_- Fuentes: La Jornada - Imagen: Madre palestina sostiene el cuerpo de su hijo asesinado por un bombardeo israeli, 23 de octubre de 2023. Fuente: Al Jazeera.
Al mismo tiempo, el ejército israelí advierte públicamente que no tiene ninguna intención de respetar los hospitales y amenaza con destruir el de Al Quds, como ya hizo, de acuerdo con varias versiones de los hechos, con el nosocomio cristiano de Al-Ahli, donde fueron masacradas más de 500 personas.
Pese a esto y muchas otras señales incontestables de que a estas alturas las operaciones bélicas de Tel Aviv no tienen nada que ver con su derecho a la autodefensa ni con el combate a grupos extremistas, sino con una limpieza étnica y un genocidio contra el pueblo palestino, gobiernos y corporaciones de Occidente censuran cualquier crítica a la política del premier Benjamin Netanyahu, así como todo llamado a la solidaridad con las víctimas.
Desde el comienzo de las represalias israelíes en respuesta al ataque llevado a cabo por la facción fundamentalista Hamas el 7 de octubre, los grandes medios de comunicación occidentales han reforzado la narrativa que desvía cualquier culpa de Israel y hace pasar como verdugos a los millones de palestinos que subsisten apiñados en campos de refugiados o encerrados en la franja de Gaza, y que en Cisjordania cada día se encuentran sometidos a controles draconianos, además de sufrir el riesgo constante de ser expulsados de sus hogares por la construcción de nuevos asentamientos ilegales para colonos israelíes ultranacionalistas. En la prensa escrita o digital, así como en las plataformas de redes sociales basadas en Estados Unidos o sus aliados, se oculta de manera sistemática que la situación actual es producto, en gran medida, de la histórica violación por parte de Tel Aviv de todas las resoluciones de la ONU que lo conminan a permitir la existencia de los palestinos, de su política de exterminio y del obtuso cierre de cualquier salida negociada a los diferendos en torno a las tierras donde en 1948 se impuso el Estado de Israel.
La mordaza va más allá de los medios: en estas semanas, toda figura pública que expresa algún asomo de crítica hacia la matanza que tiene lugar en Gaza ha sido castigada con el rompimiento de vínculos laborales o contractuales por parte de empleadores, socios o patrocinadores, lo que ha impuesto una censura que poco se diferencia de las que caracterizan a los regímenes totalitarios. La asfixia económica y el ostracismo alcanzan a deportistas, miembros del mundo del espectáculo e incluso a la comunidad cultural, presunto baluarte de las libertades de las que presume Occidente; por ejemplo, la Feria Internacional del Libro de Fráncfort suspendió la entrega del Premio LiBeraturpreis a la escritora palestina Adania Shibli en plena solidaridad con Israel, una atrocidad que fue criticada por 600 autores y editores. Berlín, Londres y París han prohibido por completo las manifestaciones de apoyo a Palestina, mientras Washington ha detenido a centenares de personas por participar en protestas contra lo que algunos integrantes de la propia comunidad judía no titubean en calificar de genocidio.
En suma, el conflicto en Medio Oriente ha vuelto a desnudar la hipocresía de las grandes potencias occidentales, cuyos gobernantes y magnates se arrogan la facultad de dictar al resto del planeta cómo conducir sus asuntos internos, así como de extender o retirar certificaciones en materia de respeto a los derechos humanos, mientras asesinan a la libertad de expresión para proteger los intereses de sus cómplices. Hoy queda más claro que nunca: cuando se habla del conflicto palestino-israelí, se requiere un enorme valor y un inquebrantable compromiso ético para decir la verdad.
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