lunes, 6 de noviembre de 2023

‘Alhaquín’ y ataraxia, el gusto por las palabras raras.

Aunque carezco de tragaderas para admitir que la realidad sea una invención del lenguaje, sigo convencido del poder de los vocablos para atar y desatar hilos en conciencias ajenas.

Pedro Álvarez de Miranda, de la RAE, tuvo la gentileza de enviarme un opúsculo suyo dedicado al vocablo de origen árabe alhaquín, que, como sabía Azorín, quien lo halló en las catacumbas del diccionario, y saben pocos más, equivale a tejedor. Alhaquín es voz muerta y enterrada, un viejo esqueleto léxico de imposible resurrección, por más que Azorín exhibiese la reliquia en diversos textos. Uno, que procede de un espacio geográfico y social reacio a las galas de la lengua, no se reprimió de salpimentar sus escritos de juventud con palabras y modismos inusuales, lo uno por afán lúdico de no dejar tecla sin pulsar, lo otro por lo que ahora entiendo que no era sino un complejo lingüístico de inferioridad. Hace veintitantos años, José María Merino me diagnosticó cariñosa y justamente “prurito de vasco” en una recensión benévola de mi primera novela. Sucede que uno, amasado educativamente en las artesas escolares de su época, había leído con atenta fascinación a Góngora, eso es todo. Y aunque carezco de tragaderas para admitir que la realidad sea una invención del lenguaje, sigo convencido del poder que tienen las palabras para atar y desatar hilos en conciencias ajenas.

Ramiro Pinilla, de quien no poco aprendí, detestaba el estilo basado en la profusión de tropos y en las palabras llamativas. Le parecía falso, artificial, tramposo. Postulaba con rotunda obstinación una manera llana (transparente, decía él) de expresarse por escrito, sin el obstáculo interpuesto del ornato. Y como él mismo hubiese incurrido en el vicio de la literatura en su novela Seno, de la que renegaba, no la quiso nunca reeditar. Mi escepticismo y yo hemos llegado a un punto en que nos dan igual las obsesiones, preferencias y certidumbres con tal que incentiven la creatividad; pero coincidimos plenamente con Mario Muchnik en adoptar como norma obligatoria de la escritura la precisión. 

 Se denomina ataraxia (del griego ἀταραξία, «ausencia de turbación»)1​ a la disposición del ánimo propuesta por Demócrito y desarrollada por los epicúreos, estoicos y escépticos, gracias a la cual una persona, mediante la disminución de la intensidad de pasiones y deseos que puedan alterar el equilibrio mental y corporal, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza dicho equilibrio y finalmente la felicidad, que es el fin de estas tres corrientes filosóficas. La ataraxia es, por tanto, tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación con el alma, la razón y los sentimientos. Bajo ese mismo concepto vemos que Epicuro hablaba de la aponía como la ausencia de dolor y que por tanto lograr una parte de la felicidad implicaba evitar el dolor y mantener la tranquilidad.

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