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lunes, 5 de febrero de 2024

Qué era la División Galicia y por qué arroja sombras sobre los ucranianos que emigraron a Canadá después de la Segunda Guerra Mundial

Una foto de Heinrich Himmler reuniéndose con soldados de la 14ª División de Granaderos Waffen-SS.

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Una foto de Heinrich Himmler, uno de los principales líderes nazis, con soldados de la 14ª División de Granaderos Waffen-SS en junio de 1944.

Cuando el Parlamento de Canadá aplaudió a un veterano de guerra ucraniano que luchó con la Alemania nazi, se volvió a poner sobre el tapete una parte controversial de la historia de Ucrania y su conmemoración en Canadá.

Yaroslav Hunka, el veterano ucraniano que fue ovacionado en el Parlamento el 22 de septiembre, formó parte de una unidad nazi llamada 14ª División de Granaderos Waffen-SS -también conocida como División Galicia- que se formó en 1943.


Su presencia en el Parlamento canadiense fue criticada tanto por grupos judíos como por otros parlamentarios.

El diputado Anthony Rota, que lo invitó, renunció como presidente de la Cámara de los Comunes y dijo que lamentaba profundamente el error.

Pero no es la primera vez que el papel de Ucrania en la Segunda Guerra Mundial suscita un debate en Canadá, que alberga la mayor diáspora ucraniana fuera de Europa.

En todo el país hay varios monumentos dedicados a veteranos ucranianos de la Segunda Guerra Mundial que sirvieron en la División Galicia.

Grupos judíos llevan mucho tiempo denunciando estos homenajes bajo el argumento de que los soldados de la División Galicia juraron lealtad a Adolf Hitler y fueron cómplices de los crímenes de la Alemania nazi o los cometieron ellos mismos.

Pero para algunos ucranianos, estos veteranos son luchadores por la libertad, que solo pelearon junto a los nazis para resistir a los soviéticos en su búsqueda de una Ucrania independiente.

Una historia polémica

La División Galicia lleva ese nombre por el distrito de Galicia, o Galitzia, creado por la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial en parte de lo que hoy es el oeste de Ucrania.

Formaba parte de las Waffen-SS, una unidad militar nazi que, en su conjunto, estuvo implicada en numerosas atrocidades, incluida la masacre de civiles judíos.

Más de un millón de judíos fueron asesinados en Ucrania durante la guerra, la mayoría entre 1941 y 1942.

La mayoría murieron fusilados cerca de sus casas por los alemanes nazis y sus colaboradores.

La División Galicia ha sido acusada de cometer crímenes de guerra, pero sus miembros nunca fueron declarados culpables ante un tribunal.

Grupos judíos han condenado los monumentos canadienses a los veteranos ucranianos que lucharon en las Waffen-SS. Afirman que son "una glorificación y celebración de quienes participaron activamente en los crímenes del Holocausto".

Una polémica escultura del militar ucraniano Román Shujévych cerca de la Asociación Juvenil Ucraniana en Edmonton, Canadá.

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Una polémica escultura del militar ucraniano Román Shujévych cerca de la Asociación Juvenil Ucraniana en Edmonton, Canadá.

Uno de estos monumentos se encuentra en un cementerio ucraniano privado en Oakville, Ontario, y lleva la insignia de la División Galicia.

Otro fue colocado por veteranos ucranianos de la Segunda Guerra Mundial en Edmonton (Alberta).

Un tercero, también en Edmonton, es un busto de Román Shujévych, líder nacionalista ucraniano y colaborador nazi, cuyas unidades fueron acusadas de masacrar a judíos y polacos.

La participación de Shujévych en estos crímenes, sin embargo, es objeto de debate, y no formó parte de la División Galicia.

Los monumentos, que datan de las décadas de 1970 y 1980, han sido objeto de actos de vandalismo en los últimos años, con la palabra "nazi" pintada en rojo.

Monumento al Holodomor, la hambruna que devastó a Ucrania entre 1932 y 1933 bajo el control soviético, en Edmonton, Canadá.

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Monumento al Holodomor, la hambruna que devastó a Ucrania entre 1932 y 1933 bajo el control soviético, en Edmonton, Canadá.

¿Por qué hay desacuerdo sobre lo que representan los monumentos?
El desacuerdo sobre lo que representan estos monumentos se remonta a la historia de Ucrania en la guerra, así como a la composición de la gran diáspora ucraniana de Canadá, dice David Marples, profesor de historia de Europa del Este en la Universidad de Alberta.

Durante la Segunda Guerra Mundial, millones de ucranianos sirvieron en el Ejército Rojo soviético, pero otros miles lucharon en el bando alemán bajo la División Galicia.

Los que lucharon con Alemania creían que ese país les concedería un Estado independiente libre del dominio soviético, explica Marples.

En aquella época, los ucranianos estaban resentidos con los soviéticos por su papel en la Gran Hambruna Ucraniana de 1932-1933, también conocida como Holodomor, en la que murieron unos cinco millones de ucranianos.

Las ideologías de extrema derecha estaban ganando terreno en la mayoría de los países europeos en la década de 1930 y Ucrania no fue una excepción, señala Marples.

Tras la derrota de Alemania, a algunos soldados de la División Galicia se les permitió entrar a Canadá tras rendirse a las fuerzas aliadas, una medida a la que se opusieron grupos judíos de la época.


Román Shujévych (segundo desde la izquierda abajo) junto a otros integrantes del batallón 201 en 1942.

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Román Shujévych (segundo desde la izquierda abajo) junto a otros integrantes del batallón 201 en 1942.

Algunos canadienses de ascendencia ucraniana consideran a estos soldados y a la División Galicia en general "héroes nacionales" que lucharon por la independencia del país.

También argumentan que su colaboración con la Alemania nazi fue efímera y que ellos, incluido Shujévych, acabaron luchando tanto contra los soviéticos como contra los alemanes por una Ucrania libre.

Pero la comunidad judía lo ve de otra manera.

"Lo esencial es que esta unidad, la 14ª unidad de las SS, eran nazis", declaró a la BBC Michael Mostyn, dirigente de la B'nai B'rith en Canadá.

El país norteamericano se ha enfrentado a esta historia en el pasado; una comisión se encargó en 1985 de investigar las denuncias de que Canadá se había convertido en un refugio para los criminales de guerra nazis.

Un informe publicado por esa comisión al año siguiente concluyó que no hay pruebas que vinculen a los ucranianos que lucharon con la Alemania nazi con crímenes de guerra específicos.

Y la "mera pertenencia a la División Galicia es insuficiente para justificar su enjuiciamiento", añadía el informe.

Las conclusiones del informe fueron impugnadas por grupos judíos y algunos historiadores.

El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, recibió la semana pasada al presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, quien estuvo acompañado por militares.

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El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, recibió la semana pasada al presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, quien estuvo acompañado por militares.

Marples señala que, en el momento de redactar el informe, algunos archivos de la Segunda Guerra Mundial en Ucrania y Rusia no eran accesibles.

Años más tarde se hicieron públicos, lo que impulsó una nueva investigación sobre el tema.

A través de esta investigación adicional se reveló que algunos de los que sirvieron en la División Galicia estuvieron implicados en crímenes de guerra, afirma Marples, aunque ninguno fue condenado.

Desinformación rusa que apunta a la historia de Ucrania 

Al entrar en el siglo XXI, este debate histórico se enlodó por la propaganda rusa moderna, que tachó falsamente de nazi al gobierno ucraniano para justificar su invasión.

Marples asegura que, aunque la extrema derecha sigue existiendo en Ucrania, es mucho menor de lo que la propaganda rusa intenta hacer creer.

Y los funcionarios ucranianos electos no están vinculados a ningún grupo de extrema derecha del país.

"Rusia simplificó mucho el relato", dice Marples.

Grupos ucranianos en Canadá dicen que la disputa sobre los monumentos y la aparición de Hunka en el parlamento es el resultado de esta propaganda.

Ya en 2017, antes de la invasión pero cuando las tensiones entre Rusia y Ucrania eran altas, la embajada rusa en Canadá criticó la existencia de monumentos ucranianos en Canadá, acusándolos de rendir homenaje a "colaboradores nazis".

Taras Podilsky, portavoz del Ukrainian Youth Unity Complex (en español, Complejo de Unidad Juvenil Ucraniana) de Edmonton, que alberga el busto de Shujévych, declaró que la rápida renuncia de políticos canadienses ante el episodio de Hunka es el último efecto de la campaña de desinformación rusa.

Y sostuvo que no hay pruebas que vinculen al veterano con crímenes de guerra.


Yaroslav Hunka (derecha) espera la llegada del presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, en el Parlamento de Canadá el 22 de septiembre.

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Yaroslav Hunka (derecha) espera la llegada del presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, en el Parlamento de Canadá el 22 de septiembre.

"Sin el debido proceso, esta persona es víctima de una narrativa rusa que ahora tuvo éxito", dijo Podilsky.

Mostyn, de la B'nai B'rith, reconoció la complicada naturaleza de esta historia, especialmente para algunos miembros de la diáspora ucraniana.

Pero afirmó que cualquier vínculo con el nazismo no es algo que puedan "permitir que las generaciones futuras celebren".

En términos más generales, los estudiosos del Holocausto han denunciado en los últimos años a varios países de Europa del Este por restar importancia a su papel en la masacre de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

En cuanto a los monumentos, tanto los grupos judíos de Canadá como los canadienses de ascendencia ucraniana dijeron que habían mantenido conversaciones sobre el tema.


Monumento ubicado en Edmonton que conmemora a los primeros ucranianos que se asentaron en Canadá en 1891.

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Monumento ubicado en Edmonton que conmemora a los primeros ucranianos que se asentaron en Canadá en 1891.

Ambos informaron, sin embargo, que no pudieron ponerse de acuerdo sobre el camino a seguir.

"Está en nuestra propiedad privada, no en propiedad pública, y para nosotros es un símbolo de la libertad ucraniana", dijo Podilsky sobre el busto de Shujévych en Edmonton. "Sabemos que no se cometió ningún delito", agregó.

Mostyn opinó que el reciente episodio en la Cámara de los Comunes demuestra que existen lagunas en lo que respecta al conocimiento de la historia nazi en Canadá.

"Tenemos una situación en Canadá en la que no conocemos nuestra propia historia sobre los perpetradores nazis que llegaron a este país", expresó.

Él y otros miembros de la comunidad judía de Canadá pidieron que se vuelva a examinar esta historia.

"Es realmente importante que se muestre liderazgo al más alto nivel por parte de nuestro primer ministro, para por fin abrir esto, porque es algo que la comunidad judía lleva décadas reclamando", dijo el dirigente de la B'nai B'rith.

Ucrania, División Galicia.

sábado, 13 de enero de 2024

_- ¿Y si todos los libros de historia están mal y la Segunda Guerra Mundial no empezó en 1939?

Pearl Harbor
_- Una imagen de las consecuencias del ataque japonés a la base estadounidense de Pearl Harbor en 1941.FOX PHOTOS (GETTY IMAGES)

Dos de los principales historiadores del conflicto, Antony Beevor y Olivier Wieviorka, apuntan que pudo arrancar en 1937 y en 1941, respectivamente

Sobre la Segunda Guerra Mundial se han escrito decenas de miles de libros. Se ha analizado cada batalla, el frente o la retaguardia, los generales y los gobernantes, los resistentes y colaboracionistas, por no hablar del Holocausto. Sin embargo, existen pocas investigaciones que tengan la ambición de abarcar en un solo volumen uno de los acontecimientos más decisivos y catastróficos no solo del siglo XX, sino de la historia. Dos de las más importantes, La Segunda Guerra Mundial (Pasado y Presente), del británico Antony Beevor, y Histoire totale de la Seconde Guerre Mondiale, del francés Olivier Wieviorka, que acaba de ser editada en Francia, coinciden en plantearse una cuestión crucial: ambas ponen en duda que el conflicto comenzase en 1939.

Beevor argumenta en su ensayo de 800 páginas, que apareció hace una década, que la Segunda Guerra Mundial comenzó en realidad en 1937, cuando Japón invadió China, mientras que Wieviorka cree que no se puede hablar de una contienda global hasta 1941, con el ataque japonés contra Pearl Harbour y la invasión nazi de la URSS. No son los únicos. El periodista  Manu Leguineche arrancaba así su historia general del conflicto, Los años de la infamia (Ediciones B): “La Segunda Guerra Mundial empezó en mi pueblo, Guernica [en 1937]. Así lo aseguró el embajador de Estados Unidos en Madrid, Claude Gernade Bowers, en 1954 en su libro Misión en España. El bombardeo, por vez primera en la historia, de una ciudad abierta le sirvió a la fuerza aérea alemana para ensayar sus aviones y sus bombas”.

Ian Kershaw, uno de los grandes especialistas en el nazismo, divide su historia del siglo europeo en dos periodos. El primero, titulado Descenso a los infiernos (Crítica), abarca desde 1914 a 1949, porque considera que, en realidad, hubo una única gran guerra en Europa que, además, no acabó en 1945, con la capitulación de Alemania, sino en 1949, cuando quedaron claros los contornos de la posguerra. “Había pensado concluir este primer volumen en 1945, cuando cesaron los combates”, escribe Kershaw. “Pero aunque las hostilidades acabaron oficialmente en Europa en mayo de ese año (continuaron hasta el mes de agosto contra Japón), el fatídico rumbo que siguieron los años 1945-1949 vino determinado de forma tan evidente por la guerra y las reacciones ante ella, que pensé que estaba justificado mirar un poco más allá del momento en que la paz volvió a instalarse oficialmente en el continente”.
Soldados soviéticos en la batalla de Stalingrado, entre septiembre de 1942 y febrero de 1943.Soldados soviéticos en la batalla de Stalingrado, entre septiembre de 1942 y febrero de 1943.
ROGER VIOLLET (ROGER VIOLLET VIA GETTY IMAGES)

Según la cronología canónica, la Segunda Guerra Mundial estalla con la invasión nazi de Polonia, el 1 de septiembre de 1939. El 22 de junio de 1941, Hitler lanza la invasión a gran escala de la URSS, pese a haber firmado un pacto con Stalin. El 7 de diciembre de 1941, Japón ataca por sorpresa la base estadounidense en HawáiEl 7 de diciembre de 1941, Japón ataca por sorpresa la base estadounidense en Hawái, y Estados Unidos entra en el conflicto. El 8 de mayo de 1945, se produce la rendición incondicional de Alemania (en los países occidentales se conmemora el 8, mientras que en Rusia se celebra el 9, en uno de los primeros signos de la división que se iba a abrir entre los antiguos aliados). El 14 de agosto de 1945, tras el lanzamiento de dos bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki, Japón se rinde incondicionalmente y acaba “un conflicto bárbaro en el que murieron entre 60 y 70 millones de personas, un macabro balance en el que los civiles se llevaron la peor parte”, escribe Wieviorka.

Pero en una contienda tan brutal y compleja, que implicó a 23 países y se desarrolló en todos los continentes menos América (aunque uno de los principales contendientes fuese Estados Unidos), es imposible que no haya debates en torno a su cronología. “Yo mismo y otros historiadores tenemos el sentimiento de que no se puede ignorar la guerra chino-japonesa que empezó en 1937 y que continuó hasta 1945″, explica por correo electrónico Antony Beevor, el más famoso historiador vivo del conflicto. “Tampoco se puede ignorar el enfrentamiento entre la URSS y Japón en la batalla de Jaljin Gol, conocida también como el incidente de Nomonhan, en agosto de 1939, porque cambió el curso de la guerra: Japón decidió no invadir Siberia, sino atacar en sus territorios en Asia a Estados Unidos, Reino Unido y Holanda”.
El soldado coreano Yang Kyoungjong, combatiente en el ejército alemán, capturado por los aliados en Normandía, en junio de 1944.El soldado coreano Yang Kyoungjong, combatiente en el ejército alemán, capturado por los aliados en Normandía, en junio de 1944.

De hecho, su libro La Segunda Guerra Mundial arranca con una imagen que une esos múltiples conflictos, que la historiografía más tradicional ha tratado de forma separada: muestra a un soldado coreano, prisionero de los aliados, poco después del desembarco de junio de 1944. Aquel combatiente, Yang Kyoungjong, fue reclutado a la fuerza por los japoneses y enviado a Manchuria en 1938. Fue capturado posteriormente por los soviéticos en la batalla de Jaljin Gol, pero en 1942 lo obligaron a combatir en Járkov, donde fue a su vez capturado por los nazis, que también lo obligaron a servir en un batallón de extranjeros encargado de la defensa de la playa de Utah, durante el desembarco aliado en Normandía de junio de 1944. Pasó un tiempo en un campo de prisioneros en el Reino Unido y, cuando fue liberado, emigró a Estados Unidos. Falleció en 1992 en Illinois, después de haber sobrevivido a demasiadas guerras, que en realidad fueron una.

El libro de Wieviorka, una obra monumental de casi 1.000 páginas, editada a medias por Perrin y el Ministerio francés de Defensa, adopta otro punto de vista: la contienda fue, en realidad, una amalgama de guerras diferentes, pero no se convirtió en global hasta 1941. “A los historiadores les gusta cuestionar las divisiones cronológicas, incluso cuando parecen obvias”, explica por correo electrónico Wieviorka, de 63 años, autor de una amplísima bibliografía sobre el conflicto y un gran experto en la Resistencia francesa. “Por ejemplo, las fechas de la Primera Guerra Mundial (¿terminó en 1918?) o de la Guerra Fría (¿empezó en 1917?, ¿en 1943?, ¿en 1945?, ¿en 1947?) están abiertas al debate. La Segunda Guerra Mundial no es una excepción. El punto de vista de Beevor es totalmente defendible. Por mi parte, creo que debemos fijarnos en el significado de las palabras. Si pensamos en el conflicto como una guerra mundial, que obliga a los beligerantes a conectar los distintos teatros de operaciones, la guerra se convierte en verdaderamente mundial en 1941, con la entrada en liza de Estados Unidos, Japón y la Unión Soviética”.
Soldados soviéticos celebran en Berlín el final de la Segunda Guerra Mundial el 9 de mayo de 1945, en una foto tomada por Mark Redkin.Soldados soviéticos celebran en Berlín el final de la Segunda Guerra Mundial el 9 de mayo de 1945, en una foto tomada por Mark Redkin.
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Sin embargo, Wieviorka no comparte la opinión de Leguineche —y de otros historiadores— de que la Guerra Civil española (1936-1939, aunque para ciertos investigadores empezó en 1934 en Asturias) formó parte de ese gran conflicto. “Algunos autores afirman que la Guerra de España fue un ‘ensayo general’ de la Segunda Guerra Mundial. No comparto esta opinión. Hay que admitir que hubo una serie de presagios de ese conflicto, como el bombardeo de civiles. Pero, por lo demás, sigo siendo escéptico. En primer lugar, porque Asia no participó en modo alguno, ni tampoco Estados Unidos. En segundo lugar, porque el componente naval desempeñó un papel limitado. Por último, y sobre todo, me parece que las cuestiones internas pesaron más que las cuestiones más globales que caracterizaron la Segunda Guerra Mundial”.

Otro gran investigador del contienda, Max Hastings, también escribió una historia global, Se desataron todos los infiernos. Historia de la Segunda Guerra Mundial (Crítica). No pone en duda la cronología oficial, pero aporta una frase que resume muy bien la dimensión de aquel cataclismo: “Fue la más colosal y terrible experiencia de cuantas haya vivido el ser humano, que siempre inspira a quienes la abordan desde nuestros tiempos una gran humildad nacida de la gratitud por no haber tenido que vivir nada comparable”. Lo peor no es que todavía no sepamos ni cuándo empezó ni cuándo terminó: lo peor es que para algunos dictadores, como Vladímir Putin, todavía puede ser utilizada para empezar una nueva guerra.


miércoles, 2 de agosto de 2023

_- Nuevas armas para contar la II Guerra Mundial.

La Batalla de Stalingrado. La Batalla de Stalingrado.
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_- ‘El faro de Stalingrado’, de Iain MacGregor, ejemplifica la manera innovadora de acercarse a la devastadora contienda por parte de los historiadores actuales. Recomendaciones literarias para ir al combate

La II Guerra Mundial se sigue luchando en los libros. El tema no deja de interesar pese a la distancia que nos va separando de la contienda —en 2025 se cumplirán 80 años de su final— y los otros enfrentamientos que se han ido produciendo, el último la guerra de Ucrania, donde los panzers de fabricación alemana ya no se llaman Tiger o Panther sino Leopard. Pero aunque la producción editorial sobre la II Guerra Mundial no desciende para nada sí que se detectan cambios en la forma de abordar aquel devastador conflicto, el peor (de momento, no seamos demasiado optimistas) en la historia de la humanidad. Se buscan episodios y personajes inéditos o poco tratados, ángulos de enfoque distintos para lo ya conocido, y nuevas formas de contar. Nuevas armas, por usar un lenguaje pertinentemente bélico. No se trata de dar con “armas milagrosas” como las que anunciaba Hitler para ganar la guerra —aunque Robert Harris ha encontrado precisamente una vía estupenda para explicar el tema de la cohetería nazi y la Vergeltungswaffe 2 (arma de represalia): su espléndida novela V2 (Hutchinson, 2020, inexplicablemente aún no traducida al castellano)—, pero sí hallar algo que justifique volver a unos campos de batalla en general muy transitados y a un conflicto en el que muchos lectores son verdaderos especialistas y no les das gato por liebre.

En ese sentido, resulta ejemplar lo que ha hecho el historiador escocés Iain MacGregor (Aberdeen, 55 años) en su ensayo El faro de Stalingrado, subtitulado La verdad oculta en el corazón de la mayor batalla de la II Guerra Mundial (Ático de los Libros, 2023). MacGregor nos lleva de vuelta a aquel infierno —del que precisamente trata también otra novedad, Stalingrado, de Jonathan Trigg (Pasado & Presente, 2023), con la especificidad de relatar la batalla desde la óptica de los alemanes—. “El reto es encontrar nuevos datos, pero sobre todo historias con interés humano, y adoptando una perspectiva más cercana”, señaló MacGregor a este diario durante una reciente entrevista en Barcelona. El historiador ha conseguido ambas cosas en su libro: lo centra en la lucha entre dos unidades clave, la 71ª división de infantería alemana y la 13ª división de Fusileros de la Guardia, y especialmente en la Casa de Pávlov, en el 61 de la calle Penzenskaya, un edificio legendario en el medio de la feroz pugna por Stalingrado y menos conocido para el lector aficionado a la historia militar que las emblemáticas factorías de la Fábrica de tractores, la de armas de Barrikady, el elevador de grano o la acería Octubre Rojo, pero que para los habitantes de la antigua URSS constituye un símbolo muy especial de la lucha heroica de los defensores de la ciudad. Y al mismo tiempo, el historiador aporta nuevos testimonios inéditos que, aunque parezca increíble a estas alturas, reescriben en algunos aspectos y detalles el relato tradicional de la batalla.

MacGregor, además se entrega a un sutilísimo ejercicio de análisis crítico y desmitificador del relato oficial sobre la Casa de Pávlov, Álamo dentro del Álamo de Stalingrado (se decía que habían muerto más alemanes tratando de tomar la Casa que en la captura de París en 1940), defendida con uñas y dientes por un puñado de guardias miembros de distintos pueblos soviéticos bajo el mando del sargento menor (junior sargent) ruso Pávlov (en la traducción española del libro “sargento inferior”, lo que suena peligrosamente a, glups, Untermensch) . El nombre clave de la posición era Faro. El historiador desmenuza los testimonios para extraer la verdad bajo la leyenda, pero tratando de no desprestigiar a nadie ni herir los sentimientos de una comunidad que venera a aquellos soldados que se dejaron la vida para parar a los nazis en aquel matadero a orillas del Volga. No hay que olvidar que en la gran carnicería de la II Guerra Mundial fueron los soviéticos los que pusieron la mayor parte de muertos para, como reconoció el propio Churchill, “arrancar las entrañas al ejército alemán”. En Stalingrado la cuenta de la parca fue de una proporción de 16 soviéticos muertos por cada alemán.

Lo más interesante del libro (entre sus muchas cosas apasionantes, como la forma tan vívida de relatar los combates cuerpo a cuerpo “prácticamente medievales”: la pala corta del soldado, empleada junto al subfusil PPSh-41 y las granadas, se convirtió en la terrorífica arma blanca favorita de la infantería soviética), es el excepcional relato de la rendición del comandante alemán, el recién nombrado mariscal Paulus. MacGregor pudo disponer, gracias a la familia del militar, del material inédito (diarios, cartas, dibujos y unas memorias) dejado por un alto jefe de la Wehrmacht, el general Friedrich Roske, que estuvo al lado de Paulus en las horas finales del Sexto Ejército atrapado hasta su destrucción en el kessel, el caldero hirviente de Stalingrado, y de hecho al mando de lo que quedaba del otrora poderoso contingente. “Su testimonio”, recalca el historiador, “significa una nueva voz de la batalla y nos permite ver la rendición de una manera también nueva”.

“Por su testimonio”, continúa, “está claro que fue él el que estuvo al frente de la rendición final, el que la organizó y coreografió para tratar de mantener la dignidad del ejército derrotado. Y también aporta información sobre los pensamientos del postrado y abatido Paulus y sus sentimientos con respecto a Hitler”. Roske —paradójicamente jefe de la División Afortunada (la 71ª de infantería de la Baja Sajonia), aniquilada en el cerco—, “fue decisivo en que el mariscal no se suicidara siguiendo las directrices del Führer”. En el relato del general, Paulus “resulta una figura más simpática” (si es que se puede usar ese adjetivo con Paulus: MacGregor recuerda que era el líder de un ejército genocida, pues elementos del Sexto participaron en masacres) de lo que estamos acostumbrados a ver. En uno de los momentos sensacionales del relato de Roske recogido en el libro, un sargento soviético se asoma al coche en el que está Paulus tras la rendición, carga una ametralladora alemana que ha tomado al enemigo y apunta al mariscal diciendo: “¡Ah, el general que ha matado a tanta gente y ahora se marcha como si nada!”. En el último momento, un teniente ruso le impide disparar.

¿Cómo es posible que tantos años después un testimonio clave como el de Roske permaneciera inédito? “Roske estuvo 13 años cautivo en los gulags de Siberia y los Urales y cuando regresó a Alemania en 1955 ya se habían publicado muchos relatos de figuras clave del ejército como los de Manstein, Guderian o el propio Paulus. A Roske no se le permitió volver al ejército y cayó en una depresión. Un año después de regresar, en la Navidad de 1956, se suicidó”. MacGregor no lo cuenta en el libro, pues lo supo después por la familia, pero explica en la conversación que Roske se mató ingiriendo una píldora de cianuro, probablemente la misma que se había distribuido a los mandos en Stalingrado para el Götterdämmerung mandado por Hitler y que él conservó para usarla tantos años después.

MacGregor, que por cierto echa pestes del filme Enemigo a las puertas, aporta además en su libro otro testimonio inédito, los documentos personales de, en contraste con el general Roske, un soldado de a pie, el Unteroffizier, suboficial subalterno, Albert Wittenberg, que permiten asomarse a la (pavorosa) experiencia del combatiente de base en Stalingrado. La historia se equilibra con numerosos testimonios soviéticos que el historiador consiguió con su entrevista al nieto del general Chuikov (artífice de la defensa de Stalingrado y que propugnó la táctica de “abrazar al enemigo”, situándose lo más cerca posible de él, la “guerra de ratas” que decían los alemanes), y con sus visitas a la actual Volgogrado, donde se zambulló en los archivos del Museo Panorama y encontró la colaboración de grupos de investigadores locales. MacGregor subraya la importancia de Stalingrado: “Fue el final de la guerra librada en los términos de Hitler, luego ya la batalla de Kursk fue otra cosa”.

“Hay que construir una nueva narrativa, y poner carne y piel a la historia”, señala MacGregor

El historiador es consciente de que El faro de Stalingrado es un ejemplo de cómo reenfocar y recontar la II Guerra Mundial. “Es una historia con una buena investigación que muestra que las cosas no son inamovibles y dependen de la evolución al aparecer nuevos materiales”, reflexiona. “Hay que construir una nueva narrativa, y poner carne y piel a la historia”, señala MacGregor, que además de historiador y autor es editor de no ficción, lo que le pone en una situación privilegiada, “con un pie en cada mundo”, para analizar el panorama. “Es importante no repetir lo que ya se ha hecho: Antony Beevor es un ejemplo, su magnífico Stalingrado ha sido una inspiración para mí, y puso el listón muy alto, pero hay que buscar nuevos planteamientos”. En ese sentido, “la Casa de Pávlov me daba un punto de vista innovador para contar la batalla”. El historiador dice que le gusta “esa perspectiva como de Beau Geste”, con la casa soviética rodeada como el fuerte Zinderneuf de la novela de P. C. Wren.

Muy parecido es el arranque, con el as de caza alemán Johannes Steinhoff oteando el cielo desde las alturas de Erice, sobre Trapani, de otro historiador de la nueva generación, James Holland, en su Sicilia: 1943, espléndido relato de la campaña Aliada en la isla (Ático de los libros, 2021). Y también es ejemplo de las nuevas maneras de contar la II Guerra Mundial el libro del propio Holland Brothers in Arms (Bantam Press, 2021), en el que sigue casi íntimamente, con gran pulso narrativo (Holland también escribe obras de ficción), a un regimiento de tanques británico, los Sherwood Rangers, desde el desembarco de Normandía hasta el final de la guerra. El fin de la contienda es justamente lo que cuenta otro libro notable, Ocho días de mayo, de la muerte de Hitler al final del Tercer Reich (Taurus, 2023), de Volker Ulrich, que relata con intensidad la caída del régimen y trata cosas tan interesantes como la polémica en torno al libro Una mujer en Berlín, la curiosa historia de la hermana filonazi de Marlene Dietrich, la obsesión de Hitler con su colección de arte o el repentino olvido sobre su pasado al que se entregó masivamente la sociedad alemana.

“Si quieres conseguir ampliar tus lectores a una audiencia no especializada en historia militar, has de poner mucho énfasis en lo humano”, añade MacGregor No olvidarse de cuidar los elementos tácticos y estratégicos es fundamental, recalca MacGregor, “pero si quieres conseguir ampliar tus lectores a una audiencia no especializada en historia militar has de poner mucho énfasis en lo humano”. Se trata de “crear empatía” con lo que se cuenta. Siempre recordando que la guerra es una peste y algo que “te destruye física y mentalmente”.

Nuevas formas de contar son las que ha empleado Ben Macintyre en dos libros muy entretenidos e iluminadores que abordan aspectos colaterales de la contienda: Los hombres del SAS (Crítica, 2017, reimpreso el año pasado con motivo de la serie televisiva), sobre las acciones en la primera parte de la guerra de la unidad de operaciones especiales creada por Stirling en el Norte de África; y Los prisioneros de Colditz (Crítica, 2023), una aproximación muy desmitificadora al castillo alemán de reclusión de prisioneros de guerra díscolos y sus famosas fugas. Sobre unidades de operaciones especiales, un campo amplio y muy fértil para escribir de la II Guerra Mundial a destacar asimismo la maravillosa El oasis perdido, Almásy, Zerzura y la guerra del desierto, de Saul Kelly (Desperta Ferro, 2018), y el libro que ha escrito sobre el Special Boat Service, SBS, Silent Warriors (Collins, 2022) Saul David, gran especialista en guerras victorianas pero que últimamente ha cambiado de tercio y también nos llevó a la sangrienta Okinawa, presentada como “la última gran batalla de la II Guerra Mundial” en The Crucible of Hell (Collins, 2021).

Otra aproximación reciente muy valiosa a una batalla que, como la de Stalingrado, ha sido muy tratada, es el Leningrado de Anna Reid (de 2011), que publicó el año pasado en nuestro país Debate. Sin salir del frente del Este, Estalinismo en guerra, del historiador Mark Edele (Desperta Ferro, 2022), es una profunda y documentada inmersión en la forma en que gestionó la Unión Soviética el brutal trauma del conflicto (la obra abarca desde 1937 hasta 1949).

Y a destacar, como muestra de original enfoque, muy personal y con una impactante perspectiva moral, El club de los bombarderos (Taurus, 2022), sobre la cadena de acontecimientos y decisiones (y personalidades) que llevaron al ataque indiscriminado contra las ciudades japonesas por las superfortalezas B-29, empezando por la Operación Encuentro que devastó el centro de Tokio con el recién descubierto napalm la noche del 9 de marzo de 1945.

Interesantísimo también Ladrones de libros (Desperta Ferro, 2022), de Anders Rydell, sobre un frente poco conocido, el de los bibliotecarios —y el propio autor— empeñados en la búsqueda y recuperación de los libros saqueados en las bibliotecas públicas y privadas de toda Europa por los nazis y sus tropas durante la II Guerra Mundial (no sólo los quemaban).

La vieja guardia, sin embargo, no deja de dar guerra (y valga la frase). Antes de viajar a la crisis de los misiles de Cuba, el gran Max Hastings nos envió a defender Malta de los Stukas y todo lo que podía arrojar Hitler contra la isla en la musculada Operation Pedestal, the Fleet that Battled to Malta 1942 (Collins, 2021, también injustificablemente sin publicar en castellano), un espléndido relato al que la glorificación de la Royal Navy no le resta un ápice de emoción. “Hastings siempre es brillante”, apunta MacGregor, que aprovecha para señalar la falta de suficientes libros británicos sobre derrotas como Singapur o Tobruk. “Sólo tienes éxito en el Reino Unido si publicas libros sobre victorias o sobre Dunkerque, y el frente oriental es mucho menos popular”. Por cierto, de Hastings se publicó en 2021 (Crítica) Operación Castigo, su relato clásico (¡un hurra por los Lancaster!) de una de esas grandes hazañas británicas, la destrucción con bombarderos y la bomba saltarina Upkeep de las presas del Ruhr en 1943.

Al pedirle al historiador que recomiende algunos libros sobre la II Guerra Mundial, cita Black Snow, de James M. Scott (Norton, 2022), “lleno de nueva información y testimonios”, precisamente sobre los citados atroces bombardeos estadounidenses de Tokio que antecedieron y mataron más gente incluso que las bombas atómicas, y, como en el caso, de El club de los bombarderos, centrado especialmente en el controvertido general de aviación Curtis LeMay; y The Red Hotel, de Alan Philips, sobre los corresponsales extranjeros confinados en el hotel Metropole de Moscú durante la II Guerra Mundial y la guerra de desinformación de Stalin (Simon & Schuster, 2023).

De la fábrica de tractores a la acería de Mauripol
No se puede dejar marchar al autor de un libro tan iluminador sobre Stalingrado como Iain MacGregor sin pedirle una comparación entre aquella batalla y las que se libran en Ucrania. ¿No recuerdan los combates que tuvieron lugar en la acería de Azovstal en Mauripol en 2022 a los de la Fábrica de tractores de Stalingrado, con los miembros de la Brigada de asalto Azóv ucrania como defensores en la primera? "Hay paralelismos, me preguntan mucho por la conexión Stalingrado-Ucrania. Hay cosas que se repiten, sí, pero diríase que con los papeles invertidos. Los invasores ahora son los rusos y sus enemigos los que reciben armas de los nuevos Aliados. Los rusos no han dejado de vincular su guerra en Ucrania con la victoria de Stalingrado. En el 80 aniversario del fin de la batalla, el pasado 2 febrero, se vio cómo se trataba de fundir ambas historias y las dos iconografías. Incluso hay una Brigada Stalingrado rusa que combate en Ucrania”. Los ucranios han usado menos el relato. “Porque quieren formar parte de Occidente, rechazan formar parte del discurso oficial ruso, aunque no dejan de sentir orgullo por una victoria en la que, no lo olvidemos, los ucranios, como la mayor nacionalidad en el Ejército Rojo tras los rusos, fueron decisivos, y murieron muchos a manos de las tropas de Hitler, más que estadounidenses y británicos juntos. La propaganda de Putin, por otro lado, ha tratado de recordar y enfatizar los vínculos de algunos ucranios con el ejército nazi”. El historiador acuerda que los ucranios podrían aprovechar mejor hoy el simbolismo de resistencia de la Casa de Pávlov…

lunes, 6 de marzo de 2023

‘Sobre la historia natural de la destrucción’: el incómodo recuerdo de los bombardeos aliados sobre Alemania.

El director ucranio Loznitsa lleva al cine el ensayo de W. G. Sebald sobre los ataques aéreos masivos contra la población civil alemana durante la Segunda Guerra Mundial



Seiscientos mil civiles alemanes murieron víctimas de la batalla aérea de los aliados sobre el país durante la Segunda Guerra Mundial. Tres millones y medio de viviendas de ciudades como Dresde, Colonia y Hamburgo quedaron destruidas. Y Winston Churchill llegó a decir en un discurso: “La población civil alemana tiene una manera fácil de escapar de esta severidad: lo que deben hacer es dejar las ciudades donde llevan a cabo los trabajos de munición; abandonar su trabajo, salir al campo y mirar el fuego en sus casas desde la distancia”.

Sin embargo, como escribió W. G. Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción, poco se reflexionó en Alemania en las décadas siguientes acerca de este drama, de los bombardeos conscientes y planificados contra la población civil, a causa de la posición sumamente precaria de quienes vivían en una sociedad desacreditada moralmente por completo. Un pueblo que había asesinado y maltratado hasta la muerte a seis millones de seres humanos no podía pedir cuentas a las potencias vencedoras de la lógica político-militar que dictó la destrucción de las ciudades alemanas.

El incómodo ensayo de investigación de Sebald (Wertach, Alemania, 1944-Norfolk, Reino Unido, 2001) sobre aquel ominoso silencio, publicado en 1999, encuentra ahora una singular traslación cinematográfica con un documental homónimo del ucranio Sergei Loznitsa (de estreno exclusivo en Filmin), compuesto a base de imágenes filmadas en su día de los bombardeos sobre Alemania durante la guerra, algunas de ellas inéditas, al tiempo que se medita sobre la destrucción masiva y el concepto de víctima. Ahora bien, no con la elocuencia de Sebald sino únicamente desde el silencio de las estampas reales, apenas punteadas por el sonido de las bombas y un par de discursos de Churchill y del mariscal británico Montgomery.

Loznitsa no juzga, solo muestra para que la memoria de aquellas devastadoras operaciones sea tan expresiva como las palabras de Sebald. Aunque, desde luego, la organización de ese material de archivo no deje lugar a demasiadas dudas: se está denunciando una masacre que, traída a nuestro mundo contemporáneo, encuentra particular reflejo en los bombardeos rusos de las ciudades ucranias, en los objetivos civiles como motor de destrucción en tantas contiendas actuales o recientes.

El siempre interesantísimo Loznitsa ha ido bifurcando su carrera en dos esencias. Las películas de ficción alrededor de tanto la sociedad de su tiempo como la del pasado, de los conflictos armados en su tierra desde la contienda mundial hasta el presente: En la niebla, La sumisa, Donbass. Y los documentales retrospectivos y analíticos, particularmente de metraje encontrado, en torno a las miserias físicas y morales, a los escombros de la Segunda Guerra Mundial y de la propia Ucrania de hoy: Austerlitz, Victory Day, State Funeral, Babi Yar. Context, Maidan. Sobre la historia natural de la destrucción, que pertenece obviamente a la segunda vertiente, se inicia con imágenes del supuesto paraíso que era la Alemania nazi. Estampas de la población civil en paz, cafés y terrazas atestadas de gente en una aparente libertad. Todo en un orden tan impoluto, incluso la fiesta, que estremece ir viendo en aquel idílico universo la simbología nazi adornando las calles, los retratos de Adolf Hitler en cualquier rincón de los interiores, el sello de la barbarie en forma de esvástica en el lomo y la cola del Hindenburgh, que sobrevuela el cielo de Berlín como icono propagandístico de un régimen todopoderoso.

Sin embargo, de ahí, a través de una cadencia elegante y casi mortuoria, sin voz en off ni declaraciones ni diálogos ni intertítulos explicativos, salvo las palabras citadas de Churchill y Montgomery, el director ucranio rompe aquella diabólica limpieza, aquella obligada (o no) sintonía social, con los estruendos de la guerra, sonorizados en posproducción para reconstruir la resonancia original. Unas imágenes aéreas que, en una de esas tenebrosas paradojas del cine y de la vida, resultan hipnóticas: el trágico espectáculo visual de los bombardeos nocturnos. Y, por supuesto, los efectos de aquel fuego, los físicos y, de soslayo, también los morales. El humo y el olor de la muerte. Todo ello punteado por una formidable banda sonora de Christiaan Verbeek, que además confluye con otra de las secuencias de la película que dice mucho más de lo que muestra. Un concierto de la Filarmónica de Berlín, interpretando fragmentos de Los maestros cantores de Núremberg, de Richard Wagner, y dirigida por Wilhelm Furtwängler, paradigmático personaje sobre el que el húngaro István Szabó compuso una fascinante película de inquietante cavilación moral acerca del papel de los artistas durante el nazismo: Taking Sides (Requiem por un imperio).

La ilegitimidad de los bombardeos masivos, aunque fueran en pos de una causa justa y de la defensa de unos valores democráticos y de libertad, está en la base de la película. Así como la conciencia moral resultante y las continuas desavenencias con la memoria. Dice Sebald en su ensayo que la creación en Alemania de “una nueva realidad sin historia orientó a la población exclusivamente hacia el futuro y la obligó a callar acerca de lo que había sucedido”. ¿Por dónde habría habido que comenzar entonces una historia natural de la destrucción? Quizá lo que Loznitsa nos viene a decir, siguiendo a Sebald, es que, aunque los bombardeos realmente pioneros de las ciudades y de la población civil se debieron a los alemanes (Gernika, Varsovia, Róterdam), aquella aniquilación de las ciudades germanas por parte de los aliados también representa una sombra reveladora de lo que fue aquella guerra y de lo que suponen todas las contiendas. Una cruel tormenta que nos invita posteriormente a mirar hacia delante, pero que, expuestos a la desintegración del recuerdo, nos está obligando a nuevas y terribles planificaciones de la destrucción.

Sobre la historia natural de la destrucción
Dirección: Sergei Loznitsa.
Género: documental. Alemania-Lituania-Países Bajos, 2022.
Duración: 112 minutos.
Estreno: 9 de diciembre.