A medida que la mano de obra mundial se vuelve cada vez más precaria y fragmentada, la solidaridad internacional y la unidad de la clase obrera parecen más difíciles que nunca. Pero, como explica el historiador del trabajo Marcel van der Linden explica a Jacobin, los desafíos actuales a la acción colectiva de la clase trabajadora son tan antiguos como el propio capitalismo.
Según un reciente informe de la OIT sobre “Perspectivas sociales y del empleo en el mundo”, en 2020 se produjo una fuerte caída de los ingresos laborales y un drástico aumento de los niveles de pobreza en el mundo como consecuencia de una pérdida del 8,8% del total de horas de trabajo a lo largo del año. Peor aún, el informe informa de que cualquier recuperación prevista se basará invariablemente en sectores laborales en los que la baja productividad y la falta de normas laborales -es decir, la precariedad- son rampantes.
Las últimas cifras de la OIT reflejan una tendencia a la baja en el poder de la clase trabajadora a escala mundial. Como escribía David Broder en un reciente artículo de Jacobin, la evidente pérdida de poder de la clase obrera –ya sea en las fabricas, a través de la automatización y la precariedad, o en el ámbito político a través de la lenta desaparición de los partidos obreros y socialdemócratas– ha sido durante mucho tiempo la fuente de pronósticos apresurados que proclamaban el “fin de la clase obrera”. Sin embargo, el declive del poder de la clase obrera no es irreversible, y sería temerario equiparar la disminución de la influencia estructural con el fin de la clase obrera como tal.
El historiador del trabajo y ex director del Instituto Internacional de Historia Social, Marcel van der Linden, ha sostenido una sofisticada versión de este argumento durante la mayor parte de su carrera de investigación. Al ampliar el alcance de la historia del trabajo en todas las direcciones –en el tiempo, para abarcar a las poblaciones trabajadoras del siglo XVI, y en el espacio, para las plantaciones coloniales en las que predominaba el trabajo forzado–, el trabajo de van der Linden sostiene que debemos ampliar nuestras propias definiciones de la clase trabajadora, incluso si eso significa repensar la propia historia del capitalismo.
La recompensa política de una definición ampliada de la clase obrera –que incluya el trabajo de cuidados, el trabajo forzado y el autoempleo informal– es que muestra los muchos “adioses a la clase obrera” por lo que son: demasiado dependientes de una imagen estrecha de la clase obrera como trabajo fabril fordista, y muy a menudo blanco y masculino.
El hecho, explica van der Linden al editor colaborador de Jacobin Nicolas Allen, es que la clase obrera no va a ninguna parte. Y, aunque pueda parecer más fragmentada y precaria, la clase obrera también está experimentando transformaciones que permiten descubrir nuevas formas de influencia estructural y de solidaridad internacional.
Nicolas Allen. George Orwell escribió que los trabajadores más importantes son también los más invisibles. Tu trabajo parece orientarse en función de un principio similar: comprender la especificidad de la clase obrera sin dejar de lado esas formas de trabajo consideradas anómalas por los enfoques marxistas tradicionales (trabajo no libre, no mercantilizado, intermedio, etc.).
MVDL. En el capitalismo siempre convivieron —y, probablemente, sigan haciéndolo— formas distintas de mercantilización de la fuerza de trabajo. Durante su largo desarrollo, el capitalismo recurrió a muchos tipos de relaciones laborales, algunas basadas en la coacción económica y otras en factores no económicos. Millones de esclavos fueron expulsados a la fuerza de África y llevados al Caribe, a Brasil y al sur de los Estados Unidos. Muchos trabajadores subcontratados son enviados hoy a Sudáfrica, Malasia y América del Sur. Otros trabajadores «libres» migran de Europa a las Américas, Australia y a otras antiguas zonas coloniales. Los aparceros producen una porción importante de los bienes agrícolas a nivel mundial.
Estas y otras relaciones laborales son sincrónicas, aun cuando la tendencia hacia el «trabajo asalariado libre» sigue creciendo. La esclavitud todavía existe, la aparcería está retornando en ciertas regiones, etc. El capitalismo es capaz de elegir las formas de mercantilización del trabajo que mejor se adecúen a sus propósitos en un contexto histórico determinado: una variante es más rentable hoy, pero mañana puede ser otra.
Si el argumento es correcto, debemos conceptualizar a la clase obrera asalariada como un tipo —importante, sin duda— de fuerza de trabajo mercantilizada entre otras. En consecuencia, no podemos concebir al trabajo denominado «libre» como la única forma de explotación que se adecúa al capitalismo moderno, sino como una alternativa específica. Luego, debemos elaborar conceptos que comprendan las múltiples dimensiones de esta problemática. La historia del trabajo capitalista debe abarcar todas las formas de mercantilización de la fuerza de trabajo, sin importar si recurre a la coerción física o a la económica: asalariados, esclavos, aparceros, presos, por no decir nada de todo el trabajo que colabora con la creación o la regeneración de la fuerza de trabajo mercantilizada, es decir, las labores de crianza, las tareas domésticas y los trabajos de cuidado y de subsistencia.
Si consideramos todas estas formas de trabajo, deberíamos tomar como unidad básica de análisis a los hogares en lugar de los individuos, pues eso nos permitiría mantener en el horizonte las vidas, tanto de hombres como de mujeres, de jóvenes y de viejos —en fin— el amplio espectro del trabajo remunerado y no remunerado.
NA. ¿Qué consecuencias tiene ese enfoque para la historia del capitalismo? La versión más popular es que el capitalismo surgió a partir de la transformación de los trabajadores en trabajadores asalariados libres, es decir, del acaparamiento de los medios de producción.
MVDL. Si mis observaciones son correctas, debemos transformar drásticamente nuestra concepción de la historia, empezando por nuestro concepto del capitalismo. Si el capitalismo no muestra ninguna preferencia estructural por el trabajo asalariado, es posible que emerja en situaciones en las que dicho trabajo es prácticamente inexistente, por ejemplo, en contextos donde prevalecen distintas formas de esclavitud. Si en lugar de concebir al capitalismo en términos de la contradicción entre trabajo asalariado y capital, lo hacemos en función de la mercantilización de la fuerza de trabajo y de otros elementos del proceso de producción, cobra sentido definir al capitalismo como un circuito de transacciones y procesos laborales que apunta tendencialmente hacia la «producción de mercancías por medio de mercancías», según la célebre expresión de Piero Sraffa.
Ese circuito de producción y distribución de mercancías en constante expansión, donde no solo los productos del trabajo, sino también los medios de producción y la fuerza de trabajo adquieren el estatus de mercancías, es lo que denomino capitalismo. Esta definición se aparta hasta cierto punto de Marx, pero no deja de ser consistente con su enfoque, pues él también concebía al modo de producción capitalista en función de la «generalización» o «universalización» de la producción de mercancías. Sin embargo, mi definición sí se aleja decisivamente de aquellas que circunscriben al capitalismo a la «producción para el mercado» y pasan por alto las relaciones laborales específicas implicadas en la producción. Es el caso, por ejemplo, de Immanuel Wallerstein y su escuela.
Pienso que, teniendo en cuenta esta definición revisada del capitalismo, es posible concluir que la primera sociedad completamente capitalista no fue la de Inglaterra en el siglo XVIII, sino la de Barbados, esa pequeña isla caribeña (430 km2), que durante el siglo XVII se convirtió en la sociedad esclavista más próspera del mundo. La colonización del territorio comenzó en los años 1620, y en 1680 la industria azucarera utilizaba el 80% de la tierra cultivable de la isla, empleaba el 90% de su fuerza de trabajo y representaba cerca del 90% de sus ingresos por exportaciones. Fue el comienzo de la denominada «revolución azucarera», que terminó dominando el desarrollo agrícola de las Indias Occidentales Británicas durante largos siglos.
La cuestión es que el proceso de producción y consumo de Barbados estaba casi completamente mercantilizado: los trabajadores (esclavos) eran mercancías, su comida era comprada en otras islas, sus medios de producción (como los molinos de caña de azúcar) eran fabricados con fines comerciales y el producto de su trabajo (caña de azúcar) era vendido en el mercado mundial. Hubo pocos países en los que la vida económica llegó a estar tan mercantilizada. En ese sentido, aunque pequeño, no dejaba de ser un verdadero país capitalista. Y, por supuesto, solo podía existir gracias a su integración a un imperio colonial más amplio.
Entonces no está tan claro que Inglaterra haya sido la patria original del capitalismo moderno. Cuando adoptamos una perspectiva no eurocéntrica, comprendemos tres cosas: que muchos avances significativos en la historia del trabajo capitalista son más antiguos de lo que pensábamos, que la historia del capitalismo comenzó con los trabajadores no libres y que comenzó en el Sur Global, no en Estados Unidos ni en Europa.
NA. Me da la sensación de que estas ideas aplican, no solo al pasado, sino también al presente: si expandimos la definición de la clase obrera, ciertamente nos beneficiamos de una nueva perspectiva sobre los orígenes del capitalismo, pero además nos vemos obligados a enfrentarnos a quienes afirman que estamos asistiendo al «fin de la clase obrera», pues esa hipótesis solo se sostiene bajo condición de mantener una concepción sumamente estrecha de la clase.
MVDL. Efectivamente, no hay ningún «fin de la clase obrera». De acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo, entre 1991 y 2019, el porcentaje de personas que viven exclusivamente de sus salarios («empleados») oscila entre el 44 y el 55%. La proletarización crece sobre todo en los países capitalistas avanzados. Se estima que en las economías desarrolladas, los asalariados representan cerca del 90% del empleo total. Pero en las economías emergentes y en vías de desarrollo, los empleados representan, con suerte, el 30% del empleo total. Por supuesto, la clase obrera mundial supera con creces el número de empleados: deberían sumarse todos los miembros que aportan ingresos a las familias y la mayoría de los desempleados, como así también la enorme cantidad de trabajadores autónomos que suelen aparecer en las estadísticas como falsos cuentapropistas, es decir, son trabajadores autónomos en los papeles, pero en realidad trabajan para uno o dos clientes principales y dependen completamente de ellos. También forman parte de la clase obrera quienes realizan tareas domésticas (en general, mujeres), es decir, quienes garantizan que los empleados y otros trabajadores estén en condiciones de vender su fuerza en el mercado de trabajo.
Con todo, también observamos desplazamientos internos en la composición de la clase de los asalariados. Durante las últimas tres décadas, el número de trabajadores del sector de servicios básicamente se duplicó, la cantidad de trabajadores industriales creció un 50% y la cantidad de trabajadores agrícolas disminuyó poco más del 10%. Adicionalmente, observamos desplazamientos geográficos. En Europa y en América del Norte la desindustrialización se acelera, mientras que en Asia y otros lugares empieza a crecer el empleo industrial.
Quienes hablan del «fin de la clase obrera» suelen vivir en los países capitalistas avanzados, donde observamos que se está desintegrando gradualmente lo que solía denominarse —erróneamente— el «empleo estándar». Se trata de una forma de trabajo asalariado definida por la continuidad y la estabilidad del empleo, un cargo de tiempo completo con un solo jefe y una actividad que se desarrolla completamente en el lugar de trabajo dispuesto por la empresa, a cambio de una buena remuneración, garantías legales y seguridad social. Sin embargo, suele pasarse por alto que el «empleo estándar» es un fenómeno relativamente reciente, incluso en los países capitalistas avanzados y que, como mucho, solo el 15% o el 20% de los asalariados a nivel mundial accedió alguna vez a ese tipo de relación laboral.
NA. Creo que, en parte, el término «fin de la clase obrera» remite al poder menguante de los sindicatos y del movimiento obrero. Esa tendencia es indiscutible, ¿no?
MVDL. Sí. A pesar de que la clase asalariada a nivel mundial nunca había sido tan numerosa, casi todos los movimientos obreros tradicionales están en crisis. Las transformaciones económicas y políticas de los últimos cuarenta años los debilitaron mucho. Su núcleo depende de tres formas de organización social: las cooperativas, los sindicatos y los partidos obreros. Aunque se trata de una tendencia desigual en distintos países y regiones, esas tres formas están en decadencia. El ala política —la socialdemocracia, los partidos obreros, los partidos comunistas— afronta dificultades en todos los países del mundo. Muchos sindicatos también están perdiendo poder. Los sindicatos independientes organizan solo a un pequeño porcentaje de trabajadores, y la mayoría vive en las regiones relativamente ricas situadas a la altura del Atlántico Norte. En 2014, la Confederación Sindical Internacional, único paraguas organizativo de la clase obrera a nivel mundial, estimó que no más del 7% de la fuerza de trabajo total estaba afiliada a un sindicato. Supongo que hoy ese total debe haber disminuido al 6%.
La debilidad del movimiento obrero internacional no deja de ser una paradoja. Aun cuando los niveles de conciencia tienden a ser relativamente bajos, dada vez más trabajadores en todo el mundo entran en contacto directo. Los productos que se fabrican en un país suelen ser ensamblados con componentes fabricados en otros países, que a su vez contienen subcomponentes hechos en países distintos. El resultado es que al menos un cuarto de los asalariados tiene empleos vinculados a una cadena de suministro global. La migración también fomenta las relaciones económicas entre trabajadores de distintas partes del mundo. La proporción de migrantes entre la población mundial creció de 2,8% a 3,5% entre 2000 y 2020. El porcentaje específico de migraciones Sur-Norte se duplicó desde los años 1960 y hoy representa cerca del 40% del total. Y, sin embargo, nada de eso resultó en la resurrección del movimiento obrero.
Con todo, no deja de haber cierto espacio para el optimismo. Durante los últimos diez o quince años, asistimos a una intensificación de las luchas sociales. Por ejemplo, el 8 y 9 de enero de 2019, en India, 150 millones de trabajadores de todo el país fueron a la huelga por una lista de reivindicaciones, entre las que destacaban el aumento del salario mínimo, la alimentación digna y la consigna de igual remuneración por igual tarea. Las protestas sociales están creciendo en todas partes del mundo, incluida América Latina. En fin, no es menos importante notar que también se observan signos de renovación organizativa. Durante los últimos años se percibe un impulso creciente hacia la organización de los trabajadores de hospitales y del sector de cuidados.
La consolidación en 2009 de la Federación Internacional de Trabajadores del Hogar y su campaña, que resultó en la aprobación del Convenio 189 sobre trabajadores y trabajadoras domésticos de la OIT, fueron un gran motivo de inspiración. Las huelgas de trabajadores presos en Estados Unidos revelan que hay nuevos segmentos de la clase obrera que están empezando a movilizarse. En muchos países los sindicatos están intentando abrirse a los trabajadores «informales» e «ilegales». La New Trade Union Initiative (NTUI) de la India, fundada en 2006, es una experiencia espectacular, que reconoce la importancia del trabajo remunerado y no remunerado de las mujeres y apunta a organizar, no solo al sector «formal», sino también a trabajadores subcontratados, casuales, domésticos, autónomos —en fin— a los segmentos más pobres de la ciudad y del campo.
NA. Pienso, por otro lado, que la hipótesis del «fin de la clase obrera» tiene como premisa la idea de que los problemas de la sociedad de hoy efectivamente exceden cualquier cosa que hayan podido imaginar los movimientos obreros tradicionales.
¿Qué debe hacer el movimiento obrero para reinventar esa idea, tan fuerte durante los siglos diecinueve y veinte, de que los intereses de los trabajadores son también los intereses de la mayoría de la sociedad?
MVDL. Como dije, es una paradoja: el poder político y económico de la clase obrera empezó a mermar a partir de los años 1980, pero todavía no veo otra fuerza social capaz de reemplazar a la clase obrera como agente principal. La única solución que se me ocurre es el fortalecimiento de esa misma clase obrera, aunque debería ser capaz de recurrir a formas de organización novedosas. Un movimiento obrero renacido necesita una nueva orientación. Sin dejar de notar que este tema requiere mucho debate, me contento con unas breves indicaciones.
En primer lugar, existe todo un espectro de temas muy importantes que los viejos movimientos obreros nunca se tomaron en serio. La mayoría de los sindicatos, los partidos y las organizaciones en general siguen siendo dominados por una cultura masculina, por prejuicios raciales, localismos y tienen poca conciencia sobre las cuestiones del cambio climático y la crisis medioambiental. Es evidente que las cosas están mutando, pero queda mucho por hacer todavía.
En segundo lugar, la nueva estrategia obrera debería incluir en su agenda la igualdad social y los derechos. Debemos distanciarnos del economicismo vulgar del pasado, sin perder nunca de vista que la satisfacción de las necesidades básicas sigue siendo un aspecto fundamental. Los movimientos obreros deben convertirse en movimientos de clase en un sentido amplio.
En tercer lugar, el movimiento obrero mundial tiende a ser antidemocrático y no permite que las bases alcen la voz. Debemos reemplazar esta estrategia autocrática por una estrategia democrática radical.
En cuarto lugar, es urgente que las organizaciones obreras empiecen a orientarse en función de vínculos globales y actividades internacionales. Muchos de los desafíos más importantes, como el desempleo, el cambio climático, la pandemia o la coyuntura económica, no tienen solución a nivel nacional.
En fin, todos estos elementos deben formar parte de una estrategia radical consistente. Mucho daño nos hicieron los movimientos del pasado que cedieron a la tentación de formar parte de las instituciones dominantes en vez de contar con su propia fuerza. Esto vale para los sindicatos, integrados a distintas formas de corporativismo, pero también para los partidos obreros que, sin un movimiento de masas que los respaldara y sin posibilidad de construir mayorías electorales, terminaron uniéndose a distintos gobiernos de turno. En las condiciones actuales no deberíamos pensar tanto en un gobierno alternativo como en una buena oposición política, comprometida con la autoemancipación de la clase obrera y con la democracia de base.
NA. Hasta ahora hablamos del movimiento obrero y del trabajo en términos abstractos, pero tal vez es momento de especificar un poco las cosas. Me sorprende la libertad con que, al referirse al Sur Global, se suele apelar a conceptos que supuestamente describen realidades nuevas, como «precariado», cuando en verdad parecen describir una situación que, a nivel mundial, no solo no es reciente, sino que es más bien estructural.
Además, estos conceptos «nuevos» parecen suponer que experiencias como el Estado de bienestar fueron universales (cuando en realidad fueron más bien excepciones). ¿Qué opinión te merece el término «precariado» al que recurre Guy Standing?
MVDL. Guy Stanting es un gran investigador, que hizo contribuciones fundamentales para comprender las transformaciones de las relaciones laborales del capitalismo contemporáneo. Pero creo que su idea de que el «precariado» es la nueva «clase peligrosa» es inadecuada. Por un lado, parece implicar que es posible descartar al resto de la clase obrera como agente de cambio social. Por otro, sugiere que los trabajadores precarios son capaces de desestabilizar el capitalismo por su propia cuenta. Este tipo de pensamiento, que privilegia a un segmento de la clase obrera sobre otros, no es nuevo: tenemos el ejemplo del operaísmo de los años 1970, defendido por Sergio Bologna, Antonio Negri y otros. Esta gente pensaba que los trabajadores calificados pertenecían a los sectores dominantes y que la «masa» de trabajadores no calificados era la vanguardia. Debemos oponernos a ese tipo de sectarismos. Existen buenos motivos para enfatizar la unidad de la clase obrera. Es mejor dejar las tentativas de fragmentación en manos de nuestros oponentes.
Con todo, también debemos reconocer que quienes piensan como Standing no se equivocan cuando señalan la importancia de la precarización. La precarización es una tendencia global y crece casi en todo el mundo. En las regiones más desarrolladas del capitalismo global, la competencia feroz entre capitalistas genera hoy un efecto de «igualación» descendente en la calidad de vida y en las condiciones de trabajo. Las relaciones laborales de los países ricos empiezan a parecerse bastante a las de los países pobres. El filósofo István Mészáros se refiere a este fenómeno como la perecuación tendencial de las tasas de explotación.
Hay otro tema candente, muy vinculado con el anterior: el desempleo y el subempleo. En el curso del siglo veinte, especialmente a partir de los años 1940, el número de desempleados y subempleados del Sur Global creció a un ritmo vertiginoso. A fines de los años 1990, Paul Bairoch estimó que, en América Latina, África y Asia, el «desempleo total» se situaba en el orden del 30-40%, situación sin precedente en la historia, «salvo tal vez en el caso de la Antigua Roma». En Europa, América del Norte y Japón, el nivel promedio de desempleo siempre fue mucho más bajo. Además, en esos casos, responde siempre a la coyuntura económica y, por lo tanto, es de carácter cíclico, mientras que el «sobredesempleo» —el término es de Bairoch— en el Sur Global dispone de rasgos estructurales.
Los investigadores que estudiaron este problema, como José Nun, de Argentina, y Aníbal Quijano, de Perú, argumentaron que las decenas de millones de trabajadores permanentemente «marginados» del Sur Global no podían ser considerados como un «ejército industrial de reserva» en el sentido marxista: su condición social no era temporaria y no conformaban una masa de material humano siempre dispuesta a la explotación, pues sucedía que sus calificaciones simplemente no eran compatibles con los requisitos de la industria capitalista.
La precarización manifiesta una transformación importante del capitalismo contemporáneo. Aunque el capital productivo (la manufactura, la minería) sigue en expansión, existen otras porciones de la burguesía que están ganando cada vez más poder. El capital productivo está cada vez más subordinado al capital mercantil y al capital financiero, denominados por Marx, respectivamente, capital comercial y capital que rinde interés. Hoy asistimos, no solo al crecimiento impresionante de empresas de comercio (Amazon, Ikea, Walmart, etc.) y a una marejada de nuevos bancos y empresas de seguros, sino también al florecimiento de las subcontrataciones y de la tercerización. Este proceso debilita el poder de los sindicatos, pues estos suelen ser mucho más fuertes en el sector productivo que en los de comercio y finanzas.
NA. Entonces, las relaciones laborales del Norte Global están empezando a parecerse a las del Sur, pero el subempleo y el desempleo crónicos se manifiestan en el Sur de formas inconcebibles en los países del Norte.
Me pregunto si tu concepto de desigualdad relacional remite a esa situación, es decir, a la idea de que hay una especie de «aristocracia obrera» en el Norte Global que sigue sacando provecho de la explotación del Sur Global.
MVDL. Pienso que el concepto de «modo de vida imperial», acuñado por Ulrich Brand y Markus Wissen, es muy útil en este sentido. Su idea central es que los asalariados de los países capitalistas avanzados —comprendidos aquí en el sentido amplio al que hice referencia antes— sacan provecho de la explotación ecológica y económica de las regiones más pobres del mundo. Esto es lo que denomino desigualdad relacional: si los asalariados del Norte están mejor, es en parte porque los del Sur están peor, tanto en términos socioeconómicos como ecológicos. Esto es válido en el caso del consumo (las remeras baratas de Bangladesh incrementan el ingreso real de los asalariados del Norte), pero también dispone de una dimensión ecológica: los países capitalistas avanzados tienen poder económico y político para importar recursos y exportar desechos. En ese sentido, los asalariados del Norte se benefician del intercambio económico y ecológico desigual entre los países capitalistas desarrollados y los atrasados.
El colapso del «socialismo» en la Unión Soviética, China y en otras partes del mundo, y la adaptación de la India al pensamiento liberal —procesos que se desarrollaron durante los años 1980 y principios de los 1990— tuvieron como consecuencia la emergencia en esos países de segmentos de la clase asalariada que cuentan con ingresos relativamente buenos, a los que suele subsumirse bajo la categoría más bien imprecisa de «clases medias». Por eso el «modo de vida imperial» también existe en la ex-URSS, en Asia y en otras partes del mundo.
En consecuencia, la clase obrera mundial internalizó contradicciones que dificultan la solidaridad en términos objetivos. Esto nos plantea un problema importante y urgente: no basta con garantizar la igualdad económica y social, sino que también hay que garantizar la igualdad ecológica. Los recursos naturales son limitados. Como dijo Arghiri Emmanuel en los años 1960, las personas que viven en los países ricos pueden consumir esos productos que tanto les gustan solo porque hay personas que consumen muchos menos y otras que no consumen ninguno. ¿Cómo lograr la igualdad en este terreno? Si no es posible hacerlo de forma descendente —es decir, bajando los estándares de vida de los países desarrollados—, ni ascendente —por causas técnicas y ecológicas—, ¿significa que la solución debería pasar por un cambio global en los patrones de vida y consumo, es decir, en el concepto mismo de bienestar?
NA. Pero cabe pensar que la solidaridad internacional no solo fracasa a causa de las distintas capacidades de consumo. También están los que piensan que los trabajadores tienen más o menos poder en función del lugar que ocupan en los patrones de acumulación a nivel mundial.
Por ejemplo, la huelga de una fábrica automotriz en Alemania es «objetivamente» más importante, en el sentido de que afecta más decisivamente al capital global, que una huelga de recolectores de residuos en Argentina. ¿Cómo es posible sintetizar las distintas luchas obreras?
MVDL. Deberíamos pensar menos en términos de clases nacionales y más en términos de poder posicional. En los años 1970, Luca Perrone, un sociólogo brillante que lamentablemente murió joven, argumentó que las distintas secciones de la clase obrera ocupan posiciones distintas en un sistema definido por la interdependencia económica. En ese sentido, su potencial disruptivo puede divergir enormemente. Tomemos por caso los mataderos de Chicago del siglo diecinueve, que eran una especie de línea de montaje. El primer departamento era denominado el sitio de la muerte y era donde efectivamente se sacrificaba a los animales antes de que fueran procesados en los otros departamentos. Si el sitio de la muerte paraba, se paralizaba toda la industria de la carne. Ese poder posicional tiene un rol político. Por ejemplo, hubiese sido imposible derrocar al sah de Irán sin las huelgas de los petroleros de 1978-1979.
No creo que el Estado nación al que pertenecen los trabajadores defina su poder posicional. Los procesos de trabajo son mucho más importantes. Otro ejemplo: las commodities, que son el resultado de la combinación del trabajo de obreros y campesinos de todo el mundo. O tomemos, por ejemplo, los jeans que estoy usando ahora. El algodón más duro de la parte azul viene de los pequeños agricultores de Benín, país de África occidental. El algodón más suave de los bolsillos viene de Pakistán. El índigo sintético se produce en una planta química de Frankfurt, Alemania. Los remaches y los botones contienen zinc extraído por mineros australianos. El hilo es de poliéster manufacturado a partir de productos petrolíferos por los trabajadores de una planta química de Japón. Todas las partes son ensambladas en Túnez y el producto final se vende en Ámsterdam. Por lo tanto, mis jeans son el resultado de una combinación global de procesos de trabajo. De los trabajadores implicados en su producción, ¿qué grupo tiene más poder y qué grupo tiene menos? Es una pregunta empírica que solo podemos responder con información adecuada sobre —entre otras cosas— las posiciones que ocupan los distintos grupos en la competencia.
Ahora que una porción cada vez más grande de la clase obrera mundial empieza a formar parte de cadenas mercantiles transcontinentales, es probable que los trabajadores del Sur Global tengan más poder, al menos en potencia. Su situación es similar a la de los matarifes de Chicago. Si no entregan el cobalto, el coltán y el cobre, Samsung y Apple no pueden fabricar sus teléfonos. Pero seamos claros: se trata de un poder potencial. Para que se actualice, los trabajadores deben tomar conciencia de su posición estratégica y organizarse.
Además, hay otra dificultad: cuanto más cerca están los trabajadores del producto final de una cadena mercantil, más interés tienen en que los trabajadores de las etapas anteriores cobren salarios más bajos, al menos en el corto plazo. Los trabajadores de una fábrica automotriz sacan provecho, en el corto plazo, si los obreros metalúrgicos reciben bajos salarios, pues eso incrementa el margen de ganancias de la venta de los automóviles, conlleva seguridad laboral y, tal vez, una mejor remuneración. Ese obstáculo solo puede ser superado a través de la politización, pues los trabajadores deben tomar conciencia del cuadro completo. Y, en general, la conciencia tiende a incrementar en función de la actividad y la educación que los trabajadores desarrollan de manera independiente.
NA. La verdad es que tu tesis no parece muy optimista…
MVDL. Soy menos optimista que hace veinte o treinta años. Hoy los obstáculos a la renovación son mayores, y también son mayores los desafíos globales (especialmente el problema medioambiental). La crisis que observamos podría estar marcando el fin de un «gran ciclo» de desarrollo del movimiento obrero, que duró casi dos siglos. El trabajo organizado (como su aliado, el socialismo) cuenta casi dos siglos de existencia y durante su historia sufrió muchas transformaciones. Apoyándose sobre las tradiciones igualitaristas previas, el movimiento obrero comenzó a desarrollarse con las experiencias «utópicas» del período 1820-1840. Influenciado por la rápida emergencia del capitalismo y por la naturaleza cambiante de los Estados, empezó a bifurcarse luego de las revoluciones de 1848: un ala luchaba para construir una sociedad alternativa, sin Estados separados, aquí y ahora, mientras que la otra intentaba transformar el Estado con el fin de utilizarlo como un medio.
El primer movimiento —el anarquismo y el sindicalismo revolucionarios— tuvo su auge en las últimas décadas previas a la Segunda Guerra Mundial. El segundo movimiento —encarnado inicialmente por la socialdemocracia, pero transformado después hasta llegar a los partidos comunistas— tuvo su apogeo en las primeras décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ninguno de los movimientos logró conseguir su objetivo de reemplazar el capitalismo por una sociedad justa y democrática.
Es dado pensar en un segundo «gran ciclo». De hecho, es lo que parecen anunciar, aunque sea tenuemente, los acontecimientos actuales. Los conflictos de clase no cesarán y los trabajadores de todo el mundo seguirán sintiendo la necesidad de organizarse y de luchar. Un nuevo movimiento obrero podría arraigar sobre los anteriores, aunque no sin que se produzcan cambios significativos. Por ejemplo, es fundamental que surja un internacionalismo real, que exceda la mera solidaridad simbólica. No creo que se trate simplemente de un principio humanista: la verdad es que no existen soluciones nacionales a los problemas que hoy enfrenta el mundo.
En el caso de que se concrete el renacimiento, es probable que el nuevo movimiento obrero difiera considerablemente del tradicional. Me atrevo a decir que cualquier estrategia exitosa dependerá de la capacidad de sintetizar a nivel transnacional respuestas efectivas a los grandes desafíos del presente (la economía global, la ecología, la igualdad de género, la seguridad social, el cambio climático, etc.). También debemos reconsiderar la bifurcación del anarquismo y del socialismo de partido. El anarquismo tiende a enfatizar la construcción de un «socialismo desde abajo» por medio de la autoemancipación de las masas movilizadas. Los socialistas de partido, en cambio, tienden a enfatizar el «socialismo desde arriba», es decir, la perspectiva de que el socialismo debe «bajar» a las masas, tendencia reforzada en las décadas recientes por muchos partidos que prácticamente no tienen inserción social. Aunque se supone que deberían escuchar a los ciudadanos, sobre todo en épocas electorales, la verdad es que los partidos hacen todo lo contrario: son medios a través de los cuales el Estado se comunica unilateralmente con la sociedad.
Espero que durante este segundo «gran ciclo» veamos una combinación entre las estrategias «desde abajo» y «desde arriba» que logre sintetizar las políticas de gobierno, la autoorganización y las grandes movilizaciones. Un cambio de este tipo llevará mucho tiempo. Según Max Weber, el «espíritu» del capitalismo resultó de un largo y arduo proceso de formación, que se desarrolló durante siglos enteros. Del mismo modo, es probable que solo podamos concebir una sociedad socialista como el resultado de un amplio proceso de formación en el que el cambio a nivel social interactúa con el cambio a nivel individual. En ese proceso, las organizaciones independientes y los avances concretos hacia la autoemancipación en todas las esferas de la vida, no solo en la económica, están llamados a jugar un rol fundamental.
Marcel van der Linden. Investigador principal del Instituto Internacional de Historia Social (Ámsterdam) y autor de Trabajadores y trabajadoras del mundo (Imago Mundi, 2019).
Nicolas Allen es coordinador de redacción de Jacobin América Latina.
Traducción: Valentín Huarte
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