Gran parte de la indignación se debe a cómo se produjo el acuerdo sobre la amnistía. El presidente del gobierno, el socialista Pedro Sánchez, prometió en su campaña electoral que no habría una amnistía general, a pesar de que había indultado a nueve separatistas catalanes en 2021. Sin embargo, al no obtener unos resultados electorales rotundos y necesitar el apoyo de los partidos separatistas de Cataluña para asegurarse la mayoría en el Congreso, Sánchez cambió de rumbo y presentó el proyecto de ley. Que esta ley también aplique para el enemigo público número 1 de España, Carles Puigdemont —el exdirigente catalán que autorizó el referéndum y que está prófugo de la justicia española desde 2017— no ha hecho sino intensificar los ánimos negativos.
Pero, a pesar del tufo a oportunismo político que rodea el acuerdo de amnistía de Sánchez, se trata de un intento audaz —incluso valiente— de poner fin a la crisis catalana y ofrecer una salida del impasse perjudicial en que se encuentra España. También atestigua el papel positivo que las amnistías pueden desempeñar en las democracias. En nuestra época actual, definida por la impunidad y el retroceso democrático, la amnistía podría parecer un paso atrás. Pero siempre debería ser una opción con la que puedan contar los dirigentes políticos a la hora de afrontar momentos de crisis. Nada se le acerca ni remotamente para favorecer la paz y la reconciliación.
Las amnistías políticas tienen una larga y noble historia que se remonta al menos al asesinato de Julio César en el 44 a. C., que llevó al filósofo Cicerón a proclamar en el Senado romano que la memoria del asesinato se consignara al olvido eterno. En épocas más recientes, los países han recurrido a la amnistía para buscar una salida a los atascos políticos y una manera, por imperfecta que sea, de avanzar. La Ley de Indemnidad y Olvido de 1660 acompañó el final de la Revolución inglesa, como parte del periodo de la Restauración. En Estados Unidos, la Ley de Amnistía de 1872, que eliminó la mayoría de las sanciones impuestas a los antiguos confederados —incluida la prohibición de la elección o nombramiento de cualquier persona que participara en la insurrección, rebelión y traición—, le dio forma a la Reconstrucción.
La amnistía tuvo un papel destacado en la caída del telón del régimen del apartheid sudafricano. La Comisión para la Verdad y la Reconciliación, creada en 1995, trocó, de manera conocida, la verdad por la justicia al conceder la amnistía a quienes estuviesen dispuestos a testificar. Para el presidente de la comisión, el arzobispo Desmond Tutu, la amnistía era un componente esencial del proceso de reconciliación, ya que albergaba la promesa de proteger la verdad y sanar las divisiones sociales provocadas por el apartheid. La amnistía, traducida en la excarcelación de los presos, también fue parte del Acuerdo de Viernes Santo de 1998, que puso fin a tres décadas de violencia en Irlanda del Norte, los llamados “Troubles” (problemas).
Menos conocida es una amplia amnistía que dio inicio a la transición española hacia una plena democracia, tras cuatro décadas de régimen autoritario. La Ley de Amnistía de 1977 se aplicó a todos los presos políticos, incluidos los nacionalistas catalanes y vascos, así como a miembros del régimen franquista. Esta ley es considerada el eje de la democratización española, y con razón. Aparte de poner un simbólico fin a la guerra civil española —un sangriento conflicto que terminó en 1939—, permitió la mayoría de los acuerdos plasmados en la Constitución de 1978, incluida la incorporación de la monarquía al marco democrático, la separación de Iglesia y Estado y el artículo que permitió la organización del territorio español en comunidades autónomas.
Sin duda, la amnistía de 1977 tenía una desventaja importante. Ayudó a ocultar el llamado holocausto español, la ola de represalias políticas emprendidas por el general Francisco Franco contra los republicanos derrotados al final de la guerra civil, con miles de ejecuciones y el establecimiento de campos de concentración y trabajos forzados donde muchos prisioneros murieron por desatención y malnutrición. España se acabó haciendo cargo de esta oscura historia en 2007 con la Ley de Memoria Histórica, que dispuso la indemnización de las víctimas de la guerra civil y la dictadura, pero se mantuvo la amnistía del antiguo régimen. Todos estuvieron de acuerdo en que era necesario para poder dejar atrás el pasado.
Es descorazonador que muchos de los que se van a beneficiar de la ley de amnistía en Cataluña no hayan mostrado ningún remordimiento por sus actos. Puigdemont sigue sin arrepentirse, y su partido, Junts per Catalunya, no ha descartado la celebración de otro referéndum ilegal. Pero los beneficiarios más importantes de esta nueva ley no son los separatistas radicales que transgredieron la Constitución española, sino la inmensa mayoría de catalanes y españoles que quieren superar el drama separatista. La amnistía es para ellos, aunque ahora no lo vean así.
Para empezar, es probable que la ley de amnistía refuerce la estabilidad política en Cataluña. Esta decisión debilita el argumento, esgrimido por algunos separatistas, de que Madrid es incapaz de la clemencia y de alcanzar acuerdos, lo que les priva de uno de sus gritos de guerra, y sin duda dará fuerza al ala moderada del movimiento separatista catalán, que ha acogido la negociación como la única vía posible para garantizar la independencia. A medida que decaiga el apoyo a la independencia catalana, la amnistía también permitirá a España demostrarle al mundo, consternado por la violencia que acompañó al referéndum, que el país sigue avanzando.
El acuerdo de amnistía de Sánchez contrasta llamativamente con lo que propone la oposición. El manual de estrategia para derrotar al separatismo en Cataluña empleado por el Partido Popular, de tendencia conservadora, y el ultraderechista Vox gira en torno al enjuiciamiento de personas por delitos no violentos, la ilegalización de los partidos separatistas y la movilización del electorado español contra Cataluña. Es difícil pensar que de ese planteamiento pueda surgir algo que no sea rencor y división. La amnistía, con todo su desorden, sus imperfecciones y concesiones, ofrece un mejor remedio para la convivencia democrática en España, y quizá en otros lugares.
Omar G. Encarnación es profesor de ciencias políticas en el Bard College y autor de Democracy Without Justice in Spain: The Politics of Forgetting, entre otros libros.
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