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lunes, 18 de marzo de 2024

Ayuso y la retórica. Los políticos han dejado de representar ideas, programas o intereses: solo cuenta su propia persona. Las narrativas populistas nos hacen cerrar filas frente a la cruzada que dicen sufrir

Los políticos han dejado de representar ideas, programas o intereses: solo cuenta su propia persona. Las narrativas populistas nos hacen cerrar filas frente a la cruzada que dicen sufrir.
 
Asesinato político, inspección salvaje, persecución mediática, son algunas de las perlas que lanzan estos días la presidenta Ayuso y eso que llamamos “su entorno”. Hemos normalizado tanto los comentarios agresivos sobre jueces, instituciones y prensa que ya no percibimos el problema democrático que estos ataques representan. Porque, en realidad, lo que está en juego es una concepción de la democracia cada vez más deformada por un fondo populista. Es algo más que retórica. Y ese es el meollo de la cuestión: continúa progresando una cultura populista que refleja esta suerte de colapso democrático que vemos en demasiadas partes del mundo: Estados Unidos, Rusia, Francia, España. Seguro que les suena el victimismo del recurso “al pueblo”, siempre en busca de la redención.

El político populista piensa o dice —tanto da— que le persiguen los poderes del Estado, por ejemplo, una inspección fiscal, la investigación de la prensa (a la que se juzga también enemiga y, por tanto, enemiga del pueblo) o el mismísimo Tribunal Supremo. Estos poderes, al parecer —y esto es lo grave—, no tienen la misma legitimidad que el líder político porque carecen del respaldo de las urnas. Lo vimos en el procés: oponer la legitimidad popular a la de otros poderes del Estado nos convierte en una democracia electoral, difuminando o negando la importancia trascendental de los contrapoderes. Pero en lugar de defender esa idea pluralista de la democracia, los ciudadanos cerramos filas con nuestros líderes, quienes estimulan a sabiendas el voyerismo de las audiencias. El ejemplo más obvio es EE UU, donde también han perdido toda inteligencia crítica sobre el populismo. Lo hemos interiorizado tanto que, en lugar de preocuparnos por que un delincuente pueda presidir el país más poderoso de Occidente, debatimos sobre si debe ser o no incapacitado. ¿Estado de derecho o sufragio popular? EE UU es el escenario principal de una batalla de principios que dice mucho sobre cómo entendemos el funcionamiento democrático y que, como siempre, sobrepasa sus fronteras. Si Puigdemont sopesa volver es porque, como Trump, piensa que hacer campaña desde la cárcel le puede venir bien.

Hemos dejado de sentirnos representados por los políticos y solo buscamos identificarnos con ellos, lo opuesto a la esencia de la representación. ¿Por qué funciona tan bien ese victimismo que les presenta como objetivo de burdas persecuciones? Porque los políticos han dejado de representar ideas, programas o intereses: solo cuenta su propia persona. Las narrativas populistas nos hacen cerrar filas numantinamente frente a la cruzada que dicen sufrir. Es su personalidad la que nutre su base electoral, no sus ideas, y eso explica por qué dan tanta importancia a sus apariciones públicas, que siempre provocan entusiasmo y controversia. Cada vez es más difícil fiscalizarlos, incluso desde los medios, pues solo generan rechazo o seguidismo acríticos. Siempre víctimas, su sufrida retórica impide que les exijamos una verdadera rendición de cuentas. Por eso seguimos fallando en detectar las claves del declive democrático. Obviamos o frivolizamos sobre lo que está en juego, una idea concreta de democracia, mientras libramos como soldados inconscientes una batalla que también se da en el campo de las ideas. Inmersos en nuestro eterno ciclo electoral, desconfiemos aunque sea de los políticos que no hablen de su gestión y sus programas. Al menos nos consolaremos al comprobar cómo los incumplen.

Ayuso humorista

La presidenta de la Comunidad de Madrid ha encontrado su estilo, un estilo desprejuiciado que se ha saltado las normas de lo que hasta ahora ejercían los políticos conservadores.

Cuando Isabel Díaz Ayuso accedió al poder en 2019 mediante un pacto que la convertiría en lideresa de la derecha en toda su extensión, tendimos a subestimar su potencial; era entonces algo común pensar que su desacomplejada manera de ejercer el cargo, con declaraciones chocantes y burlescas, estaba dictada por un hombre que le susurraba al oído esas ocurrencias que poseían la facultad de hacerse populares y que habrían de convertirla en icono pop de la derecha madrileña, aún no se sabe si exportable al resto de España. Pero estos cinco años de reinado han confirmado que partíamos de un error: por mucho que su entrenador se empleara a fondo, la presidenta se ha desvelado como una mujer no solo capaz de liderar la derecha macarra sino de fracturar las normas de lo aceptable con discursos en los que bascula entre lo despreciativo y lo humorístico, a veces mezclando los dos tonos como parte de su estratagema. El poder la ha empoderado, algo que suele sucederle a quienes ostentan el liderazgo durante el tiempo suficiente como para regodearse en su astucia. Ya no es la mujer en manos de un perverso ventrílocuo, ya no necesita que le escriban el guion porque la astracanada sale de manera natural de su boca. Ella es rotundamente ella.

Solo una vez se la ha visto descolocada: cuando un periodista en absoluto agresivo como Carmelo Encinas apeló a la humanidad de la presidenta para preguntarle por los ancianos muertos en las residencias. Es probable que, dado que se encontraba en un medio favorable, no se esperara el puro cuestionamiento de su falta de piedad y respondió furiosa, desabrida, afirmando que nadie tiene derecho a hacerle ese tipo de preguntas. Pero la realidad es que Ayuso ha encontrado su estilo, un estilo desprejuiciado que se ha saltado las normas de lo que hasta ahora ejercían los políticos conservadores. Ayuso se sirve de la broma como si fuera una humorista, se salta los límites de cualquier cortesía asumida en el espacio público y al hacerlo genera una complicidad con aquellos que dicen sentirse constreñidos por una corrección en el habla que les provoca ira. Esta utilización tramposa del humor que permite decir cualquier grosería en nombre de la libertad es homóloga de un estilo transnacional que está dando asombrosos resultados y de la que Trump es, sin duda, la estrella rutilante a la hora de destrozar el consenso democrático. Como escribe el periodista Fintan O´Toole en Laugh riot (el motín de la risa), un ensayo publicado en The New York Review of Books sobre el uso del humor como arma política en el discurso de Trump, lo que consigue el expresidente cada vez que recurre a bromas despreciativas es hacer desaparecer los tabús a fin de crear una comunidad en la que los que se sienten excluidos puedan expresar barbaridades sin ser señalados. Entre el vodevil y el insulto todo es permisible. Si alguien se molesta en exceso queda el recurso de decir: “¡Si solo era una broma!”.

De esa manera podría responder Ayuso a las que nos hemos llevado las manos a la cabeza al escuchar su grotesco discurso del 8 de marzo: hay más hombres asesinados que mujeres, dijo, más conductores muertos en accidentes, dijo, más soldados víctimas de guerra. Siendo esta la realidad, concluyó, ¿por qué no un Día del Hombre? Ella sabe que cada una de esas afirmaciones en nada contradicen la verdad demostrada, que hay una violencia que se ejerce contra las mujeres por el hecho de serlo y que si atendemos a las guerras, miremos a Gaza, son las mujeres y los niños los que engrosan masivamente el número de víctimas. De los conductores que hable la DGT. Yo tengo mi teoría, pero no viene a cuento.

Ella sabe que en este reivindicar un día para el hombre hay una burla sobre el feminismo que tiene aún más impacto por expresarla en un día tan señalado. Lo sabe y se relame, porque hay hombres que le ríen la gracia y piensan, al fin alguien lo ha dicho.

Elvira Lindo.