A veces cuando tu marido te dice que ya no te ama lo que tienes que hacer es no tomártelo personal.
Supongamos que crees vivir un matrimonio sano. Después de haber pasado más de la mitad de su vida juntos siguen siendo amigos y amantes. Los sueños que se propusieron conseguir a los 20 años —cuando estaban solteros y delgados, y se miraban a los ojos, iluminados por la luz de las velas, en los bares de la ciudad— se han hecho realidad en gran parte.
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Dos décadas después, tienen ocho hectáreas de tierra, una granja, hijos, perros y caballos. Son los padres que dijeron que serían, llenos de amor y orientación. Lo han hecho todo: ir a Disneylandia, a acampar, a Hawái, México, vivir en la ciudad, observar las estrellas.
Seguro que tienen sus problemas matrimoniales, pero en general se sienten tan satisfechos por cómo han funcionado las cosas, tanto que nunca, ni en sus más locas pesadillas, pensarías escuchar estas palabras del marido un buen día de verano: “Ya no te quiero. No estoy seguro de haberte querido alguna vez. Me mudaré. Los niños lo entenderán. Querrán que sea feliz”.
Pero espera. Esta no es la historia de divorcio que crees. Tampoco es una historia en la que le ruego que se quede. Es una historia sobre escuchar a tu marido decir “ya no te amo” y decidir no creerle. Y lo que puede ocurrir como resultado.
He aquí una imagen: un niño hace berrinche. Intenta golpear a su madre. Pero la madre no le devuelve el golpe, ni le da un sermón, ni lo castiga. En cambio, lo esquiva. Luego intenta seguir con sus asuntos como si la rabieta no hubiera ocurrido. No “premia” el berrinche. En realidad no se toma la rabieta como algo personal porque, al fin y al cabo, no se trata de ella.
Que quede claro: no estoy diciendo que mi marido estuviera haciendo una rabieta infantil. No. Estaba atrapado por algo más: una crisis profunda y mucho más preocupante que no se produce en la infancia, sino en la mediana edad, cuando percibimos que nuestra trayectoria personal ya no dibuja una curva ascendente estable como antes. Pero decidí responder de la misma manera que había respondido a las rabietas de mis hijos. Y seguí respondiendo así. Durante cuatro meses.
“Ya no te quiero. No estoy seguro de haberte querido alguna vez”.
Sus palabras me sacudieron como un golpe repentino, como un puñetazo por la espalda, pero de alguna manera en ese momento fui capaz de esquivarlas. Y una vez que me recuperé y me recompuse, logré decir: “No te creo”. Porque no lo creía.
Él retrocedió sorprendido. Al parecer, esperaba que rompiera a llorar, que me enfadara con él, que lo amenazara con una batalla por la custodia de nuestros hijos. O que le rogara que cambiara de parecer.
Así que se volvió cruel. “No me gusta en lo que te has convertido”.
Pausa desgarradora. ¿Cómo pudo decir algo así? Fue entonces cuando realmente quise luchar. Enfurecerme. Llorar. Pero no lo hice.
En cambio, un manto de calma me envolvió, y repetí esas palabras: “No te creo”.
Hacía poco me había comprometido conmigo misma a un acuerdo no negociable. Me había comprometido con “El fin del sufrimiento”. Por fin había conseguido desterrar las voces de mi cabeza que me decían que mi felicidad personal solo era tan buena como mi éxito exterior, arraigado en cosas que a menudo estaban fuera de mi control. Había visto la locura de esa ecuación y decidí asumir la responsabilidad de mi propia felicidad. Y me refiero a toda ella.
Mi marido aún no había llegado a ese acuerdo consigo mismo. Había disfrutado de muchos años de trabajo duro, y sus recompensas habían mantenido a nuestra familia de cuatro todo el tiempo. Pero su nuevo emprendimiento no había salido muy bien, y su capacidad para ser el sostén de la familia estaba disminuyendo con rapidez. Se sentía miserable, inútil, se estaba perdiendo en sus emociones y descuidando su cuerpo. Y ahora quería terminar con nuestro matrimonio; acabar con nuestra familia.
Pero yo no me lo creía.
Le dije: “No es apropiado para nuestra edad esperar que los hijos se preocupen por la felicidad de sus padres. No, a menos que quieras crear personas codependientes que se pasen la vida en malas relaciones y en terapia. Hay momentos en toda relación en los que las partes implicadas necesitan un descanso. ¿Qué podemos hacer para darte la distancia que necesitas, sin dañar a la familia?”.
“¿Eh?”, dijo.
“Hacer senderismo en Nepal. Construir una yurta en el prado de atrás. Convertir el garaje en tu refugio. Compra esa batería que siempre has querido. Cualquier cosa menos hacernos daño a los niños y a mí con una imprudencia como la que planteas”.
Entonces repetí mi frase: “¿Qué podemos hacer para darte la distancia que necesitas, sin dañar a la familia?”.
“¿Eh?”.
“¿Cómo podemos tener una distancia responsable?”.
“No quiero distancia”, dijo. “Quiero mudarme”.
Mi mente se agitó. ¿Era otra mujer? ¿Drogas? ¿Secretos inconfesables? Pero me detuve. Decidí que no iba a sufrir.
En vez de eso, me dirigí a mi escritorio, busqué en Google “separación responsable” y obtuve una lista. Incluía cosas como: ¿Quién puede usar qué tarjetas de crédito? ¿Con quién se permite ver a los niños en la ciudad? ¿A quién se le permiten las llaves de qué?
Revisé la lista y se la pasé.
Su respuesta: “¿Llaves? Ni siquiera tenemos llaves de nuestra casa”.
Permanecí estoica. Pude ver el dolor en sus ojos, un dolor que reconocí.
“Ah, ya veo lo que estás haciendo”, dijo. “Vas a hacer que vaya a terapia. No vas a dejar que me mude. Vas a usar a los niños en mi contra”.
“Nunca dije eso. Solo pregunté: ¿Qué podemos hacer para darte la distancia que necesitas…”.
“¡Deja de decir eso!”.
Pues no se mudó.
En cambio, pasó el verano comportándose como una persona poco fiable. Dejó de venir a casa a las seis de la tarde como de costumbre. Se quedaba fuera hasta tarde y no llamaba. Se saltó todo el 4 de julio —el desfile, el asado, los fuegos artificiales— para ir a la fiesta de otra persona. Cuando estaba en casa, estaba distante. No me miraba a los ojos. Ni siquiera me deseó un feliz cumpleaños.
Pero no le di importancia. Seguí en mi línea. Les dije a los niños: “Papá está pasando por un mal momento, como les suele pasar los adultos. Pero somos una familia, pase lo que pase”. No iba a sufrir. Y ellos tampoco.
Mis amigos de confianza se enfurecieron en mi nombre. “¿Cómo puedes quedarte de brazos cruzados y aceptar ese comportamiento? ¡Échalo de la casa! Contrata a un abogado”.
Tampoco me doblegué ante ellos. Mi esposo estaba sufriendo, pero yo no podía resolver su problema. De hecho, tenía que apartarme de su camino para que él pudiera resolverlo.
Sé lo que estás pensando: soy una persona fácil de convencer. Soy débil y asustadiza y soportaría cualquier cosa con el fin de mantener a la familia unida. Quizás soy una de esas mujeres que soportaría el abuso físico. Pero te puedo asegurar que no lo soy. Cargué caballos de 680 kilos en remolques y galopé por las tierras altas de Montana todo el verano. Pasé por un parto natural inducido por Pitocin. Y una cesárea sin medicamentos posteriores. Soy hábil con la motosierra.
Simplemente había llegado a comprender que yo no era la raíz del problema de mi marido. Él lo era. Si él podía convertir su problema en una pelea marital, podía hacer que se tratara de nosotros. Tenía que quitarme de en medio para que eso no ocurriera.
En privado, decidí darle tiempo. Seis meses.
Tuve días buenos y días malos. En los días buenos, tomé el camino correcto. Ignoré sus ataques, sus despiadados golpes. En los días malos, me enconaba bajo el sol de agosto mientras los niños corrían por los aspersores, enfureciéndome con él mentalmente. Pero nunca vacilé. Aunque pueda parecer ridículo decir “no te lo tomes personal” cuando tu marido te dice que ya no te ama, a veces eso es exactamente lo que debes hacer.
En lugar de dar un ultimátum, gritar, llorar o suplicar, le presenté opciones. Creé un verano de diversión para nuestra familia y lo invité a participar en él o no, era su decisión. Si elegía no venir, lo extrañaríamos, pero estaríamos bien, muchas gracias. Y así fue.
Y, sí, obviamente quería sentarlo y convencerlo de que se quedara, de que me amara. De luchar por lo que creamos. Claro que quería hacerlo.
Pero no lo hice.
Hice una parrillada. Hice limonada. Puse la mesa para cuatro. Lo amé desde lejos.
Y un día, allí estaba, temprano en casa después del trabajo, cortando el césped. Un hombre no corta el césped si se va a mudar, él no. Luego arregló una puerta que llevaba ocho años descompuesta. Hizo un comentario sobre nuestro porche delantero porque había que pintarlo. Dijo nuestro porche delantero. Mencionó que necesitaba madera para el próximo invierno. Habló del futuro. Poco a poco, empezó a hablar del futuro.
Fue la cena de Acción de Gracias la que confirmó todo. Mi marido inclinó la cabeza con humildad y dijo: “Estoy agradecido por mi familia”.
Había vuelto.
Y vi lo que le faltaba: orgullo. Había perdido el orgullo de sí mismo. Tal vez eso es lo que sucede cuando nuestros egos reciben un golpe en la mediana edad y nos damos cuenta de que ya no somos tan jóvenes ni lozanos.
Cuando la vida nos golpea y nuestros mitos de la infancia se revelan como lo que son, la verdad se siente como el mayor golpe de gracia de todos: no es un cónyuge, ni una tierra, ni un trabajo, ni el dinero lo que nos da la felicidad. Esos logros, esas relaciones, pueden aumentar nuestra felicidad, sí, pero la felicidad tiene que empezar desde dentro. Confiar en cualquier otra ecuación puede ser letal.
Mi marido se había perdido en el mito. Pero encontró la manera de salir. Desde entonces, hemos tenido conversaciones difíciles. De hecho, me animó a escribir sobre nuestra odisea para ayudar a otras parejas que llegan a esta coyuntura en la vida, personas que se sienten asustadas y atascadas, personas que creen que sus sentimientos temporales son permanentes, que ven una salida fácil y creen que pueden escapar.
Mi marido trató de cobrar una apuesta, de culparme por su dolor, de descargar sus sentimientos de desgracia personal en mí.
Pero soporté la situación y esperé. Y funcionó.
Laura A. Munson es una escritora que vive en Whitefish, Montana.
https://www.nytimes.com/es/2021/10/17/espanol/divorcio-modern-love.html
miércoles, 4 de enero de 2023
martes, 3 de enero de 2023
¿Por qué Harvard, la NASA y Stanford todavía enaltecen su pasado nazi?
OPINIÓN
ENSAYO INVITADO
¿Por qué Harvard, la NASA y Stanford todavía enaltecen su pasado nazi?
Por Lev Golinkin
Golinkin es autor del libro de memorias A Backpack, a Bear and Eight Crates of Vodka.
Este año, la Universidad de Harvard dio a conocer un informe sobre la historia de cómo la universidad se benefició de la esclavitud. “Creo que tenemos la responsabilidad moral de hacer todo lo posible para atender los persistentes efectos corrosivos de esas prácticas históricas en las personas, en Harvard y en nuestra sociedad”, escribió Lawrence Bacow, presidente de la universidad, en una carta abierta a la comunidad. El estudio fue anunciado como un ajuste de cuentas esperado desde hace mucho entre una institución de élite y su oscuro pasado.
Sin embargo, su papel en la trata de esclavos en Estados Unidos solo supone un aspecto del pasado de la universidad. Harvard todavía tiene una beca y una cátedra que llevan el nombre de Alfried Krupp, un criminal de guerra nazi cuyo imperio industrial utilizó cerca de 100.000 trabajadores forzados.
Harvard no está sola: desde la NASA hasta la Universidad de Stanford, pasando por el ejército de Estados Unidos, las instituciones estadounidenses siguen reconociendo —y a veces incluso celebrando— a antiguos nazis de alto perfil.
Las personas homenajeadas no son guardianes poco conocidos del Holocausto que lograron eludir a los funcionarios de inmigración; algunas de ellas son figuras históricas cuya relación con Estados Unidos ha sido ampliamente documentada, incluso en los bien investigados tomos de Eric Lichtblau y Annie Jacobsen.
Las instituciones que blanquean el pasado nazi de hombres cuyos nombres adornan los programas de Harvard y Stanford, parte del Centro Espacial John F. Kennedy de la NASA y múltiples lugares en Huntsville, Alabama, suelen hacerlo mediante el engaño por omisión, es decir, borrando la historia al omitir o dejar de lado hechos inconvenientes.
¿Cómo fue que Estados Unidos pasó de luchar contra el mal del nazismo a alabar a exnazis? Comenzó con el fin de la luna de miel entre Moscú y Occidente en tiempos de guerra. Con Alemania dividida y derrotada, la Unión Soviética de Iósif Stalin se convirtió rápidamente en el mayor enemigo de Estados Unidos. Washington necesitaba tecnología para competir con el Kremlin y una Alemania Occidental solvente que sirviera de baluarte contra el comunismo que se extendía por Europa. Los exnazis ofrecían una experiencia tentadora. Así que, mientras un puñado de figuras prominentes del Tercer Reich fueron ahorcadas en Núremberg, muchos otros vieron cómo sus pasados tóxicos se limpiaban al convertirse en socios y aliados en la Guerra Fría.
En la década de 1960, con la carrera espacial ya en marcha, Wernher von Braun, exoficial de las SS, se reunió con presidentes estadounidenses y fue presentado por los medios de comunicación como un genio de las matemáticas que trabajaba para llevar a Estados Unidos a la Luna. En otras palabras: no solo lo contratamos, sino que lo convertimos en un héroe.
Poco menos de 30 años después de la guerra, apenas hubo sorpresa cuando se anunció que la Universidad de Harvard recibiría 2 millones de dólares (cerca de 12 millones de dólares en la actualidad, ajustados a la inflación) de la Fundación Alfried Krupp von Bohlen und Halbach. Era 1974, y los fondos se utilizaron para crear la Cátedra de Estudios Europeos de la Fundación Krupp, así como la Beca de Investigación de Disertación de la Fundación Krupp.
Alfried Krupp era un magnate industrial y fue condenado por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad en Núremberg. Su empresa tenía una fábrica construida por esclavos en Auschwitz y sometió a casi 100.000 personas a trabajos forzados, incluyendo a prisioneros de guerra, presos de campos de concentración y niños. Cuando Harvard aceptó el dinero de Krupp, The Harvard Crimson publicó una carta en la que afirmaba que “pocos nombres son más honrados en los anales del asesinato en masa y el genocidio que el de Krupp”. (En 1951, la sentencia de Krupp fue conmutada y salió de prisión).
Los sitios web de la beca y la cátedra de Krupp en la Universidad de Harvard no dicen nada de que su homónimo sea un criminal de guerra convicto.
La Fundación Krupp también auspicia el Programa de Prácticas Krupp para Estudiantes de la Universidad de Stanford en Alemania, anunciado como un “programa único y prestigioso”. El hecho de que Krupp fue un criminal de guerra solo se menciona una vez en la página web del programa.
Sin embargo, la reinserción de Krupp palidece en comparación con el encubrimiento descarado por parte de Estados Unidos de Von Braun y Kurt Debus, dos de los científicos del Tercer Reich responsables de proporcionarle a Hitler el mortífero misil balístico V-2. El V-2 fue construido por prisioneros de campos de concentración que trabajaban en condiciones abominables en el infame complejo subterráneo alemán cerca del campo Dora-Mittelbau. Al menos 10.000 personas esclavizadas murieron en el proceso de fabricación de estos cohetes; los soldados estadounidenses que liberaron el campo de concentración se sintieron asqueados cuando descubrieron una escalofriante meseta repleta de cadáveres demacrados.
No obstante, la pertenencia de Von Braun y Debus al Partido Nazi no impidió que recibieran ofertas de trabajo a través del infame programa de Washington Operación Paperclip, que reclutaba a antiguos científicos nazis para trabajar en Estados Unidos.
Von Braun acabó mudándose a Huntsville, que se convirtió en un centro de la incipiente industria espacial estadounidense. En la actualidad, la ciudad y sus alrededores albergan varios santuarios dedicados al antiguo nazi: su nombre se encuentra en una sala de investigación de la Universidad de Alabama en Huntsville, un centro de artes escénicas y un planetario.
“Wernher von Braun y su equipo de científicos espaciales transformaron Huntsville, Alabama, conocida en la década de los cincuenta como la ‘capital mundial del berro’, en un centro tecnológico que hoy alberga el segundo parque de investigación más grande de Estados Unidos”, proclama la sección “Sobre nosotros” del Centro Espacial y de Cohetes de EE. U.U., un museo afiliado al Instituto Smithsoniano y sede del famoso programa Space Camp, o Campamento Espacial. (Una portavoz del centro dijo: “Estamos en un proceso de remodelación de las páginas del Campamento Espacial afiliadas al sitio web del Centro Espacial”, y que el centro tiene la intención de proporcionar contexto adicional).
Mientras tanto, Von Braun es alabado prácticamente en todo momento: en el sitio web del Campamento Espacial, en la página de historia de la escuela de la Universidad de Alabama en Huntsville, en la descripción de la Beca Dr. Wernher von Braun, incluso en un discurso pronunciado en 2019 por Robert Altenkirch, entonces presidente de la universidad, en ninguno de los cuales se menciona a los nazis o el trabajo esclavo. (La escuela sí tiene una página web sobre cohetería y trabajo esclavo que menciona a Von Braun).
En cuanto al centro de artes escénicas Von Braun Center, un portavoz de la ciudad de Huntsville dijo que hay “un esfuerzo en curso para proporcionar un mayor contexto histórico e información” en el sitio web del centro. Pero ¿cuánto se tarda en corregir esa información?
La impresión que uno se lleva de estas historias asépticas es que este hombre se materializó de la nada, sin un pasado discernible, como una Mary Poppins astrofísica que había venido a enseñar a los habitantes de Huntsville a fabricar cohetes.
Parece que es menos común constatar un pasado nazi que ignorarlo. Tal es el caso del complejo de visitantes del Centro Espacial Kennedy de la NASA en Florida, que alberga el Centro de Conferencias Dr. Kurt H. Debus. En la biografía oficial de la NASA sobre Debus solo hay un párrafo breve y ambiguo sobre su vida en Alemania. El 24 de junio, la directora del Centro Espacial Kennedy, Janet Petro, aceptó el Premio Dr. Kurt H. Debus del Comité del Club Espacial Nacional de Florida; el sitio web de la NASA que celebraba el evento hacía referencia a los logros astronómicos de Debus, sin mencionar nada sobre su pertenencia a las SS y su íntima participación en la construcción del V-2.
Quizá el ejemplo más asombroso de blanqueo nazi proceda del Redstone Arsenal, una base del ejército estadounidense cerca de Huntsville, que tiene un complejo de edificios que lleva el nombre de Von Braun. En la sección de historia del arsenal aparecen decenas de fotografías de Von Braun, mientras que en su biografía se dice que fue “empleado del Departamento de Artillería Alemán” y que fue el director técnico del centro donde se desarrolló el V-2. No se menciona cómo el Tercer Reich utilizó el V-2 para desatar el infierno entre la población civil.
Aunque nuestro ejército se está ocupando poco a poco de sus numerosos homenajes a la Confederación, todavía tiene que atender de manera adecuada su enaltecimiento de un hombre que construyó armas para Hitler. Es inconcebible que instituciones como el ejército, la NASA y las principales universidades persistan en insultar el sacrificio de miles de soldados estadounidenses al celebrar abiertamente a fabricantes de armas nazis.
Lev Golinkin es autor del libro de memorias A Backpack, a Bear and Eight Crates of Vodka.
El pasado nazi que algunas dinastías empresariales no quieren reconocer
Alfried Krupp, a la izquierda, en 1957. Krupp operaba sus fábricas con trabajo esclavo de internos de campos de concentración.Credit...Bettmann/Getty Images
Golinkin es autor del libro de memorias A Backpack, a Bear and Eight Crates of Vodka.
Este año, la Universidad de Harvard dio a conocer un informe sobre la historia de cómo la universidad se benefició de la esclavitud. “Creo que tenemos la responsabilidad moral de hacer todo lo posible para atender los persistentes efectos corrosivos de esas prácticas históricas en las personas, en Harvard y en nuestra sociedad”, escribió Lawrence Bacow, presidente de la universidad, en una carta abierta a la comunidad. El estudio fue anunciado como un ajuste de cuentas esperado desde hace mucho entre una institución de élite y su oscuro pasado.
Sin embargo, su papel en la trata de esclavos en Estados Unidos solo supone un aspecto del pasado de la universidad. Harvard todavía tiene una beca y una cátedra que llevan el nombre de Alfried Krupp, un criminal de guerra nazi cuyo imperio industrial utilizó cerca de 100.000 trabajadores forzados.
Harvard no está sola: desde la NASA hasta la Universidad de Stanford, pasando por el ejército de Estados Unidos, las instituciones estadounidenses siguen reconociendo —y a veces incluso celebrando— a antiguos nazis de alto perfil.
Las personas homenajeadas no son guardianes poco conocidos del Holocausto que lograron eludir a los funcionarios de inmigración; algunas de ellas son figuras históricas cuya relación con Estados Unidos ha sido ampliamente documentada, incluso en los bien investigados tomos de Eric Lichtblau y Annie Jacobsen.
Las instituciones que blanquean el pasado nazi de hombres cuyos nombres adornan los programas de Harvard y Stanford, parte del Centro Espacial John F. Kennedy de la NASA y múltiples lugares en Huntsville, Alabama, suelen hacerlo mediante el engaño por omisión, es decir, borrando la historia al omitir o dejar de lado hechos inconvenientes.
¿Cómo fue que Estados Unidos pasó de luchar contra el mal del nazismo a alabar a exnazis? Comenzó con el fin de la luna de miel entre Moscú y Occidente en tiempos de guerra. Con Alemania dividida y derrotada, la Unión Soviética de Iósif Stalin se convirtió rápidamente en el mayor enemigo de Estados Unidos. Washington necesitaba tecnología para competir con el Kremlin y una Alemania Occidental solvente que sirviera de baluarte contra el comunismo que se extendía por Europa. Los exnazis ofrecían una experiencia tentadora. Así que, mientras un puñado de figuras prominentes del Tercer Reich fueron ahorcadas en Núremberg, muchos otros vieron cómo sus pasados tóxicos se limpiaban al convertirse en socios y aliados en la Guerra Fría.
En la década de 1960, con la carrera espacial ya en marcha, Wernher von Braun, exoficial de las SS, se reunió con presidentes estadounidenses y fue presentado por los medios de comunicación como un genio de las matemáticas que trabajaba para llevar a Estados Unidos a la Luna. En otras palabras: no solo lo contratamos, sino que lo convertimos en un héroe.
Poco menos de 30 años después de la guerra, apenas hubo sorpresa cuando se anunció que la Universidad de Harvard recibiría 2 millones de dólares (cerca de 12 millones de dólares en la actualidad, ajustados a la inflación) de la Fundación Alfried Krupp von Bohlen und Halbach. Era 1974, y los fondos se utilizaron para crear la Cátedra de Estudios Europeos de la Fundación Krupp, así como la Beca de Investigación de Disertación de la Fundación Krupp.
Alfried Krupp era un magnate industrial y fue condenado por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad en Núremberg. Su empresa tenía una fábrica construida por esclavos en Auschwitz y sometió a casi 100.000 personas a trabajos forzados, incluyendo a prisioneros de guerra, presos de campos de concentración y niños. Cuando Harvard aceptó el dinero de Krupp, The Harvard Crimson publicó una carta en la que afirmaba que “pocos nombres son más honrados en los anales del asesinato en masa y el genocidio que el de Krupp”. (En 1951, la sentencia de Krupp fue conmutada y salió de prisión).
Los sitios web de la beca y la cátedra de Krupp en la Universidad de Harvard no dicen nada de que su homónimo sea un criminal de guerra convicto.
La Fundación Krupp también auspicia el Programa de Prácticas Krupp para Estudiantes de la Universidad de Stanford en Alemania, anunciado como un “programa único y prestigioso”. El hecho de que Krupp fue un criminal de guerra solo se menciona una vez en la página web del programa.
Sin embargo, la reinserción de Krupp palidece en comparación con el encubrimiento descarado por parte de Estados Unidos de Von Braun y Kurt Debus, dos de los científicos del Tercer Reich responsables de proporcionarle a Hitler el mortífero misil balístico V-2. El V-2 fue construido por prisioneros de campos de concentración que trabajaban en condiciones abominables en el infame complejo subterráneo alemán cerca del campo Dora-Mittelbau. Al menos 10.000 personas esclavizadas murieron en el proceso de fabricación de estos cohetes; los soldados estadounidenses que liberaron el campo de concentración se sintieron asqueados cuando descubrieron una escalofriante meseta repleta de cadáveres demacrados.
No obstante, la pertenencia de Von Braun y Debus al Partido Nazi no impidió que recibieran ofertas de trabajo a través del infame programa de Washington Operación Paperclip, que reclutaba a antiguos científicos nazis para trabajar en Estados Unidos.
Von Braun acabó mudándose a Huntsville, que se convirtió en un centro de la incipiente industria espacial estadounidense. En la actualidad, la ciudad y sus alrededores albergan varios santuarios dedicados al antiguo nazi: su nombre se encuentra en una sala de investigación de la Universidad de Alabama en Huntsville, un centro de artes escénicas y un planetario.
“Wernher von Braun y su equipo de científicos espaciales transformaron Huntsville, Alabama, conocida en la década de los cincuenta como la ‘capital mundial del berro’, en un centro tecnológico que hoy alberga el segundo parque de investigación más grande de Estados Unidos”, proclama la sección “Sobre nosotros” del Centro Espacial y de Cohetes de EE. U.U., un museo afiliado al Instituto Smithsoniano y sede del famoso programa Space Camp, o Campamento Espacial. (Una portavoz del centro dijo: “Estamos en un proceso de remodelación de las páginas del Campamento Espacial afiliadas al sitio web del Centro Espacial”, y que el centro tiene la intención de proporcionar contexto adicional).
Mientras tanto, Von Braun es alabado prácticamente en todo momento: en el sitio web del Campamento Espacial, en la página de historia de la escuela de la Universidad de Alabama en Huntsville, en la descripción de la Beca Dr. Wernher von Braun, incluso en un discurso pronunciado en 2019 por Robert Altenkirch, entonces presidente de la universidad, en ninguno de los cuales se menciona a los nazis o el trabajo esclavo. (La escuela sí tiene una página web sobre cohetería y trabajo esclavo que menciona a Von Braun).
En cuanto al centro de artes escénicas Von Braun Center, un portavoz de la ciudad de Huntsville dijo que hay “un esfuerzo en curso para proporcionar un mayor contexto histórico e información” en el sitio web del centro. Pero ¿cuánto se tarda en corregir esa información?
La impresión que uno se lleva de estas historias asépticas es que este hombre se materializó de la nada, sin un pasado discernible, como una Mary Poppins astrofísica que había venido a enseñar a los habitantes de Huntsville a fabricar cohetes.
Parece que es menos común constatar un pasado nazi que ignorarlo. Tal es el caso del complejo de visitantes del Centro Espacial Kennedy de la NASA en Florida, que alberga el Centro de Conferencias Dr. Kurt H. Debus. En la biografía oficial de la NASA sobre Debus solo hay un párrafo breve y ambiguo sobre su vida en Alemania. El 24 de junio, la directora del Centro Espacial Kennedy, Janet Petro, aceptó el Premio Dr. Kurt H. Debus del Comité del Club Espacial Nacional de Florida; el sitio web de la NASA que celebraba el evento hacía referencia a los logros astronómicos de Debus, sin mencionar nada sobre su pertenencia a las SS y su íntima participación en la construcción del V-2.
Quizá el ejemplo más asombroso de blanqueo nazi proceda del Redstone Arsenal, una base del ejército estadounidense cerca de Huntsville, que tiene un complejo de edificios que lleva el nombre de Von Braun. En la sección de historia del arsenal aparecen decenas de fotografías de Von Braun, mientras que en su biografía se dice que fue “empleado del Departamento de Artillería Alemán” y que fue el director técnico del centro donde se desarrolló el V-2. No se menciona cómo el Tercer Reich utilizó el V-2 para desatar el infierno entre la población civil.
Aunque nuestro ejército se está ocupando poco a poco de sus numerosos homenajes a la Confederación, todavía tiene que atender de manera adecuada su enaltecimiento de un hombre que construyó armas para Hitler. Es inconcebible que instituciones como el ejército, la NASA y las principales universidades persistan en insultar el sacrificio de miles de soldados estadounidenses al celebrar abiertamente a fabricantes de armas nazis.
Lev Golinkin es autor del libro de memorias A Backpack, a Bear and Eight Crates of Vodka.
Tras el divorcio, una elección: ¿Ok Cupid o Petfinder?
Perdí a mi perro y mi matrimonio casi al mismo tiempo. Después de ambos duelos no sabía si debía buscar el amor de otro hombre o adoptar un cachorro.
Mi esposo y yo estábamos pasando por un proceso de separación cordial desde hacía año y medio cuando Jessie, nuestra labradora rescatada de 12 años, se enfermó. Comenzó a tener dificultades para respirar, perdió peso de manera inexplicable y no se apartaba de mí con una melancolía persistente que no podía ignorar.
El veterinario encontró un tumor grande en sus pulmones. Cuando murió cuatro meses después, me sentí desolada.
Jessie representaba los tiempos más felices de nuestra familia, un reflejo de cuando éramos jóvenes y nada nos había trastocado. Ella era la conexión constante y amorosa que todos habíamos tenido antes de que los hijos, y después nuestro matrimonio, crecieran y se mudaran.
A pesar de los buenos términos de nuestro divorcio y de que seguíamos en comunicación e incluso habíamos pasado algunas Navidades juntos, cuando Jessie murió, no hubo manera de negar que nuestra familia nuclear compuesta por cuatro elementos, que ya no tenían una vinculación jurídica ni una cercanía física, si bien no había desaparecido, sí había cambiado de manera irrevocable.
Nuestro duelo por Jessie nos unió una vez más, compartimos anécdotas, lágrimas, fotos (“esta es la más tierna”, “no, ¡es esta!”), antes de desbandarnos otra vez.
El malestar posterior no me abandonó. Me levantaba sintiendo un vacío en el estómago, extrañaba el tintineo del collar de Jessie, que me invitaba a hacer el primer paseo del día. Me tomó mucho tiempo tirar lo que quedaba de sus croquetas. A veces, me sentaba en los escalones del porche trasero con un montón de pelotas de tenis e imaginaba que jugábamos a la pelota.
Sin embargo, tras unos meses de duelo, comencé a anhelar tener otro cachorro. Extrañaba la compañía, la necesidad y el amor incondicional de otra criatura. Y no ayudó que, a pesar de que mis amigos me invitaban a tomar cocteles y conversar frente a la chimenea tras divorciarme, pasaba más tiempo sola en el sofá del que había pasado en décadas.
Así que abrí una cuenta en Petfinder y busqué “tamaño mediano, de menos de un año, a 80 kilómetros, pelo corto, carácter agradable”.
Durante varias semanas exploré el sitio e imaginaba que sabría cuando mi verdadero amor apareciera. Una tarde, mientras veía la galería de fotos de cachorros traviesos, me encontré con Charlene, una sabueso de cinco meses, cuya cabeza inclinada me veía fijamente.
De orejas caídas, ojos enormes y un aullido lastimero embriagador. Tenía la edad, el tamaño y la apariencia que buscaba. Según su perfil, la habían encontrado en los bosques de Tennessee con dos hermanos, pero ninguno parecía desconfiar de los humanos. De hecho, parecían ansiosos de tener una conexión emocional.
Igual que yo.
Envié mi solicitud a la liga de rescate, busqué una excusa por mi patio, al que le faltaba parte de la barda, y hablé de la conveniencia de tener que trabajar desde mi casa, además de prometer mi devoción canina. Curiosamente, me sentí como si estuviera tratando de salir con alguien; haciendo gala de humildad, presentándome como una “escritora activa de 54 años” que “tiene mucho amor para dar”.
En 24 horas, me invitaron a una visita para descubrir si Charlene y yo éramos la pareja perfecta.
Mi amiga Miriam me acompañó. Bajo una enorme carpa blanca, había una decena de sillas para las futuras parejas. Las dos mujeres a cargo trajeron a Charlene, que de inmediato se acurrucó en mi regazo. Después de 10 minutos de abrazos, la llevé al patio de aserrín para que jugara con otros adoptados caninos. Ella se fue a jugar, pero regresaba de vez en cuando para verificar que yo siguiera ahí y luego volvía para acurrucarse en mi regazo. Esto me halagaba, pero me pareció algo rápido para alguien que, teniendo en cuenta mis recientes pérdidas, más bien debía tomarse las relaciones con calma.
Miriam nos tomó fotos, ya que parecía que estábamos hechas la una para la otra. Pero mientras las mujeres del refugio llenaban los formularios, ansiosas de concluir su evento con esta adopción final, me pareció que algo no andaba bien.
“Un momento”, dije, acariciando a Charlene mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
No me sentía lista para amar a otra criatura tan profundamente, para ser tan necesitada. No estaba preparada para renunciar a mi recién obtenida libertad ni para soportar toda esa preocupación por otro ser (sobre todo un cachorro abandonado que probablemente tenga “necesidades especiales”, como advierten los perfiles de las mascotas). Si le ocurría algo (su historial de salud era desconocido), no estaba segura de poder soportar otra angustia.
“Perdón, no estoy lista”, dije a las organizadoras, que parecían igual de molestas que perplejas. ¿Cómo podía dejar ir a un perro tan maravilloso cuando no podía darme el lujo de poner peros? Después de todo, debe haber muchas más mujeres solteras de mediana edad que perritos lindos en busca de un dueño.
Al día siguiente, cerré mi cuenta de Petfinder y abrí otra… en OkCupid.
Para ser honesta, registrarme en un sitio de citas humanas me hacía sentir que me estaba arriesgando menos. Ahora puedo ver la ironía, pero en aquel momento, reemplazar un matrimonio de 24 años (con dos hijos adultos) me hacía sentir menos angustia que conseguir otra mascota. Al fin y al cabo, me imaginaba que un compañero humano sería capaz de alimentarse, pasear sin correa y quedarse solo en casa mientras yo viajaba.
En un par de semanas, tras un par de tropiezos iniciales, pensé que había encontrado mi versión humana de Charlene: un hombre cariñoso y divertido, más o menos de mi edad, con un gusto similar en libros y música.
El perfil de CJ lo hacía ver como un hombre inteligente, seguro de sí mismo y autocrítico (presumía de su rutina diaria de ejercicio físico mientras admitía que acababa de comerse un pedazo de pastel). Y tenía dos gatos. Dada la nostalgia que tenía después de haber perdido una mascota, me pareció una buena señal.
Supuse que con un hombre, más que con un cachorro, podría mantener mi defensa emocional y conservar lo que me gustaba de la vida de soltera. CJ vivía a una hora de distancia, así que no tendría la presión de satisfacer las necesidades diarias de otra persona. Tenía su propia vida, pero parecía realmente interesado y atraído por mí. Podíamos pasarlo bien sin complicaciones.
Y así fue. Hasta nuestra tercera cita, cuando, en una caminata por el río Connecticut, de repente me hizo saber su necesidad de una relación seria… seguida de la creencia de que yo podría satisfacer esa necesidad.
“¿Te gustaría tener una relación seria conmigo?”, preguntó.
Me gustaba mucho, pero eso me parecía más rápido que el trato que había hecho conmigo misma. Quería confiar en que nos estábamos conociendo a un ritmo que se adecuaba a nuestras expectativas individuales.
“El optimismo no es lo tuyo”, me había escrito CJ cuando me opuse a que nos comprara entradas para un concierto para el que faltaban muchos meses.
Sin embargo, no tardé en bajar la guardia; no pude resistirme a nuestra fuerte conexión, al afecto y al tacto. Me dije que el amor a veces funciona, así que ¿por qué no ahora? ¿Por qué no nosotros?
Fueron tres meses encantadores. Nos enviábamos mensajes de texto y hablábamos todo el día, pasábamos los fines de semana juntos, íbamos de excursión, hacíamos listas de películas para ver, cantábamos canciones de su cancionero de los años setenta, y nos acomodábamos fácilmente en las curvas del cuerpo del otro.
Pero con el tiempo, nuestro enamoramiento de cachorros dio lugar a las complicaciones de la vida. CJ presentó una serie de factores de estrés (una infección respiratoria grave, la muerte de uno de sus queridos gatos y un doloroso conflicto con un viejo amigo) que le provocaron una melancolía persistente. Me esforcé por saber cómo apoyarlo emocionalmente, y a él le costó decirme cómo.
Entonces, un día, CJ me envió un correo electrónico para decirme que quería terminar la relación porque él se sentía demasiado vulnerable conmigo, porque yo no parecía saber cómo darle consuelo en sus peores días. Él no quería hablar de ello y no estaba dispuesto a tratar de arreglar las cosas.
Como temí desde el principio, las necesidades tácitas de otro ser superaron mi capacidad de satisfacerlas.
Mis defensas, ya maltrechas, se derrumbaron. Un nuevo vacío se alojó en mi estómago; apenas podía comer o dormir. ¿No era justo esa angustia la que tanto había querido evitar?
Y, sin embargo, luego de lamer mis heridas durante algunas semanas, comencé a salir por unos tragos con amigos de nuevo y recuperé mi compostura solitaria. Cuando logré limar las asperezas dolorosas pude ver la relación como algo que, durante un tiempo, había traído alegría a mi vida.
Como escribió el poeta David Whyte (sí, compré todos los libros de poesía sobre el amor y el dolor): “El desamor, esperamos, es algo que podemos evitar; algo contra lo que hay que protegerse, un abismo que hay que buscar con cuidado para luego sortearlo. Pero el desamor puede ser la esencia misma del ser humano, de hacer la travesía de aquí para allá, y de llegar a querer profundamente lo que encontramos en el camino”.
Tal vez podía con el amor. Al menos con ciertos tipos.
Cerré mi cuenta de OkCupid… y reabrí la de Petfinder, con una lista expandida y mejorada de términos de búsqueda: “De pelo corto o largo, de cualquier edad, a 160 kilómetros y carácter apacible. Si tiene necesidades especiales, está bien”.
Karen Brown es periodista de radio y medios impresos en el oeste de Massachusetts.
https://www.nytimes.com/es/2022/11/12/espanol/divorcio-okcupid-modern-love.html
El veterinario encontró un tumor grande en sus pulmones. Cuando murió cuatro meses después, me sentí desolada.
Jessie representaba los tiempos más felices de nuestra familia, un reflejo de cuando éramos jóvenes y nada nos había trastocado. Ella era la conexión constante y amorosa que todos habíamos tenido antes de que los hijos, y después nuestro matrimonio, crecieran y se mudaran.
A pesar de los buenos términos de nuestro divorcio y de que seguíamos en comunicación e incluso habíamos pasado algunas Navidades juntos, cuando Jessie murió, no hubo manera de negar que nuestra familia nuclear compuesta por cuatro elementos, que ya no tenían una vinculación jurídica ni una cercanía física, si bien no había desaparecido, sí había cambiado de manera irrevocable.
Nuestro duelo por Jessie nos unió una vez más, compartimos anécdotas, lágrimas, fotos (“esta es la más tierna”, “no, ¡es esta!”), antes de desbandarnos otra vez.
El malestar posterior no me abandonó. Me levantaba sintiendo un vacío en el estómago, extrañaba el tintineo del collar de Jessie, que me invitaba a hacer el primer paseo del día. Me tomó mucho tiempo tirar lo que quedaba de sus croquetas. A veces, me sentaba en los escalones del porche trasero con un montón de pelotas de tenis e imaginaba que jugábamos a la pelota.
Sin embargo, tras unos meses de duelo, comencé a anhelar tener otro cachorro. Extrañaba la compañía, la necesidad y el amor incondicional de otra criatura. Y no ayudó que, a pesar de que mis amigos me invitaban a tomar cocteles y conversar frente a la chimenea tras divorciarme, pasaba más tiempo sola en el sofá del que había pasado en décadas.
Así que abrí una cuenta en Petfinder y busqué “tamaño mediano, de menos de un año, a 80 kilómetros, pelo corto, carácter agradable”.
Durante varias semanas exploré el sitio e imaginaba que sabría cuando mi verdadero amor apareciera. Una tarde, mientras veía la galería de fotos de cachorros traviesos, me encontré con Charlene, una sabueso de cinco meses, cuya cabeza inclinada me veía fijamente.
De orejas caídas, ojos enormes y un aullido lastimero embriagador. Tenía la edad, el tamaño y la apariencia que buscaba. Según su perfil, la habían encontrado en los bosques de Tennessee con dos hermanos, pero ninguno parecía desconfiar de los humanos. De hecho, parecían ansiosos de tener una conexión emocional.
Igual que yo.
Envié mi solicitud a la liga de rescate, busqué una excusa por mi patio, al que le faltaba parte de la barda, y hablé de la conveniencia de tener que trabajar desde mi casa, además de prometer mi devoción canina. Curiosamente, me sentí como si estuviera tratando de salir con alguien; haciendo gala de humildad, presentándome como una “escritora activa de 54 años” que “tiene mucho amor para dar”.
En 24 horas, me invitaron a una visita para descubrir si Charlene y yo éramos la pareja perfecta.
Mi amiga Miriam me acompañó. Bajo una enorme carpa blanca, había una decena de sillas para las futuras parejas. Las dos mujeres a cargo trajeron a Charlene, que de inmediato se acurrucó en mi regazo. Después de 10 minutos de abrazos, la llevé al patio de aserrín para que jugara con otros adoptados caninos. Ella se fue a jugar, pero regresaba de vez en cuando para verificar que yo siguiera ahí y luego volvía para acurrucarse en mi regazo. Esto me halagaba, pero me pareció algo rápido para alguien que, teniendo en cuenta mis recientes pérdidas, más bien debía tomarse las relaciones con calma.
Miriam nos tomó fotos, ya que parecía que estábamos hechas la una para la otra. Pero mientras las mujeres del refugio llenaban los formularios, ansiosas de concluir su evento con esta adopción final, me pareció que algo no andaba bien.
“Un momento”, dije, acariciando a Charlene mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
No me sentía lista para amar a otra criatura tan profundamente, para ser tan necesitada. No estaba preparada para renunciar a mi recién obtenida libertad ni para soportar toda esa preocupación por otro ser (sobre todo un cachorro abandonado que probablemente tenga “necesidades especiales”, como advierten los perfiles de las mascotas). Si le ocurría algo (su historial de salud era desconocido), no estaba segura de poder soportar otra angustia.
“Perdón, no estoy lista”, dije a las organizadoras, que parecían igual de molestas que perplejas. ¿Cómo podía dejar ir a un perro tan maravilloso cuando no podía darme el lujo de poner peros? Después de todo, debe haber muchas más mujeres solteras de mediana edad que perritos lindos en busca de un dueño.
Al día siguiente, cerré mi cuenta de Petfinder y abrí otra… en OkCupid.
Para ser honesta, registrarme en un sitio de citas humanas me hacía sentir que me estaba arriesgando menos. Ahora puedo ver la ironía, pero en aquel momento, reemplazar un matrimonio de 24 años (con dos hijos adultos) me hacía sentir menos angustia que conseguir otra mascota. Al fin y al cabo, me imaginaba que un compañero humano sería capaz de alimentarse, pasear sin correa y quedarse solo en casa mientras yo viajaba.
En un par de semanas, tras un par de tropiezos iniciales, pensé que había encontrado mi versión humana de Charlene: un hombre cariñoso y divertido, más o menos de mi edad, con un gusto similar en libros y música.
El perfil de CJ lo hacía ver como un hombre inteligente, seguro de sí mismo y autocrítico (presumía de su rutina diaria de ejercicio físico mientras admitía que acababa de comerse un pedazo de pastel). Y tenía dos gatos. Dada la nostalgia que tenía después de haber perdido una mascota, me pareció una buena señal.
Supuse que con un hombre, más que con un cachorro, podría mantener mi defensa emocional y conservar lo que me gustaba de la vida de soltera. CJ vivía a una hora de distancia, así que no tendría la presión de satisfacer las necesidades diarias de otra persona. Tenía su propia vida, pero parecía realmente interesado y atraído por mí. Podíamos pasarlo bien sin complicaciones.
Y así fue. Hasta nuestra tercera cita, cuando, en una caminata por el río Connecticut, de repente me hizo saber su necesidad de una relación seria… seguida de la creencia de que yo podría satisfacer esa necesidad.
“¿Te gustaría tener una relación seria conmigo?”, preguntó.
Me gustaba mucho, pero eso me parecía más rápido que el trato que había hecho conmigo misma. Quería confiar en que nos estábamos conociendo a un ritmo que se adecuaba a nuestras expectativas individuales.
“El optimismo no es lo tuyo”, me había escrito CJ cuando me opuse a que nos comprara entradas para un concierto para el que faltaban muchos meses.
Sin embargo, no tardé en bajar la guardia; no pude resistirme a nuestra fuerte conexión, al afecto y al tacto. Me dije que el amor a veces funciona, así que ¿por qué no ahora? ¿Por qué no nosotros?
Fueron tres meses encantadores. Nos enviábamos mensajes de texto y hablábamos todo el día, pasábamos los fines de semana juntos, íbamos de excursión, hacíamos listas de películas para ver, cantábamos canciones de su cancionero de los años setenta, y nos acomodábamos fácilmente en las curvas del cuerpo del otro.
Pero con el tiempo, nuestro enamoramiento de cachorros dio lugar a las complicaciones de la vida. CJ presentó una serie de factores de estrés (una infección respiratoria grave, la muerte de uno de sus queridos gatos y un doloroso conflicto con un viejo amigo) que le provocaron una melancolía persistente. Me esforcé por saber cómo apoyarlo emocionalmente, y a él le costó decirme cómo.
Entonces, un día, CJ me envió un correo electrónico para decirme que quería terminar la relación porque él se sentía demasiado vulnerable conmigo, porque yo no parecía saber cómo darle consuelo en sus peores días. Él no quería hablar de ello y no estaba dispuesto a tratar de arreglar las cosas.
Como temí desde el principio, las necesidades tácitas de otro ser superaron mi capacidad de satisfacerlas.
Mis defensas, ya maltrechas, se derrumbaron. Un nuevo vacío se alojó en mi estómago; apenas podía comer o dormir. ¿No era justo esa angustia la que tanto había querido evitar?
Y, sin embargo, luego de lamer mis heridas durante algunas semanas, comencé a salir por unos tragos con amigos de nuevo y recuperé mi compostura solitaria. Cuando logré limar las asperezas dolorosas pude ver la relación como algo que, durante un tiempo, había traído alegría a mi vida.
Como escribió el poeta David Whyte (sí, compré todos los libros de poesía sobre el amor y el dolor): “El desamor, esperamos, es algo que podemos evitar; algo contra lo que hay que protegerse, un abismo que hay que buscar con cuidado para luego sortearlo. Pero el desamor puede ser la esencia misma del ser humano, de hacer la travesía de aquí para allá, y de llegar a querer profundamente lo que encontramos en el camino”.
Tal vez podía con el amor. Al menos con ciertos tipos.
Cerré mi cuenta de OkCupid… y reabrí la de Petfinder, con una lista expandida y mejorada de términos de búsqueda: “De pelo corto o largo, de cualquier edad, a 160 kilómetros y carácter apacible. Si tiene necesidades especiales, está bien”.
Karen Brown es periodista de radio y medios impresos en el oeste de Massachusetts.
https://www.nytimes.com/es/2022/11/12/espanol/divorcio-okcupid-modern-love.html
lunes, 2 de enero de 2023
Cien años de José Hierro, de la cárcel al Premio Cervantes.
En el centenario de su nacimiento, varios libros y una exposición en la Biblioteca Nacional repasan la vida y obra de uno de los autores clave del siglo XX español. Preso del franquismo, premio Cervantes y académico remolón, conoció el mayor de los éxitos con su último libro: ‘Cuaderno de Nueva York’
Unos meses antes de su muerte, me solicitaron de este periódico una semblanza de José Hierro (1922-2002), ingresado en estado muy grave en el hospital de una ciudad no lejos de la mía. Eufemismos aparte, se me pedía una necrológica para esa noche. Por si acaso. Aunque eran usos habituales, procedentes de un mundo sin Wikipedia, redacté aquella nota sintiéndome un villano. No me alivió la analogía con el Pereira de la novela de Tabucchi, quien acopiaba información para su periódico a fin de que los obituarios que había de componer sobre muertos aún vivos no le pillaran de improviso. Aquel escrito mío no tuvo que publicarse, aunque la prórroga que se le concedió al poeta duró poco.
Hasta aquí mi pellizco de mala conciencia. Lo recuerdo ahora porque, pese a que llevaba dadas muchas vueltas en torno a su poesía, tuve la incomodidad añadida de escribir de alguien que, en su sencillez, me resultaba inescrutable. Veinte años después he avanzado poco, al punto de que, antes que aclarar los misterios que lo envuelven, me limitaré a desplegarlos.
Siendo un adolescente pasó por numerosas cárceles franquistas por colaborar con una agrupación de ayuda a los presos, entre ellos su padre El primero de tales misterios consiste en que, siendo Hierro autor de 15 o 20 poemas en rigor excepcionales, cuando se habla de él suelen enfatizarse ciertos rasgos inesenciales que, quizá por consabidos, parecen impostados: el chinchón, la escritura en un bar acunado por el sonsonete de las tragaperras, las zapatillas incompatibles con el estatus académico, su modo aparatoso de quitarse importancia, los cigarros a hurtadillas en los paréntesis de la botella de oxígeno, sus artes culinarias (¡ah!, esas paellas que acaso aprendiera a preparar cuando el malogrado José Luis Hidalgo, con el señuelo de un trabajo inexistente, lo reclamó a su lado en Valencia para alejarlo de Santander, donde pesaba mucho su pasado carcelario). Él no puso ningún reparo en dar pasto a esa imagen, como si quisiera abroquelar la poesía tras un anecdotario de llaneza campechana.
El segundo misterio se produce por su empecinamiento en vestirse con el uniforme de la grey: “Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos”. En la poética que redactó para la Antología consultada (1952) de Francisco Ribes, afirmó, en línea con los socialrealistas, que el poeta debería cantar “lo que tiene de común con los demás hombres, lo que los hombres todos cantarían si tuviesen un poeta dentro”, privilegiando el documento sobre el monumento: “Si algún poema mío es leído por casualidad dentro de cien años, no lo será por su valor poético, sino por su valor documental”. Qué placer comprobar que se equivocaba. Y cuando esa caracterización se hizo imposible de sostener, especialmente a partir de Libro de las alucinaciones (1964), recurrió a una dicotomía entre los poemas que llamaba reportajes y los que llamaba alucinaciones, aunque las a menudo contradictorias definiciones que da de ellos confunden más que aclaran, me malicio que a sabiendas. Lo evidente es que algunos de esos reportajes generan en nuestro interior deslumbramiento espiritual y ofuscación de los sentidos. Quien lo dude, lea su poema ‘Réquiem’ (Cuanto sé de mí, 1957), donde la asepsia notarial, fría como las luces de un tanatorio, origina una llamarada que se propaga hasta incendiarlo todo.
Un tercer misterio afecta a su insistencia en considerarse un poeta agotado desde los primeros compases, como si su poesía fuera un remanente fósil del poeta que fue un día. Dado a conocer en 1947 con Tierra sin nosotros y Alegría (premio Adonáis), para entonces tenía casi rematado su libro Con las piedras, con el viento…, publicado en 1950 porque perdió el manuscrito y hubo de rehacerlo a partir de una copia incompleta de 1947 que conservaba el matrimonio Ribes-Escolano. En el prólogo, un Hierro aún veinteañero afirmaba que la poesía “en mí se va apagando”, y en ‘El canto seco’, de Quinta del 42 (1952), el poeta de 30 años escribe: “No cantaré ya nunca más. El canto / se me ha secado en la garganta”; versos, por cierto, que remiten inequívocamente al Antonio Machado de ‘A Xavier Valcarce’. Y así muchas veces. Desde Libro de las alucinaciones pasaron cerca de tres décadas hasta Agenda (1991). Su idea de poeta amortizado le hacía sorprenderse del éxito del reeditadísimo y terminal Cuaderno de Nueva York (1998), que contiene una vanitas titulada ‘Vida’ que, en modo soneto, hubiera firmado un Quevedo en estado de gracia: “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada”.
La música de su poesía es un misterio: Hierro oye primero los sones y secuencias rítmicas del poema futuro. Solo después habilita una letra El último misterio, este auténticamente gozoso, es el de la música de su poesía. Hierro oye primero los sones y secuencias rítmicas del poema futuro; solo después habilita una letra, que corre a zaga de la música callada. Cuando semántica y fonética alcanzan a concertarse, surge el poema memorable. A este proceso, escoltado por algún añadido de acarreo, dedica Lorenzo Oliván Las palabras vivas, con la sabiduría de quien, poeta como es, no confunde la carraca métrica con la espiración rítmica.
El mismo Oliván es el antólogo de los poemas de Vida: Biografía y antología de José Hierro, cuyo título va más lejos que su contenido, pues no se nos ofrece una biografía atenida a las convenciones del género, sino un conjunto de textos de Jesús Marchamalo que conforman una semblanza incitadora del poeta. En ella se adivina el genio creador de un muchacho que conoció el dolor y la alegría; residió, poco más que adolescente, en numerosas cárceles franquistas por colaborar con una agrupación de ayuda a los presos —entre ellos su padre, que salió de la cárcel para prepararse a morir—, y peregrinó de un empleo a otro manteniendo la fidelidad a esa vocación que, de puertas afuera, parecía llevar al desgaire, como si se excusara por ser lo que de ningún modo hubiera renunciado a ser. De orden heterogéneo, pero con valiosos trabajos y material iconográfico —al igual que Vida—, es el catálogo coordinado por Juan José Lanz para la exposición del centenario en la Biblioteca Nacional, que cierra este rastreo por el territorio de un autor fundamental de nuestra poesía.
https://elpais.com/babelia/2022-12-28/cien-anos-de-jose-hierro-de-la-carcel-al-premio-cervantes.html
Unos meses antes de su muerte, me solicitaron de este periódico una semblanza de José Hierro (1922-2002), ingresado en estado muy grave en el hospital de una ciudad no lejos de la mía. Eufemismos aparte, se me pedía una necrológica para esa noche. Por si acaso. Aunque eran usos habituales, procedentes de un mundo sin Wikipedia, redacté aquella nota sintiéndome un villano. No me alivió la analogía con el Pereira de la novela de Tabucchi, quien acopiaba información para su periódico a fin de que los obituarios que había de componer sobre muertos aún vivos no le pillaran de improviso. Aquel escrito mío no tuvo que publicarse, aunque la prórroga que se le concedió al poeta duró poco.
Hasta aquí mi pellizco de mala conciencia. Lo recuerdo ahora porque, pese a que llevaba dadas muchas vueltas en torno a su poesía, tuve la incomodidad añadida de escribir de alguien que, en su sencillez, me resultaba inescrutable. Veinte años después he avanzado poco, al punto de que, antes que aclarar los misterios que lo envuelven, me limitaré a desplegarlos.
Siendo un adolescente pasó por numerosas cárceles franquistas por colaborar con una agrupación de ayuda a los presos, entre ellos su padre El primero de tales misterios consiste en que, siendo Hierro autor de 15 o 20 poemas en rigor excepcionales, cuando se habla de él suelen enfatizarse ciertos rasgos inesenciales que, quizá por consabidos, parecen impostados: el chinchón, la escritura en un bar acunado por el sonsonete de las tragaperras, las zapatillas incompatibles con el estatus académico, su modo aparatoso de quitarse importancia, los cigarros a hurtadillas en los paréntesis de la botella de oxígeno, sus artes culinarias (¡ah!, esas paellas que acaso aprendiera a preparar cuando el malogrado José Luis Hidalgo, con el señuelo de un trabajo inexistente, lo reclamó a su lado en Valencia para alejarlo de Santander, donde pesaba mucho su pasado carcelario). Él no puso ningún reparo en dar pasto a esa imagen, como si quisiera abroquelar la poesía tras un anecdotario de llaneza campechana.
El segundo misterio se produce por su empecinamiento en vestirse con el uniforme de la grey: “Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos”. En la poética que redactó para la Antología consultada (1952) de Francisco Ribes, afirmó, en línea con los socialrealistas, que el poeta debería cantar “lo que tiene de común con los demás hombres, lo que los hombres todos cantarían si tuviesen un poeta dentro”, privilegiando el documento sobre el monumento: “Si algún poema mío es leído por casualidad dentro de cien años, no lo será por su valor poético, sino por su valor documental”. Qué placer comprobar que se equivocaba. Y cuando esa caracterización se hizo imposible de sostener, especialmente a partir de Libro de las alucinaciones (1964), recurrió a una dicotomía entre los poemas que llamaba reportajes y los que llamaba alucinaciones, aunque las a menudo contradictorias definiciones que da de ellos confunden más que aclaran, me malicio que a sabiendas. Lo evidente es que algunos de esos reportajes generan en nuestro interior deslumbramiento espiritual y ofuscación de los sentidos. Quien lo dude, lea su poema ‘Réquiem’ (Cuanto sé de mí, 1957), donde la asepsia notarial, fría como las luces de un tanatorio, origina una llamarada que se propaga hasta incendiarlo todo.
Un tercer misterio afecta a su insistencia en considerarse un poeta agotado desde los primeros compases, como si su poesía fuera un remanente fósil del poeta que fue un día. Dado a conocer en 1947 con Tierra sin nosotros y Alegría (premio Adonáis), para entonces tenía casi rematado su libro Con las piedras, con el viento…, publicado en 1950 porque perdió el manuscrito y hubo de rehacerlo a partir de una copia incompleta de 1947 que conservaba el matrimonio Ribes-Escolano. En el prólogo, un Hierro aún veinteañero afirmaba que la poesía “en mí se va apagando”, y en ‘El canto seco’, de Quinta del 42 (1952), el poeta de 30 años escribe: “No cantaré ya nunca más. El canto / se me ha secado en la garganta”; versos, por cierto, que remiten inequívocamente al Antonio Machado de ‘A Xavier Valcarce’. Y así muchas veces. Desde Libro de las alucinaciones pasaron cerca de tres décadas hasta Agenda (1991). Su idea de poeta amortizado le hacía sorprenderse del éxito del reeditadísimo y terminal Cuaderno de Nueva York (1998), que contiene una vanitas titulada ‘Vida’ que, en modo soneto, hubiera firmado un Quevedo en estado de gracia: “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada”.
La música de su poesía es un misterio: Hierro oye primero los sones y secuencias rítmicas del poema futuro. Solo después habilita una letra El último misterio, este auténticamente gozoso, es el de la música de su poesía. Hierro oye primero los sones y secuencias rítmicas del poema futuro; solo después habilita una letra, que corre a zaga de la música callada. Cuando semántica y fonética alcanzan a concertarse, surge el poema memorable. A este proceso, escoltado por algún añadido de acarreo, dedica Lorenzo Oliván Las palabras vivas, con la sabiduría de quien, poeta como es, no confunde la carraca métrica con la espiración rítmica.
El mismo Oliván es el antólogo de los poemas de Vida: Biografía y antología de José Hierro, cuyo título va más lejos que su contenido, pues no se nos ofrece una biografía atenida a las convenciones del género, sino un conjunto de textos de Jesús Marchamalo que conforman una semblanza incitadora del poeta. En ella se adivina el genio creador de un muchacho que conoció el dolor y la alegría; residió, poco más que adolescente, en numerosas cárceles franquistas por colaborar con una agrupación de ayuda a los presos —entre ellos su padre, que salió de la cárcel para prepararse a morir—, y peregrinó de un empleo a otro manteniendo la fidelidad a esa vocación que, de puertas afuera, parecía llevar al desgaire, como si se excusara por ser lo que de ningún modo hubiera renunciado a ser. De orden heterogéneo, pero con valiosos trabajos y material iconográfico —al igual que Vida—, es el catálogo coordinado por Juan José Lanz para la exposición del centenario en la Biblioteca Nacional, que cierra este rastreo por el territorio de un autor fundamental de nuestra poesía.
https://elpais.com/babelia/2022-12-28/cien-anos-de-jose-hierro-de-la-carcel-al-premio-cervantes.html
El huidizo (y lucrativo) arte de la seducción
Por Melissa Febos
Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa.
Hace poco, una amiga mía que se acaba de divorciar tenía una cita por primera vez y me pidió que le ayudara a trabajar en sus habilidades para el flirteo.
Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa.
Hace poco, una amiga mía que se acaba de divorciar tenía una cita por primera vez y me pidió que le ayudara a trabajar en sus habilidades para el flirteo.
“Lo primero es acertar con la mirada —le dije—. Sin pasarse ni acosar, pero sí mantenerla lo suficiente para que se den cuenta”.
“¿Así?”, me preguntó, fulminándome con la mirada, y yo intenté contenerme la risa.
“Más bien así”, respondí, haciendo una demostración.
Cuando era pequeña, mi madre me enseñó a suavizar la mirada mientras observaba a los pájaros, para que no sintieran el peso de mi atención. Este tipo de mirada es exactamente la contraria: es una mirada concentrada que se posa como un dedo, con delicadeza, echando el anzuelo del deseo hasta que se engancha y tira.
La miré, y algo se activó en mí, en respuesta a un conjunto de señales que me indicaban cómo quería que la miraran. “La mirada tiene que ser directa, pero no demasiado tiempo, ha de ser solo un roce”, le dije.
“¡Para! ¡Cuidado con adónde apuntas con eso!”, me dijo. Me miró asombrada, y me sentí orgullosa pero también apenada. “¿Dónde aprendiste a hacer eso?”.
Me considero alguien que siempre ha sabido hacer esto —una seductora intuitiva—, pero la pregunta de mi amiga me invitó a reflexionar sobre los orígenes del impulso.
¿Dónde lo aprendí la primera vez?
Está, por supuesto, el mero hecho de ser mujer, lo que significa que llevo toda la vida consumiendo lecciones sobre seducción en el cine y la televisión. Pero mi amiga también es mujer, y ella no sabe proyectar esa atmósfera provocativa para que alguien llegue a picar el anzuelo. En cambio, yo lo hago a la carta, como si fuese mi trabajo. Mientras llega nuestra comida, medito sobre esto, y de pronto algo encaja. Durante muchos años —a veces de forma implícita, y otras explícita— seducir a la gente fue mi trabajo.
Mis padres crecieron en la clase obrera, a veces en la pobreza, y yo me crie en un ethos de escasez: no desperdiciábamos nada, nos comíamos hasta la cáscara de todo e intentábamos no comprar nada a plazos. Aunque mi familia era claramente de clase media, mis compañeros en el colegio suponían que yo era pobre porque llevaba zapatos comprados de saldo y no usaba ropa de marca; fue así durante todos los años de primaria, hasta que en la adolescencia pasé a las tiendas de segunda mano.
Mis padres no eran tacaños, exactamente, pero para ellos el estatus no estaba en los lujos —mi madre me dijo una vez que un coche de lujo era como hacer una grosería a todos los pobres del mundo—, y creían en el trabajo. La semana que cumplí 14 años, la edad mínima legal para trabajar en Massachusetts, mi padre me llevó al ayuntamiento para solicitar un permiso de trabajo.
Ese año, empecé a trabajar de lavaplatos en una marisquería. Vestida la mayoría de los días con un peto desgastado y unas Doc Martens, observaba desde dentro a los camareros: la mayoría eran veinteañeros que para mí tenían el glamur de los famosos de segunda fila.
Tan arreglados con sus delantales idénticos y sus camisetas con el logotipo del restaurante, todos me parecían sexis, de un modo inefable que tenía poco que ver con su aspecto físico. El origen de este atractivo, me acabé dando cuenta, era la habilidad con que empleaban su carisma.
Eran seductores experimentados, que revoloteaban por el comedor, calibrando su afectación a la medida de cada comensal. Los que tenían el fajo de billetes más grueso al final de cada turno cultivaban un flirteo con sus mesas que acertaba en la tecla correcta para aflojar el dinero. Como si cada comensal fuese una máquina tragamonedas más basada en la habilidad que en el azar.
A los 14 años, ya tenía un sentido agudo de que debía ser atractiva para la gente, y en especial para los hombres, pero el “éxito” en ello tuvo resultados mixtos. Un desarrollo sexual temprano me hacía vulnerable a la experiencia sexual temprana —en realidad no aprendí a decir no hasta que fui adulta—, y la mayoría de las veces me quedaba con una sensación de impotencia y aturdimiento. Utilizar mi impulso por gustar en un contexto cuyo punto final no fuese el sexo, y que prometiera recompensas materiales por el éxito, parecía un foro mucho más seguro. La idea parecía empoderadora, incluso, ya que me daba el control sobre la experiencia.
Mi primer trabajo de camarera fue en el Café Algiers, un restaurante emblemático de cocina del Medio Oriente en Harvard Square, en Cambridge, que servía a los profesores y estudiantes de posgrado. Yo tenía 17 años y vivía felizmente en un mísero apartamento con cuatro amigos en Somerville. En medio de las tambaleantes mesas octogonales, sostenía en equilibrio las teteras de plata llenas de té mentolado y platos de hummus, y practicaba mi método.
Aprendí que, si mi mirada era muy intensa, los hombres (y de vez en cuando las mujeres) me preguntaban en voz baja a qué hora acababa mi turno; si era demasiado sutil, me ignoraban y me dejaban propinas decepcionantes.
El truco era suscitar la sensación correcta en mí misma —yo tengo algo que quieren, y quiero dárselo, pero no todavía—, servir los platos de comida como símbolo de otra cosa, proyectar un ligero aire de estar negándoles un deseo. Aprendí lo que saben todos los buenos agentes comerciales: si insinúas que una persona quiere algo con la suficiente confianza en ti misma, es bastante probable que te crea.
Cada turno era un ejercicio sobre el arte de la seducción, y cada uno acababa con un recuento de propinas que equivalía a una especie de calificación: una puntuación numérica para mi nivel de éxito.
Perfeccioné mis habilidades enseguida. Al cabo de solo unas semanas, podía llevar cinco platos en una bandeja, calculaba al instante la cuenta en la cabeza y calaba a los clientes casi igual de rápido. Sabía si un comensal quería coqueteo, que lo tratara con cierto disgusto (eran raros, pero los había) o que les diera la bienvenida como a un familiar perdido mucho tiempo atrás. Mi carácter disperso, que me hacía muy torpe en mi vida cotidiana, se concentró con la corriente de señales sociales. Entendía de forma intuitiva su cadencia, como una bailarina que coge el ritmo. Cuando estaba trabajando, no pensaba y no cometía errores, lo cual estaba muy bien, porque mi sustento dependía de ello: en 1996, el salario mínimo para los empleados que reciben propinas era de 2,13 dólares por hora.
Mi segundo trabajo fue de camarera en el Greenhouse, otra institución histórica de Cambridge. El restaurante, carísimo, tenía un rótulo verde icónico y un comedor que siempre estaba lleno de humo de cigarrillos. Las profesoras, por lo general, dejaban buenas propinas, y querían un poco de flirteo cortante, salpicado de ironía, como si siguiésemos la misma broma. A los trabajadores que comían en la barra les gustaba intercambiar palabras cariñosas, y que coquetearas con ellos un poco. A veces me salía naturalmente imitarlos, y omitía las erres al hablar con ellos: ¿lo quieres con pastel mahmolado?
Después del Greenhouse, tuve otros 10 trabajos o más en restaurantes: el deli judío donde venían las familias a tomar el brunch, la pastelería frecuentada por lesbianas adineradas, el restaurante mexicano adonde iban muchos turistas y celebraba despedidas de solteros… Fuesen cuales fueran sus diferencias, cada restaurante era un microcosmos de jerarquías sociales mayores. Una vez trabajé en el turno del brunch en Belmont con un tipo con el que estaba saliendo. A menudo se colocaba antes del trabajo y después lo hacía fatal. Nunca pensaba en qué quería el cliente, nunca interpretaba las sutiles señales en sus rostros, nunca seducía a nadie. No tenía que hacerlo. Podía equivocarse al tomar nota de las comandas, confundir las mesas, derramar agua sobre un cliente y, aun así, al final del turno acababa con un montón de propinas. Mientras, mis ganancias se reducían si al sonreír me quedaba corta o me pasaba.
Acabé aprendiendo que era una regla en los restaurantes: sin importar la calidad de su servicio, los hombres conseguían mayores propinas. También era raro que tuvieran que soportar los abusos que soportábamos nosotras.
Image Credit...Antoine Cossé
Me acuerdo de una mesa que tuve durante mi temporada en el restaurante mexicano. Era una familia numerosa, con un patriarca que se pavoneaba y que emanaba una inseguridad que expresaba tratando como basura a toda mujer a la vista. Lo aguanté con una sonrisa, incluso cuando me dio una palmada en el trasero ante los ojos de su mujer, que después me fulminó con la mirada.
Se me hizo un nudo en la garganta de vergüenza y furia. Lo ignoré y pensé en la propina que conllevaría este tipo de trato: 10 dólares, quizá incluso 20. Me salió una sonrisa al visualizarlo, que después dirigí a la mesa. Sin embargo, en este caso, después de que se hubiesen marchado y mientras retiraba sus platos grasientos, me di cuenta de que el hombre no me había dejado la propina. Estuve echando humos durante días. Atizó en mí lo que sentía como un fuego primordial. Más de 20 años después, puedo sentir su calor. No fue tanto el dinero como la humillación.
Con el tiempo, y al estar expuesta a ellas, me habitué a las humillaciones en el trabajo. Una persona puede acostumbrarse a casi todo, con el tiempo suficiente: la personalidad crecerá alrededor de la adversidad como las raíces del árbol crecen alrededor de una roca y adoptan su forma ante lo inamovible.
Además, necesitaba el dinero. Durante la mayor parte de los años que trabajé en restaurantes, aún era una adolescente. No tenía título universitario, ni siquiera el del bachillerato (salvo que se cuente el GED, la certificación de educación general). Aunque alguna vez que otra me quedaba sin propina, de los trabajos para los que estaba cualificada era, con creces, el mejor pagado.
Las humillaciones intrínsecas de servir mesas también se volvían más soportables por la satisfacción de ser buena en mi trabajo. Aunque tenía menos poder que los comensales en muchos aspectos —yo estaba ahí para servirles, literalmente—, también tenía un control sutil sobre ellos, que no podían ver, y que cobraba más fuerza cuanto más tiempo lo ejercía. Los trabajaba, como un agente comercial o un estafador de poca monta, y ellos eran mis ingenuos, mis bobos, mis viciosos.
Una seductora hábil puede invertir una dinámica de poder en su beneficio. Saber cómo hacerlo, me di cuenta, era una destreza valiosa, que después empleé con fines mucho más lucrativos.
Cuando me mudé a Nueva York en 1999, era difícil conseguir trabajo en un restaurante. En los de alta categoría de Manhattan pedían un currículum, y mi experiencia se enmarcaba indudablemente en la baja categoría. Trabajé durante unos meses en un restaurante del West Village, sirviendo huevos y llevando jamón y kétchup de aquí para allá, pero no tardé mucho en meterme a trabajar en el sexo, donde se cobraba mucho mejor.
Como dominatriz profesional, apliqué las habilidades que había labrado sirviendo mesas: interpretar a la gente, intuir sus deseos, fingir interés e indiferencia. Y lo maravilloso fue que el subtexto se convirtió en texto. Antes de empezar a trabajar con cualquier cliente, tenía una sesión previa de consulta con él donde me decía exactamente qué quería, y yo aceptaba o no. Por supuesto, yo calibraba mi conducta en estas reuniones en función de lo que mi instinto me dijera que estos clientes querían. (Querían que los trataran con repulsión con mucha más frecuencia que los clientes de los restaurantes, cosa que yo disfrutaba.)
Durante las sesiones propiamente dichas, me basaba en mi pulido instinto para medir los tiempos y la intensidad: incluso cuando seguían un guion, había que improvisar mucho. El trabajo consistía mayoritariamente en la seducción: en una valoración del deseo y cómo prolongarlo, hacerlo crecer y dejarlo con ganas de un poco más. La principal diferencia —y no era pequeña— es que se pagaba bien, sin importar cómo fuese la sesión.
Image Credit...Antoine Cossé
Durante mi segundo año en la escuela de posgrado, empecé a ser profesora adjunta, lo que estaba peor pagado que el trabajo sexual o servir mesas. Algunos semestres, daba seis clases en tres escuelas distintas, así que me cruzaba cuatro barrios diferentes. Me acostumbré a escribir en los trenes y poco a poco fui haciendo un guardarropa distinto del que había necesitado para cualquier trabajo previo.
En la enseñanza también había una parte de interpretación de un papel, pero, como en el trabajo sexual, me pagaban, fuese buena o no. En general me desempeñé bien, y no tener que flirtear con nadie para ello fue una revelación, por muy escaso que fuese el salario. La principal diferencia entre dar clase y mis trabajos anteriores era que, en el aula, el papel que yo representaba no se basaba en una mentira. Yo interpretaba a un personaje derivado de partes verdaderas de mí, tal vez las más verdaderas de mí.
Un buen profesor seduce, pero no con el objetivo de irse a la cama con sus alumnos. Un buen profesor emplea su carisma con el objetivo de que los oyentes se enamoren de la asignatura que imparte. Mi objetivo nunca fue obtener dinero, o siquiera autoestima, de mis alumnos, sino contagiarles el amor que yo sentía por los escritores que daba en mi asignatura. Después de dar clase estaba cansada, pero no exhausta como lo estaba después de los turnos en los restaurantes, con el alma tan agotada como el cuerpo. Llegaba a casa electrizada por mi amor por los libros que daba en mis clases, y por el oficio de hacer arte a partir de la vida.
Tras acabar mi posgrado, y antes de vender mi primer libro, volví a servir comidas. Conseguí un trabajo en un pequeño restaurante con nombre de especia en mi barrio de Brooklyn, en proceso de rápida gentrificación. Era un local mucho más agradable que cualquier otro en el que había trabajado. Había velas en las mesas y todas las noches se imprimía una nueva carta.
Habían pasado algunos años, y mientras rescataba mis delantales de cintura para mi primer turno, me emocioné un poco ante la perspectiva de volver al ritmo familiar del servicio.
Sin embargo, al cabo de una hora, más o menos, mi seguridad en mí misma empezó a flaquear. Todavía sabía hacer el trabajo, pero me invadió una cierta rigidez cuando llegó el momento de sonreír, guiñar el ojo y amoldarme a los deseos tácitos de los desconocidos. En el transcurso de la noche, me consternó que mi cuerpo fuese incapaz de cumplir. ¿Qué problema había? ¿Había perdido mi chispa?
Al final de la noche, cometí un pequeño error, y el chef me gritó desde detrás de la barra: “¿Qué pasa, eres tonta?”.
Los chefs me habían gritado cosas mucho peores antes; el maltrato verbal de los chefs se daba por descontado en muchos restaurantes, y se consideraba una ofensa bastante leve, en general. Pero ya no estaba acostumbrada.
Acababa de pasar dos años al frente de clases de universidad donde, por muy mal pagada que estuviese, nunca se me llamaba tonta. Se me trataba con respeto, con deferencia. Allí había ascendido a un ámbito laboral distinto y, aunque seguía contando con esa opción, nunca utilicé mi sexualidad para ganar dinero. Ni tampoco se me pedía que sufriera este tipo de humillaciones abiertas. Cuando cobré, tenía más de lo que jamás había conseguido en un solo turno sirviendo mesas. Me metí el fajo de billetes en el bolsillo del abrigo y le dije al jefe del restaurante que no volvería la noche siguiente, ni después. Nunca volví a trabajar en un restaurante.
A veces lo echo de menos, pero siempre estoy agradecida de haber tenido el privilegio de dejar esa vida.
Ahora doy clase a tiempo completo, y cuando entro en un aula el primer día del semestre, escudriño esa sala llena de rostros y siento como sus expectativas crecen como olas en mi dirección.
Es emocionante mantener la atención de alguien, intuir sus intereses y encender su curiosidad: todos los seductores lo saben. Descubrí esa sensación por primera vez, no en la mazmorra, sino en los comedores de los restaurantes, con el repiqueteo de los platos y el olor a ajo de la cocina, que chocaba con la música de la zona para clientes.
Es imposible hacer una relación completa de los modos en que la educación influyó no solo en mi relación con el trabajo, sino en todos mis encuentros personales. Haber pasado años pensando en las personas como máquinas tragamonedas a las que tenía que ganar, sabiendo que mi seguridad vital dependía de ello, no me preparó para unas relaciones saludables.
Ahora se me han quedado pequeñas muchas habilidades que una vez me sirvieron para sobrevivir, y he aprendido que aferrarme a ellas causa sus propios perjuicios. Hay gracia en dejar ir las cosas que ya no me sirven, o cuyos caminos cruzo. También estoy agradecida por la oportunidad, de tanto en tanto, de darles otra utilidad. Me gusta pensar que mis años de seducción me hicieron ser una profesora más empática; que la habilidad de suscitar el deseo se ha convertido en la de compartir el amor.
“¿Así?”, me preguntó, fulminándome con la mirada, y yo intenté contenerme la risa.
“Más bien así”, respondí, haciendo una demostración.
Cuando era pequeña, mi madre me enseñó a suavizar la mirada mientras observaba a los pájaros, para que no sintieran el peso de mi atención. Este tipo de mirada es exactamente la contraria: es una mirada concentrada que se posa como un dedo, con delicadeza, echando el anzuelo del deseo hasta que se engancha y tira.
La miré, y algo se activó en mí, en respuesta a un conjunto de señales que me indicaban cómo quería que la miraran. “La mirada tiene que ser directa, pero no demasiado tiempo, ha de ser solo un roce”, le dije.
“¡Para! ¡Cuidado con adónde apuntas con eso!”, me dijo. Me miró asombrada, y me sentí orgullosa pero también apenada. “¿Dónde aprendiste a hacer eso?”.
Me considero alguien que siempre ha sabido hacer esto —una seductora intuitiva—, pero la pregunta de mi amiga me invitó a reflexionar sobre los orígenes del impulso.
¿Dónde lo aprendí la primera vez?
Está, por supuesto, el mero hecho de ser mujer, lo que significa que llevo toda la vida consumiendo lecciones sobre seducción en el cine y la televisión. Pero mi amiga también es mujer, y ella no sabe proyectar esa atmósfera provocativa para que alguien llegue a picar el anzuelo. En cambio, yo lo hago a la carta, como si fuese mi trabajo. Mientras llega nuestra comida, medito sobre esto, y de pronto algo encaja. Durante muchos años —a veces de forma implícita, y otras explícita— seducir a la gente fue mi trabajo.
Mis padres crecieron en la clase obrera, a veces en la pobreza, y yo me crie en un ethos de escasez: no desperdiciábamos nada, nos comíamos hasta la cáscara de todo e intentábamos no comprar nada a plazos. Aunque mi familia era claramente de clase media, mis compañeros en el colegio suponían que yo era pobre porque llevaba zapatos comprados de saldo y no usaba ropa de marca; fue así durante todos los años de primaria, hasta que en la adolescencia pasé a las tiendas de segunda mano.
Mis padres no eran tacaños, exactamente, pero para ellos el estatus no estaba en los lujos —mi madre me dijo una vez que un coche de lujo era como hacer una grosería a todos los pobres del mundo—, y creían en el trabajo. La semana que cumplí 14 años, la edad mínima legal para trabajar en Massachusetts, mi padre me llevó al ayuntamiento para solicitar un permiso de trabajo.
Ese año, empecé a trabajar de lavaplatos en una marisquería. Vestida la mayoría de los días con un peto desgastado y unas Doc Martens, observaba desde dentro a los camareros: la mayoría eran veinteañeros que para mí tenían el glamur de los famosos de segunda fila.
Tan arreglados con sus delantales idénticos y sus camisetas con el logotipo del restaurante, todos me parecían sexis, de un modo inefable que tenía poco que ver con su aspecto físico. El origen de este atractivo, me acabé dando cuenta, era la habilidad con que empleaban su carisma.
Eran seductores experimentados, que revoloteaban por el comedor, calibrando su afectación a la medida de cada comensal. Los que tenían el fajo de billetes más grueso al final de cada turno cultivaban un flirteo con sus mesas que acertaba en la tecla correcta para aflojar el dinero. Como si cada comensal fuese una máquina tragamonedas más basada en la habilidad que en el azar.
A los 14 años, ya tenía un sentido agudo de que debía ser atractiva para la gente, y en especial para los hombres, pero el “éxito” en ello tuvo resultados mixtos. Un desarrollo sexual temprano me hacía vulnerable a la experiencia sexual temprana —en realidad no aprendí a decir no hasta que fui adulta—, y la mayoría de las veces me quedaba con una sensación de impotencia y aturdimiento. Utilizar mi impulso por gustar en un contexto cuyo punto final no fuese el sexo, y que prometiera recompensas materiales por el éxito, parecía un foro mucho más seguro. La idea parecía empoderadora, incluso, ya que me daba el control sobre la experiencia.
Mi primer trabajo de camarera fue en el Café Algiers, un restaurante emblemático de cocina del Medio Oriente en Harvard Square, en Cambridge, que servía a los profesores y estudiantes de posgrado. Yo tenía 17 años y vivía felizmente en un mísero apartamento con cuatro amigos en Somerville. En medio de las tambaleantes mesas octogonales, sostenía en equilibrio las teteras de plata llenas de té mentolado y platos de hummus, y practicaba mi método.
Aprendí que, si mi mirada era muy intensa, los hombres (y de vez en cuando las mujeres) me preguntaban en voz baja a qué hora acababa mi turno; si era demasiado sutil, me ignoraban y me dejaban propinas decepcionantes.
El truco era suscitar la sensación correcta en mí misma —yo tengo algo que quieren, y quiero dárselo, pero no todavía—, servir los platos de comida como símbolo de otra cosa, proyectar un ligero aire de estar negándoles un deseo. Aprendí lo que saben todos los buenos agentes comerciales: si insinúas que una persona quiere algo con la suficiente confianza en ti misma, es bastante probable que te crea.
Cada turno era un ejercicio sobre el arte de la seducción, y cada uno acababa con un recuento de propinas que equivalía a una especie de calificación: una puntuación numérica para mi nivel de éxito.
Perfeccioné mis habilidades enseguida. Al cabo de solo unas semanas, podía llevar cinco platos en una bandeja, calculaba al instante la cuenta en la cabeza y calaba a los clientes casi igual de rápido. Sabía si un comensal quería coqueteo, que lo tratara con cierto disgusto (eran raros, pero los había) o que les diera la bienvenida como a un familiar perdido mucho tiempo atrás. Mi carácter disperso, que me hacía muy torpe en mi vida cotidiana, se concentró con la corriente de señales sociales. Entendía de forma intuitiva su cadencia, como una bailarina que coge el ritmo. Cuando estaba trabajando, no pensaba y no cometía errores, lo cual estaba muy bien, porque mi sustento dependía de ello: en 1996, el salario mínimo para los empleados que reciben propinas era de 2,13 dólares por hora.
Mi segundo trabajo fue de camarera en el Greenhouse, otra institución histórica de Cambridge. El restaurante, carísimo, tenía un rótulo verde icónico y un comedor que siempre estaba lleno de humo de cigarrillos. Las profesoras, por lo general, dejaban buenas propinas, y querían un poco de flirteo cortante, salpicado de ironía, como si siguiésemos la misma broma. A los trabajadores que comían en la barra les gustaba intercambiar palabras cariñosas, y que coquetearas con ellos un poco. A veces me salía naturalmente imitarlos, y omitía las erres al hablar con ellos: ¿lo quieres con pastel mahmolado?
Después del Greenhouse, tuve otros 10 trabajos o más en restaurantes: el deli judío donde venían las familias a tomar el brunch, la pastelería frecuentada por lesbianas adineradas, el restaurante mexicano adonde iban muchos turistas y celebraba despedidas de solteros… Fuesen cuales fueran sus diferencias, cada restaurante era un microcosmos de jerarquías sociales mayores. Una vez trabajé en el turno del brunch en Belmont con un tipo con el que estaba saliendo. A menudo se colocaba antes del trabajo y después lo hacía fatal. Nunca pensaba en qué quería el cliente, nunca interpretaba las sutiles señales en sus rostros, nunca seducía a nadie. No tenía que hacerlo. Podía equivocarse al tomar nota de las comandas, confundir las mesas, derramar agua sobre un cliente y, aun así, al final del turno acababa con un montón de propinas. Mientras, mis ganancias se reducían si al sonreír me quedaba corta o me pasaba.
Acabé aprendiendo que era una regla en los restaurantes: sin importar la calidad de su servicio, los hombres conseguían mayores propinas. También era raro que tuvieran que soportar los abusos que soportábamos nosotras.
Image Credit...Antoine Cossé
Me acuerdo de una mesa que tuve durante mi temporada en el restaurante mexicano. Era una familia numerosa, con un patriarca que se pavoneaba y que emanaba una inseguridad que expresaba tratando como basura a toda mujer a la vista. Lo aguanté con una sonrisa, incluso cuando me dio una palmada en el trasero ante los ojos de su mujer, que después me fulminó con la mirada.
Se me hizo un nudo en la garganta de vergüenza y furia. Lo ignoré y pensé en la propina que conllevaría este tipo de trato: 10 dólares, quizá incluso 20. Me salió una sonrisa al visualizarlo, que después dirigí a la mesa. Sin embargo, en este caso, después de que se hubiesen marchado y mientras retiraba sus platos grasientos, me di cuenta de que el hombre no me había dejado la propina. Estuve echando humos durante días. Atizó en mí lo que sentía como un fuego primordial. Más de 20 años después, puedo sentir su calor. No fue tanto el dinero como la humillación.
Con el tiempo, y al estar expuesta a ellas, me habitué a las humillaciones en el trabajo. Una persona puede acostumbrarse a casi todo, con el tiempo suficiente: la personalidad crecerá alrededor de la adversidad como las raíces del árbol crecen alrededor de una roca y adoptan su forma ante lo inamovible.
Además, necesitaba el dinero. Durante la mayor parte de los años que trabajé en restaurantes, aún era una adolescente. No tenía título universitario, ni siquiera el del bachillerato (salvo que se cuente el GED, la certificación de educación general). Aunque alguna vez que otra me quedaba sin propina, de los trabajos para los que estaba cualificada era, con creces, el mejor pagado.
Las humillaciones intrínsecas de servir mesas también se volvían más soportables por la satisfacción de ser buena en mi trabajo. Aunque tenía menos poder que los comensales en muchos aspectos —yo estaba ahí para servirles, literalmente—, también tenía un control sutil sobre ellos, que no podían ver, y que cobraba más fuerza cuanto más tiempo lo ejercía. Los trabajaba, como un agente comercial o un estafador de poca monta, y ellos eran mis ingenuos, mis bobos, mis viciosos.
Una seductora hábil puede invertir una dinámica de poder en su beneficio. Saber cómo hacerlo, me di cuenta, era una destreza valiosa, que después empleé con fines mucho más lucrativos.
Cuando me mudé a Nueva York en 1999, era difícil conseguir trabajo en un restaurante. En los de alta categoría de Manhattan pedían un currículum, y mi experiencia se enmarcaba indudablemente en la baja categoría. Trabajé durante unos meses en un restaurante del West Village, sirviendo huevos y llevando jamón y kétchup de aquí para allá, pero no tardé mucho en meterme a trabajar en el sexo, donde se cobraba mucho mejor.
Como dominatriz profesional, apliqué las habilidades que había labrado sirviendo mesas: interpretar a la gente, intuir sus deseos, fingir interés e indiferencia. Y lo maravilloso fue que el subtexto se convirtió en texto. Antes de empezar a trabajar con cualquier cliente, tenía una sesión previa de consulta con él donde me decía exactamente qué quería, y yo aceptaba o no. Por supuesto, yo calibraba mi conducta en estas reuniones en función de lo que mi instinto me dijera que estos clientes querían. (Querían que los trataran con repulsión con mucha más frecuencia que los clientes de los restaurantes, cosa que yo disfrutaba.)
Durante las sesiones propiamente dichas, me basaba en mi pulido instinto para medir los tiempos y la intensidad: incluso cuando seguían un guion, había que improvisar mucho. El trabajo consistía mayoritariamente en la seducción: en una valoración del deseo y cómo prolongarlo, hacerlo crecer y dejarlo con ganas de un poco más. La principal diferencia —y no era pequeña— es que se pagaba bien, sin importar cómo fuese la sesión.
Image Credit...Antoine Cossé
Durante mi segundo año en la escuela de posgrado, empecé a ser profesora adjunta, lo que estaba peor pagado que el trabajo sexual o servir mesas. Algunos semestres, daba seis clases en tres escuelas distintas, así que me cruzaba cuatro barrios diferentes. Me acostumbré a escribir en los trenes y poco a poco fui haciendo un guardarropa distinto del que había necesitado para cualquier trabajo previo.
En la enseñanza también había una parte de interpretación de un papel, pero, como en el trabajo sexual, me pagaban, fuese buena o no. En general me desempeñé bien, y no tener que flirtear con nadie para ello fue una revelación, por muy escaso que fuese el salario. La principal diferencia entre dar clase y mis trabajos anteriores era que, en el aula, el papel que yo representaba no se basaba en una mentira. Yo interpretaba a un personaje derivado de partes verdaderas de mí, tal vez las más verdaderas de mí.
Un buen profesor seduce, pero no con el objetivo de irse a la cama con sus alumnos. Un buen profesor emplea su carisma con el objetivo de que los oyentes se enamoren de la asignatura que imparte. Mi objetivo nunca fue obtener dinero, o siquiera autoestima, de mis alumnos, sino contagiarles el amor que yo sentía por los escritores que daba en mi asignatura. Después de dar clase estaba cansada, pero no exhausta como lo estaba después de los turnos en los restaurantes, con el alma tan agotada como el cuerpo. Llegaba a casa electrizada por mi amor por los libros que daba en mis clases, y por el oficio de hacer arte a partir de la vida.
Tras acabar mi posgrado, y antes de vender mi primer libro, volví a servir comidas. Conseguí un trabajo en un pequeño restaurante con nombre de especia en mi barrio de Brooklyn, en proceso de rápida gentrificación. Era un local mucho más agradable que cualquier otro en el que había trabajado. Había velas en las mesas y todas las noches se imprimía una nueva carta.
Habían pasado algunos años, y mientras rescataba mis delantales de cintura para mi primer turno, me emocioné un poco ante la perspectiva de volver al ritmo familiar del servicio.
Sin embargo, al cabo de una hora, más o menos, mi seguridad en mí misma empezó a flaquear. Todavía sabía hacer el trabajo, pero me invadió una cierta rigidez cuando llegó el momento de sonreír, guiñar el ojo y amoldarme a los deseos tácitos de los desconocidos. En el transcurso de la noche, me consternó que mi cuerpo fuese incapaz de cumplir. ¿Qué problema había? ¿Había perdido mi chispa?
Al final de la noche, cometí un pequeño error, y el chef me gritó desde detrás de la barra: “¿Qué pasa, eres tonta?”.
Los chefs me habían gritado cosas mucho peores antes; el maltrato verbal de los chefs se daba por descontado en muchos restaurantes, y se consideraba una ofensa bastante leve, en general. Pero ya no estaba acostumbrada.
Acababa de pasar dos años al frente de clases de universidad donde, por muy mal pagada que estuviese, nunca se me llamaba tonta. Se me trataba con respeto, con deferencia. Allí había ascendido a un ámbito laboral distinto y, aunque seguía contando con esa opción, nunca utilicé mi sexualidad para ganar dinero. Ni tampoco se me pedía que sufriera este tipo de humillaciones abiertas. Cuando cobré, tenía más de lo que jamás había conseguido en un solo turno sirviendo mesas. Me metí el fajo de billetes en el bolsillo del abrigo y le dije al jefe del restaurante que no volvería la noche siguiente, ni después. Nunca volví a trabajar en un restaurante.
A veces lo echo de menos, pero siempre estoy agradecida de haber tenido el privilegio de dejar esa vida.
Ahora doy clase a tiempo completo, y cuando entro en un aula el primer día del semestre, escudriño esa sala llena de rostros y siento como sus expectativas crecen como olas en mi dirección.
Es emocionante mantener la atención de alguien, intuir sus intereses y encender su curiosidad: todos los seductores lo saben. Descubrí esa sensación por primera vez, no en la mazmorra, sino en los comedores de los restaurantes, con el repiqueteo de los platos y el olor a ajo de la cocina, que chocaba con la música de la zona para clientes.
Es imposible hacer una relación completa de los modos en que la educación influyó no solo en mi relación con el trabajo, sino en todos mis encuentros personales. Haber pasado años pensando en las personas como máquinas tragamonedas a las que tenía que ganar, sabiendo que mi seguridad vital dependía de ello, no me preparó para unas relaciones saludables.
Ahora se me han quedado pequeñas muchas habilidades que una vez me sirvieron para sobrevivir, y he aprendido que aferrarme a ellas causa sus propios perjuicios. Hay gracia en dejar ir las cosas que ya no me sirven, o cuyos caminos cruzo. También estoy agradecida por la oportunidad, de tanto en tanto, de darles otra utilidad. Me gusta pensar que mis años de seducción me hicieron ser una profesora más empática; que la habilidad de suscitar el deseo se ha convertido en la de compartir el amor.
Melissa Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa,,.
domingo, 1 de enero de 2023
Cómo lidiar con un cretino sin convertirte en uno tú también
“¡Eso no es cierto!”, exclamó. “¡Habla como todo un ignorante, no sabe lo que dice!”.
Al principio de mi carrera profesional, permití que algunas personas desagradables me pisotearan. En cierta ocasión, un cliente me reprendió por un error en un anuncio que había cometido mi predecesor y yo cedí y le ofrecí devolverle todo su dinero. En otro momento, un jefe amenazó con despedirme por defender a un colega a quien habían tratado mal, y me quedé callado. Pero cuando se presentó esta situación en particular, ya estaba preparado: había recibido formación como mediador en casos de conflicto, había trabajado como negociador y estudiado psicología organizacional.
En algún momento de nuestra carrera profesional, es probable que tengamos que interactuar con un cretino. Ese tipo de persona que humilla y no muestra ningún respeto. Sus actitudes pueden variar desde adjudicarse el crédito por nuestras acciones, culparnos por sus errores, invadir nuestra privacidad o faltar a sus promesas, hasta hablar mal de nosotros, gritarnos y denigrarnos. En palabras del psicólogo organizacional Bob Sutton, estas personas tratan a los demás como basura y ni siquiera se dan cuenta, o no les importa.
Por supuesto, la respuesta natural es ponerse a la defensiva, pero así solo conseguimos escalar el ciclo de agresión. Tomemos como ejemplo un estudio clásico en el que los investigadores registraron el comportamiento de negociadores con distintos niveles de desarrollo. Los negociadores promedio terminaron sumidos el triple de veces que los expertos en círculos viciosos de defensa-ataque. Los expertos no se dejaron llevar por la agitación del momento y además lograron calmar a su interlocutor. Con toda serenidad analizaron sus reacciones ante el comportamiento del otro y exploraron distintas razones para explicar qué pretendía comunicar la otra persona.
Llevaba varios años estudiando esas pruebas y dando cursos basado en ellas. Era la oportunidad perfecta para poner esos conceptos en práctica. Le pedí al público que tomáramos un descanso, caminé hasta el lugar donde estaba la persona que me interrumpió y le dije: “Claro que puede estar en desacuerdo con los datos, pero no me parece que haya sido una manera respetuosa de expresar su opinión. Al menos a mí, no me enseñaron a sostener un debate intelectual de esa manera. ¿A usted sí?”.
Mi intención era iniciar una conversación acerca de la conversación, es decir, cambiar nuestra atención del tema en sí para reflexionar acerca del tono del diálogo. Para mi sorpresa, funcionó.
“Bueno, no…”, tartamudeó, “Solo me parece que está equivocado”. Más tarde, le envié los datos y respondió con una disculpa.
Esa persona que me interrumpió se ajusta a la definición de “cretino temporal” de Sutton. Todos podemos desplegar ese comportamiento y arrepentirnos más tarde. Un estudio demostró que cuando los líderes actúan de manera abusiva, al concluir el día se sienten menos competentes y menos respetados en el lugar de trabajo, además de que les resulta más difícil relajarse al llegar a casa.
Sin embargo, en algunas ocasiones nos topamos con un cretino certificado, una persona que acostumbra humillar a los demás y faltarles al respeto. Hace unos años, tuve un colega que tenía la reputación de gritarle a los demás en las juntas. Después de verlo con mis propios ojos, reflexioné sobre lo que había atestiguado y le llamé para hacerle notar que su actitud no me parecía profesional. Mi colega se puso a la defensiva: “¡Fue necesario para explicar mi postura!”.
Varias investigaciones sobre la psicología de los cretinos certificados revelan que acostumbran
racionalizar la agresión. Están convencidos de que solo si actúan de esa forma conseguirán los resultados que desean. Apenas hace poco descubrí cómo responder ante algo así, cuando entrevisté a Sheila Heen, experta en mediación de conflictos, para un episodio de mi pódcast WorkLife sobre los cretinos con quienes convives en la oficina. Su propuesta es que tratemos de encontrar la manera de cuestionar con sutileza su creencia de que la agresión es necesaria: “¿De verdad? Me extraña, mi impresión es que eres una persona inteligente y creativa, así que no me cabe la menor duda de que puedes encontrar mejores estrategias para lograr la misma claridad sin tener que recurrir a atacar a alguien más”.
No es tan difícil visualizar ese tipo de conversación con un colega. ¿Pero qué puedes hacer si el cretino es tu jefe o tu superior y no tienes la opción de renunciar?
Algunas investigaciones realizadas en bancos y empresas inmobiliarias han identificado dos formas efectivas de acabar con un patrón de supervisión abusiva. Una es ser menos dependiente del jefe. Si logras minimizar las interacciones, los daños serán menores. La otra es lograr que tu jefe dependa más de ti. Si te necesita, es menos probable que te trate mal.
Si todo lo demás falla, Sutton recomienda cambiar tu actitud con respecto a la situación: finge ser un especialista en cretinos y piensa en lo afortunado que eres por tener la oportunidad de ver de cerca a ese ejemplar tan espectacular y extraordinario.
Adam Grant, psicólogo organizacional en Wharton, es el autor de "Originals". Para saber más sobre cómo desarrollar tu carrera y generar contactos, escucha "WorkLife With Adam Grant", un pódcast original de TED sobre la ciencia de hacer que el trabajo sea menos horrible. Puedes encontrar "WorkLife" en Apple Podcasts o en tu plataforma favorita para escuchar audioseries.
La depresión por covid existe. Esto es lo que debemos saber.
El riesgo de desarrollar síntomas depresivos es alto durante el año posterior a la recuperación del virus.
Este año, la Organización Mundial de la Salud declaró que, solo durante el primer año de la pandemia del COVID-19, tanto la ansiedad como la depresión aumentaron un 25 por ciento en todo el mundo. Y los investigadores han seguido encontrando más pruebas de que el coronavirus causó estragos en nuestra salud mental. En un estudio de 2021, más de la mitad de los adultos estadounidenses reportaron síntomas de depresión grave después de una infección por coronavirus. El riesgo de desarrollar estos síntomas — así como otros síntomas de trastornos mentales— sigue siendo elevado hasta después de un año de haberse recuperado.
El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox. No es de extrañar que la pandemia haya tenido un impacto tan grande. “Es un acontecimiento de enorme trascendencia”, señaló Ziyad Al-Aly, epidemiólogo clínico de la Universidad de Washington en San Luis y jefe de investigación y desarrollo en el Sistema de Salud de Asuntos para los Veteranos de San Luis.
Los problemas de salud, el duelo por perder a seres queridos, el aislamiento social y la interrupción de las actividades cotidianas fueron la combinación perfecta que contribuyó al desasosiego, sobre todo al inicio de la pandemia. Pero en comparación con quienes no se contagiaron (y también enfrentaron las dificultades de pasar por una pandemia), parece que las personas que se enfermaron de COVID-19 son mucho más propensas a sufrir una gama de problemas de salud mental.
“El coronavirus tiene algo que sí afecta el cerebro”, comentó Al-Aly. “Algunas personas se deprimen, mientras que otras pueden sufrir accidentes cerebrovasculares, ansiedad, problemas de memoria y trastornos en su capacidad sensorial”. Sin embargo, otras no presentan ningún padecimiento neurológico ni psiquiátrico, aseveró.
¿Por qué algunas personas se deprimen cuando les da covid?
Los científicos siguen estudiando el modo preciso en que el coronavirus altera el cerebro, pero las investigaciones ya comienzand a ofrecer algunas explicaciones posibles. Por ejemplo, unos cuantos estudios han revelado que el sistema inmunitario de algunas personas se satura al enfermarse. Es posible que terminen con inflamación en todo el cuerpo e incluso en el cerebro. También existen pruebas de que las células del endotelio que recubren los vasos sanguíneos del cerebro se ven afectadas durante un ataque de COVID-19, lo cual puede permitir que, de manera inadvertida, penetren algunas sustancias nocivas que afectan el buen funcionamiento mental. Además, según Al-Aly, en algunos pacientes, las células llamadas microglía, que por lo general trabajan en las labores de limpieza del cerebro, pueden descontrolarse, atacar a las neuronas y perjudicar las sinapsis.
Es posible que el COVID-19 afecte, incluso, la diversidad de las bacterias y microbios del intestino. Puesto que se ha demostrado que estos microbios producen neurotransmisores como la serotonina y la dopamina, los cuales ayudan a regular el estado de ánimo, este cambio podría ser el origen de algunos problemas neuropsiquiátricos.
¿Quiénes están en mayor riesgo?
Uno de los factores de riesgo más importantes para la depresión después de una infección por COVID-19 —o tras una enfermedad grave— es haber sido diagnosticado con algún trastorno mental antes de enfermar. Megan Hosey, una psicóloga de rehabilitación que trabaja con pacientes de la unidad de terapia intensiva en el Hospital Johns Hopkins, mencionó que las personas que tuvieron síntomas graves de COVID-19 y debieron permanecer en el hospital durante su enfermedad también tienen más probabilidades de sufrir de depresión.
Según algunas estimaciones de la OMS, las personas jóvenes tienen un riesgo mucho mayor de presentar conductas suicidas y autodestructivas después de enfermar de covid. Es probable que haya más mujeres que hombres que reporten repercusiones en su salud mental después de la infección. También es más probable que las personas con enfermedades físicas preexistentes, como asma, cáncer y cardiopatías desarrollen trastornos mentales después de la covid.
Asimismo, es más probable que las personas que sufren alteraciones importantes del sueño, aislamiento social o algún otro cambio conductual significativo, como la cantidad de alcohol que consumen o el tipo de medicamentos controlados que toman, desarrollen depresión después de que desaparezcan los síntomas físicos de la covid. “Sabemos que la existencia de otros factores estresantes puede augurar síntomas de depresión en el futuro”, señaló Hosey. Algunos estudios revelan que, en general, las personas que viven con esos factores estresantes pueden ser más vulnerables a desarrollar covid persistente.
¿Cuándo se convierte la melancolía causada por el coronavirus en depresión clínica? ¿Cuáles son algunos síntomas iniciales? Es normal que mientras estamos en la parte más difícil y combatiendo la infección viral nos sintamos cansados y nos duela cabeza. “Cuando nos sentimos muy mal a nivel fisiológico, esto puede afectar nuestro estado de ánimo”, señaló Hosey. “Yo jamás diagnosticaría a alguien con depresión cuando se encuentra en la fase aguda de una infección por covid”.
Pero, según Hosey, si el cansancio y la sensación de agobio persisten de dos a seis semanas después de la infección por covid y comienzan a entorpecer nuestras actividades cotidianas o a afectar de manera negativa nuestras relaciones interpersonales, esto podría ser un signo de depresión.
Es posible que algunos pacientes con depresión también experimenten de manera persistente tristeza, llanto, irritabilidad, cambios de apetito o peso, problemas para pensar o concentrarse, sentimientos de una tremenda culpa, inferioridad o desesperanza. Es posible que las personas que sufren de depresión profunda a menudo piensen en la muerte y tengan ideas suicidas, aseveró Hosey.
¿Qué podemos hacer para tratar la depresión posterior a la COVID-19?
Si te preocupa que tú o algún ser querido estén teniendo síntomas de depresión después de una infección por covid, es importante que conversen con algún médico o profesional de la salud mental. “No todos tienen que consultar con un psiquiatra para que evalúe si sufren de depresión”, comentó Al-Aly. Los pacientes también pueden obtener ayuda diciéndole a su médico de cabecera por lo que están pasando, añadió. “Lo más importante es buscar ayuda lo más pronto posible”.
La depresión no es algo de lo que normalmente podamos deshacernos solos, afirmó Hosey. Puede ser tentador usar las herramientas para autodiagnosticarse y los recursos que hay en internet, así como comprar suplementos que prometen combatir la inflamación provocada por la covid o reparar la salud del intestino, pero muchas de estas tácticas no son confiables ni cuentan con el respaldo de alguna prueba.
Es buena idea hacer balance de la dieta, el sueño y el consumo de alcohol y drogas. Por ejemplo, es posible que la ingesta de alimentos más nutritivos y una buena rutina de sueño tengan un impacto positivo en nuestra salud mental. Las investigaciones revelan que en algunos casos es posible que el ejercicio y la meditación también ayuden a sanar la mente. Pero si los cambios conductuales no funcionan, un profesional de la salud puede recomendar terapia o fármacos, dependiendo de las necesidades de cada quién.
Durante la pandemia, el acceso a servicios de telemedicina y de salud mental se ampliaron, dijo Hosey. Varios estados en EE. UU. ahora permiten que los psicólogos colegiados atiendan a pacientes fuera del estado si pertenecen a PSYPACT, o el Compacto Interjurisdiccional de Psicología. Eso significa que puedes buscar con más facilidad un profesional de salud mental ya sea para consulta presencial o en línea incluso si en la zona en la que vives hay una escasez de profesionales, comentó Hosey.
Aún no está claro cuánto tiempo se necesita para superar los síntomas de depresión tras la covid. “La recuperación de la depresión es un proceso muy individual”, dijo Hosey. Muchas personas se recuperan tras un tratamiento breve. Otras personas sufren recaídas en lo suqe los síntomas mejoran y empeoran y puede ser necesario intentar otro tratamiento, indicó. A veces la depresión se resuelve sin tratamiento aunque eso es más factible entre las personas con casos leves.
“Tras una infección de covid debes descansar un poco y ser paciente”, dijo Hosey. “Lidiar con una infección es algo difícil”.
https://www.nytimes.com/es/2022/11/16/espanol/covid-sintomas-depresion.html
Este año, la Organización Mundial de la Salud declaró que, solo durante el primer año de la pandemia del COVID-19, tanto la ansiedad como la depresión aumentaron un 25 por ciento en todo el mundo. Y los investigadores han seguido encontrando más pruebas de que el coronavirus causó estragos en nuestra salud mental. En un estudio de 2021, más de la mitad de los adultos estadounidenses reportaron síntomas de depresión grave después de una infección por coronavirus. El riesgo de desarrollar estos síntomas — así como otros síntomas de trastornos mentales— sigue siendo elevado hasta después de un año de haberse recuperado.
El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox. No es de extrañar que la pandemia haya tenido un impacto tan grande. “Es un acontecimiento de enorme trascendencia”, señaló Ziyad Al-Aly, epidemiólogo clínico de la Universidad de Washington en San Luis y jefe de investigación y desarrollo en el Sistema de Salud de Asuntos para los Veteranos de San Luis.
Los problemas de salud, el duelo por perder a seres queridos, el aislamiento social y la interrupción de las actividades cotidianas fueron la combinación perfecta que contribuyó al desasosiego, sobre todo al inicio de la pandemia. Pero en comparación con quienes no se contagiaron (y también enfrentaron las dificultades de pasar por una pandemia), parece que las personas que se enfermaron de COVID-19 son mucho más propensas a sufrir una gama de problemas de salud mental.
“El coronavirus tiene algo que sí afecta el cerebro”, comentó Al-Aly. “Algunas personas se deprimen, mientras que otras pueden sufrir accidentes cerebrovasculares, ansiedad, problemas de memoria y trastornos en su capacidad sensorial”. Sin embargo, otras no presentan ningún padecimiento neurológico ni psiquiátrico, aseveró.
¿Por qué algunas personas se deprimen cuando les da covid?
Los científicos siguen estudiando el modo preciso en que el coronavirus altera el cerebro, pero las investigaciones ya comienzand a ofrecer algunas explicaciones posibles. Por ejemplo, unos cuantos estudios han revelado que el sistema inmunitario de algunas personas se satura al enfermarse. Es posible que terminen con inflamación en todo el cuerpo e incluso en el cerebro. También existen pruebas de que las células del endotelio que recubren los vasos sanguíneos del cerebro se ven afectadas durante un ataque de COVID-19, lo cual puede permitir que, de manera inadvertida, penetren algunas sustancias nocivas que afectan el buen funcionamiento mental. Además, según Al-Aly, en algunos pacientes, las células llamadas microglía, que por lo general trabajan en las labores de limpieza del cerebro, pueden descontrolarse, atacar a las neuronas y perjudicar las sinapsis.
Es posible que el COVID-19 afecte, incluso, la diversidad de las bacterias y microbios del intestino. Puesto que se ha demostrado que estos microbios producen neurotransmisores como la serotonina y la dopamina, los cuales ayudan a regular el estado de ánimo, este cambio podría ser el origen de algunos problemas neuropsiquiátricos.
¿Quiénes están en mayor riesgo?
Uno de los factores de riesgo más importantes para la depresión después de una infección por COVID-19 —o tras una enfermedad grave— es haber sido diagnosticado con algún trastorno mental antes de enfermar. Megan Hosey, una psicóloga de rehabilitación que trabaja con pacientes de la unidad de terapia intensiva en el Hospital Johns Hopkins, mencionó que las personas que tuvieron síntomas graves de COVID-19 y debieron permanecer en el hospital durante su enfermedad también tienen más probabilidades de sufrir de depresión.
Según algunas estimaciones de la OMS, las personas jóvenes tienen un riesgo mucho mayor de presentar conductas suicidas y autodestructivas después de enfermar de covid. Es probable que haya más mujeres que hombres que reporten repercusiones en su salud mental después de la infección. También es más probable que las personas con enfermedades físicas preexistentes, como asma, cáncer y cardiopatías desarrollen trastornos mentales después de la covid.
Asimismo, es más probable que las personas que sufren alteraciones importantes del sueño, aislamiento social o algún otro cambio conductual significativo, como la cantidad de alcohol que consumen o el tipo de medicamentos controlados que toman, desarrollen depresión después de que desaparezcan los síntomas físicos de la covid. “Sabemos que la existencia de otros factores estresantes puede augurar síntomas de depresión en el futuro”, señaló Hosey. Algunos estudios revelan que, en general, las personas que viven con esos factores estresantes pueden ser más vulnerables a desarrollar covid persistente.
¿Cuándo se convierte la melancolía causada por el coronavirus en depresión clínica? ¿Cuáles son algunos síntomas iniciales? Es normal que mientras estamos en la parte más difícil y combatiendo la infección viral nos sintamos cansados y nos duela cabeza. “Cuando nos sentimos muy mal a nivel fisiológico, esto puede afectar nuestro estado de ánimo”, señaló Hosey. “Yo jamás diagnosticaría a alguien con depresión cuando se encuentra en la fase aguda de una infección por covid”.
Pero, según Hosey, si el cansancio y la sensación de agobio persisten de dos a seis semanas después de la infección por covid y comienzan a entorpecer nuestras actividades cotidianas o a afectar de manera negativa nuestras relaciones interpersonales, esto podría ser un signo de depresión.
Es posible que algunos pacientes con depresión también experimenten de manera persistente tristeza, llanto, irritabilidad, cambios de apetito o peso, problemas para pensar o concentrarse, sentimientos de una tremenda culpa, inferioridad o desesperanza. Es posible que las personas que sufren de depresión profunda a menudo piensen en la muerte y tengan ideas suicidas, aseveró Hosey.
¿Qué podemos hacer para tratar la depresión posterior a la COVID-19?
Si te preocupa que tú o algún ser querido estén teniendo síntomas de depresión después de una infección por covid, es importante que conversen con algún médico o profesional de la salud mental. “No todos tienen que consultar con un psiquiatra para que evalúe si sufren de depresión”, comentó Al-Aly. Los pacientes también pueden obtener ayuda diciéndole a su médico de cabecera por lo que están pasando, añadió. “Lo más importante es buscar ayuda lo más pronto posible”.
La depresión no es algo de lo que normalmente podamos deshacernos solos, afirmó Hosey. Puede ser tentador usar las herramientas para autodiagnosticarse y los recursos que hay en internet, así como comprar suplementos que prometen combatir la inflamación provocada por la covid o reparar la salud del intestino, pero muchas de estas tácticas no son confiables ni cuentan con el respaldo de alguna prueba.
Es buena idea hacer balance de la dieta, el sueño y el consumo de alcohol y drogas. Por ejemplo, es posible que la ingesta de alimentos más nutritivos y una buena rutina de sueño tengan un impacto positivo en nuestra salud mental. Las investigaciones revelan que en algunos casos es posible que el ejercicio y la meditación también ayuden a sanar la mente. Pero si los cambios conductuales no funcionan, un profesional de la salud puede recomendar terapia o fármacos, dependiendo de las necesidades de cada quién.
Durante la pandemia, el acceso a servicios de telemedicina y de salud mental se ampliaron, dijo Hosey. Varios estados en EE. UU. ahora permiten que los psicólogos colegiados atiendan a pacientes fuera del estado si pertenecen a PSYPACT, o el Compacto Interjurisdiccional de Psicología. Eso significa que puedes buscar con más facilidad un profesional de salud mental ya sea para consulta presencial o en línea incluso si en la zona en la que vives hay una escasez de profesionales, comentó Hosey.
Aún no está claro cuánto tiempo se necesita para superar los síntomas de depresión tras la covid. “La recuperación de la depresión es un proceso muy individual”, dijo Hosey. Muchas personas se recuperan tras un tratamiento breve. Otras personas sufren recaídas en lo suqe los síntomas mejoran y empeoran y puede ser necesario intentar otro tratamiento, indicó. A veces la depresión se resuelve sin tratamiento aunque eso es más factible entre las personas con casos leves.
“Tras una infección de covid debes descansar un poco y ser paciente”, dijo Hosey. “Lidiar con una infección es algo difícil”.
https://www.nytimes.com/es/2022/11/16/espanol/covid-sintomas-depresion.html
sábado, 31 de diciembre de 2022
Ella sobrevivió el Holocausto y nos ayuda a ver lo que jamás debemos olvidar.
Al desvanecerse los recuerdos del Holocausto, siguen vívidas las imágenes en Ciudad de México de una sobreviviente que escapó corriendo de un violador de Auschwitz.
Cuando Buba Weisz Sajovits y su hermana, Icu, llegaron a Veracruz en 1946, su hermana mayor, Bella, las estaba esperando junto al muelle. Bella, quien había vivido en México con su esposo desde la década de 1930, les insistió que no hablaran sobre lo que les pasó en la guerra. La vida debía vivirse con miras al futuro, no al pasado.
El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox. Así que Buba —su nombre de pila es Miriam, pero siempre la han llamado por su apodo— vivió viendo hacia adelante. Se casó con otro emigrado sobreviviente de un campamento de concentración, Luis Stillmann, cuya historia relaté en un artículo el año pasado. Tuvieron dos hijas, luego cuatro nietos, luego cinco bisnietos. Ella abrió un salón de belleza, el cual tuvo mucho éxito. Se convirtieron en pilares de la comunidad judía en Ciudad de México. Prosperaron en su camino a la vejez.
Solo había un recordatorio del pasado que Buba no podía borrar, ya que estaba grabado en tinta permanente en la parte interna de su antebrazo izquierdo: A-11147. Ese código alfanumérico se quedó tatuado en su memoria, una frase que luego usaría como título de sus memorias, “Tattooed in My Memory”. Décadas después, cuando ya tenía más de 60 años, decidió dedicarse a la pintura y pronto las imágenes de su pasado cobraron más fuerza.
¿Cómo podemos comprender de verdad un evento como el Holocausto o un lugar como Auschwitz? Yo tengo un estante de libros dedicado a esta pregunta, desde La tradición oculta de Hannah Arendt hasta La noche de Elie Wiesel. También he visitado Auschwitz, he caminado por las infames vías del tren, he recorrido el crematorio, he visto las enormes pilas de zapatos y los repulsivos montones de cabello humano.
Sin embargo, siempre hay una brecha entre lo que sabemos y lo que comprendemos, una brecha que se ensancha cuando no hay manera de salvar la distancia por medio de la experiencia personal. Sabemos que 1,3 millones de personas, de quienes una abrumadora mayoría eran judías, fueron esclavizadas por los nazis en Auschwitz y 1,1 millones de ellas fueron asesinadas, casi todas en cámaras de gas. Tenemos miles de testimonios de sobrevivientes y liberadores del campo de concentración, cantidades inmensas de pruebas documentales y fotográficas, la autobiografía y la declaración jurada firmada de su comandante.
Pero a medida que los detalles se acumulan, informan y a la vez adormecen. La información se vuelve estadística; las estadísticas se vuelven conceptos abstractos. Las memorias personales, como Si esto es un hombre de Primo Levi, rescatan la dimensión humana, pero siempre hay un área de incertidumbre entre la palabra escrita y la imaginación del lector. Las películas como La lista de Schindler también realzan el elemento humano, pero corren el riesgo de caer en la semificcionalización. Pueden hacer que Auschwitz parezca menos, no más, real.
Cuando Buba comenzó a pintar, “no podía trazar un círculo”, recordó su hija Mónica. “Pero todo lo que hacía en la vida, lo llevaba al límite y lo hacía bien”.
En su ciudad natal de Cluj-Napoca —o Kolozsvár, para sus residentes hablantes de húngaro— en Transilvania, ella fue una velocista campeona en su escuela. El 31 de mayo de 1944, ella, junto con Icu (que se pronuncia Itzu), sus padres, Bernard y Lotte, así como el resto de la población judía fueron deportados a Auschwitz en vagones de ganado, un viaje de humillación y hambre que duró cinco días. Buba, quien tenía 18 años en ese momento, vio a sus padres por última vez en la noche que llegaron al campo, cuando su padre se salió de la fila para entregarles a sus hijas sus diplomas de bachillerato.
A Buba se le asignó un trabajo de fábrica. Este le daba acceso a raciones adicionales de comida, que compartía con sus compañeras de catre. Un día, la llamaron al cubículo de la anciana del pabellón, una prisionera que estaba a cargo de la disciplina en las barracas. La anciana le quitó la ropa a Buba con brusquedad y la empujó a los brazos de un hombre que la estaba esperando.
“Reuní toda la fuerza que tenía y corrí”, narró.
¿Cómo podemos comprender lo que es ser una mujer judía, hambrienta y desnuda que debe correr por su vida para escapar de un violador de Auschwitz? No podemos. Yo no puedo. Pero en 2002, Buba pintó la escena y a través de su pintura pude entrever un destello de lo que significa ser la persona más vulnerable del mundo.
“Sobra decir que perdí mi trabajo y mi ración”, añadió con indiferencia.
A los 14 años, Buba se unió a una protesta escolar contra el decreto alemán que ordenaba que Rumanía le entregara Transilvania a Hungría. Un compañero de clase la apartó de un empujón. “¿Qué haces aquí, judía sucia? Ni siquiera eres rumana”. A la postre, los obligaron a portar estrellas amarillas, les prohibieron la entrada a lugares públicos, los encerraron en sus casas y los llevaron al gueto de Cluj. La deshumanización era tanto el prerrequisito para Auschwitz como su consecuencia directa.
Parece apropiado que uno de los primeros oficiales alemanes que Buba recuerda haber visto en el campo fuera Josef Mengele. “Con una postura más a tono para una ópera”, recuerda; tarareaba la melodía de El Danubio azul mientras les señalaba a los prisioneros en qué fila formarse.
A Icu la formaron en la misma fila que su madre, pero ella la envió de vuelta a la fila de Buba. Es casi una certeza que Lotte Sajovits no lo supo, pero la última decisión deliberada que tomó en su vida salvaría a su hija de la cámara de gas.
En una entrevista que Buba dio en 2017 al Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto, relató su otro encuentro con el infame doctor: “Teníamos que ir —no sé si era un consultorio o un hospital— donde trabajaba Mengele. Era cruel, como no tienes idea. Nos acostaron y no tengo idea de qué ocurrió. Es posible que nos hayan dormido… No puedo saber lo que él hizo después”.
Buba también pintó esto y eligió, en sus propias palabras, “colores fríos”. Pese a su gran escala, la mayor maldad de Auschwitz a fin de cuentas radicaba en el hecho de que el asesinato y la tortura eran clínicos, algo que yo no comprendía del todo hasta que vi la pintura de Buba. Si notan los animales de la escena llevan puestas batas blancas.
Nueve días antes de que el Ejército Rojo liberara a los cautivos de Auschwitz, Buba y su hermana estuvieron entre los 56.000 prisioneros que fueron obligados a marchar 56 kilómetros en pleno invierno. Al menos 15.000 de los que emprendieron el trayecto desde Auschwitz murieron. El resto, junto con Buba e Icu, fue puesto a bordo de trenes hacia Alemania.
Aun cuando prácticamente habían perdido la guerra, la determinación de los nazis por matar judíos no cesaba.
“Las Schutzstaffel nos hicieron formar una sola fila”, narró Buba sobre la marcha. “Eliminaban a una de cada diez mujeres. Yo corrí al lado de Icu para que nos tocara el mismo destino”.
No fue así. Icu y ella fueron liberadas del campo de Bergen-Belsen, el 15 de abril por el ejército británico. Ninguna pintura de Buba me persigue más que en la que aparece ella sola, con la cabeza entre sus brazos escuálidos, el alambre de púas aún frente a ella, la chimenea, aún ardiendo detrás de ella, no muy lejos.
“Me pregunté qué debía hacer con la libertad que acababan de otorgarme”, pensó Buba. “Mi mundo había sido hecho trizas”. ¿Qué mejor que esta imagen para ayudarme a entender lo poco que podría significar la vida para alguien que había perdido tanto?
Buba dejó de pintar hace unos años. Ahora tiene 95 años, una de solo alrededor de 2000 sobrevivientes de Auschwitz que siguen con vida. Su esposo, Luis, quien sobrevivió al campo de Mauthausen, tiene 99. Para mí, ambos personifican lo que significa ser judío: miembro de una religión que valora tanto la vida como la memoria y cree que vivimos mejor, y comprendemos mejor, cuando recordamos bien.
En este mes de conmemoración del Holocausto, vale la pena hacer una pausa y considerar cómo la memoria, y el arte, de una valiente mujer nos ayudan a ver lo que jamás debemos olvidar.
Bret L. Stephens ha sido columnista de opinión del Times desde abril de 2017. Ganó un Premio Pulitzer por sus comentarios en The Wall Street Journal en 2013 y anteriormente fue editor en jefe de The Jerusalem Post. Facebook
https://www.nytimes.com/es/2021/04/13/espanol/opinion/holocausto-sobreviviente.html?action=click&module=RelatedLinks&pgtype=Article
_- Starbucks y el nuevo movimiento sindical
_- Fuente: La Jornada
Alrededor de mil empleados en unos 100 locales de la cadena de cafeterías Starbucks en Estados Unidos efectuaron una huelga del viernes al domingo como parte de su campaña para formar un sindicado que vele por los derechos de todos los trabajadores de la mayor empresa del sector.
Se trata del segundo paro en un mes y del más prolongado en el año que lleva el esfuerzo de sindicalización.
Se trata de un movimiento incipiente, en el que apenas 260 de las 9 mil sucursales con que cuenta Starbucks en territorio estadunidense votaron a favor de agremiarse. Sin embargo, reviste importancia tanto histórica como simbólica por representar la irrupción de la lucha por los derechos laborales en una compañía que encarna el denominado american way of life.
Para entender la significación del fenómeno, es necesario echar la vista atrás. El ascenso de la ideología neoliberal en los 70 trajo consigo el violento desmantelamiento de los logros obtenidos por los trabajadores en siglo y medio de batallas por sus derechos, así como la promoción de un sentido común, según el cual el empleo es una gracia concedida por los empresarios que los empleados deben recibir con gratitud, sin exigir otra cosa que el menguante salario que se les entrega. Una de las principales características del neoliberalismo en los países avanzados, el traslado de la industria a regiones con bajos salarios con el consiguiente desplazamiento de la clase obrera tradicional por los empleados de servicios, tuvo como correlato una embestida frontal contra los sindicatos y la desarticulación del trabajo organizado. Insertos los trabajadores en la lógica individualista y despojados de los instrumentos de protección de sus derechos, fue fácil imponer condiciones laborales cada vez más precarias, disfrazadas con eufemismos como la flexibilización o el “trabajo independiente (freelance)”.
Ante esta historia, el todavía modesto movimiento de los trabajadores de Starbucks muestra la recuperación de una conciencia obrera que muchos observadores daban por extinta debido a la lejanía de los jóvenes con respecto a las luchas colectivas de los siglos XIX y XX. Comienza a verse cómo, enfrentadas a ingresos insuficientes y a abusos patronales, las jóvenes generaciones rescatan el saber de que sólo unidos pueden plantar cara a los grandes problemas de su propia época.
Los desafíos que enfrentan los trabajadores son formidables. Starbucks, como otras compañías que han visto crecer la exigencia de reconocimiento de derechos laborales en los años recientes (entre ellas, McDonald’s, Amazon o Uber), dispone de un enorme poder para influir en las decisiones judiciales, la clase política y la opinión pública, gran parte de la cual muestra absoluta fidelidad a las marcas sin discernir los daños sociales, ambientales y económicos de la concentración de la riqueza y de las formas extremas de explotación en que basan su éxito dichas empresas.
La respuesta de la cadena de cafeterías a las justas exigencias de sus empleados ha ido desde sabotear las negociaciones del contrato colectivo hasta despedir a los organizadores sindicales y cerrar las tiendas que optaron por agremiarse, por lo que el futuro de la iniciativa resulta incierto. En este escenario, cabe desear que la sociedad estadounidense cobre cuenta de lo que está en juego: nada menos que la esperanza de revertir la precarización laboral y poner los cimientos de un modelo económico en el cual no se sacrifique a la inmensa mayoría para que unos cuantos amasen riquezas fabulosas.
Se trata del segundo paro en un mes y del más prolongado en el año que lleva el esfuerzo de sindicalización.
Se trata de un movimiento incipiente, en el que apenas 260 de las 9 mil sucursales con que cuenta Starbucks en territorio estadunidense votaron a favor de agremiarse. Sin embargo, reviste importancia tanto histórica como simbólica por representar la irrupción de la lucha por los derechos laborales en una compañía que encarna el denominado american way of life.
Para entender la significación del fenómeno, es necesario echar la vista atrás. El ascenso de la ideología neoliberal en los 70 trajo consigo el violento desmantelamiento de los logros obtenidos por los trabajadores en siglo y medio de batallas por sus derechos, así como la promoción de un sentido común, según el cual el empleo es una gracia concedida por los empresarios que los empleados deben recibir con gratitud, sin exigir otra cosa que el menguante salario que se les entrega. Una de las principales características del neoliberalismo en los países avanzados, el traslado de la industria a regiones con bajos salarios con el consiguiente desplazamiento de la clase obrera tradicional por los empleados de servicios, tuvo como correlato una embestida frontal contra los sindicatos y la desarticulación del trabajo organizado. Insertos los trabajadores en la lógica individualista y despojados de los instrumentos de protección de sus derechos, fue fácil imponer condiciones laborales cada vez más precarias, disfrazadas con eufemismos como la flexibilización o el “trabajo independiente (freelance)”.
Ante esta historia, el todavía modesto movimiento de los trabajadores de Starbucks muestra la recuperación de una conciencia obrera que muchos observadores daban por extinta debido a la lejanía de los jóvenes con respecto a las luchas colectivas de los siglos XIX y XX. Comienza a verse cómo, enfrentadas a ingresos insuficientes y a abusos patronales, las jóvenes generaciones rescatan el saber de que sólo unidos pueden plantar cara a los grandes problemas de su propia época.
Los desafíos que enfrentan los trabajadores son formidables. Starbucks, como otras compañías que han visto crecer la exigencia de reconocimiento de derechos laborales en los años recientes (entre ellas, McDonald’s, Amazon o Uber), dispone de un enorme poder para influir en las decisiones judiciales, la clase política y la opinión pública, gran parte de la cual muestra absoluta fidelidad a las marcas sin discernir los daños sociales, ambientales y económicos de la concentración de la riqueza y de las formas extremas de explotación en que basan su éxito dichas empresas.
La respuesta de la cadena de cafeterías a las justas exigencias de sus empleados ha ido desde sabotear las negociaciones del contrato colectivo hasta despedir a los organizadores sindicales y cerrar las tiendas que optaron por agremiarse, por lo que el futuro de la iniciativa resulta incierto. En este escenario, cabe desear que la sociedad estadounidense cobre cuenta de lo que está en juego: nada menos que la esperanza de revertir la precarización laboral y poner los cimientos de un modelo económico en el cual no se sacrifique a la inmensa mayoría para que unos cuantos amasen riquezas fabulosas.
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