Hace tres años, mi marido y yo nos separamos después de veinte años de matrimonio.
Desde entonces nuestro camino ha sido tan apacible que hemos desatado confusión y habladurías en nuestro pequeño poblado entre las montañas de Colorado. A veces, nuestros autos se encuentran estacionados uno junto al otro en la calle, comemos juntos con frecuencia y decidimos que era más fácil para nosotros, los adultos, cambiar de casa que para nuestros hijos.
Algunas veces, los vecinos no ven diferencias entre el antes y el después de la separación y sienten la necesidad de confirmarlo cuando me encuentran en la oficina de correos: Sí, así es, nos separamos.
Ahora, mi respuesta se ha vuelto un murmullo bien ensayado: siempre nos hemos querido y siempre lo haremos. Huimos del conflicto y tenemos un temperamento apacible. No es culpa de nadie. La relación (en mi opinión, por lo menos) había seguido su curso natural.
Les recuerdo que los rompimientos tienen un nuevo paradigma; no tienen que ser hostiles ni estar llenos de odio. Pueden ser conscientes, respetuosos. La humanidad ha evolucionado.
También les digo que estamos pensando en nuestros hijos, no solo por las razones obvias de que deben ser lo más importante para nosotros en los tiempos difíciles, sino porque en los últimos años ya han pasado por situaciones traumáticas que han estado fuera de su control: evacuados por incendios forestales, aislados por una inundación sin precedentes y expuestos a la pérdida y a la devastación.
Los vecinos asienten, conocen de sobra los varios desastres naturales por los que hemos pasado en esta región. Las sirenas, los helicópteros y los noticieros todavía parecen resonar en nuestros oídos; una razón más para que nuestro matrimonio llegue a su fin sin drama.
Sonrío a los vecinos y agito la mano para despedirme mientras suben a sus autos. No hablo del dolor punzante que todo esto me provoca.
No les cuento cómo hace poco me dejé caer de rodillas y reí de tristeza y alivio por una cosa: desde hace mucho, mi matrimonio se había convertido en un cliché de dos personas que comparten una casa y el hecho de haber pasado por un cambio como este sin todos los altibajos emocionales era revelador. De hecho, el silencio lo decía todo.
Las palabras que no les digo a mis vecinos, las que se me quedan en la punta de la lengua son: ojalá hubieran escuchado una pelea. Desearía que nuestras voces hubieran sido lo suficientemente fuertes para llegar al otro lado del valle. Sí, tal vez teníamos libertad de expresión, pero no supimos cómo ejercer el derecho a la honestidad.
Shakespeare lo dijo bien: “[…] el dolor que no habla gime en el corazón hasta que lo rompe”. Nunca hablé del enojo en mi corazón ni de los crecientes resentimientos y dolores; él tampoco lo hizo. Nunca exigí atención ni cuidado; él tampoco. Por eso todo se acabó.
Lo que más duele no es la pérdida del matrimonio. Lo que más duele es que nuestra relación nunca haya sido, evidentemente, de esas por las que vale la pena alzar la voz.
Pero estoy aprendiendo a hacerlo. Ahora, observo a las parejas todo el tiempo (en las películas, las novelas y la vida real) y pongo atención a cómo enfrentan los conflictos. Me acerco a oír en los restaurantes. Me siento en una banca a la orilla del río donde dos personas hablan. Tras mis investigaciones furtivas he guardado algunas frases favoritas: “¿En serio? ¿Eso es todo lo que vas a decir?”. O: “Eso no me parece suficiente”. O: “Cariño, estás muy equivocado”.
Básicamente, se trata de diálogos que provocan.
Quiero abrazar a esas parejas, decirles que sigan así.
La última vez que lancé una frase provocadora a mi esposo, fracasé. Y fue entonces cuando decidí dejarlo.
Era un día cualquiera, la casa estaba en calma y yo leía en el sillón. Él leía una revista de pie, en la cocina.
Siempre hacía eso, disfrutaba estar de pie luego de estar todo el día sentado en reuniones, y de repente me di cuenta de que había pasado una década desde que él y yo habíamos estado juntos en el mismo sillón. Tal vez nos habíamos sentado un instante mientras uno de los dos se ataba los zapatos o mientras nos poníamos de acuerdo con lo que íbamos a hacer, pero ¿para ver una película? ¿Hablar? ¿Hacer el amor? ¿Pelear? ¿Levantar la voz?
Una ira ardiente se fue apoderando de mi cuerpo y quise provocarlo con palabras: ¿Por qué no había aprendido a sentarse en el sillón conmigo? ¿Por qué nunca se lo había pedido? Pero lo más importante, ¿por qué carajos nunca nos habíamos peleado por eso?.
Después de unas sesiones de terapia no logramos avanzar en la resolución de nuestras diferencias respecto a cómo experimentábamos o recibíamos amor. Las habíamos identificado, o por lo menos yo lo había hecho: a él le disgustaba acariciar o acurrucarse; a mí, no. Él quería quedarse en casa por las noches y los fines de semana; yo quería salir. A él no le agradaba la sensación de estar cerca a otra persona; a mí, sí.
Todas estas diferencias se habían acentuado a lo largo de los años, a medida que nuestro verdadero yo había aflorado. Sin aspavientos. Algunas veces, yo abría la boca para decir algo sobre la creciente distancia. Tal vez él también.
Pero me reprimía. Mi mente repasaba la lista de razones para no decir nada: yo pasaría por irracional, fastidiosa o necesitada. Él estaba cansado. Los niños estaban en casa y no debían escucharnos pelear.
Aquél día en el sillón, lo observé mientras pasaba las páginas de su revista. Levantó la vista, nuestras miradas se encontraron y luego regresó a su lectura.
Dejé escapar un suspiro discreto. Observé como mi respiración exudaba la ira de mi cuerpo, haciendo que los ánimos de pelea se disiparan en mí.
Casi podía ver la agitación de emociones que exhalaba; parecía como si de mí emanara un resplandor, que se amontonaba en el piso. No estaba drogada, pero así me sentía. Bajo la luz del sol, aquel resplandor me pareció la cosa más dolorosamente hermosa que había visto. A mi alrededor flotaban partículas brillantes y silenciosas que tomaban una decisión.
Unos días más tarde, fui capaz de decirlo: me voy. Aunque nuestra amistad nos había mantenido juntos durante 20 años y había sido muy buena para ambos, yo quería más. Estaba segura de que podríamos manejar la separación que se avecinaba con respeto y dignidad. Estaba segura de que podríamos llevar a nuestros hijos por todo aquello con amor y dedicación.
Se sentó conmigo en el sillón cuando se lo dije. Mi voz sonaba temblorosa mientras buscaba las palabras que quería decir —decir lo que pensaba me parecía extraño y nuevo— pero logré pronunciarlas. Me quedé mirándolo y esperé una respuesta.
“¿Estás segura?”, dijo.
Asentí. Esperé. No estaba segura. Estaba esperando una reacción desmesurada, ya fuera suya o mía. Estaba esperando ver cómo se desarrollaría la conversación.
Fue como siempre: tranquila, razonable, sin enojo evidente ni voces agitadas.
Y así ha sido desde entonces. Sencillamente, no somos partidarios del ruido ni la furia, así lo había decidido.
Algunas veces me pregunto si nuestra incapacidad de arremeter contra el otro está arraigada en el amor que ambos sentimos. Porque, antes como ahora, nos amamos. Y ambos nos sentimos tan lastimados por nuestras infancias ruidosas y violentas que ahora nos refugiamos y regodeamos en el silencio.
Sin embargo, ese tipo de amor a menudo no sobrevive y a la larga, nuestro silencio estaba más motivado por la cobardía que por el respeto, el afecto o el amor. Él y yo éramos cómplices, ambos éramos culpables de guardarnos todo en lugar de dejarlo salir.
Y así es como hemos salido a flote con toda suavidad. Los niños se quedaron en la casa; él y yo vamos y venimos cordialmente. Las montañas reverdecieron de nuevo. No ha habido otro incendio importante en años.
A mi novio actual le encanta charlar. Habla todo el tiempo de ideas, películas, canciones, de cómo fue su día, de los malos conductores y de sus adorados caballos galopando en el campo. Le molesta que yo no avive la conversación con palabras o ideas. Para eso habla uno, argumenta.
Me río y participo. También tenemos desacuerdos grandes y enrevesados. Ya no me interesa el silencio.
A veces me río para mis adentros cuando escucho a alguien decir: “Soy una chica sin complicaciones”. Sé a lo que se refiere y valoro las formas pacíficas. Pero hay algo en esa frase que también me rompe el corazón.
Mi ex y yo damos caminatas para estar al día, ponernos de acuerdo o discutir asuntos relativos a nuestros hijos. En estas caminatas, a veces saco un tema de peso, solo para ver si podemos hacerlo mejor. No podemos. Prontamente, volvemos a hablar de vacaciones, eventos y planes: el Día de Acción de Gracias, el concierto de violín de nuestra hija, la reunión en el ayuntamiento.
En estas caminatas, los vecinos a veces nos detienen para ver cómo vamos. Nuestra conducta es tan tranquila y apacible que deben sentir la necesidad de que nuevamente les confirmemos nuestra separación. Nos felicitan por una separación tan bien ejecutada.
Y yo asiento, en silencio.
Laura Pritchett vive en Colorado y es autora de cuatro novelas, la más reciente se titula "Red Lightning".
https://www.nytimes.com/es/2016/05/28/el-ruido-la-furia-y-el-divorcio/
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