Nombrar a Enrique López desmiente que exista intención de atajar el desprestigio institucional
Parece que fue Jeremías, el profeta, quien primero trasladó el concepto de pecado de un pueblo a los individuos. Si fue así, Jeremías, además de dejar un libro bastante confuso y tan lleno de lamentaciones que parece actual, nos transmitió un legado apreciable. Son las personas las que asumen la responsabilidad por lo que hacen. Han sido el presidente del Gobierno, el ministro de Justicia y el presidente saliente del Tribunal Constitucional, Pascual Sala, quienes han puesto su rúbrica al pie de un documento que certifica la vigencia de la apropiación partidista de las instituciones. Han sido ellos quienes han impuesto el nombramiento de Enrique López como magistrado del Tribunal Constitucional, en contra de toda prudencia o ponderación.
Las decisiones imprudentes tienen consecuencias, y en este caso son importantes. El nombramiento del señor López no es un problema menor, un caso poco pulcro que se pueda criticar un día y olvidar al siguiente, porque desmiente de manera radical que exista en el Gobierno la menor intención de atajar el creciente desprestigio de las instituciones.
Estaba en su mano hacer honor al compromiso manifestado por el Gobierno de que pensaba trabajar para la recuperación del buen crédito de las instituciones, muchas de las cuales tienen su fama seriamente dañada. Pero a la primera oportunidad lo han vuelto a hacer. No han aprendido nada. Nadie está dispuesto a enmendarse.
No se trata de atacar al señor López por su reconocida simpatía o su cercanía al Partido Popular. El problema no es ese. El problema es que un magistrado que no solo no tiene el reconocido prestigio jurídico que se exige para ser miembro del Constitucional, sino que es conocido precisamente por su discutible prestigio jurídico, va a ocupar uno de los 12 sillones del máximo tribunal español, el único que puede quitar la razón al Tribunal Supremo y el que interpreta el principal texto jurídico de este país, por encima de las decisiones de los Parlamentos o de los referendos populares.
Los títulos y la trayectoria profesional del señor López hicieron dudar a seis magistrados del Constitucional sobre su idoneidad y su grado de especialización jurídica, pero no hicieron recapacitar al señor Sala.
En sus 50 años de vida, Enrique López ha sido ponente en un total de 64 sentencias, según datos de jurisprudencia de la Audiencia Nacional, el único tribunal en el que ha ejercido esa labor, durante cuatros años y medio. Previamente, el señor Lopez ha sido juez instructor en juzgados de primera instancia de Coruña, Valladolid y León, y letrado y portavoz del Consejo General del Poder Judicial.
De las 64 sentencias en las que ha sido ponente, 28 fueron dictadas de conformidad entre el fiscal y los abogados defensores. De las 36 restantes, el propio señor López tuvo que dictar autos de aclaración en más de un 10% de los casos para corregir errores graves, no erratas, como declarar rebelde en los hechos probados al condenado o dictar una pena de cárcel no compatible con los hechos probados. Consta, por otra parte, que el Tribunal Supremo ha corregido un porcentaje sensible de las sentencias en las que el señor López fue ponente.
Podría argumentarse que el señor López no tiene gran experiencia jurídica, pero que su prestigio se basa en su labor docente. Pero la carrera docente del magistrado es fácil de resumir: profesor de Derecho Procesal de la Facultad de Derecho de Valladolid, 1990-1991; profesor asociado en el área de Derecho Penal de la Universidad de León (1996-1998) y profesor de Derecho Penal de la Universidad Europea de Madrid. En cuanto a sus publicaciones, consta un variado catálogo, coloquios como tertuliano y artículos en prensa. Su artículo más comentado en ámbitos jurídicos fue el publicado en junio de 2010 y titulado La justicia de los toros, en el que el autor establecía un paralelismo entre las corridas de toros y los procedimientos judiciales.
El problema no es el señor López, es el prestigio del Constitucional, su eficacia y su futuro. La amargura, la pena y el disgusto que causa ver arruinada y debilitada, una vez más, a una de las principales instituciones de este país.
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ 16 JUN 2013
Fuente: El País.
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