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sábado, 29 de agosto de 2020

Una pantalla no es una escuela

Colaboro periódicamente, desde hace muchos años, con la estupenda revista portuguesa “A Pàgina”, que se mantiene airosa en la palestra, contra viento y marea, después de más de 25 años de trabajo esforzado y comprometido. En el mes de septiembre publicará dicha revista un artículo de mi autoría con el título que aparece más arriba.

Todos los años, en pleno agosto, nos asaltaban los anuncios comerciales con un lema que sembraba de inquietudes las mentes despreocupadas de los escolares y de los docentes que disfrutaban de las olas del mar o del aire de la montaña: Vuelta al cole. Era un ciclo inexorable: final de curso, vacaciones de verano y vuelta al trabajo.

Este año todo es diferente. El ciclo se ha roto. Ha terminado el curso escolar y ni alumnos ni profesores han tenido que abandonar la escuela para comenzar las vacaciones. El adiós ha consistido en cortar la conexión digital. Estamos hablando de una hipotética vuelta al cole desde antes incluso de que llegásemos al verano. No se sabe en qué situación estaremos cuando llegue septiembre. Seguirá el virus entre nosotros, seguramente, porque la vacuna y los antídotos todavía se harán esperar. Por otra parte, los rebrotes están sembrando de dudas el porvenir.

Es probable que tengamos que practicar el “blended learning” (aprendizaje híbrido), con procesos de enseñanza presencial y digital. Lo que hemos aprendido y practicado nos servirá en el futuro. No habrá una vuelta a todo lo anterior como antes se hacía. Como si nada hubiera pasado.

Defiendo en el artículo citado la importancia que tiene la presencia para desarrollar procesos educativos socializadores.

La pandemia ha puesto patas arriba nuestro mundo. También los sistemas educativos. De la noche a la mañana, se cerraron las escuelas y los docentes tuvieron que permanecer en sus casas para realizar el trabajo cotidiano a través de unos medios que no eran los habituales. De pronto se vieron obligados a trabajar y a comunicarse de un modo virtual. Entre ellos como equipo y con sus alumnos y alumnas. Vivieron nuevos retos profesionales y emocionales. Y pudieron comprobar que la brecha digital potenciaba unas diferencias ya de por sí injustas y crueles.

Desaparecieron bruscamente todas las rutinas: la llegada y la despedida, las reuniones en la sala de profesores, el trabajo en aulas y laboratorios, el ocio compartido en los patios, la comida comunitaria (donde la había), las actividades deportivas, los encuentros, los roces, los conflictos que genera la convivencia…

No hay educación a distancia. Puede haber instrucción, eso sí. No existe socialización desde la soledad y el aislamiento social. La educación exige comunicación y encuentro. El mundo virtual no nos permite relacionarnos intensamente, no nos enseña a convivir. El aprendizaje de la ciudadanía no se puede hacer a través de la pantalla porque a convivir se aprende conviviendo.

Presencia es cercanía, no sobreprotección. Presencia es disponibilidad, no coacción. Presencia es amor, no dominio. Los alumnos y las alumnas tienen que construir su autonomía desde la confianza y el reconocimiento de aquellos a quienes tienen al lado.

La escuela tuvo y tiene un inmenso sentido socializador. Es la gran mezcladora social. Me dice al respecto mi querido amigo argentino Daniel Prieto: “Todo se sentía y se resolvía entre seres humanos, ahora caminamos hacia los distanciamientos tecnológicos. He trabajado mucho en educación a distancia, aunque lejos estaban mis búsquedas de este cierre de la presencialidad a escala planetaria. En la mirada sobre la modalidad mi pregunta fue siempre: ¿a distancia de qué? La cuestión no ha sido para mí lo caracterizado como “remoto” o como “lejano”. La propuesta que he tratado de sostener plantea: a distancia del autoritarismo, del “dictado” de clases, de la evaluación punitiva, de la burocratización de las relaciones…”.

Una escuela es una escuela cuando es una escuela. Es decir cuando es una comunidad de aprendizaje a través de la interacción. Cuando es una comunidad con relaciones diversas encaminadas a la convivencia y al diálogo y cuando propicia el sentido de pertenencia.

Los espacios de la escuela están llenos de posibilidades educativas. Nosotros hacemos los espacios y los espacios nos hacen a nosotros. No existen espacios educativos a distancia. Solo tenemos pantallas que nos ofrecen imágenes planas y sonidos, pero que nos privan de la corporeidad.

La comunicación entre los alumnos, cuando la escuela es virtual, reduce los contenidos de las comunicaciones al ámbito académico y simplifica y empobrece el contenido relacionado con el mundo emocional. Digamos que la pantalla circunscribe la comunicación al ámbito del aprendizaje intelectual.

Volver a la escuela es recuperar toda la potencialidad educativa de la comunicación en el espacio y en el tiempo. Sentir a los otros en su dinamismo social. Potenciar el entramado de las relaciones, fortalecer la urdimbre de los afectos.

Al volver a la escuela recuperaremos la comunicación perdida. Incluidos los riesgos de la extorsión y del acoso. Lo importante es aprender a convivir en armonía y respeto, superando los riesgos, no evitándolos Lo educativo es saber compartir la tarea dentro de las exigencias que nos impone la dignidad humana

Se participa de forma diferente cuando se está presente. Se proyecta, se actúa y se evalúa de manera distinta cuando conoces y construyes el contexto de la acción. Cuando están todos y todas presentes en el tiempo y en el espacio.

Para mí (y así lo he explicado en varios libros: “Entre bastidores”, “La luz del prisma”, “Cadenas y sueños”…) es importante la escuela como escenario de una rica red de relaciones, de encuentros, de emociones y de vivencias, que no tienen cabida en la enseñanza virtual.

Recuperar el espacio físico de la escuela es recrear, después de la obligada y larga ausencia, las funciones más ricas de la comunicación educativa. La escuela de la mirada atenta, de los saludos afectuosos, del abrazo sincero, del diálogo respetuoso, de la ayuda mutua, de la amistad serena, del debate apasionado y de los proyectos compartidos.

Las familias volverán a sus trabajos, si los tienen o tendrán que buscarlos. Necesitarán que los hijos estén escolarizados, lo que significa que estarán protegidos y, además, conviviendo y aprendiendo.

Lo que no se puede es condenar a la comunidad educativa a vivir unos riesgos innecesarios. Si se vuelve, hay que volver con garantías: reducción de los grupos, aumento de profesorado, distancias de seguridad, uso de mascarillas (a pesar de que impiden la lectura del movimiento de los labios), material higiénico, restricciones en los recreos, llegadas y salidas escalonadas… No creo que todos puedan volver a la vez. Habrá que alternar la presencia por días.

La situación requerirá autonomía (organizativa y curricular) de los centros. No puede haber una legislación minuciosa igual para todos. A partir de ahora no se podrá decir: todos, todos de la misma manera, en los mismos tiempos, con el mismo ritmo… Lo cual no quiere decir que tenga que darse libertad al zorro y a las gallinas. 

Fuente: El Adarve. Miguel Ángel Santos Guerra

miércoles, 5 de agosto de 2020

El círculo 99

Miguel Ángel Santos Guerra

Cuántas veces nos sucede que dejamos de valorar todo lo que tenemos de bueno para instalarnos en un lamento y queja profundos por alguna pequeña o gran cosa que nos falta. En lugar de poner el énfasis en aquello que nos haría felices, lo ponemos en lo que nos hace sentir desgraciados.

Lo pienso muchas veces. Cuánto daría por estar como ahora el día que pierda la salud, o a un ser querido, o el trabajo, o la vivienda, o los amigos, o la seguridad… Pero una pequeña dificultad o un mínimo contratiempo lo tiñe todo de tristeza, a pesar de tener lo demás.

En el libro de Jaume Soler y M. Mercè Conangla titulado “La Ecología Emocional. El arte de transformar positivamente las emociones” me he encontrado con una historia que explica muy bien esta perniciosa actitud. Se titula El círculo 99. Dice así.

Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente que, como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas le llevaba el desayuno y despertaba al rey cantando alegres canciones de juglares. En su cara relajada se dibujaba una sonrisa y su actitud ante la vida era alegre y serena. Un día el rey le llamó:

– Paje, ¿cuál es el secreto de su alegría?

– No hay ningún secreto, Majestad.

– No me mientas, paje. He hecho cortar cabezas por ofensas menores que una mentira. ¿Por qué estás siempre alegre?

– Majestad, no tengo razones para estar triste. Me habéis honrado permitiendo que os sirva, tengo esposa e hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, tenemos vestido y alimento, un buen sueldo y además vuestra alteza nos hace regalos que nos permiten satisfacer algunos caprichos.

– Si no me dices ahora el secreto, te haré decapitar. Nadie puede ser feliz por las razones que me has dado.

– Pero, Majestad, no hay secreto ni nada que esconder.

– Vete antes de que llame al verdugo.

El sirviente salió de la habitación haciendo una reverencia. El rey estaba como loco. No conseguía explicarse cómo el paje era feliz viviendo en un lugar prestado, llevando ropa usada y alimentándose frugalmente. Cuando al final se calmó, mandó llamar al sabio más sabio de sus asesores y le contó la conversación de la mañana.

-¿Por qué es feliz?

– Ah, Majestad, es que está fuera del círculo 99. Puede comprobarlo metiendo a su paje dentro de ese círculo. Inmediatamente será infeliz. ¿Está dispuesto a perder a un excelente sirviente para poder entender cuál es la estructura del círculo?

– Sí, estoy dispuesto.

– Esta noche lo vendré a buscar. Debe tener preparada una bolsa con 99 monedas de oro. Ni una más, ni una menos.

Aquella noche el sabio fue a buscar al rey. Y se dirigieron a casa del paje. Llamaron a la puerta y el sabio dejó la bolsa con 99 monedas ante la puerta, con una nota que decía: “Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no le digas a nadie dónde lo has encontrado”.

El sirviente abrió la puerta, vio la bolsa, leyó la nota y entró en la casa. El rey y el sabio espiaban por la ventana lo que hacía el paje. Estaba apilando las monedas en montones de diez. Las juntaba y las separaba: 10, 20, 30… El último montón solo tenía 9.

-Me han robado, gritó. ¡Malditos!

El rey y el sabio seguían mirando por la ventana. La cara del paje se había transformado, su frente estaba arrugada, los rasgos faciales tensos y los ojos pequeños, su boca con una expresión horrible… El sirviente guardó las monedas en la bolsa y, mirando alrededor para asegurarse de que nadie lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Entonces se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo debería ahorrar para comprar la moneda número 100? Estaba dispuesto a trabajar duro para conseguirla. Quizá si trabajaba y ahorraba de su salario y añadía algún dinero extra, en doce o trece años tendría el dinero suficiente para comprar la moneda que le faltaba. Tal vez podría pedirle a su mujer que buscase un segundo trabajo en el pueblo y, tal vez, cuando él acabara el trabajo en palacio, también podría trabajar en otro lugar… Entonces necesitaría solo… siete años. Quizá podrían vender algo, o… El paje calculaba enloquecido. Había entrado en el círculo 99.

El rey y el sabio volvieron a palacio. Durante los meses siguientes el paje empezó a seguir sus planes. Una mañana entró en el dormitorio real dando un fuerte portazo y protestando en voz baja.

– ¿Qué te pasa?, dijo el rey amablemente

– No me pasa nada, nada de nada.

– Antes, no hace mucho, estabas contento., reías y cantabas todo el rato.

– Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué quiere, Majestad, que además de paje haga de bufón y de juglar?

Al cabo de un tiempo el rey despidió al sirviente No era nada agradable tener un paje que siempre estaba de mal humor.

Hasta aquí la historia del círculo 99. La moraleja se desprende sola. Todos y todas estamos tentados por esa absurda forma de pensar: siempre, y solo estando completos podemos ser felices. Siempre nos falta algo para sentiros completos. Y como siempre nos falta algo, siempre tenemos motivos para la infelicidad.

Lo hemos vivido, probablemente, muchas veces. Cuando compre la casa, cuando me case, cuando tenga hijos, cuando me jubile, cuando me toque la lotería, cuando se resuelva el problema del trabajo, cuando me compre… Entonces seré feliz. Ahora, no. Porque me falta la moneda número 100.

He conocido pocas personas que vivan fuera del círculo 99. Mi padre era una de ellas. Siempre que le hablábamos de comprarle algo, de regalarle algo, de proponerle alguna adquisición del tipo que fuera, decía de manera indefectible con una sonrisa en los labios:

– Estoy completo.

Claro, estando completo, no se desvivía por ninguna adquisición que acabara con la supuesta e insatisfactoria infelicidad.

“Decía Erich Fromm: Cuando el ser humano ya no está alegre y no ve ningún sentido en interesarse por la vida, siente que, aun estando vivo, su alma está muerta; entonces se aburre y empieza a odiar la vida y a desear destruirla”.

¿Por qué no se trabaja más en las escuelas la educación emocional? ¿Por qué no se hace más hincapié en la formación emocional de los docentes? En mi libro Arqueología de lo sentimientos en la escuela (Buenos Aires, 2006), recojo la siguiente cita de Filliozat: “En el colegio se aprende historia, geografía, matemáticas, lengua, dibujo, gimnasia… Pero, ¿qué se aprende con respecto a la afectividad? Nada. Absolutamente nada sobre el duelo, el control del miedo o la expresión de la cólera…”. Tengo delante su libro “El corazón tiene sus razones”.

La salud emocional es la fuente de la desgracia o de la felicidad. No está situada en el nivel de conocimiento que se posee, de la cantidad de dinero que se tiene o del nivel de poder que se atesora.

No acabar atrapado en el círculo 99, salir de la trampa que nos tienden la cosas y las personas, saber moverse con soltura por los intrincados vericuetos del mundo emocional, es la mejor garantía para sentirnos bien, aceptándonos como somos y relacionándonos con los demás y con las cosas de forma equilibrada e inteligente.

Permítame el lector (o la lectora) hacer referencia a mi último libro, publicado en la Editorial Homo Sapiens (Rosario. Argentina): “Educar el corazón. Los sentimientos en la escuela”. Nos hemos olvidado en la escuela de la educación emocional. Recuerdo todavía con emoción la lectura del libro de Alexander Neill, traducido al castellano ¡en 1978!: “Corazones, no solo cabezas en la escuela”. Cuánta razón. Cuánto corazón.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/

domingo, 27 de mayo de 2018

Pólitica, en defensa de la clase política,

Política En defensa de la clase política
 26 MAY 26 mayo, 2018 

Sé que este artículo puede sorprender y hasta molestar. ¿Defensa? ¿Con la que está cayendo? La trama Gürtel, cuya sentencia se conoció anteayer, resulta vergonzante. El caso de los ERE que se está juzgando en estos días, resulta no menos repulsivo… Y así podríamos seguir hasta el hartazgo. No voy a defender a los políticos corruptos sino a los políticos y a las políticas decentes. Que son muchos, que son más.

Es raro encontrarse hoy día con un texto en defensa de la clase política. Es más popular criticar, denostar, descalificar a todos los políticos, colocando sobre cada uno de ellos la etiqueta de indeseable y de indecente. Quien así proceda recibirá, más que probablemente, el aplauso unánime de los lectores y lectoras. Existe un estado de opinión que identifica política con corrupción. No es justo. No es cierto.

No me gusta descalificar a la clase política en su conjunto. Creo que hacerlo es un gesto antidemocrático. En primer lugar porque la democracia es el mejor régimen entre los posibles, en segundo lugar porque ni todos los políticos son malos ni todos son iguales y, en tercer lugar, porque se suele hacer esa descalificación sin la menor piedad y con escasa intención de que sirva para mejorar el clima moral.

Deberían dedicarse a la política los ciudadanos y ciudadanas más inteligentes y más responsables de la sociedad. Porque se van a dedicar a gestionar el bien común. En una democracia el poder está al servicio de los ciudadanos y no a la inversa. Los políticos son los servidores del pueblo, no sus dueños. Y son los ciudadanos quienes tienen el deber de elegir a los mejores. Para ello, deben estar bien formados y bien informados. Otra vez la educación. ¿Cuántos hay que ni siquiera votan, excusándose en la idea de que todos los políticos son iguales (de malos, se entiende)? Es muy cómodo y muy cínico dejar en manos de los demás la responsabilidad de elegir. Y luego despotricar de los elegidos.

Nadie debería decir: “a mí no me gusta la política”, “yo no entiendo nada de política”, “a mí no me hables de política”. Porque la política es necesaria, importante y hermosa. Y es de todos y de todas. Todos somos seres políticos. Todos pertenecemos a la polis.

Estoy contra la generalización que mete a todos los políticos en el mismo saco y que luego arroja el saco a la basura. Hay muchos políticos honestos y muchos que se dedican a la política no por interés sino perdiendo dinero. No me cabe la menor duda de que hay personas en la política con un compromiso de mejora de la sociedad y de servicio al prójimo ejemplares. De agradecer.

Por eso creo que tiene que ser muy duro escuchar descalificaciones despiadadas, juicios de valor infundados, bromas crueles que identifican al político con la corrupción y con el egoísmo más descarado.

Esta postura que ahora defiendo es compatible con el ataque contundente hacia aquellos que, por avaricia desmedida o egoísmo exacerbado, consiguen que se castigue a todos haciendo extensiva la etiqueta de la perversión. Corruptio optimi pésima. No solo porque es más elaborada, sino porque se convierte en un ejemplo y en un motivo de descalificación general.

Por eso resultan tan indignantes comportamientos abusivos como los de Bárcenas y Correa. Se convierten en un arma arrojadiza no solo contra ellos sino contra todos los que se dedican a lo que se dedican ellos. Destruyen el prestigio de la buena gente que se dedica a la política. Como el cura pederasta no solo pone sobre él la etiqueta de pervertido sino que es una invitación para despreciar a todos los que se dedican al sacerdocio.

Hace unos días oí contar la historia de un individuo que quiere cursar los estudios de Ciencias Políticas. Acude a la Facultad y en la secretaría le dicen:

– Coja un sobre.
El solicitante, sorprendido, dice:
– ¿Ya?
El funcionario puntualiza:

– El sobre de matrícula.

El chiste sobre políticos suele ser muy celebrado por las audiencias. En los bares, en las tertulias, en las conferencias… Pocos piensan en el efecto demoledor que tienen esos chistes en la valoración que se hace de la política.

Ya sé que son ellos mismos quienes tienen que ganarse el prestigio. Y muchos se lo ganan a pulso. Y aguantan las pullas y las agresiones que otros se merecen.

En todos los colectivos hay personas corruptas. Médicos, arquitectos, profesores, pilotos, comerciantes, diplomáticos, farmacéuticos… En pocos, como en el de los políticos, funciona tan bien el mecanismo de la generalización. Si uno ha delinquido, es que todos delinquen. Si uno es corrupto, es que todos lo son.

Tiramos piedras sobre nuestras cabezas. Porque nosotros hemos elegido a esos políticos. Y nosotros hemos dicho que el sistema democrático es el que deseamos para organizar nuestra sociedad. No queremos que una persona piense por todos y decida por todos. No queremos una dictadura. Pero, claro, proponer como sistema de organización una democracia exige la confianza en aquellos que van a gestionarla porque hemos depositado en ellos la confianza.

De cualquier manera, hay algunas garantías que permiten asegurar la pureza del sistema democrático. Voy a proponer un decálogo en el que hay exigencias ascendentes (de a ciudadanía hacia el poder) y descendentes (desde el poder ala ciudadanía).

– Garantizar que nadie se perpetúe en el poder. Lo cual exige limitar los mandatos de gobierno en cualquiera de los niveles del sistema democrático. Me da igual un alcalde que un presidente de Gobierno.

– La separación de poderes. Cuando el sistema judicial está sometido, vinculado o en connivencia con el poder legislativo y o el ejecutivo no existen garantías de pureza democrática.

– Leyes justas que persigan y castiguen de forma ejemplar la corrupción política. Leyes que busquen la transparencia, la rendición de cuentas, la persecución ejemplar de la corrupción, sea del propio partido sea del partido adversario.

– Dignificación de la política como un medio de servicio a la comunidad. Hay que honrar a quienes velan por el bien común.

– Erradicar de la vida pública los métodos mafiosos, el navajeo, las trampas, las zancadillas, el todo vale con tal de acceder o de mantenerse en el poder.

– En lugar de hablar de oposición, hablar de alternativa. Porque la oposición parece tener la misión de oponerse a todo, incluso a lo que es bueno para el pueblo.

– Procurar que exista democracia interna en los partidos. Es decir, que haya posibilidad de ejercer la crítica de forma libre.

– Votar con listas abiertas y no solo mediante siglas de partido. Porque no pueden meterse en un mismo saco a quienes responden a las mismas siglas.

– Hacer más frecuente la dimisión de quienes cometen errores o se descuidan en el cumplimientos de las exigencias éticas del cargo. Es decir, darle más fuerza a la responsabilidad política de las actuaciones.

– Formación ciudadana para saber discernir cuándo el gobernante actúa de manera honesta o deshonesta y para saber castigar con el voto a quien no ha respondido a las expectativas exigidas por la votación anterior.

El camino hacia la dignificación de la política es infinito. No es solo un compromiso de los profesionales de la política. Es un compromiso de todos los ciudadanos y ciudadanas del país. Hay que avanzar constantemente aunque tengamos la seguridad de no poder llegar al final nunca. En esta cuestión todos estamos interpelado. Me gusta decir (y pido que cada uno diga lo mismo): Que por mí no quede.

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Escrito por: Miguel Ángel Santos Guerra 10 comentarios

« La semilla que florece
10 thoughts on “En defensa de la clase política”
Antonio Del Pozo Dice:
26 mayo, 2018 at 09:47
LOS POLÍTICOS ESTÁN MAL PAGADOS

Estimado MAS:

Una vez más, y ya se está volviendo costumbre, tengo que felicitarte por tu artículo de esta semana. Lo suscribiría prácticamente al completo. Yo también creo que los políticos son frecuentemente objeto de generalizaciones tan injustas como facilonas. Creo que esto se debe a que muy poca gente practica la “funesta manía de pensar”, y se limitan a repetir, aumentado si pueden, el rumor, el cotilleo o la descalificación prepotente. Los políticos no son extraterrestres. Han salido del mismo sitio que todos nosotros y, como todos nosotros, los hay de todos los talantes: fanáticos y razonables, honestos y corruptos, torpes e inteligentes, formados y semianalfabetos. Incluso es probable que las cualidades positivas de cada una de estas parejas adornen a muchos más políticos que su correlato negativo. Pero, claro, que un político gestione bien y sea honesto es mucho menos noticioso que lo contrario.

A tu valiente “defensa de la clase política” añadiré un matiz de osadía: LOS POLÍTICOS ESTÁN MUY MAL PAGADOS Y MAL CONSIDERADOS. Me explicaré: Si, como muy bien apuntas, habría que atraer a la política a los mejores, a los más inteligentes y mejor preparados, la retribución, en haberes y en honores, debería ser proporcional a la responsabilidad y confianza otorgadas. No tiene ningún sentido que cualquier consejero de un consejo de administración de una empresa medio-grande cobre muchas veces más que el Presidente del Gobierno de España, teniendo miles de veces menos responsabilidad. Tampoco es de recibo que a nuestros máximos responsables se les dediquen todo tipo de insultos e injurias de grueso calibre, incluso se les someta a acosos cuasi-violentos con la más completa impunidad. Al responsable público, que además es nuestro representante democrático, se le deben una retribución y un respeto acordes a su alto cometido.

Dicho lo anterior, desglosaré a continuación algunas contrapartidas que me parecen indispensables:

1. La inflación siempre reduce drásticamente el valor de lo afectado por ella. Es un hecho palmario que en España hay actualmente DEMASIADOS políticos profesionales. A los 350 diputados que se sientan en el Congreso hay que añadir los 266 senadores del Senado (pakistaní). A todos ellos habría que sumar los 1.248 parlamentarios que asientan sus posaderas en los 19 parlamentos autonómicos. Cada uno de ellos con su correspondiente cohorte de secretarios y asesores “de confianza”. Al llegar a este punto, prefiero detener la cuenta, pues sumar los miles de concejales, diputados provinciales y otros cargos resultaría mareante. Pero los cargos electos no son sino la punta del iceberg. Muchos de ellos tienen la potestad de designar a su antojo los llamados “cargos de confianza”, que sumarían un número mucho mayor y ni siquiera están sometidos al escrutinio de una elección popular. ¿Alguien duda de que, reduciendo el número total de cargos electos a un 25 % de los actuales, la representatividad seguiría asegurada y el funcionamiento de las instituciones sería más ágil y MÁS BARATO?

2. A mucho honor, mucha responsabilidad. He empezado afirmando que los políticos deben estar mejor pagados y mejor considerados. Una reducción drástica de su número ayudaría, sin duda, a conseguirlo… También ayudaría una gradación racional en la regulación de sus haberes, para evitar que un concejal de Barcelona, por ejemplo, cobre más que un ministro del Gobierno. Pero ¡ay de aquel que traicione la confianza que sus conciudadanos han depositado en él! La actividad pública debe estar sometida a controles más rigurosos que los actuales para evitar cualquier conducta deshonesta. Si, a pesar de todo, se demostrara corrupción, prevaricación o nepotismo, el castigo debería ser ejemplar y la inhabilitación automática y permanente.

3. La vida pública no admite vida privada. Si yo encomiendo a alguien que gestione mis impuestos, mi política de educación, de sanidad, energética, de defensa, de seguridad… mi vida toda, tengo derecho a saberlo todo sobre esa persona. Si engaña a su pareja… ¿no va a engañarme a mí? Si toma drogas… ¿tomará “decisiones de cocaína”? Si tiene amantes… ¿será objeto de chantajes inconfesables? A cambio de una retribución y una consideración decentes, quiero saber si lleva una vida decente. No se trata de cesar o inhabilitar a un político por tomar drogas o tener amantes. Ni una cosa ni la otra son ilegales. Pero, como votante, tengo derecho a saber “con quién me juego los cuartos”.

4. La política no debe ser una profesión para toda la vida. Conectado con el punto anterior, no se trata de exigir a nadie que renuncie a su privacidad permanentemente; solo mientras dure su dedicación a la “cosa pública” que debería estar, como pide MAS, limitada en el tiempo: nunca más de dos períodos electorales seguidos. No queremos políticos profesionales que no han hecho en su vida otra cosa. Queremos que nuestros asuntos los lleven personas que hayan salido de la ciudadanía y tengan la perspectiva de volver a ella. Personas con una profesión real y un conocimiento real de la vida diaria. La mala imagen actual de los políticos se debe, en parte, a la percepción de ellos como una casta o una clase DISTINTA del ciudadano de a pie. La mayoría de ellos no ha conocido en su vida una ocupación distinta que la política y las luchas por el poder.

5. Participar es implicarse. También los ciudadanos debemos estar implicados en la política. Como acertadamente apuntaba MAS, política deriva de “polis” (ciudad) y viene a ser sinónimo de ciudadanía. Las democracias antiguas regulaban el derecho al voto. Solo podían votar los que estaban incluidos en el censo y, para estarlo, había que acreditar la posesión de un mínimo de bienes. Pensaban los antiguos griegos y romanos que solo alguien que se jugaba algo estaba suficientemente implicado con los intereses comunes. Es innegable que los tiempos han cambiado, pero subsiste la antigua pregunta: ¿tienen todos los votos el mismo valor? Proponía Robert Heinlein que, en el futuro, solo los que hubieran dedicado un tiempo a servir a su país, militar o civilmente, tendrían derecho al voto. Yo no sé cómo se podría regular, pero apostaría por favorecer el voto informado y responsable en detrimento del ignorante e irresponsable. Parece que caminamos en la dirección contraria. Hace poco se ha aprobado el derecho al voto de discapacitados psíquicos. Algunos reclaman rebajar la edad para votar a los 16 años… ¿Más democracia o más facilidad para manipular?

En fin, me despido disculpándome con los que hayan tenido la paciencia de leer el comentario completo porque, aunque me he esforzado en resumirlo, sigue siendo demasiado extenso.

Buen fin de semana para todos.

El Adarve