y el desarrollo de la enfermedad para mejorar las estrategias y prolongar la esperanza de vida. Mi posta tiene el objetivo de aportar información por mínima que sea. Me he beneficiado de avances científicos que parecían imposibles hace unos años. Mi objetivo en los kilómetros que me toquen es respetar y agradecer la devoción de los que me precedieron y aportaron información para conseguir avances médicos extraordinarios, como la inmunoterapia. (…)
Mi posta es aportar información por mínima que sea. Me he beneficiado de avances que parecían imposibles. El empeño de pensarnos vivos después de la muerte no deja de ser un intento por prolongarnos a cualquier precio haya paraíso o no. Somos la única especie con sentido de la transcendencia, una presunta bendición que incluye una condena simultánea a quedar hermanada con el miedo. Necesitamos pensarnos vivos después de la muerte para ahuyentar la idea de la desaparición definitiva. Nos cuesta pensarnos en la nada, la misma que existe antes del nacimiento y después de la muerte. Las religiones sirven para calmar esa perturbación colectiva y ofrecer metáforas que generen sosiego y obediencia, sobre todo obediencia.
Algunos no religiosos buscan una alternativa laica salvadora, como el regreso a la energía cósmica a la que pertenecemos. Sirve cualquier agarradera, por pintoresca que parezca, para imaginarnos imperecederos y no parte de una especie animal autodestructiva, más cerca del simio que de los extraterrestres, que vive en un planeta insignificante en términos cósmicos.
Las experiencias cercanas a la muerte, las historias de los cuerpos en suspensión sobre la cama mortuoria, desdoblados en el quirófano o metidos en un túnel de luz embriagadora son alucinaciones que se pueden explicar con la biología. Están provocadas por un mal funcionamiento de la dopamina y del flujo sanguíneo. La hormona del estrés se encuentra en una región anatómica del tallo cerebral que conecta con otras que controlan las emociones y la memoria. Algunos investigadores afirman que las endorfinas liberadas en un suceso estresante producen las experiencias cercanas a la muerte. Su objetivo es reducir el sufrimiento y potenciar el placer. Esto explicaría la fantasía de la película de la vida que corre antes de morir para saber si esto mereció la pena. Los encuentros con familiares muertos con los que teníamos alguna cuenta pendiente se explicarían en ese momento narcótico en el que aprovechamos para hacer las paces. La luz blanca tiene más que ver con la falta de oxígeno en el cerebro que con Jessica Lange y el túnel puede ser una proyección del útero de la madre, primera visión del nacimiento.
Eché las cartas como divertimento y con baraja de póker. Cobraba un chupito de vodka con naranja por sesión. Para la médium canadiense Marilyn Rossner, la muerte que tanto tememos es solo un cambio. Si buscamos su biografía o menciones en periódicos, se da como cierto lo que ella cuenta de su infancia, de cómo veía a los espíritus de sus familiares asesinados en Auschwitz. Dar como ciertas las fantasías de una persona más o menos prominente no las transforma en hechos probados. He conocido a algún médium famoso que me causó una pobre impresión. Yo mismo eché cartas en The Penn Club en 1981. Una veintena de jóvenes italianos y españoles formábamos la plantilla. El Penn era una residencia cuáquera que entendía como acción social acoger trabajadores extranjeros, tuviéramos o no papeles, para ahorrarse un salario de verdad. Nos pagaban una treintena de libras esterlinas a la semana, nos daban de comer y teníamos cama gratis. Era un buen negocio que nos permitía vivir al lado del Museo Británico. Echaba cartas como divertimento y con baraja de póker, las de tarot me parecen demasiado complicadas. Cobraba un chupito de vodka con naranja por sesión. Todos sabían que me lo inventaba, pero no buscaban la verdad, solo querían ilusión. La mayor parte de la información que les ofrecía me la habían suministrado ellos mismos con sus preguntas.
Les sucede también a algunos ateos, que tras experimentar una vivencia traumática se aferran a cualquier testimonio en busca de un hilo de esperanza de inmortalidad, aunque sea solo para su ser querido. Es difícil dejar marchar, casi más que morirse uno mismo. (…) Todas estas supercherías difundidas por televisiones y redes sociales se basan en los mismos patrones de las religiones, que no dejan de ser tretas que han tenido éxito planetario. Es difícil enfrentarse a la realidad sin recurrir a pócimas mágicas o a hechiceros más o menos arraigados en el establishment.
Escribo estas líneas acompañado de tres estampitas religiosas a la derecha del ordenador. Una es de santa Marta, que me acompañó a todas las guerras dentro de un sobre de tela verde repleto de yuyus y diversos objetos de la suerte. La segunda es de Nuestro Padre Jesús del Calvario de Montalbán de Córdoba, que me trajo María de parte de su madre. El tercero es un recordatorio funerario del periodista Miguel Gil Moreno, muerto el 24 de mayo de 2000 en Sierra Leona. Me afano en conseguir que los TAC los realice una técnica de radiología llamada Marina, todos los que pasan por sus manos salen bien. Sé que no tiene sentido, pero no dejo de intentar que me toque ella en cada prueba. El último día de junio de 2023, el que nos ha demostrado que la inmunoterapia no ha funcionado, lo realizó otra persona. Haber padecido una educación religiosa nos deja una cierta querencia a la hechicería de lo incomprensible.
Ramón Lobo (Lagunillas, Venezuela, 1955-Madrid, 2023) fue reportero de guerra y escritor. Este extracto es un adelanto de su libro póstumo, Pensión Lobo, de Península. Se publica el 5 de junio.
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