domingo, 22 de enero de 2023

La ‘tiktoker’ Nuria Casas confronta con humor cómo se corregía a los alumnos hace 30 años y en la actualidad. Psicólogos y educadores debaten sobre la utilidad de los exámenes y si estos determinan o no el desarrollo educativo de niños y adolescentes

La ‘tiktoker’ Nuria Casas confronta con humor cómo se corregía a los alumnos hace 30 años y en la actualidad. Psicólogos y educadores debaten sobre la utilidad de los exámenes y si estos determinan o no el desarrollo educativo de niños y adolescentes

Que el mundo ha cambiado en los últimos 30 años es una obviedad. Lo ha hecho en muchos aspectos y, entre ellos, si hay algo que no escapa a esta evolución es la educación. ¿Cómo ha cambiado en estas décadas? Y lo más importante: ¿en qué cuestiones? Recientemente, un vídeo elaborado por la tiktoker Nuria Casas —que tiene 1,2 millones de seguidores en esta plataforma y otros 430.000 en Instagram— se hizo viral por su parodia sobre una de las cuestiones que más afecta a padres, profesores y alumnos: las evaluaciones.

Como en cualquier caricatura, la influencer, que también es madre y antes trabajó como educadora infantil, exageró ambas posturas. En su papel de profesora de antaño suspendía a los alumnos por todo. Por ejemplo, medio punto menos por cada falta de ortografía, incluidas las tildes. En cambio, en su rol de maestra de hoy empezaba a dudar hasta sobre el color que debía utilizar para corregir, descartando, por ejemplo, el rojo por ser demasiado agresivo y ofensivo y llegando a poner un 10 a un alumno por dejar el folio en blanco, algo con lo que, según ella, “ha querido expresar así su disconformidad con el mundo”.

Con estas situaciones hilarantes, Casas pretendía, desde el humor, llamar la atención sobre el exceso de permisividad que existe en la actualidad, según ella, en la enseñanza. El vídeo se publicó el 27 de octubre y tuvo miles de comentarios y más de tres millones de visualizaciones. Tras esa entrega, ha seguido con el tema. Por ejemplo, en una publicación del 11 de noviembre se centra en las excusas que los alumnos ponían antes y ponen ahora cuando no se hace un trabajo de clase.

La psicóloga infantil Carmen Romero opina que estas parodias ensalzan con humor los dos extremos en la educación: “Está claro que es importante encontrar un equilibrio donde se combine el respeto por el alumno y, al mismo tiempo, se puedan identificar sus carencias para impulsar su desarrollo”. La experta hace hincapié en que no tiene ningún sentido humillar a un niño pequeño esperando que así aprenda y evolucione. Pero “es imposible que avance si no identificamos las dificultades y acompañamos hacia la mejoría”, añade.

Para Romero, lo que consigue el vídeo sobre el profesorado es hacer reflexionar al adulto sobre lo que pasaba antes y lo que se puede dar en la actualidad en las escuelas: “Sin embargo, lo que realmente nos interesa es poder llegar a un equilibrio que nos permita potenciar el desarrollo del menor, mejorar su autoestima, mientras vaya adquiriendo conocimientos y desarrollándose a nivel cognitivo de una manera más completa”.

Mercedes Gil, directora del colegio British Montessori de Murcia, es de la opinión que en el vídeo los dos enfoques, cómo se evalúa ahora y antes, hablan de lo mismo: “La necesidad de puntuar al alumno frente a unos estándares como si de un producto industrial se tratase. Una labor de juez que premia y castiga. En el fondo, que alguien continúe corrigiendo exámenes así en pleno siglo XXI es bastante triste”.

Para la educadora, esta forma de evaluar sirve solamente para clasificar en un esquema competitivo y seleccionar a los que mejor realizan una tarea predeterminada. “Premios y castigos consiguen de forma temporal controlar la conducta, pero sin una reflexión, sin explicación, sin entender por qué hemos fallado y cómo hacerlo mejor, nunca se producirá un aprendizaje productivo”, asegura. “Durante el Imperio Británico, las colonias de ultramar debían recaudar los impuestos y organizar las importaciones para enviarlos a Londres”, prosigue Gil. “La Corona se ocupó de formar a sus funcionarios, cuya educación básica era en las cuatro operaciones aritméticas (libros de contabilidad), lectura y escritura (informes y censos), a las que luego se irían añadiendo otras asignaturas como Geografía e Historia (para moverse por el mundo físico y mental), lenguas... De esa época hemos heredado el tipo de colegio que aún hoy pervive”.

Sin embargo, y según relata, “a poco que te muevas por el entorno profesional actual, resulta evidente que lo que se necesita son competencias muy diferentes: las llamadas soft skills (trabajo en equipo, resiliencia, flexibilidad, liderazgo…), capacidades comunicativas, resolución de problemas, iniciativa… Es decir, diametralmente opuesto a la clase de sanción de la evaluación tradicional, que reduce a las personas a un número en una lista”. “Tenemos exámenes oficiales que otorgan un título y preparamos muy concienzudamente para ellos, pero no son el centro del aprendizaje”. Gil asegura que se podrían hacer otras cosas que educan para la vida en el aula, y señala por ejemplo debatir, investigar o resolver problemas colaborando. “Otro ejemplo: los alumnos pueden evaluarse entre ellos y, haciéndolo, aprenden muchísimo, no solo sobre la materia, sino también sobre cómo tratar a otras personas. Cómo no etiquetarlas. Cómo respetarlas”.

Alberto Royo, profesor de Música en un instituto de Estella (Navarra) y autor de libros como Contra la nueva educación, cree que, de modo general, si se piensa en la etimología la palabra examen hacía referencia a la aguja de una balanza: “Examinarse sería, pues, algo similar a pesarse o medirse. Si esto se hace con los niños de seis años, no veo el problema en medir su evolución, no solo física sino también intelectual. Obviamente, se ha de tener en cuenta la edad. Pero cualquier actividad que se hace en clase puede servir para examinar, analizar, indagar u observar al alumno, tenga este seis años o 30″.

Entrando en la cuestión de los exámenes de ayer y hoy, continúa Royo, lo primero que se debería hacer es dejar de considerar las estrategias, medidas educativas o herramientas pedagógicas según sean antiguas o recientes: “Debemos buscar la eficacia respecto a lo que queremos lograr. Así como hay libros, películas o canciones que soportan mal el paso del tiempo hay otras que se han convertido en clásicos. Y esto ha ocurrido porque resultan apreciables en cualquier contexto. En la enseñanza, esta ha de ser la premisa”. Para el experto, el examen nunca ha dejado de ser un medio magnífico: “Sirve para valorar el nivel de conocimientos adquiridos por un alumno; para detectar sus dificultades, paso previo a la búsqueda de soluciones a las mismas; para contribuir a su formación a través del análisis de los errores cometidos o favorecer su motivación”, analiza. Además, prosigue, “hay evidencias que demuestran que esta está vinculada con el logro, con ejercitarse intelectualmente”.

Royo añade que si existe un examen mal planteado o diseñado, que no se ajuste a los contenidos trabajados o al nivel, no será eficaz, como no lo suele ser si el alumno se encuentra en una situación de estrés: “Pero en este caso, lo que se ha de solucionar es la situación y no eliminar la prueba que lo evalúa”.

https://elpais.com/mamas-papas/actualidad/2022-11-25/un-video-viral-compara-la-educacion-de-antes-con-la-de-ahora-los-expertos-contestan.html

sábado, 21 de enero de 2023

La magdalena de Proust: la razón por la que hay olores y sabores que nos traen recuerdos que teníamos olvidados


Mujer oliendo flor.

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Los recuerdos del ser humano se pueden remontar en el pasado hasta la edad de los 3 o 4 años.

¿Escuchaste alguna vez lo que es experimentar una "magdalena de Proust"?

Si la expresión te suena rara, lo que significa para la cultura popular y la neurociencia te resultará más que familiar.

El hecho de que puedas recordar momentos de tu pasado -incluso de tu niñez más temprana- después de oler o saborear algo, tiene una explicación científica.

Y el conocido novelista francés Marcel Proust (1871-1922) tiene una relación muy especial con esta explicación.

Además de la calidad literaria de sus obras y su exquisita sensibilidad, Proust es conocido por haber motivado un interés particular de la ciencia en el estudio de los "recuerdos involuntarios", aquellos que sin proponérnoslo son evocados después de experimentar estímulos al azar. La famosa "magdalena de Proust" explica la experiencia de uno de los personajes literarios del escritor que, cierto día, abrumado por la tristeza, prueba una magdalena (como se conoce en algunos lugares a un tipo de un pastelito dulce) mojada en té y es repentinamente transportado a los veranos de su infancia en Combray, un pueblito al noroeste de Francia.

El célebre fragmento pertenece específicamente a la obra "Por el camino de Swann", la primera parte de la serie "En busca del tiempo perdido", que contiene siete novelas publicadas entre 1913 y 1927.

Magdalenas.

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Recuerdo proustiano, magdalenas. FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

La magdalena a la que se refiere Proust en su obra es una variante típica de una región en el noreste de Francia.

Resulta curioso que un sencillo recurso literario arroje luz sobre complicados procesos que todavía la ciencia moderna, particularmente al campo de la neurología, no ha logrado descifrar por completo.

"La forma en que precisamente ocurre esa reactivación (estímulo-memoria) sigue siendo solo parcialmente comprendida", comenta a BBC Mundo el doctor Loren M. Frank, del Instituto Kavli de Neurociencia Fundamental de la Universidad de California, en San Francisco.

Cuando se forman los recuerdos, una región del cerebro llamada hipocampo ayuda a unir las partes de la memoria (la vista, los sonidos, los sabores y los olores...) que se han procesado en regiones cerebrales especializadas dedicadas a cada sentido.

"Más tarde, cuando se experimenta el mismo olor o sabor, ya está vinculado a las otras partes de la memoria y así es posible 'reactivar' las imágenes, los sonidos, etcétera", señala el experto.

Estímulos voluntarios e involuntarios
El doctor Frank asegura que los recuerdos del ser humano se pueden remontar en el pasado hasta la edad de los 3 o 4 años.

Y que aquellas cosas que rememoramos voluntariamente funcionan a partir del mismo proceso que aquellas que rescatamos de manera involuntaria, como lo es el llamado "recuerdo proustiano".

"La única diferencia es que creamos la "señal" nosotros mismos al pensar en ello o al imaginarlo. Una vez que el patrón de actividad cerebral correspondiente a esa señal esté presente, ocurriría el mismo tipo de proceso, sin importar si la "señal" proviene de afuera o de adentro", explica.

Mujer comiendo. FUENTE DE LA IMAGEN, GETTY IMAGES

El estudio de la memoria olfativa podría ayudar a detectar enfermedades como la demencia.

El funcionamiento de la mente y el cerebro humanos todavía encierran grandes misterios para la ciencia. Y la memoria olfativa, por ejemplo, es un campo en el que los neurólogos tienen especial interés.

Una de las principales razones es porque, según estudios científicos, la capacidad de recordar olores podría definir si una persona es más o menos propensa a padecer de enfermedades como la demencia.

Por eso las pruebas de memoria olfativa podrían ser usadas en el diagnóstico y prevención de este padecimiento.

"Flujos de conciencia"
"En busca del tiempo perdido" tuvo una gran influencia en escritores de todo el mundo, puesto que introdujo la idea de escribir sobre "corrientes o flujos de conciencia".

A través del narrador omnipresente, Proust logra transmitir en gran detalle no solo lo que se percibe, sino también lo que se recuerda y los vínculos repetidos y constantes entre la percepción y la memoria.

Para muchos, sus aportes ayudaron a transformar la novela contemporánea.

Marcel Proust.

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Marcel Proust. FUENTE DE LA IMAGEN,AFP

Los aportes del escritor francés Marcel Proust ayudaron a transformar la novela contemporánea.

Y se dice que escribir "En busca del tiempo perdido" le tomó casi toda la vida, prácticamente sin salir de su habitación con las paredes forradas de corchos (Proust consideraba a sus vecinos horriblemente ruidosos y llegó a enviarles cartas por esta razón).

La magdalena que provoca el famoso "recuerdo proustiano"-este es un dato para los más curiosos- no es probablemente la que tienes en mente, sino un postre tradicional del noreste de Francia, llamado "magdalena de Commercy", y que luce más bien como una galletita ovalada con líneas paralelas en la superficie.

Recetas navideñas que muestran la riqueza gastronómica española

En muchos hogares españoles se disfruta en estas fechas de recetas regionales: la sencillez del cardo guisado, la enjundia de un cocido, la cocina de víspera o los canelones de la abuela. Presentamos cinco preparaciones típicas de Galicia, Cataluña o Andalucía.

La comida es uno de los motores que mueve la maquinaria de la Navidad, que reúne a las familias alrededor de mesas y nos arrulla en un constante desfile de platos, platillos, fuentes, copas que se vacían y se llenan, turrón, piña “para desgrasar” y vuelta a empezar. Pero no debemos olvidar que es una fiesta católica y sus costumbres culinarias regionales beben, en grandísima parte y salvo excepciones, de esa fuente.

La tradición de comer bacalao con coliflor en la Nochebuena gallega proviene del calendario eclesiástico de vigilias y su particular cocina, en la que este pescado —de fácil conservación gracias a la salazón— tiene gran protagonismo en potajes y guisos alrededor de la Península. También durante Cuaresma y Semana Santa, en las que se utilizaba una pequeña cantidad de este pescado para dar sabor a ingredientes de temporada como las espinacas (además de las omnipresentes legumbres). Aunque la Iglesia terminó en el siglo XX con la prohibición de comer carne, el hábito perduró en la zona como seña de identidad.

Hay otras costumbres que arrancan en un periodo de la historia mucho más reciente, como los canelones de San Esteban: según cuenta el periodista y gastrónomo Néstor Luján en su Pequeña historia de los canelones, esta tradición empezó a fraguarse en el siglo XVIII. En aquel momento varios chefs italianos, franceses y suizos se afincaron en Barcelona y dominaron el negocio de la restauración —­por eso los macarrones gratinados también forman parte del imaginario gastronómico de la ciudad—, convirtiendo estas pastas rellenas en un plato de alto valor gastronómico.

Cuando en 1911 Ramon Flo i Valls, fundador de la empresa El Pavo, empezó a comercializar las placas para prepararlos, la receta aspiracional finalmente pudo llegar a los hogares, y el antaño tradicional arròs a la catedral o de colls i punys, elaborado con cuellos, crestas, higadillos y otros despojos de aves sobrantes de la escudella o el rustido, pasaron rápidamente a la historia: es muy difícil competir con algo que va recubierto de bechamel y queso gratinado.

Algunos de estos platos tradicionales se preparan con el mismo ingrediente en diferentes zonas; es el caso del cardo, que con almendras es típico de Navidad en La Rioja, Navarra, País Vasco, Extremadura o Madrid —en algunas casas, con un poco de jamón picado para darle enjundia y sabor—, en Castilla se sirve al ajoarriero y en Aragón con bechamel. También hay recursos de muchos de estos platos que podemos aplicar a la cocina diaria: el refrito o ajada que da sabor al bacalao con coliflor —al que en esta ocasión también se le añade cebolla dulce— es perfecto para alegrar tanto un plato de judías verdes o guisantes como un pescado blanco, y la salsa de almendras que acompaña al cardo servirá también para un lomo de cerdo.

Cardo con almendras

CATERINA BARJAU
Preparar el cardo desde cero es trabajoso, ya que hay que eliminar sus partes duras y pelarlo bien para que no quede con una consistencia gomosa, además de darle una primera cocción bastante larga. Usar una buena conserva o su versión congelada y empezar con esta verdura ya cocida facilitará mucho el proceso.

Ingredientes (para 4 personas)

1,2 kilos de cardo fresco o 800 gramos de cardo cocido (embotado o congelado), dos o tres dientes de ajo, 50 gramos de almendras crudas, aceite de oliva, una cucharada de harina, un limón (si se usa cardo crudo), sal, perejil, piñones para decorar (opcional).

Preparación

Si partimos del cardo crudo, eliminar todas las fibras, la base y otras partes duras de cada tallo. Pelarlo bien (se puede usar un pelador), eliminando la capa exterior, trocear en pedazos de unos tres o cuatro centímetros y poner en un recipiente con agua fría y el zumo de un limón.
▪ Cuando esté listo, sacar y cocer en abundante agua salada durante unos 20 o 30 minutos (puede necesitar más). Comprobar que esté tierno usando una puntilla: si lo atraviesa fácilmente, ya está. Escurrir y retirar, reservando unos 400 ml del caldo de cocción. Si se usa cardo ya cocido, reservarlo del líquido de conserva; si es congelado, usar agua o caldo de verdura. Laminar y sofreír los ajos en una cazuela con un fondo de aceite a fuego medio.
▪ Cuando tengan color y huelan bien, añadir la harina, bajar el fuego y darle vueltas unos cinco minutos, hasta que coja color y huela a tostado. Añadir 250 ml del caldo y dejar que espese. Mientras, triturar bien las almendras y después desleírlas en unos 60 ml del caldo reservado.
▪ Añadir a la cazuela, remover para integrar, probar y rectificar el punto de sal. Dejar cocinar cinco minutos, añadir el cardo y dejar cinco minutos más (si la salsa espesa mucho, añadir un poco más del caldo reservado). Servir con perejil recién picado y, si se quiere, con unos piñones tostados a fuego suave.

Caldereta de pescado y marisco

CATERINA BARJAU
Para que este clásico de la Navidad salga bien no hay más truco que escoger buen pescado y marisco fresco y que todo quede en su punto, controlando para ello los tiempos de cocción. No tiene una receta fija, sino que varía dependiendo de los ingredientes disponibles en la zona, y a pesar de ser un plato de fiesta, también admite variaciones según presupuesto: desde langosta a mejillones, pasando por merluza, lubina, calamares o salmonetes.

Ingredientes (para 4 personas)

Unos 800 g de rape (o pescado blanco al gusto) en cuatro u ocho filetitos, cuatro gambas o langostinos, cuatro cigalas, harina de trigo, 300 g de almejas, 300 g de mejillones, una cebolla, 200 ml de vino blanco, fumet hecho con las cabezas y espinas del pescado o mitad y mitad, tres tomates de pera, tres dientes de ajo, aromáticas al gusto, sal, pimienta y, si se quiere, ocho avellanas tostadas peladas, perejil y una rebanadita de pan de barra frito para un majado (opcional), perejil y pan para servir.

Preparación

Poner las almejas un par de horas en agua fría con sal para que suelten la arenilla que puedan tener y limpiar los mejillones (cáscara y barbas). Enharinar el pescado, salpimentarlo y dorarlo rápidamente por todas partes en una cazuela a fuego medio. Retirar y pasar también rápidamente las gambas y las cigalas.

▪ Pelar y picar la cebolla y el ajo y dorarlos en la misma cazuela; cuando tengan color, desglasar con el vino o fumet y dejar que reduzca unos tres minutos. Añadir el tomate pelado, sin pepitas y en dados, y dejar cocinar entre siete y diez minutos, hasta que empiece a tener textura de compota.

▪ Es el momento de decidir si queremos la salsa tal y como está o preferimos una textura más fina; en este caso, pasar por la batidora o pasapurés. Devolver a la cazuela, y, si se quiere, añadir el majado de pan, almendras y perejil picados.

▪ Poner encima el rape, cubrir con un poco de salsa, tapar y dar un hervor suave de dos minutos. Añadir las gambas, las cigalas, las almejas y los mejillones y tapar. Mover la cazuela desde las asas haciendo movimientos circulares cortos, para que el jugo que sueltan almejas y mejillones mientras se abren se integre en la salsa. Pasados unos cinco minutos, cuando los bivalvos estén abiertos, el plato estará listo: servir con perejil picado y buen pan para mojar.

Bacalao con coliflor

CATERINA BARJAU
Una receta típica de Semana Santa que también podemos encontrar en las Nochebuenas gallegas (lo que tiene sentido, ya que no deja de ser una vigilia), en la que la coliflor se sustituye por repollo en las zonas norteñas de la provincia de Lugo. Aunque tradicionalmente el bacalao se hace solo al vapor junto a las verduras, si se marca previamente por el lado de la piel en una sartén con un poco de aceite, queda más sabroso.

Ingredientes (para 4 personas)

Tres lomos de bacalao desalado al punto de unos 175 gramos cada uno, cuatro o seis patatas gallegas (por ejemplo, variedad Kennebec, unos 700 gramos en total), una coliflor pequeña, una cebolla dulce grande, entre dos y cuatro dientes de ajo, pimentón, aceite de oliva, sal, una o dos cucharadas de vinagre de manzana o vino blanco, perejil picado para servir (opcional).

Preparación

Pelar las patatas y cortarlas en rodajas gruesas. Salar ligeramente, poner en una cazuela con dos dedos de agua y llevar a ebullición a fuego medio unos cinco minutos, tapadas. Mientras, sacar el tronco y las hojas a la coliflor (reservarlas para otra receta) y cortar los floretes.

▪ Pasados los cinco minutos, añadir la coliflor a las patatas (vigilar por si hubiera que añadir más agua, pero sin pasarse, al final de la cocción tiene que quedar muy poca), tapar de nuevo y dejar cocinar todo al vapor unos seis minutos. Mientras, marcar los lomos de bacalao por la parte de la piel en una sartén con un poco de aceite dos minutos, hasta que se dore. Pasados los seis minutos, poner con cuidado el bacalao en la cazuela y dejar cocinar tres o cuatro minutos más.

▪ Mientras, sofreír los ajos pelados y laminados en el aceite del bacalao (si hace falta, poner un poco más de aceite); cuando tengan color, añadir la cebolla pelada y cortada a pluma. Cuando se poche, sacar del fuego, añadir una cucharadita de pimentón, remover y verter el vinagre; cuando deje de burbujear, añadir cuatro cucharadas del agua de cocción de las verduras y remover bien.

▪ Destapar la cazuela, verter la ajada bien repartida por encima, agitar suavemente la cazuela para integrarla y servir inmediatamente, si se quiere con perejil picado por encima.

Canelones gratinados

CATERINA BARJAU
Un plato que eleva la cocina de aprovechamiento a niveles de lujo gracias a la combinación de un relleno suculento con una bechamel cremosa y un gratinado crujiente, típico del día de San Esteban en Cataluña. Si se prepara con los restos del pavo o pollo asados y está un poco seco, se puede añadir algo más de caldo reducido o su jugo de cocción.

Ingredientes (para unas ocho personas)

Para el relleno, unos 800 g de carne del cocido, la escudella, el pollo rustido o el pavo de Navidad (sin grasa ni nervios), una cebolla, dos dientes de ajo, 100 gramos de salsa de tomate, 150 ml de vino rancio o de cocina o 100 de coñac, 150 ml de caldo de escudella o pollo reducido, sal, pimienta, hierbas al gusto; para la bechamel, 1,2 litros de leche, 60 gramos de harina, 100 g de mantequilla, sal, pimienta y nuez moscada; además, parmesano o queso curado al gusto para gratinar, un poco más de mantequilla.

Preparación

Picar fina a cuchillo la mitad de la carne y triturar el resto en un robot de cocina (también se puede triturar todo si se busca una textura más homogénea).

▪ Pelar y picar la cebolla y el ajo y dorar en una cazuela con un fondo de aceite. Cuando tengan color, remojar con el vino o coñac y dejar que evapore. Añadir las dos carnes, el tomate y el caldo, con hierbas y pimienta al gusto, y remover bien para que todo se integre. Probar y rectificar de sazón.

▪ Cocer las placas de pasta según las instrucciones del fabricante y colocarlas entre dos paños húmedos para que no se sequen o se rompan. Mientras, empezar a preparar una roux tostando la harina a fuego suave con la mantequilla, removiendo con unas varillas para que no se pegue. Calentar a la vez la leche en otra olla. Cuando la roux tenga color dorado intenso y huela a tostado, añadir la leche caliente con un poco de sal, pimienta y nuez moscada. Remover unos minutos hasta que hierva y espese (sin dejar de remover con las varillas para que no se pegue al fondo).

▪ Llegado el momento, repartir encima el relleno y enrollar los canelones. Llevar a una fuente (o más) de horno untada con mantequilla y un poco de bechamel y cubrir con la bechamel restante. Rematar con queso al gusto y unos puntitos de mantequilla y llevar al horno con el gratinador encendido hasta que el queso esté dorado y con aspecto crujiente.

Sopa dulce de almendras

CATERINA BARJAU
Un postre navideño tradicional en Madrid, Castilla-La Mancha y Castilla y León que, además de un delicioso sabor a almendra y una dulzura moderada, tiene una ventaja importante durante estas fiestas de ajetreo culinario: se puede dejar preparado con antelación para emplatar y darle un toque final justo antes de servir.

Ingredientes (para 4 personas)

100 gramos de pasta de almendras (o 70 gramos de mazapán y 30 de harina de almendra), 600 ml de leche fresca entera, seis rebanadas finas de pan duro de barra, ½ rama de canela, dos tiras de piel de limón (solo la parte amarilla), canela en polvo y piñones para decorar (opcional).

Preparación

Calentar la leche en un cazo a fuego muy suave. Antes de que hierva, retirar del fuego y añadir las pieles de limón y la canela en rama. Dejar enfriar completamente para que se integren los aromas; una vez frío, retirar el limón y la canela.

▪ Añadir la pasta de almendras troceada (o la mezcla de mazapán, también troceado, y harina de almendra). Remover a fuego muy suave (cuando empiece a estar muy caliente, retirar del fuego) con paciencia hasta que quede una crema integrada. Añadir el pan duro, remover, dejar que se temple y llevar toda la noche a la nevera.

▪ Servir al día siguiente caliente o templada con canela en polvo y, si se quiere, unos dados de pan tostado en la sartén en el último momento y unos cuantos piñones o almendras.

viernes, 20 de enero de 2023

No es justicia: fue una caza de brujas

El 14 de mayo de 2011 un grupo de treinta y nueve académicos de diversas universidades españolas publicamos en la sección de Andalucía del diario El País un artículo titulado ¿Justicia o caza de brujas?

Unas semanas antes, Izquierda Unida había anunciado que no presentaría como candidata en las elecciones municipales que estaban a punto de celebrarse a ninguna persona que estuviese imputada por la justicia. Al poco tiempo, el juzgado que instruía el procedimiento sobre el llamado caso Mercasevilla, dirigido por la jueza Mercedes Alaya, filtraba a la prensa que el dirigente y concejal de esa formación política Antonio Torrijos estaba imputado, lo cual ponía a Izquierda Unida en el disparadero: no podría volver a presentarlo en su lista electoral.

En nuestro artículo, denunciábamos que hubiera transcurrido más de un mes de la filtración sin que se hubiese producido efectivamente la imputación, sin comunicar nada al interesado y, sobre todo, que esa imputación pudiera llevarse a cabo por las razones filtradas: haber participado, en su calidad de concejal de IU y como miembro del consejo de administración, en la venta de unos terrenos de dicha empresa.

Denunciamos esto último, lo más importante, porque era evidente que Antonio Torrijos no se había beneficiado personalmente de esa venta y, sobre todo, porque se trataba de una operación completamente legal y aprobada no por él solo, sino por la totalidad del consejo y del pleno municipal, de modo que, en todo caso, debería imputarse a la totalidad de sus miembros.

La imputación (o, peor aún, la filtración desde el propio juzgado) aparecía claramente como una forma torticera de evitar que Izquierda Unida presentara a una persona con experiencia y bien conocida en la ciudad, disminuyendo así sus posibilidades de éxito electoral.

Casi doce años después, la propia administración de justicia ha confirmado lo que nosotros habíamos denunciado en el artículo: Antonio Rodrigo Torrijos resultó absuelto, como confirmó una sólida y rigurosa sentencia que ni siquiera fue recurrida por las acusaciones particulares ni por el ministerio fiscal.

Este hecho ya hubiera merecido por sí mismo la condena social y jurídica de la jueza que aprovechó su condición privilegiada para interferir en el juego democrático en favor de un partido político, en este caso del PP. Lo auténticamente grave es que su actuación partidista no se ha limitado a este caso. Procedió a imputar por otras causas al mismo Antonio Rodrigo Torrijos e igualmente a su compañero de filas José Manuel García Martínez, y ha promovido otros procedimientos que han concluido con el mismo resultado: absolución final, daños a personas inocentes y beneficio para el Partido Popular.

Escribo sobre este caso doce años después, no solo para expresar a estas dos personas mi cariño y solidaridad sino, sobre todo, para volver a denunciar el uso partidista que algunos magistrados, como la señalada, han hecho y vienen haciendo de la Justicia, provocando daños morales y económicos incalculables a personas concretas (la mencionada jueza llegó a ponerles una fianza de 620.000 euros) y a la convivencia pacífica y democrática que todos los españoles sin distinción nos merecemos.

La actuación de la jueza contra estos dos dirigentes de Izquierda Unida no fue casual. Como el propio Antonio Rodrigo Torrijos ha comentado en alguna entrevista, se le puede aplicar la frase de la Mafia que recoge El Padrino de Francis Coppola: «no había nada personal. Eran negocios». En este caso, se trataba de quitar de en medio a una persona que había impulsado medidas de carácter social y de interés público que frenaban, efectivamente, los negocios que tradicionalmente habían venido realizando los constructores corruptos y los grupos de poder sevillanos.

La jueza Alaya lo consiguió al hacer creer de modo ilegítimo y tramposo que los líderes de Izquierda Unida eran corruptos y obligando con sus malas artes a que aparecieran injusta y falsamente señalados como deshonestos en las listas electorales. Ganó entonces las elecciones José Ignacio Zoido, quien había sido su superior en la Audiencia y con quien es sabido que mantenía relaciones personales. Tan estrechas que era este último quien, en diversas ocasiones y en los momentos políticamente más dañinos para el resto de los partidos, disponía de las filtraciones y se encargaba de hacer públicas.

La completa absolución después de tantos años de sufrimiento de Rodrigo Torrijos y García Martínez muestra que nuestra denuncia de 2011 era acertada: fue una auténtica caza de brujas judicial contra personas honestas para beneficiar a la derecha política que defiende al poder económico.

El daño producido ya es irreparable, pero si eso es grave mucho más lo es que quien lo ha producido innecesaria y conscientemente quede en completa impunidad.

Y no se trata de algo que haya acabado, sino que más bien se refuerza cada día más, como hemos visto con las numerosas demandas que se han puesto contra dirigentes de Podemos, finalmente resueltas sin condena, pero haciendo un daño político atroz, con las mucho más que discutibles sentencias contra algunos dirigentes socialistas en el caso de los ERE, o en el incumplimiento de la Constitución por parte del Partido Popular con el objetivo de mantener bajo su control el poder judicial.

Es urgente combatir el uso de la administración de justicia como instrumento de lucha política para defender privilegios y perseguir injustamente a los adversarios, algo completamente contrario a los principios de la democracia y al ejercicio efectivo de los derechos humanos.

Cualquier demócrata, sin distinción de ideologías o adscripción partidistas, debe denunciar estas prácticas y movilizarse para evitar que vuelvan a darse casos tan injustos como los que han sufrido estos dos dirigentes de Izquierda Unida y otros del PSOE o Podemos en procesos de naturaleza más o menos similar.

Por todo ello me sumo al acto de reconocimiento y vindicación que se llevará a cabo el próximo día 1 de febrero en el Centro Cívico Virgen de los Reyes de Sevilla e invito a que hagan lo mismo quienes aman la libertad y la democracia, bien asistiendo presencialmente o mostrando su apoyo al correo actoreconocimiento@gmail.com.

Una pregunta sencilla que es demasiado difícil de responder. La pérdida de un ser querido puede complicar las matemáticas familiares.

Cuando mi hijo estaba en tercer grado, fui a su escuela par ver un concierto antes del Día de Acción de Gracias. Encontré una silla plegable al lado de otro de los padres, un hombre que reía a la menor provocación. Hablamos de cosas sin importancia y buscamos con la mirada entre las cabezas frente a nosotros para encontrar a nuestros hijos, tímidos e incómodos, sobre el escenario. En algún momento le pregunté: “¿Tienes más o es tu único hijo?”.

Una pregunta sencilla.
Hizo una pausa. Hubo un silencio incómodo que la mayoría de la gente no habría notado. Sin embargo, crecí en una familia que sufrió pérdidas y sabía lo que me contaría a continuación: una historia triste, una tragedia. La de su familia era esta: había otro hijo, un bebé, que había muerto años antes, tan solo días después de nacer.

“Nunca sé cómo responder esa pregunta”, dijo. “¿Digo sí o no? ¿Digo que tengo un hijo o que alguna vez tuve dos?”.

Mi padre solía tener el mismo problema con ese tipo de conteos. Recuerdo la última vez que lidió con eso cuando, casi a sus 85 años, a seis meses de su muerte, una enfermera nueva le preguntó cuántos hijos tenía.

Sheryl, mi hermana, había muerto hacía casi cincuenta años, a los 7, cuando yo tenía 3. Pero mi padre aún se sentía en conflicto, haciendo cálculos, tratando de darles sentido a los números.

“¿Digo que tengo dos hijas o que tuve tres?”, me preguntó una vez. “Están tú y Linda. Pero también estaba Sheryl. Aunque ya no esté con nosotros, existió. Debo contarla, ¿no?”.

Mi padre no solo la contaba, sino que siguió obsesionado con su recuerdo toda la vida. La narrativa que compartía casi compulsivamente —en las bodas, en los aviones y en eventos sociales, con casi cualquiera que lo escuchara— era cómo su primera hija había muerto a los 7 años debido a la osteopetrosis, una enfermedad genética ósea poco común por la que los huesos generalmente se vuelven densos y pueden fracturarse fácilmente. En casos severos como el de Sheryl, puede ser mortal.

Cuando mi padre pensaba en nuestra familia, siempre veía a tres hijas. Quería que todos se imaginaran a las tres. Pero como alguien demasiado joven para recordar más que las películas caseras de un viaje al centro donde vivía nuestra hermana, yo tenía una versión ligeramente distinta. Cuando me preguntaban cuántos hermanos tenía, siempre respondía: “Tengo una hermana y también tuve otra hermana que murió”.

Es una explicación imperfecta, una que provoca lo que parece compasión inmerecida, lo cual me incomoda, como si tratara de tener crédito por algo que no hice. Para aclarar su confusión y la mía, agrego: “Pero murió cuando tenía 3, así que en realidad no la conocí”.

Me parecía que había sido una pérdida de mis padres, no mía. Por eso no contaba a Sheryl: jamás me sentí con derecho a contarla.

Yo tenía mi propia manera de practicar las matemáticas de la familia. Había tres retratos de bebés en blanco y negro en el muro de las escaleras para subir a las habitaciones donde solo dos niñas dormían. En el comedor, a la hora de la cena, solo éramos cuatro, no cinco. A diferencia de mi padre, cuando pensaba en nuestra familia, veía dos hermanas que estaban bajo la sombra de la tercera: la estatua de mármol de una niña perpetua, un recuerdo fosilizado.

No contar a Sheryl implicaba que no debía enfrentar la resta que habría sido necesaria, nuestro tres menos uno: que Linda en realidad era la hija de en medio, no la mayor; que si Sheryl hubiera nacido sana y siguiera con vida, mi hijo habría tenido dos tías. Esto era extraño, porque normalmente soy una persona muy curiosa, pero con Sheryl jamás me pregunté a qué universidad habría ido, qué tipo de trabajo habría elegido, si se habría casado y tenido hijos. Ni una sola vez me he imaginado el sonido de su voz, cómo sería físicamente ahora o cómo habría sido mi familia —sobre todo mis padres, siempre de luto— si hubiéramos sido cinco y no cuatro.

Pensé que ya no tendría que pensar en el asunto de contar cuando comencé mi propia familia, pero la historia a veces se repite. La prueba: mi esposo tiene una hija de su primer matrimonio, a la cual tuvo que dejar atrás en otra ciudad tras su divorcio. Cuando nos conocimos, su hija tenía 7, la edad de Sheryl cuando murió. No pasé por alto la ironía de conocer a un hombre que extrañaba a su hija pequeña; sabía cómo era el luto (duelo) a largo plazo.

En esos primeros días, y en los años después del nacimiento de Ben, nuestro hijo, volábamos al otro lado del país para verla. A veces ella venía para celebrar el Día de Acción de Gracias o la Pascua; en varias ocasiones la vimos en Nueva York antes de que se fuera a otro lado. Unas cuantas visitas —algunas festividades, fines de semana, comidas, horas que contar, si hubiera sabido hacerlo— eran las cifras de nuestra relación a larga distancia.

La ausencia puede ser una presencia constante, y poco después Ben también se obsesionó con las matemáticas familiares. Veía las fotos que le había tomado a su media hermana cargándolo cuando era recién nacido: él con un mameluco con teñido psicodélico y ella con una camiseta a juego. Observaba las fotografías que les habíamos tomado a ambos en la casa de campo de sus primos unos cuantos veranos después.

No quería ser hijo único. Quería tener una hermana y ser un hermano. Quería ser parte de una gran familia. También estaba confundido: en la escuela cuando hacían árboles genealógicos, jamás sabía qué hacer ni cuántas hojas dibujaría o recortaría y colgaría en las ramas. Más de una vez a lo largo de los años ha dicho: “Cuando alguien me pregunta si tengo hermanos, ¿estoy mintiendo si digo que tengo una hermana?”.

“Claro que tienes una hermana”, le decía yo. “Aunque rara vez la veas y a veces sientas que no existe”.

Yo le decía que la contara, y a la vez me lo decía a mí misma.

Para cuando tenía 8 años, el vacío de la ausencia de ella lo definió, pues casi todos sus amigos que habían sido hijos únicos ahora eran hermanos mayores de niños pequeños y él estaba desesperadamente solo. Tener otro bebé era una imposibilidad biológica para mí, así que escuchamos el consejo de nuestros amigos y el terapeuta y le compramos una perrita.

Lady, una sheltie muy humana, cambió nuestra ecuación familiar de tres a cuatro. Como nuestra nueva compañera, se sentaba en el asiento trasero con Ben, pedía desayunar y cenar y, de cachorra, a veces necesitaba que la recogiéramos de la guardería. Cuando se enfermaron primero mi madre y luego mi padre, ambos de cánceres fulminantes y letales, me acompañó durante mis días más oscuros. Ahora, más de diez años después de que llegó a nuestras vidas, cuando me preguntan cuántos somos en nuestra familia, respondo que mi esposo y yo tenemos un hijo y una sheltie.

Supongo que eso significa que hay tres y somos cinco, aunque una sea alguien a quien rara vez vemos y la otra sea una perra, pero ya no pienso en números. Me cansé de contar, de tratar de hacer los cálculos cuando se trata de ecuaciones complejas de muerte y distanciamiento, ya sea que dejes de contar a alguien cuando muere o sigas contándolo para siempre.

Después de todos estos años, he llegado a entender que los detalles de los números y las sumas no tienen sentido. No se trata de si somos cuatro o cinco, si contamos a Sheryl o no. Y no se trata de si somos tres, cuatro o cinco, dependiendo de si contamos a nuestra hermana/hija perdida y al perro.

Todos cuentan, sin importar cuánto tiempo estuvieron aquí o qué tan bien los conocimos antes de que se fueran o cómo y por qué se fueron. Las sombras que dejan, los vacíos que sentimos, todo cuenta. Son tan importantes como los que se quedan, como nuestros dos niños pequeños aquel Día de Acción de Gracias hace más de una década, que estuvieron ahí frente a nosotros.

Este año, mientras escribo esto, me preparo para celebrar mi primer Día de Acción de Gracias sin Ben, quien visitará a su novia en Chicago.

Nuestra reservación para la cena, en el restaurante de un hotel cercano, donde celebramos por última vez con mi papá, será para tres —mi esposo, yo y un amigo cercano—, pero sentiré que somos cuatro cuando, entre platos, le envíe un mensaje de texto a Ben diciéndole que lo amo y que agradezco este día, esta familia y esta vida sin números.

A la hora de poner la mesa éramos cinco], de José Luis Peixoto, incluido en su libro A Criança em Ruínas,

A la hora de poner la mesa, éramos cinco:
mi padre, mi madre, mis hermanas
y yo. después, mi hermana mayor
se casó. después, mi hermana pequeña
se casó. después, mi padre murió. hoy,
a la hora de poner la mesa, somos cinco,
menos mi hermana mayor que está
en su casa, menos mi hermana
pequeña que está en su casa, menos mi
padre, menos mi madre viuda. Cada uno
de ellos es un lugar vacío en esta mesa en la que
como solo. pero estarán siempre aquí.
a la hora de poner la mesa, seremos siempre cinco.
mientras uno de nosotros esté vivo, seremos
siempre cinco.

Na hora de pôr a mesa, éramos cinco: o meu pai, a minha mãe, as minhas irmãs e eu. depois, a minha irmã mais velha casou-se. depois, a minha irmã mais nova casou-se. depois, o meu pai morreu. hoje, na hora de pôr a mesa, somos cinco, menos a minha irmã mais velha que está na casa dela, menos a minha irmã mais nova que está na casa dela, menos o meu pai, menos a minha mãe viuva. cada um deles é um lugar vazio nesta mesa onde como sozinho. mas irão estar sempre aqui. na hora de pôr a mesa, seremos sempre cinco. enquanto um de nós estiver vivo, seremos sempre cinco.

jueves, 19 de enero de 2023

_- René Descartes, la tentación geométrica.

_- La matematización de la realidad arrancó con el francés y, bajo el empuje de la física newtoniana, ha gobernado el destino filosófico de Europa y podríamos decir que del mundo.

Las matemáticas son falsas. ¿Qué se quiere decir? Que falsean la vida, que la tasación numérica y cuantitativa del universo supone un reduccionismo intolerable. Ofrecen un sucedáneo de realidad, siniestro, donde no hay deseo ni voluntad, donde todo sucede impersonalmente. Al mismo tiempo, las matemáticas son la invención más prodigiosa de la imaginación humana. Hacen creer que el fondo de lo real es racional. Y esa fue la fe de Descartes, una convicción que, generalmente, aparece en la juventud. Lo real es racional. Lo real puede someterse al escrutinio matemático y éste lo reflejará fielmente. Esa fue la apuesta de un joven metido a militar, seguro de sí mismo, que advirtió en sueños los signos de su vocación filosófica. Un sueño de juventud que plasmó en el Discurso del método y que ha marcado la Edad Moderna. Hasta el punto de que la fe en la racionalidad del mundo (de origen onírico) todavía se enseña en las escuelas. La matematización de la realidad arrancó con el francés y, bajo el empuje de la física newtoniana, ha gobernado el destino filosófico de Europa y podríamos decir que del mundo.

Creo que fue Bertrand Russell quien dijo que a ningún viejo le interesan las matemáticas. Pues el matemático, como advirtió Demócrito, se arranca los ojos para pensar. Y la vida, cuando es veterana, lo que quiere es seguir viendo, seguir sintiendo. Se interesa, fundamentalmente, por el deseo y la percepción. Por indagar cómo la percepción va suscitado el deseo de nuevas percepciones. En ningún caso renunciará al color, como hace el matemático, pues el color es irracional. A la inteligencia madura los modelos matemáticos del universo le hacen sonreír, le parecen el juego inocente (y brillante) de una inteligencia que todavía no ha vivido lo suficiente. Pero ocurre que el sueño matemático, la tentación geométrica, como me gusta llamarla, ha dado unos réditos magníficos a nuestra civilización. Ha hecho posible la expansión colonial y dominar el mundo mediante el poder tecnológico. Nos ha llevado a la Luna, al bosón de Higgs, a la bomba de nuclear y al laboratorio global (a un experimento planetario propiciado por un engendro biotecnológico). Las matemáticas son muy útiles para la guerra, también para controlar el flujo de la información. Las matemáticas no sólo crean teoremas, crean opinión. La consecuencia final de todo ello es moral. Modelos matemáticos (algoritmos) nos dirán qué es bueno y qué es malo, quién es el tirano, cual es el tratamiento adecuado para enfermedades globales, cómo concebir, en definitiva, la realidad.

Un sueño de juventud
La noche del 10 de noviembre de 1619 es un momento tan decisivo para la historia de Europa como la batalla contra los turcos de Solimán el Magnífico a las puertas de Viena (1519) o el desembarco de Normandía (1945). Pero lo que ocurre aquella noche no es un episodio bélico sino imaginal. Un joven soldado, educado por los jesuitas, brillante y decidido, tiene una serie de sueños en un campamento militar. De esa experiencia sale un librito, más biográfico que científico, que servirá de fundamento a una ciencia que todavía no existe, la física moderna (creada por Newton medio siglo después), y a otra que, aunque antigua, se verá profundamente renovada: la matemática moderna.

En ese preciso instante nace, de la imaginación, la fe racionalista. Esa fe sustituye a otra fe, anquilosada, que ha dejado de inspirar, que se ha enredado en monsergas escolásticas y academicistas. Las mentes más brillantes de Europa se volcarán en ella. Spinoza, Leibniz (sólo parcialmente), Voltaire, Newton, Laplace, los philosophes, y ese impulso llegará hasta el positivismo del XIX, que dominará por completo la ciencia. Las matemáticas, siendo una fantasía, son una vía posible en nuestras relaciones con el universo. Un universo que en el mundo antiguo concebía mediante cualidades y que pasa a ser de cantidades. Esa es la vía que elige Europa, cansada del puritanismo, las bulas papales y el control jesuítico. Europa se adhiere con entusiasmo a la premisa de Galileo: la naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas. Aprendiendo esa lengua, podremos dialogar con ella, o mejor, persuadirla, de que se avenga a nuestros deseos (todo empieza y termina en el deseo). El siguiente paso, claro está, es que, nosotros, al reflejarnos en la naturaleza, quedamos matematizados, es decir, pasamos a ser seres regidos por leyes numéricas y equivalencias cuantitativas. Siendo matemáticos, podemos dar el siguiente paso, considerarnos mecánicos. El ser humano como mecanismo, pariente cercano del androide. Esta es, de manera simplificada, la visión moderna de lo humano. Si no fuera por el temporal que se avecina, resultaría cómica.

¿Dónde han quedado la percepción y el deseo que, según Leibniz y ciertas filosofías de origen indio, son los constituyentes esenciales de lo real? La respuesta es sencilla. Se han mecanizado. La percepción y el deseo son también mecanismos. El mundo al revés. La causa es ahora el efecto. Mecanismos reparables, modificables, perfeccionables. De toda esa deriva; que es la nuestra y con la que habremos de negociar (no valen escapismos, no hay vuelta posible a la selva, ni regreso a Oriente); el primer representante es Descartes.

La Flèche
¿Quién fue Descartes? Un tipo singular, de carácter fuerte, que sabe estar solo, independiente y valiente. Un tipo que trabajaba en la cama y se despertaba más tarde de lo normal. Y cuando se lo reprochaban aducía que “dormía más despacio”. Un joven que, como dice Valéry, tiene alma de geómetra. Y que, para pensar con más claridad, es capaz de reducir la geometría (la figura) al álgebra (la relación numérica). La geometría le provoca (como dirían en Venezuela), la geometría no es sólo el modelo, es el excitante de su pensamiento. La geometría es atractiva, le apetece. Hoy sabemos que geometrías hay muchas (entonces no). Sabemos que la de Euclides, la más simple e intuitiva, es provinciana. Es decir, funciona en las distancias cortas. Es una verdad local, de pueblo. Sirve para hacer un puente o un edificio. Le pasa algo parecido a la física de Newton, que también es local y puede servir, como mucho, para llegar a la Luna.

Descartes es orgulloso, reservado y altivo (a pesar de su corta estatura, o precisamente por ello). Parece tímido, pero cuando le provocan es combativo, agresivo y puede perder los papeles. Entre la prominente nariz y las pobladas cejas, brilla una mirada inquisitiva y atenta. No es atlético ni agraciado, pero tiene una buena opinión de sí mismo (esa que da la inteligencia). A diferencia de otros filósofos, sabe escribir. Lo hace en francés, una lengua vulgar, no científica. Sus obras no han dejado de publicarse durante cuatro siglos y con ellas arranca el pensamiento moderno. Cincuenta años transcurren entre la publicación del Discurso del método (1637) y los Principia Mathematica de Newton (1687), dos obras que deciden el destino de nuestra civilización. Cuando Descartes escribía todavía no existía la Física, tal y como hoy la conocemos, que será la ciencia dominante hasta nuestro siglo, donde empieza a ser sustituida (lo estamos viviendo) por la biotecnología. En las escuelas de secundaria se enseña que con la ciencia moderna la humanidad logró una mayor comprensión y dominio de la naturaleza. Ambas cosas son discutibles, sobre todo la primera. Respecto a lo segundo, el dominio excesivo termina en revuelta, la obsesión por el control en caos. Ya se sabe, lo mejor es enemigo de lo bueno.

Enrique IV, nacido protestante, convertido al catolicismo (“París bien vale una misa”), vuelto a la fe protestante y asesinado por un jesuita, funda en 1604 el Colegio de La Flèche. Los jesuitas, a los que el rey ha permitido regresar, educan en esta institución a los hijos de la nobleza. Hay amores que matan. Enrique IV, defensor de los jesuitas, será asesinado por uno de ellos. Habiendo sido protestante, muchos no se creyeron su conversión. El regicidio será la antesala de la Guerra de los Treinta Años. El corazón del rey asesinado, metido en una urna, descansará en La Flèche. Descartes ingresa en La Flèche con diez años. Hay lecciones diarias, debates y discusiones semanales. Todo en latín, el uso del francés está castigado. Cuando abandona el colegio tiene la sensación de que sale más confundido de lo que entró.

Los sueños y el método
Descartes ha decidido dejar las clases y estudiar el gran libro del mundo. El resto de su juventud lo pasará viajando, visitando cortes y ejércitos, mezclándose con la gente. Encuentra más verdad entre los ciudadanos del mundo que entre los profesores. Los primeros serán castigados si se equivocan en sus razonamientos, mientras que los errores de los eruditos no tienen consecuencias prácticas. Se une al ejército de Guillermo de Orange. La elección de ese destino sigue siendo un misterio. Un ejército protestante, enemigo del poder de los Austrias, para un católico educado por los jesuitas. La posibilidad del espionaje no debe descartarse. Poco después, abandona los Países Bajos para incorporarse a otro ejército, esta vez más afín a su condición de católico. Maximiliano de Baviera se dirige a Praga para vengar la defenestración allí ocurrida. Se mantiene al margen del combate, quizá como mero observador o como ingeniero militar, no lo sabemos.

Las matemáticas, siendo una fantasía, son una vía posible en nuestras relaciones con el universo
El filósofo tiene una epifanía, una visión del método que “desvelará todo el conocimiento”. Ocurre la noche del 10 de noviembre de 1619, tras un día de cavilaciones en una habitación caldeada por una estufa, seguido de una noche de sueños extraordinarios que anota escrupulosamente en su cuaderno. Sus primeros biógrafos localizan el acontecimiento en Ulm, un año antes de la Batalla de la Montaña Blanca, cuando se dirige al encuentro del ejército de Maximiliano. Descartes considera estos sueños proféticos. El espíritu de la verdad le ha poseído, ahora ambiciona un conocimiento completo y definitivo.

En 1629, tras una reunión con el cardenal Berulle, ministro del rey de Francia, se exilia en las Provincias Unidas de manera permanente. Cambia con frecuencia de domicilio y mantiene en secreto de su paradero. Se ha sugerido que ya no era bienvenido en Francia y que le invitaron a abandonar el país debido a su alianza con los jesuitas, defensores de los intereses de los Austrias y enemigos de Francia. Sea como fuere, se establece en los Países Bajos, donde pasará los siguientes veinte años de su vida, los más productivos, entre el mar y los marjales jalonados de molinos de viento. Las Provincias Unidas son pacíficas, tolerantes y cada vez más ricas. Vive en el anonimato y pide a Mersenne que no revele a nadie su paradero. Pero poco hay de retiro en su nueva ciudad. Vive en un barrio bullicioso, populoso y activo. Ámsterdam es el centro de innumerables rutas comerciales. En el puerto trabaja el padre de Baruj Spinoza, que está a punto de nacer muy cerca de allí, y que enseñará su filosofía a jóvenes inquietos que buscan otros modelos de realidad.

El ser humano es un compuesto de cuerpo y alma. El cuerpo es “una estatua o máquina hecha de tierra”. La digestión, la circulación, la respiración, los espíritus animales que recorren el cerebro y los nervios, constituyen una maquinaria, parecida a la de las estatuas parlantes de los jardines reales de Saint Germain. Los nervios son como las tuberías de las fuentes de aquellos jardines. El alma racional reside en el cerebro como el guarda de las fuentes que maneja los depósitos. Ahora bien, sólo el ser humano tiene alma, el resto de los animales son meramente máquinas, privadas de emociones y sensaciones, simples mecanismos de estímulo y respuesta. La partición cartesiana: ser humano libre y consciente, el resto de los seres mecánicos e inconscientes, tendrá un poderoso impacto en la civilización occidental, que encontrará en ella la justificación para un expolio ilimitado del entorno natural.

Las aspiraciones de Descartes quedan definidas en el Discurso del método, que marca el camino que seguirá en la vida, “cultivar la razón y avanzar cuanto pueda en el conocimiento de la verdad”. Cuando empieza a utilizar el método, siente “un contento tan grande que no creo que nadie haya podido disfrutar de otro más dulce o puro en esta vida”. Toma algunas notas. Promete no apartarse de la apariencia de ortodoxia. “El temor de Dios es el principio de la sabiduría”. Avanzará por el escenario del mundo “enmascarado como hacen los actores para ocultar sus rostros encendidos”. Las ciencias deben trabajar emboscadas. Se compromete a no aceptar nada que no sea evidente, guiado por una retórica de lo elemental que hoy puede resultar ingenua. Hacer clasificaciones completas y exhaustivas de cada asunto. Dividir cada una de las dificultades en tantas partes como sea posible. Dirigir con orden sus pensamientos. Ascender poco a poco de lo más sencillo y fácil a lo más complicado y difícil. Esboza un código moral provisional. Lo primero es obedecer las leyes y costumbres locales (manteniéndose fiel a la religión que ha heredado de sus padres). Lo segundo, un principio estoico, “dominarme a mí mismo antes que a la fortuna”. Lo tercero, cultivar la razón para avanzar en el conocimiento de la verdad.

'El discurso del método' de Descartes, expuesto en la Biblioteca Nacional de España en 2018. EDUARDO PARRA (GETTY IMAGES)

En el verano de 1633, Galileo es detenido por la Inquisición y condenado a arresto domiciliario de por vida. Todas las copias del Sistema del mundo son arrojadas al fuego. Descartes sigue de cerca el proceso. Galileo, experto en lentes y copernicano, ha visto las montañas de la luna y las lunas de Júpiter y ha escrito algo que quedará para siempre grabado en la mente del filósofo: “La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas”.

Correspondencias
Desde Holanda Descartes mantiene una intensa correspondencia con dos mujeres que será decisivas en su vida: la princesa Isabel de Bohemia y la reina Cristina de Suecia. Ambas le urgen a escribir sobre asuntos que de otro modo no hubiera abordado. A Descartes no le interesa tanto la metafísica como a ellas, a la que sólo decía “muy pocas horas al año”. La correspondencia con la princesa Isabel de Bohemia, una princesa pobre, hija de un rey derrotado, nos ofrece vislumbres de la moral cartesiana. Algunos han percibido entre líneas una pulsión erótica e incluso el enamoramiento. La princesa ha observado los efectos en su salud de los estados emocionales y quiere saber más. Pide al filósofo que le resuelva el problema mente-cuerpo, que ni el Buda pudo resolver y que, como todo el mundo sabe, carece de solución, pese a las promesas de las neurociencias, que sólo hacen que prometer (y así, financiarse). A tal efecto, redacta un breve tratado: Las pasiones del alma, donde se reafirma en su dualismo y da una explicación mecánica a las mismas, afirmando que la glándula pineal, en el interior del cerebro, es la sede del alma, y que desde allí radia al resto del cuerpo mediante los “espíritus animales”. Distingue, de paso, entre el amor benevolente, que nos hace querer el bienestar de lo que amamos, y el amor concupiscente, que nos empuja a poseer aquello que amamos. Una distinción que sólo concierne a los efectos del amor, no a su esencia. Tras algunos comentarios sobre Séneca, afirma que la felicidad consiste en “el perfecto contento interior” y le inculca cuatro verdades del estoicismo: que hay un Dios del que depende todo, que las almas existen con independencia del cuerpo y son más nobles que éste, que el universo es inmenso y debemos maravillarnos de que esté por completo a nuestro a servicio, y que vivimos en sociedad y el interés general es más importante que el individual.

Descartes regresa a París para solicitar en la corte una pensión. En un pergamino hermosamente sellado, se le ha insinuado un cargo, un puesto diplomático o un título. Hay una escena que sobrecoge y que es antesala de su muerte. Descartes ha alquilado en el centro de la ciudad unas lujosas habitaciones, cerca de palacio. Se mira complacido en el espejo. Acaba de comprar un elegante traje de seda verde, un sombrero emplumado y una espada. Se ve a sí mismo como caballero pensionista del rey. Pero la revuelta de La Fronda echa por tierra sus planes. Se levantan 1200 barricadas por todo París, que hacen imposible y peligrosa la circulación. El rey Luis XIV es todavía un muchacho y la regencia está en manos de su madre. Ana de Austria ha vaciado las arcas reales y el filósofo regresa a Holanda cuando constata que no habrá pensión. Un fracaso que le llevará a aceptar la invitación de la reina Cristina de Suecia. La correspondencia entre el filósofo y Chanut, embajador francés en Suecia, llena de insinuaciones, confirma el deseo de Descartes de moverse en los círculos del poder. En la corte de Estocolmo morirá prematuramente, oficialmente de neumonía, aunque algunos dicen que envenenado.

El 2 de septiembre de 1649 zarpa hacia Estocolmo. Suecia resulta una decepción al poco de llegar. El frio extremo, la gélida religión luterana y la reserva de sus gentes (junto a la barrera del idioma) dificultan su estancia. La reina Cristina, muy joven, ha sido educada como un muchacho, domina los caballos y las armas y es una apasionada del estudio. Cuando sale de caza, se hace leer en voz alta a Homero y, en los desayunos, a Aristóteles. Ha hecho construir un gran teatro y sueña con una corte renacentista, protectora de las artes y la cultura. Recibe a pintores, filósofos, músicos y arquitectos. Descartes forma parte del plan. Le encargará algunos libretos de ópera.

El filósofo está interesado en hacer partícipe de su método a la reina. En sus experiencias previas en la corte, ha advertido que los reyes están más interesados en los secretos de la alquimia o la astrología que en sus recetas filosóficas. En el primer encuentro, la reina experimenta cierta decepción. Ante ella, un hombre de cierta edad, corto de estatura y con una peluca violentamente rizada. Ella le promete un título, una hacienda, una pensión y un séquito. Descartes comete la torpeza de hablarle de su prima Isabel, con la que ha mantenido una correspondencia más duradera e íntima, y que probablemente es más inteligente y bella que la reina. Conforme pasan los días, advierte que el ardor de Cristina por la filosofía se enfría. Le interesan más los clásicos griegos, que para Descartes son una pérdida de tiempo, y cuya ciencia es anticuada y falsa. El invierno se acerca, el frio arrecia y los días son cada vez más breves. Se le sugiere que escriba música para el gran teatro que acaba de construir la reina. Rechaza la proposición, pero acepta como compensación hacerse cargo del libreto. Tratará de destruir el manuscrito, que sabe mediocre, el embajador guardará una copia. Al público, sin embargo, le gusta, y pide al filósofo otra pieza teatral, un drama amoroso, con princesas, amantes y un tirano. Descartes no puede creerlo. Resulta evidente que se ha equivocado viniendo a Suecia.

Se le encarga redactar los estatutos de la nueva Academia de Suecia. Incluye una regla significativa: sólo los nacidos en el país podrán pertenecer a ella. Es un modo de preparar su salida. Quiere volver a casa. Se siente fuera de lugar. Sólo desea la tranquilidad y el reposo. Entretanto, las clases particulares a la reina empiezan en enero, el mes más frio, a las cinco de la mañana, cuando ella sabe que al filósofo le gusta quedarse en la cama toda la mañana, leyendo, pensando y escribiendo. La biblioteca no está caldeada a esa hora, llega aterido de frio tras atravesar a pie un pequeño puente. En dos semanas, empieza a sentirse enfermo y contrae una neumonía. El filósofo no confía en los médicos de la reina, Fabrica sus propios remedios: tabaco líquido con vino caliente, cuyo efecto expectorante sacará la flema de los pulmones. Se acerca el lamentable final, en una tierra extraña y fría. Algunos dicen que ha sido envenenado por celosos cortesanos. La carta de un médico que lo atiende parece confirmarlo, aunque el testimonio de quienes estuvieron junto a su lecho de muerte, el embajador y su criado, lo desmienten.

El cadáver de Descartes permaneció en Suecia durante años. El 1667 es exhumado y trasladado a Francia. Al embajador se le permite amputar el índice de la mano derecha. Alguien extrae la cabeza y la sustituye por otra. El cadáver tiene varios sepelios hasta descansar, decapitado, en la iglesia de St. Germain des Près, cerca de la casa de Sartre. El Museo del Hombre de París asegura que la testa que hay en sus vitrinas es la de Descartes.

El Discurso del método
La época es tumultuosa, necesita orden y método. La Guerra de los Treinta Años ha sumido a Europa en una larga y cruenta contienda, mientras Descartes prosigue sus investigaciones del mundo sublunar. El Discurso, publicado en 1637, es su primera obra, tiene cuarenta años. Sirve de prólogo, por exigencias del editor, a tres tratados científicos: uno sobre óptica (donde describe con detalle el ojo y la visión), otro sobre meteorología (donde explica el arco iris) y el último, el más importante, sobre geometría (donde ofrece un método general para resolver todos los problemas). El texto es un palimpsesto que reúne escritos de diversas épocas. La condena a Galileo ha tenido mucho que ver en su composición. Algunos de los materiales han sido extraídos de Le Monde, obra que decide no publicar por temor a la Inquisición.

Es significativo que el libro más importante del pensamiento moderno (o al menos el más influyente) sea el monólogo autobiográfico de un episodio ocurrido a un joven de 23 años tras una serie de sueños y que es texto sea el texto fundacional del racionalismo moderno, el método que pretende unificar todas las ciencias (que la escolástica hacía plurales) y ofrecer la clave de todo el conocimiento. El salto es magnífico. El universo es un reloj que da las horas puntualmente. No retrasa ni desvaría. Ese será el estilo de Europa.

Descartes elogia el dictamen de la razón, la creación individual frente a la colectiva y los “simples razonamientos del buen sentido”. Todos hemos sido niños, nos dice, y todos hemos experimentado la contradicción entre nuestros apetitos y las exigencias de nuestros preceptores. “De ahí que es casi imposible que nuestros juicios sean tan puros y sólidos como los serían si, desde el momento de nacer, hubiéramos dispuesto por completo de nuestra razón y sólo ella nos hubiera guiado”. La frase anterior expresa, de manera clara, un error de planteamiento. Ortega lo advertirá. El ser humano no es racional. Puede, con mucho esfuerzo, llegar a serlo (nunca lo logrará completamente), pero de entrada no lo es. El neonato está lleno de inclinaciones, pulsiones y deseos, que tiene muy poco de racionales. Tampoco nace libre, la libertad habrá de conquistarla. En estos dos planteamientos desafortunados se cifra el destino del pensamiento de Descartes y, dada su influencia, del continente. El filósofo, además, mantuvo toda su vida su adhesión a la fe católica y su compromiso con los jesuitas (a sabiendas de que ni la doctrina ni la fe eran racionales).

A continuación, nos ilustra sobre el modo en que gobierna su vida. Reforma las opiniones heredadas (“los principios que me dejé inculcar en mi juventud”) y las sustituye por otras sometidas al juicio de la razón. Quiere edificar “sobre un terreno que sea enteramente mío” (como si en la lengua o en la persona no habitara ya todo un mundo de valores, inclinaciones y deseos). Quiere deshacerse de todas las opiniones recibidas y ser capaz de “distinguir lo verdadero de lo falso”. En este punto, sorprendentemente, deja caer una verdad de la antropología: que hay tantas “razones” como pueblos o culturas. Habiendo aprendido en La Flèche las opiniones de los filósofos, tan discordantes y extravagantes, “que no puede imaginarse nada, por extraño e increíble que sea, que no haya sido sostenido por algún filósofo”, y, habiendo conocido en sus viajes que no todos los pueblos piensan del mismo modo, y que no por ello son bárbaros o salvajes, “sino que muchos hacen tanto uso de la razón como nosotros” y que quien “se ha criado entre los franceses o los alemanes llega a ser muy diferente que quien lo ha hecho entre los chinos o los caníbales”. Tras reconocer estos hechos que uno aprende cuando sale del terruño, del entorno en el que ha sido educado, Descartes pasa a explicar su ambicioso “método” que concibe como universal. Cae en el mismo desliz (un sentido fuerte tiende a imponer su significado más allá de los límites que le dan validez), en el que caerá después Kant con el imperativo categórico y la paz perpetua. Una tendencia que hoy heredan las grandes compañías que controlan la salud y el flujo de la información y que aspiran a la uniformización del cuerpo y el pensamiento.

Aunque hay un gran número de preceptos en la lógica, consideran que bastan cuatro. (1) “No admitir nada como verdadero sin conocer la evidencia, es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no admitir en el juicio nada que no se presente clara y distintamente”. En esta primera premisa del método aparece la palabra mágica de Descartes: evidencia. No aceptar nada que no sea evidente. Bien. ¿Y qué es la evidencia? ¿Algo lógico o sensible? ¿O las dos cosas? La evidencia, nos dice el diccionario, es la certeza, lo que prueba. Observen la retórica. Lo evidente es lo cierto, lo probado. Es como decir que la fortaleza de la roca es su dureza. ¿Cómo se prueba algo? Mediante ciertos medios de conocimiento: percepción, inferencia, comparación, testimonio verbal… ¿Qué nos permite decir cuáles de estos son válidos y cuáles no? ¿Los objetos mismos? ¿La tradición? ¿Los usos y las costumbres? ¿La lógica local? ¿O hay una lógica universal? Las preguntas se multiplican.

Con Descartes, la naturaleza pasa a explicarse mediante dos principios materia-extensión y movimiento. Se olvidan las viejas cualidades aristotélicas que la definían (2) La segunda premisa es analítica. “dividir cada una de las dificultades en tantas partes como sea posible”. Descomponer el problema como se desmonta un motor en sus piezas. El problema con lo vivo es que los órganos no se pueden descomponer. Hacerlo significa que dejen de estar vivos. Y, ¿cómo estudiar lo vivo mediante lo muerto? (3) La tercera premisa reza así: “Conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco”. El problema con esta proposición es que la idea simple sirve para la geometría. La idea de una recta es más simple que la de un poliedro. Para todo lo demás, la idea simple es un contrasentido. Ninguna idea lo es. Si hablamos de la idea de la libertad, del destino o la voluntad, decir que son simples resulta una ingenuidad. Supone ignorar la esencia relacional del habla. Tirando del hilo de cada una de estas “ideas simples” se podrían escribir tratados enteros. Ello no significa un paso de lo simple a lo complejo, pues en cada una de ellas hay un caudal de incalculable de suposiciones y material tácito. (4) La cuarta premisa es un brindis al sol. “No omitir nada, hacer enumeraciones completas”. Hoy sabemos que esto es inviable. Cada ciencia crea su objeto, lo “inventa”. Conforme se sofistican las ciencias se sofistican los objetos, se enriquece el mundo. La enumeración completa exigiría detener la actividad científica.

Descartes se zambulle en la tentación geométrica. Se felicita por su método, que emplea la razón en todo, y se ejercita en él. “Esas largas cadenas de trabadas razones muy simples y fáciles, que los geómetras suelen emplear para llegar a sus más difíciles demostraciones, me había permitido imaginar que todas las cosas que entran en la esfera del conocimiento humano se encadenan de la misma manera.” La palabra clave de esta cita es “imaginar”. Descartes fantasea con esa opción, la hace suya y la impone. Pero no hay nada en ella que se imponga por sí mismo. Es una elección. Decantada por la confusión en que se ha hundido el pensamiento durante el periodo escolástico y auspiciada por la claridad geométrica. Pero pensar que el orden geométrico es el orden de la vida, el orden del todo, no es más que una creencia que poco tiene de racional. El proyecto de Descartes es imponer la claridad de la lógica, el álgebra y la geometría, al resto de las ciencias. Pero estas tres son ciencias teoréticas, no experimentales. Desconocen las vicisitudes de lo que ocurre en los laboratorios. Y, sobre todo, nada saben de las pasiones, que son las que gobiernan la vida, tanto de los pueblos como de los individuos. De ahí a la visión hegeliana, la historia es racional, no hay más que un paso. Pero, como señaló Ortega, ese paso es disparatado. La historia es todo menos racional. La historia es relato y novela pasional. La verdad es lo contrario. La razón es histórica. Por eso cada periodo de la aventura humana de la historia tiene sus propias razones, y aplicar las de una época a otra supone falsificar la historia o no entenderla. Descartes menosprecia la historia, que no alcanza el carácter de ciencia, pues se basa en la experiencia y la memoria, y no en la razón, como las auténticas ciencias. La matemática es el modelo de la ciencia y se inspira en ella para elaborar su método. Y para apuntalar “la unidad sistemática de la ciencia”. Quiere reformar el pensamiento, no la sociedad. Ese método permitirá descubrir la verdad en todos los ámbitos del saber.

Antropología
En la tercera parte del Discurso, Descartes nos muestra su lado estoico. Se percibe la influencia de Montaigne. Nos habla de sus viajes y de cómo “entre los persas y los chinos hay hombres tan sensatos como nosotros”, y que lo más útil es acomodarse a aquellos con los que hay que vivir. Donde fueres haz lo que vieres. A continuación, menciona un lugar común (y falso): que los sentidos nos engañan. Los sentidos no nos pueden engañar porque no hacen inferencias. La que nos engaña es la mente. Cuando veo un palo torcido sumergido en el agua, la vista me dice que está quebrado, el tacto que no lo está. La mente es la que tiene que escoger entre ellos, pero ambos son fieles y ninguno miente.

En esta cuarta parte deja caer la célebre frase: “Pienso, luego soy”, después de convenir que uno puede engañarse tanto en sueños como en la vigilia. Esa verdad le parece tan firme y segura, que ni siquiera “las suposiciones más extravagantes de los escépticos son capaces de conmoverla”. Será el primer principio de su filosofía. La realidad incuestionable de la conciencia. “Al examinar lo que yo era y que podía imaginar que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en el que no me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no fuese.” Dudar de todo no daña a esta verdad, al contrario, reafirma el acto mental de la duda, la propia conciencia de ser. “Conocí por ello que yo era una sustancia cuya total esencia o naturaleza es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material”. Y que ese yo es cosa totalmente distinta del cuerpo y es más fácil de conocer que el propio cuerpo.

Con estas reflexiones, Descartes tiene ya un pilar seguro sobre el que edificar su filosofía. Y como es más perfecto conocer que dudar, se propone encontrar algo que sea más perfecto que el yo que duda. La solución no es buscar en las cosas exteriores, el cielo, la tierra, la luz, el calor, pues no ve en dichas cosas “nada que me pareciese superior a mí”. De hecho, si esas cosas tienen alguna verdad, “dependen de mi naturaleza”. “Pero no sucede lo mismo con la idea de un ser más perfecto que mi ser. Es imposible que esa idea proceda de la nada. Y por ser igualmente repugnante la idea de que lo más perfecto dependa de lo imperfecto, que pensar que de la nada proceda algo, esa idea no podía proceder de mí mismo. De suerte que esa idea tenía que haber sido puesta en mí por una naturaleza que fuera más perfecta que yo y que poseyera todas las perfecciones.” Así confirma Descartes la existencia de Dios y “que no era yo el único ser que existe”. Dios, cuya evidencia es más clara que las cosas externas (es más cierto que hay Dios que el hecho de que tenemos cuerpo o que existe el sol), se deduce de la idea misma de perfección que hay en el pensamiento. “Es absolutamente necesario que haya otro ser más perfecto de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo cuanto poseía.” En la definición de ese ser, Descartes ya no es tan original como en su forma de establecerlo. Ese ser debe poseer todas las perfecciones: ser infinito, inmutable, eterno, omnisciente y omnipotente. La duda y la tristeza no hacen mella en él. Y, “sin él no podría subsistir ni un solo momento”. Descartes recoge la idea escolástica de la sustancia: la dependencia es un defecto, no puede estar en Dios. Dios no depende de nada, aunque todos los seres dependan de él. Dios es uno. Esa unidad la compartirán todas las ciencias. Y esa unidad se logrará mediante la divina perfección geométrica. Spinoza también caerá en esa trampa, y tratará de fundamentar la ética en la geometría. La cuadratura del círculo.

El Mundo o Tratado de la luz constituye la física de Descartes. No lo publica en vida por temor a la Inquisición. Ha pasado un siglo desde que Copérnico diera a conocer su revolucionaria cosmología. Descartes abandona la visión de Aristóteles (que no se molesta en refutar, como hace Galileo) y la sustituye por una física mecanicista. Ese giro constituye el punto de partida del mundo moderno. Leibniz, Brentano y Whitehead tratarán de recuperar al Estagirita, pero con escaso éxito. El mundo de Aristóteles es todavía un mundo de cualidades, donde algunos cuerpos caen y otros, como el vapor o el fuego, ascienden. Un mundo en el que las cosas son capaces de emprender acciones y donde éstas tienen cualidades (frio, caliente, húmedo, seco) y cuya composición se explica mediante los elementos (tierra, agua, fuego, aire). En el mundo de Aristóteles los seres y las cosas del mundo natural tienen un principio interno de movimiento. La materia está, en cierto sentido, viva, y puede realizar movimientos sin ser empujada o forzada por algo externo. Lo que define la physis de Aristóteles es esa consideración dinámica de la materia, el reconocimiento de un principio interno y activo en ella. De ahí que Descartes la llame “física animista”, que pretende sustituir por una “mecanicista”. Se podría decir que, en el Estagirita la física se pliega a la biología, mientras que en el francés sucede lo contrario. Aristóteles concibe la materia con una forma interna, un principio de funcionamiento no reducible a la suma de las partes que integran el cuerpo y tampoco a fuerzas externas. Si sólo fuera un conjunto de piezas, no tendría capacidad operativa. Cada cuerpo está, para Aristóteles, compuesto de materia y forma, siendo ésta la responsable de las transformaciones a las que se ve sometida. Sin la forma, la materia sería estática y no proteica, perdería su dinamismo, espontaneidad y capacidad de transformación.

Busto del filósofo René Descartes en su casa natal, en el pueblo francés que lleva su nombre. LÉONARD DE SERRES

Para Descartes, Aristóteles proyecta sobre los cuerpos un dinamismo que no tienen. La distinción dentro-fuera sólo tiene sentido en un sujeto, no en un objeto. Conferir una interioridad a las cosas es sólo crear confusión. Hay que olvidarse de los principios formales ocultos. Los cuerpos inanimados pueden explicarse sin recurrir a otra cosa que no sea su tamaño, figura y movimiento. La ciencia de la materia debe ser la ciencia de la exterioridad, de la extensión sin cualidades, acciones o formas internas. La madera, en Aristóteles, tiene la cualidad del calor, por eso arde. El fuego tiene la cualidad del aire, por eso asciende. Descartes propone prescindir de todas las cualidades y limitarse a la extensión del cuerpo en las tres direcciones del espacio y al movimiento de sus partes. Extensión y movimiento son para el filósofo francés lo únicos principios que dan razón del comportamiento de la materia. Y el modo de análisis será el aritmético y el geométrico. Un modo claro y distinto, autoevidente. La matemática se convierte en el método de la ciencia. Sólo podremos conocer de la materia lo cuantitativo, aquello que es susceptible de magnitud.

La experiencia que nos pone en contacto con el mundo exterior es la experiencia sensible. Una experiencia que tiene lugar mediante la percepción de ciertas cualidades, asociando los objetos a ciertas sensaciones que experimentamos. El agua es dúctil, templada, burbujeante, el metal es frío, el fuego quema, la madera es rugosa, etc. Descartes nos pide que olvidemos todo eso. Nos dice que el agua, el metal, el fuego o la madera son mera extensión (longitud, anchura y profundidad) y movimiento de sus partes. Esas cualidades que experimentábamos no son características de la materia por sí misma, sino un efecto de nuestra sensibilidad. Se produce así un hiato entre nuestra experiencia y la realidad (que es mera extensión y movimiento). Obsérvese el dislate: sólo la extensión sin cualidades garantiza un conocimiento claro y distinto de la materia.

La naturaleza pasa a explicarse mediante dos principios materia-extensión y movimiento. Se olvidan las viejas cualidades aristotélicas que la definían. Todo queda en función del tamaño y el movimiento. Hay una sola materia homogénea, derivándose toda diferencia del tamaño y movimiento de sus partes. Todo ello en un universo lleno, donde no existe el vacío. Esa “indiferencia” justifica la dominación de la Naturaleza. El sueño de apoderarse del mundo, de utilizarlo en función de los propios intereses, deja de ser diabólico para convertirse en el ideal científico.

Descartes, al que apenas interesaba la Antigüedad, sigue, probablemente si saberlo, una antigua intuición gnóstica. Es el primer pensador que logra sacar al hombre de la Naturaleza. Piensa fuera de ella y de ella se sirve a conveniencia. De ahí que con él se inicie la época moderna: inaugura una nueva sensibilidad. Las cosas del mundo carecen de cualidades (aunque nos lo parezca), son meros mecanismos y el mecanismo permite la manipulación, la intervención artera y la distorsión al servicio de intereses particulares. Hoy sabemos que el mecanicismo es una visión infiel y deformante del mundo natural, pero en su momento permitió esa conquista de la Naturaleza que, desde entonces, no se ha detenido. Y conquista aquí significa dominación y sometimiento, cumplimiento del viejo mandato bíblico.

Las leyes naturales, las reglas según las cuales se realizan los cambios, tiene su fundamento en la inmutabilidad de Dios. El mito de lo inmutable es el mito del matemático, del cielo platónico y las verdades eternas. De ese mito se apodera Descartes: la ley de la persistencia. Lo que es, permanece, es también la ley de la conservación, del movimiento (entonces), luego, de la energía. Una ley que se traducirá en dos leyes fundamentales de la Física: la ley de inercia y el principio de conservación de la cantidad de movimiento. En carta a Mersenne, escribe: “Las verdades matemáticas, que denomináis eternas, han sido establecidas por Dios y dependen enteramente de Él, los mismo que el resto de las criaturas”. Descartes abandona la física y recurre a la metafísica para dar cuenta de la existencia del movimiento. Un problema que no tiene Aristóteles, para quien el universo ha existido siempre y no es necesario dar cuenta de un origen u ordenación primordial. “Es Dios quien ha establecido esas leyes en la naturaleza como un rey que establece las leyes de su reino.” Las leyes físicas son, para Descartes, leyes matemáticas imprimidas por Dios a la naturaleza. La idea permanecerá, incluso cuando se borre a Dios de la ecuación, y sigue vigente en la Física contemporánea.

El universo está lleno, no existe el vacío. El plenum cartesiano resulta de la identificación entre materia y extensión. No permite el movimiento simple y rectilíneo (pues todo está lleno), cada movimiento de la materia es circunstancial, acomodo en una habitación llena. La presencia de otros cuerpos es resultado de la circularidad o irregularidad del movimiento (frente a la divina recta, afín al dios inmutable). Todo ha de moverse para que algo se mueva. Hoy sabemos que el llamado “estado de reposo” o la llamada “ausencia de influencias externas” son estados inexistentes. Nada está quieto en el universo y nada deja de experimentar el paisaje o circunstancia que lo rodea. Pero Descartes rechaza atribuir fuerza a la materia. Leibniz, para quien la materia es esencialmente fuerza, se revelará contra esta concepción. Descartes ha preferido la claridad y distinción asociadas a la geometría. La materia debe entenderse según la figura, la magnitud, la posición y el movimiento (cambio de posición), y no según un principio activo interno. Todo es exterioridad. Y Dios es la primera causa del movimiento. La Física actual ha constatado la imposibilidad de acceder a la interioridad de la materia. Hemos penetrado en el átomo, pero, si tratamos de romper una partícula (con un acelerador como el LHC), la materia se trasmuta en otra cosa y se nos muestra esencialmente evasiva, tímida y reservada respecto a sus interioridades. Un experimento que desmiente la idea de que la materia “puede dividirse en todas las partes y según todas las figuras que podamos imaginar”. Este experimento, paradójicamente, confirma la hipótesis cartesiana (de hecho, es una consecuencia de ella). Sin embargo, la Física cuántica nos muestra un mundo de materia activa, más afín a la visión de Aristóteles, donde la matera es toda ella radiactiva y la materia estable sólo lo es aparentemente (en plazos determinados de tiempo). Un mundo donde la materia, en su contacto con la luz, se “excita”, para posteriormente emitir esa luz de un modo espontaneo y, hasta cierto punto, imprevisible. El la Física del átomo la materia parece respirar luz.

Tras las invenciones, también imaginarias, de la teoría cuántica, hemos aprendido que las cosas podrían ser de otro modo. Leer matemáticamente la naturaleza no significa entenderla. Al contrario, es más bien apresarla, obligarla a hablar un determinado lenguaje. Un lenguaje homogéneo (más o menos tedioso), compuesto por relaciones entre magnitudes, que ofrece un cuadro preciso, exacto y, por lo mismo, reductor, deformante e infiel. La vida es pura inexactitud. La vida es chapucera. Avanza en una dirección y, si encuentra un obstáculo, retrocede o cambia de dirección. Se rige no por la pulcra geometría, sino por la práctica del “punto gordo”, ese que pintábamos cuando, en un problema geométrico, las intersecciones no coincidían en el punto debido.

La geometría es, además, imposición. Tiene algo de imperial, como el ejército francés. Desde la perspectiva de la razón vital (si nos ponemos orteguianos), podríamos decir que la geometría y el álgebra son orgullos de juventud. Por eso son altivas, tienen complejo de superioridad y van por ahí perdonando la vida a las demás ciencias, que no son sino remedos, más o menos chapuceros, de idealidad. El racionalismo es imperial y coercitivo. Impone su juego. La naturaleza, siempre complaciente, habla el lenguaje que le propongamos. Pero ello no significa que tenga “un” lenguaje. Tiene muchos, todos los que queramos proyectar sobre ella. Esos lenguajes pueden ser más o menos restrictivos o liberadores. La elección del lenguaje abrirá o cerrará vías hacia la simpatía, la conexión o la indiferencia, hacia la sintonía o la manipulación. De hecho, la misma naturaleza puede ser vista como un lenguaje simbólico. Ella puede ser, como decía Emerson, espejo del alma. En su reflejo, nuestra alma mecanizada mecaniza el universo. ¿Podremos cambiarla?