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sábado, 13 de enero de 2024

_- ¿Y si todos los libros de historia están mal y la Segunda Guerra Mundial no empezó en 1939?

Pearl Harbor
_- Una imagen de las consecuencias del ataque japonés a la base estadounidense de Pearl Harbor en 1941.FOX PHOTOS (GETTY IMAGES)

Dos de los principales historiadores del conflicto, Antony Beevor y Olivier Wieviorka, apuntan que pudo arrancar en 1937 y en 1941, respectivamente

Sobre la Segunda Guerra Mundial se han escrito decenas de miles de libros. Se ha analizado cada batalla, el frente o la retaguardia, los generales y los gobernantes, los resistentes y colaboracionistas, por no hablar del Holocausto. Sin embargo, existen pocas investigaciones que tengan la ambición de abarcar en un solo volumen uno de los acontecimientos más decisivos y catastróficos no solo del siglo XX, sino de la historia. Dos de las más importantes, La Segunda Guerra Mundial (Pasado y Presente), del británico Antony Beevor, y Histoire totale de la Seconde Guerre Mondiale, del francés Olivier Wieviorka, que acaba de ser editada en Francia, coinciden en plantearse una cuestión crucial: ambas ponen en duda que el conflicto comenzase en 1939.

Beevor argumenta en su ensayo de 800 páginas, que apareció hace una década, que la Segunda Guerra Mundial comenzó en realidad en 1937, cuando Japón invadió China, mientras que Wieviorka cree que no se puede hablar de una contienda global hasta 1941, con el ataque japonés contra Pearl Harbour y la invasión nazi de la URSS. No son los únicos. El periodista  Manu Leguineche arrancaba así su historia general del conflicto, Los años de la infamia (Ediciones B): “La Segunda Guerra Mundial empezó en mi pueblo, Guernica [en 1937]. Así lo aseguró el embajador de Estados Unidos en Madrid, Claude Gernade Bowers, en 1954 en su libro Misión en España. El bombardeo, por vez primera en la historia, de una ciudad abierta le sirvió a la fuerza aérea alemana para ensayar sus aviones y sus bombas”.

Ian Kershaw, uno de los grandes especialistas en el nazismo, divide su historia del siglo europeo en dos periodos. El primero, titulado Descenso a los infiernos (Crítica), abarca desde 1914 a 1949, porque considera que, en realidad, hubo una única gran guerra en Europa que, además, no acabó en 1945, con la capitulación de Alemania, sino en 1949, cuando quedaron claros los contornos de la posguerra. “Había pensado concluir este primer volumen en 1945, cuando cesaron los combates”, escribe Kershaw. “Pero aunque las hostilidades acabaron oficialmente en Europa en mayo de ese año (continuaron hasta el mes de agosto contra Japón), el fatídico rumbo que siguieron los años 1945-1949 vino determinado de forma tan evidente por la guerra y las reacciones ante ella, que pensé que estaba justificado mirar un poco más allá del momento en que la paz volvió a instalarse oficialmente en el continente”.
Soldados soviéticos en la batalla de Stalingrado, entre septiembre de 1942 y febrero de 1943.Soldados soviéticos en la batalla de Stalingrado, entre septiembre de 1942 y febrero de 1943.
ROGER VIOLLET (ROGER VIOLLET VIA GETTY IMAGES)

Según la cronología canónica, la Segunda Guerra Mundial estalla con la invasión nazi de Polonia, el 1 de septiembre de 1939. El 22 de junio de 1941, Hitler lanza la invasión a gran escala de la URSS, pese a haber firmado un pacto con Stalin. El 7 de diciembre de 1941, Japón ataca por sorpresa la base estadounidense en HawáiEl 7 de diciembre de 1941, Japón ataca por sorpresa la base estadounidense en Hawái, y Estados Unidos entra en el conflicto. El 8 de mayo de 1945, se produce la rendición incondicional de Alemania (en los países occidentales se conmemora el 8, mientras que en Rusia se celebra el 9, en uno de los primeros signos de la división que se iba a abrir entre los antiguos aliados). El 14 de agosto de 1945, tras el lanzamiento de dos bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki, Japón se rinde incondicionalmente y acaba “un conflicto bárbaro en el que murieron entre 60 y 70 millones de personas, un macabro balance en el que los civiles se llevaron la peor parte”, escribe Wieviorka.

Pero en una contienda tan brutal y compleja, que implicó a 23 países y se desarrolló en todos los continentes menos América (aunque uno de los principales contendientes fuese Estados Unidos), es imposible que no haya debates en torno a su cronología. “Yo mismo y otros historiadores tenemos el sentimiento de que no se puede ignorar la guerra chino-japonesa que empezó en 1937 y que continuó hasta 1945″, explica por correo electrónico Antony Beevor, el más famoso historiador vivo del conflicto. “Tampoco se puede ignorar el enfrentamiento entre la URSS y Japón en la batalla de Jaljin Gol, conocida también como el incidente de Nomonhan, en agosto de 1939, porque cambió el curso de la guerra: Japón decidió no invadir Siberia, sino atacar en sus territorios en Asia a Estados Unidos, Reino Unido y Holanda”.
El soldado coreano Yang Kyoungjong, combatiente en el ejército alemán, capturado por los aliados en Normandía, en junio de 1944.El soldado coreano Yang Kyoungjong, combatiente en el ejército alemán, capturado por los aliados en Normandía, en junio de 1944.

De hecho, su libro La Segunda Guerra Mundial arranca con una imagen que une esos múltiples conflictos, que la historiografía más tradicional ha tratado de forma separada: muestra a un soldado coreano, prisionero de los aliados, poco después del desembarco de junio de 1944. Aquel combatiente, Yang Kyoungjong, fue reclutado a la fuerza por los japoneses y enviado a Manchuria en 1938. Fue capturado posteriormente por los soviéticos en la batalla de Jaljin Gol, pero en 1942 lo obligaron a combatir en Járkov, donde fue a su vez capturado por los nazis, que también lo obligaron a servir en un batallón de extranjeros encargado de la defensa de la playa de Utah, durante el desembarco aliado en Normandía de junio de 1944. Pasó un tiempo en un campo de prisioneros en el Reino Unido y, cuando fue liberado, emigró a Estados Unidos. Falleció en 1992 en Illinois, después de haber sobrevivido a demasiadas guerras, que en realidad fueron una.

El libro de Wieviorka, una obra monumental de casi 1.000 páginas, editada a medias por Perrin y el Ministerio francés de Defensa, adopta otro punto de vista: la contienda fue, en realidad, una amalgama de guerras diferentes, pero no se convirtió en global hasta 1941. “A los historiadores les gusta cuestionar las divisiones cronológicas, incluso cuando parecen obvias”, explica por correo electrónico Wieviorka, de 63 años, autor de una amplísima bibliografía sobre el conflicto y un gran experto en la Resistencia francesa. “Por ejemplo, las fechas de la Primera Guerra Mundial (¿terminó en 1918?) o de la Guerra Fría (¿empezó en 1917?, ¿en 1943?, ¿en 1945?, ¿en 1947?) están abiertas al debate. La Segunda Guerra Mundial no es una excepción. El punto de vista de Beevor es totalmente defendible. Por mi parte, creo que debemos fijarnos en el significado de las palabras. Si pensamos en el conflicto como una guerra mundial, que obliga a los beligerantes a conectar los distintos teatros de operaciones, la guerra se convierte en verdaderamente mundial en 1941, con la entrada en liza de Estados Unidos, Japón y la Unión Soviética”.
Soldados soviéticos celebran en Berlín el final de la Segunda Guerra Mundial el 9 de mayo de 1945, en una foto tomada por Mark Redkin.Soldados soviéticos celebran en Berlín el final de la Segunda Guerra Mundial el 9 de mayo de 1945, en una foto tomada por Mark Redkin.
LASKI DIFFUSION (GETTY IMAGES)
Sin embargo, Wieviorka no comparte la opinión de Leguineche —y de otros historiadores— de que la Guerra Civil española (1936-1939, aunque para ciertos investigadores empezó en 1934 en Asturias) formó parte de ese gran conflicto. “Algunos autores afirman que la Guerra de España fue un ‘ensayo general’ de la Segunda Guerra Mundial. No comparto esta opinión. Hay que admitir que hubo una serie de presagios de ese conflicto, como el bombardeo de civiles. Pero, por lo demás, sigo siendo escéptico. En primer lugar, porque Asia no participó en modo alguno, ni tampoco Estados Unidos. En segundo lugar, porque el componente naval desempeñó un papel limitado. Por último, y sobre todo, me parece que las cuestiones internas pesaron más que las cuestiones más globales que caracterizaron la Segunda Guerra Mundial”.

Otro gran investigador del contienda, Max Hastings, también escribió una historia global, Se desataron todos los infiernos. Historia de la Segunda Guerra Mundial (Crítica). No pone en duda la cronología oficial, pero aporta una frase que resume muy bien la dimensión de aquel cataclismo: “Fue la más colosal y terrible experiencia de cuantas haya vivido el ser humano, que siempre inspira a quienes la abordan desde nuestros tiempos una gran humildad nacida de la gratitud por no haber tenido que vivir nada comparable”. Lo peor no es que todavía no sepamos ni cuándo empezó ni cuándo terminó: lo peor es que para algunos dictadores, como Vladímir Putin, todavía puede ser utilizada para empezar una nueva guerra.


jueves, 7 de noviembre de 2019

_- Mito y realidad del pacto entre Hitler y Stalin del 23 de agosto de 1939

_- Jacques R. Pauwels
Global Research
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

En un libro notable, 1939: The Alliance That Never Was and the Coming of World War II [1939, la alianza que nunca existió y la llegada de la Segunda Guerra Mundial], el historiador canadiense Michael Jabara Carley describe cómo a finales de la década de 1930 la Unión Soviética intentó repetidamente, aunque sin conseguirlo, cerrar un pacto de seguridad mutua (esto es, una alianza defensiva) con Gran Bretaña y Francia. La finalidad de este acuerdo era contrarrestar a la Alemania nazi que bajo el liderazgo dictatorial de Hitler se había estado comportando de forma cada vez más agresiva y era probable que involucrara a otros países, incluidos Polonia y Checoslovaquia, los cuales tenían motivos para temer las ambiciones alemanas. El protagonista de este acercamiento soviético a las potencias occidentales fue el ministro de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov.

Moscú deseaba cerrar ese acuerdo porque los dirigentes soviéticos sabían demasiado bien que Hitler pensaba atacar y destruir tarde o temprano su Estado. En efecto, en su obra Mein Kampf, publicada en la década de 1920, Hitler había dejado muy claro su profundo desprecio por la “Rusia gobernada por los judíos” (Russland unter Judenherrschaft), porque era fruto de la Revolución rusa, obra de los bolcheviques, que supuestamente no eran sino una panda de judíos. Y en la década de 1930 prácticamente toda aquella persona mínimamente interesada por las relaciones exteriores sabía muy bien que con su remilitarización de Alemania, su programa de rearmamento a gran escala y otras violaciones del Tratado de Versalles Hitler se estaba preparando para una guerra cuya víctima iba a ser la Unión Soviética. Lo demostró muy claramente un detallado estudio de un destacado historiador militar y politólogo, Rolf-Dieter Müller titulado Der Feind steht im Osten: Hitlers geheime Pläne für einen Krieg gegen die Sowjetunion im Jahr 1939 [El enemigo está en el este: los planes secretos de Hitler de una guerra contra la Unión Soviética en 1939 ].

En aquel momento Hitler estaba desarrollando el ejército alemán y pretendía utilizarlo para borrar la Unión Soviética de la faz de la tierra. Desde el punto de vista de las élites que todavía tenían mucho poder en Londres, París y otros lugares en el llamado mundo occidental era un plan que no podían sino aprobar y que deseaban fomentar e incluso apoyar. ¿Por qué? La Unión Soviética era la encarnación de la temida revolución social, fuente de inspiración y guía para las personas revolucionarias en sus propios países e incluso en sus colonias puesto que los soviéticos también eran antiimperialistas que a través del Komintern (o Tercera Internacional) apoyaban la lucha por la independencia en las colonias de las potencias occidentales.

Por medio de una intervención armada en Rusia en 1918 y 1919 las potencias occidentales ya habían tratado de matar al dragón de la revolución que había alzado su cabeza ahí en 1917, pero el proyecto fracasó estrepitosamente. Las razones del fracaso fueron, por una parte, la fuerte resistencia que ofrecieron los revolucionarios rusos que contaban con el apoyo de la mayoría del pueblo ruso y de muchos otros pueblos del antiguo Imperio zarista y, por otra parte, la oposición dentro de los propios países intervencionistas donde tanto soldados como civiles simpatizaban con los revolucionarios bolcheviques y lo demostraron a través de manifestaciones, huelgas e incluso amotinamientos. Hubo que retirar a las tropas de forma ignominiosa. Los caballeros que estaban en el poder en Londres y París se tuvieron que conformar con crear a lo largo de la frontera occidental del antiguo Imperio zarista Estados antisoviéticos y antirrusos, y apoyarlos, (sobre todo Polonia y los países del Báltico) y erigir así un “cordón sanitario” que se suponía iba a proteger a Occidente de infectarse con el virus revolucionario bolchevique.

En Londres, París y otras capitales de Europa occidental las élites esperaban que el experimento revolucionario en la Unión Soviética colapsara por sí mismo, pero no lo hizo. Al contrario, desde principios de la década de 1930, cuando la Gran Depresión hacía estragos en el mundo capitalista, la Unión Soviética experimentó una especie de Revolución industrial que permitió a la población disfrutar de un considerable progreso social. El país también se volvió más fuerte, no solo económicamente, sino también militarmente. A consecuencia de ello, el “contrasistema” socialista al capitalismo (y su ideología comunista) se volvió cada vez más atractivo a ojos de las personas plebeyas de Occidente, que cada vez sufrían más desempleo y miseria. En este contexto la Unión Soviética era cada vez más una espina para las élites de Londres y París. A la inversa, Hitler y sus planes de una cruzada antisoviética parecía cada vez más útiles y apreciables. Además, las empresas y los bancos, especialmente estadounidenses, pero también británicos y franceses, ganaron ingentes cantidades de dinero ayudando a la Alemania nazi a rearmarse y prestándole el dinero que tanto necesitaba. Por último, aunque no menos importante, se creía que fomentar la cruzada alemana en el Este reducía, si no eliminaba totalmente, el riesgo de una agresión alemana a Occidente. Por consiguiente, podemos entender por qué las propuestas de Moscú de establecer una alianza defensiva contra la Alemania nazi no atrajeron a estos caballeros. Pero había una razón por la que no se podían permitir rechazar sin más estas propuestas.

Después de la Gran Guerra [Primera Guerra Mundial] las élites de ambos lados del Canal de la Mancha se habían visto obligadas a llevar a cabo unas reformas democráticas bastante importantes, por ejemplo, una ampliación considerable del derecho al voto en Gran Bretaña. Debido a ello, hubo que tener en cuenta la opinión tanto de los laboristas como de otras pestes de izquierda que poblaban las legislaturas y en ocasiones incluso hubo que incluirlos en gobiernos de coalición. La opinión pública y una parte importante de los medios de comunicación eran mayoritariamente hostiles a Hitler y, por lo tanto, estaban muy a favor de la propuesta soviética de una alianza defensiva contra la Alemania nazi. Las élites querían evitar esta alianza, pero también querían dar la impresión de que la querían; a la inversa, las élites querían animar a Hitler a atacar a la Unión Soviética e incluso ayudarle a hacerlo, pero tenían que asegurarse de que la opinión pública nunca lo supiera. Este dilema llevó a una trayectoria política cuya función manifiesta era convencer a la opinión pública de que los dirigentes veían con buenos ojos la propuesta soviética de un frente conjunto antinazi, pero cuya función latente (esto es, real) era apoyar los planes antisoviéticos de Hitler: era la tristemente célebre “política de apaciguamiento” asociada sobre todo al nombre del primer ministro británico Neville Chamberlain y a su homólogo francés, Édouard Daladier.

Los partidarios de esta política empezaron a trabajar en cuanto Hitler llegó al poder en Alemania en 1933 y empezaron a prepararse para la guerra, una guerra contra la Unión Soviética. Ya en 1935 Londres dio a Hitler una especie de luz verde para rearmarse al firmar un tratado naval con él. Hitler empezó entonces a violar todo tipo de disposiciones del Tratado de Versalles, por ejemplo, al volver a imponer el servicio militar obligatorio en Alemania, al armar hasta los dientes al ejército alemán y al anexionarse Austria en 1937. Los estadistas de Londres y París se quejaron y protestaron en cada ocasión para dar una buena impresión a la opinión pública, pero acabaron por aceptar los hechos consumados. Se hizo creer a la opinión pública que esta indulgencia era necesaria para evitar la guerra. Esta excusa fue eficaz en un primer momento porque la mayoría de las personas británicas y francesas no querían verse envueltas en una nueva edición de la mortífera Gran Guerra de 1914-1918. Por otra parte, pronto fue obvio que el apaciguamiento hacía a la Alemania nazi más fuerte militarmente y a Hitler cada vez más ambicioso y exigente. Por consiguiente, la opinión pública acabó dándose cuanta de que ya se habían hecho suficientes concesiones al dictador alemán y entonces los soviéticos, en la persona de Litvinov, presentaron su propuesta de una alianza anti-Hitler, lo que provocó dolores de cabeza a los artífices del apaciguamiento, de los que Hitler esperaba aún más concesiones.

Gracias a las concesiones que ya se le habían hecho, la Alemania nazi se estaba convirtiendo en un gigante militar y en 1939 solo un frente conjunto de las potencias occidentales y los soviéticos parecía poder contenerlo porque en caso de guerra Alemania tendría que luchar en dos frentes. Bajo la fuerte presión de la opinión pública los dirigentes de Londres y París accedieron a negociar con Moscú, pero había un inconveniente: Alemania no hacía frontera con la Unión Soviética puesto que Polonia se encontraba entre ambos países. Al menos oficialmente Polonia era aliada de Francia, así que era de esperar que se uniera a la alianza ofensiva contra la Alemania nazi, pero el gobierno de Varsovia era hostil a la Unión Soviética, un enemigo al que consideraba tan amenazador como la Alemania nazi. Se negó tercamente a permitir que en caso de guerra el Ejército Rojo atravesara el territorio polaco para luchar contra los alemanes. Londres y París rehusaron presionar a Varsovia, de modo que las negociaciones no acabaron en un acuerdo.

Mientras tanto, Hitler planteó nuevas exigencias, esta vez respecto a Checoslovaquia. Cuando Praga se negó a ceder el territorio habitado por una minoría germanoparlante conocida como alemanes sudetes, la situación amenazó con llevar a la guerra. De hecho, esto suponía una oportunidad única para cerrar una alianza anti-Hitler con la Unión Soviética y la militarmente fuerte Checoslovaquia como socios de Gran Bretaña y Francia: Hitler habría tenido que elegir entre una retirada humillante y una derrota casi segura en una guerra en dos frentes. Pero eso también significaba que Hitler nunca podría emprender la cruzada antisoviética que tanto anhelaban las élites de Londres y París. Por ello Chamberlain y Daladier no aprovecharon la crisis checoslovaca para formar un frente anti-Hitler con los soviéticos, sino que se precipitaron a tomar un avión a Munich para cerrar un acuerdo con el dictador alemán según el cual se ofrecían a Hitler en bandeja de plata las tierras sudetes, que casualmente incluían la versión checoslovaca de la Línea Maginot. El gobierno checoslovaco, al que ni siquiera se había consultado, no tuvo más opción que acceder y los soviéticos, que habían ofrecido a Praga ayuda militar, no fueron invitados a esta infame reunión.

Los estadistas británicos y franceses hicieron enormes concesiones al dictador alemán en el “pacto” que cerraron con Hitler en Munich, no con el fin de preservar la paz, sino para poder seguir soñando de una cruzada nazi contra la Unión Soviética. Pero el acuerdo se presentó a los pueblos de los países respectivos como la solución más sensata a una crisis que amenazaba con provocar una guerra general. A su vuelta a Inglaterra Chamberlain proclamó triunfalmente “¡Paz en nuestro tiempo!”. Quería decir paz para su propio país y sus aliados, pero no para la Unión Soviética, cuya destrucción a manos de los nazis se esperaba ansiosamente.

En Gran Bretaña también había políticos, incluido un puñado de personas de buena fe pertenecientes a la élite del país, que se oponía a la política de apaciguamiento de Chamberlain, por ejemplo Winston Churchill. No se oponían debido a su simpatía por la Unión Soviética, sino que no confiaban en Hitler y temían que el apaciguamiento fuera contraproducente en dos sentidos. En primer lugar, la conquista de la Unión Soviética proporcionaría a la Alemania nazi una cantidad casi ilimitada de materia primas, incluidos petróleo, tierras fértiles y otras riquezas, lo que permitiría al Reich establecer en el continente europeo una hegemonía que para Gran Bretaña supondría un peligro mayor que el que había supuesto Napoleón. En segundo lugar, también era posible que se hubiera sobrestimado tanto el poder de la Alemania nazi como la debilidad de la Unión Soviética, de modo que la cruzada antisoviética de Hitler podría producir en realidad un victoria soviética lo que podría provocar una “bolchevización” de Alemania y quizá de toda Europa. Por ese motivo Churchill era extremadamente crítico con el acuerdo al que se había llegado en Múnich. Al parecer afirmó que en la capital bávara Chamberlain había podido elegir entre el deshonor y la guerra, y había elegido el deshonor, aunque también tendría guerra. Con su “paz en nuestro tiempo” Chamberlain había cometido de hecho un error lamentable. Apenas un año después, en 1939, su país se vería envuelto en una guerra contra la Alemania nazi que gracias al escandaloso pacto de Munich se había convertido en un enemigo aún más temible.

El principal factor determinante del fracaso de las negociaciones entre el dúo anglo-francés y los soviéticos había sido la falta de voluntad no expresa de los apaciguadores de llegar a un acuerdo anti-Hitler. Un factor auxiliar fue la negativa del gobierno de Varsovia a permitir la presencia de tropas soviéticas en territorio checoslovaco en caso de una guerra contra Alemania, lo que ofreció a Chamberlain y Daladier un pretexto para no llegar a un acuerdo con los soviéticos, pretexto que necesitaban para satisfacer a la opinión pública (aunque también se esgrimieron otras excusas, como la supuesta debilidad del Ejército Rojo, lo que supuestamente convertía a la Unión Soviética en un aliado inútil). En lo que se refiere al papel desempeñado por el gobierno placo en este drama existen algunos malentendidos graves. Vamos a examinarlos más detalladamente.

En primer lugar hay que tener en cuenta que la Polonia de entreguerras no era un país democrático, lejos de ello. Tras su (re)nacimiento al final de la Primera Guerra Mundial como una democracia nominal, el país no tardó mucho tiempo en ser gobernado con mano de hierro por un dictador militar, el general Józef Pilsudski, en nombre de una élite híbrida que representaba a la aristocracia, la Iglesia católica y la burguesía. Este régimen nada democrático e incluso antidemocrático continuó gobernando tras la muerte del general en 1935 bajo el liderazgo de los “coroneles de Pilsudski”, cuyo primus inter pares era Józef Beck, el ministro de Asuntos Exteriores. Su política exterior no reflejaba unos sentimientos muy amistosos hacia Alemania, que había perdido parte de su territorio a beneficio del nuevo Estado polaco, incluido un “corredor” que separaba la región alemana de Prusia Oriental del resto del Reich. También había fricciones con Berlín debido al importante puerto báltico de Gdansk (Danzig), al que el Tratado de Versalles había declarado ciudad-Estado independiente, pero que reclamaban tanto Polonia como Alemania.

La actitud de Polonia hacia su vecino oriental, la Unión Soviética, era aún más hostil. Pilsudski y otros polacos nacionalistas soñaban con la vuelta del gran Imperio polaco-lituano de los siglos XVII y XVIII que se había extendido desde el Báltico al mar Negro. Y había aprovechado la revolución y subsiguiente guerra civil en Rusia para apropiarse de un vasto trozo del territorio del antiguo Imperio zarista durante la guerra ruso-polaca de 1919-1921. Este territorio, erróneamente conocido como “Polonia Oriental”, tenía una extensión de varios cientos de kilómetros al este de la famosa Línea Curzon, que debería haber sido la frontera oriental del nuevo Estado polaco, al menos según las potencias occidentales que habían apadrinado a la nueva Polonia a finales de la Gran Guerra. La región estaba poblada fundamentalmente por rusos blancos y ucranianos, pero a lo largo de los años siguientes Varsovia iba a “polonizarla” lo más posible llevando colonos polacos. La hostilidad polaca hacia la Unión Soviética también se vio alimentada por el hecho de que los soviéticos simpatizaban con los comunistas y otros plebeyos que se oponían al régimen patricio en la propia Polonia. Por último, la élite polaca era antisemita y había abrazado el concepto del judeo-bolchevismo, esto es, la idea de que el comunismo y otras formas del marxismo formaban parte de un nefando complot judío y que la Unión Soviética (el fruto de un plan revolucionario bolchevique y, por consiguiente, supuestamente judío) no era sino “Rusia gobernada por los judíos”. Aun así las relaciones con los dos poderosos vecinos se normalizaron tanto como era posible bajo Pilsudski gracias a la firma de dos tratados de no agresión, uno con la Unión Soviética en 1932 y otro con Alemania poco después de que Hitler tomara el poder, es decir, en 1934.

Tras la muerte de Pilsudski los líderes polacos siguieron soñando con la expansión territorial hasta las fronteras de la casi mítica Gran Polonia de un pasado lejano. Para realizar este sueño parecía haber muchas posibilidades en el este y particularmente en Ucrania, una parte de la Unió Soviética que se extendía de forma tentadora entre Polonia y el mar Negro. A pesar de las disputas con Alemania y de una alianza formal con Francia, que contaba con la ayuda polaca en caso de conflicto con Alemania, primero el propio Pilsudski y después sus sucesores coquetearon con el régimen nazi con la esperanza de una conquista conjunta de territorios soviéticos. El antisemitismo era otro denominador común de ambos regímenes que urdieron planes para librarse de sus minorías judías, por ejemplo, deportándolas a África.

El acercamiento de Varsovia a Berlín reflejaba la megalomanía e ingenuidad de los líderes polacos, que creían que su país era una gran potencia del mismo calibre que Alemania, una potencia a la que Berlín respetaría y trataría como socio de pleno derecho. Los nazis fomentaron esta ilusión porque así debilitaban la alianza entre Polonia y Francia. Las ambiciones orientales polacas también fueron fomentadas por el Vaticano, que esperaba afluyeran unos dividendos considerables de las conquistas de la católica Polonia en la Ucrania mayoritariamente ortodoxa, que se consideraba que estaba preparada para convertirse al catolicismo. En este contexto es donde la maquinaria de propaganda de Goebbels, en colaboración con Polonia y el Vaticano, elaboró un nuevo mito, es decir, la ficción de una hambruna organizada por Moscú en Ucrania, con la idea de poder presentar las futuras intervenciones armadas polacas y alemanas allí como una acción humanitaria. Este mito se iba a resucitar durante la Guerra Fría y a convertirse en el mito de la creación del Estado independiente ucraniano que emergió de las ruinas de la Unión Soviética (para un análisis objetivo de esta hambruna remitimos a los muchos artículos del historiador estadounidense Mark Tauger, experto en la historia de la agricultura soviética, que se han recopilado en una edición francesa, Famine et transformation agricole en URSS).

Conocer estos antecedentes nos permite entender la actitud del gobierno polaco cuando se negociaba un frente defensivo común contra la Alemania nazi. Varsovia obstaculizó estas negociaciones no por miedo a la Unión Soviética sino, por el contrario, debido a aspiraciones antisoviéticas y su consiguiente acercamiento a la Alemania nazi. En este sentido la élite polaca coincidía con sus homólogos británicos y franceses. De este modo también podemos entender por qué, una vez cerrado el Acuerdo de Munich que permitió a la Alemania nazi anexionarse la región Sudete, Polonia se apropió de una parte del botín territorial checoslovaco, es decir, la ciudad de Teschen y sus alrededores. Al caer sobre esta parte de Checoslovaquia como una hiena (en palabras de Churchill) el régimen polaco revelaba sus verdaderas intenciones y su complicidad con Hitler.

Las concesiones hechas por los artífices del apaciguamiento hicieron más fuerte que nunca a la Alemania nazi y a Hitler más seguro de sí mismo, arrogante y exigente. Después de Munich demostró que estaba lejos de estar saciado y en marzo de 1939 violó el Acuerdo de Munich al ocupar el resto de Checoslovaquia. En Francia y Gran Bretaña la opinión pública estaba impactada, pero las élites dirigentes no hicieron más que expresar su esperanza de que “Herr Hitler” acabaría por volverse “sensato”, es decir, que emprendería la guerra contra la Unión Soviética. Hitler siempre había tenido intención de hacerlo pero antes de complacer a los apaciguadores británicos y franceses quería sacarles más concesiones. A fin de cuentas, parecía que no había nada que pudieran negarle. Es más, una vez que habían hecho a Alemania mucho más fuerte gracias a sus anteriores concesiones, ¿estaban en condiciones de negarle el supuestamente último pequeño favor que les había pedido? Ese último pequeño favor concernía a Polonia.

A finales de marzo de 1939 Hitler exigió repentinamente tanto Gdansk como un territorio polaco situado entre Prusia Oriental y el resto de Alemania. En Londres Chamberlain y los demás defensores a ultranza del apaciguamiento se inclinaban a ceder otra vez, pero la oposición proveniente de los medios de comunicación y de la Cámara de los Comunes demostró ser demasiado fuerte para permitirlo. Chamberlain cambió entonces repentinamente de rumbo y el 31 de mazo prometió formalmente (aunque de forma nada realista, como señaló Churchill) a Varsovia ayuda armada en caso de que Alemania agrediera Polonia. En abril de 1939, cuando las encuestas de opinión revelaban lo que ya sabía todo el mundo, es decir, que casi el 90 % de la población británica quería una alianza anti-Hitler junto con la Unión Soviética y Francia, Chamberlain se vio obligado a mostrar oficialmente interés por la propuesta soviética de emprender negociaciones acerca de la “seguridad colectiva” ante la amenaza nazi.

En realidad los partidarios del apaciguamiento seguían sin estar interesados por la propuesta soviética e idearon todo tipo de pretextos para evitar cerrar un acuerdo con un país al que despreciaban y contra otro con el que simpatizaban en secreto. Hasta finales de 1939 no se declararon dispuestos a iniciar negociaciones militares y hasta primeros de agosto no se envió una delegación franco-británica a Leningrado para llevarlas a cabo. A diferencia de la velocidad con la que un año antes el propio Chamberlain (acompañado de Daladier) se había precipitado a tomar un avión a Munich, esta vez se envió a la Unión Soviética en un carguero lento a un equipo de subordinados anónimos. Además, cuando después de pasar por Leningrado finalmente llegaron a Moscú el 11 de agosto, resultó que no tenían las credenciales o la autoridad necesarias para llegar a cabo esas negociaciones. Para entonces los soviéticos ya estaban hartos y es comprensible que rompieran las negociaciones.

Mientras tanto Berlín había emprendido un discreto acercamiento a Moscú. ¿Por qué? Hitler se sentía traicionado por Londres y París, que antes habían hecho todo tipo de concesiones, pero ahora le negaban la nimiedad de Gdansk y se ponían de lado de Polonia, de modo que se enfrentaba a la posibilidad de una guerra contra Polonia, que se negaba a permitirle tener Gdansk, y contra el dúo franco-británico. Para poder ganar esta guerra el dictador alemán necesitaba que la Unión Soviética permaneciera neutral y estaba dispuesto a pagar un alto precio por ello. Desde el punto de vista de Moscú el acercamiento de Berlín contrastaba fuertemente con la actitud de los apaciguadores occidentales, que exigían a los soviéticos hacer promesas vinculantes de ayuda pero sin ofrecer un quid pro quo significativo. Lo que había empezado entre Alemania y la Unión Soviética en las conversaciones informales de mayo dentro del contexto de unas negociaciones comerciales sin gran importancia en las que los soviéticos en un principio no mostraron interés se convirtió finalmente en un diálogo serio en el que participaron los embajadores de ambos países e incluso los ministros de Asuntos Exteriores, esto es Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, que sustituía a Litvinov.

Un factor que no se debe subestimar aunque desempeñara un papel secundario es el hecho de que en la primavera de 1939 tropas japonesas basadas en el norte de China habían invadido territorio soviético en el lejano oriente. En agosto serían derrotadas y obligadas a retroceder, pero esta amenaza japonesa hizo que Moscú se diera cuenta de la posibilidad de tener que luchar una guerra en dos frentes, a menos de encontrar una manera de eliminar la amenaza proveniente de la Alemania nazi. El acercamiento de Berlín, reflejo de su propio deseo de evitar una guerra en dos frentes, ofrecía a Moscú una forma de neutralizar esta amenaza.

Sin embargo, hasta agosto, cuando los dirigentes soviéticos se dieron cuenta de que británicos y franceses no habían ido de buena fe a las negociaciones, no se resolvió el asunto y la Unión Soviética no firmó un pacto de no agresión con la Alemania nazi, concretamente el 23 de agosto. Este acuerdo se denominó Pacto Ribbentrop-Molotov, por los nombres de los ministros de Exteriores, pero también se conoció como el Pacto Hitler-Stalin. Apenas sorprendió que se llegara a ese acuerdo: varios dirigentes políticos y militares tanto de Gran Bretaña como de Francia habían predicho muchas veces que la política de apaciguamiento de Chamberlain y Daladier arrojaría a Stalin “en brazos de Hitler”.

La expresión “en brazos” en realidad es inapropiada en este contexto. A todas luces el pacto no reflejaba cálidos sentimientos entre ambos signatarios. Stalin incluso rechazó la sugerencia de incluir en el texto algunas líneas convencionales sobre la hipotética amistad entre ambos pueblos. Además, el acuerdo no era una alianza sino meramente un pacto de no agresión y en ese sentido era similar a otros muchos pactos de no agresión que se habían firmado previamente con Hitler, por ejemplo, en Polonia en 1934. Se reducía a una promesa de no atacarse mutuamente y de mantener relaciones pacíficas, una promesa que probablemente iba a mantener cada parte mientras le pareciera conveniente hacerlo. Se añadió al acuerdo una cláusula secreta referente a la demarcación de esferas de influencia en Europa Oriental para cada uno de los signatarios. Dicha línea correspondía más o menos a la Línea Curzon, de modo que “Polonia Oriental” se encontró dentro de la esfera soviética. Estaba lejos de estar claro qué significaba en la práctica este acuerdo teórico, pero sin duda el pacto no implicaba una partición o amputación territorial de Polonia comparable al destino impuesto a Checoslovaquia por británicos y franceses en el pacto que habían firmado con Hitler en Munich.

A veces se considera el hecho de que la Unión Soviética reivindicara una esfera de influencia más allá de sus fronteras la prueba de sus siniestras intenciones expansionistas; sin embargo, el establecimiento de esferas de influencia, ya sea unilateral, bilateral o multilateralmente, había sido durante mucho tiempo una práctica ampliamente aceptada entre potencias grandes y no tan grandes, y a menudo su objetivo era evitar conflictos. Por ejemplo, la Doctina Monroe, que “afirmaba que el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo iban a seguir siendo esferas de influencia claramente separadas” (Wikipedia), pretendía impedir nuevas empresas coloniales transatlánticas por parte de las potencias europeas que podrían llevarlas a entrar en conflicto con Estados Unidos. De forma similar, cuando Churchill visitó Moscú en 1944 y ofreció a Stalin dividir la península Balcánica en esferas de influencia lo que se pretendía era evitar un conflicto entre sus respectivos países cuando terminara la guerra contra la Alemania nazi.

Ahora Hitler podía atacar Polonia sin correr el riesgo de tener que luchar una guerra tanto contra la Unión Soviética como contra el dúo franco-británico, pero el dictador alemán tenía buenas razones para dudar de que Londres y París declararan la guerra. Sin la ayuda soviética estaba claro que no se podía ofrecer una ayuda eficaz a Polonia, por lo que a Alemania no le costaría mucho tiempo derrotar al país (solo los coroneles de Varsovia creían que Polonia podía resistir el ataque de las poderosas hordas nazis). Hitler sabía demasiado bien que los artífices del apaciguamiento seguían esperando que tarde o temprano acabaría cumpliendo aquello que deseaban más fervientemente y destruiría a la Unión Soviética, de modo que estaban dispuestos a cerrar los ojos ante esta agresión a Polonia. Y Hitler también estaba convencido de que, aunque británicos y franceses declararan la guerra a Alemania, no atacarían en Occidente.

Alemania emprendió su ataque contra Polonia el 1 de septiembre de 1939. Londres y París todavía dudaron unos días antes de reaccionar con una declaración de guerra contra la Alemania nazi. Pero no atacaron al Reich aunque el grueso de sus fuerzas armadas estaba invadiendo Polonia, como temían algunos generales alemanes. De hecho, los protagonistas del apaciguamiento sólo declararon la guerra a Hitler porque lo exigió la opinión pública. Esperaban en secreto que Polonia pronto estuviera acabada para que “Herr Hitler” pudiera finalmente dirigir su atención a la Unión Soviética. La guerra que libraron fue meramente una “guerra falsa”, como bien se la podría llamar, una farsa en la que sus tropas, que podrían haber entrado en Alemania, permanecieron inactivas instaladas detrás de la Línea Maginot. Ahora se sabe casi con certeza que los simpatizantes de Hitler en el ámbito de los apaciguadores franceses y posiblemente también de los británicos habían hecho saber al dictador alemán que podía usar todo su poderío militar para acabar con Polonia sin tener que temer un ataque de las potencias occidentales (remitimos a los libros de Annie Lacroix-Riz, Le choix de la défaite. Les élites françaises dans les années 1930 y De Munich à Vichy. L’assassinat de la 3e République).

Los defensores polacos estaban abrumados y pronto fue obvio que los coroneles que gobernaban el país tendrían que rendirse. Hitler tenía todos los motivos para creer que lo harían y era indudable que sus condiciones iban a suponer a Polonia importantes pérdidas territoriales, especialmente, por supuesto, en la parte occidental del país que hacía frontera con Alemania. No obstante, probablemente habría seguido existiendo una Polonia truncada, del mismo modo que después de su derrota en junio de 1940 se iba a permitir a Francia existir en la forma de la Francia de Vichy. Sin embargo, el 17 de septiembre el gobierno polaco huyó repentinamente a la vecina Rumanía, un país neutral, y a hacerlo dejó de existir porque, según el derecho internacional, mientras duren las hostilidades se debe encarcelar no sólo al personal militar sino también a los miembros del gobierno de un país en guerra al entrar en un país neutral. Fue un acto irresponsable e incluso cobarde que tuvo unas consecuencias nefastas para el país. Sin un gobierno Polonia degeneró en una especie de tierra de nadie (en una terra nullius, por utilizar la terminología jurídica) en la que los conquistadores alemanes podían hacer lo que quisieran ya que no había nadie con quien negociar acerca del destino del derrotado país.

Esta situación también dio a los soviéticos el derecho a intervenir. Los países vecinos pueden ocupar una potencialmente anárquica terra nullius; es más, si los soviéticos no hubieran intervenido, sin duda los alemanes habrían ocupado cada centímetro cuadrado de Polonia, con todas las consecuencias que ello habría supuesto. Esta es la razón por la que el mismo 17 de septiembre de 1939 el Ejército Rojo se adentró en Polonia y empezó a ocupar la parte oriental del país, la antes mencionada “Polonia Oriental”. Se evitó el conflicto con los alemanes porque ese territorio pertenecía a la esfera de influencia soviética establecida en el Pacto Ribbentrop-Molotov. Las tropas alemanas que habían penetrado al este de la línea de demarcación tuvieron que retirarse para dar paso a los hombres del Ejército Rojo. Dondequiera que los militares soviéticos y alemanes entraron en contacto se comportaron correctamente y respetaron el protocolo tradicional, lo que a veces implicaba algún tipo de ceremonia, aunque nunca hubo ningún “desfile de la victoria” conjunto.

Como su gobierno se había esfumado, se podría decir que las fuerzas armadas polacas que siguieron ofreciendo resistencia quedaron degradadas al nivel de irregulares, de partisanos, expuestas a todos los riesgos que conlleva dicho papel. La mayoría de las unidades del ejército polaco se dejaron desarmar y encarcelar por el recién llegado Ejército Rojo, pero a veces se ofreció resistencia, por ejemplo por parte de tropas comandadas por oficiales hostiles a los soviéticos. Muchos de estos oficiales habían servido en la guerra ruso-polaca de 1919-1921 y supuestamente habían cometido crímenes de guerra, como ejecutar a prisioneros de guerra. Se reconoce ampliamente que estos hombres fueron liquidados posteriormente por los soviéticos en Katyn y otros lugares (aunque recientemente han surgido dudas respecto a Katyn. El libro de Grover Furr, The Mystery of the Katyn Massacre, analiza detalladamente este tema).

Los soviéticos encarcelaron a muchos soldados y oficiales polacos según las normas del derecho internacional. En 1941, después de que la Unión Soviética se involucrara en la guerra y, por tanto, ya no estuviera sujeta a las normas que rigen la conducta de los neutrales, estos hombres fueron trasladados a Gran Bretaña (a través de Irán) para luchar contra la Alemania nazi al lado de los aliados occidentales. Entre 1943 y 1945 iban a contribuir de forma fundamental a la liberación de una parte considerable de Europa Occidental (a los militares polacos que cayeron en manos de los alemanes les tocó una suerte mucho más trágica). Entre quienes se habían beneficiado de la ocupación por parte de los soviéticos de los territorios orientales de Polonia también se incluían los habitantes judíos, que fueron trasladados al interior de la Unión Soviética de modo que se libraron del destino que les habría esperado si todavía estuvieran en sus shtetls* cuando los alemanes llegaron allí como conquistadores en 1941. Muchos de ellos sobrevivieron a la guerra y después iban a empezar una nueva vida en Estados Unidos, Canadá y, por supuesto, Israel.

La ocupación de “Polonia Oriental” se llevó a cabo correctamente, esto es, según las normas del derecho internacional, de modo que esta acción no constituye un “ataque” a Polonia, como lo han presentado muchos historiadores (y políticos) y desde luego tampoco constituye un ataque en colaboración con un “aliado” nazi alemán. La Unión Soviética no se convirtió en aliada de la Alemania nazi al cerrar un pacto de no agresión con ella ni se convirtió en aliada debido a su ocupación de “Polonia Oriental”. Hitler había tolerado esa ocupación, pero sin duda habría preferido que los soviéticos no intervinieran en absoluto de modo que así se habría podido apoderar de toda Polonia. En Inglaterra Churchill dio públicamente su aprobación a la iniciativa soviética del 17 de septiembre precisamente porque impedía a los nazis ocupar toda Polonia. El hecho de que esta iniciativa no constituyera un ataque y, por consiguiente, no fuera un acto de guerra contra Polonia también quedó claro gracias al hecho de que Gran Bretaña y Francia, aliados formales de Polonia, no declararon la guerra a la Unión Soviética, como sin duda habrían hecho de no haber sido así. Y la Liga de las Naciones no impuso sanciones a la Unión Soviética, que es lo que habría ocurrido si lo hubiera considerado un verdadero ataque contra uno de sus miembros.

Desde el punto de vista soviético, la ocupación de la parte oriental de Polonia significaba recuperar parte de su propio territorio, perdido debido al conflicto ruso-polaco de 1919-1921. Es cierto que Moscú había reconocido esta pérdida en el Tratado de Paz de Riga que puso fin a esta guerra en marzo de 1921, pero Moscú había seguido buscando una oportunidad de recuperar “Polonia Oriental” y en 1939 esta oportunidad se materializó y fue aprovechada. Se puede estigmatizar a los soviéticos por ello, pero en ese caso también se debe estigmatizar a los franceses, por ejemplo, por recuperar Alsacia y Lorena al final de la Primera Guerra Mundial ya que París había reconocido la pérdida de ese territorio en el Tratado de Paz de Frankfurt que había puesto fin a la guerra franco-prusiana de 1870-1871.

Más importante es el hecho de que la ocupación (o liberación, recuperación, restablecimiento o como se quiera denominar) de “Polonia Oriental” proporcionó a la Unión Soviética una baza extraordinariamente útil, que en la jerga de la tecnología militar se denomina “glacis”, esto es, un espacio abierto que tiene que cruzar un atacante antes de llegar al perímetro defensivo de una ciudad o fortaleza. Stalin sabía que a pesar del pacto tarde o temprano Hitler iba a atacar la Unión Soviética y, de hecho, este ataque tuvo lugar en junio de 1941. En aquel momento las huestes ejército de Hitler tuvieron que emprender su ataque desde un punto de partida mucho más alejado de las ciudades importantes del centro de la Unión Soviética de lo que habría sido el caso en 1939, cuando Hitler ya estaba ansioso por iniciar ese ataque. En virtud del pacto el punto de partida para la ofensiva nazi de 1941 estaba a varios cientos de kilómetros más al oeste y, por tanto, a una distancia mucho mayor de los objetivos estratégicos situados en el interior de la Unión Soviética. En 1941 las fuerzas alemanas llegarían a un paso de Moscú y eso significa que de no existir el pacto sin duda habrían tomado la ciudad, lo que podría haber hecho capitular a los soviéticos.

Gracias al Pacto Ribbentrop-Molotov Pact la Unión Soviética no solo ganó un espacio valioso sino también un tiempo valioso, esto es, el tiempo extra que necesitaba para prepararse para un ataque alemán que en un principio se había programado para 1939 pero se tuvo que posponer hasta 1941. Entre 1939 y 1941 se trasladó al otro lado de los montes Urales gran parte de una infraestructura extraordinariamente importante, sobre todo las fábricas que producían todo tipo de material de guerra. Además, en 1939 y 1940 los soviéticos tuvieron la oportunidad de observar y estudiar la guerra que asolaba Polonia, Europa Occidental y otros lugares, y de aprender así importantes lecciones acerca del estilo de guerra ofensiva alemana, moderno, motorizado y “rápido como un rayo”, el Blitzkrieg. Por ejemplo, los estrategas soviéticos aprendieron que concentrar el grueso de las propias fuerzas armadas con propósito defensivo justo en la frontera sería fatal y que solo una “defensa en profundidad” ofrecía la posibilidad de detener la apisonadora nazi. Gracias, entre otras cosas, a las lecciones así aprendidas la Unión Soviética lograría, es cierto que con grandes dificultades, sobrevivir al embate nazi de 1941 y finalmente ganar la guerra a este poderoso enemigo.

Para poder defender mejor Leningrado, una ciudad que tenía industrias de armamento vitales, en otoño de 1939 la Unión Soviética propuso a la vecina Finlandia intercambiar territorios, un acuerdo que habría llevado la frontera entre ambos países lejos de aquella ciudad. Finlandia, aliada de la Alemania nazi, se negó pero por medio de la “guerra de invierno” de 1939-1940 Moscú consiguió finalmente modificar la frontera. Debido a ese conflicto, que equivalía a una agresión, la Liga de las Naciones excomulgó a la Unión Soviética. En 1941, cuando los alemanes atacaron la Unión Soviética ayudados por los finlandeses y asediaron Leningrado durante varios años, ese ajuste de fronteras iba a permitir a la ciudad sobrevivir a esta dura prueba.

No fueron los soviéticos, sino los alemanes quienes tomaron la iniciativa de las negociaciones que finalmente produjeron el pacto. Lo hicieron porque esperaban sacar ventaja de ello, una ventaja temporal aunque muy importante, esto es, la neutralidad de la Unión Soviética mientras la Wehrmacht [el ejército nazi] atacaba primero Polonia y después Europa Occidental. Pero la Alemania nazi también obtuvo un beneficio adicional del acuerdo comercial que iba asociado al pacto. El Reich sufría una penuria crónica de todo tipo de materias primas estratégicas y esta situación amenazaba con convertirse en catastrófica cuando, como era de esperar, una declaración de guerra británica llevara a que la Marina Real bloqueara Alemania. La entrega por parte de los soviéticos de productos como petróleo, tal como estipulaba el acuerdo, neutralizó este problema. No está claro hasta qué punto fueron realmente decisivas esas entregas, especialmente las de petróleo: según algunos historiadores, no muy importantes; según otros, extremadamente importantes. En todo caso, la Alemania nazi siguió siendo muy dependiente del petróleo importado (en su mayoría a través de puertos españoles) de Estados Unidos, al menos hasta que el Tío Sam entró en guerra en diciembre de 1941. En verano de 1941 decenas de miles de aviones, tanques, camiones y otras máquinas de guerra nazis que participaron en la invasión de la Unión Soviética seguían siendo muy dependientes del combustible suministrado por empresas petroleras estadounidenses.

Aunque no está claro hasta qué punto era importante para la Alemania nazi el petróleo suministrado por los soviéticos, es cierto que el pacto exigía a la parte alemana corresponder suministrando a los soviéticos productos industriales terminados, incluido equipamiento militar de vanguardia, que el Ejército Rojo utilizó para mejorar sus defensas contra un ataque alemán que esperaban tarde o temprano. Esto preocupaba mucho a Hitler que, por lo tanto, estaba deseando emprender su cruzada antisoviética lo antes posible. Decidió hacerlo a pesar de que Gran Bretaña estaba lejos de ser descartada después de la caída de Francia. Por consiguiente, en 1941 el dictador alemán iba a tener que emprender el tipo de guerra en dos frentes que en 1939 esperaba evitar gracias a su pacto con Moscú y se iba a enfrentar a un enemigo soviético que se había vuelto mucho más fuerte de lo que era en 1939.

Stalin firmó un pacto con Hitler porque los artífices del apaciguamiento en Londres y París rechazaron todas las ofertas soviéticas de formar un frente común contra Hitler. Y los apaciguadores rechazaron estas ofertas porque esperaban que Hitler fuera hacia el este y destruyera a la Unión Soviética, un trabajo que esperaban facilitar ofreciéndole un “trampolín” en la forma del territorio checoslovaco. Es prácticamente seguro que sin el pacto Hitler habría atacado a la Unión Soviética en 1939. Sin embargo, debido al pacto Hitler tuvo que esperar dos años antes de poder emprender por fin su cruzada antisoviética, lo que proporcionó a la Unión Soviética un tiempo y espacio adicionales que permitieron mejorar sus defensas lo suficiente para sobrevivir al embate cuando en 1941 Hitler finalmente mandó sus perros de guerra hacia el este. El Ejército Rojo sufrió terribles pérdidas, pero finalmente logró detener al gigante nazi. Sin este éxito soviético, un logro que el historiador Geoffrey Roberts calificó de “la mayor hazaña bélica de la historia mundial”, Alemania muy probablemente habría ganado la guerra porque habría logrado el control de los campos de petróleo del Cáucaso, de las ricas tierras agrícolas de Ucrania y de muchas otras riquezas del vasto territorio de los soviéticos. Ese triunfo habría transformado a la Alemania nazi en una superpotencia inexpugnable, capaz de emprender incluso guerras a largo plazo contra cualquiera, incluida una alianza anglo-estadounidense. Una victoria sobre la Unión Soviética habría dado a la Alemania nazi la hegemonía de Europa. Hoy la segunda lengua del continente no sería el inglés, sino el alemán, y en París los hombres vestidos a la última moda se pasearían por los Campos Elíseos enfundados en [pantalones] Lederhosen**.

Por consiguiente, sin el Pacto nunca habría tenido lugar la liberación de Europa, incluida la liberación de Europa Occidental, por parte de los estadounidenses, británicos, canadienses, etc. Polonia no existiría, las y los polacos serían Untermenschen***, siervos de colonos “arios” en un Ostland**** germanizado que se extendería desde el Báltico hasta los Cárpatos o incluso hast a los Urales. Y un gobierno polaco nunca habría ordenado destruir los monumentos en honor del Ejército Rojo, como ha hecho hace poco, no solo porque no existiría Polonia y, por lo tanto, tampoco un gobierno polaco, sino porque el Ejército Rojo nunca habría liberado Polonia y aquellos monumentos nunca se habrían erigido.

La idea de que el Pacto Hitler-Stalin desencadenó la Segunda Guerra Mundial es peor que un mito, es una mentira descarada. La verdad es lo contrario: el pacto fue la condición previa para el feliz resultado del Armagedón de 1939-1945, esto es, la derrota de la Alemania nazi.

Jacques R. Pauwels es un historiador y escritor de origen belga que reside en Canadá. Es investigador del Centre for Research on Globalization (CRG). Su último libro es The Great Class War: 1914-1918. De este autor está traducido al castellano, por José Sastre, su obra El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002.

Notas de la traductora:

* Un shtetl (“poblado” en yidis) era una villa o pueblo con una numerosa población de judíos en Europa Oriental y Central antes del Holocausto.

** Los Lederhosen son unos pantalones de cuero, largos o cortos, típicos de Baviera (Alemania), Austria y en la región autónoma italiana de Trentino-Alto Adigio. Originalmente era un traje típico de la región de los Alpes.

*** Untermensch (“subhumano”, en alemán) es un término empleado por la ideología nazi para referirse a lo que consideraba “personas inferiores”, particularmente a las masas del Este, es decir, judíos, gitanos y pueblos eslavos, principalmente polacos, serbios y más tarde también rusos.

**** Ostland era la unidad administrativa territorial que agrupaba varios países y regiones ocupados por la Alemania nazi en Europa del Este durante la Segunda Guerra Mundial y comprendía los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), varias regiones del este de Polonia y zonas occidentales de Bielorrusia, Ucrania y Rusia que hasta entonces se encontraban bajo el control o soberanía de la Unión Soviética.

Fuente: http://www.globalresearch.ca/hitler-stalin-pact-august-23-1939/5687021

https://rebelion.org/el-pacto-molotov-ribbentrop-y-sus-protocolos-secretos/

viernes, 18 de marzo de 2016

El día en que un carpintero casi mata a Hitler. Oliver Hirschbiegel (‘El hundimiento’) reflexiona en su nuevo filme sobre cómo el nazismo absorbió el alma alemana.



Antes de que Adolf Hitler saliera solo con heridas leves de la operación Valkiria en julio de 1944 —preparada por el coronel del Estado Mayor Claus von Stauffenberg para asesinarle—, antes de los otros 40 intentos de atentado, tentativas todas frustradas que no acabaron con la vida del Führer, hubo un carpintero que estuvo muy cerca de alterar la Historia.

En noviembre de 1939, Hitler asistió a un mitin en la cervecería Bürgerbräukeller de Múnich, una de las más grandes de la ciudad. En una de sus columnas, cerca de donde el Führer iba a dar su discurso, Georg Elser colocó una bomba para que estallara durante el acto. Por una vez en su vida, Hitler acortó su arenga y se fue 13 minutos antes de que explotara el dispositivo, que asesinó a siete personas. “Hoy sería calificado de jipi”, asegura el cineasta alemán Oliver Hirschbiegel, el director de 13 minutos para matar a Hitler, la película que llegó ayer a las salas españolas y que ilustra aquel magnicidio frustrado. Lo curioso de Hirschbiegel es que su cine nunca ha abandonado los fascismos y los enfrentamientos violentos (El experimento, Cinco minutos de gloria o Invasión, versión hollywoodiense contemporánea de La invasión de los ultracuerpos) o la figura del Führer (El hundimiento y esta 13 minutos para matar a Hitler). Mejor olvidarse de Diana, su biopic sobre Lady Di.

Hirschbiegel (Hamburgo, 1957) asegura que a él, como cineasta, lo que realmente le interesa es la figura del demonio. “Hitler fue ese diablo dotado para el mal que por desgracia ejerció su poder en Alemania apoyado por los alemanes. Y aún estamos pagando aquel pecado. A mí siempre me ha fascinado cómo pudo pasar aquello, qué mecanismos funcionaron en el cerebro de los alemanes como para que todo un país ayudara y permitiera aquel horror. Porque claro, la barbaridad, el tamaño de la salvajada de lo que fue el Holocausto no ha dejado espacio durante décadas a la reflexión más profunda: ¿por qué, cómo pudo ocurrir lo que ocurrió?”.

Sin comparaciones
Hirschbiegel es duro con la Alemania de entonces y con la actual. Se niega a comparar Gobiernos o a hablar de similares culpabilidades diluidas en la Alemania de los años treinta y en la actual. “La crisis de los refugiados no tiene que ver con una crisis identitaria alemana o europea, tiene que ver con otra cosa, con la guerra como negocio, con la falta de nuestra ayuda en sus países de origen, con el capitalismo salvaje en el que vivimos”.

En la época nazi, muy pocos se sustrajeron a la oleada de fascismo. “Me siento muy cercano a Elser porque era un defensor de la individualidad, y únicamente con sus actos casi logra el éxito, porque lo ideó en solitario. Me interesa el tema del nazismo desde que tenía ocho años. Iba mucho a una biblioteca pública, mi familia no tenía mucho dinero, y un día cogí un libro sobre la II Guerra Mundial. Me acuerdo perfectamente de las fotos, de cómo empecé por el capítulo de Dunquerque, fui pasando páginas y llegué al dedicado a los campos de concentración, de los que nadie me había hablado. Las fotografías... Mi cabeza estalló. Me parecía algo irreal”. Durante un tiempo, el cineasta asegura que ha intentado encontrar respuestas, explicaciones a todo aquel salvajismo: “No las hay, al menos yo no las he encontrado”. Y tampoco pudo recurrir a recuerdos familiares. “Mi padre solo tenía 14 años cuando acabó la guerra. Yo nunca conocí a mi abuelo paterno y el materno se pasó bastante tiempo del conflicto bélico escondido. En esto soy un alemán extraño. Pero si preguntas en general, nadie recuerda nada, nadie vio nada”.

A Elser todo llegó un poco después. “Con 15 o 16 años su nombre aparecía en otro libro. Le definían como un tipo extraño, nerd [la entrevista se realiza en inglés y el director asegura que ese término define a la perfección la imagen que en Alemania había del carpintero], un hombre manipulado por algún servicio secreto extranjero... porque en mi país aún muchos piensan que fue un antipatriota. Cuando empecé a investigar, me di cuenta de que todo eran estereotipos, de que Elser fue un idealista, un jipi visionario, un artesano muy dotado para el trabajo manual, inteligente y con encanto para las mujeres”. Lo fascinante es que los descendientes de Elser han borrado sus huellas, avergonzados por el comportamiento del carpintero: “En vez de pensar —y yo así lo creo— que fue un héroe”.

Para el cineasta, en el alma de sus 13 minutos para matar a Hitler anida la idea de que “un solo hombre puede marcar la diferencia”. “En esta ocasión, no tuvo suerte. Por desgracia”.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/04/actualidad/1457110471_493868.html