La directora de Salud Mental de la OMS, Dévora Kestel, equipara el daño psicológico de la población al que acontece en catástrofes y guerras
La psicóloga Dévora Kestel (Bahía Blanca, Argentina, 1964) comenzó a colaborar con la Organización Mundial de la Salud en el conflicto de Kosovo. Ahora, como directora de Salud Mental del organismo, se conecta desde su casa de Ginebra con todo el mundo. Propugna como respuesta a esta crisis la extensión de la atención de salud mental en todos los círculos sociales.
Pregunta. ¿A qué riesgo psicológico está sometida la población en esta crisis?
Respuesta. Existe el miedo de enfermarse, de morir, de perder seres queridos y los medios de vida. Se suman cuestiones de exclusión social, de separación, de aislamiento. Y, está la ansiedad, la impotencia y la incertidumbre de lo que va a venir en el futuro.
P. ¿Quiénes son los más vulnerables?
R. Los enfermos y los que han perdido a seres queridos. Pero también los sanitarios, con una enorme carga de trabajo, seguramente agotados, y eso tiene un impacto en su salud mental. En muchos casos son víctimas de discriminación o de estigma. Están aumentando los casos de violencia contra la mujer, contra los niños, lo que también tiene su impacto psicológico, y luego los ancianos y personas con problemas de salud mental, que pueden estar afectadas por el aislamiento, pero también por la falta de acceso a psicoterapia o medicamentos. Los enfermos crónicos que ven sus cuidados en riesgo... Cada uno de estos grupos y la sociedad en general está siendo afectada en su salud mental. Por lo que está sucediendo, es un impacto masivo de miedo, de ansiedad, de preocupación, de estrés.
P. ¿Qué peculiaridades tiene esta crisis en comparación con otras conocidas como guerras, catástrofes o ataques terroristas?
R. Entra en el corazón de países desarrollados e impacta duramente. Y ha llegado a ser global. Afecta a todos, ricos y pobres. El ébola estaba en África. El SARS en algunos lugares de Asia. Les pasaba siempre a los otros, en otro lugar. Ahora somos todos. Yo creo que esta es la gran diferencia. Vamos a aprender de esto. Además, hay incertidumbre sobre el futuro, no sabemos ni si en dos semanas vamos a volver a trabajar o cómo, ni si vamos a tener trabajo.
P. ¿En qué se parece a una catástrofe?
R. Desde la perspectiva de la salud mental y el apoyo psicosocial necesario, el tipo de impacto es el mismo porque es el individuo el que va a reaccionar a eso que está pasando. En las emergencias, guerras o catástrofes una de cada cinco personas va a estar afectada por un trastorno mental, ansiedad, depresión o patologías severas. Y eso es lo mismo hoy. No cambia. Pero ahora es masivo y eso nos tiene que preocupar para poder responder. Uno de cada cinco ya es muchísimo, muchísimo, y muchos más pueden estar afectados por angustia, estrés, pero eso no llega a ser clasificado como una enfermedad mental. Es más o menos el doble de lo que puede pasar en situaciones normales.
P. ¿Qué va a causar más daño, el impacto sanitario o el económico?
R. Ambos nos van a afectar. Es una lucha compartida la de proteger las vidas y proteger los medios de vida. En condiciones normales, el desempleo se vincula con una salud mental empobrecida. O sea, que eso va a tener impacto en la salud mental.
P. ¿Qué deben hacer las autoridades para paliar el daño en salud mental de los ciudadanos?
R. Preparar y fortalecer la respuesta. Es importante adaptar los recursos existentes, coordinarse con otros sectores. Una de las cosas que venimos promoviendo como organización es que los servicios de salud mental estén descentralizados. En este momento más que nunca eso es importante. Deben adaptar su capacidad de respuesta para que la comunidad acceda a esos servicios. Y los Gobiernos van a tener que promover eso en espacios de trabajo, de protección social, de salud, y en la educación.
P. ¿Va a colapsar el sistema?
R. No. Venimos trabajando en diferentes países en que el personal de salud básica, de escuelas y otros espacios sociales, sepa de salud mental para apoyar en cierto nivel de problemática. Hay ejemplos con base científica, por ejemplo en Zimbabue. Un proyecto muy conocido es el Banco de la Amistad, lo desarrolló el único psiquiatra de la localidad, que no daba abasto. Hizo una formación corta a abuelas que se sientan en el banco y dan consejos basados en una psicoterapia intensa, breve. No están reemplazando al psiquiatra, están haciéndose cargo de una problemática que no hace falta que llegue al psiquiatra. Ahora se va a tener que hacer más énfasis en las respuestas de este tipo, justamente para no llegar a colapsar el sistema. Estamos ultimando una app que podría resultar de gran ayuda.
https://elpais.com/sociedad/2020-04-19/habra-que-atender-la-salud-mental-de-la-gente-en-todos-los-sitios-trabajo-colegios-centros-sociales.html
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martes, 21 de abril de 2020
sábado, 30 de junio de 2018
Problemas de moral: entre Cifuentes e Hiroshima
CTXT
Vivimos en un mundo en el que las estructuras son mucho más inmorales que las personas. Eso genera, lógicamente, mucho desconcierto moral y jurídico. Y también político
El video de Cifuentes robando en un supermercado y su dimisión inmediata es una excelente ilustración para retomar una de las reflexiones morales más profundas e interesantes que se plantearon en el siglo XX. Este grotesco episodio es la perfecta inversión del caso Eatherly, en el que intervino el filósofo Günther Anders y sobre el que publicó su libro Más allá de los límites de la conciencia. Claude R. Eartherly fue uno de los pilotos que arrojaron la bomba atómica sobre Hiroshima. Apretó un botón y un minuto después, habían muerto abrasadas 200.000 personas. Nadie puede representar lo que significa una cifra de cadáveres de esa magnitud. El ser humano tiene algo de toscamente limitado: podemos llorar profundamente la muerte de una persona, de dos o de cinco, pero no estamos constituidos para sentir la muerte de doscientosmil. El mundo entero, por ejemplo, se conmovió ante la foto del niño de tres años Aylan Kurdi, tirado en la playa muerto tras haber naufragado su patera, pero es más difícil intentar sentir algo al recordar que eso está ocurriendo todos los días y que hay decenas de millares de personas en el fondo de Mediterráneo que han sido víctimas de la misma tragedia.
Eartherly era un voluntario de guerra, piloto de la aviación americana. Tras arrojar la bomba en Hiroshima fue considerado como un héroe de guerra, pero él se vio afectado por síntomas de insomnio y ansiedad que nunca le abandonaron. El primer diagnóstico que le dieron fue “battle fatigue”, “cansancio originado por el combate”, Efectivamente, tras haber causado la muerte de doscientas mil personas, debía de sentirse algo cansado. Era más bien un síntoma de normalidad, como no cesó de explicar Anders. Pero fue tratado como un neurótico, sobre todo cuando empezó a hacer cosas extrañas, como atracar pequeños comercios, oficinas de correos, hurtos menores de delincuente aficionado. Normalmente no se llevaba nada y, cuando lo hacía, era para enviar el dinero a una cuenta de familiares de víctimas de Hiroshima. Clamaba por ser castigado, por ser encarcelado, porque se le reconociera su papel de criminal y se le despojara de su fama de héroe de guerra. Pero había ahí un abismo irremontable, entre la magnitud de Hiroshima y los robos de los supermercados, aunque él hubiera sido, inexplicablemente, protagonista de las dos cosas. A Günther Anders le interesó especialmente esta enorme desproporción entre lo que había hecho en tanto que pieza de una maquinaria de guerra armada con bombas atómicas y lo que era capaz de hacer en tanto que aprendiz de delincuente.
Entendemos bien la responsabilidad individual que tiene una persona que mata o que roba. Nuestra imaginación moral está conformada a esa escala. Pero no hay manera de explicitar el tipo de responsabilidad que tenemos con las estructuras de un sistema económico y político que roba y mata masivamente de forma ciega y anónima. Hay aquí una desproporción radical. Una desproporción que –decía Günther Anders– nos ha convertido en analfabetos emocionales y en indigentes morales. Podemos sentir emocional y moralmente lo que significa robar un banco, pero no lo que significa tener un banco o que, sencillamente, existan los bancos. Lo que significa que muera un niño de hambre, pero no lo que significa que los alimentos básicos del planeta coticen en la Bolsa de Chicago. Lo único que alcanzamos a decir es que eso son cosas del sistema en el que estamos metidos. Pero uno se sorprende entonces de que eso de ser antisistema no esté demasiado bien visto, ni sea tampoco especialmente mayoritario.
El Partido Popular, además de ser, como se está demostrando, un nido de corrupción y probablemente –a tenor del tipo de mensaje que han enviado a Cifuentes– una organización de tipo mafioso, está muy orgulloso de no ser antisistema. Su inolvidable presidente Jose María Aznar estaba incluso muy orgulloso de codearse de igual a igual con los más poderosos defensores de este sistema. Con ellos fue con los que declaró la guerra a Iraq, alegando que ese país contaba con armas de destrucción masiva que no solamente no existían, sino que se sabía perfectamente que no existían. Fue una declaración terrorista a causa de la cual murieron centenares de miles de personas y otros millones están aún sufriendo las consecuencias. Pero en estos asuntos la desproporción de la que hablaba Anders acude en auxilio de la conciencia del votante del PP. Emocionalmente es imposible sentir nada cuando se habla de millones de muertos. Y moralmente no hay ahí manera de orientarse. La cosa es demasiado grande para la imaginación humana. De modo que algunos jueces, por ejemplo, prefieren gastar sus energías en perseguir a los que hacen chistes sobre Carrero Blanco.
Eartherly robaba tiendas para que se le considerara culpable, ya que nadie parecía dispuesto a plantear ninguna responsabilidad moral ni política en el asunto de Hiroshima. Acabó internado en un manicomio. La desproporción entre una cosa y otra era demasiado grande para que se captara el mensaje. En el caso de Cifuentes ocurre lo mismo. Ha dimitido porque la han pillado robando en una tienda. Sus otras responsabilidades, como las del Partido Popular al que pertenece, son demasiado grandes para la justicia y demasiado complejas para interpelar a la conciencia moral. A la espera de un Kant que reformule los principios del derecho con arreglo a este chocante desnivel, es lógico que el poder judicial navegue a la deriva dando palos de ciego.
Vivimos en un mundo en el que las estructuras son mucho más inmorales que las personas. Eso genera, lógicamente, mucho desconcierto moral y jurídico. Y también político, como se vio, por ejemplo, cuando el Ayuntamiento de Cádiz se vio obligado a elegir entre los puestos de trabajo de los astilleros y los derechos humanos, aceptando finalmente fabricar barcos de guerra para Arabia Saudí. Kichi, el alcalde de Podemos, tuvo la valentía –poco común entre nuestros políticos– de explicarlo a las claras en un artículo.
Este tipo de problemas debería haber interpelado muy directamente al pensamiento ético del siglo XX, que, sin embargo, estaba a otras cosas, intentando resolver el asunto del dilema del prisionero (algo así como que si todo el mundo se comporta como un miserable egoísta mentiroso, sorprendentemente el resultado no es siempre el mejor de los posibles). Lo plantearon, eso sí, los teólogos de la liberación, que sacaron a colación el concepto de “pecado estructural”. Pusieron así sobre la mesa el problema de que la responsabilidad moral no puede indagarse mirando en nuestro interior, sino mirando al interior de las estructuras que vertebran el sistema de este mundo, y preguntando si se puede o no hacer algo por cambiarlas. Lo planteó, también, Jean Paul Sartre, que no había cesado de insistir en que la moral no podía resumirse en elegirse a sí mismo como bueno, sino en elegir un mundo bueno. Las máximas morales se envenenan fácilmente en un mundo en el que ser bueno es la mejor coartada para permitir que todo siga siendo igual de malo. Lo mismo que hay paraísos fiscales, en este mundo existen los paraísos morales. En ellos vivimos los que nos podemos permitir ser buenos porque jamás necesitamos ser malos, al menos mientras siga en pie la valla de Melilla que nos protege del abismo de tercer mundo, invisibilizando incómodos cadáveres en el fondo del Mediterráneo.
Hay que decir, entre paréntesis, que en el momento actual, quien está llevando la voz cantante es el Papa Francisco, que es al que más se oye hablar del terrorismo estructural sobre el que se levanta nuestro sistema capitalista. Desde luego que Podemos, si realmente ha buscado y busca una transversalidad hegemónica, debería haber viajado más a menudo al Vaticano, pues esta casual posible alianza con el catolicismo no era algo a despreciar.
Y, por supuesto, el problema de fondo lo planteó también, Günther Anders, cuyas tendencias políticas sufrieron al final de sus días una evolución bastante pintoresca, como puede comprobarse en su libro Estado de necesidad y legítima defensa (se trata en verdad de un conjunto de entrevistas en torno a un libro que estaba escribiendo). Hasta los años ochenta, Anders había sido uno de los más eminentes representantes del pacifismo alemán. Sin embargo, en sus últimos textos veía las cosas desde otro punto de vista. A su entender, la situación en la que habíamos desembocado era tan sumamente grave que podía darse por declarado el estado de excepción a nivel mundial, de modo que la resistencia violenta quedaba amparada por la forma legal de la legítima defensa. “El estado de excepción legitima la defensa: la moral está por encima de la legalidad. Creo innecesario justificar esta regla doscientos años después de Kant. El que a los kantianos de hoy se nos acuse de amigos del caos, no nos tiene que inmutar, pues no es más que una muestra del analfabetismo moral de los que nos etiquetan así”. El pacifismo, decía, “no ha asegurado la paz”, solo nos ha traído “buena conciencia”. “Y no hay nada tan hipócrita como evitar el mal sólo porque se desea tener una buena conciencia”. El siguiente texto del anciano pacifista alemán, habría levantado hoy todas las alarmas de la ley mordaza: “No queda otra que intimidar de verdad a los que nos amenazan. Eso significa no sólo devolver las amenazas verbales –lo que no les preocupa lo más mínimo– sino que, de vez en cuando, hay que poner en práctica esas amenazas para que no crean que nos vamos a limitar a un puro teatro festivo. (…) Y eso significa, de la forma más imprevisible, de la manera más imponderable: hoy le podría tocar a éste y mañana a aquel. (…) Como nueva arma utilizaremos su propia ignorancia, su propio no saber si les tocará a ellos o a otros”. No basta, continuaba, con hacer pedazos las armas del enemigo, tienen muchas “de reserva”. “Sin embargo, no existe una vida de reserva. Por esta razón, la amenaza contra la vida es la única amenaza seria”. Estas citas pueden servir de muestra de hasta qué punto, al final de sus días, este gran filósofo consideraba la gravedad de nuestros dilemas morales contemporáneos. Todo un reto que tenemos por delante los estudiosos de la filosofía.
Carlos Fernández Liria es filósofo. Su último libro es En defensa del populismo (Los libros de la Catarata).
Fuente: http://ctxt.es/es/20180425/Firmas/19264/moral-cifuentes-robo-hiroshima.htm
lunes, 25 de mayo de 2015
Fraude inquietante. La regulación bancaria debe cambiar para prevenir las manipulaciones del tipo de cambio que pactican los bancos
El Departamento de Justicia estadounidense y la Reserva Federal han impuesto a seis grandes bancos mundiales (JP Morgan Chase, Citigroup, Barclays, Royal Bank of Scotland, Bank of America y UBS) una sanción conjunta pactada de 5.200 millones de euros por manipular durante cinco años el tipo de cambio de las divisas. Dado que las ganancias ilícitas superan los 9.000 millones, existe una desproporción entre multa y fraude. Hay dos explicaciones posibles para esta brecha: o bien las autoridades han calculado que demostrar el delito era costoso y el acuerdo era más rentable, o bien confían en que los particulares demanden ahora a los bancos para reclamar.
El fraude descubierto —cuya investigación se ha extendido durante dos años— siembra la inquietud entre los inversores. La manipulación de tipos de cambio parece ser una práctica asidua y transmite a los ciudadanos la impresión de que los reguladores públicos no tienen medios (legales, humanos, políticos) suficientes para prevenir las distorsiones del sistema. La vigilancia corporativa, que es responsabilidad de los accionistas y de las comisiones de gobierno, tampoco ha sido eficaz.
El mensaje para los mercados es que es difícil prevenir los fraudes con el sistema actual de regulación. Hay que preguntarse qué cambios y qué medios hay que introducir para que los accionistas y los ciudadanos no acaben pagando las multas y las estafas.
El País.
El fraude descubierto —cuya investigación se ha extendido durante dos años— siembra la inquietud entre los inversores. La manipulación de tipos de cambio parece ser una práctica asidua y transmite a los ciudadanos la impresión de que los reguladores públicos no tienen medios (legales, humanos, políticos) suficientes para prevenir las distorsiones del sistema. La vigilancia corporativa, que es responsabilidad de los accionistas y de las comisiones de gobierno, tampoco ha sido eficaz.
El mensaje para los mercados es que es difícil prevenir los fraudes con el sistema actual de regulación. Hay que preguntarse qué cambios y qué medios hay que introducir para que los accionistas y los ciudadanos no acaben pagando las multas y las estafas.
El País.
sábado, 9 de agosto de 2014
Carmen Fariña, 71 años, canciller de educación en Nueva York: “Tener educación no te hace inteligente. Eso lo aprendí en mi casa”
Carmen Fariña vuelve como responsable de Educación de Nueva York. Hija de gallegos, afronta el reto de cambiar el sistema
“En casa siempre hablábamos español. En aquel tiempo, en Brooklyn, cuando yo fui a la escuela por primera vez, con cinco años, no había otros chiquillos que hablaran el idioma. A las maestras no les hacía ni pizca de gracia vernos. Y no podías hablar español en clase, claro. La primera maestra que tuve no me quería dejar hacer nada. Yo era una cosa rarita para ella. Mi padre tuvo que ir a la escuela y decirle: ‘Mire, ella no habla inglés, pero va a aprender pronto, tiene que darle tiempo…’. En las calles tampoco hablabas en tu idioma porque la gente te decía: ‘Ah, un inmigrante’. Como si fueras lo más bajo…”.
Más de 60 años después, en las escuelas de Brooklyn y del resto de Nueva York sí se habla español. Y aquella niña “rarita” de padres gallegos ha cumplido 71 años, ha dejado su retiro en Florida y se ha convertido, desde enero pasado, en la máxima responsable del Departamento de Educación de la ciudad, tal vez el cargo público más importante después del alcalde, el demócrata Bill de Blasio.
Carmen Fariña cita a El País Semanal a primera hora de la mañana en el norte de Manhattan, en una escuela bilingüe que lleva el nombre del padre fundador de la República Dominicana, Juan Pablo Duarte. Situado más allá de Harlem, a la altura de la calle 185, el centro tiene una aplastante mayoría de estudiantes hispanos (98%) en un barrio de población eminentemente dominicana y mexicana. Quedan pocos días para que acaben las clases y los alumnos están contentos. Diferentes y cálidos acentos del español recorren los pasillos.
La escena se produce en la entrada, con los guardias de seguridad como testigos. Un grupo de padres aguarda a que la canciller (el título de Fariña es New York City Schools Chancellor) finalice su visita. Cuando aparece, la abordan. “Doña Carmen, usted nos tiene que ayudar. Necesitamos fondos y materiales. Antes no nos atendía nadie. Ahora confiamos en usted. No nos puede fallar”, le comenta una mujer con marcado acento dominicano. “Yo les voy a ayudar, pero ustedes me tienen que ayudar a mí. Les voy a enviar a una persona de mi departamento. Les vamos a atender”, les responde Fariña. Al abandonar el edificio, antes de subir al vehículo que debe llevarla a su oficina, al sur de Manhattan, una mujer joven la abraza. Es Kristy de la Cruz, directora del colegio de enseñanza media situado al otro lado de la calle, el Bea Fullers Rodgers. Se conocen. Fariña conoce personalmente a todas las directoras de colegios de Nueva York. “Gracias por todo, Carmen”, le dice emocionada De la Cruz antes de cruzar la calzada y meterse en su escuela.
“Ahora esta gente tiene esperanza. Antes, no. Yo he vuelto para cambiar el sistema”, afirma Fariña ...
Leer todo en El País Semanal.
“En casa siempre hablábamos español. En aquel tiempo, en Brooklyn, cuando yo fui a la escuela por primera vez, con cinco años, no había otros chiquillos que hablaran el idioma. A las maestras no les hacía ni pizca de gracia vernos. Y no podías hablar español en clase, claro. La primera maestra que tuve no me quería dejar hacer nada. Yo era una cosa rarita para ella. Mi padre tuvo que ir a la escuela y decirle: ‘Mire, ella no habla inglés, pero va a aprender pronto, tiene que darle tiempo…’. En las calles tampoco hablabas en tu idioma porque la gente te decía: ‘Ah, un inmigrante’. Como si fueras lo más bajo…”.
Más de 60 años después, en las escuelas de Brooklyn y del resto de Nueva York sí se habla español. Y aquella niña “rarita” de padres gallegos ha cumplido 71 años, ha dejado su retiro en Florida y se ha convertido, desde enero pasado, en la máxima responsable del Departamento de Educación de la ciudad, tal vez el cargo público más importante después del alcalde, el demócrata Bill de Blasio.
Carmen Fariña cita a El País Semanal a primera hora de la mañana en el norte de Manhattan, en una escuela bilingüe que lleva el nombre del padre fundador de la República Dominicana, Juan Pablo Duarte. Situado más allá de Harlem, a la altura de la calle 185, el centro tiene una aplastante mayoría de estudiantes hispanos (98%) en un barrio de población eminentemente dominicana y mexicana. Quedan pocos días para que acaben las clases y los alumnos están contentos. Diferentes y cálidos acentos del español recorren los pasillos.
La escena se produce en la entrada, con los guardias de seguridad como testigos. Un grupo de padres aguarda a que la canciller (el título de Fariña es New York City Schools Chancellor) finalice su visita. Cuando aparece, la abordan. “Doña Carmen, usted nos tiene que ayudar. Necesitamos fondos y materiales. Antes no nos atendía nadie. Ahora confiamos en usted. No nos puede fallar”, le comenta una mujer con marcado acento dominicano. “Yo les voy a ayudar, pero ustedes me tienen que ayudar a mí. Les voy a enviar a una persona de mi departamento. Les vamos a atender”, les responde Fariña. Al abandonar el edificio, antes de subir al vehículo que debe llevarla a su oficina, al sur de Manhattan, una mujer joven la abraza. Es Kristy de la Cruz, directora del colegio de enseñanza media situado al otro lado de la calle, el Bea Fullers Rodgers. Se conocen. Fariña conoce personalmente a todas las directoras de colegios de Nueva York. “Gracias por todo, Carmen”, le dice emocionada De la Cruz antes de cruzar la calzada y meterse en su escuela.
“Ahora esta gente tiene esperanza. Antes, no. Yo he vuelto para cambiar el sistema”, afirma Fariña ...
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miércoles, 25 de septiembre de 2013
No es un sueño, no; es peor
Es una ilusión creer que cuando pase la crisis volverán a recuperarse la sanidad pública, la educación garantizada y las pensiones. Los daños causados seguirán ahí. Salvo que hagamos algo
José K. no se quiere levantar esta mañana. Espíritu solidario, afanoso por acompañar siempre los usos de sus conciudadanos, ha decidido hacer lo que todos hacen y que pasa a resumirles con una sola palabra: nada. Eso es lo que él ve —la inacción— y así lo dice. De modo que acurrucado en el refugio del catre, un ojo abierto y el otro cerrado —como todo su entendimiento, a medio funcionar— quiere José K. fantasear sobre las cosas que suceden a su alrededor. En primer lugar, las más inmediatas, como constatar que no se tomará el café con leche en su bar de siempre por un cúmulo de circunstancias. Por ejemplo, porque su bar de siempre ha cerrado: la crisis. Y el establecimiento de más allá, moderno y exagerado, no tiene churros. Solo cruasanes. Y de mentira. Pero nuestro hombre quiere trascender de estas pequeñas miserias y eleva el tono de sus anhelos.
Porque pasan cosas, claro. Muchísimas cosas, aunque solo seamos capaces de practicar el cobarde ejercicio del disimulo y nos quitemos de los hombros, fingiendo que se trata de simples motas de polvo, las toneladas de lodo que nos están arrojando encima. Tuvo gracia en explicar esa circunstancia Jaime Sabines, poeta y político mexicano, así que ándale, mi cuate: “Aquí no pasa nada; mejor dicho, pasan tantas cosas juntas al mismo tiempo que es mejor decir que no pasa nada”. Eso es, que estaba bien dicho: tanto pasa que mejor decir que no pasa nada. Porque en España, 2013, niños, jóvenes, maduros y ancianos parecen —o así los ve José K.— sumidos en una especie de sueño informe donde las cosas —todas horribles— pasan delante de sus ojos, pero creen estar viéndolas a través de una deformante capa de gelatina que suaviza aristas y difumina colores. Edulcoradas. Soportables.
Lo peor es que tales desgracias las creen pasajeras, producto de una crisis apenas momentánea, porque en cuanto acabe este mal sueño —siempre que llueve, escampa, dicen las buenas gentes— todo volverá a ser como antes. Y habrá, en ese futuro que sería solo recuperación del pasado, una sanidad pública, una educación garantizada, con sus becas y ayudas para libros, incluso unos contratos laborales dignos… y hasta unas pensiones que no revistan la curiosa circunstancia de estar calculadas con diversas magnitudes, pero todas ellas, vaya por Dios, menguantes, como cualquiera con una modesta calculadora puede comprobar.
Pues lamentamos decirles a todos ustedes que ese ambicionado despertar es totalmente ilusorio. Que aquella mayoría que dieron al partido en el Gobierno está dando sus frutos y ya nunca, jamás, volverán las cosas a ser como antes. La pérdida de derechos, el cercenamiento de los logros conseguidos a través de muchos años de lucha, el abuso institucionalizado, no son productos de una pesadilla que desaparecerán cuando despertemos. En absoluto. Los daños van a seguir ahí, infectados y mefíticos. O al menos eso es lo que ocurrirá si no hacemos algo —y fuerte, enérgico, potente— para evitarlo. Pero ve José K. —de eso se queja— que nos pasan por encima —ahí están las pensiones, calentitas— y ni siquiera acertamos a mentarles a sus parientes. ¿Cómo, pues, vamos a emprender alguna otra acción, tal que levantarnos en pie y decir basta, una, cien, mil, todas las veces que haga falta?
No es nuestro amigo, cómo iba a serlo con tan provecta edad, un incendiario que promueva el uso del cóctel mólotov. No es eso, no es eso. ¿Pero de verdad no tenemos nada que decir a todo lo que está pasando? Porque ocurre, dice enfurecido, que la derecha económica, política, religiosa y judicial, esto es, la derecha de toda la vida, ha decidido en los inicios del siglo XXI, que se acabó la fiesta y que ya es hora de que las cosas vuelvan a su cauce natural. O sea, a que manden, y sobre todo a que vivan bien, los de siempre, desde que el mundo es mundo. ¿En España? Sí, pero no solo. ¿En Europa? Sí, pero no solo ¿En todo el mundo? Pues casi. Ya lo dice Paul Krugman: los ricos se están recuperando muy bien. Pero limitado como es José K. en sus capacidades, y exacerbado el defecto por su estado actual decúbito, lateral, prono o supino, se limita a España, que incluso le parece un territorio amplio.
Un punto arrebatado, José K. considera que los hachazos a cualquier sector público en el que estos chicos de ahora han fijado el ojo, el empeoramiento de la ley del aborto y demás pleitesías a su Iglesia, la anemia inducida a la cultura o a la investigación no son meros accidentes que pronto se pasarán. Por eso le irrita que la ciudadanía permanezca quieta, sumisa o mansurrona, y hasta podríamos decir morroncha y tambera. Y eso cuando no arrulla a esos dirigentes deleznables con el bisbiseo de su cariño o, lo que es muchísimo más grave, con el insulto de su voto.
No puede ver cómo avanza esta marcha atrás histórica ante la acidia generalizada y la ceguera de tanto guardaesquinas y aplanacalles. Porque no es momento, grita con la vena del cuello a punto de reventar, para la desidia ni para pindonguear o pajarear, y mucho menos para irse a chitos. Así que mentalmente, y resurgiendo de entre las sábanas hechas un rebuño, sacude a sus iguales con unas pocas chanzas de pésimo gusto.
Por ejemplo: ¿Ha ahorrado ya lo suficiente tan muelle ciudadanía para devolver a las arcas del Estado los 50.000 millones de euros —o 100.000, quién sabe cuánto ha sido— que se ha inyectado en ayudas a los pobres bancos, víctimas de una ciudadanía carroñera que se ensañó con ellos en una petición de créditos claramente delictiva? ¿Estamos ya haciendo una recolecta para pagar a escote las becas y libros que el ministro Wert, en aras de la excelencia educativa, ha decidido recortar? ¿Hemos iniciado la campaña de enfermarnos levemente, pero con algún tipo de dolencia que permita cobrar a los pacientes —nosotros— la abundante dispensación de consumibles —pagaderos al contado o en cómodos plazos— a esas entidades tan benefactoras de la humanidad como Capio, Ribera Salud, o HIMA San Pablo, jacarandosa empresa puertorriqueña, pionera en un emocionante turismo de salud, y que ha decidido sentar aquí sus reales, a la vista de nuestro espléndido sol y de que incluso en algunas calles de esta España que tanto nos duele lucen, como allá en su cálida tierra, altivas y elegantes palmeras? ¿Ponemos algo, unos eurillos, no sé, algún aguinaldo, para que Ignacio González —ayudado en sus desvelos por Esperanza Aguirre, cuánto les debemos— y Mr. Sheldon Adelson, donoso caballero, levanten con gran esfuerzo y sufrimiento ese regalo de la providencia para acabar con la crisis que va a ser Eurovegas? ¿Quizá podamos aportar alguna dádiva para que el pobre Cristiano Ronaldo siga cobrando 20 millones al año, mientras envidioso mira de reojo a un galés apellidado Bale, que ha costado 100 millones de euros? ¿Acepta donativos Florentino Pérez, no fuera cosa de que los ahorros de toda una vida sufran alguna injusta mengua?...
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