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martes, 10 de octubre de 2023

En busca de la hegemonía militar y cultural Barbie y la era nuclear


Stills from ‘Barbie’ and ‘Oppenheimer’

Stills from ‘Barbie’ and ‘Oppenheimer’ | Photo Credit: Warner Bros. and Universal Pictures

En 1945, en el seco y soleado suroeste de Estados Unidos, se produjeron dos acontecimientos que alterarían el curso de la historia. Uno fue la prueba Trinity, la primera detonación nuclear del mundo y el momento que llevaría a Robert Oppenheimer a pronunciar una cita del Bhagavad Gita: «Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos». El otro fue la fundación de [la empresa estadounidense de juguetes] Mattel.

La coincidencia de las fechas de estreno de las películas Oppenheimer y Barbie provocó un frenesí entre el público cinéfilo precisamente porque parecen muy opuestas. Y sin embargo, en el fondo, ambas comparten más de lo que muestra la cámara: son historias de Estados Unidos en guerra –-una guerra definida por el éxito de Oppenheimer y sus colegas, y que a su vez define a la muñeca más vendida. El mundo en el que nació Barbie, y del que se convertiría en símbolo y soldado, no existía antes de la primera detonación nuclear en la madrugada del 16 de julio.

Para quienes se encontraban en el emplazamiento de la prueba Trinity, la gravedad de lo presenciado fue evidente desde el primer momento. Como William Laurance, un periodista del New York Times seleccionado por los militares para cubrir el evento, dijo emocionado: «Uno se sentía como si hubiera tenido el privilegio de presenciar el nacimiento del mundo, de estar presente en el momento de la Creación, cuando el Señor dijo: ‘Hágase la luz'». Había dado comienzo la era nuclear.

A partir del Proyecto Manhattan, la guerra, la economía y la relación entre ambas quedarían profundamente alteradas. La consiguiente carrera de armamento nuclear sentaría las bases de la Guerra Fría, dotando a la lucha ideológica entre el capitalismo estadounidense y el comunismo soviético de un peso existencial. Como la amenaza de destrucción mutua asegurada obligaba a las dos superpotencias a abandonar el conflicto directo y competir por el poder de otras maneras, EE.UU. utilizaría cada vez más su economía como arma de guerra.

En 1951, el sociólogo David Reisman publicó un relato ficticio de una campaña de bombardeo estadounidense contra los soviéticos llamada «Operación Abundancia». Apodada «La Guerra del Nylon», la campaña imaginada por Reisman no incluía bombas, sino el bombardeo aéreo del país comunista con medias de nailon, paquetes de cigarrillos, yoyós y kits de peluquería caseros. Era, escribió, «una idea de una simplicidad apabullante: si se permitía al pueblo ruso probar las riquezas de América, no toleraría durante mucho tiempo a unos gobernantes que le ofrecieran tanques y espías en lugar de aspiradoras y salones de belleza”.

En cierto sentido, era la conclusión lógica de una sinergia económica generada durante la Segunda Guerra Mundial y personificada por el Proyecto Manhattan. Con un coste que superaba los dos mil millones de dólares (equivalentes a más de 30.000 millones en la actualidad), el proyecto implicó una colaboración sin precedente entre el ejército y sectores civiles como la manufactura y las instituciones académicas. Este espíritu colaborativo sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y potenció que el incipiente complejo militar-industrial se expandiera rápidamente durante la Guerra Fría.

El aumento vertiginoso del gasto en defensa generó nuevas industrias y puestos de trabajo, impulsando un período de prosperidad y ampliando rápidamente la clase media de EE.UU. Los estadounidenses, que salían de décadas de depresión y racionamiento de guerra, estaban preparados para consumir como nunca antes. Y la siempre presente amenaza de un ataque nuclear generó una actitud defensiva en torno al American Way of Life –una vida caracterizada en gran parte por la posesión de objetos materiales. La “libertad» se convirtió en el derecho a consumir libremente; el consumo se convirtió en un deber patriótico, un medio no sólo de lograr la realización personal, sino también de fortalecer la economía nacional y mantener a raya a los comunistas.

A medida que los estadounidenses con el bolsillo lleno se apresuraban a engalanarse con los lujos del Sueño Americano, las mismas empresas que fabricaban esas riquezas materiales se dedicaban a producir materiales de guerra. Los creadores de bienes de consumo se basaron en la experiencia de la fabricación militar y las innovaciones de los tiempos de guerra inundaron la sociedad de productos de consumo. El plástico, cuya producción se había cuadruplicado durante la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en la savia de una nueva era de producción en masa.

Aprovechando el auge de la posguerra, tanto de materiales de fabricación baratos como de bebés, la industria del juguete estadounidense se disparó. Los niños, más que nunca, se habían convertido en un consumidor demográfico por sí mismos: entre 1939 y 1953, el valor total de la industria creció de 86,7 a 608,2 millones de dólares.

En 1955, la aún joven Mattel tomaría dos decisiones que la impulsarían a la vanguardia de la industria. Con una medida que revolucionaría la publicidad de juguetes, la empresa acordó patrocinar el show del Club de Mickey Mouse, promocionando su nombre y sus productos directamente a un público infantil. Y contrataron al ingeniero de Raytheon Jack Ryan, diseñador de los misiles teledirigidos Hawk y Sparrow, como director de investigación y desarrollo. Contratado por “experiencia en la era espacial”, Ryan permanecería en la empresa durante veinte años, desarrollando una serie de juguetes perdurables como la muñeca Chatty Cathy y los coches de colección Hot Wheels. Pero el diseño por el que más se le conoce –cuyo nombre figura en los títulos de la mayoría de sus obituarios– es el de la muñeca Barbie.

Aunque Ryan realizaría importantes mejoras en la construcción de Barbie, su esbelta figura rubia fue modelada a imitación de la muñeca alemana Bild Lilli, un objeto humorístico para adultos que había llamado la atención de la cofundadora de Mattel, Ruth Handler, en un viaje a Europa. El personaje de Lilli en el que se basaba dicha muñeca procedía de una tira cómica creada para el número inaugural de Bild, un tabloide de extrema derecha fundado en Alemania Occidental en 1952 y tan dedicado a la lucha contra el comunismo que las autoridades de Alemania Oriental crearían su propio tabloide para contrarrestar la propaganda de Bild.

Lilli era una creación esencialmente capitalista, una cazafortunas que se las arreglaba en el mundo de la posguerra seduciendo a hombres ricos. Su apariencia era parte integrante de este objetivo. A menudo aparece dibujada en diversos estados de desnudez; por ejemplo, sujetando un periódico sobre su cuerpo desnudo y acompañada del diálogo «nos peleamos y se llevó todos los regalos que me había hecho». Aunque los creadores de Barbie eliminaron este trasfondo (y finalmente esa muñeca dejó de producirse), el cuerpo de Lilli, producto de las condiciones socioeconómicas en las que fue creada, permanecería intacto.

Lilly representaba el tipo de chica que podías conseguir si eras rico. Personificaba –como personaje y como producto– un consumismo que se alineaba con los objetivos políticos estadounidenses en Alemania Occidental. Desde 1948 Alemania Occidental había estado recibiendo asistencia estadounidense bajo el Plan Marshall, una iniciativa que pretendía revitalizar las economías de la Europa Occidental diezmadas por la guerra. El plan estaba diseñado, al menos parcialmente, para limitar y socavar el poder soviético en la región, asegurando el atractivo del capitalismo para sus habitantes. En un lenguaje paralelo al de Reisman en Operación Abundancia, el político republicano que pronto sería Secretario de Estado, John Foster Dulles, declaró en referencia a la necesidad del Plan: «La única manera en que se puede reunificar Alemania es creando unas condiciones en el oeste de Europa que sean tan atractivas, que susciten tal atracción en el este, que los soviéticos sean incapaces de mantener el control de la Alemania del Este”.

En 1959, el año del lanzamiento de Barbie, Estados Unidos necesitaba más que nunca reafirmar su supremacía económica. En 1948 seguía siendo la única potencia nuclear del mundo y disfrutaba de las prebendas de una floreciente economía posbélica, mientras que la URSS se estaba recomponiendo de la destrucción causada por la ocupación nazi. Pero a finales de la década de los 50 los soviéticos lograron una serie de éxitos científicos y económicos sin equivalente en EE.UU. Preocupado por si dicho éxito hacía al modelo soviético más atractivo para el mundo en vías de desarrollo, el entonces presidente Eisenhower se puso a la cabeza de una ofensiva psicológica para socavarlo.

Las dos naciones organizaron una especie de intercambio cultural en 1959 –una Exposición Nacional Estadounidense en Moscú y una Exposición Soviética en Nueva York– supuestamente con la intención de fomentar la comprensión y colaboración mutuas. Pero el verdadero objetivo de EE.UU., que no puso límite a sus exhibiciones de coches, moda, innovaciones domésticas y otros, era ilustrar a los ciudadanos de la URSS sobre la abundancia de consumo que estaba teniendo lugar en el capitalismo americano. Esta exhibición, esperaban los estadounidenses, vendería a los soviéticos el sueño americano y les convencería de que su propio gobierno –y el sistema económico que representaba– les estaba fallando.

Hasta qué punto la Exposición consiguió alcanzar sus objetivos continúa siendo objeto de debate. Pero las demandas de consumo eran ciertamente causa de creciente preocupación para los líderes soviéticos. Alrededor de esta época, el gobierno empezó a recoger datos sobre preferencias e inclinaciones de consumo, llegando a crear una partida para consumo familiar con prestaciones para comprar objetos como neveras y televisores. El entonces primer ministro Nikita Kruschof, sin dejar de hacer hincapié en una economía soviética basada en la defensa y la industria pesada, prometió en repetidas ocasiones que el consumo per cápita en la URSS superaría al de Estados Unidos.

“Hagamos que los rusos deseen lo que nosotros tenemos”, escribió el empresario industrial Norman Winston, que actuaba como asesor especial en la Exposición, haciéndose eco una vez más de la lógica de Operación Abundancia. “Que se lo pidan a gritos a sus dirigentes. Y que el clamor sea tan fuerte que exija respuesta. Tal vez entonces los líderes rusos, para mantener contento a su pueblo, desvíen algunas de sus instalaciones de fabricación de armas a la producción de muebles, batidoras eléctricas y casas prefabricadas”.

Lanzada al mercado meses antes de la inauguración de la Exposición Nacional Estadounidense en Moscú, Barbie –y su enorme variedad de ropas y accesorios– era un símbolo oportuno de “lo que tenemos”, un icono del consumo que la exposición se había esforzado tanto en vender. Entre 1959 y 1976 se pusieron a la venta alrededor de 43 juegos de Barbie, 32 conjuntos de mobiliario y 16 vehículos, y en EE.UU. Mattel comercializaría la friolera de 1179 trajes: 656 para Barbie más otros para Ken, Skipper, la prima Francie y otros miembros del universo Barbie. Como dijo [la revista] Business Week en 1961: «No son las muñecas, es la ropa».

Su complejo vestuario, que incluía atuendos como el “conjunto para picnic”, “la compradora urbana” o la “Barbie-coa” (indumentaria para barbacoas) tenía como meta enseñar a las chicas de clase media cómo vestir en determinados lugares, una función en la que hacía hincapié la estrategia de mercadotecnia de Mattel: “[Nuestro objetivo es] convencer a mamá de que Barbie convertirá a su hija en una ‘señorita elegante’ a partir de una niña burda, desaliñada, y posiblemente masculina». Debemos subrayar los detalles de los vestidos y el modo en que pueden enseñar a una niña vulgar a usar complementos». Se trataba, en otras palabras, de una herramienta para producir la próxima generación de consumidores estadounidenses, difundiendo la noción de que la clave de la felicidad era tener más, más, más.

Barbie nunca llegó a estar a la venta en la Unión Soviética. Su debut en Rusia se produciría en 1992, coincidiendo muy de cerca con la disolución de la URSS. Un titular del L.A. Times proclamaba en relación con su llegada: “La jovencitas sueñan con tenerla, los padres con poder pagarla”; su importancia en el imaginario estadounidense como símbolo de la supremacía de EE.UU. no se había visto empañada por el paso del tiempo.

En la actualidad Barbie supone alrededor de una tercera parte de los 5.000 millones de dólares de las ventas anuales de Mattel. Representa, en palabras del antiguo presidente y director ejecutivo de la compañía, Jill Barad, una “marca poderosa a escala mundial”. Con su debut cinematográfico, su espíritu consumista se muestra en todo su esplendor con una serie impresionante de marcas colaboradoras, que van más allá de las evidentes marcas de ropa, de esmalte de uñas o de patines hasta incluir desde productos de bollería hasta cepillos de dientes, pasando por videoconsolas, velas… la lista no tiene fin.

A lo largo de sus 64 años de existencia, el significado político y cultural de la muñeca Barbie ha eludido cualquier interpretación sencilla. Se la ha promocionado como modelo de mujer independiente y vilipendiado como vendedora de estándares de belleza imposibles. Se la ha considerado un icono feminista y tachado de fantasía sexista. Pero una cosa es cierta: Barbie es una capitalista. Su objetivo básico no es empoderar a las niñas ni mantenerlas sometidas a la mirada masculina. Su objetivo es, sobre todo, hacerlas consumir: muñecas, ropa, zapatos, casas de ensueño. Se trata de inculcarles respeto por lo material: en resumen, vender el sueño americano, preservar el American Way of Life. 

lunes, 25 de septiembre de 2023

Una conversación con el escritor Alejo Brignole. De la Bomba Nuclear sobre Nagasaki a «Oppenheimer»

Fuentes: Correo del Alba



Bastaron unos pocos días para que la película “Oppenheimer” desbordara las taquillas de los cines en todo el mundo, llegando, al momento de realizar esta entrevista, a 400 millones de espectadores.

Con esa excusa entrevistamos al escritor argentino Alejo Brignole, quien año a año promueve el 9 de agosto como el Día Internacional de los Crímenes Estadounidense contra la Humanidad.

Brignole es miembro de la Red de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad (REDH) y entre sus obras destacan de crítica social como La merienda del Diablo, Ensayos como el Manual de guerra del buen latinoamericano y la novela histórica La Logia del tonel de brandy, entre otras.

Cada 9 de agosto, tú, Atilio Boron, Stella Calloni, Telma Luzzani y otros, junto a la REDH nos invitan a conmemorar el Día Internacional de los Crímenes Estadounidense contra la Humanidad. ¿Cuál es la importancia de esta jornada?

Es importante porque el modelo de mundo actual es, como decía el psicoanalista Erich Fromm –muerto en 1980–, un modelo necrófilo, autodestructivo y peligroso para la continuidad humana. A lo largo de los años, y sobre todo en las últimas tres décadas, los Estados Unidos han promovido un retroceso inadmisible en los códigos de la convivencia internacional, desconociendo e ignorando cientos de resoluciones de las Naciones Unidas (que es, por otra parte, un organismo colonizado y controlado por Washington). Sus acciones y premisas buscaron, entre otras cosas, degradar el principio de garantía jurídica como un derecho humano básico inalienable y universal. Por esto es importante que todas las personas apoyen, promuevan y difundan este día con las herramientas comunicacionales que tengan a su alcance y colaborar en la toma de conciencia mundial del peligro que significan los Estados Unidos para la continuidad de una civilización más justa, con respeto a la vida humana y la fraternidad entre los pueblos.

En los últimos días la cartelera de cine se ha removido con «Oppenheimer» y el famoso Proyecto Manhattan que dio inicio a la Era Nuclear, ¿qué opinión te merece el que temas como estos lleguen a la pantalla grande?

No he visto aún el filme (lo tengo en agenda) y no puedo todavía opinar sobre el enfoque sutil de la película. En general celebro que estas grandes reflexiones tomen formas de divulgación masiva, incluso en el área del entretenimiento, pero también es verdad que tengo una natural desconfianza cuando los productos vienen de la propia matriz cultural hegemónica. Que la película “Oppenheimer” esté en todos los cines de América Latina tiene, por principio, toda mi duda. El sistema es funcional a sí mismo y sabe filtrar lo incómodo, o bien permite pequeñas incomodidades que tiene un efecto placebo y narcotizante sobre las masas, que creen ver un testimonio humanista cuando en realidad son consumidores de verdades a medias dosificadas muy estratégicamente. Pero reitero: no he visto la película y quizás no sea el caso que describo.

Una de las escenas más crudas del filme es cuando las autoridades de los Estados Unidos escogen «al azar» y hasta bromeando la ciudad que sería blanco de la bomba atómica, ¿por qué Washington decidió lanzar dos bombas sobre civiles de un país aparentemente ya rendido? ¿Cuánto de eso refleja una sicología «criminal» del imperialismo yanqui?

Estas preguntas son en extremo interesantes por varias razones. La primera, porque, tal como conceptualizó Hannah Arendt en la década de 1960, el mal es siempre banal. Es decir, despreocupado y lábil, por tanto superficial. Y cuando el mal es expresado en poderes impregnados de fatuidad, el daño puede ser absoluto y además ejercido con total banalidad, que es la premisa de la filósofa alemana.

Sobre las razones de Washington para bombardear nuclearmente en dos ocasiones a un país virtualmente vencido, hay muchas explicaciones y lecturas posibles ya muy debatidas por la historiografía y todas válidas. En primer lugar, Japón era una nación profundamente arraigada en creencias místicas e históricas más bien irreductibles, lo cual la convertía en una nación poco dada a relacionar causas y efectos en un contexto de guerra total. Creían que su emperador, Hirohito, su Teno, era un ser divino y por tanto intocable y al cual había que defender hasta las últimas consecuencias. Esta perspectiva que los norteamericanos conocían, reforzaba la idea de que Japón debía ser traumatizado de manera contundente y llevado a un shock colectivo pleno. Aunque esta no fue la principal motivación para Washington. También había una necesidad de experimentación científica y militar del aparato industrial estadounidense y la oportunidad de poder ver los efectos reales sobre poblaciones humanas de una bomba atómica. Para los científicos y altos mandos estadounidense era una ocasión imperdible y, como era de esperar, no la desperdiciaron. Y aquí regresamos a la premisa de Hannah Arendt: el mal como una fuerza banal e irresponsable, dispuesta a todo.

“Harry Truman, el presidente que autorizó el uso nuclear sobre Japón, era un genocida doctrinal, una psicópata funcional que no tuvo reparos en hacer esa demostración de fuerza brutal sobre todo un pueblo, y además repetir el experimento tres días más tarde sobre Nagasaki”

Por último, estaba la cuestión soviética, la carrera armamentista y la creciente disuasión mutua como una jugada de ajedrez. Estados Unidos necesitaba demostrar a la Rusia comunista su gran poder destructivo y capacidad de devastación. Recordemos que la URSS detonó su primera bomba nuclear en 1949, cuatro años después que Hiroshima. Y aunque era 20 veces más potente que la primera bomba estadounidense, esa tecnología llegaba tarde. Harry Truman, el presidente que autorizó el uso nuclear sobre Japón, era un genocida doctrinal, una psicópata funcional que no tuvo reparos en hacer esa demostración de fuerza brutal sobre todo un pueblo, y además repetir el experimento tres días más tarde sobre Nagasaki. Las propias cartas de Harry Truman a su novia cuando este servía en Alemania durante la Primera Guerra Mundial, hablan de la naturaleza psicopática del individuo. En esa carta habla de matar a niños alemanes y de arrancar cabelleras germanas para llevárselas como trofeo. Presidentes como Taft, Teddy Roosevelt, Truman, Nixon, Reagan o Trump (solo por citar algunos) resultan claros ejemplos sobre cómo la “psicopatía del conjunto” toma formas personales.

En la cinta “Oppenheimer” se aprecia el estrecho vínculo entre ciencia-política, la subordinación de aquella a la seguridad nacional. ¿Cómo funciona el imperialismo en ese sentido?

Claramente no podría entenderse una continuidad imperialista, una hegemonía exitosa, sin los aspectos técnico-científicos que permitan esa continuidad. Esto es así desde la antigüedad. El predominio romano estaba sustentando, en buena medida, en la eficacia de sus armas, de sus tácticas y logísticas. La ciencia naval desarrollada por Gran Bretaña en el siglo XVIII le permitió su predominio en los mares, mientras que los conocimientos de artillería y tácticas militares en tierra le permitieron a Napoleón dominar toda Europa. Los estrechos vínculos entre tecnología y dominación son indiscutibles. Algo que, por otra parte, ya analizó muy extensamente el filósofo alemán Herbert Marcuse en la década de 1960. Cuando Marcuse señala en su libro El Hombre Unidimensional, publicado en 1964 (que fue calificado como el libro más subversivo del siglo XX): “la dominación tiene su propia estética, y la dominación democrática tiene una estética democrática”, lo que estaba marcando era el carácter oculto de la alienación capitalista que se sirve de la tecnología como vía de sometimiento, mutilando al hombre en una sola dimensión regida por el consumo y la producción, junto a las necesidades ficticias que esta crea. Pero yendo más específicamente a su pregunta entre las relaciones Estado, desarrollo tecnológico y hegemonía, lo que está claro es que ningún avance científico radical puede quedar a la deriva o en manos privadas. Ningún Estado hegemónico lo permitió ni lo permitirá nunca.

Asimismo, hay un viejo debate de cómo los adelantos científicos en las superpotencias capitalistas pasan a la defensa para pronto aplicarse en la esfera de la producción o servicios. Algo que confirmaría el estrecho vínculo entre grandes capitalistas y poder político. ¿Cuán desventajosamente nos encontramos en ese campo y en esa dinámica?

Podría dar múltiples ejemplos sobre estas relaciones de lo político y las corporaciones capitalistas. La propia Conferencia de Berlín de 1885, en donde las potencias europeas se repartieron África como si fuera un queso, fue muy elocuente sobre estas relaciones. El poder económico famélico de las riquezas africanas, de sus recursos, operaba a través de las monarquías y los Estados para la obtención de lucro y la expansión económica privada. Por supuesto, eso nunca resulta inocuo. Las tensiones generadas en África colonial fueron las que desembocaron en la Gran Guerra de 1914.

También lo vemos en el desarrollo de algunos acontecimientos inaugurales de este siglo XXI: la guerra de Irak, que no solo produjo un genocidio entre el pueblo iraquí, sino que barrió con los derechos de millones de estadounidenses y ciudadanos de todo el mundo, solo para satisfacer a las élites petroleras y al complejo militar-industrial norteamericano, que hacia el final de la guerra tenía más soldados privados que regulares en el campo de batalla. La privatización de la guerra, en definitiva. Y si hablamos de la sinergia entre militarismo y corporaciones económicas, creo que hay un testimonio histórico que es elocuentes por sí mismo. Y es el discurso de despedida del presidente Dwight Eisenhower, el 17 de enero de 1961. En él se refirió a los peligros inherentes de doblegarse a la pulsión armamentista inducida por el propio complejo industrial ligado al Pentágono y su influencia sobre generales y altos mandos militares, conformando ambos (empresas y Ejército) un verdadero centro de poder tras las instituciones democráticas. En aquella oportunidad, Eisenhower dijo (y permítame leer la cita): “en los consejos de gobierno debemos evitar la compra de influencias injustificadas, ya sean buscadas o no, por el complejo industrial-militar. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción [industrial y militar] ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos”.

“La Guerra de Cuarta Generación ya está aquí, y eso incluye medios de prensa, ataques cibernéticos, guerra cultural y manufactura de consensos, guerra bacteriológica (pandemias), financiación de opositores y desestabilización económica”

Hay también un pequeño texto muy famoso del general estadounidense Smedley Butler, escrito en 1935, donde confiesa: “he servido durante 30 años y cuatro meses en las unidades más combativas de las Fuerzas Armadas estadounidenses: en la Infantería de Marina. Tengo la sensación de haber actuado durante todo ese tiempo de bandido altamente calificado al servicio de las grandes empresas de Wall Street y sus banqueros. En otras palabras, he sido un pandillero al servicio del capitalismo. (…) Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás considero que pude haber dado a Al Capone algunas sugerencias. Él, como gánster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como marine, operé en tres continentes”.

Si consideramos que ese texto que Butler tituló La guerra es una latrocinio, tiene casi 90 años de antigüedad, podemos concluir fácilmente que las turbias relaciones entre guerra y empresas en los Estados Unidos son estructurales. Es decir, inherentes a su funcionamiento como Estado y potencia internacional, y por tanto inseparables y profundamente antidemocráticas, alejadas de todo humanismo.

Sobre su pregunta en cuanto a la desventaja de nuestras naciones periféricas en estas relaciones entre poder político y económico, son inconmensurables, porque si en el Norte Global estas relaciones son para beneficio de una geopolítica supremacista, y para la expansión de las corporaciones del Norte Global. Nuestra relación Estado-poder corporativo funciona a la inversa porque es neocolonial y trabaja para nuestra destrucción como Estados, como sociedad y atenta contra nuestro avance tecnológico y un desarrollo humana genuino y autónomo.

Finalmente, ¿cómo evalúas la coyuntura global actual? ¿Avizoras, como lo hacen algunos, que estemos viviendo la antesala de una eventual Tercera Guerra Mundial?

Podría ser algo extenso de responder, porque la coyuntura global es hoy compleja, multidimensional y hasta impredecible debido a factores como el cambio climático, combinado con una transición hegemónica hacia Oriente. Lo que está claro es que el capitalismo está en una fase de implosión interna y que la exclusión social global es tan grande que las tensiones latentes están encontrando un punto de coagulación, es decir, de no retorno. Según muchos analistas, la Tercera Guerra Mundial ya está planteada de manera silenciosa y de momento indirecta en el campo militar.

Para decirlo fácilmente, aún no hay intercambio de misiles, artillería o bombardeos directos entre China y los Estados Unidos, o en entre Rusia y la Europa de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (Ucrania es el preámbulo de ese conflicto). Sin embargo, en el ámbito cibernético y digital, la guerra mundial directa ya está planteada intensamente desde hace casi dos décadas. Rusia recibe una media de dos mil ataques informáticos diarios y hackeos a sus sistemas de defensa o gubernamentales. Lo mismo le sucede a los Estados Unidos, Rusia o a las potencias de la Unión Europea (UE). Entre los bloques Occidental y Oriental ya hay intercambios y agresiones directas. No olvidemos que el concepto de guerra ha cambiado, ha evolucionado hacia nuevos paradigmas que hasta pueden excluir la confrontación armada. La Guerra de Cuarta Generación ya está aquí, y eso incluye medios de prensa, ataques cibernéticos, guerra cultural y manufactura de consensos, guerra bacteriológica (pandemias), financiación de opositores y desestabilización económica. Incluso creación de fanatismos religiosos. El golpe a Evo Morales en Bolivia tuvo mucho de estos componentes. El menú es amplio y trasciende el campo de batalla tradicional en donde son las armas de fuego las protagonistas. Si lo consideramos desde esta perspectiva amplia, la Tercera Guerra Mundial ya está en pleno desarrollo. No olvidemos la premisas del general prusiano Carl von Clausewitz, que en su célebre obra De la Guerra señala que “[la guerra] constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”.

Von Clausewitz fue también el que afirmó eso “de que toda guerra es la continuación de la política por otros medios”.

Es correcto… Y en eso anda el mundo.

Javier Larraín. Correo del Alba

*DESCARGAR LIBRO │ Estados Unidos contra la humanidad

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

viernes, 22 de septiembre de 2023

Prometeo

Resumamos el caso a ser estudiado todos los agostos y preferiblemente todos los días de la vida, mientras ésta perdure.

Resumamos el caso a ser estudiado todos los agostos y preferiblemente todos los días de la vida, mientras ésta perdure 

Fuentes: Rebelión

En la mitología griega, el titán Prometeo entrega el fuego a los humanos, por lo cual Zeus lo encadena y lo condena a que sus vísceras sean eternamente devoradas por un ave.

El brillante y progresista físico Robert Openheimer por encargo del complejo militar industrial de Estados Unidos crea una bomba capaz de incinerar ciudades. Calcinadas las dos primeras, se pronuncia contra la construcción de armas más destructivas, aboga por un acuerdo para impedir su proliferación, y el gobierno lo despoja de su credencial de seguridad, impidiéndole por siempre todo acceso a las investigaciones de su especialidad.

Prometeo es alegoría de lo que los antropólogos llaman héroes culturales: los inventores de civilizaciones. El ave, según unos un águila, según otros un buitre, es emblema de aquellos incapaces de crear cultura, que viven devorando a quien la genera y matando de hambre al resto.

Los mitos se repiten eternamente; tenemos la eternidad para aprender de ellos.

No hay más Dios que quien enciende la llama del conocimiento. Lo único Divino del hombre es la chispa que alumbra lo desconocido.
Las ideas son la fuerza más poderosa, porque iluminan la forma de constituir y operar el poder.

Las civilizaciones son pensamientos materializados.

Intelectual es quien usa la prominencia obtenida en la generación de ideas para intervenir en el debate público.

Idea es intelección viviente; el ave de rapiña devora al pensador y se aprovecha de ella porque es incapaz de crearla.

A cada quien su embriaguez: la del intelectual, ver como su pensamiento mueve voluntades.

Dos atroces rasgos tienen los efectos del conocimiento: que son impredecibles, y que son predecibles.

Trabajar con ideas es tener conciencia de esta dualidad, que convierte la vida en encrucijada.

María Sklodowska de Curie no podía predecir que su descubrimiento de los elementos radioactivos le causaría cáncer. Robert Oppenheimer sabía que la atroz arma que confeccionaba destruiría ciudades y que sus cómplices la perfeccionarían para hacerla capaz de destruir la tierra.

Peca Prometeo por acción al entregar el fuego a quienes lo usarán para el mal y por omisión al callar ante su uso pervertido: todo el que juega a Prometeo pone sus vísceras en riesgo.
 

Situémonos un instante al lado del Titán encadenado, del ave que cotidianamente devora sus entrañas.

Dispensemos el lado demoníaco de Prometeo: es él quien nos convierte en humanos al entregarnos el fuego.

Su llama podría devolvernos a las cavernas, pero sin ella estaríamos todavía en ellas.

De las manos de Leonardo surgen el Cielo y el Infierno.

Se gestan de manera perpetua las ideas, y nadie sabe cuál es la que clausurará el mundo.

Einstein escribió una carta al Presidente de Estados Unidos afirmando que los alemanes preparaban un arma capaz de desintegrar ciudades, e instándolo a construir más pronto otra, para los cual lo urgía a controlar los yacimientos disponibles de uranio.

La única excusa del dador del fuego o de la extinción masiva consiste en que si no lo hace él, otro lo hará.

Pero la excusa del otro es la misma, y así todos devenimos demonios.

Pues siempre en el espíritu prometeico hay algo demoníaco, siempre dudaremos y dudará él de su arrepentimiento.

Prometeo claudicante siempre encontrará cómo venderse a quienes explotan su fuego. Werner von Braun, que asestó contra las ciudades inglesas sus bombas V1 y V2, terminó dirigiendo el programa espacial de Estados Unidos. Albert Speer, el arquitecto del Tercer Reich que con sus campos de millones de trabajadores esclavos prolongó más de dos años la Segunda Guerra Mundial, a fuerza de golpes de pecho fue el único jerarca nazi que purgó condena comparativamente leve y sobrevivió para llevar una vida feliz bien acompañado.

Santos Dumont, el verdadero inventor del aeroplano, se suicidó cuando supo que su invención era empleada para bombardear Rio Grande do Sul.

Calvario ejemplar el de Oppenheimer al recibir cada noche la visita de doscientas mil almas de no combatientes incineradas por el fuego de su intelecto.

Siempre las relaciones son difíciles entre Prometeo y el Poder que su fuego desencadena, el cual sólo se siente seguro encadenándolo todo.

En lo profundo del alma de Prometeo está la soberbia: la que lleva a Adán a probar la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, impide a Giordano Bruno abjurar ante la hoguera de su doctrina de los infinitos mundos habitados, mueve a Galileo a murmurar para sí mismo “Eppur si muove” ante el tazón de plomo fundido. Molesta virtud, sin la cual no seríamos hombres, sino ovejas.

Prometeos tranquilos como Charles Darwin incendian el mundo desde un refugio campestre. Iracundos, como Marx y Engels, lo inflaman desde una buhardilla londinense. Lo que llamamos Historia Universal, en cuanto constante revolución de la existencia, no es más que crónica prometeica.

No debe sentirse tranquilo quien en lugar de jugar con átomos lo hace con palabras o ideas. Un solo adjetivo logra que América sea Nuestra, una sola figura retórica potencia las armas de la crítica como Crítica de las Armas.

El crimen por el cual es condenado el Titán no es tanto la invención del fuego, sino intentar ponerlo a disposición de la totalidad de los humanos para que decidan su manejo.

Todo iba bien con Oppenheimer hasta que decidió que no se debían construir bombas más poderosas, hasta que propuso una organización internacional para que el género humano evitara ser destruido por ellas.

Todo Prometeo atrae buitres disfrazados de herederos.

Tormento de Prometeo recibir a cambio del fuego devoradores de vísceras. Tormento de los buitres que no sabrían subsistir sino devorando entrañas ajenas.

Ahora Prometeo no sólo entrega a los humanos el poder de destruirse, sino también el de crear seres artificiales conscientes destinados a suplantarnos.

Pesado insomnio el de Prometeo. Profundo sueño el de los poderes fácticos que creen dominar a los hombres devorándolos.

“Tengo sangre en las manos”, dice Oppenheimer a Harry S. Truman. “Él no arrojó la bomba, fui yo”, dice el Presidente.

La prisión de Prometeo es la de nosotros y su liberación la de todos.

Mirémonos las manos constantemente.

Por Luis Britto García | 15/08/2023 | Mundo

martes, 22 de agosto de 2023

La enorme tragedia de Oppenheimer

Robert Oppenheimer sitting at a table, speaking before a group of microphones.
Un día de la primavera de 1954, J. Robert Oppenheimer se encontró con Albert Einstein a la salida de sus oficinas en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey. Oppenheimer era director del instituto desde 1947 y Einstein, miembro de la facultad desde que huyó de Alemania en 1933. Los dos hombres podían discutir sobre física cuántica —Einstein refunfuñaba que no creía que Dios jugara a los dados con el universo—, pero eran buenos amigos.

Oppenheimer aprovechó la ocasión para explicarle a Einstein que iba a ausentarse del instituto durante algunas semanas. Se estaba viendo obligado a defenderse en Washington, D. C., durante una audiencia secreta por acusaciones de que era un riesgo para la seguridad, y quizás incluso desleal. Einstein argumentó que Oppenheimer “no tenía ninguna obligación de someterse a la caza de brujas, que había servido bien a su país y que, si esta era la recompensa que [Estados Unidos] le ofrecía, debía darle la espalda”. Oppenheimer objetó y afirmó que no podía darle la espalda a Estados Unidos. “Amaba a su país”, dijo Verna Hobson, su secretaria, quien vio la conversación, “y ese amor era tan profundo como su amor por la ciencia”.

“Einstein no lo entiende”, le dijo Oppenheimer a Hobson. Pero mientras Einstein volvía a su despacho le dijo a su asistente, asintiendo en dirección a Oppenheimer: “Ahí va ese tonto”.

Einstein tenía razón. Oppenheimer se estaba sometiendo tontamente a un tribunal irregular en el que pronto fue despojado de su autorización de seguridad y humillado públicamente. Los cargos eran endebles pero, por una votación de dos a uno, el panel de seguridad de la Comisión de Energía Atómica consideró a Oppenheimer un ciudadano leal que, sin embargo, era un riesgo para la seguridad: “Consideramos que la conducta y asociación continuas de Oppenheimer han reflejado un grave desprecio por los requisitos del sistema de seguridad”. Al científico ya no se le confiarían los secretos de la nación. Celebrado en 1945 como el “padre de la bomba atómica”, nueve años más tarde se convertiría en la principal víctima célebre de la vorágine macartista.

Puede que Oppenheimer fuera ingenuo, pero hizo bien en luchar contra las acusaciones y en utilizar su influencia como uno de los científicos más destacados del país para hablar en contra de la carrera armamentista nuclear. En los meses y años anteriores a la audiencia de seguridad, Oppenheimer había criticado la decisión de construir una superbomba de hidrógeno. De manera sorprendente, había llegado a decir que la bomba de Hiroshima se utilizó “contra un enemigo en esencia derrotado”. La bomba atómica, advirtió, “es un arma para agresores, y los elementos de sorpresa y terror son tan intrínsecos a ella como los núcleos fisionables”. Estas disensiones francas respecto de la opinión predominante de la élite de seguridad nacional de Washington le trajeron enemigos políticos poderosos. Precisamente por eso se le acusaba de deslealtad.

Tengo la esperanza de que la nueva y asombrosa película de Christopher Nolan sobre el legado complejo de Oppenheimer inicie una conversación en el país no solo sobre nuestra relación existencial con las armas de destrucción masiva, sino también sobre la necesidad de que los científicos participen como intelectuales públicos en nuestra sociedad. La película de Nolan, que dura tres horas, es una apasionante historia de suspenso y misterio que profundiza en lo que Estados Unidos le hizo a su científico más famoso.

Tristemente, la historia de la vida de Oppenheimer es relevante para nuestros predicamentos políticos actuales. Oppenheimer fue destruido por un movimiento político caracterizado por demagogos ignorantes, antiintelectuales y xenófobos. Los cazadores de brujas de aquella época son los antepasados directos de nuestros actuales actores políticos de cierto estilo paranoico. Estoy pensando en Roy Cohn, el abogado principal del senador Joseph McCarthy, que intentó hacerle un citatorio a Oppenheimer en 1954, pero le advirtieron que hacerlo podría interferir con la inminente audiencia de seguridad en contra del científico. Sí, ese Roy Cohn, el que le enseñó al expresidente Donald Trump su descarado y totalmente delirante estilo de hacer política. Basta con recordar los comentarios del expresidente sobre la pandemia o el cambio climático, rebatidos por los hechos. Se trata de una visión del mundo que desprecia con orgullo la ciencia.

Después de que el científico más célebre de Estados Unidos fuera acusado falsamente y humillado en público, el caso Oppenheimer supuso una advertencia a todos los científicos para que no se presentaran en la arena política como intelectuales públicos. Esa fue la verdadera tragedia de Oppenheimer. Lo que le ocurrió también dañó nuestra capacidad como sociedad para debatir honestamente sobre la teoría científica, la base misma de nuestro mundo moderno.

La física cuántica ha transformado por completo nuestra comprensión del universo. Y esta ciencia también nos ha conducido a una revolución en la potencia informática e innovaciones biomédicas asombrosas para prolongar la vida humana. Sin embargo, demasiados de nuestros ciudadanos siguen desconfiando de los científicos y no comprenden la búsqueda científica, ni el ensayo y error inherentes a la comprobación de cualquier teoría frente a los hechos mediante la experimentación. Solo hay que ver lo que les ocurrió a nuestros funcionarios de salud pública durante la reciente pandemia.

Nos encontramos en el umbral de otra revolución tecnológica en la que la inteligencia artificial transformará nuestra forma de vivir y trabajar y, sin embargo, aún no tenemos el tipo de discurso civil e informado con sus innovadores que podría ayudarnos a tomar decisiones políticas acertadas sobre su regulación. Nuestros políticos deben escuchar más a innovadores tecnológicos como Sam Altman y a físicos cuánticos como Kip Thorne y Michio Kaku.

Oppenheimer intentaba con desesperación mantener ese tipo de conversación sobre las armas nucleares. Intentaba advertir a nuestros generales que no se trataba de armas para el campo de batalla, sino de armas de puro terror. Sin embargo, nuestros políticos optaron por silenciarlo; el resultado fue que pasamos la Guerra Fría enfrascados en una carrera armamentística costosa y peligrosa.

Hoy en día, las amenazas no tan veladas de Vladimir Putin de desplegar armas nucleares tácticas en la guerra de Ucrania son un duro recordatorio de que nunca podemos ser complacientes a la hora de convivir con las armas nucleares. Oppenheimer no lamentó lo que hizo en Los Álamos; comprendía que no se puede impedir que seres humanos curiosos descubran el mundo físico que les rodea. No se puede detener la búsqueda científica ni desinventar la bomba atómica. No obstante, Oppenheimer siempre creyó que los seres humanos podían aprender a regular estas tecnologías e integrarlas a una civilización sustentable y humana. Esperemos que tenga razón.

Kai Bird es director del Leon Levy Center for Biography y coautor junto con Martin J. Sherwin de American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer. Ahora está escribiendo la biografía de Roy Cohn.

lunes, 21 de agosto de 2023

Oppenheimer y Einstein: la complicada relación entre el "padre" de la bomba atómica y el nobel de Física


Albert Einstein y Robert Oppenheimer

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Albert Einstein y Robert Oppenheimer convivieron en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.


“Ahora te toca lidiar con las consecuencias de tu logro”. 

 Esa es la frase que el físico Albert Einstein le dice a su colega Robert Oppenheimer en una de las escenas finales de Oppenheimer, la película que narra como este último se convirtió en la década de 1940 en el “padre” de la bomba atómica al liderar el Proyecto Manhattan del gobierno de EE.UU. 

 En el filme Einstein aparece en la última etapa de su vida, cuando compartía los espacios del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton con Oppenheimer, quien fue director de la institución de 1947 a 1966.

 Eran dos de los más importantes científicos de su época, pero mantenían importantes diferencias, tanto por cómo entendían la física, como por la forma en que creían que sus investigaciones podrían servir -o perjudicar- al mundo. 

 “Fuimos colegas cercanos y algo amigos”, dijo Oppenheimer en una conferencia en París en 1965, en la que se conmemoraba el décimo aniversario de la muerte de Einstein. 

 En su película, aspira a hacerse con 13 premios en la 96ª edición de los Oscarel director Christopher Nolan pone a los dos físicos a conversar en unos diálogos que, aunque ficticios, reflejan la relación de un abrumado Oppenheimer que buscaba el consejo de un paternal Einstein. Y es que, aunque en la vida real mantenían importantes diferencias, se tenían mucho respeto.

 Tom Conti y Cillian Murphy en una escena de Oppenheimer .

Tom Conti y Cillian Murphy en una escena de Oppenheimer

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 Pie de foto, Tom Conti interpreta a Albert Einstein y Cillian Murphy a Robert Oppenheimer en la película de Christopher Nolan. 

 Dos vidas en paralelo 

Cuando el joven Robert Oppenheimer se graduó y especializó en física teórica en la década de 1920, Einstein ya era nobel de Física y una figura clave de la ciencia por su Teoría de la Relatividad General (1915) y otros trabajos que influyeron en el científico estadounidense. 

 En medio de la creciente persecución a los judíos en Alemania, Einstein salió de Europa y se instaló en Princeton, Nueva Jersey, en 1932, donde continuó sus trabajos. 

Un tiempo después, en agosto de 1939 firmó la carta dirigida al presidente Franklin D. Roosevelt escrita por su colega Leó Szilárd, en la cual advertían a la Casa Blanca de que Alemania podría desarrollar una bomba atómica por los hallazgos científicos de la fisión del uranio en el país europeo. 

Esto presuntamente precipitó la creación del ultrasecreto Proyecto Manhattan al frente del cual el gobierno de EE.UU. situó a Oppenheimer en 1942, cuando ya era uno de los científicos más destacados en su campo. La carta Szilárd-Einstein.
 
La carta Szilárd-Einstein

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 La carta escrita por Szilárd y firmada por Einstein fue enviada al presidente Roosevelt en agosto de 1939. 

 Según diversas fuentes, aquel Einstein de 64 años no fue incluido en el proyecto por su origen alemán y sus ideas de izquierda. Pero también influyeron las diferentes concepciones sobre las teorías de la física que existían entre él y Oppenheimer. 

 Kei Bird y Martin J. Sherwin afirman en su el libro biográfico “Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer” (en el cual se basa la película de Nolan) que el físico estadounidense pensaba en Einstein “como un santo patrón vivo de la física, no como un científico en activo”

 Nolan trató de reflejar en su película el tipo de relación que había entre ambos: “Vi la relación entre ellos como la del maestro que había sido sustituido y cuyo trabajo había sido asumido por el más joven”, contó el director al diario The New York Times. 

 ¿Participó Einstein en la bomba atómica? 

Con el Proyecto Manhattan en marcha, la película muestra a un Oppenheimer dubitativo sobre el alcance que podría tener una detonación como la de la bomba atómica que desarrollaba. Acude a Einstein para conocer su opinión. Sin embargo, esta fue una licencia creativa del director estadounidense, pues realmente esos intercambios no ocurrieron como se muestran en el filme. 

 “Una de las pocas cosas que he cambiado es que no fue a Einstein a quien Oppenheimer consultó al respecto, sino a Arthur Compton, quien dirigió un puesto de avanzada del Proyecto Manhattan en la Universidad de Chicago”, explicó Nolan al diario neoyorquino. 

“Einstein es la personalidad que la gente conoce entre la audiencia”, añadió. The Gadget antes de la prueba

The Gadget antes de la prueba

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Oppenheimer y su equipo desarrollaron la primera bomba atómica. 

 Oppenheimer trabajó entre 1943 y 1945 en el Laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México, a miles de kilómetros de Princeton. No está claro si en todo este tiempo el físico estadounidense tuvo algún encuentro o consultas con Einstein. 

Pero el mismo Oppenheimer se refirió en 1965 a las afirmaciones de que Einstein había participado de alguna manera en la creación de aquella arma de destrucción masiva. “Las afirmaciones de que trabajó en la creación de la bomba atómica eran en mi opinión, falsas”, dijo en la conferencia de París de ese año.

Desde su punto de vista, la carta de 1939 en la que instaban al presidente Roosevelt a poner atención a las capacidades alemanas de desarrollo de una bomba atómica “no tuvo prácticamente efecto alguno” en el gobierno de EE.UU.

 “Ahí va un tonto” 

Después de exitosa prueba de la primera bomba atómica, Oppenheimer enfrentó el problema moral de que su trabajo fuera empleado como un arma de destrucción masiva y no solo como una amenaza, como ocurrió en agosto de 1945 en los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki. 

Diversos científicos, entre ellos Einstein, Szilárd y otros condenaron que las bombas fueran arrojadas sobre las ciudades japonesas, pues consideraban que ese país ya estaba prácticamente derrotado. 

La trama de la película de Nolan explora cómo Oppenheimer intentó persuadir al gobierno de Washington de la necesidad de establecer límites al uso de la tecnología que había desarrollado. Pero los políticos se volvieron en su contra y cuestionaron su pasado cercano a los comunistas, considerándolo un riesgo para la seguridad nacional, por lo que tuvo que testificar ante un comité gubernamental. 


 Cillian Murphy en Oppenheimer 

Cillian Murphy en Oppenheimer

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En su filme, Nolan trata de reflejar el agobio que siente Oppenheimer por las consecuencias de la bomba. 

Bird y Sherwin cuentan en su libro que Einstein le dijo a Oppenheimer que "no tenía la obligación de someterse a la caza de brujas, pues había servido bien a su país”, según la conversación que presenció la secretaria del físico estadounidense, Verna Hobson. 

 Le dijo que “si este era el premio que le ofrecía Estados Unidos, debería darle la espalda". 

 Sin embargo, Hobson aseguró que Oppenheimer “amaba Estados Unidos” y que tal amor “era tan profundo como su amor por la ciencia”. 

“Einstein no entiende”, le dijo Oppenheimer a Hobson. 

 Para el nobel de Física, Oppenheimer no debía esperar mucho de Washington. Y le dijo a su secretaria señalando a Oppenheimer tras aquella conversación: "Ahí va un narr (tonto en alemán)", según cuentan Bird y Sherwin. 

Robert Oppenheimer y Albert Einstein en una reunión personal en Princeton

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Como director de Princeton, Oppenheimer mandó a instalar una antena en la casa de Einstein para que escuchara los conciertos de música clásica de Nueva York que tanto le gustaban, según Bird y Sherwin. 

 A pesar de sus desacuerdos, ambos se tenían mutua admiración y respeto, aunque a su manera. 

Einstein es recordado por decir que Oppenheimer era “un hombre inusualmente capaz, de educación polifacética” al que admiraba "por su persona, no por su física"

 A su vez, al conmemorar los 10 años de la muerte de Einsten y los 50 años de la Teoría General de la Relatividad, Oppenheimer celebró de manera muy peculiar los aportes del genio de origen alemán. 

 “El trabajo inicial de Einstein fue paralizantemente hermoso, pero lleno de errores”, dijo Oppenheimer en París al explicar que para la compilación de los trabajos de Einstein en la que participó hizo falta una década de correcciones. 

Pero añadió: “Un hombre cuyos errores toman 10 años en ser corregidos es un gran hombre”.

viernes, 18 de agosto de 2023

_- La verdadera tragedia de Oppenheimer

J. Robert Oppenheimer
Head and shoulders portrait

_- Tristemente, la historia de la vida de Oppenheimer es relevante para nuestros predicamentos políticos actuales. Oppenheimer fue destruido por un movimiento político caracterizado por demagogos ignorantes, antiintelectuales y xenófobos. Los cazadores de brujas de aquella época son los antepasados directos de nuestros actuales actores políticos de cierto estilo paranoico. Estoy pensando en Roy Cohn, el abogado principal del senador Joseph McCarthy, que intentó hacerle un citatorio a Oppenheimer en 1954, pero le advirtieron que hacerlo podría interferir con la inminente audiencia de seguridad en contra del científico. Sí, ese Roy Cohn, el que le enseñó al expresidente Donald Trump su descarado y totalmente delirante estilo de hacer política. Basta con recordar los comentarios del expresidente sobre la pandemia o el cambio climático, rebatidos por los hechos. Se trata de una visión del mundo que desprecia con orgullo la ciencia.

Después de que el científico más célebre de Estados Unidos fuera acusado falsamente y humillado en público, el caso Oppenheimer supuso una advertencia a todos los científicos para que no se presentaran en la arena política como intelectuales públicos. Esa fue la verdadera tragedia de Oppenheimer. Lo que le ocurrió también dañó nuestra capacidad como sociedad para debatir honestamente sobre la teoría científica, la base misma de nuestro mundo moderno.

La física cuántica ha transformado por completo nuestra comprensión del universo. Y esta ciencia también nos ha conducido a una revolución en la potencia informática e innovaciones biomédicas asombrosas para prolongar la vida humana. Sin embargo, demasiados de nuestros ciudadanos siguen desconfiando de los científicos y no comprenden la búsqueda científica, ni el ensayo y error inherentes a la comprobación de cualquier teoría frente a los hechos mediante la experimentación. Solo hay que ver lo que les ocurrió a nuestros funcionarios de salud pública durante la reciente pandemia.

Nos encontramos en el umbral de otra revolución tecnológica en la que la inteligencia artificial transformará nuestra forma de vivir y trabajar y, sin embargo, aún no tenemos el tipo de discurso civil e informado con sus innovadores que podría ayudarnos a tomar decisiones políticas acertadas sobre su regulación. Nuestros políticos deben escuchar más a innovadores tecnológicos como Sam Altman y a físicos cuánticos como Kip Thorne y Michio Kaku.

Oppenheimer intentaba con desesperación mantener ese tipo de conversación sobre las armas nucleares. Intentaba advertir a nuestros generales que no se trataba de armas para el campo de batalla, sino de armas de puro terror. Sin embargo, nuestros políticos optaron por silenciarlo; el resultado fue que pasamos la Guerra Fría enfrascados en una carrera armamentística costosa y peligrosa.

Hoy en día, las amenazas no tan veladas de Vladimir Putin de desplegar armas nucleares tácticas en la guerra de Ucrania son un duro recordatorio de que nunca podemos ser complacientes a la hora de convivir con las armas nucleares. Oppenheimer no lamentó lo que hizo en Los Álamos; comprendía que no se puede impedir que seres humanos curiosos descubran el mundo físico que les rodea. No se puede detener la búsqueda científica ni desinventar la bomba atómica. No obstante, Oppenheimer siempre creyó que los seres humanos podían aprender a regular estas tecnologías e integrarlas a una civilización sustentable y humana. Esperemos que tenga razón.

Kai Bird es director del Leon Levy Center for Biography y coautor junto con Martin J. Sherwin de American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer. Ahora está escribiendo la biografía de Roy Cohn.

miércoles, 16 de agosto de 2023

Quién es quién en ‘Oppenheimer’: una guía de las personas y los hechos reales.

In a black-and-white image, a man in a three-piece suit sits in a corner with a pipe in his mouth.
J. Robert Oppenheimer en 1963. Habían revocado su autorización de seguridad del Departamento de Energía de Estados Unidos en la década anterior, una decisión que fue anulada el año pasado.">Credit...Eddie Adams/Associated

El complejo drama de Christopher Nolan describe el desarrollo de la bomba nuclear y las maquinacion políticas de mediados del siglo pasado. Este es el trasfondo.La premisa de Oppenheimer, la película biográfica de Christopher Nolan, es sencilla: contar la historia de J. Robert Oppenheimer, el físico conocido como el “padre de la bomba atómica”. Pero, como en otras películas del director, la ejecución dista mucho de ser sencilla. La película salta entre períodos de tiempo y presenta una vertiginosa variedad de científicos, políticos y posibles agentes comunistas en medio de una serie de audiencias gubernamentales.

Aquí hay una guía para ayudarte a realizar un seguimiento de los personajes y eventos de la vida real de la película.

J. Robert Oppenheimer (interpretado por Cillian Murphy)

El físico teórico estadounidense (interpretado por Cillian Murphy) encabezó el desarrollo de la bomba atómica a través del Proyecto Manhattan.

Nacido en la ciudad de Nueva York en 1904, Oppenheimer cursó sus estudios universitarios en Harvard antes de mudarse a Cambridge, Inglaterra, para realizar estudios de posgrado en física. Allí, se frustró con la insistencia de su tutor, Patrick Blackett, de que se concentrara en el trabajo de laboratorio en lugar de la teoría y se ha reportado que le dio una manzana envenenada. El tutor nunca comió la manzana, pero los funcionarios de la universidad pusieron a Oppenheimer en un período de prueba académica. Dicho esto, el episodio es objeto de historias contradictorias.

Después de recibir su doctorado en física en una universidad alemana, Oppenheimer dictó cátedras en la Universidad de California, Berkeley y el Instituto de Tecnología de California, lo que ayudó a fundar el trabajo de una escuela estadounidense de física teórica.

Con la Segunda Guerra Mundial en marcha, Oppenheimer fue nombrado director de Los Álamos, parte del gigantesco esfuerzo por desarrollar la bomba atómica. Habiéndose enamorado de Nuevo México cuando lo enviaron allí de niño para recuperarse de la disentería, estableció un laboratorio secreto en el desierto de Los Alamos, N.M., coordinando los esfuerzos de los mejores físicos e ingenieros que culminaron en la primera explosión nuclear, en Alamogordo el 16 de julio de 1945, conocida como la prueba Trinity.

Más tarde dirigió el Instituto de Estudios Avanzados, un centro independiente de investigación teórica en Princeton, Nueva Jersey, y se convirtió en presidente del Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos.

Lewis Strauss (interpretado por Robert Downey Jr.) Robert Downey Jr. interpreta al hombre que hizo campaña para revocar la autorización de seguridad de Oppenheimer.

El principal antagonista de Oppenheimer en la película, Strauss (Robert Downey Jr.) fue presidente de la Comisión de Energía Atómica y líder de la campaña para revocar la autorización de seguridad de Oppenheimer.

Nacido en Virginia Occidental, trabajó de diversas maneras como vendedor ambulante de zapatos, socio de un banco de inversión y burócrata que ayudaba a la Administración de Alimentos del futuro presidente Herbert Hoover durante la Primera Guerra Mundial. Después de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Harry S. Truman designó a Strauss a la Comisión de Energía Atómica y se convirtió en su presidente, impulsando el desarrollo de la bomba de hidrógeno. Strauss más tarde se desempeñó como secretario interino de comercio bajo el gobierno de Dwight D. Eisenhower, pero su nominación fue rechazada por el Senado, en parte debido a la indignación de la comunidad científica por el trato que le dio a Oppenheimer.

Jean Tatlock (interpretada por Florence Pugh)

Miembro activo del Partido Comunista del Área de la Bahía, Tatlock (Florence Pugh) era estudiante de posgrado en la Escuela de Medicina de Stanford cuando comenzó a salir con Oppenheimer en 1936. Ella ayudó a presentarle activistas comunistas, alimentando sus simpatías de izquierda. Terminó su relación con Oppenheimer en 1939, aunque él siguió visitándola. Su última reunión, en junio de 1943, fue vigilada por agentes del F.B.I.. En 1944, Tatlock, de 29 años, fue encontrada muerta en su baño. La mayoría de los historiadores concluyen que murió por suicidio.

William Borden (interpretado por David Dastmalchian) Nacido en 1920 en Washington, D.C., Borden (David Dastmalchian) se graduó de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale. Eventualmente trabajó como secretario legislativo para un senador de Connecticut, Brien McMahon, y se convirtió en director de personal del Comité Conjunto sobre Energía Atómica del Congreso en 1949.

En 1953, probablemente con el apoyo de Strauss, envió una carta al director del F.B.I., J. Edgar Hoover, sugiriendo que “lo más probable es que J. Robert Oppenheimer sea un agente de la Unión Soviética”. Este fue el catalizador de una audiencia a puerta cerrada sobre los lazos comunistas de Oppenheimer, expuestos en la película, y la eventual revocación de su autorización de seguridad.

Ernest Lawrence (interpretado por Josh Hartnett)

Lawrence (Josh Hartnett), un científico ganador del Premio Nobel, nació en 1901 en Dakota del Sur. Obtuvo un doctorado en física de Yale y se convirtió en profesor de física en U.C. Berkeley, donde inventó el ciclotrón, un acelerador de partículas que fue fundamental para el desarrollo de la bomba atómica. Fue Lawrence quien ayudó a introducir a Oppenheimer en el Proyecto Manhattan. Después de la guerra, abogó por el desarrollo de armas nucleares de hidrógeno.

Edward Teller (interpretado por Benny Safdie)Benny Safdie como el físico Edward Teller, quien testificó contra Oppenheimer.

Nacido en Budapest, Teller (Benny Safdie) obtuvo su doctorado en física en Alemania y luego se le ofreció una cátedra en la Universidad George Washington, convirtiéndose en ciudadano estadounidense naturalizado en 1941. Conocido por su investigación sobre energía nuclear, se unió al equipo de Oppenheimer en Los Alamos, donde trabajó en la división de física teórica.

Teller estaba obsesionado con la energía del hidrógeno y el desarrollo de una bomba de este tipo, lo que lo llevó a enfrentarse con otros miembros del Proyecto Manhattan. Después de que la Unión Soviética probara un arma atómica en 1949, Teller se convirtió en uno de los principales defensores del desarrollo de bombas de hidrógeno para ganar ventaja en la Guerra Fría.

Más tarde testificó contra Oppenheimer en la audiencia a puerta cerrada y dijo: “Siento que preferiría ver los intereses vitales de este país en manos de alguien a quien entienda mejor y, por lo tanto, en quien confíe más”.

¿Oppenheimer realmente conoció a Einstein?

Sí, eran colegas en el Instituto de Estudios Avanzados. “Aunque conocí a Einstein durante dos o tres décadas, fue solo en la última década de su vida que fuimos colegas cercanos y algo así como amigos”, escribió Oppenheimer en The New York Review of Books en 1966.

Sin embargo, Nolan ha admitido que inventó una escena clave entre los dos: en un momento, Oppenheimer acude al taciturno Einstein para pedirle consejo sobre los cálculos del equipo de Los Álamos, que demostraron que la prueba Trinity podría contenerse y no explotaría el mundo.

“No fue Einstein a quien Oppenheimer consultó al respecto”, dijo Nolan en una entrevista reciente. “Fue a Arthur Compton, quien dirigió un puesto remoto del Proyecto Manhattan en la Universidad de Chicago. Pero yo lo cambié por Einstein”.

¿Cuáles son las dos audiencias que aparecen en la película?

Cillian Murphy, como Oppenheimer. Las escenas en blanco y negro siguen a las audiencias del Senado de 1959 sobre la nominación de Lewis Strauss para secretario de comercio.

La película gira en torno a dos audiencias del comité: una, en 1954, representada a color y la otra, en 1959, en blanco y negro.

La primera fue una reunión secreta de cuatro semanas en la que la Comisión de Energía Atómica deliberó si revocar la autorización de seguridad de Oppenheimer. En medio del susto por los avances tecnológicos soviéticos, los posibles vínculos de Oppenheimer con causas de izquierda habían sido objeto de escrutinio, y la carta de Borden a Hoover proporcionó el punto de inflexión. Cuando el presidente de la comisión, Strauss, informó a Oppenheimer que su autorización de seguridad había sido suspendida, Oppenheimer se negó a renunciar y exigió una audiencia de la Junta de Seguridad del Personal de la comisión.

Esa audiencia fue unilateral desde el principio, ya que a los abogados de Oppenheimer se les prohibió acceder a materiales confidenciales, mientras que el fiscal de la comisión tuvo acceso a cientos de intervenciones telefónicas. En última instancia, la junta de tres personas decidió que Oppenheimer era un ciudadano leal pero que su autorización de seguridad debería ser rescindida.

En 1959, el Senado celebró una audiencia sobre la nominación de Strauss para secretario de Comercio, un proceso acalorado que la revista Time denominó “la batalla más amarga de la historia de Estados Unidos por la confirmación de una nominación presidencial”. La nominación fue rechazada, en una votación de 49 a 46.

¿Qué pasó finalmente con Oppenheimer?
Después de perder su autorización de seguridad, Oppenheimer continuó enseñando y realizando investigaciones con el apoyo de muchos miembros de la comunidad científica, que lo veían como un mártir. En 1963, el presidente Lyndon B. Johnson le otorgó el premio Enrico Fermi, que honra los logros de toda una vida en la ciencia de la energía.

En 1966, se retiró del Instituto de Estudios Avanzados y murió de cáncer de laringe al año siguiente.

En diciembre de 2022, unos días después de que se lanzara un tráiler de Oppenheimer, la secretaria de Energía, Jennifer M. Granholm, anuló la decisión de 1954 de revocar la autorización de seguridad del científico. Citó un “proceso defectuoso” que violó las propias regulaciones de la Comisión de Energía Atómica.

“Ha salido a la luz más evidencia del sesgo y la injusticia del proceso al que fue sometido Oppenheimer”, dijo Granholm, “mientras que la evidencia de su lealtad y amor por el país solo se ha afirmado aún más”.

Christopher Kuo es reportero de cultura para el Times y miembro de la clase de becarios 2023-24.