En educación, como en otros ámbitos de la vida, abundan los mitos. No tienen base científica y, aunque algunos podrían considerarse inocuos, normalmente tienen consecuencias negativas, aunque solo sea porque absorben tiempo, esfuerzo, y con frecuencia dinero que estudiantes, familias y docentes podrían dedicar a fines más útiles. ¿Es la memoria un músculo que pueda entrenarse? ¿Tiene impacto la lateralidad cruzada en el rendimiento educativo? ¿Es la dislexia un problema visual? Héctor Ruiz Martín, director del International Science Teaching Foundation, y Marta Ferrero, vicedecana de Investigación en la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, son expertos en psicología cognitiva del aprendizaje, se han especializado en analizar este tipo de mitos y explican por qué la respuesta en los tres casos es que no.
La memoria
“Resulta muy intuitivo pensar que la memoria es una habilidad que podemos ejercitar de forma general y que, haciéndolo, va a ser más fuerte para recordar cualquier otra cosa. Pero por desgracia la memoria no funciona así”, afirma Ruiz, autor, entre otros libros, de Edumitos (2023). “Creerlo tiene repercusiones en educación, porque muchas veces se proponen actividades casi con la única justificación de que ayudarán a ejercitar la memoria. Por ejemplo, aprenderse de memoria un poema, o contenidos que uno no cree que sean muy útiles, pero que por lo menos, se suele decir, ayudarán a mejorar la memoria. Y ese objetivo no se va a cumplir. Está muy bien, culturalmente, saberse un poema o poder recitárselo a alguien, pero si lo haces con la idea de ejercitar la memoria, no va a tener ese efecto”.
La memoria no es como un músculo, dice Ruiz. “Si quieres usar esa analogía, tendrías que pensar en ella más bien como si fueran miles de millones de músculos. Y cuando aprendes sobre algo, lo que haces es ejercitar solo el músculo relacionado con ese tema, con esa información”. La memoria es en realidad una red de significados, añade. “Y aprendemos conectando lo que ya sabemos con lo que estamos aprendiendo. De modo que todo aquello que podemos relacionar con nuestros conocimientos previos nos resulta más fácil de recordar, y lo que no, no”.
Se han realizado muchos estudios al respecto. Algunos son considerados clásicos, como el publicado en 1980 por Anders Ericsson, en el que se entrenó a un estudiante corriente para recordar números. En lugar de los siete u ocho dígitos que como mucho normalmente pueden recordarse, el alumno llegó ser capaz de memorizar 79. Lo hizo apoyándose en una técnica consistente en aprenderse un montón de números, como teléfonos, códigos postales o marcas de atletismo a los que podía darles un sentido. “Cuando le daban números al azar, él no recordaba 79 números, sino siete u ocho combinaciones de esos números. Pero cuando en vez de números probaron a darle letras, comprobaron que seguía teniendo una memoria como la de cualquier otro”. Un ejemplo más cercano es el de los campeones de los mundiales de memorización que se organizan cada año: “Si te fijas, el que gana la prueba de memorizar naipes es distinto al que gana la de números, la de letras, o la de caras…” En cada prueba hay un campeón, porque han entrenado específicamente para ella.
La lateralidad cruzada
La lateralidad es la preferencia espontánea de una persona en el uso de los órganos situados en el lado derecho o izquierdo del cuerpo, como las manos o los pies. Y se habla de lateralidad cruzada cuando esta se produce de forma alterna. Por ejemplo, cuando la mano dominante es la derecha, y el pie dominante, el izquierdo. Antes de especializarse en psicopedagogía y psicología del aprendizaje, Marta Ferrero trabajó como maestra. “Poco antes de dejar las aulas para volver a la investigación, estaba de orientadora en un centro de infantil y primaria. Y aquel último año me llegaban muchos informes de niños con dificultades de aprendizaje que señalaban la lateralidad cruzada como causa, por ejemplo, de problemas lectores. De repente parecía que la lateralidad cruzada era la causante de un montón de problemas”.
Ferrero pasó después una etapa en la London School of Economics, y una de las primeras investigaciones que realizó allí se centró en la posible relación entre lateralidad cruzada y dificultades académicas. Realizó un metaanálisis, analizando los datos cuantitativos de todos los estudios que se habían publicado al respecto desde el año 1900. “El resultado fue que la lateralidad cruzada no tiene ningún impacto, ni en el rendimiento académico ni en la inteligencia”. Aquel trabajo fue muy citado, y no ha habido más revisiones sistemáticas de la literatura, por lo que podría decirse que sigue vigente. Pero una búsqueda en internet permite comprobar que en España se ofrecen numerosos tratamientos para “consolidar” la lateralidad de los niños, bajo la premisa de que así eliminarán o reducirán sus dificultades de aprendizaje. Algunas intervenciones, explica Ferrero, consisten en forzar a los niños a usar la mano derecha o en taparles el ojo izquierdo. Y hay sesiones que cuestan hasta 350 euros.
“Si un niño o niña tiene dificultades lectoras, tendremos que diseñar intervenciones centradas en la lectura. Y lo mismo en matemáticas u otras áreas, en vez de perder tiempo y recursos en restablecer la dominancia cerebral”. Además del coste de oportunidad, Ferrero advierte de que dichos programas pueden generar desafección de los chavales hacia la educación. “Porque lo normal es que cuando pase el efecto placebo, si llega a haberlo, siga con su dificultad de aprendizaje”.
La dislexia
Entre el 5% y el 10% de la población tiene dislexia, y entender bien en qué consiste es fundamental para ayudarles. Pero a pesar de los avances de las últimas décadas, entre muchas personas persiste la idea equivocada de que se trata de un trastorno perceptivo de tipo visual. “Es decir, que el problema del alumnado con dislexia es que ven las letras cambiadas de orden o del revés, cuando en realidad es un problema fonológico”, dice Héctor Ruiz. Como en otros mitos educativos, el error tiene su origen en las ideas de los pioneros de la investigación en dislexia, cuya primera intuición, a principios del siglo XX, fue que era un problema visual. Una hipótesis que el avance de la ciencia, sobre todo a partir de los años sesenta y setenta, fue descartando.
En realidad, explica Ruiz, la dislexia es un problema de procesamiento de los sonidos del habla. “Nuestro sistema de escritura es alfabético. Se basa en asociar a unos símbolos escritos, las letras, a los sonidos más básicos del habla, los fonemas. Y lo que les pasa a las personas con dislexia es que les cuesta horrores identificar, aislar y manipular esos fonemas. Si te fijas, cuando hablamos lo hacemos todo seguido, e ir identificando cómo se separan las palabras es un reto contraintuitivo. Porque no es natural que necesitemos darnos cuenta de que la lengua oral está formada por un conjunto finito de sonidos que se van repitiendo y combinando, que son los que luego, para escribir, asociamos a las letras”.
Tomarlo como un problema visual lleva a muchos chavales a perder el tiempo en terapias visuales, en lugar de invertirlo en prácticas fonológicas, “trabajar con los fonemas, identificarlos, comparar dos palabras que empiezan por el mismo fonema para identificar esa característica…”. Es el mismo error que todavía lleva a parte de la población a identificar la dislexia con el hecho de escribir letras al revés. “Eso es algo que hacen, en realidad, casi todos los niños cuando están aprendiendo a leer y escribir, y las letras todavía les resultan poco familiares. De hecho, el problema que tenemos con las letras como la b y la d y la p y la q, que son imágenes especulares, es que nuestro sistema perceptivo, nuestra memoria, no distingue de manera natural entre dos objetos simplemente por la perspectiva en que los estás viendo. Es lo mismo que te permite, cuando ves un perro en una posición en que nunca lo habías visto, identificarlo igualmente como un perro: un perro no es un animal que está mirando siempre a la derecha. Son errores normales, que hacen la mayoría de los niños, y entre los disléxicos no son más frecuentes”.
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