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sábado, 12 de junio de 2021

La empatía como motor del cambio de los hombres

José Ángel Lozoya Gómez

Durante mucho tiempo sostuve que, si se nos pretendía reprochar algo a los hombre e invitarnos al cambio, había que decirnos las cosas claras y de la forma más directa posible. Si percibíamos que alguien andaba buscando el momento oportuno y el modo de decírnoslo para no herir nuestra susceptibilidad, sospechábamos que nos quería llevar al huerto y nos poníamos a la defensiva. Era por tanto preferible un hachazo verbal, como el titular de una noticia impactante, y luego, si no nos cerrábamos en banda, cabía explicarnos la letra pequeña. Supongo que era el modo en que mejor me habían llegado los mensajes que consiguieron cambiarme. Una dureza que reclama las cosas claras y a la cara, sin paños calientes.

Siempre he creído que nuestras responsabilidades se incrementan a medida que conocemos el impacto de nuestras acciones, omisiones o silencios. Esto me lleva a ser más severo con los comportamientos machistas de los hombres que se presentan como defensores de la igualdad que con aquellos que ni se plantean su necesidad. Aunque también creo que apenas quedan adultos de este último grupo y que los varones nos dividimos entre los que pretendemos la igualdad y quienes la combaten.

Los que compartimos los objetivos feministas combatimos los privilegios y las resistencias masculinas al cambio, pero nos cuesta llegar a quienes empiezan a recorrer el camino hacia la igualdad, entre otras cosas por la superioridad subjetiva con que les afeamos sus contradicciones. Es como si la intransigencia con que los juzgamos nos hiciera más igualitarios, y excusara lo indulgentes que podemos llegar a ser con nuestra falta de coherencia y múltiples escaqueos. Como si nuestra capacidad de aparentar ser receptivos a los discursos feministas nos hiciera implacables con el resto de los varones, legitimando cierto postureo y reduciendo nuestras propias responsabilidades.

Hace años pregunté a un grupo de drogadictos que trataban de superar sus dependencias “por qué hay nueve hombres por cada mujer en los centros de rehabilitación, si hombres y mujeres prueban las drogas en la misma proporción”. Me contestaron que “las mujeres pueden ser, pero los hombres tenemos que ser”. Que ellas abandonen las conductas de riesgo significa que son prudentes, pero que lo hagan ellos indica que son cobardes. Y hace mucho menos, el macho alfa de un grupo de jóvenes que cumplían condena en una cárcel andaluza reconocía que hacía falta más valor para negarse a poner la vida en peligro con el resto de su pandilla que para jugársela con ellos.

Desde entonces evito decirle a ningún hombre lo que “tiene que ser” o lo que debe hacer, y me molesta el tono de superioridad con que algunos lo hacen. No sé por qué hablan de “lo que tienen que hacer los hombres” quienes parecen estar de vuelta de todo sin haber ido a ningún sitio, y se permiten olvidar las dificultades del camino que han tenido que recorrer para alcanzar el grado de deconstrucción que han conseguido. Ni entiendo la falta de empatía hacia los jóvenes, los varones sin estudios, los racializados o los inmigrantes con unos valores sexistas que forman parte de los recuerdos de mi infancia. Valores de los que apenas nos separa una generación.

Tampoco comparto el mensaje que llama a desentenderse de los costes de la masculinidad porque se trate de “daños colaterales del disfrute de los privilegios”, porque sé que visibilizarlos ayuda a entender que no siempre los beneficios que reportan estos privilegios son tantos como se pretende. Y porque, cuando llamamos a ignorarlos, mostramos el mismo desprecio hacia el dolor de los hombres como el que muestran los militares que nos hablan de las muertes, heridos y "daños colaterales" que acompañan muchas operaciones militares.

La lucha personal por la igualdad implica superar muchas resistencias y dificultades, y cada cual las vence como puede, a su propio ritmo, presionado por su entorno y por quienes más lo quieren: sus parejas, sus amigas, algún amigo… personas que suelen afearles sus machismos sin concesiones pero desde la empatía. A muchos hombres nos resulta más fácil pontificar que dialogar, contar cosas que aprender a escuchar. Por eso abundan los discursos para iniciados y escasean aquellos capaces de llegar a los varones menos receptivos; escasean discursos capaces de motivar a los confundidos por una igualdad que les presiona con mensajes contradictorios. Niños de primaria acusados del machismo en el que se les está socializando; jóvenes y adultos a los que resulta más fácil descalificar y etiquetar, por ser como se les pidió que fueran, que escucharlos para encontrar fórmulas que ayuden a iniciar con ellos diálogos productivos.

Nunca me gustó, aunque llegó a emocionarme, la canción de Facundo Cabral que repite una y otra vez eso de “Pobrecito mi señor que cree que el pobre soy yo”. No creo que haya que blanquear conductas impresentables, no creo que haya que hablar de sororidad masculina o tratar de justificar la menor de las complicidades, pero me parece razonable esperar la mínima empatía necesaria, la que hace falta sentir hacia aquel al que se quiere ayudar, conscientes de que la vida es el camino y la meta solo es el final de una etapa.

Sevilla, mayo 2021
[José Ángel Lozoya Gómez es miembro del Foro y de la Red de hombres por la igualdad]
10/5/2021

miércoles, 1 de abril de 2020

Consejos inuit para mejorar tu vida

El presente como única realidad. Los verdaderos amigos. Una inesperada salida ante el miedo. Pequeñas lecciones de los pueblos del norte que ayudan a superar las adversidades diarias.

LOS 70.000 inuits —en idioma aborigen, “la gente”— extienden su territorio natural entre Canadá, Alaska, Siberia y Groenlandia. Los pobladores del Ártico tienen una mitología y espiritualidad propias. Según la escritora y ensayista estadounidense Annie Dillard, los inuits creen que “cada individuo posee seis o siete almas, encarnadas por personas diminutas desperdigadas por diferentes partes del cuerpo”. Una de las creencias más bellas de estos pueblos del norte es que las estrellas son agujeros en el cielo que dejan pasar la luz de los seres queridos que ya han fallecido para que desde abajo sepamos que son felices.

Tal vez por las duras condiciones de vida de estos pobladores del frío, su sabiduría popular expresa el arte cotidiano de superar las circunstancias más difíciles. Veamos algunas pinceladas que pueden ser útiles también para nuestro día a día.

Ayurnamat. Este término inuit no tiene una palabra equivalente en nuestro idioma, pero comprende una filosofía vital que podemos englobar en esta frase: “No merece la pena preocuparse por las cosas que no podemos cambiar”. Esta misma idea existe en las tradiciones china y árabe, pero el hecho de que los esquimales posean un vocablo específico indica hasta qué punto está integrado en su cultura. La supervivencia exige centrarse solo en lo que depende de uno mismo, dejando fuera todo aquello sobre lo que no tenemos control.

“No hagas en tu hogar ventanas tan pequeñas que impidan que la claridad entre en las habitaciones”. Tomado de forma literal, es comprensible que en los asentamientos en los que durante buena parte del año la luz es escasa haya que facilitar la entrada del sol. Sin embargo, este dicho inuit tiene una segunda lectura en clave personal. Si tu mirada sobre la realidad es estrecha, siempre lo verás todo oscuro o directamente negro, ya que tu visión está teñida por tu mirada. El mejor remedio contra el pesimismo y la negatividad es ampliar horizontes y entender que hay un mundo muy amplio más allá de nuestros problemas.

“Nunca sabrás de verdad quiénes son tus amigos hasta que el hielo se rompa bajo tus pies”. Llevado a nuestro entorno urbano, la actriz Marlene Dietrich decía que “los únicos amigos que cuentan son los que puedes llamar a las cuatro de la madrugada”. Ciertamente, en situaciones de celebración y de tranquilidad podemos albergar la ilusión de que tenemos muchas amistades, pero la piedra de toque son los momentos difíciles. Ante una ruina económica, una separación o una larga enfermedad —equivalentes al hielo que se rompe—, muchas personas desaparecen y solo una minoría sigue presente, dando lo mejor de sí mismos. Este filtro revelador es una de las cosas que podemos agradecer a la adversidad.

“Los regalos hacen esclavos, así como el látigo hace al perro”. Todos tenemos en mente la imagen de un trineo tirado por perros que surca el territorio nevado. Los animales cumplen con su misión a la fuerza, empujados por el azote de quien los conduce. Del mismo modo, según la sabiduría esquimal, aceptar un obsequio demasiado costoso nos coloca en una posición de debilidad hacia el otro, ya que inconscientemente nos sentiremos obligados a devolver el favor. Esto es algo a tener en cuenta uno mismo al ofrecer un regalo. Habría que preguntarse antes: ¿entrego esto de forma generosa y espontánea, o con el tiempo esperaré algo a cambio?

“Si tienes miedo, cambia de camino.” Esta inspiración esquimal parece ir en contra del moderno coaching, que aconseja desafiar las creencias limitadoras y salir de la zona de confort; sin embargo, tiene también otra interpretación: para hacer algo desde la duda y la desconfianza, mejor no hacerlo. Un ejemplo de ello sería iniciar una relación sentimental bajo el temor de ser engañados o de que las cosas no salgan bien por cualquier otro motivo. Hay que domar primero el miedo para vivir y amar con libertad.

“El ayer son cenizas y el mañana es madera. Solo hoy arde el fuego con todo su esplendor”. Encontramos equivalentes de esta idea en el zen japonés y, de hecho, en prácticamente todas las tradiciones espirituales. Y es tan simple como difícil de aplicar, a no ser que pongamos conciencia en cada uno de nuestros actos. La existencia se compone de momentos, y quien no sabe disfrutarlos se condena a vivir siempre en la melancolía del pasado o en el anhelo del futuro. 

Para mitigar y medir el enfado 

En su libro Pequeño curso de magia cotidiana, Anna Sólyom cita un ritual de los inuits recogido por la historiadora del arte Lucy R. Lippard para momentos en los que la ira se apodera de nosotros: “Una costumbre de los esquimales para aliviar a alguien de su enfado consiste en que esa persona camine siguiendo una línea recta a través del campo. El punto en que el enfado es conquistado es marcado con una vara, como testimonio de la fuerza o la duración del enojo”. Esta práctica presenta una doble ventaja. El hecho de mover el cuerpo en momentos de ofuscación nos ayuda a salir de la encerrona en la que nos ha puesto nuestra mente. Por otro lado, esta forma tan gráfica de medir la ira nos permite distanciarnos de ella y entender nuestra propia emoción como algo que no nos pertenece.

Francesc Miralles es escritor y periodista experto en psicología.

https://elpais.com/elpais/2020/03/02/eps/1583148380_800866.html

lunes, 6 de agosto de 2018

El poder del lenguaje para alcanzar el bienestar.

Las palabras que utilizamos tienen la capacidad de transformar nuestra realidad. Ya lo decía el filósofo Ludwig Wittgenstein en 1921: "los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo"

Las palabras que utilizamos tienen la capacidad de transformar nuestra realidad. El lenguaje genera cambios en nuestro cerebro y modifica nuestra percepción del entorno que nos rodea.

El lenguaje va vinculado a las emociones. Nuestras palabras envían constantemente mensajes a nuestro cerebro. A nivel neurológico, el uso del lenguaje positivo genera cambios en el lóbulo parietal, la parte del celebro que determina la forma en la que nos vemos a nosotros mismos. Según los estudios de los neurocientíficos Andrew Newberg y Mark Robert Waldman, las palabras negativas hacen que liberemos cortisol, la hormona del estrés. Por lo cual, adoptar una actitud negativa y usar un lenguaje basado en expresiones como no puedo, fracaso o es imposible podría debilitar la salud física y mental de una persona.

Por el contrario, estudios como el famoso Informe Monja —que demostró que las monjas que usaban en su lenguaje más términos positivos vivían hasta diez años más—, nos muestran que expresar palabras positivas y escuchar lenguaje motivador en nuestro ambiente diario favorece nuestra salud. Somos las palabras que usamos.

Actualmente, son muchas las corrientes que utilizan técnicas asociadas al cambio del lenguaje para tratar diversos trastornos psicológicos. Ejemplo de ello son las terapias cognitivo-conductuales, que demuestran que el fomento de pensamientos positivos a través del lenguaje que usa el paciente mejora su estado mental.

Esta teoría tiene como objetivo sustituir las opiniones negativas de los pacientes sobre sí mismos y sobre lo que les rodea por otras más positivas. Estas técnicas han demostrado ser un tratamiento eficaz para trastornos como la depresión —aunque también para fobias, adicciones o ansiedad—, ya que la actividad de nuestra amígdala cerebral aumenta al percibir un futuro más próspero a través de palabras positivas. En muchas ocasiones, estas terapias han resultado ser igual de eficaces que los medicamentos.

Uno de los expertos actuales más reconocidos a nivel mundial, el citado neurocientífico Mark Waldman de la Universidad Loyola Marymount (Los Ángeles), asegura que el cerebro se vuelve más saludable cuando empezamos a usar "tres, cuatro o cinco expresiones positivas por cada una negativa". El lenguaje tiene una potente capacidad de cambiar nuestro mundo. Lo bueno es que, igual que un lenguaje pobre y derrotista nos influye negativamente, también funciona a la inversa.

La solución pasa por comenzar a adoptar una serie de técnicas sencillas y cotidianas, pero muy efectivas. Por ejemplo, usar todavía en lugar de un no radical. Todavía deja las puertas abiertas, plantea una esperanza, evoca una motivación. También debemos olvidarnos de los peros o, al menos, cambiarlos de lugar. No causa el mismo efecto decir: "has hecho un buen trabajo, pero me lo has entregado tarde" que "me lo has entregado tarde, pero has hecho un buen trabajo". Dejar lo malo para el final hace que el efecto negativo perdure, que ese pero anule lo anterior.

Los tiempos verbales también nos dan una gran oportunidad para cambiar nuestras emociones. Si en lugar del condicional usamos el futuro, cambiamos un escenario hipotético por uno cierto. No es lo mismo decir: “Si escribo un libro, sería sobre felicidad” que “Cuando escriba un libro será sobre felicidad”. En el condicional vive la duda, en el futuro la certeza.

Al mismo tiempo, palabras como fracaso, problema, imposible o culpa deben ser desterradas de nuestro lenguaje y sustituidas por construcciones más estimulantes como error, reto, desafío o responsabilidad. Estás últimas no solo nos empujan a crecer y nos abren más puertas, sino que además hacen que nos tratemos con más benevolencia.

Además, cambiar los ¿Y si no podemos,  no es posible ...? negativos por los ¿Y si lo hacemos... Y si sale bien,  y si lo intentamos, no perderemos nada ? positivos hace que entrenemos nuestra valentía y que pasemos de pensamientos que nos hunden a otros que nos impulsan.

Dicho de otra forma, tenemos que dejar de ponernos siempre en lo peor. La precaución es necesaria, pero distingamos entre la advertencia y la parálisis.

Los que triunfan no emplean un lenguaje decaído, sino que expresan un mensaje positivo, fuerte y convincente.

Las palabras no son inocuas: contienen la energía de su significado.
Cambiando tu lenguaje mejorarás tu imagen frente al resto, pues es nuestro vehículo para llegar al otro. Con tus palabras influyes emocionalmente en los demás; con un vocabulario estimulante, mejoras el ambiente que se crea a tu alrededor.

María Fernández es fundadora de Coaching & Media y autora de El pequeño libro que hará grande tu vida.

Fuente: https://retina.elpais.com/retina/2018/07/27/talento/1532701669_217047.html

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"Si cuidas las palabras, las palabras cuidarán de ti"

viernes, 30 de marzo de 2018

Un nuevo país llamado teatro. Refugiados y actores profesionales de la ONG Caídos del Cielo dan a luz a una obra que se ha estrenado este viernes en el madrileño Conde Duque.

A cuatro días del estreno, Eddy llega tarde al ensayo. En silencio, entra en escena y se mezcla con el resto del reparto. Minutos después, suena su teléfono móvil. Un compañero se levanta y se lo apaga. Sin broncas, ni reproches, más bien entre risas, la función sigue su curso. Eddy no es actor; de hecho, hasta hace poco, este nigeriano de 38 años, nacido en Lagos, trabajaba como ingeniero naval y lo único que le preocupaba era sobrevivir. Su participación en la insurrección popular contra las petroleras extranjeras que explotan y contaminan el Delta del Níger casi le costó la vida. Perseguido por las fuerzas armadas huyó hacia España en 2016, dejando atrás a los suyos, en busca de “una vida mejor”. Encontró asilo en el teatro.

“No hay ningún lugar como casa, pero esto es lo más parecido”, cuenta Eddy. Su nuevo hogar se llama Caídos del Cielo, una compañía teatral que lucha contra la exclusión social y que desde hace un año abrió su taller a refugiados. Camuflados entre un elenco de actores y bailarines profesionales, Eddy y sus compañeros estuvieron anoche y están hoy en los escenarios del madrileño Conde Duque para interpretar Una guarida con luz, la última apuesta teatral de la directora y fundadora de la compañía, Paloma Pedrero.

En esta obra, que se estrena en el marco del festival Ellas Crean, las barreras del idioma no suponen un problema para participar en un montaje donde la danza y el canto tienen casi tanto protagonismo como la palabra. Refugiados llegados de Siria, Irak, Kurdistán o Camerún interpretan a una manada de perros que acompañan a una pareja de canes abandonados a su suerte tras la hospitalización de su dueña. Una “metáfora sobre la sensibilidad” pensada como una lección de amor de los animales hacia los humanos.

“Nos ayudan a demostrar que existimos y a expresar quién somos”, dice Celine, de 19 años, originaria de Camerún, que interpreta con Eddy un canto que proviene de la tradición compartida entre sus tierras de origen. Para esta joven y tímida camerunesa, que prefiere olvidar las razones que la llevaron a pedir asilo en España, formar parte del proyecto la ha ayudado a superar sus miedos y a encontrar amigos en un país donde no la esperaba nadie. Junto a chicas como Ruth, una peluquera iraquí de 27 años que por el momento se comunica a través de gestos, miradas y sonrisas, forma parte de una “gran familia” a la que los protagonistas de la obra tratan como sus iguales: “Cuando subimos al escenario, todos somos del mismo sitio. Nuestro país es el teatro”, explica Pablo Tercero, el intérprete principal.

“Aquí les decimos que vengan como quieran, como son. Aquí no hay extranjerías”, dice Pedrero. La dramaturga empezó este proyecto de integración hace algo más de una década con representaciones en las que participaron personas sin hogar, por las que fue premiada por la UNESCO. Esta es la primera vez que trabaja con refugiados y lo ha hecho porque cree en la capacidad del arte para devolver la identidad a los que lo perdieron todo, ya sea en un contexto de guerra o al ser excluidos por la sociedad. “Un chico kurdo del taller, jamás pudo expresarse por problemas de identidad sexual y ahora lo dejamos que se pinte, que haga todo lo que quiera, que baile, que cante”, cuenta la autora, cuyo teatro, siempre comprometido, ha abordado temas como la eutanasia, la identidad sexual o el terrorismo en la reciente Ana el 11 de marzo.

En Caídos del Cielo, la gente viene a “renacer”. De los cerca de 70 refugiados que han pasado por la compañía, el caso que más impresiona a la directora madrileña es el de Nedal. Este sirio de 28 años abandonó su país pero no su deseo de ser actor. Llegó solo a España en 2016 sin conocer a nadie ni hablar español. En tan solo un año ha sido capaz de aprender un nuevo idioma, retomar sus estudios de administración y dirección de empresas e incluso, aprovechando sus dotes interpretativas, de realizar su sueño con un pequeño papel en una película.

https://elpais.com/cultura/2018/03/23/actualidad/1521819909_011822.html

sábado, 9 de agosto de 2014

Carmen Fariña, 71 años, canciller de educación en Nueva York: “Tener educación no te hace inteligente. Eso lo aprendí en mi casa”

Carmen Fariña vuelve como responsable de Educación de Nueva York. Hija de gallegos, afronta el reto de cambiar el sistema


“En casa siempre hablábamos español. En aquel tiempo, en Brooklyn, cuando yo fui a la escuela por primera vez, con cinco años, no había otros chiquillos que hablaran el idioma. A las maestras no les hacía ni pizca de gracia vernos. Y no podías hablar español en clase, claro. La primera maestra que tuve no me quería dejar hacer nada. Yo era una cosa rarita para ella. Mi padre tuvo que ir a la escuela y decirle: ‘Mire, ella no habla inglés, pero va a aprender pronto, tiene que darle tiempo…’. En las calles tampoco hablabas en tu idioma porque la gente te decía: ‘Ah, un inmigrante’. Como si fueras lo más bajo…”.

Más de 60 años después, en las escuelas de Brooklyn y del resto de Nueva York sí se habla español. Y aquella niña “rarita” de padres gallegos ha cumplido 71 años, ha dejado su retiro en Florida y se ha convertido, desde enero pasado, en la máxima responsable del Departamento de Educación de la ciudad, tal vez el cargo público más importante después del alcalde, el demócrata Bill de Blasio.

Carmen Fariña cita a El País Semanal a primera hora de la mañana en el norte de Manhattan, en una escuela bilingüe que lleva el nombre del padre fundador de la República Dominicana, Juan Pablo Duarte. Situado más allá de Harlem, a la altura de la calle 185, el centro tiene una aplastante mayoría de estudiantes hispanos (98%) en un barrio de población eminentemente dominicana y mexicana. Quedan pocos días para que acaben las clases y los alumnos están contentos. Diferentes y cálidos acentos del español recorren los pasillos.

La escena se produce en la entrada, con los guardias de seguridad como testigos. Un grupo de padres aguarda a que la canciller (el título de Fariña es New York City Schools Chancellor) finalice su visita. Cuando aparece, la abordan. “Doña Carmen, usted nos tiene que ayudar. Necesitamos fondos y materiales. Antes no nos atendía nadie. Ahora confiamos en usted. No nos puede fallar”, le comenta una mujer con marcado acento dominicano. “Yo les voy a ayudar, pero ustedes me tienen que ayudar a mí. Les voy a enviar a una persona de mi departamento. Les vamos a atender”, les responde Fariña. Al abandonar el edificio, antes de subir al vehículo que debe llevarla a su oficina, al sur de Manhattan, una mujer joven la abraza. Es Kristy de la Cruz, directora del colegio de enseñanza media situado al otro lado de la calle, el Bea Fullers Rodgers. Se conocen. Fariña conoce personalmente a todas las directoras de colegios de Nueva York. “Gracias por todo, Carmen”, le dice emocionada De la Cruz antes de cruzar la calzada y meterse en su escuela.

“Ahora esta gente tiene esperanza. Antes, no. Yo he vuelto para cambiar el sistema”, afirma Fariña ...
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