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lunes, 26 de febrero de 2024

Entrevista a José Luis Martín Ramos sobre Afganistán. La última revolución del siglo XX (El Viejo Topo, 2023) «Nunca he considerado una invasión la intervención de la URSS en Afganistán»

Fuentes: Rebelión [Imagen: Paseantes por las calles de Kabul en 1979. Créditos: TASS, tomado de Peoples World]


José Luis Martín Ramos (Barcelona, 1948) es catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona. Entre sus principales publicaciones cabe citar aquí: Rojos contra Franco. Historia del PSUC, 1939-1947 (2002); La retaguardia en guerra. Catalunya, 1936-1937 (2012); El Frente Popular. Victoria y derrota de la democracia en España (2016); Historia del PCE (2021); La Internacional Comunista y la cuestión nacional en Europa (2022). Recientemente ha publicado en El Viejo Topo, Afganistán. La última revolución del siglo XX. En este último ensayo centramos nuestra conversación.

Salvador López Arnal.- Sorprende el título de tu libro: Afganistán. La última revolución del siglo XX. ¿Qué revolución fue esa? No suele hablarse a día de hoy de la revolución afgana.
José Luis Martín Ramos.- Es un olvido interesado para muchos. El 30 de abril de 1978 el Partido Democrático Popular, comunista, tomó el poder en Afganistán; el proceso de transformación revolucionaria acabó 14 años después.

Salvador López Arnal.- ¿Desde cuándo que existe Afganistán como nación, como Estado-nación si me permites la incorrección?
José Luis Martín Ramos.- Desde el último tercio del siglo XIX, cuando se afirma un poder regional pastún, con sede en Kabul, frente a la dominación británica en la India y en el límite de los avances del Imperio Ruso en el Sur de Asia Central.

El estado afgano –que difícilmente puede considerarse estado-nación– se consolidó cuando el emir Amanulah Khan, aprovechó el fin de la Gran Guerra para conseguir emanciparse del protectorado británico y proclamar luego, en 1926, el Reino de Afganistán.

Salvador López Arnal.- Comentas que Afganistán fue un territorio olvidado por el movimiento comunista hasta después de la Segunda Guerra Mundial, que no constituyó objeto de ninguna consideración particular en los debates de la Internacional Comunista sobre la cuestión colonial, ni en el Congreso de los Pueblos de Oriente desarrollado en Bakú en septiembre de 1920, ni en los debates sobre la cuestión colonial desarrollados entre el segundo y el quinto congreso de la IC. ¿Cómo puede explicarse ese olvido?
José Luis Martín Ramos.- Más que olvido, desconocimiento. La representación exterior de Afganistán estuvo en manos británicas hasta el final de la Primera Guerra Mundial; y dentro del país no había ningún germen de movimiento revolucionario. Por otra parte, el estado soviético consideró a Amanulah Khan como un aliado nacionalista frente al imperialismo. De hecho, la primera intervención del Ejército Rojo en Afganistán se produce en 1929 para ayudar a Amanulah Khan contra el golpe contra él promovido por el Imperio Británico.

Salvador López Arnal.- ¿Qué posición mantuvo Afganistán durante la II Guerra Mundial?
José Luis Martín Ramos.- De no intervención en el conflicto, aunque un sector de la Corte y de la élite de Kabul se inclinó por el Eje, como reacción al antiguo dominador británico.

Salvador López Arnal.- ¿Cuándo y cómo se formó el Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA)? ¿Fue propiamente una formación comunista?
José Luis Martín Ramos.- Lo fue desde el primer momento, por más que no lo explicite su denominación, que se inspiró en la del comunismo iraní (el partido Tudeh, partido de las masas populares).

Se formó por la fusión de diversos grupos marxistas en 1964, oficializada en congreso en enero de 1965.

Salvador López Arnal.- ¿Cómo consiguió el poder el PDPA? ¿Fue en algún momento una formación comunista al servicio de los intereses geopolíticos soviéticos?
José Luis Martín Ramos.- Mediante la insurrección de una parte del ejército, vinculada al PDPA, apoyada por los militantes del partido.

Fue una formación comunista alineada con la URSS, no al servicio de ningún interés geopolítico sino de lo que consideraban el interés de los pueblos de Afganistán.

Salvador López Arnal.- Hablas de “una división histórica” del PDPA. ¿Qué división fue esa? ¿Por qué fue importante en términos políticos e históricos?
José Luis Martín Ramos.- La división sobre los ritmos y los objetivos del proceso revolucionario, sobre si desarrollar un programa democrático popular o un programa de construcción inmediata del socialismo, sobre cuál había de ser la base social de la revolución. Temas todos ellos presentes a lo largo de la historia del marxismo revolucionario.

Tenía antecedentes en las diferentes orientaciones tácticas en los sesenta y setenta y se agravó con la toma del poder.

Salvador López Arnal.- ¿Es correcto afirmar, como tantas veces se ha hecho, que la URSS soviética invadió Afganistán como años antes interviniera en Checoslovaquia para aniquilar la Primavera de Praga? ¿Por qué intervino? ¿Pulsiones imperiales o fue otra cosa?
José Luis Martín Ramos.- Nunca lo he considerado una invasión, sí una intervención que se produjo desde el primer momento de acuerdo con una de las dos partes del PDPA.

La razón de la intervención fue el más que previsible colapso de la RDA ante la política sectaria de Amin. La intervención, que se preveía limitada en su presencia territorial y en su actividad, tuvo que ampliarse ante la debilidad del ejército afgano frente a la rebelión islamista apoyada y financiada por EEUU.

No veo pulsiones imperiales en ningún momento.

«Nunca lo he considerado una invasión, sí una intervención que se produjo desde el primer momento de acuerdo con una de las dos partes del PDPA»

Salvador López Arnal.- ¿Qué interés tenía Estados Unidos en Afganistán? ¿Desde cuándo intervino en los asuntos políticos del país?
José Luis Martín Ramos.- Aunque la CIA está presente desde los años cincuenta, el interés explícito de EEUU se produce en 1978, impulsado inicialmente por la esperanza de generar dificultades en la frontera sur de la URSS y orientar a la población musulmana de la URSS contra el estado soviético. Lo hizo ayudando a la rebelión islamista antes de que se produjera la intervención militar soviética y se mantuvo reforzada tras ella con el objetivo de arrastrar a la URSS a un conflicto de larga duración, a una “trampa para osos”, como la llamó un agente de los servicios secretos pakistaníes, intermediarios fundamentales de esa intervención.

Salvador López Arnal.- ¿Tiene sentido afirmar que la guerra en Afganistán fue también una guerra por delegación entre Estados y la URSS en el marco de la guerra fría?
José Luis Martín Ramos.- Solo por parte de EEUU. La URSS no interviene para luchar contra la influencia de EEUU, que no existía apenas en el país; EEUU sí interviene a través de la rebelión islamista para desequilibrar a la URSS.

Salvador López Arnal.- ¿Hay alguna duda a día de hoy sobre la ayuda política, económica y militar de Estados Unidos a los rebeldes islamistas con el objetivo de erosionar a la URSS?
Ninguna en absoluto.
Dedicatoria que se podía leer en la película Rambo III, estrenada en 1988: «esta película está dedicada a los bravos luchadores muyaidines de Afganistán». Créditos: fotograma de la película, en la actualidad suprimido.

Salvador López Arnal.- ¿Qué balance haces del papel político que ha tenido Babrak Karmal en la historia de Afganistán?
José Luis Martín Ramos.- Pienso que en la pugna que lo enfrentó a Taraki primero y a Amin, tenía razón. Su proyecto de revolución democrática popular era el adecuado. Otra cosa es si tuvo la firmeza y la capacidad suficiente para desarrollarlo a partir de 1980, o si los vaivenes de Gorbachov se lo permitieron.

«Su proyecto [de Babrak Karmal] de revolución democrática popular era el adecuado»

Salvador López Arnal.- ¿Por qué se retiró la Unión Soviética en tiempos de Gorbachov de Afganistán? ¿Fue una decisión correcta en tu opinión? ¿Se tenía que haber producido antes tal vez?
José Luis Martín Ramos.- Correspondió al giro de la política exterior soviética por parte de Gorbachov, de retirada del apoyo a los movimientos revolucionarios en el Tercer Mundo. Fue una decisión compleja –para mí negativa- imposible de resumir en cuatro líneas.

Salvador López Arnal.- ¿Colapsó la República Democrática tras la retirada de la URSS?
José Luis Martín Ramos.- No inmediatamente, no tras la retirada militar, que es la que ordena Gorbachov; en 1990, Yeltsin amplió la retirada a todo apoyo político, financiero y de suministros militares y a pesar de ello el colapso tardó año y medio en producirse.

Salvador López Arnal.- Te cito: “La República de Afganistán desapareció en medio del caos. Con ella acabó el proyecto de reforma revolucionaria iniciado en abril de 1978, recuperado en enero de 1980 y suspendido en espera de un proceso de transición a la paz, que nunca llegó, a partir de 1987. El futuro, en los siguientes treinta años, no volvería a ver una propuesta popular reformadora semejante, el estado afgano fue derivando hacia un estado fallido y la polarización cultural, ideológica, fue dominada finalmente por las versiones extremas del islamismo político, mientras que la narcoeconomía siguió dominando la producción para el mercado e interfiriendo en beneficio de sus mafias, y las internacionales, en todos los ámbitos de la sociedad y de la política afgana”. ¿Esa es aproximadamente la situación de Afganistán a día de hoy?
José Luis Martín Ramos.- Sin duda.

Salvador López Arnal.- Te vuelvo a citar: “La segunda conquista de Afganistán por el movimiento talibán, permitida -como mínimo- por el gobierno de EEUU y consumada el 15 de agosto de 2021…”. ¿Permitida como mínimo, alentada por el gobierno de EEUU? ¿Por qué?
José Luis Martín Ramos.- No tengo la respuesta exacta; sí la sospecha de que Biden decidió soltar el lastre de un país que nunca interesó por sí mismo a EEUU.

Salvador López Arnal.- Una pregunta inapropiada tal vez: ¿cuál es la principal aportación de tu ensayo?
José Luis Martín Ramos.- Espero que sea superar el olvido.

Salvador López Arnal.- ¿Qué sentido tuvo, si lo tuvo, aquella dura y prolongada discusión entre comunistas afganos y no-afganos en los primeros años ochenta en nuestro país (y creo también en otros países próximos)? ¿De qué discutíamos exactamente? Ser afgano era más o menos como ser estalinista, dogmático y antidemocrático.
José Luis Martín Ramos.- Esa sí fue una polémica por delegación. No se discutía de la situación afgana, que desconocíamos, sino de nuestros propios problemas y de los de la relación del comunismo europeo con la URSS.

Salvador López Arnal.- ¿A quién interesa hoy lo que sigue sucediendo allí? ¿Cuál es la situación de la mujer en estos momentos? Hace pocos días mujeres afganas han hecho un llamamiento a la “comunidad internacional” para que las liberen de la esclavitud y la tortura que están sufriendo de nuevo desde agosto de 2021.
José Luis Martín Ramos.- A casi nadie. Y esa situación -muchísimo peor que la de la mujer en Irán- no se originó en 2021, sino en la derrota de la revolución afgana en 1992. Nadie se acuerda, ni parece querer acordarse, del importante movimiento por la emancipación de la mujer que acompañó a la revolución, liderado por Anahita Ratzebad.

Anahita Ratzebad, de pie a la derecha, dirigiéndose a un grupo de activistas. Créditos: familia Ratzebad, vía X, tomado de Peoples World.

Salvador López Arnal.- ¿Sigues estudiando, sigues investigando sobre Afganistán?
José Luis Martín Ramos.- No. Intento seguir lo que está pasando, pero la información que nos llega es prácticamente nula.

Salvador López Arnal.- Muchas gracias por tu amabilidad y por tu libro.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

viernes, 27 de agosto de 2021

_- Contras y talibanes

_- Por Jorge Majfud | 21/08/2021 |

2 de febrero de 1983: los muyahidín (por entonces llamados “freedom fighters” o “luchadores por la libertad” y, poco después, “Taliban”) son recibidos en la misma Casa Blanca por el presidente Ronald Reagan.

Luego de la derrota en Vietnam, el exsecretario de Estado Henry Kissinger y la exsocialista y futura halcón de la derecha del gobierno de Reagan, Jeane Kirkpatrick, manifestaron que, para recuperar el prestigio perdido, Estados Unidos debía inventar alguna guerra que pudiesen ganar. Según Kirkpatrick, Nicaragua era una buena candidata, pero mejor aún era Granada, una isla en el Caribe de apenas cien mil habitantes, cuyo presidente había cometido la osadía de declarar que su país era independiente y soberano y, por lo tanto, podía tener comercio con quien se le antojase. La gloriosa invasión y la liberación de los estudiantes estadounidenses que no querían ser liberados de una tiranía inexistente, tuvo lugar en 1983 y hasta los burócratas que nunca abandonaron sus escritorios en Washington recibieron medallas al valor en la guerra.

La estrategia procede de los primeros años del siglo XIX, cuando Washington quiso anexar Canadá y terminó con la casa de gobierno en llamas (a partir de ahí pintada de blanco, para esconder la infamia del humo), por lo que decidió expandirse hacia el oeste y hacia el sur, tierra de razas inferiores y desarmadas. A finales del mismo siglo, luego de predecir “una explosión” en Cuba y un año antes de inventar el mito del hundimiento del USS Maine, en 1897, apenas nombrado secretario adjunto de la marina por el presidente McKinley, el futuro presidente Theodore Roosevelt le escribió a un amigo: “estoy a favor de casi cualquier guerra, y creo que este país necesita una”. Nada mejor que ser ofendidos a noventa millas de distancia por un imperio que se caía a pedazos como lo era España, armados con barcos de madera para defenderse de navíos metálicos y con tecnología de última generación.

En su tercer película, en 1988, Rambo (Sylvester Stallone) luchará codo a codo con estos valerosos “freedom fighters” de la exótica Afganistán. La misma catarsis de frustración de Vietnam, la misma historia de la superpotencia militar que, por sí sola, sólo podía derrotar pequeñas islas tropicales como Filipinas o Granada y, para peor, en 1961 fue derrotada por una de ellas y sin ayuda, Cuba.

Como tantos otros grupos “rebeldes”, los talibán son una creación, aunque no original, de la CIA. En los años 70 y 80 Washington se propuso derrocar al gobierno socialista del escritor Nur Muhammad Taraki. La secular República Democrática de Afganistán, presidida por una breve lista de intelectuales de izquierda, sobrevivió a duras penas de 1978 a 1992, cuando fue destruida por los talibán. Si Muhammad Taraki y otros que le sucedieron habían luchado por establecer la igualdad de los derechos de las mujeres (como en 1956 otro socialista árabe, Gamal Nasser en Egipto), los talibán irían por el camino contrario.

Como lo recoge el mismo New York Times en un obituario olvidado, Osama bin Laden había reconocido: “Allí [en Tora Bora] recibí voluntarios que venían del reino saudí y de todos los países árabes y musulmanes. Establecí mi primer campamento donde estos voluntarios fueron entrenados por oficiales paquistaníes y estadounidenses. Las armas fueron proporcionadas por los estadounidenses, el dinero por los saudíes”. El complejo de Tora Bora, donde se escondían los miembros de Qaeda, había sido creado con ayuda de la CIA para funcionar como base para los afganos que luchan contra los soviéticos y contra el gobierno de la época. Aunque los muyahadin y los taliban no fueron un mismo grupo, como Osama Bin Laden y como muchos otros, el fundador de los Talibán, Mohammed Omar, fue un muhayadin.

Un año antes de recibir a los muhayadin en la blanquísima Casa Blanca, el mismo presidente Ronald Reagan había visitado a uno de sus “dictadores amigos”, el genocida guatemalteco Efraín Ríos Montt, y lo había reconocido como un ejemplo para la democracia de la región. Lo mismo habían hecho poderosos pastores, fanáticos como Pat Robertson del Club700. Entre las proezas del dictador Ríos Montt se incluye el haber masacrado a más de 15.000 indígenas a los que se les había ocurrido la mala idea de defender sus tierras, codiciadas por las corporaciones extranjeras y la tradicional oligarquía criolla. Poco después, el presidente Reagan, hoy elevado a la categoría de mito por republicanos y demócratas por algo que no hizo (la desarticulación final de la Unión Soviética), calificará a los Contras de América Central (los militares de la derrotada dictadura de Somoza en Nicaragua), también como “freedom fighters”.

Cuando el Congreso de Estados Unidos prohíba más millones de dólares al grupo terrorista de los Contras, la administración Reagan venderá en secreto armas a Irán a través de Israel; el dinero lavado será depositado en un banco suizo y luego transferido a los Contra en Honduras.

Como los muyahidín, los Contras fueron entrenados y financiados por la CIA y, poco después, se convertirán en las maras que asolan América Central y, en casos, los mismos Estados Unidos.

Cuando los entrenadores vuelvan a su país, Estados Unidos, se dedicarán a “proteger la frontera” de los invasores pobres que vienen en busca de trabajo. De pura nostalgia, muchos de esos pobres serán casados como si se tratase de revolucionarios en su propia tierra.

Cuando en agosto de 2021 los Talibán tomen decenas de ciudades y, finalmente Kabul, en apenas una semana, pulularán los análisis de prensa en Estados Unidos, tratando de explicar lo inexplicable, luego de veinte años de guerra, ocupación, cientos de miles de muertos y cientos de billones de dólares. Todos, o casi todos, harán gala de su radicalismo analítico y comenzarán o culminarán con la advertencia: comencemos por el “very beginning” (el principio del principio) de esta historia: los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2021.

Como había dicho el mismo Ronald Reagan en la Biblioteca del Congreso, el 24 de marzo de 1983 para celebrar la conquista del Oeste Salvaje: “los estadounidenses no creían del Oeste lo que era verdad sino lo que para ellos debía ser verdad”.

Claro que también hubo estadounidenses dispuestos a decirles a los fanáticos las verdades que son, no las que deberían ser. Claro que muy pocos agradecieron semejante favor. Todo lo contrario.

jueves, 26 de agosto de 2021

La victoria histórica de Obama

Por Howard Zinn | 09/11/2008
Fuentes: La Jornada

Aquellos de nosotros que desde la izquierda hemos criticado a Obama, como yo lo he hecho, porque no ha podido asumir posturas fuertes en torno a la guerra y la economía, debemos unirnos a las expresiones de júbilo de aquellos estadunidenses, negros y blancos, que gritaron y lloraron el martes por la noche al darnos cuenta de que había ganado las elecciones presidenciales. Es en verdad un momento histórico, que un hombre negro vaya a conducir a nuestro país. El entusiasmo de los jóvenes, negros y blancos, la esperanza de los viejos, simplemente no pueden ser ignorados.

Hubo un momento similar hace un siglo y medio, en 1860, cuando Abraham Lincoln fue electo presidente. Lincoln había sido criticado duramente por los abolicionistas, por el movimiento contra la esclavitud, por no haber logrado asumir una posición clara y valiente contra el esclavismo, por actuar como astuto político y no como fuerza moral. Pero cuando lo eligieron, el líder abolicionista, Wendell Phillips, que había sido un furioso crítico de la cautela de Lincoln, reconoció la posibilidad que yacía en haber logrado la presidencia.

Phillips escribió que por vez primera en la historia de la nación «los esclavos han escogido a un presidente de Estados Unidos». Lincoln, dijo, no era un abolicionista, pero de algún modo «consiente representar la posición antiesclavista». Para Phillips, como peón en un tablero de ajedrez, Lincoln tenía el potencial, si el pueblo de Estados Unidos actuaba vigorosamente, para moverse por todo el tablero, convertirse en reina y, como Phillips lo dijo, «barrer con todo».

Obama, al igual que Lincoln, tiende a mirar primero sus fortunas políticas en vez de hacer decisiones basadas en principios morales. Pero, siendo el primer afroamericano en la Casa Blanca, elegido por una ciudadanía entusiasta que espera una jugada decisiva hacia la paz y la justicia social, él presenta la posibilidad de un cambio importante.

Obama se vuelve presidente en una situación que grita por un cambio de esa naturaleza. La nación se ha enfrascado en dos guerras fútiles e inmorales, en Irak y Afganistán, y el pueblo estadunidense se ha vuelto decididamente contrario a tales guerras. La economía está siendo sacudida por golpazos tremendos y corre el peligro de colapsarse, conforme las familias pierden sus hogares y la gente trabajadora, incluidos aquéllos de la clase media, pierden sus empleos. Así que la población está lista para un cambio. De hecho, está desesperada por un cambio, y «cambio» fue la palabra más utilizada por Obama en su campaña.

¿Qué tipo de cambio se necesita? Primero, anunciar la retirada de nuestras tropas de Irak y Afganistán, renunciar a la doctrina Bush de la guerra preventiva y a la doctrina Carter de la acción militar para controlar el petróleo de Medio Oriente. Obama necesita cambiar radicalmente la dirección de la política exterior estadunidense, declarar que Estados Unidos es una nación amante de la paz que no intervendrá militarmente en otras partes del mundo, y que comenzará a desmantelar las bases militares que mantenemos en más de cien países. Además, debe comenzar a reunirse con Medvediev, el líder ruso, para alcanzar acuerdos acerca del desmantelamiento de los arsenales nucleares, en cumplimiento del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.

Esta retirada del militarismo liberará cientos de miles de millones de dólares. Un programa fiscal que incremente con decisión los impuestos para el uno por ciento más rico de la nación y que incida en su riqueza y no solamente en sus ingresos, arrojará más de cientos de miles de millones de dólares.

Con todo ese ahorro de dinero, el gobierno podrá otorgar una atención gratuita a la salud para todos, poner a millones de personas a trabajar (lo que el llamado libre comercio no ha conseguido). En suma, emular los programas del New Deal, en los que el gobierno otorgó empleo a millones. Esto es sólo un bosquejo de lo que podría transformar a Estados Unidos y hacerlo un buen vecino para el mundo.

Traducción: Ramón Vera Herrera.

* Howard Zinn creció en Brooklyn, sirvió como bombardero en la Segunda Guerra Mundial y desde entonces está profundamente involucrado en los movimientos por los derechos civiles y contra la guerra. Es autor de muchos libros, incluido A Power Governments Cannot Suppress (Un poder que los gobiernos no pueden suprimir) publicado por City Lights Books, 2007.

jueves, 19 de agosto de 2021

_- El triunfo talibán malogra 20 años de sacrificio español con 104 muertos y más de 3.500 millones en gasto militar

_- «Fallecieron dando lo mejor de sí mismos, sus vidas jóvenes, para dar la paz y la libertad a otros”, solemnizó Margarita Robles hace poco más de tres meses en referencia a los más de 100 militares españoles muertos en Afganistán. La toma de Kabul por los talibanes, con su ideología fundamentalista y opresiva a cuestas, oscurece hoy las palabras de la ministra de Defensa, pronunciadas el 13 de mayo con motivo del regreso a España de las últimas tropas destinadas al país centroasiático. Sí, la palabra «libertad» suena ahora casi a sarcasmo.

Tras cerca de 20 años de participación en el conflicto, con el servicio de más de 27.000 hombres y mujeres, más de 3.500 millones de euros gastados y 104 muertos, entre ellos los 62 del Yak 42, España deja su operación internacional más larga y que más bajas ha causado en democracia –según recalca en un informe el Instituto de Seguridad y Cultura–, sin haber cumplido el objetivo central de consolidar un Estado estable, democrático y con derechos garantizados en el que los fundamentalistas no fuesen un actor político clave.

Todas las sombras que se pretendía disipar –Afganistán como infierno para la mujer, refugio de terroristas y epicentro de una crisis de refugiados– se ciernen ahora sobre la tierra de los «señores de la guerra».

La participación española
El análisis del papel español obliga a mirar al 11S. Bush reaccionó de manera fulminante tras concluir que el régimen talibán daba amparo a Bin Laden. Era el inicio de la «guerra global contra el terrorismo», que encontraría continuidad en Irak bajo la falsa excusa de las armas de destrucción masiva. A diferencia de la invasión de Irak, la invasión de Afganistán sí tuvo amparo de la ONU. España se sumó desde el minuto 1. El Consejo de Ministros, en sesión de 27 de diciembre de 2001, aprobó el despliegue con José María Aznar como presidente y Federico Trillo como ministro de Defensa.

Las primeras tropas, 350 militares, llegaron en enero de 2002. El primer objetivo era prestar apoyo médico y logístico, así como buques y helicópteros, a la misión «Libertad Duradera», nombre que casi 20 años después ha quedado dramáticamente desmentido con la toma de Kabul por los talibanes.

Hasta 2014, la participación española se enmarcó en la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), una coalición de la OTAN liderada por Estados Unidos. España se hizo cargo de la reconstrucción de la provincia de Bādgīs, al noroeste, con capital en Qala-i-Naw. La participación española estuvo «principalmente dirigida a contribuir a la estabilización y la gobernanza de Afganistán», según el balance del Instituto de Seguridad y Defensa, centrado en asuntos de defensa y extremismo.

El grueso de las fuerzas españolas empezó a retirarse a partir de 2015, con la práctica finalización de las operaciones de combate y el comienzo de la operación Apoyo Decisivo, bajo mando de la OTAN. España mantuvo en torno a medio millar de efectivos, «centrados en el adiestramiento, asesoramiento y mentorización» de militares y policías afganos, según Defensa. A ello se sumaba el control del aeropuerto de Herat, al oeste del país. A finales de 2015, una vez Obama había anunciado ya la salida progresiva de sus tropas, España dejó Herat y redujo su despliegue a un contingente mínimo en Kabul. En 2018 adaptó su aportación a esta misión con el despliegue de una Fuerza de Operaciones Especiales, unidad que se replegó el en mayo de 2021, en lo que supuso el regreso a casa de las últimas tropas en el país centroasiático, en la estela de Estados Unidos.

104 muertos, 3.500 millones y el Yak 42
La guerra ha supuesto para España 104 muertos, según el Departamento de Seguridad Nacional del Gabinete de la Presidencia del Gobierno. Los fallecidos son 97 militares, tres guardias civiles, dos policías nacionales y dos intérpretes.

Tres hechos trágicos marcan el capítulo luctuoso. El primero es el accidente en 2003 del avión Yak 42, cerca del aeropuerto de Trebisonda, en Turquía, con 62 militares muertos. La responsabilidad del accidente fue de Defensa, siendo ministro Federico Trillo, según dictaminó el Consejo de Estado. El caso se elevó a escándalo por las deficiencias del vehículo, la errónea identificación de los cuerpos y las mentiras denunciadas por los familiares. María Dolores de Cospedal, siendo ministra de Defensa, llegó a pedir perdón «en nombre del Estado«. Otro accidente, en este caso de un helicóptero Cougar, costó la vida a 17 soldados españoles en 2005 al sur de Herat. El tercer acontecimiento fue el ataque a la embajada en Kabul en 2015, que causó la muerte de dos policías. La embajada «no contaba con la seguridad necesaria», según el Instituto de Seguridad y Cultura, que considera que los dos accidentes y el asalto «plantearon dudas sobre la gestión del despliegue, tanto a nivel de recursos como operativo».

El coste de la participación española ha superado holgadamente los 3.500 millones. La cifra fue aportada por Defensa al cierre de la misión de la ISAF. Es decir, se deja fuera al menos el periodo 2015-2021. infoLibre preguntó al ministerio por el coste total, sin respuesta. Álvaro De Argüelles, especialista en estudios internacionales y derecho y colaborador de El Orden Mundial, recalca que el grueso del esfuerzo se realizó entre 2002 y 2014, con lo que esos 3.500 millones pueden ser una cifra «representativa» del coste de la guerra para las arcas públicas, aunque lógicamente por lo bajo. «Desde 2015, el papel español ha sido mucho menos relevante», añade. El Centro Delàs de Estudios por Paz suma a los 3.500 millones casi 198 millones más de la participación española en la operación paralela Libertad Duradera.

Un legado en peligro
El balance de Defensa destaca la tarea de adiestramiento, 1.400 misiones de desactivación de explosivos, los trabajos en el aeropuerto de Herat y la creación de infraestructuras de primera necesidad. «Las misiones españolas han tenido esa impronta humanitaria y de empatía con los más vulnerables, en orfanatos y colegios de Qala-i-Naw, siendo testigos de la integración de niños y niñas en sus aulas», señalaba Defensa en mayo.

De Argüelles, de El Orden Mundial, coincide en destacar que, al haber sido asignada a España una provincia «relativamente estable, sin máximo riesgo militar», las tareas se centraron en el «desarrollo de la zona». «Cuando llegó España [a Bādgīs], ni siquiera podía hacer aterrizajes, porque no había un kilómetro de carretera asfaltada. A veces se habla de áreas medievales, y es en cierto modo un cliché, pero lo cierto es que es una zona muy atrasada», señala De Argüelles, que destaca el papel de la Agencia de Cooperación.

El avance talibán, señala De Argüelles, tendrá un impacto especialmente negativo en todo lo relacionado con las fuerzas policiales y militares afganas, así como con el intento de construir un «nuevo Estado». ¿Qué quedará ahora de eso, elementos centrales del empeño español? Poco, es de temer. «Quizás lo que quede sean las infraestructuras», añade el investigador, pendiente aún de qué uso les darán los talibanes. Y está también, dice, «la semilla» dejada, sobre todo en derechos de las mujeres. Semilla que ahora puede ser pisoteada. Le preocupa además el destino de todas las armas facilitadas por Occidente a policías y militares locales.

En la estela de Estados Unidos
En un artículo de mayo en eldiario.es, Jesús Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria, hacía un balance aún más sombrío, poniendo el énfasis en el «férreo secretismo», así como en el «empeño en hacer pasar por acción humanitaria» la reconstrucción de Qala-i-Naw, «cuando en realidad eran acciones que servían al cumplimiento de la misión militar». No obstante, la causa central de crítica es que el papel de España haya venido determinado, más que por la realidad de Afganistán, por el deseo de contentar a Washington, en especial como compensación de la retirada de Irak en 2004 con José Luis Rodríguez Zapatero.

«La manera de restañar la herida […] fue aumentar el volumen del contingente en Afganistán, aunque para ello hubiera que retirar el desplegado hasta aquel momento (marzo de 2006) en Haití. Se atendía, así, no a las necesidades afganas, sino a la urgencia por recuperar una buena relación con EEUU, aunque eso conllevara el subsiguiente enfado de Brasil (como líder de la operación de la ONU en Haití) y una pérdida de protagonismo en el ámbito latinoamericano», añade Núñez Villaverde, para quien ningún gobierno ha tenido «estrategia propia».

Es un diagnóstico de todos los analistas: España ha ido actuando conforme guiaba la Casa Blanca, tanto con Bush como con Obama, Trump –cuya Administración acordó con los talibanes en 2020 la salida de las tropas de EEUU– y finalmente con Biden, que aceleró la salida. «Eso, inevitablemente, nos hace compartir sus equivocados enfoques y, del mismo modo, una derrota sin paliativos», analiza Núñez Villaverde.

También observa enfoques equivocados Alejandro Pozo, investigador del Centro Delàs de Estudios por la Paz, que ya hacía un diagnóstico crítico en un análisis de 2014, donde recalcaba que «la misión más costosa de la historia del intervencionismo militar español, tanto en términos humanos como económicos», se había servido de un barniz humanitario que disimulaba la realidad. «Al menos 92 de cada 100 euros destinados por España a Afganistán han sido estrictamente militares, para financiar las operaciones ISAF y Libertad Duradera. Los 8 euros restantes tendrían una lógica […] de mejora de la aceptación de la población local y de facilitación de la presencia militar y su seguridad. En España, esos proyectos han contribuido a justificar políticamente la presencia militar en Afganistán», escribía Pozo, que alertaba de que ni el desarrollo en infraestructuras se prolongaría más allá de la intervención militar, ni el terrorismo había sido neutralizado, ni el avance en derechos se había consolidado. Ahora, en conversación con infoLibre tras la toma de Kabul por los talibanes, se expresa desde la «tristeza», pero también desde la «rabia» por una intervención militar que considera errónea y de la que ve a España como comparsa de los intereses de Estados Unidos.

«Entre no hacer nada, que era lo que Estados Unidos hacía en Afganistán por su población antes del 11S, y desplegar cientos de miles de soldados hay muchas opciones que no se han explorado. Se optó por la intervención militar y ahí entró España, sin chistar», señala Pozo, que rechaza el argumento a favor de la guerra, usado durante las últimas dos décadas, según el cual Afganistán había mejorado significativamente gracias a la intervención. «EEUU ha gastado 1 billón de dólares, que era 400 veces el PIB de Afganistán en 2001, a pesar de lo cual sigue ocupando la antepenúltima posición en el Índice de Desarrollo de Género de 2019 del PNUD y la última en el Índice de Paz Global del Instituto por la Economía y la Paz. Lo que está pasando es tristísimo, pero no es que se haya pasado del cielo al infierno. Las mejoras alcanzadas no se corresponden ni de lejos con un gasto de esas dimensiones».

¿Qué se podía haber hecho? Pozo señala que Afganistán arrastra un problema histórico de intervencionismo, siendo escenario de «miniguerras frías» entre India y Pakistán o Arabia Saudí e Irán, entre otras. «La estrategia de EEUU, en vez de trabajar para reducir esas injerencias y crear relaciones diplomáticas y de cooperación, ha sido tirar bombas. Se han dedicado a intentar ganar influencia y reducir la de rivales directos, observando a Afganistán como un espacio vacío que se podía ocupar», explica.

¿Y España? El Gobierno, dice Pozo, «tiene que dar una explicación». Como recuerda el investigador, el comandante del mando de Operaciones, general Francisco Braco, le dijo al rey «misión cumplida» en mayo, una afirmación que el tiempo pone más que en cuestión. «Si la misión era echar un cable a Estados Unidos, en efecto, sí, ha sido una misión cumplida. Pero esto jamás se ha explicado. Estados Unidos no necesitaba nuestra fuerza militar. Hemos sido más útiles con la cesión de espacio aéreo y bases militares y dando cobertura política internacional a la intervención. El coste ha sido de más de cien vidas y 3.500 millones. ¿Para qué ha servido, exactamente? Ahora deben explicarlo».

La teoría y la realidad
La situación actual, con los talibanes dominando Kabul, conmociona al mundo. Pero había voces que advertían de un escenario así. El Instituto Español de Estudios Estratégicos, un think tank encuadrado en Defensa, publicaba esta alerta en marzo, en un informe de Óscar Ruiz, militar destinado en el Cuartel General de la OTAN en Bélgica, y Pilar Rangel, profesora de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Málaga: «La multitud de factores (terrorismo, drogas, Pakistán, corrupción, refugiados, pobreza extrema…) hacen temer lo peor si se produce una salida del país poco planeada y precipitada por parte de las tropas aliadas, pudiendo dejar esta situación a Afganistán a merced de los talibanes, que ni ocultan su deseo de instaurar un Estado Islámico con estricta aplicación de la sharía, ni por el momento han cortado sus vínculos con Al Qaeda».

Esta advertencia contrasta con las palabras optimistas de la ministra de Defensa, Margarita Robes, en abril: «Las líneas generales del plan de repliegue propuesto por los EEUU ofrecen margen suficiente para asegurar que se consoliden los progresos democráticos alcanzados en el país en materia de derechos humanos, educación y el bienestar de las mujeres y los niños».

Álvaro De Argüelles advierte de otro flanco todavía abierto: la salida de los residentes españoles, el personal de la embajada y los afganos que han colaborado. En descargo del Gobierno, señala, puede alegarse que «nadie esperaba que el avance talibán fuera de tal velocidad, si bien deja una pregunta en el aire: «¿Por qué no se hizo al revés? ¿Por qué no se sacó primero a toda la gente y después se hizo la retirada militar?».

Fuente:
https://www.infolibre.es/noticias/politica/2021/08/17/el_triunfo_taliban_malogra_esfuerzo_espanol_tras_104_muertos_mas_500_millones_123626_1012.html

domingo, 14 de abril de 2019

En defensa de Julian Assange. Editorial, por Serge Halimi, diciembre de 2018.

Orgulloso como Artabán, sonriente, rodeado de unos cincuenta fotógrafos y cámaras, Jim Acosta efectuó, el pasado 16 de noviembre, su regreso a la Casa Blanca a bombo y platillo. Unos días antes había perdido su acreditación de corresponsal de Cable News Network (CNN), pero la Justicia estadounidense obligó al presidente Donald Trump a anular la sanción. “Era una prueba y la hemos superado –fanfarroneaba Acosta–. Los periodistas deben saber que en este país, la libertad de prensa es sagrada y que les ampara la Constitución [para] investigar sobre lo que hacen nuestros gobernantes y nuestros dirigentes”. Desvanecimiento de la imagen, música, happy end…

Julian Assange, refugiado desde hace seis años en la embajada de Ecuador en Londres, probablemente no haya podido seguir en directo en CNN este desenlace tan emotivo. Su existencia se asemeja a la de un prisionero. Prohibición de salir, so pena de ser arrestado por las autoridades británicas y, seguramente, extraditado a continuación a Estados Unidos; comunicación reducida y humillaciones de todo tipo desde que, para complacer a Washington, el presidente ecuatoriano Lenín Moreno decidiera endurecer las condiciones de estancia de su “huésped” (véase "El regreso del neoliberalismo a Ecuador").

La actual detención de Assange, así como la amenaza de algunas décadas de prisión en un centro penitenciario estadounidense (en 2010, Trump expresó su deseo de que sea ejecutado), se deben al sitio web de información que dirige. WikiLeaks se encuentra en el origen de las principales revelaciones que han incomodado a los poderosos de este mundo desde hace unos diez años: imágenes de crímenes de guerra estadounidenses en Afganistán y en Irak, espionaje industrial de Estados Unidos, cuentas secretas en las islas Caimán, etc. La divulgación de un cable diplomático secreto del Departamento de Estado estadounidense en el que se calificaba la dictadura del presidente tunecino Zine el Abidin Ben Alí de “régimen que sufre de esclerosis” y de “cuasi mafia” hizo que esta cleptocracia amiga de Washington se tambaleara. También desde WikiLeaks se reveló que dos dirigentes socialistas franceses, François Hollande y Pierre Moscovici, acudieron a la embajada de Estados Unidos en París, el 8 de junio de 2006, para lamentarse de que el presidente Jacques Chirac se opusiera con tanta firmeza a la invasión de Irak.

El ensañamiento de las autoridades estadounidenses con Assange se ve alentado por la cobardía de los periodistas que lo abandonan a su suerte, incluso que se deleitan con su infortunio Sin embargo, lo que menos le perdona la “izquierda” a Assange es la publicación, en su sitio web, de los correos “hackeados” de la campaña de Hillary Clinton. Al considerar que este caso favoreció los propósitos rusos y la elección de Trump, olvida que WikiLeaks desveló primero las maniobras de la candidata demócrata para sabotear la campaña de Bernie Sanders durante las primarias de su partido. Por aquel entonces, los medios de comunicación de todo el mundo no se privaron de transmitir esta información, como lo hicieron en casos anteriores, sin que por ello se equiparara a sus directores de publicación con espías extranjeros ni se les amenazara con acabar en prisión.

El ensañamiento de las autoridades estadounidenses con Assange se ve alentado por la cobardía de los periodistas que lo abandonan a su suerte, incluso que se deleitan con su infortunio. Así, en la cadena MSNBC, el presentador estrella Christopher Matthews, excacique del Partido Demócrata, se atrevió a sugerir que los servicios secretos estadounidenses deberían “actuar al estilo israelí y secuestrar a Assange”...

Serge Halimi
Director de Le Monde diplomatique.

domingo, 3 de marzo de 2019

_- La derrota de Estados Unidos en Afganistán


Ctxt


Hace cuarenta años el ejército soviético entró en Afganistán. Aquel diciembre de 1979 hacia ya cinco meses que el Presidente Carter y su consejero de seguridad, el fanático antiruso de origen polaco Zbigniew Brzezinski, habían iniciado, con sus amigos saudíes, una multimillonaria ayuda para fomentar, financiar y armar un integrismo sunita en Afganistán. Los celebres muyaidines, “luchadores por la libertad”. En París, algunos de los que entonces eran entusiastas valedores de aquellos oscuros personajes del siglo XVIII y los elevaban al título de héroes positivos, soy hoy especialistas en su consecuencia: el terrorismo integrista que llega sus ciudades como resultado, entre otras cosas, de aquella cruzada anticomunista. Todo sin mediar la más mínima consideración autocrítica.

Hasta mediados de los años setenta, Afganistán era un país atávico que los hippies cruzaban en su ruta hacia la India. Los fusiles de los invasores británicos del siglo XIX que se cargaban por el cañón, las escopetas de caza y los trabucos, eran las armas habituales en su mundo rural. El conflicto Este/Oeste transformó aquello en un universo de armas automáticas, blindados, helicópteros, minas antipersonal, morteros y misiles antiaéreos portátiles “Stinger”, creando un desastre bíblico con más de dos millones de muertos y la destrucción de una sociedad que se contaba (y se cuenta) entre las mas pobres del mundo.

El dinero de la CIA y de los saudíes y los cuadros del servicio secreto pakistaní, el ISI, introducían el fundamentalismo islámico en las repúblicas de tradición musulmana de la URSS, y también algunos comandos en acciones de sabotaje cerca de la frontera en las entonces repúblicas soviéticas de Tadjikistán y Uzbekistán. En Paquístán la CIA y el ISI organizaron una red de campos de entrenamiento para los afganos, cuyos comandos entraban en el país acompañados por supervisores militares paquistaníes en acciones de sabotaje.

“Las misiones iban de voladuras de oleoductos hasta ataques con cohetes a un aeropuerto o emboscadas”, explica en sus memorias (The Bear Trap) Mohammad Yusaf, jefe del departamento afgano del ISI. “Entre 1981 y 1986 pasaron por aquellos campos 80.000 guerrilleros afganos”, recordaba el militar con orgullo.

Los soviéticos entraron llamados por el gobierno filocomunista afgano, dividido en facciones irreconciliables, tras una sucesión vertiginosa de golpes internos y asesinatos. Creyeron que sería una misión de algunos meses para pacificar el país y poner orden en su régimen, pero se encontraron empantanados.

“Escribí al Presidente Carter diciéndole que ahora teníamos la ocasión de darle a la URSS su Vietnam”, dijo Brezinski en una de sus últimas entrevistas. Los soviéticos permanecieron en aquella trampa una década, hasta que la voluntad de Gorbachov de distender las relaciones con China y Occidente se impuso. Para entonces (1989), la URSS perdió 15.000 soldados muertos, 50.000 heridos, pero la factura para Afganistán fue mucho peor: 1,3 millones de muertos, 2 millones de desplazados en el interior del país, y 4,5 millones de refugiados en los países vecinos.

La guerra soviética logró establecer un gobierno estable en el país -con todos sus horrores, el mejor que ha tenido aquel desgraciado país, tal como valoraban, por amplísima mayoría, los afganos en una encuesta de 2008- y organizar unas fuerzas armadas relativamente eficaces. Cuando los soviéticos concluyeron su retirada en 1989, aquel gobierno y aquel ejército aún se mantuvieron tres años, controlando todas las ciudades y las carreteras que las unían. El gobierno solo cayó cuando la Rusia de Yeltsin cesó todo suministro en 1992. Siguió una década de caos y guerra civil entre facciones en la que sobre un panorama de ruinas y oscurantismo, se acabaron imponiendo los talibán a partir de 1996, sin que la guerra cesara en el norte.

Diez años después de la retirada soviética, llegaron los americanos. Oficialmente para combatir a Bin Laden y su organización, que era uno de los desastres incubados por su propia política contra los soviéticos durante las dos décadas anteriores. Tampoco hubo autocrítica alguna. Brzezinski hasta se enfadó cuando le preguntaron hace un par de años si no reconocía su error: “¿Cómo voy a lamentarlo? ¡Fue una excelente idea, con ella metimos a los soviéticos en la trampa…!”

Los especialistas americanos -y tras ellos los papagayos del complejo mediático occidental- explicaban aquel otoño de 2001, por qué ahora nada iba a ser igual que en 1979 cuando entraron los soviéticos. El ejército de la URSS estaba integrado por reclutas sin experiencia, estaba mal equipado, su intendencia era desastrosa, con pésimas raciones de alimentos y bajos niveles de higiene que causaban enormes bajas por enfermedad, decían. “Nada permite establecer un paralelismo entre la operación antiterrorista de ahora y la invasión soviética de 1979”, escribía en La Vanguardia hasta el malogrado Xavier Batalla, sin duda el comentarista internacional más competente, glosando aquel pronóstico general.

En un cochambroso hotel de la frontera afgana asistí aquel otoño a la llegada de los primeros contingentes de la CIA, tipos que hablaban uzbeco con acento de Oklahoma y que llevaban en sus mochilas papel higiénico, soluciones para potabilizar el agua y todo tipo de tecnologías y que decían trabajar para oscuras organizaciones “humanitarias” o “no gubernamentales”. Su conocimiento del país era pésimo. La Rusia de Putin les ofreció toda su cooperación en materia de inteligencia afgana, lo que no sirvió de gran cosa para la mejora de relaciones que el Kremlin buscaba entonces a cambio de un mínimo reconocimiento de sus intereses en Washington. El 8 de octubre de 2001 comenzaron los bombardeos. A las pocas semanas habían matado más gente que el número de víctimas de las torres gemelas de Nueva York. Dos meses después, con la caída de Kandahar, último bastión talibán, se daba la guerra por concluida.

Dieciocho años después, la guerra continúa. Ahí están empantanados, con toda su tecnología militar, ayudados por los vasallos europeos (España se gastó 3.600 millones en esa campaña), sin una superpotencia que financie a sus adversarios pero con todo lo demás tan parecido. La simple realidad es que en condiciones mucho más favorables, los americanos han multiplicado el desastre de los soviéticos en Afganistán y han perdido la guerra.

El pasado enero un gran convoy militar fue atacado por los talibán en la provincia de Faryab. Más de treinta vehículos militares y de transporte fueron destruidos en aquella provincia fronteriza con Turkmenistán que pasa por tranquila. Con pocos días de diferencia, el ataque al cortejo del gobernador de otra provincia, Lowgar, mató a diez de sus escoltas y una acción contra una base de las brutales tropas especiales entrenadas por la CIA, causó la muerte de unos 200 soldados de aquel cuerpo.

En el conjunto Afganistán/Paquistán esta segunda guerra ha ocasionado 1,2 millones de muertos, según la contabilidad de Nicolas J.S. Davies. El gobierno afgano y sus mentores solo controlan alrededor de la mitad de los 407 distritos del país. El narcotráfico, ese negocio tradicional para sufragar las cajas negras de la CIA, campa a sus anchas. El opio afgano está creando serios problemas de drogadicción en Rusia. La dimensión del fiasco es tal, que se han abierto negociaciones y conversaciones con los talibán. Con 18 años de retraso se habla de “talibán moderados”.

El problema de los anuncios de retirada militar formulados por Donald Trump (y vale igual para Siria) es que al Pentágono no le gusta retirarse de una base que es importante para vigilar a sus reales adversarios, China y Rusia. Los chinos quieren usar un Afganistán pacificado para ampliar las conexiones de sus “rutas de la seda” a lo largo de Asia central y meridional. Los militares americanos buscarán la manera de quedarse de una u otra forma.

Estados Unidos ha perdido la guerra de Afganistán de una manera no muy diferente a sus predecesores. Evidentemente, esa derrota no ha sido una victoria para los afganos. La guerra de los cuarenta años que trajeron, fomentaron y amplificaron los extranjeros, ha sido para ellos una calamidad bíblica.
(Publicado en Ctxt)

Fuente:
https://rafaelpoch.com/2019/02/20/la-derrota-de-estados-unidos-en-afganistan/

jueves, 13 de diciembre de 2012

Por qué el intervencionismo humanitario es un callejón sin salida. Cuidado con la izquierda anti-anti-guerra

Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos.

Desde la década de 1990 y en particular desde la guerra de Kosovo en 1999 los adversarios de las intervenciones occidentales y de la OTAN han tenido que enfrentarse a lo que se podría llamar una izquierda (y una extrema izquierda) anti-anti-guerra que reúne a la socialdemocracia, a los verdes y la mayor parte de la izquierda radical (el Nuevo Partido Anticapitalista francés [1], diversos grupos antifascistas etc.) [2]. No se declara abiertamente a favor de las intervenciones occidentales y a veces las critica (en general, únicamente en relación a las tácticas seguidas y los intereses, petroleros o geoestratégicos, que se atribuyen a las potencias occidentales), pero emplea todas sus energías en “advertir” de las supuestas derivas de la izquierda que se sigue oponiendo firmemente a estas intervenciones. Nos llama a apoyar a las “víctimas” frente a los “verdugos”, a ser “solidarios con los pueblos frente a los tiranos”, a no ceder a un “antiimperialismo”, un “antiamericanismo” o un “antisionismo” simplistas y, sobre todo, a no aliarse a la extrema derecha. Después de los albano-kosovares en 1999, les tocó a las mujeres afganas, a los kurdos iraquíes y más recientemente a los pueblos libio y sirio a los que “nosotros” tenemos que proteger.

No se puede negar que la izquierda anti-anti-guerra ha sido extremadamente eficaz. La guerra en Iraq, que se había presentado bajo la forma de una amenaza pasajera, suscitó una oposición pasajera, aunque en la izquierda solo hubo una oposición muy débil a las intervenciones presentadas como “humanitarias”, como la de Kosovo, el bombardeo de Libia o actualmente la injerencia en Siria. Cualquier reflexión sobre la paz o el imperialismo simplemente se barrió ante la invocación del “derecho de injerencia” o del “deber de asistencia a un pueblo en peligro”.

Una extrema izquierda nostálgica de las revoluciones y de las luchas de liberación nacional tiende a analizar cualquier conflicto en el interior de un país dado como una agresión de un dictador contra su pueblo oprimido que aspira a la democracia. La interpretación, común a la izquierda y a la derecha, de la victoria de Occidente en la lucha contra el comunismo tuvo un efecto parecido.

La ambigüedad fundamental de la izquierda anti-anti-guerra radica en la cuestión de saber quién es el “nosotros” que debe proteger, intervenir, etc. Si se trata de la izquierda occidental, de los movimientos sociales o de las organizaciones de derechos humanos, hay que plantearles la pregunta que hizo Stalin a propósito del Vaticano: “¿Cuántas divisiones tienen?”. En efecto, todos los conflictos en los que se supone que “nosotros” tenemos que intervenir son conflictos armados. Intervenir significa intervenir militarmente y para ello hace falta tener los medios militares de hacerlo. Es evidente que la izquierda europea no tienen estos medios. Podría apelar a los ejércitos europeos para que interviniera en vez del de Estados Unidos, pero aquellos nunca lo han hecho sin un apoyo masivo de Estados Unidos, lo que hace que el mensaje real de la izquierda anti-anti-guerra sea: “¡Señores estadounidenses, hagan la guerra, no el amor!”. Mejor aún, como después de la debacle en Afganistán y en Irak, los estadounidenses ya no se van a arriesgar a enviar tropas de tierra se pide a las Fuerzas Aéreas estadounidenses, y solo a ellas, que vayan a bombardear a los países violadores de los derechos humanos.

Evidentemente, se puede mantener que el futuro de los derechos humanos se puede confiar a la atención y a la buena voluntad del gobierno estadounidense, de sus bombarderos y de sus drones. Pero es importante comprender que eso es lo que significan concretamente todos los llamamientos a la “solidaridad” y al “apoyo” a los movimientos secesionistas o rebeldes implicados en luchas armadas. En efecto, estos movimientos no tienen necesidad alguna de las consignas gritadas en “manifestaciones de solidaridad” en Bruselas o París, y no es eso lo que piden. Quieren armas pesadas y que se bombardee a sus enemigos, y eso solo se lo puede suministrar Estados Unidos.

Si la izquierda anti-anti-guerra fuera honesta, debería asumir esta elección y pedir abiertamente a Estados Unidos que bombardeara ahí donde se violen los derechos humanos. Pero entonces debería asumir esta elección hasta el final. En efecto, esa misma clase política y militar que se supone salva a las poblaciones “víctimas de sus tiranos” es la que hizo la guerra de Vietnam, el embargo y las guerras contra Irak, la que impone sanciones arbitraras a Cuba, Irán y a todos los países que no le gustan, la que apoya incondicionalmente a Israel, la que se opone por todos los medios, incluidos los golpes de Estado, a los reformadores de América Latina, de Arbenz a Chavez pasando por Allende, Goulart y otros, y la que explota descaradamente los recursos y a los y las trabajadoras por todo el mundo. Hace falta mucha buena voluntad para ver en esta clase política y militar el instrumento de salvación de las “víctimas”, pero es lo que en la práctica preconiza la izquierda anti-anti-guerra ya que, dadas las relaciones de fuerza en el mundo, no existe ninguna otra instancia capaz de imponer su voluntad por medios militares.

Evidentemente, el gobierno estadounidense apenas tiene conocimiento de la existencia de la izquierda anti-anti-guerra europea. Estados Unidos decide hacer o no la guerra en función de sus posibilidades de éxito, de sus intereses, de la oposición interna y externa a ella, etc. Y una vez desencadenada quiere ganarla por todos los medios. No tienen ningún sentido pedirle que haga solo buenas intervenciones, solo contra los verdaderos malos y con unos medios amables que salven a los civiles y a los inocentes.

Quienes pidieron a la OTAN que “mantuviera los progresos para las mujeres afganas”, como hizo Amnistía Internacional (USA) durante una reunión de la OTAN en Chicago [3], piden de hecho a Estados Unidos que intervenga militarmente y, entre otras cosas, que bombardee a civiles afganos y envíe drones a Pakistán. No tiene ningún sentido pedirle que proteja y no bombardee, porque así es como funcionan los ejércitos.

Uno de los temas favoritos de la izquierda anti-anti-guerra es pedir a quienes se oponen a las guerras que no “apoyen al tirano”, en todo caso, no a aquel cuyo país es atacado. El problema es que toda guerra necesita un esfuerzo generalizado de propaganda y que este se basa en la criminalización del enemigo y, sobre todo, de su dirigente. Para oponerse eficazmente a esta propaganda es necesario denunciar las mentiras de la propaganda, contextualizar los crímenes del enemigo y compararlos a los de nuestro propio campo. Es una tarea necesaria, aunque ingrata y arriesgada: se reprochará eternamente el menor error, mientras que todas las mentiras de la propaganda de guerra se olvidan una vez que terminan las operaciones.

Ya durante la Primera Guerra Mundial se acusó a Bertrand Russell y a los pacifistas británicos de “apoyar al enemigo”, pero si desmontaron la propaganda de los aliados no fue por amor al Kaiser alemán, sino por apego a la paz. A la izquierda anti-anti-guerra le encanta denunciar“el doble rasero” de los pacifistas coherentes que critican los crímenes de su propio campo pero contextualizan o refutan los que se atribuyen al enemigo del momento (Milosevic, Gadafi, Assad etc.), pero este “doble rasero” no es sino la consecuencia de una opción deliberada y legítima: contrarrestar la propaganda de guerra ahí donde se encuentra (es decir, en Occidente), propaganda que se basa ella misma tanto en una constante criminalización del enemigo atacado como en una idealización de aquellos que lo atacan.

La izquierda anti-anti-guerra no tiene ninguna influencia en la política estadounidense, pero eso no quiere decir que no tenga efectos. Por una parte, su retórica insidiosa ha permitido neutralizar todo el movimiento pacifista o en contra de la guerra, pero también ha hecho imposible toda postura independiente de un país europeo, como fue el caso de Francia bajo De Gaulle e incluso, en menor medida, bajo Chirac, o de la Suecia de Olof Palme. Hoy la izquierda anti-anti-guerra, que tienen una considerable repercusión mediática, atacaría inmediatamente esta postura por considerarla un “apoyo al tirano”, otro “Munich” o un “crimen de indiferencia”.

Lo que ha conseguido la izquierda anti-anti-guerra es destruir la soberanía de los Estados europeos frente a Estados Unidos y eliminar toda postura de izquierda independiente ante las guerras y ante el imperialismo. También ha llevado a la mayoría de la izquierda europea a adoptar posturas totalmente contradictorias con las de la izquierda latinoamericana y a erigirse en adversarios de países como China o Rusia que tratan de defender el derecho internacional (y tienen toda la razón al hacerlo).

Un aspecto extraño de la izquierda anti-anti-guerra es que es la primera en denunciar las revoluciones del pasado que llevaron al totalitarismo (Stalin, Mao, Pol Pot etc.) y que constantemente nos pone en guardia ante la repetición de estos “errores” del apoyo a dictadores hecho por parte de la izquierda de la época. Pero ahora que la revolución la llevan a cabo los islamistas, se supone que tenemos que creer que todo va a ir bien y aplaudir. ¿Y si la “lección que hay que aprender del pasado” fuera que las revoluciones violentas, la militarización y las injerencias extranjeras no eran la única o la mejor manera de realizar cambios sociales?

A veces se nos responde que hay que actuar “con urgencia” (para salvar a las víctimas). Aunque se aceptara este punto de vista, el hecho es que después de cada crisis la izquierda no hace ninguna reflexión sobre lo que podría ser una política que no fuera el apoyo a las intervenciones militares. Esta política debería dar un giro de 180° respecto a la que actualmente predica la izquierda anti-anti-guerra. En vez de pedir más intervenciones deberíamos exigir a nuestros gobiernos un respeto estricto del derecho internacional, la no injerencia en los asuntos internos de otros Estados y sustituir las confrontaciones por la cooperación. La no injerencia no es solo la no intervención en el plano militar, sino también en los planos diplomático y económico: nada de sanciones unilaterales, nada de amenazas durante negociaciones y trato de todos los Estados en pie de igualdad. En vez de “denunciar” sin parar a los dirigentes malos de países como Rusia, China, Irán y Cuba en nombre de los derechos humanos, algo que le encanta hacer a la izquierda anti-anti-guerra, deberíamos escucharles, dialogar con ellos y hacer comprender sus puntos de vista a nuestros conciudadanos

Evidentemente, esta política no resolvería los problemas de derechos humanos, en Siria o Libia o en otra parte. Pero, ¿qué los resuelve? La política de injerencia aumenta las tensiones y la militarización en el mundo. Los países que se sienten objeto de esta política, y son muchos, se defienden como pueden; las campañas de criminalización impiden las relaciones pacíficas entre Estados, los intercambios culturales entre sus ciudadanos e indirectamente el desarrollo de las ideas liberales que se supone que promueven los partidarios de la injerencia. A partir del momento en que la izquierda anti-anti-guerra abandonó todo programa alternativo ante esta política, renunció de hecho a tener la menor influencia en los asuntos del mundo. No es cierto que “ayude a las víctimas”, como ella pretende. Aparte de destruir toda resistencia que hubiera aquí al imperialismo y a la guerra, no hace nada y, a fin de cuentas, los únicos que reaccionan realmente son los gobiernos estadounidenses. Confiarles el bienestar de los pueblos es una actitud de desesperación absoluta.

Esta actitud es un aspecto de la manera cómo ha reaccionado la mayoría de la izquierda ante la “caída del comunismo”, apoyando exactamente lo contrario de las políticas seguidas por los comunistas, en particular en los asuntos internacionales, donde toda oposición al imperialismo y toda defensa de la soberanía era considerada por la izquierda una forma de paleoestalinismo.

Tanto la política de injerencia como la construcción europea, otro importante ataque a la soberanía nacional, son dos políticas de derecha. La una se basa en los intentos estadounidenses de hegemonía mundial y la otra en el neoliberalismo y la destrucción de los derechos sociales, justificados en gran medida por unos discursos “de izquierda”: los derechos humanos, el internacionalismo, el antirracismo y el antinacionalismo. En ambos casos una izquierda desorientada por el fin del comunismo buscó una tabla de salvamiento en el discurso “humanitario” y “generoso” completamente carente de un análisis realista de las relaciones de fuerza en el mundo. Con semejante izquierda, la derecha prácticamente no necesita ideología, le basta con la de los derechos humanos.

Con todo, estas dos políticas, la injerencia y la construcción europea, se encuentran hoy en un punto muerto: el imperialismo estadounidense se enfrenta a unas dificultades enormes tanto en el plano económico como diplomático; la política de injerencia ha logrado unir a gran parte del mundo en contra ella. Ya casi nadie cree en otra Europa, en una Europa social, y la Europa que existe realmente, neoliberal (la única posible) no suscita mucho entusiasmo entre los y las trabajadoras. Por supuesto, estos fracasos benefician a la derecha y a la extrema derecha, pero ello solo porque la mayor parte de la izquierda ha abandonado la defensa de la paz, del derecho internacional y de la soberanía nacional como condición previa a la democracia.

Notas:

[1] Véase sobre esta organización Ahmed Halfaoui, Colonialiste d’«extrême gauche»? Véase:
http://www.legrandsoir.info/colonialiste-d-extreme-gauche.html.

[2] Por ejemplo, en febrero de 2011, una octavilla distribuida en Toulouse preguntaba a propósito de Libia y de las amenenazas de “genocidio” por parte de Gadafi: “¿Dónde está Europa? ¿Dónde está Francia? ¿Dónde está Estados Unidos? ¿Dónde están las ONG?” y “¿Acaso el valor del petróleo y del uranio son más importantes que el pueblo libio?”. es decir, que los autores de la octavilla - firmada entre otros por Alternative Libertaire, Europe Écologie-Les Verts, Gauche Unitaire, LDH, Lutte Ouvrière, Mouvement de la Paix (Comité 31), MRAP, NPA31, OCML-Voie Prolétarienne Toulouse, PCF31, Parti Communiste Tunisien, Parti de Gauche31- rerpochaban a los occidentales que no intervinieran debido a intereses económicos. Nos preguntamos qué pensaron estos autores cuando el CNT libio prometió vender el 35% del petróleo libio a Francia (y ello independientemente de que se mantuviera o no esta promesa o de que el petróleo sea o no la causa de la guerra).

[3] Véase por ejemplo: Jodie Evans, Why I Had to Challenge Amnesty International-USA's Claim That NATO's Presence Benefits Afghan Women.
http://www.alternet.org/story/156303/why_i_had_to_challenge_amnesty_international-usa's_claim_that_nato's_presence_benefits_afghan_women.
Fuente (en francés): http://www.legrandsoir.info/reponse-a-la-gauche-anti-anti-guerre.html

Versión inglesa: http://www.counterpunch.org/2012/12/04/beware-the-anti-anti-war-left/
Jean Bricmont, Le grand soir/Counterpunch