"He impuesto un orden al caos de la vida"
«La antipsiquiatría preveía un futuro perfecto y no se cumplió, más por la insolidaridad social que por el modelo» «El psiquiatra ni cura, ni enseña a vivir, ni absuelve de pecado»
Guillermo Rendueles Olmedo (Gijón, 1948), psiquiatra y activista durante muchos años, militó en el Partido Comunista en la clandestinidad y lo penó con rigor. Hijo de la burguesía gijonesa, discípulo de José Luis García Rúa, avanzado de la antipsiquiatría, autocrítico con las limitaciones de su disciplina, sus ideas han tenido en los últimos años una deriva libertaria.
-Acabó la carrera en 1970, con 23 años. ¿Ya conocía a su mujer?
-Conocí a María Jesús en 1969, en «Gesto», y García Rúa nos daba clases de alemán en su casa. Al acabar la carrera empecé la mili en la Marina, en el Ferrol. Intenté aprovechar las relaciones de mi padre para un enchufe, incluso con Torcuato Fernández-Miranda, pero valían más los informes de Claudio Ramos. Cuando llegué al Ferrol me llamó expresamente el vicealmirante -me hicieron vestirme de gala para verlo- para decirme que si las cosas fueran como debían, me ahorcarían y me advirtió de que tendría una mala estancia...
-Hace la residencia en Oviedo.
-El primer MIR de España. Se inaugura el Hospital General de aquel gobernador civil del Opus Dei, López Muñiz, que trae un «staff» muy prestigioso de EE.UU. Montoya, venía de Canadá; Pepe García, años después consejero de Sanidad, de Alemania.
-¿Ya le interesa lo que hace?
-Sí. Había un ambiente muy competitivo, por la excelencia científica, y muy idealista, por la construcción de una sanidad pública. La psiquiatría estaba muy ideologizada. El mejor modelo para la psiquiatría era la autogestión. El discurso psiquiátrico era la antipsiquiatría. Encontramos un manicomio enorme con 800 locos y secciones cerradas, abiertas y semiabiertas. Vivíamos allí, en una residencia. El análisis era que el problema de la psiquiatría no es el cerebro, sino el encierro. Los síntomas de lo que llamamos locuras se deben más al encierro que a la enfermedad.
-¿Cómo lo ve hoy?
-La teoría de Erving Goffman sobre las instituciones totales -cárceles, cuarteles, manicomios...- me parece correcta. Franco Basaglia -a quien algunos van a ver a Gorizia (Italia) y viene a España- es muy deslumbrante, pero hoy sabemos que el defecto esquizofrénico continúa aunque derribemos la institución. Entonces las ideas antipsiquiátricas recorrían el mundo y no moderaron su entusiasmo hasta los ochenta. Para escuchar la voz del enfermo creamos una minicomunidad terapéutica en la que se votaban los permisos y en la que te confundían si no llevabas bata. De los 800 internos, muchos no tenían que estar allí, era el estigma, y el manicomio es un ambiente pobre en estímulos. Ese efecto secundario lo comprobamos hoy en enfermos que no han pasado por el manicomio. En aquel discurso tan ideológico se creía que en el futuro habría menos psiquiatras porque la población sería más cordial, y menos medicamentos. Hoy vemos que se ha psiquiatrizado la sociedad y se acude a la ayuda profesional en lugar de gestionar los propios problemas. El «pope» denostado de entonces, López-Ibor, acertó más cómo sería nuestra práctica que mi amigo y aplaudido Carlos Castilla del Pino, porque recetamos más antidepresivos. Hay locos que desatar, que necesitan un trabajo y una sociedad acogedora, pero la realidad es que salen a una sociedad hostil en la que, si no hay trabajo para los sanos, imagínate para ellos. Nadie los quiere cerca: o los acoge la familia o los ves vagando. Preveíamos un futuro perfecto que no se cumplió, más por la sociedad insolidaria que por el modelo.
-La psiquiatría ahora.
-Es una práctica muy confusa. La medicina moderna se basa en la radiología y el laboratorio mientras que el psiquiatra pretende hacer una medicina sin prueba. Con pocos datos tienes que hacerte idea de la intensidad de una depresión y recetar fármacos brutales que pasaron de no costar casi nada a ser carísimos...
-Pero receta drogas legales.
-Otra falsa promesa. Ninguna droga mejora la vida. Si la hubiera, yo la tomaría.
-Tuvo un MIR conflictivo.
-Tres huelgas seguidas. Ganamos las dos primeras: formar parte de los órganos de dirección y que el MIR, que era beca, se convirtiera en contrato. Perdimos la tercera: evitar que entrara un enchufado. Hicimos un encierro y acabaron con todo, con despidos en el «staff» y sin dejar un residente. Es verdad que el Partido Comunista trató de capitalizar aquello, que hubo solidaridad de los mineros, que estuvo Gerardo Iglesias, pero esta lucha no era un pretexto contra el régimen. El equipo desperdigado llevó la reforma psiquiátrica por toda España...
Dejó el PCE en el congreso de Perlora en 1978.
-Los que se fueron del PCE entraron en el PSOE. Herrero Merediz contaba en reuniones que el PSOE necesitaba técnicos. Yo dije que «ni cargado de duros», frase que me hizo perder amigos. Reenganché la política en la fundación de Izquierda Unida, pero con actividad muy «light». Ahora tengo una deriva libertaria a la que llego por Fernando Álvarez-Uría, por la revista «Archipiélago». Sigo a Robert Castel, que hereda la antipsiquiatría, y a Foucault. Mi última pelea es la insumisión. Mi hijo César, un estudiante brillante, se hace insumiso, lo procesan y lo condenan a dos años. Ahora dirige «La Dinamo», la revista animosa...
-¿Mereció la pena todo esto?
-Doy gracias no sé a quién por la buena vida, por ser un privilegiado, estar sano, sin guerra, hacer carreras y dar charlas a chicos que en las «manifas» primero creen que soy «poli» y luego «uno de los nuestros». He dado sentido a la vida, he impuesto un orden a este caos.
Javier Cuervo, La nueva España de Oviedo. Leer sobre otros "antisiquiatras"; David Cooper, R. D. Laing y Thomas Szasz.
sábado, 31 de julio de 2010
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