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jueves, 7 de septiembre de 2023

Las “chicas del calutrón”, las miles de mujeres que sin saberlo prepararon el uranio que se usó en la bomba atómica de Hiroshima


Las “chicas del calutrón” trabajando en 1944

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Las “chicas del calutrón” se enteraron después del ataque contra Hiroshima que habían fabricado el combustible que alimentó esa bomba. 

Era 1943 -en plena Segunda Guerra Mundial- y Ruth Huddleston acababa de terminar la secundaria en su pequeño pueblo de Tennessee, en Estados Unidos.

Había conseguido un empleo en una fábrica de calcetines local, pero notó que la mayoría de sus compañeros estaban aplicando para trabajar en una gran instalación que estaba siendo construida en una ciudad cercana llamada Oak Ridge.

Varias de sus amigas la animaron para que también se presentara.

Como no tenía forma de llegar hasta allí le preguntó a su padre si la podía llevar y este decidió que también iba a aprovechar la oportunidad para ver si podía conseguir uno de los codiciados empleos que ofrecía este gran nuevo proyecto del Departamento de Energía de EE.UU.

“Los dos conseguimos trabajo”, recordaría Ruth muchas décadas más tarde, ya con 93 años, durante una entrevista que dio como parte de una serie especial llamada “Las voces del Manhattan Project” realizado por la Atomic Heritage Foundation.

Aunque Ruth y su padre no lo sabían, estaban trabajando para el Oak Ridge National Laboratory, una parte clave del plan secreto de EE.UU. para construir una bomba atómica en el famoso Proyecto Manhattan, en el que se centra la popular película recientemente estrenada, Oppenheimer dedicada al físico que logró crear la primera arma nuclear.

Siendo apenas una adolescente, Ruth empezó a trabajar en una de las plantas de Oak Bridge llamada Y-12 como “operadora de cubículo”.

“Nosotros le decíamos así, pero hoy en día nos llaman las chicas del calutrón”, contó la veterana en aquella entrevista de 2018, año en el que el Oak Ridge National Laboratory celebró sus tres cuartos de siglo.

¿Qué hacían las chicas del calutrón?
Ruth era parte de un grupo de unas 10.000 jóvenes que -sin saberlo- se dedicaban a realizar una tarea que resultaría clave para el desarrollo de Little Boy, como se llamó a la bomba atómica que sería lanzada dos años más tarde sobre la ciudad japonesa de Hiroshima.

Miles de adolescentes de 18 y 19 años fueron reclutadas en una zona rural de Tennessee para trabajar en la planta secreta Y-12 entre 1943 y 1945.

Estas mujeres operaban los paneles de control de los calutrones, unas máquinas que se usaban para separar los isótopos del uranio y así poder enriquecerlo y usarlo como combustible nuclear.

Y es que, aunque ellas no lo sabían, la Y-12 era en realidad una planta creada para separar isótopos electromagnéticos a escala industrial, separando el uranio 235 más liviano del uranio 238 más pesado y común para enriquecerlo.

Aunque los más de 1.500 calutrones -unos espectómetros de masa adaptados por el químico nuclear estadounidense Ernest Lawrence para enriquecer uranio, como parte del Proyecto Manhattan- realizaban una tarea extremadamente sofisticada, operarlos no era tan complejo: debías monitorear los medidores y saber cuándo ajustar las perillas.

Dada la escasez de mano de obra calificada debido a la guerra, los promotores del proyecto decidieron reclutar a mujeres jóvenes de la zona.

A través de una serie de pruebas descubrieron que estas muchachas hacían incluso un mejor trabajo que muchos científicos monitoreando los calutrones, ya que los expertos tendían a distraerse con las máquinas o buscaban experimentar con ellas.

Con muchos de los hombres luchando en el frente, las mujeres tuvieron un rol crucial en el plan secreto para fabricar la primera bomba atómica.

Ruth recuerda la primera vez que se encontró con estos raros equipos gigantes.

“Después de darnos el visto bueno para empezar a trabajar nos llevaron a una habitación que estaba repleta de los que nosotros llamábamos cubículos, que eran aparatos grandes de metal que tenían todo tipo de calibradores, que nos enseñaron a operar”, recordó Ruth sobre su primer día en la Y-12.

“Nos explicaron que, si el calibre si iba mucho hacia la derecha teníamos que ajustarlo con el dial para volver a centrarlo, y si se iba mucho para la izquierda lo mismo. A veces no lo podías estabilizar y en ese caso llamabas al supervisor”.

La tarea central de las muchachas eran mantener la temperatura en el tanque estable. Por si se calentaba mucho, les enseñaron a aplicar frío (en la forma de nitrógeno líquido).

“Pasábamos el día sentadas sobre banquetas frente a los cubículos, apenas levantándonos para ir al baño”, recordó Ruth sobre aquella tarea.

“Temías irte porque la máquina podía ‘salirse de orden’, como decíamos”, señaló.

Ruth Huddleston fue una de las miles de mujeres que -sin saberlo- fabricaron el combustible de la primera bomba nuclear.

Secreto de Estado
Lo que Ruth más recordaba de esa época era el secretismo que pesaba sobre todas las operaciones.

“Antes de empezar a trabajar nos entrenaron durante varias semanas y lo primero que nos dijeron era que no podíamos hablar sobre nada de lo que ocurría o lo que hacíamos allí”, contó.

“Lo decían muy en serio. Nos dijeron que habría consecuencias, incluyendo multas, si nos pescaban haciendo algo, y seríamos automáticamente despedidas”, recordó.

Ruth reconoció que, en rigor, si alguien le preguntaba de qué trabaja, ella “no le decía lo que hacía porque la verdad es que yo no lo sabía realmente”.

Y es que, al igual que Ruth, la mayoría de las mujeres que se dedicaron a enriquecer el uranio nunca supieron lo que hacían.

“Me he preguntado a mí misma por qué nunca nos preguntábamos entre nosotras sobre lo que estábamos haciendo”, admitió ya de anciana.

“¿Por qué no hablábamos sobre el tema? Pero la verdad es que no recuerdo nunca habérmelo planteado en ese momento”.

Un cartel en Oak Ridge que recordaba a los trabajadores que debían mantener en secreto lo que hacían allí.

Según el Manhattan Project National Historical Park algunas de las “chicas del calutrón” sí tuvieron más curiosidad.

“Varias de estas mujeres recordaban casos de compañeras de trabajo que desaparecían de sus puestos inesperadamente, a menudo porque habían sido demasiado curiosas sobre su trabajo”, señaló el organismo.

Ruth solo recuerda que “lo único que nos dijeron es que estábamos ayudando a ganar la guerra, pero no teníamos ni idea de en qué estábamos ayudando”.

Hiroshima
Fue el 6 de agosto de 1945, cuando su país lanzó una bomba atómica sobre Japón, que les informaron en lo que habían estado trabajando durante dos años. Ruth recordó lo que sintió ese día.

“Estaba en el trabajo cuando lo anunciaron. Al principio estabas contenta de pensar que la guerra había terminado. Lo primero que pensé fue: ´Mi novio podrá volver a casa’”, dijo sobre su pareja, que -como tantos otros jóvenes estadounidenses-, había sido enviado a luchar para los Aliados.

“Pero luego empezaron a hablar sobre toda esa gente que había muerto allí. Y empecé a pensar en otra cosa, que yo tuve una parte en eso”, dijo.

“No me gustó la idea de haber sido parte de eso”, reconoció.

“Pero sabes, la guerra es la guerra y no hay nada que puedas hacer excepto tratar de pararla”, concluyó sobre el conflicto, que continuaba a pesar de que los nazis ya se habían rendido en mayo de ese año.

“Todavía no me gusta la idea. Pero tienes que hacerlo. Alguien tiene que hacerlo”, afirmó.  “Little Boy”, que llevaba el uranio enriquecido en la planta Y-12, mató a decenas de miles de personas en Hiroshima el 6 de agosto de 1945.

Se cree que entre 50.000 y 100.000 personas murieron el día que explotó Little Boy, que llevaba una carga de 64 kilos de uranio 235 producido en la planta Y-12.

La explosión generó una ola de calor de más 4.000ºC en un radio de aproximadamente 4,5km.

Hiroshima y Nagasaki: cómo fue el "infierno" en el que murieron decenas de miles por las bombas atómicas Cerca del 50% de quienes sobrevivieron la explosión luego murieron a causa de la radiación.

A pesar de haber trabajado cerca de un material altamente radiactivo, las “chicas del calutrón” no sufrieron consecuencias (sus niveles de radiación eran medidos todos los días).

Tres días después del lanzamiento de Little Boy, el gobierno estadounidense lanzó una segunda bomba atómica, Fat Man, que -a diferencia de la primera- estaba hecha de plutonio.

Japón finalmente se rindió y el 2 de septiembre de 1945 llegó a su fin la Segunda Guerra Mundial.

https://www.bbc.com/mundo/articles/c4nvj0njy07o

lunes, 21 de agosto de 2023

Oppenheimer y Einstein: la complicada relación entre el "padre" de la bomba atómica y el nobel de Física


Albert Einstein y Robert Oppenheimer

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Albert Einstein y Robert Oppenheimer convivieron en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.


“Ahora te toca lidiar con las consecuencias de tu logro”. 

 Esa es la frase que el físico Albert Einstein le dice a su colega Robert Oppenheimer en una de las escenas finales de Oppenheimer, la película que narra como este último se convirtió en la década de 1940 en el “padre” de la bomba atómica al liderar el Proyecto Manhattan del gobierno de EE.UU. 

 En el filme Einstein aparece en la última etapa de su vida, cuando compartía los espacios del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton con Oppenheimer, quien fue director de la institución de 1947 a 1966.

 Eran dos de los más importantes científicos de su época, pero mantenían importantes diferencias, tanto por cómo entendían la física, como por la forma en que creían que sus investigaciones podrían servir -o perjudicar- al mundo. 

 “Fuimos colegas cercanos y algo amigos”, dijo Oppenheimer en una conferencia en París en 1965, en la que se conmemoraba el décimo aniversario de la muerte de Einstein. 

 En su película, aspira a hacerse con 13 premios en la 96ª edición de los Oscarel director Christopher Nolan pone a los dos físicos a conversar en unos diálogos que, aunque ficticios, reflejan la relación de un abrumado Oppenheimer que buscaba el consejo de un paternal Einstein. Y es que, aunque en la vida real mantenían importantes diferencias, se tenían mucho respeto.

 Tom Conti y Cillian Murphy en una escena de Oppenheimer .

Tom Conti y Cillian Murphy en una escena de Oppenheimer

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 Pie de foto, Tom Conti interpreta a Albert Einstein y Cillian Murphy a Robert Oppenheimer en la película de Christopher Nolan. 

 Dos vidas en paralelo 

Cuando el joven Robert Oppenheimer se graduó y especializó en física teórica en la década de 1920, Einstein ya era nobel de Física y una figura clave de la ciencia por su Teoría de la Relatividad General (1915) y otros trabajos que influyeron en el científico estadounidense. 

 En medio de la creciente persecución a los judíos en Alemania, Einstein salió de Europa y se instaló en Princeton, Nueva Jersey, en 1932, donde continuó sus trabajos. 

Un tiempo después, en agosto de 1939 firmó la carta dirigida al presidente Franklin D. Roosevelt escrita por su colega Leó Szilárd, en la cual advertían a la Casa Blanca de que Alemania podría desarrollar una bomba atómica por los hallazgos científicos de la fisión del uranio en el país europeo. 

Esto presuntamente precipitó la creación del ultrasecreto Proyecto Manhattan al frente del cual el gobierno de EE.UU. situó a Oppenheimer en 1942, cuando ya era uno de los científicos más destacados en su campo. La carta Szilárd-Einstein.
 
La carta Szilárd-Einstein

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 La carta escrita por Szilárd y firmada por Einstein fue enviada al presidente Roosevelt en agosto de 1939. 

 Según diversas fuentes, aquel Einstein de 64 años no fue incluido en el proyecto por su origen alemán y sus ideas de izquierda. Pero también influyeron las diferentes concepciones sobre las teorías de la física que existían entre él y Oppenheimer. 

 Kei Bird y Martin J. Sherwin afirman en su el libro biográfico “Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer” (en el cual se basa la película de Nolan) que el físico estadounidense pensaba en Einstein “como un santo patrón vivo de la física, no como un científico en activo”

 Nolan trató de reflejar en su película el tipo de relación que había entre ambos: “Vi la relación entre ellos como la del maestro que había sido sustituido y cuyo trabajo había sido asumido por el más joven”, contó el director al diario The New York Times. 

 ¿Participó Einstein en la bomba atómica? 

Con el Proyecto Manhattan en marcha, la película muestra a un Oppenheimer dubitativo sobre el alcance que podría tener una detonación como la de la bomba atómica que desarrollaba. Acude a Einstein para conocer su opinión. Sin embargo, esta fue una licencia creativa del director estadounidense, pues realmente esos intercambios no ocurrieron como se muestran en el filme. 

 “Una de las pocas cosas que he cambiado es que no fue a Einstein a quien Oppenheimer consultó al respecto, sino a Arthur Compton, quien dirigió un puesto de avanzada del Proyecto Manhattan en la Universidad de Chicago”, explicó Nolan al diario neoyorquino. 

“Einstein es la personalidad que la gente conoce entre la audiencia”, añadió. The Gadget antes de la prueba

The Gadget antes de la prueba

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Oppenheimer y su equipo desarrollaron la primera bomba atómica. 

 Oppenheimer trabajó entre 1943 y 1945 en el Laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México, a miles de kilómetros de Princeton. No está claro si en todo este tiempo el físico estadounidense tuvo algún encuentro o consultas con Einstein. 

Pero el mismo Oppenheimer se refirió en 1965 a las afirmaciones de que Einstein había participado de alguna manera en la creación de aquella arma de destrucción masiva. “Las afirmaciones de que trabajó en la creación de la bomba atómica eran en mi opinión, falsas”, dijo en la conferencia de París de ese año.

Desde su punto de vista, la carta de 1939 en la que instaban al presidente Roosevelt a poner atención a las capacidades alemanas de desarrollo de una bomba atómica “no tuvo prácticamente efecto alguno” en el gobierno de EE.UU.

 “Ahí va un tonto” 

Después de exitosa prueba de la primera bomba atómica, Oppenheimer enfrentó el problema moral de que su trabajo fuera empleado como un arma de destrucción masiva y no solo como una amenaza, como ocurrió en agosto de 1945 en los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki. 

Diversos científicos, entre ellos Einstein, Szilárd y otros condenaron que las bombas fueran arrojadas sobre las ciudades japonesas, pues consideraban que ese país ya estaba prácticamente derrotado. 

La trama de la película de Nolan explora cómo Oppenheimer intentó persuadir al gobierno de Washington de la necesidad de establecer límites al uso de la tecnología que había desarrollado. Pero los políticos se volvieron en su contra y cuestionaron su pasado cercano a los comunistas, considerándolo un riesgo para la seguridad nacional, por lo que tuvo que testificar ante un comité gubernamental. 


 Cillian Murphy en Oppenheimer 

Cillian Murphy en Oppenheimer

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En su filme, Nolan trata de reflejar el agobio que siente Oppenheimer por las consecuencias de la bomba. 

Bird y Sherwin cuentan en su libro que Einstein le dijo a Oppenheimer que "no tenía la obligación de someterse a la caza de brujas, pues había servido bien a su país”, según la conversación que presenció la secretaria del físico estadounidense, Verna Hobson. 

 Le dijo que “si este era el premio que le ofrecía Estados Unidos, debería darle la espalda". 

 Sin embargo, Hobson aseguró que Oppenheimer “amaba Estados Unidos” y que tal amor “era tan profundo como su amor por la ciencia”. 

“Einstein no entiende”, le dijo Oppenheimer a Hobson. 

 Para el nobel de Física, Oppenheimer no debía esperar mucho de Washington. Y le dijo a su secretaria señalando a Oppenheimer tras aquella conversación: "Ahí va un narr (tonto en alemán)", según cuentan Bird y Sherwin. 

Robert Oppenheimer y Albert Einstein en una reunión personal en Princeton

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Como director de Princeton, Oppenheimer mandó a instalar una antena en la casa de Einstein para que escuchara los conciertos de música clásica de Nueva York que tanto le gustaban, según Bird y Sherwin. 

 A pesar de sus desacuerdos, ambos se tenían mutua admiración y respeto, aunque a su manera. 

Einstein es recordado por decir que Oppenheimer era “un hombre inusualmente capaz, de educación polifacética” al que admiraba "por su persona, no por su física"

 A su vez, al conmemorar los 10 años de la muerte de Einsten y los 50 años de la Teoría General de la Relatividad, Oppenheimer celebró de manera muy peculiar los aportes del genio de origen alemán. 

 “El trabajo inicial de Einstein fue paralizantemente hermoso, pero lleno de errores”, dijo Oppenheimer en París al explicar que para la compilación de los trabajos de Einstein en la que participó hizo falta una década de correcciones. 

Pero añadió: “Un hombre cuyos errores toman 10 años en ser corregidos es un gran hombre”.

domingo, 28 de mayo de 2023

La biografía definitiva de Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica.

‘Prometeo americano’ recopila 30 años de investigaciones sobre el auge y caída del científico que puso su talento al servicio del arma definitiva.

Hay varios aspirantes al incómodo título de padre de la bomba atómica. Se le puede adjudicar a Albert Einstein, que al escribir en 1905 la ecuación más famosa de la historia, E=mc2, reveló al mundo que una pequeña cantidad de materia (m) se puede transformar en una enorme cantidad de energía (E) al multiplicarse por el cuadrado de la velocidad de la luz (c2), que es un número gigantesco. O se le puede atribuir a Leo Szilárd, el excéntrico físico húngaro que en 1939 visitó a Einstein en Long Island y le convenció de que los nazis podían hacerse con las abundantes reservas de uranio del Congo Belga. O tal vez a Alexander Sachs, el economista de Lehman Brothers que percibió de inmediato que, si era posible diseñar un arma con el poder destructivo que predecían aquellos físicos, Estados Unidos debía construirla. Y desde luego al presidente Franklin Delano Roosevelt, que se tomó en serio todo lo anterior y financió el proyecto Manhattan para crear aquel artefacto mortífero.

Pero todos ellos palidecen frente a Robert Oppenheimer, el jefe científico del proyecto Manhattan, su demiurgo y su inspiración, el imán que atrajo al mejor talento de la física de la época y lo puso al servicio del más espantoso de los fines militares, el arma definitiva, el vector llamado a cambiar la historia del siglo XX. Su biografía de referencia, Prometeo americano; el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, de Kai Bird y Martin Sherwin, llega a las librerías españolas muy bien editado por Debate, y en un momento muy oportuno. Christopher Nolan estrenará en junio su película Oppenheimer, basada por entero en este libro, así que es un buen momento para leerlo.

Prometeo americano es una obra monumental. Tanto el columnista Bird como el historiador Sherwin son especialistas en el desarrollo del armamento nuclear, y estuvieron treinta años investigando toda fuente de carne o papel relacionada con Oppenheimer. Se publicó en inglés en 2005 y obtuvo el premio Pulitzer al año siguiente. Sherwin murió en 2021. La edición española mide 859 páginas e incluye dos cuadernillos de fotos dignos de mirarse con parsimonia. Porque esta no es solo la historia de un científico jefe de científicos en un remoto laboratorio de alto secreto de Los Álamos, Nuevo México, sino también la de un chaval hijo de emigrantes judíos en la Nueva York de principios del siglo XX, de su ascenso como héroe americano y de su bajada a los infiernos del macartismo.

El apodo de Prometeo encaja bien con Oppenheimer. No solo porque ese titán de la mitología griega robó el fuego a los dioses y se lo entregó a los hombres —esta es la parte más obvia de la analogía nuclear—, sino también porque Zeus se agarró tal berrinche por ese acto de traición que hizo clavar a Prometeo al monte Cáucaso para que un águila le comiera el hígado de forma repetitiva y cruel. Pese a que el artefacto creado en Los Álamos bajo su dirección había resuelto la II Guerra Mundial a favor de su país, y de la manera que más podía satisfacer a los halcones de Washington, fue el propio Partido Republicano el que empezó a desconfiar del físico en los años cincuenta y acabó por destruir su vida y su reputación en nombre de la recién nacida guerra fría.

Oppenheimer había vivido de joven la Gran Depresión de 1929 y el auge del fascismo en Europa —estudió Física Cuántica en Alemania en los años veinte— y se enroló en movimientos sociales de Nueva York donde había comunistas y otros simpatizantes de izquierdas que luchaban contra la discriminación racial y la desigualdad económica. Más tarde, ya después de Hiroshima y Nagasaki, y como muchos otros científicos que habían estado bajo su dirección en Los Álamos, se convirtió en un activista contra la proliferación nuclear. Cuando los republicanos accedieron al Gobierno en 1953, los militares y estrategas que defendían el uso masivo de bombas atómicas se hicieron con un asiento en la Casa Blanca, y pronto dirigieron su punto de mira hacia Oppenheimer, el héroe científico de la guerra y la voz más incómoda que se obstinaba en alzarse contra su estrategia. Eso fue el final de su imagen pública y de su influencia intelectual. Zeus no perdona.

Los autores citan al novelista neoyorquino Edgar Doctorow, que escribió en 1986: “No nos hemos quitado la bomba de la cabeza desde 1945. Primero fue el armamento, después la diplomacia. Ahora es la economía. ¿Cómo podemos suponer que algo tan poderoso, tan monstruoso, no va a conformar después de cuarenta años nuestra identidad? El gran gólem que hemos construido contra nuestros enemigos es nuestra cultura, la cultura de la bomba: su lógica, su fe, su visión”. Una visión que no acaba de disiparse en nuestros días, y que acaso no lo haga nunca.

Los autores compilaron para este libro miles de documentos en archivos de medio mundo, estudiaron todos los escritos de Oppenheimer, hablaron con sus familiares, sus colegas, sus amigos, sus jefes militares y sus contactos políticos. También revisaron los miles de páginas que el FBI reunió sobre él a lo largo de un cuarto de siglo de vigilancia persistente y no siempre justificable. A falta de ver la película de Nolan, y mientras un nuevo Shakespeare no dedique una tragedia al padre de la bomba atómica, la biografía de Bird y Sherwin es lo mejor que tenemos para asomarnos a ese abismo inconcebible.

jueves, 25 de mayo de 2023

MATEMÁTICAS. Stanislaw Ulam, el matemático que ‘arregló' la bomba H.

El investigador polaco ideó el método de Montecarlo, que permitió mejorar el diseño que se estaba persiguiendo hasta entonces.

En 1942, Estados Unidos, en colaboración con Canadá y Reino Unido, creó el Proyecto Manhattan, con el objetivo de fabricar la bomba atómica antes que las potencias del Eje. En el diseño teórico de la bomba, que se llevó a cabo en el laboratorio secreto de Los Álamos (Nuevo México), participaron muchos científicos europeos que habían emigrado a Estados Unidos huyendo de los nazis. Entre ellos estaba Stanislaw Ulam (nacido un 13 de abril de 1909 y fallecido en 1984), un brillante matemático polaco que contribuiría decisivamente al diseño de la bomba de hidrógeno.

Ulam creció en una familia acomodada en la ciudad de Leópolis (actualmente, en Ucrania), donde se integró en una vibrante comunidad matemática. Sin embargo, la oferta de plazas en las universidades polacas era escasa, lo que, unido a su condición de judío, le llevó a emigrar a América en 1935. Cuatro años más tarde, Alemania invadía Polonia. Toda su familia moriría en el Holocausto, salvo su hermano, que le había acompañado a Estados Unidos.

Ulam intentó alistarse en la aviación americana, pero afortunadamente fue rechazado por sus problemas de visión y continuó trabajando en la universidad hasta 1943, cuando recibió la invitación del físico alemán Hans Bethe para ir a Los Álamos a trabajar en el diseño de la bomba atómica.

La energía atómica se puede obtener de dos maneras: con el proceso de fisión, que consiste en dividir átomos grandes, como el uranio o el plutonio, o con el proceso de fusión, es decir, uniendo átomos pequeños, como el hidrógeno. En ambos casos el proceso comienza con un “encendido” que provoca la división (o unión) de unos pocos átomos, seguido de una “reacción en cadena”, en la que el proceso se extiende al resto de los átomos.

El proceso de fusión es más complicado y libera mucha más energía que el de fisión. Pero el encendido del proceso de fisión se puede llevar a cabo con un explosivo tradicional, mientras que el del proceso de fusión requiere una enorme cantidad de energía, que solo se puede conseguir usando una bomba de fisión. Por tanto, para construir una bomba de fusión es necesario haber obtenido antes la bomba de fisión. Cuando estos procesos se llevan a cabo de golpe, se libera una enorme cantidad de energía y se obtiene una bomba. Se suele llamar “bomba de hidrógeno” a la bomba que emplea el proceso de fusión, reservando el término “bomba atómica” para la bomba que utiliza el proceso de fisión.

En Los Álamos, Ulam se integró en el equipo de Edward Teller, que investigaba el diseño de la bomba de hidrógeno. En julio de 1945 el Proyecto Manhattan probó con éxito la primera bomba atómica y en agosto Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por las primeras armas nucleares de la historia. La guerra había terminado y la mayoría de los científicos de los Álamos volvieron a sus universidades.

Sin embargo, cuatro años después, Rusia obtuvo su primera bomba atómica y el presidente estadounidense Harry Truman dio entonces prioridad a la construcción de la bomba de hidrógeno. Teller volvió a juntar a su equipo y retomó el proyecto, que dirigía de una manera muy personalista. El trato entre Ulam y Teller fue tenso desde el principio, a lo que no ayudó que el polaco, junto con su colaborador Cornelius Everett, dedicara los seis primeros meses de su estancia a realizar unos cálculos pormenorizados sobre la viabilidad del proyecto de Teller.

Casinos y simulaciones
Para ello, usó un método, ideado por él mismo, que denominó como método de Montecarlo en honor a un tío suyo, que frecuentaba el casino. Consiste en resolver un problema a partir de un gran número de simulaciones. Por ejemplo, para hallar el área de una figura geométrica complicada (para la que no podamos aplicar las fórmulas que aprendimos en la escuela) la solución tradicional es aproximar el área con figuras sencillas, más y más grandes, contenidas en la figura geométrica. El método de Montecarlo, por otro lado, propone tomar primero un cuadrado que contenga a la figura y, después, calcular la probabilidad de que un punto aleatorio del cuadrado esté en la figura ejecutando un gran número de simulaciones. Si, por ejemplo, el cuadrado mide seis metros cuadrados y estimamos que el 33% de los puntos del cuadrado están en la figura, entonces podremos deducir que el área de la figura será aproximadamente dos metros cuadrados.

El método de Montecarlo suele ser mucho más rápido resolviendo problemas que el método tradicional. Aunque no fue el primero en concebir ese método —ya se empleó en el experimento de la aguja de Buffon del siglo XVIII— Ulam fue el primero en comprender el enorme potencial que tendría, gracias a los primeros ordenadores que estaba desarrollando su amigo, el matemático húngaro John Von Neumann. Hoy en día el método sigue usándose: es básico en ciencia e ingeniería y se usa en ámbitos tan dispares como la animación 3D o la biología evolutiva.

Estos resultados, junto con otros que obtuvo con el físico italiano Enrico Fermi, fueron fulminantes: el método de Teller no permitía ni que la reacción en cadena comenzara ni que se mantuviera. Poco después, los cálculos serían repetidos y confirmados con el ordenador MANIAC de Von Neumann. No obstante, en 1951 el mismo Ulam descubrió que, si el hidrógeno era comprimido suficientemente utilizando una bomba atómica, entonces la reacción en cadena funcionaría. Tras incorporar este cambio al diseño de Teller, que recibe el nombre de proceso de Teller-Ulam, el proyecto de la bomba de hidrógeno continuó hasta conseguir la primera explosión en el atolón de Enewetak en 1952. La potencia de esta bomba fue 400 veces mayor que las bombas atómicas que cayeron en Japón en 1945. Los rusos no conseguirían la primera explosión funcional de una bomba de hidrógeno hasta 1955, con el diseño de Sakharov.

La vida de Ulam está recogida en la interesante autobiografía Aventuras de un matemático, que fue llevada al cine en 2020. Ahí expuso su posición respecto a la investigación de armas atómicas: “Al contrario que aquellos que se oponían violentamente a la bomba […], yo nunca tuve dudas sobre los trabajos puramente teóricos. No me parecía inmoral intentar calcular los fenómenos físicos […]. Lo que pensaba es que uno no debe empezar proyectos que conduzcan a la catástrofe. Pero una vez que sabemos que tales posibilidades existen, ¿acaso no es mejor examinar si son reales o no? Un engaño aún mayor es creerse que si tú no lo haces, no se podrá hacer […]”.

Federico Cantero Morán es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del ICMAT.

https://elpais.com/ciencia/cafe-y-teoremas/2023-04-13/stanislaw-ulam-el-matematico-que-arreglo-la-bomba-h.html

jueves, 27 de abril de 2023

_- LA PARADOJA OPPENHEIMER: una universidad útil no solo debe ser práctica.



La paradoja Oppenheimer 

Una universidad útil no solo debe ser práctica.

Hace décadas que la otrora cuna del pensamiento, la ciencia y la filosofía cayó en desgracia por falta de recursos y su reorientación hacia el utilitarismo. La democracia desinformada, la economía desigual y el empleo precario requieren el renacimiento de la que durante siglos fue una grandiosa institución.
El general Leslie Groves junto a Oppenheimer en el desarrollo del proyecto Manhattan (Circa 1944

_- Habiendo terminado la lectura de la reciente biografía del científico estadounidense Julius Robert Oppenheimer, escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin, hay dos cuestiones que quisiera resaltar sobre la trayectoria de este ser humano tan singular, y que casan con los argumentos que hemos ido exponiendo tanto sobre la responsabilidad que tiene la Universidad de formar ciudadanos críticos con ilusión por cambiar la realidad, como por que ella misma pueda defenderse de intromisiones indebidas que, a la larga, pueden ser catastróficas para el desarrollo de la humanidad.

Oppenheimer fue un físico teórico brillante que dirigió el proyecto colosal de investigación y fabricación de la bomba atómica en Los Álamos (EEUU), lo que culminaría con las detonaciones nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki (ambas en Japón). Desde su infancia fue identificado por sus familiares y profesores como un superdotado en toda la extensión y hondura de la palabra. Capaz de hablar alemán y holandés con soltura tras unos pocos meses de inmersión durante sus estancias investigadoras en estos países mientras desafiaba a sus maestros, muchos de ellos premios Nobel, y, con la misma facilidad, podía darse el lujo de aprender sánscrito para leer del original el poema hindú Bhagavad Guitá, o italiano para recitar de memoria a Dante.

A pesar de aquella polimatía excéntrica y, para algunos, maldita, resultó ser un profesor muy querido por sus alumnos y discípulos en las universidades en las que impartió docencia (Caltech, Chicago, Berkeley, Princeton), tanto por su exigencia académica como por su tolerancia y solidaridad para apoyar a los alumnos que tenían que esforzarse como un mortal común para seguir sus clases.

Oppie, como le apodaron sus amigos, creció yendo a la Escuela por la Cultura Ética de Nueva York, fundada por Felix Adler, un reformista liberal y defensor los derechos civiles de las minorías desde 1876. La visión deísta de Adler moldeó su mentalidad social: una en la que había que tomar posición y celebrar la acción y la responsabilidad hacia el mundo. Una en la que la voluntad individual para superarse y enfocarse en un propósito de justicia social pasó a ocupar la posición del ideal del Superyó en su inconsciente y que ya no le abandonaría en toda su vida. Esto le llevó a participar activamente en los esfuerzos de su país para acabar con Hitler. Pero, tras la caída de la bomba y el fin de la guerra, cuando quiso recuperar su autonomía política e intelectual apoyando la doctrina del desarme nuclear, pasó de héroe nacional a traidor, calumniado y acusado de comunista y judío taimado y antiamericano.

En la época de oro de la ciencia en la Universidad, sin darse cuenta de las consecuencias a largo plazo, esta fue secuestrada por la industria armamentística. Precisamente Bird y Sherwin cuantifican que el número de laboratorios privados que se abastecieron intensivamente de catedráticos e investigadores de las universidades estadounidenses pasó de solamente cuatro en 1890 a casi 2.000 al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que este fenómeno tuvo lugar dentro de una coyuntura mundial extraordinaria, pero desde entonces la dependencia de la investigación y el I+D+I del sector universitario de EE. UU. con respecto a los intereses industriales y militares no ha dejado de persistir, poniendo en peligro la independencia de sus fines educativos y la diversidad de pensamiento que se fomenta dentro de sus facultades.

En nuestro futuro imaginado, y quizá ingenuo, la Universidad en Europa no perdería su autonomía, independencia, neutralidad y ecuanimidad para así no dejar de discernir cuando el plano ético de sus acciones quedara sustituido por los intereses de la economía o de otros supuestos como el nacionalismo, el totalitarismo, el racismo o el fascismo. Es cierto que no sería fácil conseguirlo, pero su estatuto moral debería balancearse entre, en uno de los extremos

(1) tomar decisiones ante cuestiones delicadas y actuar con audacia, evitando caer en un conservadurismo e inmovilismo infructuoso y regresivo, y 

(2) en el otro extremo, tomarse tiempo para reflexionar con diligencia sobre las razones por las que debe actuar en cada momento para estar segura de por qué hace lo que hace.

Ciertamente, como creía Oppenheimer, en la vida real tiene que haber espacio para ejercer las dos posibilidades, aunque una de ellas prime sobre la otra en determinados momentos de la historia. De cualquier forma, la Universidad del futuro deberá ser un lugar de valor y reflexión, una institución ética y bien equilibrada que brinde una formación integral a sus estudiantes y contribuya al desarrollo de la sociedad. Si hacemos bien las cosas, la Universidad europea será un faro de conocimiento y sabiduría para las futuras generaciones. O no será.

SOBRE LA FIRMA
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).

lunes, 28 de noviembre de 2022

LIBROS El último superviviente del amable poblado donde se creó la bomba atómica

Un libro y un documental recogen el testimonio del Nobel de Física Roy J. Glauber sobre su trabajo en el laboratorio de Los Álamos

Robert Oppenheimer, con sombrero, y el general Leslie Groves (a su lado) examinan junto a otros científicos y militares los restos de una torre arrasada por la primera prueba atómica, en Nuevo México.
Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.
Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.

María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014.

María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014
Una charla dentro del marco del Proyecto Manhattan, entre el público se puede ver a Robert Oppenheimer, director científico.

Una cafetería en el laboratorio de Los Álamos, durante el Proyecto Manhattan.


Los Álamos era un apacible poblado habitado por parejas jóvenes, abundantes niños, trabajadores con tiempo libre para disfrutar de la naturaleza circundante y del buen clima del estado de Nuevo México. Después de la jornada laboral se podían dar paseos, disfrutar de proyecciones de cine por 10 centavos, asistir a alguna conferencia o bailar en alguna fiesta. Las bebidas disponibles eran de baja graduación alcohólica, dado el carácter militar del recinto, pero alguno de los abundantes científicos fabricaban alcohol en secreto, porque la ciencia tiene múltiples aplicaciones. En el amable poblado de Los Álamos, a principios de los años cuarenta, estas jóvenes familias estaban trabajando en producir algunos horrores por venir y una potencia de destrucción que aún tiene en vilo al mundo. Estaban construyendo la bomba atómica. La primera de esas que todavía, y sobre todo hoy, siguen siendo una amenaza para la supervivencia de la Humanidad.

Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan. Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.

La macrohistoria de la bomba es bien conocida: en 1938 los científicos alemanes Lise Meitner y Otto Hahn descubren la posibilidad de fisionar el átomo de uranio liberando grandes cantidades de energía, según había establecido Albert Einstein en la ecuación más célebre de la ciencia: E=mc². Ante el poderío de este proceso natural y sus posibilidades militares, el físico Leó Szilárd ve el futuro retorciéndose y convence a Einstein para que firme una carta dirigida al presidente de los Estados Unidos, urgiéndole a desarrollar el arma antes de que lo hagan los nazis. Roosevelt pone en marcha el ambicioso Proyecto Manhattan, cuyo epicentro es el laboratorio de Los Álamos. De ahí salieron Little Boy y Fat Man, las bombas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki en 1945 y que cambiaron la historia para siempre. Desde entonces la civilización se puede destruir a sí misma con cierta facilidad. En eso estamos.

Lo que ahora podemos conocer con más detalle es la microhistoria de aquel lugar, en boca del físico estadounidense Roy J. Glauber (New York, 1925 - Massachussets, 2018), que fue el más joven de los participantes del área teórica del Proyecto Manhattan, y que ganó posteriormente, en 2005, el premio Nobel de Física por otras cosas: sus trabajos en el campo de la Óptica Cuántica, disciplina de la que se le considera pionero. Su testimonio se recoge en el libro La última voz (Ariel) y el documental That’s the Story (se puede ver en YouTube), ambos obra de María Teresa Soto-Sanfiel, doctora en Comunicación Audiovisual y profesora de la Universidad de Nacional de Singapur, y el físico José Ignacio Latorre, catedrático de la Universidad de Barcelona y director del Centre for Quantum Technologies de Singapur.

Todo empezó con unas copas. “Estábamos en un congreso en Benasque y me llevé a Glauber a tomar algo que no conociese, como los mojitos, porque a un premio Nobel siempre hay que tratarle bien”, bromea Latorre. Animado por el brebaje, Glauber comenzó a contar anécdotas que implicaban a grandes nombres de la Física del siglo XX. ¿Por qué les conocía? “Es que trabajé en el Proyecto Manhattan, a los 18 años”, dijo Glauber, que era, por tanto, uno de los últimos supervivientes de los que colaboraron en la fabricación de la bomba. A partir de esos mojitos, y a través de varios encuentros fortuitos (en Singapur, en el MIT de Massachusetts, etc), los autores fueron grabando el material. Curiosamente, cuando se disponían a ilustrar el documental, se desclasificaron los archivos del Proyecto Manhattan y consiguieron 17 horas de imágenes de la época, muchas de las cuales se muestran por primera vez al público. “En nuestros encuentros Glauber era muy minucioso con los detalles, de modo que nos dio una fotografía muy viva de aquellos tiempos”, explica Soto-Sanfiel, “es la vida en Los Álamos contada por un protagonista, y eso es algo inusual”.

María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014.

Glauber describe en varias ocasiones Los Álamos como un lugar utópico (aunque en esa pequeña utopía científica se empezaran a generar algunas distopías que nos quitan el sueño desde entonces), y eso que también habla de su austeridad: era un lugar perdido de la mano de Dios, no se cobraba demasiado y tampoco había demasiado con qué llenar el tiempo más allá del trabajo. “Pero se encontraban elementos que a un joven como aquel le maravillaban”, dice Latorre, “al parecer la comida era muy buena (Glauber seguía siendo un gran comilón a sus 90 años), hacía buen tiempo y, sobre todo, estaba rodeado de los mejores cerebros de la época”.

En Los Álamos se concentró un poderío intelectual que deslumbraba al joven Glauber, que, destinado allí para hacer cálculos complejos, ni siquiera había terminado los estudios en Harvard. El de Robert Oppenheimer, director científico, que tenía una gran facilidad para entender la física y comunicarla (por ejemplo, al general Leslie Groves, responsable supremo del proyecto). Glauber le describe como un intelectual romántico, gran conocedor de los textos clásicos hinduistas (dominaba el sánscrito), que contrastaba con el típico pensamiento pragmático de los científicos estadounidenses. Cuando vio estallar la primera bomba, en el desierto de Nuevo México, se recitó estos versos del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”. El director Christopher Nolan prepara una película sobre su figura, que se estrenará en 2023.

Una charla dentro del marco del Proyecto Manhattan, entre el público se puede ver a Robert Oppenheimer, director científico.

También Hans Bethe, responsable del área teórica del proyecto, al que Glauber describe como de gran inteligencia y comprensión con sus colaboradores; Enrico Fermi, capaz de hacer ingeniosos cálculos y aproximaciones para abordar los problemas; o el célebre Richard Feynman, todo un personaje capaz de pensar la física de otra manera y ser el centro de atención con sus eternas historias y anécdotas (como se muestra en su conocida biografía ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, que sirve de inspiración a estudiantes de todo el planeta). A Glauber, sin embargo, parece no convencerle del todo la figura de Feynman, al que considera un hombre demasiado centrado en seducir a los demás interpretando a su personaje estrambótico. “Glauber era un hombre serio, poco dado a los aspavientos, pero Feynman era todo lo contrario, alguien que brillaba”, dice Soto-Sanfiel, “así que le consideraba un poco fantasma, aunque le tenía gran respeto intelectual”.

Glauber presenció en primera persona el primer estallido de la bomba, la prueba Trinity, sucedida en julio de 1945 en el desierto de Nuevo México. No estaba invitado, por su condición de físico teórico, pero junto con unos colegas se apostó como espectador en una montaña cerca de Albuquerque, a unas 70 millas (algo más de 112 kilómetros) de la explosión. Cuando la bomba, de 20 kilotones, estalló, se quedaron aterrados. El primer hongo nuclear surgió contra el cielo nocturno y, en el lugar de la detonación, la arena del suelo se fundió formando una sustancia verde y brillante como el jade, que luego se bautizó como trinitita. Glauber describió el evento como algo “muy grande y siniestro”. Durante el mes siguiente nadie en el laboratorio quiso hablar de lo que había visto.

El relato del libro y el documental no se queda en la experiencia de Los Álamos, sino que también narra la posterior caída en desgracia de Oppenheimer, víctima de la caza de brujas y defenestrado por el físico Edward Teller (algo así como el malo de esta historia), que le acusó de comunista y que era partidario, contra el primero, y aún después de los horrores de Japón, de seguir desarrollando bombas de mayor potencia, como la de hidrógeno. Así se hizo.

Una cafetería en el laboratorio de Los Álamos, durante el Proyecto Manhattan.

Glauber falleció en diciembre de 2018, con el libro ya en fase de edición, de modo que no llegó a presenciar el inicio de la guerra de Ucrania, en la que Vladímir Putin ha vuelto a agitar los miedos nucleares que tanto inquietaron la segunda mitad del siglo XX, en la Guerra Fría. “Entonces no se hablaba casi del peligro nuclear y, como comprobamos al mostrar una primera versión del documental en diferentes centros de investigación, había cierto consenso en que la posibilidad de una destrucción total había mantenido una larga paz en Europa”, dice Latorre.

El físico neoyorquino nunca expresó arrepentimiento por participar en el Proyecto Manhattan, por varios motivos: entonces era un chaval sin ninguna importancia al que solo le requerían para hacer ciertos cálculos y, además, en aquel momento miles de jóvenes soldados morían “como moscas” en la guerra mientras que los nazis podían estar construyendo su propia bomba. “Eso sí”, agrega Soto-Sanfiel, “cuando se lanzaron las bombas en Japón, Glauber abandonó el proyecto y nunca quiso saber más de la carrera armamentística”.

https://elpais.com/cultura/2022-11-07/el-ultimo-superviviente-del-amable-poblado-donde-se-creo-la-bomba-atomica.html

martes, 17 de marzo de 2015

La última voz del proyecto que desarrolló la bomba atómica Roy Glauber, Nobel de Física y único participante vivo en el Proyecto Manhattan en el laboratorio secreto de Los Álamos, cuenta su experiencia en un documental

Muchas personas ansían la fama, otras la alcanzan por partida doble. Éste es el caso del profesor Roy J. Glauber (New York 1925), que sigue activo en  su cátedra en el Departamento de Física de la Universidad de Harvard. El primer mérito de Glauber es que fue él quien consiguió comprender, en 1963, por qué la luz de un láser es tan especial, por qué se comporta de una forma tan diferente a la luz de una bombilla o a los rayos del sol. Glauber fue el primero en entender que los fotones obedecen las leyes de la mecánica cuántica y que, gracias a ello, pueden comportarse colectivamente de forma coherente. Aquella magnífica contribución,  la teoría cuántica de la coherencia óptica le valió a Glauber el premio Nobel de Física de 2005.

Pero el profesor Glauber merece ser célebre a día de hoy por otro hecho incontestable. Él es -ni más ni menos- el último científico vivo que participó en la construcción de la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. Las palabras de Glauber son la última voz que ostenta la autoridad moral de narrar de forma directa, sin reinterpretaciones históricas posteriores de terceros, la evolución del proyecto científico que cambió el mundo. Él es el último testigo no sólo del proceso entero, sino de la vida de todos sus protagonistas.

Nuestras charlas con Glauber se han traducido en  un documental que hemos titulado That's the story (Esa es la historia), porque así nos lo dijo él. Gracias a la colaboración del Archivo de Los Álamos, el documental cuenta con imágenes de la vida diaria en el laboratorio que fueron desclasificadas recientemente y que ven la luz por primera vez.

La historia de Glauber se remonta a 1943, cuando a la edad de 18 años fue captado para trabajar en un proyecto secreto en Los Álamos, cerca de Santa Fe, Nuevo México. Poco antes, en 1941, el presidente Roosevelt había aprobado un programa secreto de alta prioridad para crear una nueva arma, de potencia impredecible. Aquel esfuerzo recibió el nombre de  Manhattan Engineering District (abreviado a Proyecto Manhattan) y se nombró al general Leslie Groves como su director. Éste, a su vez, nombró a J. Robert Oppenheimer como director científico del proyecto. Ambos decidieron concentrar a los mejores científicos de aquel momento en el laboratorio de Los Álamos.

La idea directriz del Proyecto Manhattan consistía en aprovechar una reacción de fisión nuclear en cadena. Nadie sabía a ciencia cierta si los problemas técnicos harían viable la construcción de una bomba. Pero la posibilidad de que la fisión nuclear pudiera ser aprovechada por el bando alemán hacía perentorio el desarrollo de un programa de investigación fuertemente financiado. A día de hoy sabemos cómo evolucionó el proyecto. La primera explosión de una bomba atómica se realizó en julio de 1945 en el desierto de Alamogordo. Aquel ensayo recibió el mítico nombre de Trinity.  Veintiún días después, Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas  que destruyeron Hiroshima y Nagasaki. La devastación de estas ciudades y la consiguiente masacre con cientos de miles de personas fallecidas aceleraron la rendición de Japón. Se inició, así, la guerra fría entre Estados Unidos y la URSS, cuyas consecuencias todavía vivimos 70 años después.

Glauber se unió al laboratorio de Los Álamos cuando todavía cursaba tercero de la licenciatura de Física (¡y, a la par, varios cursos de doctorado!). Él justifica su fichaje por el proyecto con la frase: “Había escasez de talento en los Estados Unidos”. Efectivamente, muchos estudiantes y profesores se habían unido a las fuerzas armadas y luchaban en los distintos frentes hasta el punto que Harvard superaba las 10.000 bajas entre los miembros de su comunidad. Por otra parte, otros muchos científicos se habían sumado a proyectos militares de diversa índole. No era fácil, pues, hallar jóvenes de manifiesto potencial intelectual. Glauber sí tenía el talento necesario.

De la noche a la mañana, el laboratorio de Los Álamos se convirtió en un experimento social en sí mismo. Oppenheimer trataba de reunir en un único lugar a la mayor cantidad de cerebros del planeta. Y así fue como, perdidos en el medio de la nada, fueron a trabajar físicos de la talla de Hans Bethe (Nobel en 1967), Richard Feynman (Nobel en 1965), Norman F. Ramsey (Nobel en 1989), Victor Weisskopf, Eduard Teller y un largo etcétera. También visitaron Los Álamos con frecuencia otros científicos no menos notables como Niels Bohr (Nobel en 1922), Enrico Fermi (Nobel en 1938) o Isodor Isaac Rabi (Nobel en 1944). Los Álamos fue, sin duda alguna, el mayor centro de inteligencia de la tierra...

Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/12/babelia/1426163621_568548.html