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viernes, 22 de julio de 2022

_- Niños de mantequilla

_- Me preocupa, como pedagogo y como padre, la formación del carácter de los hijos y de las hijas. También la de los alumnos y de las alumnas. ¿Estamos formando personas blanditas, que rehúyen el esfuerzo, que se acobardan ante la menor dificultad, que no soportan el mínimo fracaso? ¿Estamos criando niños de mantequilla que se derriten al más leve rayo del sol de la adversidad? Lejos de ir haciéndose resilientes con el paso del tiempo, se van debilitando de forma progresiva. Las consecuencias son nefastas. Se están jugando la vida. No solo porque van a vivir infelizmente sino porque pueden llegar a bordear el precipicio de la autodestrucción. ¿Cómo explicar, si no, las terribles cifras de suicidios de jóvenes? “Es más fácil criar niños fuertes que reparar hombres rotos”, dice Frederick Douglas.

Mucho me temo que, en ciertos ambientes, la sobreprotección de los padres esté causando graves daños a los hijos y a las hijas. El amor está lleno de trampas. Queremos ganar su afecto, les evitamos los esfuerzos, rebajamos al mínimo las exigencias, disculpamos los errores, nos deshacemos en elogios por un éxito insignificante, accedemos a las peticiones más extravagantes, les cedemos los mejores sitios, renunciamos al derecho de elegir qué programa de televisión vamos a ver en familia…“No es fácil amar a los hijos”, es el titulo de un interesante libro de Georges Snyders. Claro que no es fácil. Porque con el amor no basta. Y porque el amor esconde riesgos inquietantes.

Holderlin utiliza una interesante metáfora para hablar de la educación. Dice que los educadores forman a sus educandos como los océanos forman a los continentes, retirándose. Para que el continente emerja, las aguas tienen que retroceder. El peligro es anegarlos.

Lo que nos tienen que decir los hijos y los alumnos a los adultos es lo siguiente: “ayúdame a hacerlo solo”. No es bueno que digan: “hazlo por mí”, “piensa por mí”, “decide por mí”, “responsabilízate por mí”… Porque algunos, acomodados en la inoperancia, la pereza y la falta de esfuerzo, pueden sentirse más cómodos sin asumir ninguna responsabilidad. Es entonces cuando el adulto tiene que decir: “no, porque te quiero”. Hay que practicar la negativa a las demandas excesivas, caprichosas o irresponsables. Decir no es una forma de decir te quiero. Decir no es una forma de forjar el carácter. Un no firme y razonado, no caprichoso. Un no sensato, no sádico.

Hay padres que llevan la mochila de sus hijos, que les hacen las tareas, que critican a los profesores por corregirlos, que insultan al árbitro que les pita una falta en un partido de fútbol… He conocido padres que se han presentado en el Instituto para agredir a una profesora que ha suspendido a su hijo o que le ha dado un castigo, he visto a padres que se han presentado en la Facultad para quejarse de una nota con la que el profesor ha evaluado a su hijo. Ese chico, ¿no tiene pies para ir a la Facultad, no tiene valor para solicitar una revisión del examen, no tiene tiempo para celebrar una entrevista? ¿No le da vergüenza que, a su edad, le tengan que sacar las castañas del fuego…? Y aquí tenemos un caso de doble irresponsabilidad: la del padre por hacerlo y la del hijo por no hacerlo.

Conozco el caso de una madre que le pide a su marido que se deje ganar al tenis para que el niño de cinco años se sienta orgulloso de su victoria Consideraba que era una forma de animarle.

– Una forma irreal, falsa, mentirosa…, decía con razón el padre.

Hay niños que se acostumbran a tener en casa camareros, taxistas, cocineros, limpiadoras, enfermeras, guardaespaldas, planchadoras, cuidadoras… Y es lógico y justo que así sea mientras son pequeños e indefensos. Pero, de forma progresiva, tienen que ir haciéndose autónomos, independientes, autosuficientes. No es sano prolongar esa situación inicial de dependencia.

El primer día que el niño (o la niña, que a veces está más sobreprotegida por ser una niña) pueda peinarse solo, que lo haga. Lo que pasa es que los papás disfrutan haciéndolo y sintiéndose imprescindibles. El primer día que puedan cruzar la calle solos, que no les lleven de la mano. El primer día que puedan viajar solos, que lo hagan. Todo esto significa que hay que asumir algunos riesgos. Decía María Montessori que cualquier ayuda innecesaria es un obstáculo para el desarrollo.

Algunos niños piensan que el dinero cae del cielo o que se fabrica en máquinas ocultas que los padres manejan mientras ellos duermen, creen que todo se lo merecen y que tienen derecho a todo lo que les dan y a todo a lo que no les dan. No son conscientes del sacrificio que cuesta ganar el dinero necesario para satisfacer necesidades y caprichos.

Tienen que aprender que hay formas de comportarse adecuadas e inadecuadas, responsables e irresponsables, egoístas y generosas. Y que no da igual elegir unas u otras. Porque existen consecuencias a las que deben hacer frente.

Desarrollar la tolerancia a la frustración es muy importante porque la vida no siempre es un camino de rosas. Afrontar pequeñas dificultades prepara para superar otras mayores.

La educación se realiza en el presente pero se proyecta hacia el futuro. La sobreprotección puede generar una situación placentera en el momento pero, lamentablemente, destruye las bases para hacer frente a las dificultades futuras. Es curiosa la trampa de la sobreprotección. Queremos cuidarlos tanto que les hacemos daño, les abrazamos con tanta fuerza que les asfixiamos.

Una cosa es proteger y otra, muy distinta, sobreproteger. La protección es necesaria, la sobreprotección es dañina y tiene graves secuelas. He aquí algunas muy notables:

Destrucción del autoconcepto y de la autoestima. Porque, a fuerza de mostrarles una y otra vez nuestra ayuda y nuestra protección, acaban por pensar que ellos no saben o no pueden hacerlo por sí mismos.

Inseguridad emocional. Se sienten inseguros porque siempre se han fallado a sí mismos ya que eran otros quienes, sin llamarlos, venían en su ayuda. era otros quienes les solucionaban los problemas.

Debilitación de la voluntad. Para fortalecer la voluntad hay que ejercitarla. No se consigue la fortaleza sin entrenamiento.

Dificultad para comunicarse. Al no considerarse valiosos para sí mismos piensan que tampoco lo son para los demás.

Mi querida amiga Cristina Gutiérrez Lestón, directora de La Granja, dice que hay padres que preparan el camino a sus hijos y otros que preparan a sus hijos para el camino. Son dos actitudes opuestas. Cuando se les prepara el camino, se quitan los obstáculos, se colocan señales, se aplaude el avance o, incluso, se les lleva a cuestas… no se piensa que se les está haciendo inútiles y que los padres no van a estar ahí siempre… Sin embargo, cuando se les prepara para el camino, se les hace autónomos para recorrerlo, tenga dificultades pequeñas o grandes.

Acostumbrados a oír hablar de derechos, a exigirlos o, más bien, a que otros luchen por ellos, se han olvidado del correlato de las obligaciones.

La periodista americana Abigail Van Buren dice: “Si usted quiere que su hijo tenga los pies sobre la tierra, cuélguele alguna responsabilidadsobre sus hombros”.

En la vida hay fracasos dolorosos, decepciones inesperadas, errores desastrosos, hechos desagradables, personas crueles, situaciones difíciles, muerte de seres queridos, rupturas amorosas, traiciones incomprensibles, jefes tóxicos, enfermedades horribles, trabajos ingratos… Para afrontarlos, hace falta fortaleza y espíritu de sacrificio. No se puede hacer solamente aquello que nos agrada, no es posible limpiar el camino de obstáculos… Hay que aprender a superar la adversidad. Tienen que saberlo los hijos y las hijas. Saberlo y hacerlo.

Lean el libro de Luis Rojas Marcos titulado “Superar la adversidad”. No es que su lectura les vaya a eliminar los obstáculos, pero quizás encuentren algunas estrategias para sortearlos y algunas sugerencias para trabajar con sus hijos y sus alumnos en el fortalecimiento de la voluntad.

El Adarve

sábado, 18 de julio de 2020

El pueblo de Trisquitrasque

Miguel Ángel Santos Guerra, tomado de su blog El Adarve.

Soy padrino de pila de Alejandro Pérez Díaz, hijo de mis entrañables amigos Tere y Darío. Aquel pequeñajo que puse bajo las aguas bautismales en la parroquia de Madridejos, un pueblo a cien kilómetros de la capital, se ha convertido, como por arte de magia, en un flamante arquitecto de carrera y en un magnífico profesor de matemáticas de un Colegio de Collado Villalba (Madrid). Disfruta de la paternidad de dos hijos y, a la vez, de la enseñanza que vive cada vez más apasionadamente.

Pues bien, a mi ahijado le conté un cuento en siete capítulos, correspondientes a los siete primeros cumpleaños de su vida. Le hice entrega del primer capítulo cuando nació y, los otros seis, le fueron llegando a sus padres por correo el día de su cumpleaños. Ellos se encargaban de releer primero lo ya enviado y de leerle el nuevo avance de la historia. Al final le hicieron entrega del cuento completo cuando terminaron los envíos y la historia llegó a su fin. Acabo de encontrarme con una copia del texto íntegro que escribí para Alejandro (entonces escribía yo en una máquina Olivetti, que aún conservo) y voy a compartirlo ahora con mis lectores y lectoras. No solo por la idea del regalo que entonces le hice a mi ahijado en años consecutivos sino por la contundencia del contenido, que es un crítica tan sencilla como feroz del capitalismo.

El título del cuento que le escribí a Alejandro es el que figura al comienzo de este artículo: “El pueblo de Trisquitrasque”. Está inspirado en un pequeño libro de Edward Bellamy , titulado “El Mercado”, libro que compré y leí cuando, en plena dictadura, estaba prohibido. Ese libro contenía también otro título, “Miseria de los zapatos”, de George Orwel. Ese pequeño libro, un folleto más bien, tenía solo unas cuarenta páginas y formaba parte de una colección titulada “Se hace camino al andar”. De lo directo y escueto de ambos relatos alegóricos cabe sacar una conclusión: el socialismo es sencillo, se explica fácilmente y está en todos los ámbitos de la vida de las personas.

Edward Bellamy (1850-1898), periodista y novelista norteamericano, vivió solo, como se verá por las fechas indicadas, 48 años y falleció víctima de una tuberculosis. Fundó y dirigió en 1980 el periódico “Daily News”, en el que publicó la mayor parte de sus narraciones.

Bellamy fue un socialista convencido que escribió una famosa novela titulada “Looking Backward: 2000-1987. Un hombre de clase alta de 1987 se despierta en el año 2000 tras un trance hipnótico y se encuentra en una utopía socialista. Eric Fromm dice de esa obra “que es uno de los pocos libros que crearon un movimiento de masas de carácter político casi inmediatamente después de su aparición”. El éxito de esta novela fue enorme e influyó en muchos intelectuales de la época. En Estados Unidos surgieron “Bellamy Clubs” por todas partes, en los que se discutían y propagaban las ideas del libro. La novela inspiró también la creación de varias comunidades utópicas.

El libro “El Mercado” corresponde al capítulo XXIII del libro de Bellamy titulado “Igualdad”, que fue publicado en 1987, un año antes de morir. El título de ese capítulo es el siguiente: “El cuento del agua o la parábola del depósito de agua”.

Volvamos al cuento. Trisquitrasque es un pueblo de tierra muy seca, cuyos habitantes padecen los gravísimos problemas que acarrea la falta de agua. Algunos llegan a morir de sed. Su principal quehacer cada día es buscar los manantiales que remedien sus males.

Entre los habitantes de Trisquitrasque hay algunos más sagaces y perversos. Han logrado acumular agua y no la comparten con los demás. Los llaman los capitalistas. Quienes no tienen agua se la piden y los capitalistas dicen que cómo van a dársela para quedar ellos sumidos en la necesidad.

Entonces, aparecen unos grandes manantiales de agua. Inmediatamente los capitalistas adquieren la propiedad, construyen un gran depósito al que llaman El Mercado, y organizan el trabajo de los habitantes para que, con cubos, vayan llevando agua de los manantiales a ese depósito. Por cada cubo que llevan reciben un céntimo pero, para comprar un cubo de agua, tienen que pagar dos céntimos.

Llevan tantos cubos de agua, que el depósito se llena a rebosar. Y tienen que paralizar el trabajo, de modo que los habitantes no disponen de dinero para comprar agua y los capitalistas ven que sus beneficios empiezan a disminuir.

Entonces salen a anunciar su producto para que otras personas de otros lugares vengan a comprar agua. A ese fenómeno lo llaman publicidad.

No tienen agua para beber precisamente porque hay exceso de agua. Entonces dicen los capitalistas: Tenemos una crisis económica. Movidos por la necesidad de dar agua a sus hijos y a sus hijas los habitantes de Trisquitrasque se amotinan cerca del depósito y entonces, los capitalistas, para protegerlo eligen a los más fuertes, los arman con palos y flechas y, por un pago de dinero que les permite comprar agua, protegen el depósito de aquellos que habían sido hasta ese día sus vecinos.

La necesidad de agua se hace cada día más imperiosa. Entonces los capitalistas se reúnen para solventar la crisis. Y deciden hacer en sus jardines fuentes ornamentales, surtidores de agua y piscinas para su recreo. De ese modo, el deposito se va vaciando y vuelven a dar trabajo a los habitantes del pueblo. El negocio es el negocio, dicen.

Pasado el tiempo, el depósito vuelve a llenarse. Hay que detener el transporte de agua. Y la gente vuelve a quedarse sin dinero para comprar un bien que tanto necesitan. Algunos están a punto de morir de sed. Los capitalistas se apiadan del pueblo y permiten que se acerquen al depósito para que otros asalariados les mojen los labios con unas gotas de agua. A ese proceso de alivio le llamaban caridad.

Ante la nueva crisis, los capitalistas contratan a unos adivinos para que estudien ese indescifrable problema: porque sobra agua, falta agua. Los adivinos, después de estudiar el problema dicen al pueblo que la causa de la crisis son unas manchas que han aparecido en el sol. Indignados, los vecinos, los apedrean y tienen que huir. Los capitalistas llaman luego a unos sacerdotes para que interpreten lo que sucede y busquen la solución. Y estos les dicen que no tienen por qué preocuparse. Porque después de esta corta vida irán a otra en la que habrá impresionantes caudales de agua en los que podrán refrescarse y de los que podrán beber hasta saciare. También a los sacerdotes les tiran piedras y les hacer huir atemorizados.

Llegan entonces unos revolucionarios que les explican lo que está pasando. Les dicen a los habitantes de Trisqutrasque que los manantiales están en la naturaleza y que la naturaleza es de todos. Les explican que ese agua que tanto necesitan es agua que también les pertenece a ellos. Les invitan a rebelarse contra la avaricia y el egoísmo de los capitalistas.

El pueblo se amotina, luchan contra los vigilantes que defendían el depósito y los vencen. Y exigen a los capitalistas que termine el proceso de explotación que han montado. Se apoderan también de los manantiales y organizan entre todos un sistema de reparto del agua, de modo que nadie en Trisquitrasque volvió a tener sed, ni hambre, ni frío nunca más. Y todo hombre decía a su compañero: “Mi hermano”. Y toda mujer decía a su compañera: “Mi hermana”.

El final feliz no es un añadido mío. Forma parte del texto de Bellamy. He seguido la línea argumental y he tratado de mantener en el relato el espíritu de la obra original. De hecho, termina así: “Porque unos con otros eran como hermanos y hermanas que vivían juntos en unidad”. Siempre que recuerdo el cuento que dediqué a mi ahijado Alejandro me pregunto por los caminos que nos pueden llevar a una sociedad más justa, más equitativa, más solidaria, más compasiva, más libre y más fraterna. En estos tiempos de pandemia, me lo pregunto con más inquietud y con más intensidad.