Un matrimonio taiwanés ha dedicado 10 años a reconstruir la vida de algunos de ellos.
No quedaba tiempo, tenía cáncer, por lo que corrió la cortina que separaba su cama de la de los otros pacientes y comenzó, pese a las amenazas de enfermeras y médicos, a ordenar enfebrecido las dos grandes cajas: papeles, diarios, fotos con otros soldados, libros… Día y noche. “Son más valiosas que la vida misma”, le dijo Xie Weijin a su hija cuando se las dio como particular herencia un día de 1976 en Pekín. Era todo lo que conservó de su paso como combatiente en la guerra civil española. Un material que había arrastrado 38 años por dos continentes, sobreviviendo al conflicto, a dos campos de internamiento en Francia, a la guerra china contra Japón, la revolución y la represión de la Revolución Cultural...
Xie Weijin es una bella y triste metáfora. Desde que en 1965 el Gobierno comunista le recomendó jubilarse para que se restableciera de su “viejo revisionismo”, convirtió en un álbum de fotos gigante su pequeña habitación en la remota Nanchong, a 500 kilómetros de la capital, donde se refugió con las pruebas de una aventura olvidada por la historia: la presencia china en las Brigadas Internacionales.
“De no ser porque tenemos enfrente al enemigo japonés, iríamos con toda seguridad a integrarnos en vuestras tropas”, escribió Mao en una carta abierta al pueblo español el 15 de mayo de 1937... Pero algunos terminaron por ir. Hwei-Ru Tsou y Len Y. Tsou, matrimonio taiwanés residente en EE UU, hallaron por azar la foto de un soldado oriental en un libro de los 50 años de las Brigadas Internacionales (BI). Les sorprendió. Con la perseverancia de los doctores químicos que son y tras 10 años investigando por tres continentes, localizaron un centenar de chinos en la contienda española. El resultado es Los brigadistas chinos en la guerra civil (Catarata), primera gran monografía sobre el tema, que el azar ha querido que se publique al unísono en China y en España.
Mao tenía razón, en parte. Solo Chen Agen, de entre los localizados, venía directamente de China. Se explica: le perseguía el Kuomintang (en feroz pugna con los comunistas) por haber creado un sindicato. En el barco que le llevaba a Europa, un cocinero vietnamita le habló tanto de la noble lucha antifascista en España que el idealista Chang se fue a Asturias tras desembarcar en Galicia. Cayó prisionero en 1937 y, entre presidios y trabajos forzados, no recobró la libertad hasta 1942, en Madrid, donde se pierde su rastro.
Solo dos chinos estaban ya en España cuando estalló el conflicto. Uno, Zhang Zhangguan, se dedicaba desde 1926 a la venta ambulante en Barcelona. El otro, Zhang Shusheng, como dominaba el idioma, fue incluido en una tropa plenamente española, en la 195 brigada de la 50ª división. El resto fueron llegando de EE UU y de toda Europa, en especial de Francia. Eran huagong, obreros que habían sido reclutados por las potencias occidentales en China para trabajar acabada la Primera Guerra Mundial, la mayoría militantes comunistas, como muchos de los casi 35.000 miembros de 53 países que conformaron las BI, nacidas por una decisión política de la URSS y de la Internacional Comunista. El callado y misterioso Bi Daowen era otro ejemplo del compromiso antifacista de los orientales. Médico indonesio de padres chinos que mantenía contactos con grupos independentistas de su país ya en Holanda, donde estudió, llegó a España en septiembre de 1937 enviado por la Internacional Comunista, para la que trabajó de enlace hasta los sesenta, apareciendo y desapareciendo por China, Rusia, Checoslovaquia y su Indonesia natal, donde el destino le acabó cruzando con Suharto.
Otra prueba de fuerte convicción fue la decisión de los chinos de ir a luchar a España y no a su país, invadido por los japoneses. “Identificaron la agresión fascista en España con la que le ocurría a China; además, así tenían a sus familias más cerca”, resume las causas de la elección Laureano Ramírez, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, que ha traducido parte del volumen y ayudó a encontrarle editor.
Dudaban y sufrían, como muestra su correspondencia. Se conjuran para ir a luchar a casa cuando acabasen en España. Pero el Partido Comunista Chino tenía otros intereses, consciente del valor propagandístico de su presencia en el conflicto español. “Mao Zedong, Wang Ming y otros dirigentes de nuestro partido me han escrito expresamente instándome a transmitirles que sigan incorporados al frente combatiendo contra el enemigo”, reza una carta que Weijin, ya líder del grupúsculo por tener la graduación más alta entre ellos (era comisario político), transmitía a sus compañeros.
Al alto idealismo internacionalista atribuye también Ramírez que la mayor parte de los combatientes chinos fueran de edades avanzadas. “Muchos oscilaban entre los 44 y los 50 años, y el más joven tenía 24”, contabiliza. El resultado práctico, a pesar de que hay rastros de su sangre en la defensa de Madrid o en la batalla del Ebro, es que a muchos se les vetó en el frente. Así, un ingeniero de minas formado en Berkeley como Zhang Ji, de 37 años, era camionero en la Brigada Lincoln. Zhang Ruishu y Liu Jingtian (siete años de soldado en China) querían incorporarse a la compañía de ametralladoras, pero, ya sobrepasados los 44 años, sirvieron como enfermeros. Ruishu, valiente como pocos, herido tres veces por recoger compañeros en primera línea, acabó siendo tan querido que fue portada del semanario Estampa en septiembre de 1937. “Ver el respaldo de gente que venía de tan lejos era una inyección de moral para los republicanos”, arguye Ramírez. Si no gozaron de más popularidad si cabe fue porque no acabaron formando destacamento propio como querían y demuestra que Mao y Zhou Enlai les hicieran llegar un pendón rojo de seda que los distinguiera, hoy en el Museo de la Revolución de Pekín.
Los brigadistas chinos perdieron dos veces. Cuando las BI se retiraron, la mayor parte vivieron un calvario: muchos dieron con sus huesos (hasta ocho meses) en campos de internamiento franceses (Argelès y Gurs), sin ayuda (o tardía y desconfiada) de su Gobierno. Sin demora, combatieron en esa China que desde 1949, con el triunfo de Mao, y tras la Revolución Cultural, acosó a los que habían tenido contacto con extranjeros. El héroe Ruishu, que rechazaba los permisos para no abandonar el frente, acabó alcoholizado ante la deriva comunista. Weijin, herido cerca de Belchite y que llegó a alto cargo en las Fuerzas Aéreas, se vio con 60 años confinado en Nanchong.
No parece que hubiera representación china en el emotivo y magno (se temía hasta un ataque aéreo franquista) desfile de despedida que el 28 de octubre de 1938 se brindó en Barcelona a las BI y que desmenuza en uno de sus espectaculares 50 gráficos Víctor Hurtado en el reciente Las Brigadas Internacionales (Dau). Hubieran podido lucir el pendón de Mao o la bandera roja que sus compatriotas del diario Jiuguo Shibao, editado en París, les enviaron y que llevaba bordada una frase en la que los brigadistas chinos creyeron ciega y generosamente: “El mundo es nuestro hogar”.
Fuente: El País.
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