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sábado, 22 de agosto de 2009

Un filme muestra la integración de los combatientes extranjeros durante la Guerra Civil


Fueron soldados voluntarios en la línea del frente; amigos, payeses, parejas de baile y enamorados cuando dejaban el fusil. El paso de las Brigadas Internacionales por la España de la Guerra Civil se zanjó con una derrota militar y una integración poco conocida entre los voluntarios extranjeros y los campesinos. Una película inédita, grabada en la primavera de 1938 y de unas dos horas de duración, arroja luz sobre los vínculos que se tejieron durante los cruentos años de fosas comunes y plomo. El filme, grabado por los voluntarios estadounidenses del batallón Lincoln en Cataluña y Aragón meses antes de la Batalla del Ebro, refleja un ambiente sorprendentemente plácido en plena debacle militar.
La entidad No Jubilemos la Memoria ha rescatado la película del archivo de la Universidad de Nueva York. También ha recopilado un centenar de fotografías por fondos documentales de medio mundo que no se han exhibido antes. El material se empleará para recrear en un documental la rutina de los brigadistas cuando la maquinaria de guerra se acallaba para dar paso a los bailes populares y competiciones deportivas. "Eran jóvenes de todo el mundo que se reunieron en España para combatir el fascismo. Tenían ideales y se implicaron a fondo con los habitantes de los pueblos. En muchos municipios se les sigue recordando con un cariño enorme", detalla Angela Jackson, investigadora británica que ha impulsado el proyecto tras años rescatando retazos de aquél periodo de vértigo. (Seguir...)(Leído en "El País")

miércoles, 24 de enero de 2018

Un nuevo mundo para Smiley. El agente de John le Carré vuelve al corazón de la Guerra Fría bajo el escrutinio de colegas de una nueva generación.

Vuelve Georges Smiley, el agente secreto británico creado por John le Carré y protagonista de sus más célebres novelas como El topo o El honorable colegial. Planeta lleva a las librerías hoy El legado de los espías. No teníamos noticias suyas desde El peregrino secreto, libro de relatos publicado en 1990, el año de la reunificación alemana, pocos meses después de la caída del Muro de Berlín y de que concluyese esa Guerra Fría en la que había destacado, con sus trajes mal ajustados y su aspecto de sapo, como uno de los principales guerreros. Le habían invitado a dar una conferencia en el centro de entrenamiento y formación de agentes que el servicio secreto posee en Sarratt, unos 50 kilómetros al norte de Londres, y para sorpresa de sus más íntimos, que jamás le habían escuchado hablar en público, acostumbrados a su carácter retraído y a su inseguridad en el trato social, Smiley no solo aceptó sino que, enfundado en un smoking que no había lucido en años, habló durante horas para advertir a aquellos jóvenes destinados “a recoger la antorcha”, entre los que destacaban, por primera vez en la historia de la agencia, tres mujeres, de la responsabilidad que implica el trabajo como agente: “El fin puede justificar los medios; de no darlo por supuesto, imagino que no estarían ustedes aquí. Pero hay que pagar un precio, y el precio resulta ser uno mismo. A su edad, es fácil vender el alma. Después ya es más difícil”.

Por entonces, el único cargo de Smiley era el de presidente en un oscuro Comité de los Derechos de Pesca, tapadera que ocultaba un equipo de trabajo extraoficial compuesto por agentes del Centro de Moscú y del Circus de Londres, y cuya finalidad era facilitar la cooperación entre ambos servicios en el mundo posterior a la Guerra Fría. Curiosamente, no habían sido los ingleses sino los rusos quienes habían insistido en que Smiley aceptara ese cargo, deseosos de conocer al hombre que les había derrotado, organizando la deserción de Karla, el mayor agente soviético de la Guerra Fría. Para ello, Smiley tuvo que sobrevivir a una triple traició de la que salió, contra todo pronóstico, fortalecido y dirigiendo el servicio secreto británico. Fue precisamente en la operación que destruyó a Karla donde Smiley comenzó a labrar los cimientos de su leyenda en el mundo del espionaje.

Se encontraba ya plenamente retirado, instalado en un cottage sin teléfono cerca de Hartland Quay, al norte de las escolleras de Cornualles, (uno de los lugares favoritos no solo de Smiley sino de John Le Carré), donde dar largas caminatas ante las embravecidas corrientes que agitan el canal de Bristol, dedicado a criar abejas, o a estudiar a poetas menores en la Uuniversidad de Exeter o quizás en el mismo Oxford, donde se formó y fue reclutado para la inteligencia británica a finales de los años 30, por su propio preceptor, Jebedee, en un despacho del colegio universitario donde se había especializado en lenguas modernas. Y sin embargo algo nos hacía intuir que Smiley no podía estar totalmente desactivado. A pesar de su melancolía de amante despechado, de su querencia por la soledad y de la aversión que le provoca el esnobismo de los altos mandarines de la Administración, para este retoño desarraigado y desclasado de una familia sin lustre del sur de Inglaterra no hay otro lugar en el mundo que ese cuarto de las escobas de Whitehall que es el servicio secreto. Inevitablemente Smiley debía regresar a su cauce.

Y así lo confirma ahora Viking House, la editorial de John Le Carré. En su próxima novela A legacy of spies, cuya publicación en España está prevista este mes, regresa Smiley en una nueva aventura donde tendrá que hacer frente a su pasado y al escrutinio al que le someterá “una nueva generación de agentes sin memoria de la Guerra Fría y sin paciencia para sus justificaciones”. ¿Y quiénes son estos agentes? Posiblemente los mismos que atendieron la última aparición pública de Smiley en la biblioteca de Sarratt, decorada con los retratos amarillentos de los agentes desaparecidos; los mismos a los que advirtió que no saldrían incólumes manipulando a sus semejantes y atropellando sus sentimientos; los mismos a los que recomendó reducir el tamaño del Estado construido para derrotar a un enemigo que ya no existía y que ahora amenazaba las libertades de sus ciudadanos.

UN HOMBRE BUENO

Cómo verá Smiley este mundo donde los comunistas chinos se han convertido en los campeones del libre comercio y los multimillonarios neoyorquinos, del proteccionismo; donde los sucesores de Jefferson o Lincoln permiten la violación sistemática de la intimidad de sus ciudadanos o apoyan abiertamente la tortura; donde los antiguos agentes del KGB se han despojado de la máscara de la ideología, han cambiado sus despachos de la Lubyanka o Yasenovo por los salones del Kremlin y luchan descarnadamente por el poder a tiro limpio en los páramos de Siria y las estepas de Ucrania o a golpe de comisión en los centros de inversión de la City. Al contemplar este panorama nos damos cuenta de cuánto hemos echado de menos a Smiley estos años, con su sentido básico de la decencia, su noble patriotismo, su lealtad sin fisuras, y su condición de hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno. En este preciso momento, resulta más valioso y pertinente que nunca.

MÁS INFORMACIÓN


https://elpais.com/cultura/2018/01/08/actualidad/1515438284_361989.html

martes, 16 de julio de 2019

La izquierda absorbida

Rebelión

“Está todo muy bien tramado para dominar,
para que no tengamos una democracia”

José Luis Sampedro

Una de las particularidades más eficaces del sistema es su capacidad de absorción a todo aquello que lo cuestiona. En lo político, en lo social, en lo cultural, muchas de las manifestaciones rebeldes terminan, tarde o temprano, integrando la plantilla del sistema de algún modo.

Es que el capitalismo más que un sistema económico es un modo de vida, como sabemos. Por lo tanto jugar con las mismas normas, los valores y los conceptos de vida que propone, es caer en la trampa.

El sistema nos dice que democracia es votar cada tanto y dejar que los representantes decidan por nosotros acerca de nuestra propia vida. Nosotros una vez que hayamos votado debemos ser obedientes y cumplir con nuestro deber de buenos ciudadanos. Es decir, irnos a casa y ser espectadores de nuestro propio destino, porque nunca más nos consultarán y mucho menos nos obedecerán. Aquello de que democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no es mas que un idealismo impropio de gente sensata, una utopía izquierdista que no nos lleva a ninguna parte. En realidad fue una frase de Abraham Lincoln que dijo en 1863, pero mejor olvidarla.

De modo que todo se reduce a la vía electoral. La derecha en su ambiente ideal, ya que para ellos el pueblo está para decir que si, para aplaudir y para pedir autógrafos. El bien llamado “trifachito” puede tener diferencias de matices pero en el fondo todos defienden los intereses de los que realmente mandan, que son, como también todos sabemos, los dueños del poder económico, que no entran en las batallas mundanas aunque mueven los hilos a voluntad.

¿Qué hace la izquierda a todo esto? Me refiero a los políticos de izquierda donde no incluyo, por supuesto, al PSOE que desde el felipismo ocupa un lugar preferencial en el sostenimiento del sistema. Ya da hasta un poco de grima llamarlo “socialista” y resulta irrespetuoso decirle “obrero” (irrespetuoso para los obreros, naturalmente). Con Partido Español estaría mucho mejor y adecuado a su papel de constructor de un capitalismo “bueno”, como si eso fuera posible.

Yo creo que un partido político de izquierda tiene dos deberes ineludibles:

1) Cuestionar el capitalismo causa última de todas las injusticias sociales.Y al mismo tiempo iniciar el camino para reemplazarlo por una sociedad más justa y auténticamente democrática.

2) Ir hacia una democracia participativa y directa, donde el pueblo tenga ocasión de intervenir permanentemente en las decisiones que atañen a su propia vida.

El capitalismo, decía José Luis Sampedro, es un sistema agotado. Cumplió su papel en la historia de la humanidad, como cualquier otro sistema, pero ya no tiene respuestas salvo para una minoría que se aprovecha inescrupulosamente del esfuerzo de la mayoría de la población. Es un sistema que mata, dice el papa Fracisco, y que somete y explota a la mayoría. Es un sistema criminal, afirma Frei Betto con toda la razón de la realidad.

Para José Saramago, el capitalismo es incompatible con la democracia. Y Vázquez Montalbán nos advierte que el capitalismo “no ha cedido ni un duro, ni una hora de descanso, ni un cuarto de hora para el bocadillo, sin presión, sin lucha, sin sangre, sin muerte”.

Bien, ni Podemos abocado de lleno a la pelea por un lugar de privilegio en un posible gobierno del PSOE y que ya ha abandonado totalmente su rebeldía inicial para acomodarse en los beneficios del electoralismo, ni Izquierda Unida prácticamente desaparecida de los lugares que solía frecuentar, pueden considerarse, estrictamente, partidos de izquierda si tenemos en cuenta que no cumplen con los deberes cuestionadores del sistema, ni se les ocurre proponer una democracia real y directa.

La democracia no es tal, también nos recordaba Sampedro, si en vez de residir en el pueblo es patrimonio de los banqueros.

Solo quedan los movimientos sociales que, lamentablemente, están solos en su lucha salvo que en alguna manifestación callejera encuentren a algún político que se arrime para la foto. También alguna lucha aislada de los trabajadores, que siguen sin tener noticias de los sindicatos en otros tiempos combativos.

En definitiva, el sistema ha absorbido como en otras tantas veces y no solo en España, a una izquierda que empezó revoltosa e irreverente, para terminar tan dócil y adaptada que es mas necesario que nunca revolucionarla para que vuelva al pueblo del que se despegó y reanudemos juntos la tarea de construir una sociedad mejor.

lunes, 25 de diciembre de 2017

Estudio de los resultados de las evaluaciones diagnósticos en EE.UU. ¿Cómo de efectivo es su distrito escolar? Una nueva medida muestra dónde los estudiantes aprenden más

CHICAGO - En el sistema de las Escuelas Públicas de Chicago, la matrícula ha disminuido, el presupuesto rara vez es suficiente y tres de cada cuatro niños provienen de hogares de bajos ingresos, un perfil que aparentemente dejaría al distrito con pocas expectativas. Pero los estudiantes aquí parecen estar aprendiendo más rápido que otros en casi todos los demás sistemas escolares del país, según los nuevos datos de investigadores de Stanford.

La información, basada en unos 300 millones de puntuaciones de exámenes de escuelas primarias en más de 11,000 distritos escolares, modifica el conocimiento convencional de muchas maneras. Algunos distritos urbanos y del sur están funcionando mejor de lo que normalmente sugieren los datos. Otros distritos ricos no se ven tan efectivos. Muchos sistemas escolares pobres si lo son.

Esta imagen, y el lugar de Chicago en ella, desafían la forma en que generalmente pensamos sobre la riqueza y la educación en Estados Unidos. Es cierto que los niños de los distritos prósperos tienden a tener buenas calificaciones, mientras que los niños de los distritos más pobres tienen, en promedio, calificaciones más bajas. Pero en este análisis, que mide cómo crecen las puntuaciones a medida que las cohortes de estudiantes avanzan en la escuela, el investigador de Stanford, Sean Reardon, argumenta que es posible separar algunas de las ventajas de la socioeconomía de lo que realmente está sucediendo en las escuelas.

En Chicago, los estudiantes de tercer grado colectivamente puntúan por debajo del nivel de segundo grado en lectura y matemáticas. Pero esta información muestra que durante los próximos cinco años, reciben el equivalente a seis años de educación. En el octavo grado, sus puntuaciones casi alcanzaron el promedio nacional:

Resultados de exámenes para estudiantes de 3er grado en 2,000 distritos escolares grandes.
(ver la gráfica original en el NYT)

Y ahora en 8º grado
En comparación, los niños de las Escuelas Públicas de Milwaukee evalúan de manera similar las tasas bajas en el tercer grado, pero avanzan más lentamente, dejándolos aún más atrás en el octavo grado. En el condado de Anne Arundel en Maryland, los estudiantes de tercer grado superan el promedio nacional. Pero el crecimiento allí va a la zaga de Chicago, donde la tasa de pobreza es aproximadamente cinco veces mayor.

Este análisis, en todo el país, muestra que la riqueza de un distrito nos dice poco acerca de la efectividad de sus escuelas.

Cambio en las puntuaciones de las pruebas entre 3 ° y 8 ° grado
(ver gráfica original)

"Una pregunta que nos hemos estado haciendo a nosotros mismos es: ¿los sistemas urbanos de las escuelas públicas simplemente reflejan la pobreza de los niños en las escuelas, o superan esos efectos en algún grado?", Dijo Michael Casserly, el director ejecutivo del Consejo de la Great City Schools, que representa grandes distritos urbanos.

Esta nueva información muestra que muchos sí los superan. También sugiere que los estados que califican a las escuelas y seleccionan cuáles premiar o no en función de los puntajes promedio de las pruebas están utilizando la métrica incorrecta, argumenta Reardon. Y también lo están los padres que se fían de puntuaciones de exámenes disponibles públicamente para identificar lo que creen que son los mejores distritos escolares, y por lo tanto, los mejores lugares para vivir.

"La mayoría de la gente piensa que hay algo de buen indicador en eso", dijo Reardon, profesor de educación, sobre los puntajes promedio en las pruebas. "Pero es una señal bastante mala".

Las pruebas estandarizadas, reconoce, son una medida incompleta del éxito educativo, y algunos lugares como el estado de Massachusetts han tratado de incluir medidas de crecimiento en la evaluación de maestros y escuelas debido a las limitaciones que señala el Sr. Reardon.

Incluso el Chicago Teachers Union, sin embargo, advierte que las pruebas estandarizadas no miden la riqueza de un plan de estudios, o si los estudiantes tienen acceso a bibliotecarios y consejeros universitarios. Los datos del Sr. Reardon tampoco pueden detectar cuándo ocurren cambios porque los estudiantes se van o ingresan en un distrito distinto entre el tercer y el octavo grado. Entonces, el cambio demográfico puede afectar las tasas de crecimiento en un lugar como Anne Arundel, que ha experimentado una afluencia de niños que todavía están aprendiendo inglés.

Los educadores han debatido durante mucho tiempo si es mejor evaluar a los estudiantes y las escuelas sobre los niveles de competencia o las tasas de crecimiento. Los datos del Sr. Reardon hacen posible una base de datos nacional de ambos. La Ley No Child Left Behind de 2001 requiere que los estados realicen sus propias evaluaciones en lectura y matemáticas. Este análisis convierte los puntajes estatales, de 2009 a 2015, en un estándar común medido en los niveles de grado.

Los distritos con alto crecimiento se encuentran dispersos en todo el país, en contraste con las divisiones geográficas agudas en el dominio que muestran a las escuelas del norte por delante de las del sur profundo. Los sistemas escolares en Arizona y Tennessee que parecen estar muy por debajo de los promedios nacionales de hecho tienen un rendimiento superior en crecimiento. Muchos distritos predominantemente minoritarios donde los estudiantes de tercer grado comienzan tienen altas tasas de crecimiento. Pero en la ciudad de Nueva York, donde los estudiantes de tercer grado puntúan como el promedio nacional, el crecimiento lento los pone en desventaja más adelante.

Incluso las tasas de crecimiento más rápidas que el Sr. Reardon mide no pudieron cerrar por completo la brecha de diferencias que existe pronto entre los distritos pobres típicos y los ricos. Eso sugiere que los sistemas escolares más eficaces por sí solos no pueden superar todas las desventajas de la pobreza que se acumulan antes de que los niños lleguen al tercer grado y que determinan las brechas de rendimiento racial del país.
Sin embargo, hay algo prometedor en un lugar como Chicago.

"Aquí está el tercer sistema escolar más grande del país que está superando dramáticamente no solo a los otros grandes distritos pobres, sino a casi todos los distritos del país, a gran escala", dijo Reardon. Si entendiéramos lo que estaba causando eso, en Chicago y otros distritos desfavorecidos pero de alto crecimiento, eso podría ayudar a reducir la desigualdad educativa, dijo.

Incluso dentro de esta ciudad, hay una gran incredulidad en las buenas noticias sobre las escuelas, en cómo podrían tener éxito en medio de recortes presupuestarios perpetuos, cierres de escuelas polémicas, aumento del crimen y crisis financiera.

Pero el Sr. Reardon no encuentra evidencia de puntajes de prueba inflados en el distrito (en contraste, al reciente escándalo de trampas en Atlanta donde es aparente en sus datos). Los investigadores de la Universidad de Chicago y la Universidad de Illinois en Chicago también han señalado resultados positivos para Chicago, en relación con el resto de Illinois, y el uso de otras medidas.

"En algún punto, tienes que decir: 'O.K., esto va a ser una imagen precisa'", dijo el alcalde Rahm Emanuel. El distrito ha llegado lejos desde hace 30 años, señala el Sr. Emanuel, cuando el Secretario de Educación William Bennett describió las escuelas de la ciudad como las peores del país.

"Me pregunto, si nuestros estudiantes no fueran predominantemente minoritarios y pobres, ¿la gente tendría el mismo nivel de escepticismo?", Dijo Janice Jackson, directora de educación del distrito desde 2015 y ex maestra y directora del sistema. "En la educación pública, hablamos todo el tiempo sobre 'superar las dificultades', sobre la educación pública como 'el gran igualador'. Pero cuando vemos qué sucede, lo cuestionamos".

Los datos del Sr. Reardon muestran que cada grupo demográfico dentro del distrito está creciendo a tasas muy superiores al promedio nacional, con estudiantes hispanos superando a los blancos. Pero aunque el crecimiento está ampliamente distribuido, el patrón en Chicago y en todo el país significa que las brechas de logro negro-blanco no se reducen mucho, incluso en los distritos con mayor crecimiento.

En el extremo sur de la ciudad, las puntuaciones han aumentado en la escuela primaria Mildred I. Lavizzo, que atiende a una población estudiantil que es casi un 98 por ciento de raza negra y un 93 por ciento de bajos ingresos. Varias casas al otro lado de la calle están tapiadas, y el área ha perdido población y empleos. Dentro de la escuela, los pasillos están decorados con emblemas de otros lugares: pancartas universitarias, banderas extranjeras, relojes que dicen la hora en Nairobi y Dublín.

Tracey Stelly, la directora desde 2009, ha aportado todas las mejoras que puede encontrar. La escuela usa un plan de estudios de Bachillerato Internacional. Los estudiantes leen los Grandes Libros Junior. La escuela alberga un mercado de agricultores de la comunidad. Grupos externos dirigen clases de coro y juegos organizados en el recreo.

"Sean cuales sean los niños que vienen aquí, sabemos que podemos hacerlos crecer", dijo la Sra. Stelly. Se asomó al gimnasio una tarde de otoño mientras los alumnos de quinto grado bailaban con sus profesores para celebrar un proyecto de recaudación de fondos en toda la escuela. "Cuando los niños entran al edificio", dijo, "ellos saben, 'aquí es donde pertenezco'".

En Lavizzo, el énfasis del distrito en el seguimiento de los datos y el rendimiento también se transmite a los estudiantes de una manera que la Sra. Stelly espera que inspire a la competencia sin dejar de ser lúdica. Un tablero de anuncios del primer piso actualiza los objetivos de asistencia de la escuela. Otro registra los objetivos que los estudiantes han establecido para sus puntajes de exámenes estandarizados.

En todo el distrito, los datos sobre asistencia y calificaciones se utilizan para identificar a los estudiantes que probablemente necesiten atención adicional. Y el distrito ha enfatizado el papel de los directores más autónomos en la mejora de la instrucción, un elemento de reforma que Emanuel dijo que no se aprecia a nivel nacional en los debates que con mayor frecuencia se centran en los docentes.

El alcalde ha impulsado otros cambios, incluyendo un día escolar más extenso y un prekínder ampliado, pero esas políticas han cambiado demasiado recientemente para explicar todos los avances en los datos del Sr. Reardon. El Sr. Casserly sugiere que Chicago y otros grandes distritos urbanos se han centrado durante años en el trabajo más silencioso de definir lo que realmente significa el "nivel de grado" y cómo hacer que los niños lleguen allí.

Entre todos estos cambios, es difícil desentrañar lo que ha sido más efectivo, dijo Elaine Allensworth, quien dirige un consorcio de investigación educativa en la Universidad de Chicago que trabaja con el distrito. Pero ella confía en que los resultados son reales.

"Voy a las escuelas ahora y veo lugares que son muy diferentes de los que vi hace 15 años", dijo. "Es mucho más colaborativo entre los maestros y centrado en los datos, y se centra en los estudiantes".

Compare su distrito escolar con sus vecinos
Utilice el cuadro de búsqueda aquí o en otro lugar en la página para ver cómo su distrito escolar local se compara con otros en su condado o en las cercanías.

How Menlo Park City Elementary compares with other nearby school districts in the state
DISTRICTGROWTH AFTER 5 YEARSNAT. PCT.MEDIAN INC.
Menlo Park City ElementaryCALIF.5.9 yrs.96th$203k
Seeley Union ElementaryCALIF.5.8 yrs.95th$34k
Gravenstein Union ElementaryCALIF.5.7 yrs.93rd$92k
Garden Grove UnifiedCALIF.5.7 yrs.92nd$58k
Magnolia ElementaryCALIF.5.6 yrs.90th$48k
Fortuna Union ElementaryCALIF.5.5 yrs.88th$49k
Cupertino UnionCALIF.5.5 yrs.85th$150k
Lincoln UnifiedCALIF.5.5 yrs.85th$69k
Ventura UnifiedCALIF.5.3 yrs.80th$68k
Dixon UnifiedCALIF.5.2 yrs.75th$70k
Riverbank UnifiedCALIF.5.0 yrs.59th$49k
Morgan Hill UnifiedCALIF.4.9 yrs.58th$84k
Lennox ElementaryCALIF.4.9 yrs.55th$34k
Delano Union ElementaryCALIF.4.9 yrs.54th$35k
Laton Joint UnifiedCALIF.4.8 yrs.48th$58k
Soledad UnifiedCALIF.4.8 yrs.48th$47k
Lost Hills Union ElementaryCALIF.4.5 yrs.29th$27k
Ravenswood City ElementaryCALIF.4.5 yrs.27th$54k
Kit Carson Union ElementaryCALIF.4.3 yrs.20th$80k
Twain Harte-Long Barn Union ElementaryCALIF.3.6 yrs.4th

El eje más rico y pobre de las tablas refleja un índice de estatus socioeconómico. Incluye el ingreso familiar mediano; el porcentaje de adultos con un título universitario o superior; la tasa de pobreza; la tasa de desempleo; la tasa de elegibilidad de SNAP; y el porcentaje de familias encabezadas por un padre soltero en un distrito. Los datos para cada distrito incluyen escuelas charter ubicadas en su área.

Source: Stanford Education Data Archive
Ver aquí el NYT
The University of Chicago Consortium on School Research builds the capacity for school reform by conducting research that identifies what matters for student success and school improvement.

U. Chicago Consortium in the News

NOVEMBER 30, 2017
NOVEMBER 30, 2017
NOVEMBER 27, 2017

jueves, 24 de septiembre de 2015

El niño (litle boy) más pequeño. Veinte años después de Hiroshima, tropas estadounidenses de élite se entrenaron para impedir una invasión soviética, con armas nucleares atadas a la espalda.

Mientras el capitán Tom Davis espera de pie junto a la puerta posterior del avión militar de carga, el aire nocturno barre la bodega. Davis recorre con los ojos la tierra negra 400 metros más abajo. Agarra con fuerza la lona de su paracaídas de reserva y respira hondo.

Davis y los hombres que forman su equipo-A (equipo Alfa de operaciones) de las Fuerzas Especiales están entre los soldados más preparados del ejército norteamericano. Estamos en 1972, y el capitán ha vuelto hace poco de un periodo de servicio en Vietnam, donde estuvo combatiendo en la frontera con Camboya. Su sargento de comunicaciones sirvió en el Mando y Control Norte, que era responsable de algunas de las operaciones más audaces en el corazón del territorio norvietnamita. Pero ninguno de ellos había estado antes en una misión como esta.

Su plan es saltar en paracaídas en Europa del este, avanzar sin que los descubran por unas montañas cubiertas de bosques y destruir una planta de agua pesada utilizada en la fabricación de armas nucleares.

Durante los cuatro días de preparación para la misión, militares expertos en la región les han informado sobre rutas de infiltración y las patrullas enemigas que pueden esperar. El equipo ha examinado fotografías aéreas y una elaborada simulación del objetivo, un gran edificio vagamente en forma de U. La planta está situada en una zona amplia y abierta, con guardias que la recorren sin cesar, pero, por lo menos, el equipo no necesita introducirse en el edificio. Del arnés del paracaídas que lleva el sargento de información de Davis cuelga en curiosa postura una bomba nuclear de 26 kilos. Con un arma tan poderosa, pueden limitarse a colocarla junto a un muro, activar el temporizador y dejar que la fisión cumpla su papel.

Davis tenía pensado seguir los pasos de los destacados juristas existentes en su familia --su padre era abogado, y su abuelo, juez de un tribunal federal-- hasta que la junta de reclutamiento puso un anuncio durante su primer año de Derecho. Sin esperar a que le llamaran, Davis se presentó voluntario a la escuela para formación de oficiales y en concreto a las Fuerzas Especiales, y terminó el durísimo “curso Q”, el curso de calificación, con el grado de subteniente. De ahí pasó a estudiar la lengua vietnamita y luego partió a la guerra en el sureste asiático, donde sirvió como oficial de asuntos civiles y operaciones psicológicas.

Cuando le nombraron teniente, Davis obtuvo su propio equipo-A. Su sargento sugirió que se ofrecieran voluntarios para entrenarse en lo que el ejército llamaba las Municiones Atómicas Especiales de Demolición (SADM en sus siglas en inglés), unas armas nucleares tácticas concebidas para utilizarse en el campo de batalla, en caso de una guerra con los soviéticos. “Qué demonios, ¿por qué no?”, respondió. El comandante de la compañía propuso sus nombres y el equipo fue aceptado en el entrenamiento.

A medida que el avión se acerca a la zona de salto, empiezan a oírse a toda velocidad las órdenes sobre el viento helado y ensordecedor. “¡Comprobad líneas de interferencia!” Los hombres responden para comprobar los equipos, empezando por atrás. “¡Preparados!” Se encienden las luces verdes y empiezan a dar un golpecito a cada hombre: “¡Adelante!” Los soldados, cada uno cargado con unos 30 kilogramos de material además de los 14 kilogramos de cuerda del paracaídas, más que saltar se tambalean y se dejan caer por la puerta trasera para saltar a tierra a alrededor de 6 metros por segundo.

Sus siluetas van saliendo del avión a intervalos de medio segundo, con los paracaídas deshinchados flotando detrás como colas de cometas hasta que se llenan de aire y se expanden, y el equipo vuela hacia abajo a la velocidad suficiente para evitar que les vean (o les disparen), pero con la lentitud necesaria para no matarse al chocar con el suelo. Después de aterrizar y soltar y esconder los paracaídas, se aproximan a un punto de reunión fijado previamente, oculto entre árboles y sombras, y allí abren el contenedor especial para comprobar si el contenido ha sufrido algún daño o está intacto y no se ha filtrado nada de radiación. Meten la bomba en una mochila, entierran el contenedor y se disponen a atravesar las montañas, avanzando solo de noche para no ser vistos.

Tardan aproximadamente dos días en llegar a su objetivo. En día D, colocan el dispositivo en la planta de agua pesada y salen corriendo.

La “misión” del capitán Davis, por supuesto, era un ejercicio. En realidad, sus hombres y él no se lanzaron sobre Europa del este, sino cerca del Bosque Nacional de White Mountain, en New Hampshire. La planta de agua pesada era en realidad una fábrica de papel abandonada en el pueblo vecino de Lincoln, y la bomba era una imitación para entrenamiento.

La misión no era real, pero el trabajo sí.

Durante 25 años, en la segunda mitad de la guerra fría, Estados Unidos desplegó unos dispositivos nucleares portátiles con capacidad de destrucción, la Munición Atómica Especial de Demolición B-54 (SADM).

Soldados de varias unidades de élite de las Fuerzas Especiales y el cuerpo de Ingenieros del Ejército, además de SEAL de la Armada y marines escogidos, se entrenaron para manipular las bombas, denominadas “bombas de mochila”, en frentes de batalla de Europa del este, Corea e Irán, como parte de los esfuerzos de las fuerzas armadas estadounidenses para asegurar la contención y, en caso necesario, la derrota de las tropas comunistas.

Durante el largo pulso con la Unión Soviética, Occidente tuvo que lidiar con el hecho de que, en personal y en armamento convencional, las fuerzas del Pacto de Varsovia superaban con mucho a sus homólogos de la OTAN. Para Estados Unidos, las armas nucleares fueron el gran factor capaz de igualar la situación. En los años cincuenta, el presidente Dwight Eisenhower fue un poco más allá y presentó la política del New Look, la nueva perspectiva consistente en tratar de disuadir a la Unión Soviética de posibles agresiones sin incurrir en grandes costes, mediante la amenaza de responder a cualquier ataque con una ofensiva nuclear de proporciones apocalípticas: la doctrina denominada de “la represalia masiva”. Ike pensaba que así podría mantener a raya tanto el comunismo en el extranjero como el complejo militar industrial en su propio país.

Sin embargo, esa estrategia tenía un fallo importante. Aunque la represalia masiva era barata, no permitía a Estados Unidos tener ninguna flexibilidad en su respuesta a una agresión del enemigo. Si las fuerzas comunistas lanzaban un ataque limitado y no nuclear, el presidente tendría que escoger entre la derrota frente a una fuerza convencional superior o un enfrentamiento nuclear estratégico totalmente desproporcionado (y tal vez incluso suicida) que mataría a cientos de millones de personas.

Para tener más opciones entre los extremos de caer ante los “rojos” y acabar “muertos”, Estados Unidos adoptó el concepto de guerra nuclear limitada, y empezó a proponer armas atómicas tácticas diseñadas para su utilización en combate. Si las fuerzas del Pacto de Varsovia saltaban alguna vez de Alemania del este y Checoslovaquia hacia Europa occidental, Estados Unidos podría recurrir a armas nucleares con el fin de, por lo menos, retrasar el avance comunista lo bastante como para dar tiempo a llegar a los refuerzos. Estas armas “pequeñas”, muchas de ellas más poderosas que la bomba arrojada sobre Hiroshima, habrían aniquilado cualquier campo de batalla e irradiado gran parte del área circundante. Pero ofrecían una alternativa.

La estrategia de la guerra fría estaba llena de oximorones como el concepto de “guerra nuclear limitada”, pero el dispositivo nuclear de mochila fue quizá el ejemplo más cómico y siniestro de una era obligada a afrontar la perspectiva muy real del Apocalipsis. La SADM fue un caso de realidad que imitaba a la sátira. Al fin y al cabo, igual que Slim Pickens en el simbólico final de Dr. Strangelove, volamos hacia Moscú, los soldados estadounidenses debían atarse a la espalda unas bombas atómicas y lanzarse desde unos aviones para dar paso a la Tercera Guerra Mundial.

Los años cincuenta y sesenta del siglo pasado fueron la edad de oro del diseño de armas nucleares. Los científicos y los técnicos de los laboratorios de armamento nuclear en Los Álamos y Sandia consiguieron miniaturizar los llamados “paquetes físicos” en el núcleo de las bombas atómicas, que dejaron atrás el monstruo de más de 4.500 kilogramos empleado en la primera prueba nuclear de la historia para constituir cabezas más pequeñas que podían encajarse en un misil. Y sus colegas especialistas en cohetes desarrollaron misiles balísticos de tierra y submarinos que, junto con los bombarderos, pronto formaron la “tríada” nuclear en la que se basaba la disuasión estratégica contra los soviéticos.

Desde el punto de vista del Ejército, el problema era que los bombarderos y los misiles estaban en manos de la Fuerza Aérea y la Armada, con lo que las fuerzas de tierra se habían quedado al margen del que probablemente era el avance más significativo en la historia de la guerra, a pesar de que serían sus soldados los principales encargados de detener una invasión soviética de Europa occidental. Por suerte para el Ejército de tierra, muchos estrategas norteamericanos seguían considerando las bombas nucleares como bombas convencionales salvo que más grandes, y el dominio que tenía Estados Unidos de la ciencia de la destrucción atómica desde Hiroshima había hecho que los diseñadores de armas pensaran mucho más en las posibilidades que en la prudencia. El resultado fue una serie de curiosas creaciones que llegaron al arsenal del Ejército, desde artillería atómica hasta misiles de defensa aérea con cabezas nucleares.

El Ejército empezó a fabricar municiones atómicas de demolición (ADM) en 1954. Los primeros productos eran armas engorrosas, que pesaban cientos de kilogramos y necesitaban a varios hombres para transportarlas, con la ayuda de camiones y helicópteros. Su principal objetivo era lo que podríamos llamar paisajismo nuclear: crear cráteres irradiados e intransitables o hacer que laderas de montañas se derrumbaran en algún paso estrecho para obstruir cualquier ruta de invasión e impedir el paso a las fuerzas enemigas. Un ingeniero recuerda colocar un ADM en medio de un bosque: “La idea era hacer volar aquellos árboles a través de un valle para crear un obstáculo físico radiactivo al paso de vehículos y tropas”, cuenta.

El manual de campo de contramovilidad del Ejército enseñaba a los soldados a utilizar los ADM para hacer “cráteres río”, explosiones atómicas junto a vías de agua de pequeño tamaño que “formaran un pantano temporal, un lago, una inundación, y de esa forma constituyeran un auténtico obstáculo hidrológico” para las fuerzas enemigas.

En el peor de los casos, los ingenieros atómicos del Ejército preveían impedir que las fuerzas enemigas utilizaran las infraestructuras, es decir, destruir puentes, túneles y pantanos. Explanadas ferroviarias, centrales eléctricas, aeropuertos... Todos esos elementos eran blancos apropiados para llevar a cabo una destrucción nuclear preventiva.

No obstante, el Ejército quería tener también un papel nuclear más activo. Sus partidarios decían que la doctrina de la represalia masiva dejaba a Estados Unidos sin preparación para toda una amplia gama de conflictos. Varios documentos de la Comisión de la Energía Atómica (CEA) muestran que los diseñadores de las armas nucleares estadounidenses estaban deseosos de apoyar al Ejército en ese intento de tener armas nucleares tácticas. En 1957, según varios relatos, el presidente de Sandia Corporation, James Mcrae, se lamentó de que “el uso indiscriminado de armas nucleares de alto rendimiento generara inevitablemente una reacción adversa de la opinión pública”. Dado que el futuro de la guerra iba a consistir en una “sucesión interminable de pequeños brotes bélicos, más que conflictos a gran escala”, McRae recomendaba que “se diera más importancia a las armas atómicas de pequeño tamaño”, que podían utilizarse en “combates de tierra locales”.

Los consejos de McRae prepararon el terreno para el desarrollo del Davy Crockett, un misil nuclear con rendimiento inferior a un kilotón que cabía en la trasera de un todoterreno. En 1958, cuando el Ejército empezó a buscar una munición atómica de demolición que pudiera llevar un soldado por sí solo, la CEA recurrió a la cabeza ligera Mark 54, de la serie de Davy Crockett. El arma así obtenida sería una versión más pequeña y portátil de las ADM. Sin embargo, el Ejército tendría que compartir el dispositivo con la Armada y los marines.

El último producto de la CEA, la munición atómica especial de demolición B-54, se incorporó al arsenal estadounidense en 1964. Tenía 45 centímetros de alto, con una carcasa de aluminio y fibra de vidrio. Un extremo estaba redondeado, en forma de bala, y el otro tenía un panel de control de 30 centímetros de diámetro. Según un manual militar, el rendimiento explosivo máximo del arma era inferior a 1 kilotón, es decir, el equivalente a mil toneladas de TNT. Para impedir un uso no autorizado de la bomba, el panel de control estaba tapado por una placa con un cierre de combinación. El cierre tenía pintura fosforescente para que los soldados pudieran abrirlo y colocar la bomba de noche.

A medida que las fuerzas soviéticas se adentraran en países como Alemania occidental, el SADM permitiría a las unidades de las Fuerzas Especiales (denominadas equipos de “Luz verde”) deslizarse tras las líneas enemigas con el fin de destruir infraestructuras y material. Pero su misión no se habría limitado solo a los países miembros de la OTAN. Lo que no saben muchos historiadores nucleares es que los equipos de Luz Verde estaban también preparados para utilizar los SADM en territorio del Pacto de Varsovia si era necesario para impedir una invasión. Los equipos estaban entrenados para destruir aeródromos, depósitos, núcleos de la red de defensas antiaéreas y cualquier infraestructura de transporte que pudiera ser útil para dificultar la circulación de vehículos acorazados enemigos y permitir que los aliados emplearan su fuerza aérea. Según un informe interno, el Ejército pensó también en enterrar SADM cerca de búnqueres enemigos “para destruir instalaciones esenciales de mando y comunicaciones”.

Los SEAL de la Armada y las Fuerzas Especiales del Ejército se entrenaban para alcanzar sus objetivos por aire, tierra y mar. Podían lanzarse en paracaídas desde aviones de carga o helicópteros para caer tras las líneas enemigas. Los equipos especializados en misiones submarinas eran capaces de bucear para llevar la bomba hasta su destino en caso necesario. (La CEA construyó un contenedor hermético y a presión que permitía a los buceadores sumergir la bomba hasta una profundidad de 61 metros.) Un equipo de las Fuerzas Especiales llegó a entrenarse para esquiar transportando el arma en los Alpes de Baviera, aunque con ciertas dificultades. “El arma esquiaba montaña abajo; tú, no”, dice Bill Flavin, que dirigió un equipo de SADM de las Fuerzas Especiales. “Si se movía solo un poco, no había nada que hacer. Con aquella cosa no había forma de mantener el control en la pendiente”.

Por consiguiente, las Fuerzas Especiales recurrieron a equipos entrenados en saltos de paracaídas a gran altitud y buceadores. Los jefes de equipo podían escoger cuáles de sus hombres se iban a entrenar en el uso del arma para garantizar que sus unidades superasen las exigentes inspecciones periódicas de seguridad nuclear que hacía el Ejército. “Los que tenían mejor historial, más experiencia, solían ser los que acababan incorporándose al equipo de la SADM, porque tenían que pasar la inspección de seguridad”, dice Flavin. Para recibir la autorización de manipular una SADM, los soldados además tenían que someterse al programa de fiabilidad del Departamento de Defensa, con el fin de asegurarse de que eran dignos de confianza y no tenían problemas mentales.

Algunos hombres a los que se proponía la misión eran de lo más entusiastas; otros, no tanto.

“Por supuesto, todo el mundo se presentaba voluntario. ese no era el problema”, dice el capitán Davis. “Lo hacíamos porque era, no sé, algo increíble, y yo quería aprender a hacerlo”. Pese a ello, cuando Ken Richter, miembro de un equipo Luz Verde, empezó a entrevistar a posibles candidatos, se encontró con que no todos tenían el mismo entusiasmo: “Entrevisté a mucha gente para nuestro equipo. Cuando se enteraban de en qué consistía la misión, decían: ‘No, gracias. Prefiero volverme a Vietnam’”.

Cuando le enseñaron el arma, Richter no daba crédito a lo que se había inventado la CEA. “Creo que mi primera reacción fue no creérmelo”, dice. “Porque todo lo que había visto hasta entonces, la Segunda Guerra Mundial, era un arma gigantesca. ¿Y nos la íbamos a atar a la espalda para transportarla? Creí que me estaban tomando el pelo”.

No era así. Los equipos de SADM de las Fuerzas Especiales como el de Davis asistían a un curso de una semana, entre ocho y 12 horas de clase cada día, en un aula de cemento en Fort Benning, Georgia. Además, recibían otros cursillos periódicos de actualización que impartía el comité de SADM de las Fuerzas Especiales, formado por suboficiales veteranos y expertos en SADM, y se sometían a inspecciones periódicas para evaluar su aptitud en el manejo de armas nucleares. Aun así, dado todo lo que estaba en juego, el entrenamiento no siempre inspiraba una gran confianza.

Para ser un arma nuclear, la bomba era compacta y ligera, pero, como material de infantería, era pesada e incómoda, y su peso muchas veces se inclinaba hacia un lado u otro sobre la espalda. “Cuando [el encargado de los saltos] dijo “Adelante”, prácticamente me empujó fuera del avión con la bomba”, recuerda Danny Powers, sargento de comunicaciones en un equipo de SADM.

El transporte del arma a pie era todavía más difícil. Dan Dawson, ingeniero de ADM, recuerda lo complicado que era correr con una bomba de mochila. Durante un ejercicio de entrenamiento, su unidad simuló una misión en la que tenían que hacer estallar un túnel de ferrocarril, pero descubrió que le costaba mucho trasladar una SADM a través de un terreno abierto. “Para llevar [al que transportaba la SADM] deprisa a través de aquel terreno, dos de nosotros tenían que agarrarle por los brazos y trotar con él para ayudarle. El arma se podía llevar, pero era imposible correr con ella a cuestas”.

Además, la norma de los dos hombres, que todavía hoy establece que ningún soldado sea capaz de montar por sí solo un arma nuclear, exigía que los equipos de Luz Verde se repartieran el código para abrir la placa que cubría el dispositivo. Y eso podía ser un problema si de camino al objetivo moría uno de los dos. “Llegaba uno al sitio con aquella mierda tan enorme en la mochila y sin poder hacer nada con ella”, dice Flavin. “Así que pensamos que no podíamos arriesgaros a que pasara”, y su equipo decidió que, en caso de una misión de verdad, todos sabrían el código.

Por otra parte, tampoco podían abandonar la SADM a mitad de misión si las cosas se ponían feas. Era un arma tan extraordinaria que no podían permitir que cayera en manos del adversario, y las placas que la cubrían, con un simple cierre de combinación, no iban a ofrecer una gran protección si las fuerzas enemigas capturaban a un equipo. “Se podía abrir con una barra de hierro”, dice Flavin. Por consiguiente, los equipos se entrenaban también para destruir el arma. “Siempre teníamos que llevar encima la cantidad necesaria de explosivos para destruirla sin que estallara”, dice Powers. “Quizá podía esparcir residuos nucleares, pero no habría una explosión con nube en forma de seta”.

Si el equipo alcanzaba el objetivo, los hombres debían quitar la cobertura y fijar los temporizadores. Luego metían la mano en el hueco de seguridad --un pequeño compartimento en la esquina superior izquierda del panel de control-- y sacaban una carga explosiva del tamaño de una mano que era la que detonaría la reacción nuclear en cadena de la bomba. Después de colocar la carga en posición activada y encender el interruptor, retrocedían a toda prisa.

Como es natural, en las horas o en los minutos previos a la detonación, cabía la posibilidad de que las tropas enemigas descubrieran y manipularan la bomba, así que se encargaba a algunos equipos que la mantuvieran vigilada hasta justo minutos antes. La distancia “correcta” para garantizar la seguridad del arma y la de los soldados variaba según cada inspector, recuerda Frank Antenori, que fue técnico de mantenimiento de armas nucleares del Ejército en un equipo de las Fuerzas Especiales y más tarde fue condecorado por el valor mostrado como Boina Verde en Irak y Afganistán. Algunos inspectores decían a los equipos que abandonaran la zona inmediatamente después de colocar el arma; otros insistían en que tenían que mantenerla a la vista hasta que estallara.

Incluso desde una distancia “segura”, los equipos de SADM se sentían demasiado cerca de la detonación. “Estábamos fuera de la zona de vaporización”, dice Antenori, “pero dentro de la zona de ‘Mmmm, cuando estalle, dentro de un segundo, voy a sentir el maravilloso aire caliente’”.

Por si resultaba poco absurda la idea de estar agazapados cerca de un arma nuclear que estaba a punto de explotar, los soldados no podían saber exactamente cuándo iba a explotar. La SADM era una bomba que tenía muy pocos componentes electrónicos, probablemente porque la CEA quería que así fuera resistente a las pulsaciones electromagnéticas de cualquier explosión nuclear próxima, que era algo previsible en caso de que estallara una guerra con los soviéticos. En su lugar, el dispositivo dependía de dos temporizadores mecánicos que, por desgracia, eran menos precisos cuando se fijaban con mucha antelación, y podían llegar a estallar incluso con ocho minutos de adelanto y 13 de retraso. Los manuales de campo del Ejército advertían que “no es posible estar seguros de que [los temporizadores] van a saltar en un momento determinado”, por lo que los equipos de las SADM se entrenaban para ser capaces de predecir el momento con cierta aproximación.

Aun así, dice Powers, “siempre pensábamos que, después de seguir todos aquellos meticulosos procedimientos y fijar los temporizadores para varias horas después, en cuanto apretáramos el botón íbamos a desaparecer”.

Si los equipos de Luz Verde tenían la suerte de seguir vivos después de detonar la bomba, todavía tendrían que superar enormes obstáculos para salir bien librados. Detrás de las líneas enemigas y sin ningún apoyo en el momento de comenzar la Tercera Guerra Mundial, tendrían que utilizar su ingenio y su entrenamiento para no acabar muertos o capturados. Contaban con ciertos recursos que se habían dispuesto para ayudarles: las Fuerzas Especiales que huyeran de la detonación de una SADM sabían que deberían buscar armas y suministros escondidos en determinados lugares de Europa del este que estaban señalados en mapas especiales. “Cuando cayó el Muro [de Berlín], recuperamos parte de todo lo que había oculto”, recuerda Flavin. “Me sorprendió ver que las armas y las demás cosas estaban en perfecto estado”.

Además de sus reservas, algunos equipos de SADM tenían acceso a otra arma secreta que les ayudaría a volver a casa: un sargento de las Fuerzas Especiales nacido en Checoslovaquia, llamado Julius Reinitzer. Cuando era adolescente, Reinitzer se había escapado dos veces de un campo de trabajo nazi en Polonia. Después contactó con los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos y se movió por la frontera checa para establecer redes de resistencia. Después de que le detuvieran y le encarcelaran por espionaje en la Checoslovaquia comunista, volvió a escaparse. Al llegar al mundo libre, Reinitzer se alistó en el Ejército estadounidense, obtuvo la nacionalidad y se convirtió en Boina Verde. Le llamaban “el Oso”, y llegó a ser un profesor muy solicitado por los equipos de las Fuerzas Especiales que, como el de Flavin y sus hombres, querían un cursillo acelerado en el delicado arte de vivir a escondidas tras el Telón de Acero.

No obstante, los miembros de este mundo eran muy conscientes de que las misiones de Luz Verde serían con toda probabilidad unos viajes sin retorno. Volar a través del espacio aéreo enemigo, llevar a cabo operaciones clandestinas tras las líneas enemigas, aproximarse a las fuerzas hostiles con un arma nuclear y esperar increíblemente cerca de la bomba hasta que estallara: las misiones eran verdaderamente absurdas. Como dice Flavin: “Había muchas dudas sobre la sensatez operativa del programa, y los que íbamos a llevar a la práctica la misión estábamos seguros de que los que las habían pensado se habían fumado algo en mal estado”.

El humor servía para suavizar la siniestra realidad de trabajar con municiones atómicas de demolición. Las unidades de ingenieros de ADM creaban parches y logotipos adornados con nubes en forma de seta. Pronto surgió un lema extraoficial: “Bombardéalos hasta que reluzcan, y entonces dispárales en la oscuridad”. Lo que facilitaba las ganas de hacer chistes era que algunos pensaban que había muy pocas posibilidades de que la cadena de mando autorizara una de aquellas misiones. “En el fondo, sabíamos que nadie iba a dar el control de los dispositivos a un puñado de veteranos correteando por el campo”, dice Davis. “No creíamos que fuera a ser nunca realidad”.

Aparte de la “sensatez operativa” del programa, como dice escuetamente Flavin, algunos equipos de las Fuerzas Especiales se preguntaban si llegarían a recibir los aviones que debían transportarlos, y mucho más las armas propiamente dichas, en medio del caos y la destrucción que supondría el comienzo de la Tercera Guerra Mundial. Las unidades de SADM no solían tener acceso a armas nucleares reales, que se encontraban guardadas en depósitos muy controlados, como las instalaciones del Ejército en Miesau, Alemania occidental. En caso de guerra, transportarían las armas hasta unos aeródromos cercanos en los que estarían esperando los equipos de SADM. Flavin resume así las dificultades: “Había que llevarnos a nosotros a algún sitio. Había que llevar el arma a algún sitio. Había que llevar el avión a algún sitio. ¿Y cándo se iba a hacer todo eso? Supongo que, en teoría, antes de que el otro bando decidiese atacar”.

Otro obstáculo eran las susceptibilidades políticas. Los aliados de la OTAN, en particular Alemania occidental, sentían una lógica aprensión ante la idea de que las fuerzas estadounidenses activaran decenas de pequeñas bombas nucleares en su territorio. Se suponía que los ingenieros no debían utilizar las armas hasta después de que se hubiera evacuado a las poblaciones locales, pero el requisito no acababa de tranquilizar los nervios. Enterrar las bombas podía limitar los efectos radiactivos, pero la República Federal protestó públicamente cuando Estados Unidos pidió permiso para cavar por anticipado los hoyos en los que pensaba colocar las armas nucleares, cerca de sus infraestructuras de transporte.

Al final, las dudas sobre las SADM nunca tuvieron respuesta. En 1984, 20 años después de que se creara el arma, la opinión pública pudo hacerse una idea de cómo era y lo que podía hacer cuando William Arkin y sus colegas esbozaron una descripción a partir de documentos y manuales militares para presentársela al Consejo de Defensa de los Recursos Naturales de Estados Unidos. Sus revelaciones provocaron alguna reacción indignada en el Congreso y conmoción en los medios, pero las SADM tenían ya los días contados.

Al apagarse las tensiones de la guerra fría, Estados Unidos empezó a retirar las SADM. El fin oficial del arma llegó en 1989, cuando los Departamentos de Defensa y Energía declararon que era “obsoleta” y que “ya no existía ninguna necesidad operativa” para ella. Con la desaparición de la Unión Soviética en 1991, George H. W. Bush hizo grandes recortes en la armas nucleares no estratégicas de todos los sectores.

Seis años después se levantó oficialmente el secreto sobre algunos aspectos relacionados con el arma. Pero los detalles operativos de cómo se habrían utilizado las mochilas nucleares --las misiones en territorio del Pacto de Varsovia, las demandas que suponían las armas para los hombres encargados de desplegarlas y los riesgos que entrañaban las misiones-- no se han conocido hasta ahora, a través de entrevistas, documentos desclasificados en virtud de la Ley de Libertad de Información y manuales militares que se han obtenido ahora.

Lo que fue un arma del máximo secreto es hoy una atracción turística. Quienes visitan el Museo Nacional de Ciencia e Historia Nuclear en Albuquerque, Nuevo México, pueden hacerse una foto delante de un contenedor de SADM con su paracaídas. La Munición Atómica Especial de Demolición ha pasado de ser un arma de lo más seria, aunque extravagante, a ser un recuerdo pintoresco de la guerra fría.

Con la distancia que da la historia, es tentador decir que las SADM no fueron más que una aberración nacida de la histeria de la guerra fría. Pero Estados Unidos sigue teniendo armas nucleares tácticas en Europa, aunque en una forma menos osada, las bombas B-61, aerotransportadas. Y más inquietante resulta el hecho de que otros países están adoptándolas cada vez más como instrumentos de defensa nacional. Por ejemplo, al parecer, Pakistán tiene armas nucleares deplegadas en posiciones avanzadas, y sus tropas sobre el terreno tienen concedida de antemano la autoridad para utilizarlas, todo ello con el fin de compensar el hecho de que el ejército indio es mucho mayor. Y, con la situación contraria a la que era, ahora que Rusia está en una situación de inferioridad convencional respecto a la OTAN, Moscú ha dado más importancia al papel de las armas nucleares tácticas en su doctrina estratégica.

Ahora bien, para los veteranos de las SADM del Ejército, su pasado nuclear ha quedado muy atrás. Algunos tenían dudas sobre la misión; otros la aceptaron con entusiasmo. Todos llevaron el peso de las peores pesadillas de la guerra fría, literalmente sobre sus espaldas.

© Foreign Policy
Adam Rawnsley vive en Washington y escribe sobre tecnología y seguridad nacional.
David Brown es autor de Deep State: Inside the Government Secrecy Industry
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/02/12/actualidad/1392228807_342184.html

miércoles, 16 de diciembre de 2020

_- Los dos frentes de las brigadistas internacionales

_- Unas 700 mujeres extranjeras se sumaron al bando republicano para luchar contra Franco en la Guerra Civil. Comprometidas con el reto de frenar al fascismo en el frente español, muchas fueron relegadas a servicios de oficina o de cuidados y sufrieron la misoginia donde se suponía sagrada la igualdad. Algunas murieron en combate. Todas quedarían marcadas por aquella guerra.

1. BARCELONA

El 19 de julio del año 1936, la periodista holandesa Fanny Schoonheyt se puso una blusa amarilla de manga corta antes de salir a las calles de Barcelona en busca de un arma. Desde primeras horas de la mañana se había desatado una lucha feroz por el control de la ciudad, después de que las fuerzas militares de varios cuarteles se unieran al alzamiento que había comenzado dos días antes en los territorios españoles del norte de África. Por la calle pululaban grupos de milicianos armados que les hacían frente junto a policías y guardias civiles leales, pero pocos sabían manejar un fusil como Fanny, que había ganado premios en su ciudad natal de Róterdam como tiradora deportista.

No era la única mujer extranjera que andaba por las calles tumultuosas de Barcelona. Felicia Browne, una pintora inglesa, se acercó al epicentro de la batalla, la plaza de Cataluña, pero un policía escondido en un portal sacó su pito y la avisó de que aquello era todavía territorio comanche. A Felicia le llamaban la atención los contrastes de la ciudad en guerra. Cuando nadie pegaba tiros, la bulliciosa Barcelona quedaba casi en silencio. “Entre tiro y tiro se oía el viento pasar entre los árboles”, escribió en una carta.

Algún tiempo después Fanny se unió a un grupo que trepaba por los tejados del paseo de Colón hacia el edificio de la Capitanía, donde los rebeldes se habían hecho fuertes. Con su blusa amarilla, se dio cuenta de que era un blanco fácil. “Es un milagro que no me hayan pegado un tiro. Puede que se quedaran tan sorprendidos que no supieran reaccionar”, escribió emocionada a una amiga de Róterdam. “Tuve que robar mi primera arma”.

La joven periodista llevaba dos años en la Ciudad Condal y trabajaba en la organización de la Olimpiada Popular —una alternativa a los Juegos oficiales de agosto en el Berlín nazi—. Se había hecho amiga de Marina Ginestà, una joven catalana de 17 años criada en Francia, que pronto sería la intérprete del periodista estrella del diario ruso Pravda, Mijaíl Koltsov.

En España arrancaba la primera gran guerra fotográfica y Ginestà se convertiría en símbolo de la miliciana española, posando en los tejados del hotel Colón con un fusil al hombro. Como otras tantas fotografías de milicianas que dieron la vuelta al mundo, algunas tomadas por Gerda Taro, socia de Robert Capa, lanzaba a las mujeres extranjeras el mensaje de que serían bienvenidas en la lucha contra Franco. La verdad, como Ginestà reconoció años después, es que ese fue el único día en que llevó arma y nunca pegó un tiro.

La alta y rubia Fanny le pareció a Ginestà, a primera vista, como una sirena nórdica del cine. “Como Greta Garbo. Nos daba envidia, por su elegancia y por su manera de fumar. Ninguna mujer se atrevía a fumar en la calle en Barcelona, menos ella. Así impresionaba a los hombres, que le tenían mucho respeto”.

Más respeto le tendrían aún cuando se dieron cuenta de sus habilidades con el fusil. En los primeros días se dedicó a cazar pacos —los francotiradores facciosos, reales o imaginados, que se apostaban en ventanas o iglesias—. Luego se apuntó al Grupo Thälmann, un pelotón de 20 extranjeros de la columna Carlos Marx, cuando este se marchó para Aragón. Sus miembros eran exiliados alemanes y algunos atletas que habían venido por las Olimpiadas. Entre ellos había tres parejas de alemanes y suizos además de la alemana-británica Liesel Carritt.

A Fanny le dieron una metralleta que pronto aprendió a manejar con soltura. El periódico Última Hora dedicó un reportaje a “la valiente guerrillera Fanny…, una muchacha rubia, de facciones bonitas, de unos ojos de vedette, con la piel bruñida, unos brazos torneados y unas espaldas robustas, de línea deportiva”. El periodista Luis de Oney la visitó cuando ingresó en un hospital de Barcelona con problemas de hígado. “A Fanny la quieren todos, desde el coronel Villalba hasta el miliciano desconocido, por su arrojo en la línea de fuego, por su simpatía personal, por su firme valentía… Mientras las balas silban, los obuses aúllan y las granadas atruenan, Fanny hace crepitar su ametralladora”, escribió en el diario La Noche. Fanny hablaba de lo fácil que era matar a soldados enemigos cuando avanzaban “como idiotas” en fila india. Esperaba que su ejemplo sirviera “de estímu­lo a todas las mujeres del mundo” para que mirasen con simpatía “la defensa del pueblo español”.

Felicia Browne también quiso apuntarse a las milicias. “No quiero irme de este país”, escribió en una carta a los suyos. En las milicias le dijeron que no. Felicia no hablaba castellano ni catalán. Nunca había manejado un arma. Pero la artista, formada en la prestigiosa escuela londinense The Slade, insistió, diciendo que podía “luchar tan bien como cualquier hombre” y la aceptaron en otro grupo de extranjeros, aunque solo como enfermera. Para demostrar su valentía, se ofreció voluntaria a un grupo guerrillero que se infiltró detrás de las líneas enemigas para sabotear un tren de municiones. Una patrulla enemiga les disparó y Felicia corrió en auxilio de un combatiente italiano herido, al que arrastró detrás de una roca mientras atraía el fuego enemigo hasta que, según uno de los integrantes del comando, “con varias heridas en el pecho y una en la espalda, Felicia (…) cayó muerta al suelo”. No fue la única voluntaria extranjera en morir en las primeras semanas de la guerra. Las alemanas Margarita Zimbal, Augusta Marx y Georgette Kokoeznynsgy también fueron víctimas, según La Vanguardia, de la “barbarie fascista”.

02. MADRID

La guerra no llegó a Madrid con fuerza hasta el 20 de julio. La acción culminante fue el asalto al cuartel de la Montaña, colindante con la plaza de España. La argentina Mika Etchebéhère había llegado tan solo una semana antes para reunirse con Hipólito, su marido francoargentino, y se dio cuenta enseguida de la tensión latente en una sociedad que caminaba sobre el precipicio de la guerra. “Nos mantiene a todos despiertos, como velando a un agonizante”, dijo.

Mientras el alzamiento progresaba o fracasaba en otras ciudades, Mika e Hipo seguían a la muchedumbre que recorría Madrid en busca de armas. En un local sucio y lleno de humo del que se había apoderado el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), Mika observó que había mujeres, algunas de ellas “de aspecto raro”. “Me entero de que entre ellas hay varias de un burdel vecino que vienen a enrolarse en las milicias”. Vistas con sus ojos de clase media, hija de padres judíos que huyeron a Argentina para escapar de Rusia, le inspiraban más miedo que los generales. Nadie le preguntó, sin embargo, si pertenecía al partido ni qué hacía allí una mujer con acento extranjero. “Por derecho revolucionario, todo aquel que quiere combatir merece empuñar un arma”, observó.

Cuando por fin les llegaron algunas armas incautadas, los milicianos no sabían qué hacer con ellas, así que Hipo se ofreció a instruirlos. Eso les bastó para nombrarlo su jefe, y formaron un grupo de 100 hombres y mujeres con dos camiones, tres coches, una ametralladora y 30 fusiles y se marcharon al frente cerca de Sigüenza. Cuando su marido murió a mediados de agosto, Mika tomó el mando. A sus 34 años, se veía más como “capitana-madre que cuida de sus hijos soldados” que como oficial de tropa tradicional. De hecho, afirmó que no mandaba: “No necesito imponerme. Cuando llega una orden, la comunico a la compañía y la cumplimos entre todos”. En su columna se observaba una igualdad rigurosa. Etchebéhère incluso reclutó a dos mujeres de una columna comunista, donde habían acabado limpiando platos y ropa. “No vine al frente a morir con un paño de cocina en la mano”, se quejaba una.

Etchebéhère terminó discutiendo con su comandante anarquista, Cipriano Mera, después de que este le dijera, al verla llorar ante un chico joven herido de muerte: “Vamos, moza, deja de llorar. Llorando con lo valiente que eres. Claro, mujer al fin”, a lo que ella replicó: “Y tú, con todo tu anarquismo, hombre al fin, podrido de prejuicios como un varón cualquiera”.

Entre los anarquistas, como había observado Mika, no todo fue igualdad y solidaridad. La filósofa francesa de 26 años Simone Weil se incorporó a la columna Durruti, dejando atrás el pacifismo que la había guiado hasta entonces. “No me gusta la guerra”, se justificó, “pero (…) cuando me di cuenta de que, a pesar de todos mis esfuerzos, no podía evitar participar moralmente en esta guerra, es decir, que no podía evitar desear cada día, a todas horas, la victoria de un bando y la derrota del otro, me dije que, para mí, París era la retaguardia y tomé un tren a Barcelona”. Con su mono azul y gruesas gafas redondas, parecía todo menos una guerrera de primera línea. Ella quiso luchar, pero la metieron en la cocina —donde la filósofa se manejaba mal y no tardó en escaldarse el pie con aceite de oliva hirviendo—. Se marchó disgustada por la despreocupación con que los anarquistas fusilaban a sacerdotes y supuestos simpatizantes fascistas. La muerte de un falangista de 15 años capturado por sus compañeros, y que prefirió que lo fusilasen antes que arrepentirse, pesó sobre su conciencia.

03. BRIGADISTAS

Una tarde-noche de octubre de 1936, Lise London subió al Expreso rojo, como se había bautizado al tren que llevaba voluntarios a la frontera con España desde la estación de Austerlitz en París. Era una de tres mujeres voluntarias entre mil hombres. “Nunca podré olvidar este viaje. Nos paramos en todas las estaciones, donde nos esperaban decenas, cientos, miles de hombres, mujeres y niños, con los brazos cargados de flores, frutas, comida, jarras de agua fresca, botellas y porrones de piel de cabra llenos del vino de las laderas pirenaicas, que marea la cabeza y regocija el corazón”.

Un par de semanas antes, en respuesta al entusiasmo popular por ir a luchar del lado republicano y al deseo de la Unión Soviética de implicarse, se habían creado las Brigadas Internacionales, que iban a poner seis brigadas —de hasta 3.000 voluntarios extranjeros cada una— al servicio de la República. La organización la puso el Komintern, la Internacional Comunista con sede en Moscú, pero el espíritu de las brigadas reflejó la misma transversalidad de la izquierda que se había manifestado en los triunfos electorales del Frente Popular en Francia y España. Lise, francesa de padres españoles, convivía con el intelectual checo Artur London y trabajaba en un sindicato comunista en París. Estaba embarazada, pero André Marty —el gruñón y paranoico responsable de las Brigadas, y uno de los siete poderosos secretarios de la Komintern— le había pedido que viajara hasta la sede de la organización de voluntarios extranjeros en Albacete para trabajar como su secretaria.

El entusiasmo oficial por las milicianas empezaba a disminuir y, para mediados del año 1937, casi todas habían sido retiradas del frente. En la esfera comunista, a la que pertenecieron las Brigadas Internacionales, ya se estaba sacando a mujeres de la primera línea de fuego en octubre de 1936. Así que a las 700 que llegaron como parte de los 35.000 voluntarios foráneos se les puso a hacer trabajos de oficina o, en su gran mayoría, a trabajar como médicos y enfermeras de los 23 hospitales creados por las Brigadas Internacionales en Murcia, Albacete, Benicàssim y otras ciudades.

La enfermera negra estadounidense Salaria Kea había protagonizado su primera revolución en la cafetería del Harlem Hospital de Nueva York en 1933. Cuando un grupo de médicos blancos les dijeron a ella y a sus compañeras —otras enfermeras negras— que tenían que cambiar de mesa porque estaban comiendo en la zona reservada para blancos, se levantaron y tiraron del mantel, mandando la comida al suelo. El hospital tuvo que cambiar sus normas. Su segundo gran arrebato de rabia vino tras la invasión de Etiopía por el Ejército fascista de Mussolini en 1935. La comunidad negra de Harlem quedó indignada, y los médicos y enfermeras costearon un hospital de campaña. Para ellos, la guerra civil española fue otra fase más de la expansión fascista por el mundo.

El 27 de marzo de 1937, Salaria salió de Nueva York rumbo a España junto a 12 enfermeras del American Medical Unit de las Brigadas. Entre los voluntarios había ya un centenar de hombres negros, con el capitán Oliver Law ejerciendo, por primera vez en la historia de Estados Unidos, como oficial negro al mando de soldados blancos. “Hombres negros han sacrificado sus vidas aquí”, dijo Salaria, quien entendió su tarea como la de “aminorar el sufrimiento de un pueblo atacado por el enemigo principal de toda minoría racial, el fascismo”. El enemigo a batir no era solo Franco, sino también “Italia y Alemania”, cuyas tropas luchaban en el otro bando.

No era la única mujer negra entre las voluntarias, ya que Flora la Cubana —conocida como La Mulata— era de las pocas mujeres que trabajaban en el servicio de ambulancias. Otra conductora de ambulancias era Evelyn Hutchins, una menuda exbailarina de cabaré de Nueva York y activista que ya había organizado el alistamiento de su marido y de un hermano a las Brigadas Internacionales. Hubo alguna queja, pero los hombres “serios” no se sorprendieron por su presencia. “Soy bajita, pero jamás me dio por pavonearme o comportarme como un hombre. Actué como siempre”, explicó más tarde.

Otras mujeres tenían puestos más tenebrosos. De Tina Modotti, actriz italiana de cine mudo y luego afamada fotógrafa, se decía que trabajaba como agente de la inteligencia militar soviética. Su novio, el italiano Vittorio Vidali, es considerado el organizador del secuestro y asesinato de Andreu Nin, el líder del POUM. Otra mujer, una misteriosa neozelandesa conocida como Amy, también operaba en Barcelona al servicio de Moscú.

El discurso de igualdad dentro de las Brigadas Internacionales —que tan bien funcionaba con relación al racismo— topaba con la misoginia rancia de André Marty y con la violencia. “Has venido a este país a trabajar, a obedecer órdenes y no a prostituirte”, le advirtió a la enfermera francoespañola de 22 años Rosa Cremón, después de pedirle que se sentara en su regazo. Peor lo tuvo la periodista Martha Gellhorn (esposa de Ernest Hemingway), que sufrió “terror y asco” mientras aguantaba el acoso del comandante del batallón Garibaldi, Randolfo Pacciardi, durante un viaje en su coche. “Es difícil mantener a raya a un italiano salido en tierra de nadie y en plena noche”, dijo. Pero todavía peor fue la violación de Marion Merriman, esposa del comandante Robert Merriman del batallón Lincoln, por un oficial eslavo que ella no denunció para no desatar una guerra civil dentro de las Brigadas. “Esta debe ser mi cruz secreta”, se dijo.

La única mujer en la que confiaba Marty era su propia esposa, Pauline Taurinyà, quien ejerció como jefa de finanzas e inspectora de hospitales. Morena, alta, esbelta y de ojos verdes, la fría Taurinyà tenía 12 años menos que su marido y lo abandonaría por el comunista español Vicente Talens. Lise London dijo que, a partir de este momento, Marty maltrató sistemáticamente a todas las mujeres que encontró, menos, claro, a la poderosa Dolores Ibárruri, La Pasionaria. Por suerte, la mayoría de las mujeres en las Brigadas Internacionales trabajaban en hospitales lejos del feudo de Marty en Albacete.

04. LA DERROTA

La inglesa Nan Green llegó a España en el verano de 1937, siguiendo los pasos de su marido, George, que se había alistado en las Brigadas cuatro meses antes. La compenetración política de la pareja fue tal que, cuando un cuñado regañó a su marido por marcharse, fue Nan quien le respondió: “Oye, George y yo pensamos en algo más que en nuestros propios hijos: pensamos en los niños de Europa que corren el peligro de morir en la próxima guerra si no detenemos a los fascistas en España”.

Nan era una mujer de 33 años, “enérgica, eficiente, entregada y seria, dotada de belleza e inteligencia”, según un amigo. Cuando el artista aristócrata Wogan Philipps se ofreció a pagarles un internado a sus hijos de seis y ocho años si Nan se iba a España como administradora de un hospital, ella pasó la noche en vela preguntándose “si la separación (aunque fuera temporal) de ambos padres haría desgraciados a los niños”. Al final, decidió que no, dejó a sus hijos y la mandaron al Hospital Inglés en el monasterio de Santa María de la Merced, en Huete, Cuenca, donde a mayor sorpresa suya se topó con su marido como paciente (George se había quemado un brazo en un accidente). La convivencia fue corta, ya que a él volvieron a mandarlo al frente, y durante los siguientes 14 meses se vieron tan solo cuatro veces.

Fueron meses intensos, cargados de emociones y en los que el peligro, la ideología y la cercanía de la muerte creaban lo que ella llamó un “ambiente sobrecargado” que tenía a todo el mundo en “un estado permanente de moderada excitación”. Cuando se le presentó un joven voluntario inglés guapo y simpático, estalló “como un cohete”, atribuyendo su aventura amorosa —de la que se arrepintió— a una especie de “vértigo”.

Al empezar la batalla del Ebro, en julio de 1938, tanto Nan como George fueron destinados a la zona, George en primera línea y ella montando un hospital en una cueva grande cerca de La Bisbal de Falset. “¡Voy tan sucia!”, le escribió a su hermana Mem, “el vendaje que me cubre los pies infectados está negro; la única sandalia que llevo se agita al caminar”. Nan ayudó a inventar un sistema de gráficos para clasificar las lesiones que fue tan del agrado del cirujano jefe de la división, el neozelandés Douglas Jolly, que este lo copió para las fuerzas aliadas en Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Nan se encargaba también de preparar tazas de té, la panacea universal de los británicos, y ofrecía transfusiones directas de su sangre: “Hay mucha gente que no se da cuenta de lo bonito que es estar echada junto a un hombre cuyo rostro está pálido como la cera, que le entre tu sangre y que veas que le vuelve el color a la cara y que empieza a respirar”, recordaría más tarde.

Cuando el batallón británico pasó unos días de descanso, pudo estar “dos tardes y una noche entera en un sofá infestado de piojos” con su marido. Ya por entonces se rumoreaba que Manuel Azaña quería sacar a las Brigadas Internacionales de España. El presidente de la República esperaba, en vano, que esto obligaría a la retirada de las bastante más numerosas fuerzas italianas y alemanas de Franco. Ante los rumores, Nan y George se pusieron de acuerdo en que esperarían a que los dos estuvieran de vuelta al Reino Unido antes de ir a buscar a los niños, para que la primera reunión fuese de toda la familia.

La confirmación de la retirada llegó el día 23 de septiembre de 1938, justo después de que el batallón británico fuera devuelto a la primera línea. Aquel día hubo un enfrentamiento con el enemigo y George Green fue visto por última vez luchando cuerpo a cuerpo en su trinchera. Aquella noche dos amigos de George despertaron a Nan para darle la mala noticia. “Lo mataron casi en la última hora del último día. Pero nunca he podido sentir lástima por él porque estaba haciendo lo que es debido”, escribió en sus memorias. Había sido un privilegio avanzar “directamente por el buen camino de la historia, por una buena causa, y desde entonces no ha habido nada igual, tan limpio y tan claro y tan bueno y tan sano, y él estaba haciendo eso y estaba seguro de que ganaríamos… Así es como murió, volando por así decirlo, ya sabes, como los pájaros”. Con la pérdida de Cataluña en febrero de 1939, las mujeres brigadistas cruzaron la frontera francesa con el resto del Ejército derrotado y fueron internadas en los campos de concentración franceses de Argelès-sur-Mer y Gurs.

La Segunda Guerra Mundial estalló cinco meses después de que Franco declarase su victoria el 1 de abril de 1939 y las mujeres brigadistas siguieron su lucha. Muchas de ellas se convirtieron en partisanas. Pauline Tourinyà entró en la Resistencia francesa, alcanzando el grado de teniente (mientras Franco fusiló a su amante Talens). La enfermera voluntaria Vera Luftig, que había traído a España a un grupo de enfermeras judías conocidas en el hospital de Ontinyent como las “mamás belgas”, se convertiría luego en una pieza clave de la red de sabotaje soviética conocida como la Orquesta Roja.

Asimismo, algunas veteranas jugaron un papel destacado en la resistencia interna en los campos nazis a donde por rojas, judías o ambas cosas se mandó a muchas milicianas. Exbrigadistas formaron el núcleo de las células que lucharían contra los guardias en las horas antes de su liberación, tanto en Buchenwald como en Auschwitz. Entre ellas estuvo la doctora polaca Dorota Lorska, superviviente de Auschwitz y enlace de la resistencia en el tristemente famoso Bloque 10, donde vivían judías jóvenes destinadas a ser usadas como conejillos de Indias en experimentos médicos.

05. EL CIELO

La intensidad de la experiencia española marcó las vidas de muchos veteranos brigadistas. Casi todo, desde la política hasta el amor, se había vivido de una manera tan extrema que la vida civil nunca pudo orillar sus recuerdos. Nan Green volvió a casarse, pero su nieta Emma me dijo, después de leer mi libro Las Brigadas Internacionales: fascismo, libertad y la guerra civil española, que George fue “su verdadero amor”.

La enfermera inglesa Patience Darton se casó con el brigadista alemán Robert Aaquist en febrero de 1938. “¿Qué harás con un marido alemán que no tiene pasaporte?”, le preguntaron. “Siempre habrá trabajo para las enfermeras y los ametralladores”, respondió ella. El idilio duró solo dos meses, ya que Aaquist murió en la primera semana de la batalla del Ebro. A pesar de ello, Patience mantuvo siempre que su experiencia española había sido “como estar en el cielo”. Darton no volvió a España hasta noviembre de 1996, cuando unos 700 brigadistas de 28 países se congregaron en Madrid en su última gran reunión, y recibieron la noticia de que el Gobierno les ofrecía la nacionalidad española. La acompañaron su hijo Robert (cuyo padre era otro exbrigadista) y la historiadora británica Angela Jackson. Hasta entonces, no había vuelto para no tener que revivir la ruptura de ese amor corto y perfecto ni las pasiones de aquella guerra que le había marcado la vida.

Su médico la avisó de que, a sus 85 años, su salud era demasiado frágil como para viajar, pero ella insistió. Asistió a un concierto nocturno en homenaje a los brigadistas en Madrid, pero después se encontró mal y la llevaron al hospital. Murió al día siguiente, el 6 de noviembre, con Robert a su lado. “Patience había escuchado los vítores de la multitud y las canciones que recordaba de la Guerra Civil”, escribió Jackson. “Sin duda, le habría parecido que su obituario, publicado en España con el título Morir en Madrid, era una forma perfecta de poner el broche final a su vida”.

Giles Tremlett es historiador y periodista, autor de Las Brigadas Internacionales: fascismo, libertad y la guerra civil española (Debate), que acaba de publicarse.