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jueves, 20 de abril de 2017

Mitos de guerra. El culto al soldado caído, que alcanzó su cenit durante el periodo de entreguerras, fue perdiendo su mordiente popular con las armas nucleares y la extensión del pacifismo.

1. Soldados
George L(achmann) Mosse (1918-1999) es uno de los grandes historiadores de referencia a la hora de comprender los presupuestos ideológicos y morales del nacionalismo alemán Völkisch que conduciría al Holocausto y a la muerte de masas en el siglo XX. Su importantísima obra, sin embargo, no ha tenido suerte en España. Ariel tardó casi 35 años en publicar La cultura europea del siglo XX, un libro esencial que hoy, sin embargo, sólo puede encontrarse en librerías de lance. Y La nacionalización de las masas, otro texto imprescindible acerca de los fundamentos irracionalistas de la fascinación que el nazismo ejerció sobre los alemanes, tuvo que esperar tres décadas para ser publicado por Marcial Pons. Ahora llega por fin, con un retraso de casi 30 años, uno de sus libros más importantes y sintéticos:  Soldados caídos. La transformación de la memoria de las guerras mundiales,  publicado por la editorial de la Universidad de Zaragoza, de cuyo catálogo sólo hay que lamentar su escasa visualización en las librerías, un peliagudo asunto que los sellos universitarios no acaban de resolver. Soldados caídos, para cuya investigación Mosse utilizó, además de copiosas fuentes primarias, materiales procedentes de la literatura, la cinematografía, el deporte, la religión y el turismo de la primera mitad del siglo XX, disecciona el mito —cultivado sobre todo por la derecha alemana en los años veinte y treinta— de la “experiencia de la guerra”.

La catástrofe bélica de 1914-1918, la más terrorífica que había conocido la humanidad, suscitó un proceso, a la vez de exaltación y enmascaramiento del horror, que fue creando el clima ideal para la proliferación de ideologías militaristas y totalitarias que, una vez más, conducirían a la carnicería de 1939-1945 y al espanto del Holocausto. Y lo hizo, sobre todo, a partir de dos mecanismos complementarios: primero, mediante la brutalización del comportamiento de los combatientes, la glorificación y el embellecimiento del heroísmo suicida (que tan bien reflejó Stanley Kubrick en El culto al soldado caído, convertido en una especie de religión laica (con sus santuarios, sus mártires y sus lugares sagrados), alcanzó su cenit durante el periodo de entreguerras, pero fue perdiendo su mordiente popular a partir de la irrupción de las armas nucleares y de la extensión del pacifismo entre las masas. Contrapunto del también imprescindible La Gran Guerra y la memoria moderna (Turner, 2006), de Paul Fussell, que se centraba en la memoria (literaria) de los antiguos combatientes, Soldados caídos es un libro esencial para comprender la deriva ideológica y moral que condujo al mundo a sus dos peores catástrofes.

2. Esclavos
En el Anti-Dühring, Engels demostraba, poniendo en escena al esforzado (pre)colonialista Robinson y al bueno de Viernes, que toda violencia política reposa primitivamente en una función económica de carácter social. La esclavitud, por ejemplo, una lacra a la que, según la OIT, siguen sometidos cerca de 21 millones de personas.

Entre principios del XVI, cuando el Rey Católico dio vía libre a la introducción de esclavos africanos en América, hasta 1867, cuando llegó a Cuba el último cargamento de esclavos, más de 10 millones de hombres, mujeres y niños capturados a la fuerza fueron enviados a América desde África Occidental. Cuatro siglos de esclavitud trasatlántica, proporciona, en menos de trescientas páginas, una visión panorámica y muy divulgativa de todos los aspectos implicados en la monstruosa trata. Incluyendo, además de la organización de la vida y del trabajo de los esclavos, sus formas de resistencia y rebelión.

3. Poe
Desde que Jesús Egido se hiciera cargo, hace más de una década, del primero de los dos sellos de ese peculiar tándem editorial compuesto por Rey Lear y Reino de Cordelia, ha contado con el poeta Luis Alberto de Cuenca (LAC) como una especie de asesor áulico. En los catálogos de Egido se nota la huella del mejor y más culto de nuestros poetas pop, aunque no estoy seguro de que la denominación le agrade del todo al autor de, por ejemplo, ‘Isabel’ o ‘La mujer sin cabeza’. Como premio a sus consejos y recomendaciones, LAC ha obtenido recientemente el envidiable privilegio de verse convertido en un personaje de cómic de línea clara basado en los “argumentos” de una quincena de sus poemas de (también) línea clara: el álbum en cuestión es Viñetas de Plata (Reino de Cordelia), dibujado por Laura Pérez Vernetti. Y conste que el privilegio no es menor, habida cuenta de que Egido ha sido el editor, por ejemplo, del cartoonista Winsor McCay (1869-1934), uno de los grandes pioneros del octavo arte. En cuanto a LAC, su último granito de arena al sello de Egido ha sido la elección de los Diez cuentos de terror de Edgar Allan Poe que ha ilustrado María Espejo para Reino de Cordelia. Por mi parte, nada grave que objetar, aunque quizás yo hubiera sustituido alguno de los relatos por ‘Morella’, muy cercano a esas dos obras maestras del goticismo exacerbado que son ‘Berenice’ y ‘Ligeia’. En cuanto a la traducción, la de Susana Carral es impecable, de acuerdo, pero yo tengo el oído castellano hecho a la de Cortázar (posiblemente menos “exacta”), igual que —mutatis mutandis— cuando pienso en Shakespeare en castellano me vienen a la cabeza las contundentes cadencias de Astrana Marín, y no la más precisa filología de Conejero y su equipo. Que disfruten con esta estupenda selección del mejor Poe.

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/04/05/babelia/1491388183_230913.html?rel=lom

jueves, 15 de mayo de 2014

Pierre Lemaitre retrata la brutalidad de la Guerra del 14. Ve la luz la versión en español de ‘Nos vemos allá arriba’, el fenómeno literario del año en Francia

Como puñal entrando en mantequilla blanda, la primera frase dice así: “Todos los que pensaban que aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a causa de la guerra”.

Detrás siguen 564 páginas (443 en la versión española) que no son sino la justificación de esa frase terrible, el resumen urgente de una barbarie. Justificación vertiginosa, brillante y literariamente multiforme, incrustada en el cruce de caminos de la tragedia, el esperpento, la picaresca, el romanticismo, el chispazo sicologista, el humor negro, el sálvese quien pueda, la confesión íntima y el novelón clásico del XIX. Hay algo difícilmente perceptible a primera vista en la escritura de Pierre Lemaitre (París, 1951), algo que luego parecerá evidente pero que el lector atrapa solo cuando ya lleva bien avanzado el relato de Nos vemos allá arriba: sí, es posible obrar el milagro, es posible que una novela descomunal en muchos sentidos reúna en sus líneas una ilimitada ambición literaria y una irrenunciable vocación de hacerla comprensible.

Con las sospechas y la mala prensa que despierta la palabra comprensible según entre quién, cuando de hablar de literatura, de arte o de cine se trata...

Este espejo de la relación fraterno/tumultuosa entre dos soldados franceses supervivientes de la Primera Guerra Mundial (editada en español por Salamandra), le dio a Lemaitre el 4 de noviembre el premio Goncourt, la más alta recompensa de las letras francesas y un pasaporte a la gloria editorial que suele garantizar ventas del orden de los 300.000 ejemplares. Pero Au revoir là-haut ha superado ya de largo el medio millón, convirtiéndose en un auténtico fenómeno editorial en Francia.

Recostado en el saloncito de su casa de Courbevoie (un barrio residencial situado al oeste de París) desde donde se ve, enfrente y al fondo la Torre Eiffel, a la derecha los rascacielos de La Défense y a la izquierda, a lo lejos, como una manta extendida, París entero, Pierre Lemaitre trata de hilar las que considera posibles razones de este pelotazo editorial: “En Francia, la huella de la Primera Guerra Mundial es un poco el equivalente de lo que en España es la huella de la Guerra Civil, por el peso que ambas tienen en el inconsciente colectivo; la Gran Guerra está en el origen de lo que hoy es la clase política francesa, y también de lo que es Europa…”...

Más en El País.



El pacifismo que contrarrestó al entusiasmo bélico
A la actitud encendida y ardorosa que muchos adoptaron ante la guerra se le opuso el antibelicismo de varios intelectuales de la época. El escritor Heinrich Mann publicó el ensayo Zola en 1915, criticando el militarismo alemán y acusando a capitalistas e industriales de azuzar el conflicto. Su texto le valdrá una ruptura con su hermano Thomas, que apoyó la guerra (trató de alistarse al principio) y contestó en un libro de más de 400 páginas, Consideraciones de un apolítico.

Aún dentro del ámbito germánico, el escritor austriaco Karl Kraus llama "carnaval trágico" al conflicto y denuncia tanto a los intelectuales como a la prensa, a quienes atribuye parte de responsabilidad en el inicio de las hostilidades. A lo largo de la guerra da conferencias a favor de la paz y escribe su obra maestra Los últimos días de la humanidad, sátira despiadada sobre aquellos años.

El poeta rumano Tristan Tzara, también se posicionó en contra del enfrentamiento, antes de dejar su país para marcharse a Suiza y alumbrar el Dadaísmo. En Rusia, inspirado por el pacifismo de Tolstoi, del que fue secretario, Valentin Bulgakov hizo un llamamiento a la paz, publicando "todos somos hermanos". Mientras que la socióloga estadounidense Jane Addams, que después sería Premio Nobel de la Paz, fundó la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad. Otro Nobel, en esta ocasión de Literatura, el francés Romain Rolland permanece en Suiza para evitar la censura de guerra en sus textos, denunciando tanto a Francia como a Alemania.

En Londres, el filósofo Bertrand Russell fue expulsado del Trinity College de la Universidad de Cambridge, donde daba clases, debido a la expresión de su pacifismo. Incluso llegó a ser encarcelado durante seis meses por este motivo. Éstos son algunos de los personajes destacados que rechazaron la contienda y denunciaron un belicismo que entre otras cosas condujo a más de 16 millones de muertos. (Fuente: eldiario.es)

Y no podemos olvidar a Jean Jaurès.
20 artículos para entender la I guerra mundial.

Senderos de gloria.
El 2 de julio de 1934, el escritor Humphrey Cobb leyó un suelto en The New York Times que decía: “Los franceses absuelven a cinco fusilados por amotinamiento en 1915. Dos de sus viudas reciben una indemnización de un franco cada una”. Investigó y descubrió que no había habido tal amotinamiento: tras el fracaso de la toma de una colina en Souain, el general Réveilhac ordenó que cinco cabos del Regimiento 136, elegidos al azar, fueran fusilados “para dar ejemplo a la tropa”. En 1935, Cobb publicó Senderos de gloria, una novela nacida de la indignación y el conocimiento. Fue uno de los primeros voluntarios americanos en partir al frente occidental y luchó en la batalla de Amiens, donde fue herido y gaseado. El texto tiene a ratos un aire desmañado, como si hubiera sido escrito a gran velocidad, para escupir el recuerdo de todo aquel horror, pero sin duda sabe de lo que habla. Habla de la implacable máquina bélica, habla de la farsa del consejo de guerra, habla de lo que pasa en las trincheras y en los cuerpos. Un veterano le dice a un soldado bisoño: “Cuando los hombres se asustan, todo en su interior se solidifica. Las funciones se interrumpen. Las secreciones se secan. Cuando un obús viene hacia ti contienes todo, hasta la respiración. Por eso esas caras parecen grises. La piel se seca. Los ojos están vidriosos por falta de sueño. Cada vez que un hombre sale de la primera línea, en su interior parece romperse el resorte de un reloj”.

En su momento, Senderos de gloria pasó casi inadvertida. Tampoco funcionó su adaptación al teatro, a cargo de Sidney Howard: al público de Broadway, por lo visto, no le apeteció que le recordaran todo aquello. Howard, que había escrito el guion de Lo que el viento se llevó, dijo: “Hollywood tiene la sagrada obligación de llevar esta novela al cine”.

Por aquellos años, un niño llamado Stanley Kubrick leyó la novela, y quizás se le quedaron grabados párrafos tan cinematográficamente precisos como este: “El sable cayó con un destello. La descarga resonó con estruendo, salió escupido el humo y 36 hombros retrocedieron al unísono. El humo se dispersó hacia los lados y desapareció. Los cuerpos rígidos de los postes comenzaron a relajarse casi imperceptiblemente”. En 1957, tras el rechazo de varios estudios, Kubrick logró llevar la novela al cine gracias al apoyo de Kirk Douglas y United Artists. En Francia no se estrenó hasta 1975. En España, hasta 1986, once años después de la muerte de Franco: los militares de ambos países, al parecer, consideraron que su contenido era problemático.

La editorial Capitán Swing ha publicado Senderos de gloria, en traducción de Ricardo García Pérez y con un prólogo iluminador de David Simon, el creador de The Wire, donde, entre otras cosas, dice que gracias a la contención del estilo de Cobb la historia gana en lucidez y cólera. Acabo de leer el libro y creo que puede sumarse a la lista de textos clave sobre los horrores de la guerra, una lista en la que yo colocaría (aunque hace tiempo que no las visito) Catch 22, de Joseph Heller; Imán, de Ramon J. Sender; Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer; La forja de un rebelde, de Arturo Barea; Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O’Brien, y Despachos de guerra, de Michael Kerr. Hay muchas más: el tema, por desgracia, no se agota.

Fuente: El País.

El mito de Galípoli.