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martes, 12 de mayo de 2020

¿Qué queda del comunismo en Estados Unidos?

La escritora, educada a la luz de los ideales marxistas, recuerda la desigual implantación de esta ideología en su país, donde hoy sigue estando "extrañamente viva" entre los jóvenes

Una noche de verano de principios de los sesenta, en una manifestación en Nueva York, el izquierdista Murray Kempton proclamó ante un público lleno de viejos rojos que, aunque Estados Unidos no los había tratado bien, había tenido mucha suerte de contar con ellos. Mi madre estaba entre el público aquella noche y, al volver a casa, dijo: “Estados Unidos ha tenido suerte de que hubiera comunistas aquí. Ellos son los que más empujaron al país a convertirse en la democracia que siempre dijo ser”. Me sorprendió que lo dijera con voz tan suave, porque siempre había sido una socialista exaltada; pero eran los años sesenta y, a esas alturas, estaba verdaderamente cansada.

El Partido Comunista de Estados Unidos se formó en 1919, dos años después de la Revolución Rusa. Durante 40 años, creció de forma constante, de unos dos o tres mil miembros a 75.000 en su momento de mayor influencia, en los años treinta y cuarenta. En total, casi un millón de estadounidenses fueron comunistas en un momento u otro. Aunque es cierto que la mayoría de los que entraron en el Partido Comunista en aquellos años eran miembros de la atribulada clase obrera (judíos del barrio de confección textil de Nueva York, mineros de Virginia Occidental, recolectores de fruta en California), es todavía más cierto que también se unieron muchos miembros de la clase media ilustrada (profesores, científicos, escritores), porque, para ellos, el partido poseía una autoridad moral que daba concreción a un sentimiento de injusticia social azuzado por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.

Los comunistas estadounidenses, en su mayoría, nunca pisaron la sede del partido, ni vieron en persona a un miembro del Comité Central, ni supieron nada de las reuniones internas en las que se elaboraban las políticas. Pero todos sabían que los sindicalistas del partido fueron fundamentales para las mejoras de los trabajadores industriales en este país; que los abogados del partido fueron los que más defendieron a los negros en los estados del sur; que muchos organizadores del partido vivieron, trabajaron y, a veces, murieron con los mineros de los montes Apalaches, los temporeros de California y los obreros siderúrgicos de Pittsburgh. Gracias a su pasión por la estructura y la elocuencia de su retórica, el partido se materializó en el día a día y se dio a conocer no solo a sus propios miembros sino también a los numerosos simpatizantes y compañeros de viaje de aquella época. Había construido una red extraordinaria de secciones regionales y locales, escuelas y publicaciones, organizaciones que se ocupaban de remediar grandes problemas en las comunidades —la Orden Internacional de los Trabajadores, el Congreso Nacional de Negros, los Consejos de Desempleo— y un provocador periódico que leían habitualmente los progresistas y los radicales. Como decía un viejo rojo: “Durante toda la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, cada vez que se anunciaba alguna nueva catástrofe, The Daily Worker agotaba sus ejemplares en cuestión de minutos”.

Tal vez ahora es difícil de comprender, pero, en aquella época, en este lugar, la visión marxista de la solidaridad mundial que transmitía el Partido Comunista despertó en los hombres y mujeres más corrientes una conciencia de su propia humanidad que daba grandeza a la vida: grandeza y claridad. Esa claridad interior fue algo con lo que muchos no solo se encariñaron sino a lo que se volvieron adictos. Frente a su influencia, ninguna recompensa vital, ni el amor, ni la fama ni la riqueza, podía competir.

Al mismo tiempo, esa totalidad absoluta del mundo y el yo era precisamente lo que, con demasiada frecuencia, hacía que los comunistas fueran unos auténticos creyentes, incapaces de afrontar la corrupción del Estado policial que constituía la base de su fe, incluso cuando cualquier niño de 10 años podía darse cuenta de que había un doble juego. El PC de Estados Unidos era miembro de la Komintern (la organización de la Internacional Comunista dirigida desde Moscú) y, en calidad de tal, debía responder ante los soviéticos, que intimidaban a los partidos comunistas de todo el mundo para que apoyaran políticas interiores y exteriores que, la mayoría de las veces, servían los intereses de la URSS, y no los de los países miembros de la Internacional. Como consecuencia, el PC estadounidense hacía siempre todo lo posible para satisfacer al que sus miembros consideraban el único país socialista del mundo y al que se sentían obligados a apoyar a toda costa. Esta devoción inamovible a la Rusia soviética permitió que los comunistas estadounidenses permanecieran engañados durante los años treinta y cuarenta y gran parte de los cincuenta, mientras la Unión Soviética aplastaba Europa del Este y se volvía cada vez más totalitaria, con su realidad cotidiana cada vez más oculta y sus exigencias cada vez más interesadas.

A principios de los cincuenta, el PC fue objeto de graves ataques debido al pánico que desató el mccarthyismo a propósito de la seguridad de Estados Unidos—decenas de comunistas pasaron a la clandestinidad por miedo a la cárcel u otros destinos peores—, pero luego, en 1956, el partido estuvo a punto de desintegrarse bajo el peso del escándalo del propio comunismo. En febrero de ese año, Nikita Jruschov habló ante el 20º Congreso del partido Comunista Soviético y reveló al mundo el horror inimaginable del mandato de Stalin. El discurso supuso la devastación política de la izquierda organizada en todo el mundo. En las semanas posteriores, 30.000 personas abandonaron el PC estadounidense y, antes de que acabara el año, el partido había vuelto a ser lo que había empezado siendo en 1919: una pequeña secta en el mapa político estadounidense.

Yo me crié en un hogar de izquierdas en el que se leía The Daily Worker, se hablaba de política obrera (mundial y local) en la mesa y pasaban habitualmente por casa progresistas de todo tipo. Nunca se me ocurrió considerarlos revolucionarios. Nunca tuve la impresión de que nadie de mi entorno quisiera derrocar al Gobierno por métodos violentos. Al contrario, los veía trabajar para que el socialismo se convirtiera en la norma mediante un cambio legal, un cambio que iba a garantizar que, con la derrota del capitalismo, la democracia estadounidense pudiera hacer realidad su promesa incumplida de la igualdad para todos. En resumen, quizá era una ingenuidad, pero los progresistas siempre me parecieron disidentes sinceros.

Cuando me gradué en el City College, a finales de los cincuenta, me fui al oeste, a Berkeley, para estudiar lengua y literatura. Fue la primera vez que me encontré con “estadounidenses” de forma masiva. Hasta entonces, solo había conocido a judíos neoyorquinos y a católicos irlandeses o italianos, casi todos hijos de inmigrantes. En Berkeley descubrí que Estados Unidos había nacido como país protestante; conocí a gente de Vermont, Nebraska y Idaho, unas personas extraordinariamente bien educadas, que pensaban que los comunistas eran el mal, el enemigo anónimo y sin rostro del otro lado del mar. “¿Tus padres fueron comunistas?”, me preguntaban. Al parecer, nadie había conocido nunca a ninguno.

El impacto en mi sistema nervioso fue intenso. Me volvió al mismo tiempo defensiva y agresiva y, con el tiempo, empecé a buscar excusas para proclamar que había sido un “bebé de pañal rojo” siempre que podía, igual que habría proclamado mi condición de judía ante cualquier muestra abierta de antisemitismo. La mayoría de las veces, la declaración del pañal rojo hacía que la gente se quedara mirándome como si fuera un objeto de museo, pero, en algunos casos, el interlocutor se encogía delante de mí. Varios decenios después, seguía con la impresión de no haber superado el hecho de que todas aquellas personas bien formadas considerasen a las mujeres y los hombres con los que había crecido gente distinta, otros. De vez en cuando, se me ocurría que debería escribir un libro.

Por aquel entonces —ahora hablo de mediados de los setenta—, llevaba varios años trabajando en el Village Voice y me había vuelto una activista de la liberación, siempre en las barricadas del feminismo radical. En aquellos años, veía en todas partes muestras de discriminación contra las mujeres, y todos los artículos que escribía estaban influidos por lo que veía. Hasta ahí, ningún problema. Sin embargo —y aquí empezó lo difícil—, pronto vi que en el movimiento empezaba a surgir una corriente separatista que hacía enérgicas sugerencias sobre lo que debía o no decir y hacer una auténtica feminista. Unas sugerencias que enseguida se convirtieron en órdenes.

Una tarde, durante una reunión en Boston, me levanté entre el público para instar a mis hermanas a que dejaran de fomentar el odio a los hombres: no eran ellos, dije, a los que teníamos que condenar, sino la cultura en su conjunto. Una mujer que estaba en el escenario me señaló con un dedo acusador y gritó: “¡Eres una intelectual y una revisionista!” Eres una intelectual y una revisionista. Unas palabras que no oía desde que era niña. Por lo visto, de la noche a la mañana, nos habían invadido lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto, y la velocidad a la que la ideología se transformaba en dogma me abrumó. Entonces se reavivaron mis simpatías por los comunistas, y sentí un nuevo respeto hacia el comunista normal y corriente que debía de haberse sentido esclavizado por el dogma en su vida diaria.

“Dios mío”, recuerdo que pensé, “estoy viviendo lo mismo que experimentaron ellos”. Por segunda vez, pensé en escribir un libro, una historia oral de los comunistas estadounidenses de a pie, que fuera una obra de sociología sobre la relación entre la ideología y el individuo y que demostrase a las claras que en esa relación está impresa la sed universal de una vida más completa y cómo se destruye cuando el dogma se apodera de la ideología.

Escribí el libro, y lo escribí torpemente. Lo malo fue que, cuando empecé a escribir The Romance of American Communism, estaba románticamente —es decir, a la defensiva— aferrada a mis fuertes recuerdos de los progresistas de mi infancia. Considerar romántica la experiencia de haber sido comunista me parecía y me sigue pareciendo legítimo; escribir de ello con romanticismo, no. Escribir con romanticismo hizo que no explorase la complejidad de las vidas de mis personajes; que no retratara al líder del brazo local que amaba a la humanidad y, sin embargo, sacrificó sin piedad a un camarada tras otro por las rigideces de partido: ni tampoco al jefe de sección capaz de citar a Marx con veneración durante horas y luego exigir la expulsión de un militante que había servido sandía en una cena; ni tampoco, y eso es mucho peor, al organizador que impuso una directriz emitida en la Unión Soviética a un sindicato local pese a que la orden significaba, sin lugar a dudas, traicionar a los miembros del sindicato.

Como escritora, sabía que solo podría lograr la comprensión del lector si exponía con la mayor sinceridad posible todas las contradicciones de carácter o de comportamiento que habían quedado al descubierto en determinada situación, pero se me olvidaba constantemente lo que sabía. Hoy leo el libro y me siento consternada por el estilo. Su sentimentalismo se puede cortar con un cuchillo. Hay miles de frases distorsionadas por los mismos adverbios y calificativos retóricos: “poderosamente”, “intensamente”, “profundamente”, “en lo más hondo de su ser”. Por otra parte, aunque el libro no es largo, tiene un estilo extrañamente farragoso: siempre hay tres palabras cuando habría bastado una, cuatro, cinco o seis frases que llenan una página cuando habrían sido suficientes dos. Y todos mis personajes son bellos o atractivos, elocuentes y, en una proporción extraordinaria, heroicos.

El libro recibió duras críticas de los pesos pesados intelectuales de la derecha y la izquierda. Irving Howe escribió una reseña corrosiva que me obligó a meterme en la cama durante una semana. Odiaba, odiaba el libro. Igual que Theodore Draper, que lo vilipendió ¡dos veces! También Hilton Kramer, y Ronald Radosh. Como estos hombres se habían tomado la libertad de atacarme con tanta agresividad, me convencí de que la culpa era mía por la pobreza de mi escritura. Por supuesto, todos ellos eran violentamente anticomunistas y habrían odiado el libro aunque lo hubiera escrito Shakespeare, pero fui increíblemente ingenua al no darme cuenta de que toda la animosidad de 1938 seguía igual de viva en 1978, en plena Guerra Fría.

Lo que no era ninguna ingenuidad fue pensar que merecía la pena narrar la vida de un comunista estadounidense. Y las historias que aquellas personas me contaron siguen vivas, su experiencia sigue emocionando, y ellos están indiscutiblemente presentes. Ahora que vuelvo a encontrarme, en las páginas de este libro, con las mujeres y los hombres entre los que me crie, ellos y su época cobran vida de forma vibrante. Me sorprende todo lo que no sabía y me encanta todo lo que capté; en cualquier caso, me parece que los comunistas interesaban cuando escribí sobre ellos y siguen importando hoy.

Por eso hay una cosa de la que no me arrepiento, que es de haber escrito sobre ellos como si todos fueran bellos o atractivos, todos elocuentes y muchos, heroicos. Porque lo eran. Y esta es la razón:

Existe cierto tipo de héroe cultural —el artista, el científico, el pensador— al que a menudo se caracteriza como alguien que vive para “el trabajo”. La familia, los amigos y las obligaciones morales no importan, el trabajo es lo primero. El motivo de que el trabajo sea lo prioritario en el caso del artista, el científico y el pensador es que hace resplandecer a plena luz una expresividad interior que es incomparable. Sentirse, no solo vivo, sino expresivo, es sentir que uno ha llegado al centro. Esa convicción de equilibrio irradia la mente, el corazón y el espíritu como ninguna otra cosa. Muchos comunistas —quizá la mayoría— que se creían destinados a una vida de seria radicalidad se sentían exactamente así. Sus vidas también estaban irradiadas por una especie de expresividad que les hacía sentirse brillantes y centrados.

Ese equilibrio relucía en la oscuridad. Eso era lo que los hacía bellos, elocuentes y, a menudo, heroicos.

Al margen de mis defectos como historiadora oral, que son muchos, me parece que The Romance of American Communism sigue siendo emblemático de un periodo rico y prolongado en la historia de la política estadounidense; un momento que, por desgracia, nos remite directamente al actual, puesto que los problemas que quiso abordar el PC estadounidense —injusticias raciales, desigualdades económicas, derechos de las minorías— permanecen sin resolver hasta la fecha.

Hoy,  la idea del socialismo está extrañamente viva en Estados Unidos, especialmente entre los jóvenes, como no sucedía desde hacía décadas. Sin embargo, no existe en el mundo un modelo de sociedad socialista que un joven radical pueda adoptar como guía, ni una organización verdaderamente internacional a la que pueda jurar lealtad. Los socialistas actuales deben construir su propia versión independiente de cómo lograr un mundo más justo, empezando desde abajo. Confío en que mi libro, que narra la historia de cómo lo intentaron hace 50 o 70 años, sirva de guía para quienes hoy sienten los mismos impulsos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Vivian Gornick es escritora estadounidense, autora de los libros Apegos feroces, Mirarse de frente y La mujer singular y la ciudad, todos ellos editados por Sexto Piso. Este artículo sirve de nuevo prólogo para su libro The Romance of American Communism, reeditado este mes por Verso Books.

https://elpais.com/cultura/2020/05/04/babelia/1588615984_648296.html?rel=lom

domingo, 23 de diciembre de 2018

_- ENTREVISTA. Bernardo Bertolucci: “Con el cine busco la poesía”

_- Bernardo Bertolucci ha regresado. A sus 72 años, el director de cine italiano conduce su “silla eléctrica” por el barrio del Trastevere sorteando los agujeros que el anterior alcalde, el posfascista Gianni Alemanno, le ha dejado en herencia a la ciudad de Roma. El autor –entre otras muchas– de El último tango en París, Novecento y El último emperador había firmado su última película (Soñadores) en 2003, y desde entonces se había encerrado, tal vez escondido, en este silencioso apartamento de techos altos, libros y recuerdos junto al Tíber.

El año pasado, una novela del escritor Niccolò Ammaniti, Io e te (publicada en España por Anagrama con el título Tú y yo), logró finalmente sacarlo de su soledad buscada, de esas cuatro paredes en las que tantas otras veces ha encerrado a sus personajes. “El cine es mi terapia”, reconoce, para preguntar después con la ilusión de un chaval: “¿Sabes que seré presidente del jurado en el Festival de Venecia?”. La promoción en Italia de Tú y yo (que se estrena en España el 26 de julio) le ha servido para constatar que, al margen de las críticas buenas o malas, los italianos lo sitúan ya en el altar de sus mitos. Dice que está fascinado por las nuevas tecnologías –valoró incluso la posibilidad de rodar su última obra en 3D–, pero muy preocupado por esta Italia que, tan religiosa de puertas para afuera, no termina de hacer propósito de enmienda ante sus pecados ancestrales. Tal vez por eso sigue buscando en la esperanza que encierran los jóvenes su fuente de inspiración.

PREGUNTA: ¿Qué debe tener un libro, un guion, para que se decida a convertirlo en una película?
RESPUESTA: Cada vez es por una cosa distinta. Aquí es por los jóvenes. Me gusta trabajar con jóvenes. También en la última película, Soñadores, lo son. No sé por qué. No es solo por estética, la belleza que todavía conservan. Tal vez es porque tengo la sensación de verlos crecer delante de la cámara. De hecho, Jacopo [Olmo Antinori, el protagonista masculino de Io e te] ha crecido desde el inicio hasta el fin de la película. Lamentablemente no me acordé de tomar las medidas haciendo una señal sobre la pared. Habría sido bonito. Me gusta mucho la frescura de los jóvenes. En esta película se hace evidente una estrategia mía de director: una vez terminado el reparto, cuando comienza el rodaje, aquello que he ido descubriendo en los actores se convierte en un material para mí irrenunciable, que va modelando a los personajes escritos sobre el papel, otorgándoles un aspecto más definido. Tea Falco [la protagonista femenina] es una muchacha de Catania, parece muy sofisticada con su pelo rubio y largo, pero a la vez –y es una pena que solo los italianos que vean la película puedan notarlo– tiene un marcado acento siciliano. El resultado es que tenemos a una especie de modelo salida de Vogue que, cuando habla, tiene este acento… Después se descubre que detrás de esa belleza y ese acento hay una historia. También los espectadores. Es un viaje.

P: Un viaje al trastero del sótano puede convertirse en un viaje hacia el infinito.
R: Así es. Solo al final de la película podremos deducir un viaje hacia el infinito. Antes no se sabe cómo será este viaje, adónde irá Lorenzo. Un adolescente que, en vez de marcharse de excursión durante la semana blanca, elige la opción más extrema para un chico de 14 años, la de encerrarse en el sótano de casa, haciéndoles creer a sus padres que está muy lejos de allí, con sus compañeros de clase, disfrutando de la semana blanca. Yo no he tenido hijos, pero a través de los hijos de algunos amigos he sabido que es una edad muy difícil. He visto a estos muchachos sentir odio por sus padres, vergüenza de salir a la calle con ellos. Se cierran en su habitación, con la música altísima. Es un momento de la vida verdaderamente difícil. De hecho, al inicio de la película, la relación del protagonista con la madre, ya se ve que él no logra controlarse, que la provoca. Pueden ser muy infantiles y muy adultos a la vez. Tener –como Lorenzo– caracteres contradictorios. Ser muy retraídos hasta llegar a preocupar a los padres y, en cambio, demostrar muy buen sentido, mucho control. Se ve cuando organiza meticulosamente su encierro.

P: Como en El último tango en París (1972) o en Asediada (1998), en su nueva película también encierra a su pareja protagonista en un lugar aislado, para que desde allí busquen la libertad, la transgresión. ¿Se siente usted bien en los lugares cerrados?
R: Mira a tu alrededor. Hace bastante tiempo elegí este lugar donde estar siempre. Y esta última película la he rodado aquí al lado, al final de Via Corsini. Al lado del Jardín Botánico hay una casa con un estudio muy grande propiedad de un pintor de vanguardia, Sandro Chia, y en ese estudio hemos creado las condiciones para que me pudiera mover por allí con la silla eléctrica, dentro del patio, en el garaje… No tardaba más de un minuto en ir de mi casa al rodaje. Me he tenido que crear unas condiciones amables para trabajar sabiendo que esta ciudad no es –o no era en el tiempo del alcalde Gianni Alemanno [alcalde de Roma hasta hace un mes]– una ciudad amigable. El Trastevere es un barrio muy hermoso, pero cuando salgo de casa tengo que estar muy atento a no tropezar con mi silla eléctrica, porque faltan sampietrini [los característicos adoquines romanos], hay agujeros en las aceras, corro un riesgo cierto de caerme. Esta ciudad tan bella se ha convertido en lo contrario de amable. Es hostil.

P: Su otra ciudad prohibida…
R: Cierto. Es una verdadera ciudad prohibida. Por cierto, ¡también la ciudad prohibida de El último emperador (1987) era un espacio cerrado! Otra película mía que se desarrolla en un lugar cerrado. No sé. Tal vez en el fondo esto tenga alguna relación con el hecho de que a mí, cuando tenía cuatro o cinco años, me gustaba mucho ir a la cama de mis padres y meterme bajo las sábanas, ir hasta el final – con el pánico de asfixiarme– y luego regresar para volver a respirar. Nunca se sabe si esas pequeñas cosas de crío… Pero es verdad eso que se dice: buscar la libertad en un lugar cerrado. Eso es.

P: Claustrofilia en vez de claustrofobia…
R: Sí, mucha gente suele sentir claustrofobia en los lugares cerrados, yo en cambio siento claustrofilia.

P: A pesar del tiempo transcurrido desde que rodó por última vez, su última pe­lícula está llena de huellas de otras ­películas suyas.
R: Ummm… Es probable. Pero no a propósito. ¿En qué piensa?

P: Ya hemos hablado de los lugares cerrados, pero también está el baile de los protagonistas.
R: ¿El baile entre hermano y hermana? Sí, tal vez. Es una especie de catarsis. En ese momento, allí, en el trastero del sótano, yo veo que florece el amor entre ellos y que lo aceptan. Es el momento en que se rinden y aceptan amarse. Me he reído porque algún amigo, algo decepcionado, me ha dicho: “Yo esperaba que sucediese alguna cosa erótica”. No. El amor entre hermano y hermana puede ser también erótico, naturalmente, pero aquí no me interesaba esa vía. Me interesaba más la otra experiencia, la de llegar a la liberación a través de un trastero oscuro. La ayuda que él, un chico de 14 años, es capaz de prestar a su hermana, 10 años mayor, drogadicta, para ayudarla a salir del síndrome de abstinencia. Él le acompaña, e incluso va a robar los somníferos de su abuela. Y allí él está creciendo.

P: ¿Los jóvenes de hoy piensan todavía que es posible cambiar el mundo como aquellos de hace 30 o 40 años?
R: No lo sé. Lamentablemente no tengo hijos. Veo solo a los hijos de los amigos. Yo viví una época extraordinaria. Desde niño ya crecí en la leyenda de la resistencia –yo soy de Parma, los partisanos, los comunistas…–, y después me encontré con esa onda maravillosa de los años sesenta, del 68, que ha sido después muy criticada, olvidada incluso. Pero para mí el 68 –que duró hasta la década de los ochenta– sigue siendo muy importante: fue el último momento en que, a través de los jóvenes, la gran comunidad internacional soñó con cambiar el mundo. Y de allí partió de alguna manera el nuevo modelo de sociedad. Después del 68, por ejemplo, las mujeres lograron mucho más espacio y comenzaron a ser conscientes de su papel en la sociedad… Hoy no sé si los jóvenes conservan ese espíritu.

P: Ahora, al menos, las calles vuelven a estar llenas de gente que busca una salida. Tal vez haya algo en el ambiente parecido a aquella época.
R: Yo miro mucho al presente. Miro sin estar presente. Veo muchas cosas. Y lo que siento es que el cambio ha sido muy fuerte, pero no nos hemos dado cuenta. Se nota en todo. Incluso en la actitud que se tiene al juzgar una película. Nuestra generación tenía una actitud muy diferente.

P: ¿En qué sentido?
R: Tal vez porque no teníamos esa especie de bombardeo constante de imágenes. Y que de alguna manera empobrecen la sorpresa de una película. Cuando yo tenía 15 años, se hablaba de un chino y se pensaba en los chinos que había dentro de las novelas de aventuras. Fíjate: yo estaba tan fascinado por el misterio de los chinos que fui a China a hacer El último emperador… Ja, ja, ja. Pero ahora todo se ha globalizado y desmitificado. Hay cosas cercanas que estaban en el fondo del tabú.

P: Hablando de tabúes, a principios de los setenta, después de rodar El último tango en París, usted perdió el derecho de voto por ofensa al pudor. Fue condenado en Italia, y también lo fue Marlon Brando. ¿Aquellos tabúes cayeron del todo o están todavía en pie, sobre todo en Italia, donde la presencia del Vaticano es muy fuerte?
R: Hace 40 años, los jueces condenaron la película, al autor, a los actores, al productor con penas que incluían la prisión, pero al final nos dieron la condicional y no tuvimos que ir. Pero sí nos quitaron los derechos civiles. Yo no pude votar durante cinco años. Para mí supuso una herida. Tenga en cuenta que fue a mitad de los años sesenta, era justo cuando estábamos más politizados, cuando rodé Novecento. No sé. A pesar de las expresiones multitudinarias de fe, el modo de ser religioso de los italianos es, digámoslo así, muy cómodo. Las iglesias están vacías, a los seminarios solo van los jóvenes que vienen de países en vías de desarrollo. El hecho de haber elegido a Francisco ha sido una gran jugada de astucia por parte del Vaticano. Porque la Iglesia vive unos momentos difíciles, la presión de quienes quieren que los curas se casen, los casos de pederastia. ¿No crees que si los curas pudieran casarse no disminuiría el problema? ¿Tú eres católico…? Yo no puedo decir que no soy católico. Porque he nacido en este país, somos de procedencia católica. Y sobre la presión de la Iglesia, qué decir… Los romanos, dada la cercanía del Vaticano, han encontrado un modo inteligente de convivir.

P: ¿Cómo ve la actual situación de Italia?
R: Después de las elecciones generales, me ha dado la impresión de estar asistiendo al suicidio del centroizquierda. Me parece que el Partido Democrático (PD) ha puesto en escena un gran suicidio. Y ni siquiera romántico. Estamos viviendo un momento más fuerte incluso que cuando el Partido Comunista Italiano (PCI) se fue despojando del nombre para convertirse en el Partido Democrático. Lo de ahora es un suicidio. ¿Qué error han cometido? No lo sé. Se puede hablar de una mutación casi. En cualquier caso, durante mi ya larga vida he visto y vivido situaciones que parecía imposible que sucedieran. Tal vez por eso mi generación, e incluso las generaciones más jóvenes, somos incapaces de leer bien lo que sucede. Analizamos siempre lo que sucede con una óptica un poco… anticuada.

P: Tal vez esa óptica pueda servir de referencia para entender que está sucediendo en Italia, en Europa en su conjunto, un empobrecimiento general, una pérdida de algunos derechos alcanzados. Hace unas semanas, Soledad Gallego-Díaz escribía en EL PAÍS que “la normalidad” en Grecia incluye que un 10% de los niños sufran inseguridad alimentaria y que Amanecer Dorado envíe al hospital a seis inmigrantes diariamente. Y decía: “El jueves, como en Novecento, un capataz disparó contra jornaleros inmigrantes que reclamaban salarios atrasados”.
R: ¿En Grecia? ¿Y lo comparó con Novecento? Sí, ciertamente hay una alarma social de la que no se habla lo suficiente porque se tiene miedo. Yo no sería capaz de condenar a un padre que roba para dar de comer a sus hijos. Creo que pueden darse situaciones dramáticas.

P: En Parma, su ciudad, escenario también de Antes de la revolución (1964), se produjo el primer éxito electoral de Beppe Grillo, que precisamente es quien ha capitalizado la indignación que provocan esas situaciones tan dramáticas. ¿Qué piensa del Movimiento 5 Estrellas?
R: A pesar de haber nacido de la improvisación, y de sufrir de esta improvisación, Beppe Grillo ha logrado mostrarse como el representante alternativo de una Italia que ya no soporta la corrupción. Es un cómico, un hombre de teatro, y sabe cómo atrapar a la gente. Lo he visto el año pasado en sus mítines. Desde el escenario decía: “PDL [el partido de Silvio Berlusconi], vaffanculo, PD vaffanculo”. Y luego decía: no somos un partido, somos un movimiento. Hay alguna cosa que no me disgusta, la crítica a la liturgia política. Pero, por otra parte, perdona, Beppe, si no sois un partido, ¿qué sois? ¿Tú? ¿Solo tú y alrededor toda Italia adorándote…? No, sin partido no se puede gestionar la sociedad en la que estamos habituados a vivir. No quiero un líder único. He sido educado para amar las diferencias, los distintos.

P: En los últimos tiempos, en Italia se ha vuelto a hablar de Tangentopoli, aquella extensa red de corrupción que acabó con la Primera República. Dos décadas después, da la impresión de que estamos en las mismas…
R: En aquel momento, yo me decía: Italia no debe perder esta oportunidad. No solo por los 200 o 300 involucrados en el proceso de Manos Limpias. Aquello era solo la parte visible del iceberg. El problema es que aquí todos estamos en esa mentalidad. En Italia somos muy poco respetuosos con las reglas. A veces los italianos hasta nos vanagloriamos de no haber respetado las reglas. Viviendo mucho tiempo fuera, por ejemplo en Inglaterra, me he dado cuenta de que la gente respeta las reglas, y cuando uno no las respeta, los otros le llaman la atención. En Italia hay otra mentalidad. Por eso digo que los italianos no aprovecharon la experiencia de Tangentopoli para hacer examen de conciencia. El ejemplo es que durante los 20 años que siguieron al proceso Manos Limpias votaron a Berlusconi.

P: Y todavía le siguen votando…
R: Sí, todavía. En las últimas elecciones generales no lo ha hecho nada mal. ¿Qué se puede decir ante esto? Tal vez se pueda decir: “Ah, sí, antes ya habían votado a Mussolini”. Hay en el alma de los italianos la búsqueda de una figura autoritaria. Es justo aquello contra lo que me enseñaron a luchar desde niño.

P: Cómo influyó su padre, Attilio Bertolucci, un poeta muy querido, en su vocación.
R: Nada más empecé a leer, supe que mi padre escribía poesía. Y leí una poesía que se llama La rosa blanca, que dice: “Cogeré para ti / la última rosa del jardín, / la rosa blanca que florece / en las primeras nieblas. / Las ávidas abejas la han visitado / hasta ayer, / pero es tan dulce aún / que hace temblar. / Es un retrato tuyo a treinta años / un poco desmemoriada, / como tú serás entonces”. Leí aquella poesía y salí al jardín, y allí, al fondo, estaba la rosa blanca. No tuve necesidad de ir más lejos. Entendí enseguida que la poesía de mi padre estaba hecha con aquello que tenía alrededor. Es como si él me hubiese enseñado a buscar la poesía en todo. En todo. También donde no te lo esperas. Esta es la cosa más importante. Escribí poesía, pero decidí no continuar porque él era demasiado bueno y no podía ganarle. Así que cambié de oficio. Fue él, de alguna manera, quien me orientó hacia el cine… Con el cine, también yo busco la poesía.

LEONARD DE RAEMY
Bernardo Bertolucci (Parma, Italia, 1941) supo nada más empezar a leer que su padre escribía poesía. Con los versos de ‘La rosa blanca’ comprendió siendo un niño que era hijo de alguien que hacía poesía con lo sencillo, aquello que tenía a su alrededor. Y sintió que su padre le había enseñado a saber buscar la lírica en todas partes.

Después se convirtió en cineasta. Autor de títulos inolvidables de la ­historia del cine en el siglo XX como ‘Novecento’, ‘El último tango en París’ y ‘El último emperador’, estrenó su última cinta, ‘Soñadores’, en 2003. Diez años después vuelve a buscar la poesía del cine en un nuevo título de su filmografía, ‘Tú y yo’, que se estrena en España a finales de julio.

https://elpais.com/elpais/2013/06/27/eps/1372349249_394288.html?rel=mas

domingo, 7 de enero de 2018

Luis Racionero, Manuel Sacristán y los furibundos comunistas-fachas de mente cerrada, fría y antihumana.

Salvador López Arnal


El "intelectual libertario" Luis Racionero fue entrevistado por Albert Lladó para La Vanguardia el pasado 16 de diciembre de 2017 [1]. Lo presentó en los siguientes términos: "El escritor LR, avalado por una extensa y variada obra –del ensayo a la novela o las memorias–, cumple como pocos la figura del intelectual independiente, que escapa a toda clasificación. En su último libro, Manual de la buena vida, resume lo mejor de una vida intensa y da las claves y consejos para, desde su aguda visión, alcanzar la felicidad".

Lo de intelectual independiente es una "generosa" metáfora. Un pelín exagerada tal vez. Basta mirar, por ejemplo, la voz de Racionero en wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Luis_Racionero. También esta vieja información sobre José María Aznar, presidente de gobierno, y el mundo de la cultura: https://elpais.com/diario/2000/03/02/espana/951951617_850215.html . Si eso es ser un intelectual independiente, entonces todos los intelectuales, vivos, fallecidos o por nacer, son independientes e independencia es entonces, como tantas otras, una nueva palabra vacía. ¿No les parece?

Pero no es ese punto el motivo de esta nota. Es este:
Se le pregunta a Racionero por su etapa universitaria. En estos términos: "Lo cierto es que no encuentra su espacio en la universidad española de la época. No le atrae ni el falangismo, ni el marxismo ni las ideas regeneracionistas del 98". La respuesta de don Luis:
El único que leía con ganas era a Ortega. Pensaba muy bien y escribía muy bien, y yo intentaba tenerlo como modelo para la escritura. Cuando hice Ingeniería no se filosofaba, estudiabas y punto. Y aquello me sirvió para saber matemáticas y lógica, y estructurar la cabeza, que es muy bueno para todo. En cambio, en Económicas discutíamos mucho. Daba Filosofía Manuel Sacristán, que era un comunista furibundo, y un positivista lógico.

Comunista furibundo y un positivista lógico: ni una cosa ni la otra si se tiene un mínimo conocimiento de la obra de Sacristán y de su vida y militancia en el PSUC-PCE. Continúa Racionero en estos términos:
Sacristán era muy buen profesor, sí, y muy íntegro. Pero estaba rodeado de corifeos, como Fabià Estapé, que vivían como capitalistas diciendo que eran comunistas. Algo que en este país se ha dado demasiado. Y a pesar de que Sacristán era un hombre extraordinario, al que amabas profundamente porque era honesto, no podía pensar como él.

Una de cal y otra de arena con bastante desinformación sobre las relaciones entre Sacristán y Estapé, quien, por supuesto, nunca fue corifeo del autor de "Panfletos y materiales" [2]. Muy lejos de eso. Y a continuación y dándoselas de leído, don Racionero da otra patada en la cara y cae en el tópico menos inteligente y más trillado de todos los tópicos:
Nunca me ha gustado el marxismo porque he leído a Marx. Sus teorías son antihumanas. Yo soy más anarquista. No soporto a los comunistas, son de mente cerrada y fría, y sacrifican la personalidad humana por unas finalidades colectivas que nunca existen. Y como dijo Kant, el hombre es un fin en sí mismo.

Dejemos lo de "yo soy más anarquista". ¡Pobres anarquistas! Hubiera podido decir también yo soy más plagiador. No es la única vez por supuesto en que Racionero muestra sus "profundos conocimientos" de Marx y de la tradición marxista-comunista. Los ejemplos se acumulan; uno de ellos. En esta entrevista de junio de 2016 [3] se le pregunta -¡qué preguntas, qué formulación!- "¿Cómo se puede llamar misógino a un señor que ha vivido con seis mujeres?". Su respuesta es del siguiente tenor:
Es curioso cómo a aquellos que hace treinta o cuarenta años éramos considerados hippies ahora nos llaman fachas y reaccionarios. Eso es no entender nada ahora, como algunos no entendían nada hace treinta o cuarenta años.

Su descripción de aquella época:
En aquella época nuestra de los hippies, los progres eran todos comunistas. Y si hay alguien facha en esta tierra, es un comunista. Estos que ahora me pueden llamar facha a mí son los que antes eran comunistas, es decir, más fachas que nadie, y encima eran fachas cuando menos hay que serlo, que es de joven. Ser facha o no ser facha no es una ideología, es una actitud. Es un carácter. Los anarquistas siempre han sido como los franciscanos, mientras que los comunistas eran los jesuitas. Se nace con un talante o con otro. Si naces facha da igual las ideas que tengas o del partido que seas, serás un facha. Si en cambio eres una persona abierta, liberal, tolerante... bueno, pues por ejemplo lo tienes difícil para vivir tranquilo en España, porque este es un país de muchas envidias [las cursivas, todas ellas, son mías].

No hace falta seguir. No vale la pena (aunque don Luis parece admitir que el también fue comunista cuando era "pogre" dado que todos lo eran). Sólo conviene decir que la inversión de las insultantes afirmaciones de este intelectual orgánico del sistema y del poder de largo recorrido en estas ubicaciones es la verdadera.

Dejemos aparte el autobombo: "si en cambio eres una persona abierta, liberal, tolerante...". Si hay alguien en España y en muchos otros países del mundo, que haya luchado contra el fascismo, en cualquiera de sus variantes, en España, Grecia, Italia, Portugal, Alemania, Inglaterra, Chile, Argentina, Nicaragua, Colombia, India, Checoslovaquia, China, EE.UU. y tantos otros lugares del mundo, esas personas han sido miembros o simpatizantes de partidos de orientación comunista. Ni que decir tiene que esa lucha comportó, en muchos casos, detenciones, torturas salvajes, largos encarcelamiento y asesinatos. España es un ejemplo conocido; Chile también. Don Luis debería saberlo.

Lo de que el marxismo es un antihumanismo (sin más matices) y lo de que todos los comunistas son gentes de mente cerrada y fría que sacrifican las personas en el templo de los ideales colectivos inexistentes es tan pueril, tan de derecha extrema desinformada para asustar niños y ciudadanos, que no vale la pena dedicarle una línea. Piensen en Marcos Ana, por ejemplo, y luego tendrán arcadas si leen de nuevo las palabras de don Luis, el plagiador de la intertextualidad.

En síntesis: tal vez Racionero estudiara matemática y lógica de joven, pero cuando menos esta última no le entró mucho en su cabeza. Las clases de Sacristán, en su caso, no tuvieron ningún resultado positivo. Hay más ejemplos de esto último pero el suyo está entre los más destacados.

Notas:
1) http://www.lavanguardia.com/libros/20171216/433652789914/entrevista-luis-racionero-manual-de-la-buena-vida.html
2) Lo que no quita, por supuesto, que Estapé tuviera algunos detalles con él. Por ejemplo, cuando fue expulsado de la Universidad o cuando perdió las oposiciones a la cátedra de lógica de la Universidad de Valencia celebradas en Madrid.
3) https://www.elespanol.com/reportajes/20160602/129487714_0.html

domingo, 9 de abril de 2017

_--HISTORIA. Una vía inédita al socialismo. Este domingo se cumplen 40 años de la legalización del Partido Comunista de España. Dos libros se adentran en su historia.

_--Terminaban en 2010 Carme Molinero y Pere Ysàs su trabajo sobre el partido comunista de los catalanes con una evocación teñida de nostalgia: la crisis del PSUC —decían— coincidía con el final de la Transición y con el final de una etapa en la que, sin el PSUC, no puede explicarse la historia de Cataluña. Con idéntica reflexión podría haber concluido también este nuevo recorrido que nos lleva desde la hegemonía a la autodestrucción del partido de los comunistas españoles: el final de la Transición fue el final de una etapa que no puede explicarse sin la historia del PCE.

La historia arranca en 1956, con una resolución del Comité Central que se hará tan célebre como la “svolta de Salerno”, que 12 años antes determinó la política de los comunistas italianos. “Por la reconciliación nacional. Por una solución democrática y pacífica del problema español” fue su expresivo título, que implicaba un gran viraje, aunque para el caso Dolores Ibárruri empleó la menos traumática definición de cambio táctico. Pero caramba con el cambio táctico: a partir de esa resolución, el PCE dio por clausurada a todos los efectos la Guerra Civil e inició una política de mano tendida a todas las fuerzas de izquierda o derecha, llamándolas a deponer los odios y el espíritu de venganza del pasado.

No resultó fácil convencer a los grupos políticos que pululaban en torno a personalidades de la seriedad de esta llamada. De hecho, como ponen de relieve Molinero e Ysàs, el PCE rompe su aislamiento no porque llegue a acuerdos por arriba con otros partidos, sino porque es quien mejor percibe el potencial político de las movilizaciones contra la dictadura que se inician en la rebelión universitaria de 1956, estallan en 1962 con las huelgas de la cuenca asturiana, se multiplican en 1965 de nuevo con los estudiantes y alcanza a colegios profesionales en los años setenta, sin olvidar las asociaciones vecinales y los cristianos por el socialismo. Es construyendo desde abajo, y al precio de caídas, cárceles, torturas y largas condenas, como el PCE, o sus militantes, alcanzan en el conjunto de la oposición democrática esa posición hegemónica, más evidente en Cataluña cuando se funda la Assemblea, no por casualidad en una parroquia y con presencia de intelectuales, profesionales y obreros.

¿Y dónde comenzó la autodestrucción? Siempre apoyándose en fuentes primarias, Molinero e Ysàs rechazan la tesis, hoy tan facilona, de culpar a las traiciones, cesiones, renuncias que los comunistas hayan podido cometer durante el proceso de transición. Cierto, no se produjo la ruptura ideada por el PC con un gobierno provisional que condujera el proceso, pero el proceso mismo culminó con una muy activa participación de los comunistas en todo lo que en su Noveno Congreso se definió como “netas rupturas con el pasado dictatorial”: la legalización del partido, las elecciones a Cortes y su rápida conversión en constituyentes, las preautonomías, la amnistía, las elecciones sindicales, los acuerdos de La Moncloa…

Y de la hegemonía, casi sin solución de continuidad, a la autodestrucción. No fue el hundimiento electoral lo que provocó la crisis interna, sostienen los autores, sino al revés. Tal vez, mejor, se retroalimentaron. En todo caso, las “autocríticas” en el PCE que se suceden entre 1977 y 1982, junto a las divisiones viscerales entre euros, prosoviéticos o afganos y leninistas del PSUC y la escisión del comunismo vasco más el retroceso electoral del andaluz, confirmó ese revés del destino y quebró el hechizo del partido identificado con el secretario general. Empezaron los lamentos convertidos en reproches y Santiago Carrillo no supo reaccionar más que con expulsiones. Y así, purga purgando, se esfumó lo que Molinero e Ysàs definen como un inédito proyecto político: la vía al socialismo mediante una revolución de la mayoría; y con la vía, desa­pareció también el no menos inédito modelo de socialismo en libertad.

El mensajero
Mucho de exageración hay en el subtítulo de la publicación de los papeles de José Mario Armero y del diario de Ana Montes, su esposa, material que conforma el libro de Alfonso Pinilla García: si algo se ha contado hasta el mínimo detalle del periodo de transición es precisamente la legalización del PC. Se contó ya entonces, a medida que el partido y sus dirigentes salían de la clandestinidad y concedían ruedas de prensa. Y se contó después, por los protagonistas, a favor y en contra, y por los periodistas, muy jóvenes y alerta, que siguieron todo el proceso. Prueba de ello son las abundantes citas de unos y otros que llenan muchas páginas del libro, comenzando por El año de la peluca, del mismo Carrillo, o por Sábado Santo rojo, de Joaquín Bardavío.

Quedaban las notas que Armero, en su papel de go-between, iba tomando de los recados que se cruzaron entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Y así van pasando de nuevo ante nuestra mirada, con el apoyo en estas notas hasta hoy inéditas y aquí generosamente reproducidas o transcritas, los primeros contactos, los órdagos, los movimientos de ajedrez, lo que uno está dispuesto a ceder y otro a conceder. Si algo sorprende, aunque tampoco, es que hubo juego limpio: ambos conocían muy bien las cartas, ninguna marcada, de las que cada cual disponía. Y las jugaron a fondo. Y los dos ganaron, uno la legalidad y el otro la legitimidad.
De la hegemonía a la autodestrucción.



El Partido Comunista de España (1956-1982). Carme Molinero y Pere Ysàs. Barcelona, Crítica, 2017. 509 páginas
La legalización del PCE. La historia no contada, 1974-1977. Alfonso Pinilla García. Prólogo de Pilar Urbano Alianza, 2017. 412 páginas. 21,85 euros

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/04/07/babelia/1491572213_471737.html


miércoles, 1 de julio de 2015

CONVERSACIÓN GLOBAL. La historia en lugar de la vida. La estatua del fundador de la policía secreta se impone a reformas de la sanidad y la educación.

El férreo Félix, la estatua de Félix Dzherzhinski, el fundador de la policía secreta soviética (la Cheka), podría volver a la plaza de la Lubianka de Moscú, de donde fue derribado el 22 de agosto de 1991 por los manifestantes que protestaban contra el intento de golpe de Estado de un grupo de altos funcionarios de la URSS.

El monumento a Dzherzhinski se alza hoy en el Muzeon, un singular parque, donde le acompañan las estatuas desechadas de los estadistas de la URSS, entre ellos variaciones de Lenin y de Breznev y un expresivo Stalin.

... ... ... ... ...

..la representación municipal del Partido Comunista en Moscú logró permiso para celebrar un referéndum municipal, si recoge más de 145.000 firmas apoyando su celebración. No hay problema para que los moscovitas, que tienen menos hospitales y están peor atendidos que en el pasado, puedan expresarse a favor o en contra de un “personaje histórico”. Pero los otros dos referendos que pedían los comunistas, uno sobre la reforma de la sanidad y otro sobre el sistema educativo, no fueron autorizados.
Leer todo aquí. Fuente: http://elpais.com/elpais/2015/06/28/opinion/1435510835_605109.html

PD.:
Se impone un comentario. Lo que está ocurriendo en la Rusia actual es la imposición, contra la opinión y los deseos del pueblo, de extender el neoliberalismo que impera por todas partes. privatizar, privatizar y privatizar, aunque ese no sea el objetivo del pueblo (soberano?).

Así que, si había dudas han desaparecido, Putin es un agente más del neoliberalismo imperante. Y como en otras ocasiones ha ocurrido, si se desvía de ese neoliberalismo le sacaran las corruptelas para quitarlo de en medio. Mientras, continúan despojando a su país, del petróleo y materias primas a bajo precio para occidente,...

Si ese proceso continua, Putin seguirá gobernando en contra de su pueblo, reduciendo la calidad y cantidad de servicios para el ruso corriente. Mientras los "nuevos dueños" de las materias primas se pasean de compras por occidente. Y a eso llamamos democracia.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Dar gato por liebre o el fin de la guerra civil y la traición de Casado

Mentiras y traiciones envuelven la historia de la sublevación del general Segismundo Casado en marzo de 1939, en contra del Gobierno de la República dirigido por el Dr. Juan Negrín. Engañó a los historiadores y “confirmó” los mitos esenciales de los vencedores.

En estos días tan tumultuosos políticamente el Ministerio de Defensa publica un libro cuya carencia se hacía sentir agudamente. Bajo la dirección y coordinación del catedrático Javier García Fernández aparece un grueso tomo titulado 25 militares de la República. Son biografías, escritas por otros tantos historiadores de primera fila, de una selección de generales o almirantes y jefes que permanecieron leales al Gobierno republicano en o después de la sublevación militar de 1936. Entre ellos figuran Aranguren, Asensio Torrado, Batet, Buiza, Casado, Cordón, Escobar, Gámir, Hernández Saravia, Hidalgo de Cisneros, Mangada, Martínez Cabrera, Menéndez, Miaja, Núñez de Prado, Pozas y Rojo. La lectura será imprescindible tras tantos años de desfiguración y desvirtuación de su papel en la guerra civil, acrecentadas en algunos casos por el malhadado  Diccionario Biográfico Español que en la nueva legislatura probablemente no tardará en distribuirse.

No se recupera el honor de todos los biografiados. Para uno al menos, y que el Diccionario ha tratado de salvar por todos los medios, la evidencia primaria documental de época lo hunde en las simas del embuste y de la traición. A muchos españoles de las generaciones más jóvenes su nombre no les dirá nada. Se trata del general Segismundo Casado, el hombre que el 5 de marzo de 1939 se levantó en armas contra una República a punto de colapsarse, que creó un sedicente Consejo Nacional de Defensa, que aglutinó en torno suyo a un pequeño arco de figuras de segundo o tercer nivel (salvo Miaja, el anciano socialista Julián Besteiro y el exsubsecretario de Gobernación y destacado miembro del PSOE Wenceslao Carrillo).

La sublevación casadista ha dado origen a discusiones sin cuento. También abrió inmensas heridas en las filas del exilio. Profundizó hasta límites infranqueables las divisiones entre socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos. Estuvo basada en una patraña de Casado y en una estrategia política de Franco.

La patraña consistió en acusar a Negrín de hacer el caldo gordo a los soviéticos y sus sicarios españoles y de prolongar la guerra sirviendo exclusivamente el interés de Stalin. De aquí la subpatraña que la sublevación se llevó a cabo para impedir que Negrín y los comunistas se hicieran con el control de los mandos de lo que quedaba de Ejército Popular.

La estrategia de Franco consistió en engañar a Casado haciéndole ver que una rendición inmediata no provocaría represalias entre los mandos militares que no hubieran cometido delitos de sangre. Lo que había detrás es fácil de identificar: Franco deseaba evitar cualquier evacuación de dirigentes políticos, militares y sindicales. Para ello necesitaba que alguien hundiera, desde dentro, las pequeñas posibilidades de resistencia. Así podría liquidar fácilmente la flor y nata republicana.

Casado se tragó el anzuelo. Engatusó a sus compañeros haciéndoles ver que no tendrían que temer demasiado de la victoria franquista y buscó aliados para su golpe en unidades próximas a Madrid. Las encontró en el Cuerpo de Ejército de Cipriano Mera, probado líder anarquista y políticamente analfabeto. Aprovechó el sordo rencor contra los comunistas y manipuló a la Agrupación Socialista Madrileña.

Franco terminó la guerra en beauté, gracias a una operación político-estratégica que le permitió copar a una inmensa cantidad de dirigentes republicanos. También a la masa combatiente. Todos formaban parte de aquella Anti-España cuya eliminación física, política y psíquica había constituido el alfa y el omega de la rebelión de 1936. Casado se escapó a Inglaterra tras una serie de proclamas preconizando la resistencia numantina si no se recibían condiciones satisfactorias de paz. No las obtuvo.

En Londres, Casado escribió unas autojustificativas y falaces memorias, nunca traducidas al español. El manuscrito lo entregó el 21 de julio. Era profundamente anticomunista pero no ponía en solfa a las democracias occidentales que tan poco habían hecho por la República. Hay que sospechar que alguna mano foránea le ayudó en su concepción. Como tras el final de la Segunda Guerra Mundial y en el comienzo de la guerra fría los servicios secretos británicos le hicieron algunas ofertas, es posible que en 1939 ya estuvieran a favor de una labor de intoxicación.

Se conserva el borrador de una carta a Franco que Casado agregó a una misiva fechada el 9 de marzo de 1940 y dirigida al duque de Alba, a la sazón embajador en Londres. No se sabe si este la remitió a su destinatario, pero en ella Casado dejó constancia de la decepción que le había producido el comportamiento de Franco. El motivo de la carta fue el fusilamiento del general Escobar por quien Casado debió de tener un gran respeto. Acusó al Caudillo/ Generalísimo/ Jefe del Estado de haber faltado a la palabra dada. Una terminología dura entre militares.

Casado trapicheó como pudo, con trabajitos en la BBC, uno de los lugares en que los servicios especiales británicos solían aparcar a personajes y personajillos que pudieran ser útiles. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, emigró a América Latina. Allí pasó más de 15 años, en parte tratando de volver a España. Cuando lo hizo, en septiembre de 1961, nadie le molestó, pero dos años más tarde se le ocurrió solicitar el reconocimiento de sus derechos pasivos y la máquina judicial militar se puso en movimiento. Se le trató con guante blanco hasta cierto punto, pero no obtuvo lo que quería.

Enfermo, encerrado en su piso madrileño durante años y años, fue apañándose con sus ahorros hasta que amenazaron con agotarse. Entonces entró en contacto con el Ministerio de (Des)Información. Se prometió un gran éxito económico de una nueva versión de sus memorias. El problema es que no se acordaba de los hechos de 1939. Tampoco podía ir a hemerotecas. No sabemos si desde el Ministerio, entonces regentado por Manuel Fraga Iribarne, alguien le echó una mano. Sí sabemos que le ayudó uno de los subordinados de Cipriano Mera, también anarquista, un tal Liberino González.

En consecuencia, la nueva versión acentuó hasta extremos delirantes la presunta conspiración comunista, la vesania de Negrín y la larga mano de Stalin sobre la República. Todo muy en consonancia con el furibundo anticomunismo anarquista y franquista y, en particular, las necesidades de la guerra fría. Ya se habían expresado en términos similares renegados comunistas tan caracterizados como Jesús Hernández, Enrique Castro Delgado y Valentín González, el Campesino. También los inevitables poumistas, a la cabeza de los cuales se situó Julián Gorkín.

Casado no quedó muy contento con el resultado, una indicación tal vez de que la nueva versión no era únicamente de su propia pluma, pero no tenía escapatoria. Enfermo y sin dinero, se sometió. Cuando se almuerza con el diablo conviene manejar una larga cuchara. Casado no la tuvo. Jugó con los hechos, engañó a historiadores, “confirmó” los mitos esenciales de los vencedores, encubrió la gran operación político-estratégica de Franco, fue corresponsable de la hecatombe final republicana y, como buen traidor, hizo todo lo posible por desfigurar sus huellas en la historia. Un historiador anglo-norteamericano, Burnett Bolloten, le creyó y sentó escuela. Sus colegas pro y neo-franquistas se frotaron de gusto las manos durante años.

Al final, si se encuentra la evidencia primaria relevante de época, los hechos del pasado quedan iluminados bajo nueva luz.

La pregunta es: ¿por qué ha habido durante tanto tiempo un segmento de la literatura que ha hecho caso a la versión de Casado, que siempre fue en sí inverosímil? La respuesta se encuentra, a nuestro entender, en la conjunción entre las necesidades ontológicas del franquismo, su dependencia de una mitología ad hoc y la ideología de la guerra fría.
De Ángel Viñas, El País 10-12-2011. Seguir la lectura aquí.

Leer más sobre el tema aquí.

Gabriel Jackson. 2008. JUAN NEGRÍN. Médico, socialista y jefe del Gobierno de la II Républica española. Edt. Crítica.

Enrique Moradiellos. Negrín. Biografía de la figura más difamada de la España del siglo XX. Barcelona: Península, 2006.

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