En 1928, Abba Ahimeir, un periodista del periódico Doar Hayom, editado en Palestina por el movimiento sionista revisionista, publicó un artículo llamado Sobre la llegada de nuestro Duce. Se refería a la visita inminente de Zeev Jabotinsky, líder indiscutible del sionismo de derechas. El artículo apareció en su columna habitual en ese rotativo titulada Del cuaderno de un fascista. Cuatro años después, este mismo periodista fue arrestado por interrumpir una conferencia en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En el juicio que siguió, su abogado defensor, en respuesta al discurso del fiscal comparando la acción de su representado con los disturbios causados por los nazis en Alemania, dijo: “Los comentarios sobre los nazis van demasiado lejos. Si no fuese por el antisemitismo de Hitler, no nos opondríamos a su ideología. Hitler salvó a Alemania”. Hay muchos más ejemplos de la admiración por el fascismo —empezando por el propio Jabotinsky, un declarado entusiasta de Benito Mussolini— entre la derecha sionista de antes de la Segunda Guerra Mundial. Esta fascinante historia la cuenta (en inglés) el excelente libro del israelí Tom Segev El séptimo millón: los israelíes y el Holocausto.
Hoy tendemos a mirar al fascismo como un fenómeno de, sobre todo, Europa, felizmente derrotado por las armas en 1945. Es una lectura tan optimista como eurocéntrica y autocompasiva. El fascismo fue un movimiento político con orígenes europeos, y fue en este continente donde cometió sus peores crímenes. Fue también un movimiento imperialista. Como lo veían los fascistas, lo que ellos hiciesen en África, los Balcanes o en el Este de Europa no era sino una versión tardía, pero igualmente justificable, de lo que otros europeos habían hecho antes en todo el mundo. Hitler, por ejemplo, admiraba la conquista del Oeste americano y la práctica eliminación de los nativos. También tenía en mente como modelo administrativo para su imperio futuro el de los británicos en la India, esto es: una pequeña élite extractora controlando las vidas de millones de personas. En vez de indios, eso sí, sus vasallos e inferiores raciales serían los eslavos. Esto se sabe bastante bien, lo que ya no se tiene siempre tan presente es que dentro de los imperios europeos hubo movimientos independentistas de corte fascista, y que sus herederos políticos gobiernan hoy, como lo hacen los de Mussolini en Italia —y quizás pronto los de Philippe Pétain en Francia—, naciones ya libres.
Volviendo a Palestina, la relación entre el sionismo y el Imperio británico fue muy complicada. Ya desde la Primera Guerra Mundial el sector mayoritario de aquel, de corte más o menos socialista, se alineó con este. El sector derechista, también llamado revisionista, tuvo en cambio una actitud muy beligerante. Quería manos libres para colonizar el territorio, desalojar a los árabes y quitarse de encima el control de Londres. Este antiimperialismo fascista adoptó el terrorismo como estrategia política. Mientras que la milicia armada oficial del sionismo, la Haganá, colaboró con los británicos en reprimir la gran revuelta árabe-palestina de 1936-1939 y en la Segunda Guerra Mundial, las mucho más pequeñas milicias fascistas como el Irgún, fundada por Jabotinsky, y Lehi se enfrentarían a ellos. Dos líderes revisionistas y futuros primeros ministros de Israel, Menachem Beguín e Isaac Shamir, estuvieron en busca y captura por sus acciones armadas. No era para menos. En 1946, el Irgún voló el hotel King David de Jerusalén, sede de la Administración colonial británica, matando a 91 personas. En 1947 su cruel ahorcamiento de dos sargentos previamente secuestrados provocó la histeria entre la opinión pública británica y el último pogromo antisemita en ese país, en Mánchester. Un año después el Irgún masacraría a unos cien civiles árabes en el poblado de Deir Yassim.
Por su parte, Shamir, dirigente de Lehi, incluso durante la Guerra Mundial buscó una alianza con Alemania e Italia. Entre sus hazañas se incluyen el asesinato en El Cairo del ministro residente británico, Lord Moyne, en 1944; la coparticipación en la matanza de Deir Yassim; y la muerte en 1948 de Folke Bernadotte, mediador para Palestina de las Naciones Unidas. Del movimiento revisionista unificado surgiría el partido Likud, que ganó las elecciones generales de 1977 que permitirían a Beguín primero y luego a Shamir gobernar Israel. Este es el partido de Benjamín Netanyahu. Además de la supervivencia política personal, su acción de gobierno ha tenido dos objetivos básicos: asentar a más colonos israelíes en Cisjordania y Jerusalén, y evitar el nacimiento de un Estado palestino.
Israel no es ni mucho menos el único país antes colonizado que ahora está gobernado por un partido creado por antiguos fascistas. En Occidente tenemos la visión de la lucha pacífica de Mohandas Gandhi y Pandit Nehru como la de la historia de la liberación de la India, pero en esta narrativa placentera olvida el papel de los ultraderechistas antimperiales como Subhash Chandra Bosse, un antiguo líder del Congreso Nacional Indio. Antiguo procomunista convertido luego al fascismo, Bosse vivió la Segunda Guerra Mundial entre Roma, Berlín (por donde estuvo también el palestino, rabioso antisemita y reclutador de musulmanes para las SS, Gran Muftí de Jerusalén, Amín al-Husayni; instigador, entre otras, de la matanza de judíos de Hebrón en 1929) y Tokio. En 1943, usando a prisioneros de guerra indios, Bosse creó en Birmania un ejército de liberación para invadir el subcontinente junto a los japoneses. Fracasó, pero desde su muerte en 1945 es considerado por muchos indios como el principal patriota de la lucha por la independencia de su país.
También se ignora a menudo que los orígenes del partido gobernarte hoy en la India, el Bharatiya Janata, y su primer ministro, Narendra Modi, están en la milicia ultraderechista y antimusulmana RSS (Organización Nacional Voluntaria), creada en 1925 y que desde el principio imitó las fórmulas y los rituales fascistas. Fue uno de sus militantes quien en 1948 asesinó al “traidor” Gandhi. En 2002, cuando Modi era ministro principal de Gujarat, permitió, y fue acusado de fomentar, los disturbios interétnicos que causaron la muerte a entre mil y dos mil personas, en su mayoría musulmanas. Este hecho propulsó su figura a nivel nacional entre los sectores más duros partidarios de la Hindutva, la ideología del supremacismo hindú.
Los fascistas y pronazis de los años veinte y treinta tuvieron que reinventarse después de 1945. Como Francisco Franco entendió muy bien, la nueva capa de respetabilidad sería ahora el anticomunismo, pero también la protección de la religión y la identidad nacional supuestamente amenazadas. En Europa, el continente americano y Sudáfrica esto se tradujo en un discurso de defensa de la civilización cristiana occidental (un invento de la propaganda de Joseph Goebbels cuando los nazis veían la guerra perdida); en Israel, en la preservación de un Estado judío étnicamente excluyente; y, en el caso de la recién descolonizada India, del hinduismo frente a la amenaza del islam. Los antiguos fascistas lucharon por la independencia de sus países, pero no por la de todos los países; abogaban por la libertad de sus pueblos, pero no tenían reparos en imponer su tiranía a otros; no creían en la paz, sino en la victoria; eran ultranacionalistas, no humanistas, y aborrecían la democracia. Que no nos extrañe lo que hagan hoy sus herederos políticos.
Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de Historia Contemporánea de Europa en la Trent University, Canadá.
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