Como puñal entrando en mantequilla blanda, la primera frase dice así: “Todos los que pensaban que aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a causa de la guerra”.
Detrás siguen 564 páginas (443 en la versión española) que no son sino la justificación de esa frase terrible, el resumen urgente de una barbarie. Justificación vertiginosa, brillante y literariamente multiforme, incrustada en el cruce de caminos de la tragedia, el esperpento, la picaresca, el romanticismo, el chispazo sicologista, el humor negro, el sálvese quien pueda, la confesión íntima y el novelón clásico del XIX. Hay algo difícilmente perceptible a primera vista en la escritura de Pierre Lemaitre (París, 1951), algo que luego parecerá evidente pero que el lector atrapa solo cuando ya lleva bien avanzado el relato de Nos vemos allá arriba: sí, es posible obrar el milagro, es posible que una novela descomunal en muchos sentidos reúna en sus líneas una ilimitada ambición literaria y una irrenunciable vocación de hacerla comprensible.
Con las sospechas y la mala prensa que despierta la palabra comprensible según entre quién, cuando de hablar de literatura, de arte o de cine se trata...
Este espejo de la relación fraterno/tumultuosa entre dos soldados franceses supervivientes de la Primera Guerra Mundial (editada en español por Salamandra), le dio a Lemaitre el 4 de noviembre el premio Goncourt, la más alta recompensa de las letras francesas y un pasaporte a la gloria editorial que suele garantizar ventas del orden de los 300.000 ejemplares. Pero Au revoir là-haut ha superado ya de largo el medio millón, convirtiéndose en un auténtico fenómeno editorial en Francia.
Recostado en el saloncito de su casa de Courbevoie (un barrio residencial situado al oeste de París) desde donde se ve, enfrente y al fondo la Torre Eiffel, a la derecha los rascacielos de La Défense y a la izquierda, a lo lejos, como una manta extendida, París entero, Pierre Lemaitre trata de hilar las que considera posibles razones de este pelotazo editorial: “En Francia, la huella de la Primera Guerra Mundial es un poco el equivalente de lo que en España es la huella de la Guerra Civil, por el peso que ambas tienen en el inconsciente colectivo; la Gran Guerra está en el origen de lo que hoy es la clase política francesa, y también de lo que es Europa…”...
Más en El País.
El pacifismo que contrarrestó al entusiasmo bélico
A la actitud encendida y ardorosa que muchos adoptaron ante la guerra se le opuso el antibelicismo de varios intelectuales de la época. El escritor Heinrich Mann publicó el ensayo Zola en 1915, criticando el militarismo alemán y acusando a capitalistas e industriales de azuzar el conflicto. Su texto le valdrá una ruptura con su hermano Thomas, que apoyó la guerra (trató de alistarse al principio) y contestó en un libro de más de 400 páginas, Consideraciones de un apolítico.
Aún dentro del ámbito germánico, el escritor austriaco Karl Kraus llama "carnaval trágico" al conflicto y denuncia tanto a los intelectuales como a la prensa, a quienes atribuye parte de responsabilidad en el inicio de las hostilidades. A lo largo de la guerra da conferencias a favor de la paz y escribe su obra maestra Los últimos días de la humanidad, sátira despiadada sobre aquellos años.
El poeta rumano Tristan Tzara, también se posicionó en contra del enfrentamiento, antes de dejar su país para marcharse a Suiza y alumbrar el Dadaísmo. En Rusia, inspirado por el pacifismo de Tolstoi, del que fue secretario, Valentin Bulgakov hizo un llamamiento a la paz, publicando "todos somos hermanos". Mientras que la socióloga estadounidense Jane Addams, que después sería Premio Nobel de la Paz, fundó la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad. Otro Nobel, en esta ocasión de Literatura, el francés Romain Rolland permanece en Suiza para evitar la censura de guerra en sus textos, denunciando tanto a Francia como a Alemania.
En Londres, el filósofo Bertrand Russell fue expulsado del Trinity College de la Universidad de Cambridge, donde daba clases, debido a la expresión de su pacifismo. Incluso llegó a ser encarcelado durante seis meses por este motivo. Éstos son algunos de los personajes destacados que rechazaron la contienda y denunciaron un belicismo que entre otras cosas condujo a más de 16 millones de muertos. (Fuente: eldiario.es)
Y no podemos olvidar a Jean Jaurès.
20 artículos para entender la I guerra mundial.
Senderos de gloria.
El 2 de julio de 1934, el escritor Humphrey Cobb leyó un suelto en The New York Times que decía: “Los franceses absuelven a cinco fusilados por amotinamiento en 1915. Dos de sus viudas reciben una indemnización de un franco cada una”. Investigó y descubrió que no había habido tal amotinamiento: tras el fracaso de la toma de una colina en Souain, el general Réveilhac ordenó que cinco cabos del Regimiento 136, elegidos al azar, fueran fusilados “para dar ejemplo a la tropa”. En 1935, Cobb publicó Senderos de gloria, una novela nacida de la indignación y el conocimiento. Fue uno de los primeros voluntarios americanos en partir al frente occidental y luchó en la batalla de Amiens, donde fue herido y gaseado. El texto tiene a ratos un aire desmañado, como si hubiera sido escrito a gran velocidad, para escupir el recuerdo de todo aquel horror, pero sin duda sabe de lo que habla. Habla de la implacable máquina bélica, habla de la farsa del consejo de guerra, habla de lo que pasa en las trincheras y en los cuerpos. Un veterano le dice a un soldado bisoño: “Cuando los hombres se asustan, todo en su interior se solidifica. Las funciones se interrumpen. Las secreciones se secan. Cuando un obús viene hacia ti contienes todo, hasta la respiración. Por eso esas caras parecen grises. La piel se seca. Los ojos están vidriosos por falta de sueño. Cada vez que un hombre sale de la primera línea, en su interior parece romperse el resorte de un reloj”.
En su momento, Senderos de gloria pasó casi inadvertida. Tampoco funcionó su adaptación al teatro, a cargo de Sidney Howard: al público de Broadway, por lo visto, no le apeteció que le recordaran todo aquello. Howard, que había escrito el guion de Lo que el viento se llevó, dijo: “Hollywood tiene la sagrada obligación de llevar esta novela al cine”.
Por aquellos años, un niño llamado Stanley Kubrick leyó la novela, y quizás se le quedaron grabados párrafos tan cinematográficamente precisos como este: “El sable cayó con un destello. La descarga resonó con estruendo, salió escupido el humo y 36 hombros retrocedieron al unísono. El humo se dispersó hacia los lados y desapareció. Los cuerpos rígidos de los postes comenzaron a relajarse casi imperceptiblemente”. En 1957, tras el rechazo de varios estudios, Kubrick logró llevar la novela al cine gracias al apoyo de Kirk Douglas y United Artists. En Francia no se estrenó hasta 1975. En España, hasta 1986, once años después de la muerte de Franco: los militares de ambos países, al parecer, consideraron que su contenido era problemático.
La editorial Capitán Swing ha publicado Senderos de gloria, en traducción de Ricardo García Pérez y con un prólogo iluminador de David Simon, el creador de The Wire, donde, entre otras cosas, dice que gracias a la contención del estilo de Cobb la historia gana en lucidez y cólera. Acabo de leer el libro y creo que puede sumarse a la lista de textos clave sobre los horrores de la guerra, una lista en la que yo colocaría (aunque hace tiempo que no las visito) Catch 22, de Joseph Heller; Imán, de Ramon J. Sender; Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer; La forja de un rebelde, de Arturo Barea; Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O’Brien, y Despachos de guerra, de Michael Kerr. Hay muchas más: el tema, por desgracia, no se agota.
Fuente: El País.
El mito de Galípoli.
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