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domingo, 23 de julio de 2023

HISTORIA. La conversación alucinante que hundiría a Robert Oppenheimer 10 años después.

Se publica al fin en español la impresionante biografía del físico y director del proyecto Manhattan que creó la bomba atómica para acabar años más tarde acusado de comunista.

Aquel coronel de Inteligencia y antiguo entrenador de fútbol americano se quedó atónito. Ante él se encontraba el director del proyecto científico más importante y secreto de la historia de la humanidad y ese hombre, con su característica seguridad en sí mismo, le estaba confesando abiertamente que unos amigos suyos que actuaban como intermediarios del cónsul soviético en San Francisco le habían pedido información acerca de las actividades que estaban desarrollando en Los Álamos. "Por supuesto es traición, aunque a mí me parecería bien la idea de que el comandante en jefe comunicara a los rusos que estamos trabajando en este asunto". Aquel hombre era el físico estadounidense Robert Oppenheimer y "este asunto" era la bomba atómica que su laboratorio buscaba a toda velocidad para hacerse con ella antes que los nazis y ganar la Segunda Guerra Mundial. Aquella conversación grabada en secreto fue otra bomba de efecto retardado que 10 años después, en la década de los cincuenta —en plena caza de brujas anticomunista—, hundiría a quien hasta ese momento era uno de los grandes héroes de EE.UU. El funesto interrogatorio al que el ladino e implacable cazador de comunistas coronel Pash sometió al director científico del proyecto Manhattan —el director militar era el general Leslie Groves— sirve de clave de bóveda a una impresionante biografía que se alzó con el Pulitzer, que al fin podremos leer traducida al español casi dos décadas después de su publicación en inglés y en la que se basa la nueva película de Christopher Nolan a estrenar este 2023: Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer (Debate). Los autores, Kai Bird y el fallecido Martin J. Sherwin, dedicaron 30 años de investigación de archivos, entrevistas, análisis de cintas y hallazgos documentales a la biografía del hombre que, como el Prometeo de la tragedia griega, robó el fuego del sol a los dioses dando lugar al arma más mortífera nunca descubierta para después, sobrecogido por los efectos destructores de su propia invención, dedicar el resto de su vida a luchar contra la proliferación nuclear.

 
"Curiosamente, desde que se arrojaron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer albergaba la vaga sensación de que en su camino lo esperaba algo oscuro y ominoso. Unos años antes, a finales de la década de 1940, cuando se había convertido en una figura verdaderamente emblemática en la sociedad estadounidense, como el científico y el consejero político más respetado y admirado de su generación —había incluso aparecido en la portada de las revistas Time y Life—, leyó el relato La bestia en la jungla, de Henry James. Se quedó impresionado por esa narración obsesiva de egolatría atormentada en la que al protagonista lo persigue la premonición de que 'algo raro y extraordinario', posiblemente prodigioso y terrible, le sucedería 'tarde o temprano'. Fuera lo que fuera, estaba seguro de que lo 'arrollaría".

Una cena fatídica
Extremadamente inteligente e imaginativo, Oppenheimer también había sido un hombre muy de izquierdas a quien la derrota republicana en la Guerra civil española dejó una profunda huella y que, si bien no llegó a militar nunca en el Partido Comunista de EEUU, sí simpatizó con sus objetivos como la mayoría de sus amigos y compañeros de la Universidad de Berkeley así como su propia mujer Kitty. Y fue en ese contexto, pocas semanas antes de partir al desierto de Nuevo México para ponerse al frente del laboratorio que debía conseguir la fusión del átomo con fines militares antes que Alemania, cuando un incidente en principio insignificante en la cocina de la casa de Eagle Hill donde vivía el físico con su familia acabaría por trastocar toda su vida posterior. Hoy se conoce como el caso Chevalier.

Tráiler de 'Oppenheimer

 
 Corría el invierno de 1942-43. El profesor de literatura francesa de Berkeley Haakon Chevalier y su mujer, Barbara, eran amigos íntimos de los Oppenheimer y estos los invitaron a una cena de despedida en su domicilio. Al llegar los invitados, Haakon fue con Robert a la cocina a preparar unos martinis y fue allí donde le contó al físico que un conocido de ambos, un tal George Eltenton, le había encomendado que preguntara a su amigo Oppenheimer si podía pasarle información sobre su trabajo científico al cónsul soviético en San Francisco y ayudar así a la URSS —teórica aliada de EEUU— a ganar la guerra. 

La respuesta a la proposición de su amigo fue un no rotundo porque aquello era "traición" 

Oppenheimer era un rojo, pero también un patriota. Aunque coincidía con los círculos izquierdistas universitarios en que los soviéticos estaban luchando por la supervivencia "mientras que los reaccionarios de Washington saboteaban la ayuda que los rusos merecían recibir", su respuesta a la proposición de su amigo fue un no rotundo porque aquello era "traición". La charla terminó, los martinis quedaron listos y, aunque el físico dudó si contárselo a las autoridades, finalmente desistió para no poner en peligro a su amigo. Poco después, la familia Oppenheimer marchó a Los Álamos, en Nuevo México, para levantar en medio del desierto una ciudad de más de 5.000 habitantes entre militares, científicos y sus familias, con el fin de desarrollar la bomba atómica.

Triunfo y tragedia
Hay varias inverosimilitudes en esta historia increíble y real, del tipo que podrían agujerear una ficción. ¿Cómo es posible que un científico izquierdista que el FBI de John Edgar Hoover tenía fichado, y pinchado, desde hacía años fuera el elegido para aquel proyecto militar decisivo y ultrasecreto que, como hay sabemos a ciencia cierta, no iba dirigido contra una Alemania que se mostraba incapaz de hacerse con la bomba sino contra una Unión Soviética que ya se adivinaba como el nuevo enemigo una vez concluida la guerra? ¿Y cómo pudo ser además que es científico confesara durante el proyecto las peticiones de sus amigos para que le pasara información a los rusos y, en ese momento, no ocurriera nada? La respuesta de los autores de Prometeo americano es una combinación de azar y necesidad. No existía nadie en ese momento en el mundo con el talento que atesoraba Oppenheimer, nadie que pudiera llevar aquel empeño a buen puerto a tiempo. Y, cuando al final lo logró, el aura de héroe súbito que adquirió le protegió durante un tiempo.


placeholderAlbert Einstein y Robert Oppenheimer, en 1947.
Albert Einstein y Robert Oppenheimer, en 1947.

Pero, cuando en 1953, en plena histeria anticomunista desatada por el Comité de Actividades Antiestadounidenses promovido por el senador Joseph McCarthy, se desempolvó la cinta de aquel interrogatorio al que Pash sometió a Oppenheimer 10 años antes, la carrera al servicio del gobierno del físico se hundió. Le declararon "una amenaza para la seguridad nacional" y le acusaron de 34 cargos que iban desde lo absurdo ("consta que en 1940 usted figuraba como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino") a lo político ("desde el otoño de 1949 en adelante mostró una fuerte oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno"). El calvario que siguió duraría hasta que el presidente Kennedy rehabilitó a Oppenheimer en 1963. Años después de la muerte de Oppenheimer el 25 de febrero de 1967, su amigo el diplomático George Keenan recordaba: "En los días oscuros de principios de los años cincuenta, cuando los problemas se le agolpaban por todas partes y se vio en el centro de la controversia, presionado, le señalé el hecho de que sería bienvenido en un centenar de centros académicos de cualquier parte del mundo y le pregunté si no había pensado irse a vivir a otro lugar. Me respondió con lágrimas en los ojos: 'Joder, pero es que quiero a este país".


placeholder'Prometeo americano'. (Debate)

jueves, 27 de abril de 2023

_- LA PARADOJA OPPENHEIMER: una universidad útil no solo debe ser práctica.



La paradoja Oppenheimer 

Una universidad útil no solo debe ser práctica.

Hace décadas que la otrora cuna del pensamiento, la ciencia y la filosofía cayó en desgracia por falta de recursos y su reorientación hacia el utilitarismo. La democracia desinformada, la economía desigual y el empleo precario requieren el renacimiento de la que durante siglos fue una grandiosa institución.
El general Leslie Groves junto a Oppenheimer en el desarrollo del proyecto Manhattan (Circa 1944

_- Habiendo terminado la lectura de la reciente biografía del científico estadounidense Julius Robert Oppenheimer, escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin, hay dos cuestiones que quisiera resaltar sobre la trayectoria de este ser humano tan singular, y que casan con los argumentos que hemos ido exponiendo tanto sobre la responsabilidad que tiene la Universidad de formar ciudadanos críticos con ilusión por cambiar la realidad, como por que ella misma pueda defenderse de intromisiones indebidas que, a la larga, pueden ser catastróficas para el desarrollo de la humanidad.

Oppenheimer fue un físico teórico brillante que dirigió el proyecto colosal de investigación y fabricación de la bomba atómica en Los Álamos (EEUU), lo que culminaría con las detonaciones nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki (ambas en Japón). Desde su infancia fue identificado por sus familiares y profesores como un superdotado en toda la extensión y hondura de la palabra. Capaz de hablar alemán y holandés con soltura tras unos pocos meses de inmersión durante sus estancias investigadoras en estos países mientras desafiaba a sus maestros, muchos de ellos premios Nobel, y, con la misma facilidad, podía darse el lujo de aprender sánscrito para leer del original el poema hindú Bhagavad Guitá, o italiano para recitar de memoria a Dante.

A pesar de aquella polimatía excéntrica y, para algunos, maldita, resultó ser un profesor muy querido por sus alumnos y discípulos en las universidades en las que impartió docencia (Caltech, Chicago, Berkeley, Princeton), tanto por su exigencia académica como por su tolerancia y solidaridad para apoyar a los alumnos que tenían que esforzarse como un mortal común para seguir sus clases.

Oppie, como le apodaron sus amigos, creció yendo a la Escuela por la Cultura Ética de Nueva York, fundada por Felix Adler, un reformista liberal y defensor los derechos civiles de las minorías desde 1876. La visión deísta de Adler moldeó su mentalidad social: una en la que había que tomar posición y celebrar la acción y la responsabilidad hacia el mundo. Una en la que la voluntad individual para superarse y enfocarse en un propósito de justicia social pasó a ocupar la posición del ideal del Superyó en su inconsciente y que ya no le abandonaría en toda su vida. Esto le llevó a participar activamente en los esfuerzos de su país para acabar con Hitler. Pero, tras la caída de la bomba y el fin de la guerra, cuando quiso recuperar su autonomía política e intelectual apoyando la doctrina del desarme nuclear, pasó de héroe nacional a traidor, calumniado y acusado de comunista y judío taimado y antiamericano.

En la época de oro de la ciencia en la Universidad, sin darse cuenta de las consecuencias a largo plazo, esta fue secuestrada por la industria armamentística. Precisamente Bird y Sherwin cuantifican que el número de laboratorios privados que se abastecieron intensivamente de catedráticos e investigadores de las universidades estadounidenses pasó de solamente cuatro en 1890 a casi 2.000 al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que este fenómeno tuvo lugar dentro de una coyuntura mundial extraordinaria, pero desde entonces la dependencia de la investigación y el I+D+I del sector universitario de EE. UU. con respecto a los intereses industriales y militares no ha dejado de persistir, poniendo en peligro la independencia de sus fines educativos y la diversidad de pensamiento que se fomenta dentro de sus facultades.

En nuestro futuro imaginado, y quizá ingenuo, la Universidad en Europa no perdería su autonomía, independencia, neutralidad y ecuanimidad para así no dejar de discernir cuando el plano ético de sus acciones quedara sustituido por los intereses de la economía o de otros supuestos como el nacionalismo, el totalitarismo, el racismo o el fascismo. Es cierto que no sería fácil conseguirlo, pero su estatuto moral debería balancearse entre, en uno de los extremos

(1) tomar decisiones ante cuestiones delicadas y actuar con audacia, evitando caer en un conservadurismo e inmovilismo infructuoso y regresivo, y 

(2) en el otro extremo, tomarse tiempo para reflexionar con diligencia sobre las razones por las que debe actuar en cada momento para estar segura de por qué hace lo que hace.

Ciertamente, como creía Oppenheimer, en la vida real tiene que haber espacio para ejercer las dos posibilidades, aunque una de ellas prime sobre la otra en determinados momentos de la historia. De cualquier forma, la Universidad del futuro deberá ser un lugar de valor y reflexión, una institución ética y bien equilibrada que brinde una formación integral a sus estudiantes y contribuya al desarrollo de la sociedad. Si hacemos bien las cosas, la Universidad europea será un faro de conocimiento y sabiduría para las futuras generaciones. O no será.

SOBRE LA FIRMA
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).

lunes, 28 de noviembre de 2022

LIBROS El último superviviente del amable poblado donde se creó la bomba atómica

Un libro y un documental recogen el testimonio del Nobel de Física Roy J. Glauber sobre su trabajo en el laboratorio de Los Álamos

Robert Oppenheimer, con sombrero, y el general Leslie Groves (a su lado) examinan junto a otros científicos y militares los restos de una torre arrasada por la primera prueba atómica, en Nuevo México.
Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.
Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.

María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014.

María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014
Una charla dentro del marco del Proyecto Manhattan, entre el público se puede ver a Robert Oppenheimer, director científico.

Una cafetería en el laboratorio de Los Álamos, durante el Proyecto Manhattan.


Los Álamos era un apacible poblado habitado por parejas jóvenes, abundantes niños, trabajadores con tiempo libre para disfrutar de la naturaleza circundante y del buen clima del estado de Nuevo México. Después de la jornada laboral se podían dar paseos, disfrutar de proyecciones de cine por 10 centavos, asistir a alguna conferencia o bailar en alguna fiesta. Las bebidas disponibles eran de baja graduación alcohólica, dado el carácter militar del recinto, pero alguno de los abundantes científicos fabricaban alcohol en secreto, porque la ciencia tiene múltiples aplicaciones. En el amable poblado de Los Álamos, a principios de los años cuarenta, estas jóvenes familias estaban trabajando en producir algunos horrores por venir y una potencia de destrucción que aún tiene en vilo al mundo. Estaban construyendo la bomba atómica. La primera de esas que todavía, y sobre todo hoy, siguen siendo una amenaza para la supervivencia de la Humanidad.

Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan. Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.

La macrohistoria de la bomba es bien conocida: en 1938 los científicos alemanes Lise Meitner y Otto Hahn descubren la posibilidad de fisionar el átomo de uranio liberando grandes cantidades de energía, según había establecido Albert Einstein en la ecuación más célebre de la ciencia: E=mc². Ante el poderío de este proceso natural y sus posibilidades militares, el físico Leó Szilárd ve el futuro retorciéndose y convence a Einstein para que firme una carta dirigida al presidente de los Estados Unidos, urgiéndole a desarrollar el arma antes de que lo hagan los nazis. Roosevelt pone en marcha el ambicioso Proyecto Manhattan, cuyo epicentro es el laboratorio de Los Álamos. De ahí salieron Little Boy y Fat Man, las bombas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki en 1945 y que cambiaron la historia para siempre. Desde entonces la civilización se puede destruir a sí misma con cierta facilidad. En eso estamos.

Lo que ahora podemos conocer con más detalle es la microhistoria de aquel lugar, en boca del físico estadounidense Roy J. Glauber (New York, 1925 - Massachussets, 2018), que fue el más joven de los participantes del área teórica del Proyecto Manhattan, y que ganó posteriormente, en 2005, el premio Nobel de Física por otras cosas: sus trabajos en el campo de la Óptica Cuántica, disciplina de la que se le considera pionero. Su testimonio se recoge en el libro La última voz (Ariel) y el documental That’s the Story (se puede ver en YouTube), ambos obra de María Teresa Soto-Sanfiel, doctora en Comunicación Audiovisual y profesora de la Universidad de Nacional de Singapur, y el físico José Ignacio Latorre, catedrático de la Universidad de Barcelona y director del Centre for Quantum Technologies de Singapur.

Todo empezó con unas copas. “Estábamos en un congreso en Benasque y me llevé a Glauber a tomar algo que no conociese, como los mojitos, porque a un premio Nobel siempre hay que tratarle bien”, bromea Latorre. Animado por el brebaje, Glauber comenzó a contar anécdotas que implicaban a grandes nombres de la Física del siglo XX. ¿Por qué les conocía? “Es que trabajé en el Proyecto Manhattan, a los 18 años”, dijo Glauber, que era, por tanto, uno de los últimos supervivientes de los que colaboraron en la fabricación de la bomba. A partir de esos mojitos, y a través de varios encuentros fortuitos (en Singapur, en el MIT de Massachusetts, etc), los autores fueron grabando el material. Curiosamente, cuando se disponían a ilustrar el documental, se desclasificaron los archivos del Proyecto Manhattan y consiguieron 17 horas de imágenes de la época, muchas de las cuales se muestran por primera vez al público. “En nuestros encuentros Glauber era muy minucioso con los detalles, de modo que nos dio una fotografía muy viva de aquellos tiempos”, explica Soto-Sanfiel, “es la vida en Los Álamos contada por un protagonista, y eso es algo inusual”.

María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014.

Glauber describe en varias ocasiones Los Álamos como un lugar utópico (aunque en esa pequeña utopía científica se empezaran a generar algunas distopías que nos quitan el sueño desde entonces), y eso que también habla de su austeridad: era un lugar perdido de la mano de Dios, no se cobraba demasiado y tampoco había demasiado con qué llenar el tiempo más allá del trabajo. “Pero se encontraban elementos que a un joven como aquel le maravillaban”, dice Latorre, “al parecer la comida era muy buena (Glauber seguía siendo un gran comilón a sus 90 años), hacía buen tiempo y, sobre todo, estaba rodeado de los mejores cerebros de la época”.

En Los Álamos se concentró un poderío intelectual que deslumbraba al joven Glauber, que, destinado allí para hacer cálculos complejos, ni siquiera había terminado los estudios en Harvard. El de Robert Oppenheimer, director científico, que tenía una gran facilidad para entender la física y comunicarla (por ejemplo, al general Leslie Groves, responsable supremo del proyecto). Glauber le describe como un intelectual romántico, gran conocedor de los textos clásicos hinduistas (dominaba el sánscrito), que contrastaba con el típico pensamiento pragmático de los científicos estadounidenses. Cuando vio estallar la primera bomba, en el desierto de Nuevo México, se recitó estos versos del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”. El director Christopher Nolan prepara una película sobre su figura, que se estrenará en 2023.

Una charla dentro del marco del Proyecto Manhattan, entre el público se puede ver a Robert Oppenheimer, director científico.

También Hans Bethe, responsable del área teórica del proyecto, al que Glauber describe como de gran inteligencia y comprensión con sus colaboradores; Enrico Fermi, capaz de hacer ingeniosos cálculos y aproximaciones para abordar los problemas; o el célebre Richard Feynman, todo un personaje capaz de pensar la física de otra manera y ser el centro de atención con sus eternas historias y anécdotas (como se muestra en su conocida biografía ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, que sirve de inspiración a estudiantes de todo el planeta). A Glauber, sin embargo, parece no convencerle del todo la figura de Feynman, al que considera un hombre demasiado centrado en seducir a los demás interpretando a su personaje estrambótico. “Glauber era un hombre serio, poco dado a los aspavientos, pero Feynman era todo lo contrario, alguien que brillaba”, dice Soto-Sanfiel, “así que le consideraba un poco fantasma, aunque le tenía gran respeto intelectual”.

Glauber presenció en primera persona el primer estallido de la bomba, la prueba Trinity, sucedida en julio de 1945 en el desierto de Nuevo México. No estaba invitado, por su condición de físico teórico, pero junto con unos colegas se apostó como espectador en una montaña cerca de Albuquerque, a unas 70 millas (algo más de 112 kilómetros) de la explosión. Cuando la bomba, de 20 kilotones, estalló, se quedaron aterrados. El primer hongo nuclear surgió contra el cielo nocturno y, en el lugar de la detonación, la arena del suelo se fundió formando una sustancia verde y brillante como el jade, que luego se bautizó como trinitita. Glauber describió el evento como algo “muy grande y siniestro”. Durante el mes siguiente nadie en el laboratorio quiso hablar de lo que había visto.

El relato del libro y el documental no se queda en la experiencia de Los Álamos, sino que también narra la posterior caída en desgracia de Oppenheimer, víctima de la caza de brujas y defenestrado por el físico Edward Teller (algo así como el malo de esta historia), que le acusó de comunista y que era partidario, contra el primero, y aún después de los horrores de Japón, de seguir desarrollando bombas de mayor potencia, como la de hidrógeno. Así se hizo.

Una cafetería en el laboratorio de Los Álamos, durante el Proyecto Manhattan.

Glauber falleció en diciembre de 2018, con el libro ya en fase de edición, de modo que no llegó a presenciar el inicio de la guerra de Ucrania, en la que Vladímir Putin ha vuelto a agitar los miedos nucleares que tanto inquietaron la segunda mitad del siglo XX, en la Guerra Fría. “Entonces no se hablaba casi del peligro nuclear y, como comprobamos al mostrar una primera versión del documental en diferentes centros de investigación, había cierto consenso en que la posibilidad de una destrucción total había mantenido una larga paz en Europa”, dice Latorre.

El físico neoyorquino nunca expresó arrepentimiento por participar en el Proyecto Manhattan, por varios motivos: entonces era un chaval sin ninguna importancia al que solo le requerían para hacer ciertos cálculos y, además, en aquel momento miles de jóvenes soldados morían “como moscas” en la guerra mientras que los nazis podían estar construyendo su propia bomba. “Eso sí”, agrega Soto-Sanfiel, “cuando se lanzaron las bombas en Japón, Glauber abandonó el proyecto y nunca quiso saber más de la carrera armamentística”.

https://elpais.com/cultura/2022-11-07/el-ultimo-superviviente-del-amable-poblado-donde-se-creo-la-bomba-atomica.html

viernes, 12 de marzo de 2021

_- Reseña de Historia secreta de la bomba atómica, de Peter Watson, Barcelona: Crítica 2020, traducción de Amado Diéguez Rodríguez. Secretos desvelados.

_- Lo básico de esta nota: si tienen algún interés por lo sucedido en Los Álamos, seguramente el proyecto político-científico-militar más importante y decisivo de nuestra historia, no se pierdan este ensayo novelado.
Historia secreta de la bomba atómica: Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba (Memoria Crítica) de [Peter Watson, Amado Diéguez]
Su tema: la historia secreta de la fabricación de la bomba atómica. Su estructura: prólogo, primera parte: “De incógnito. Klaus Fuchs y Niels Bohr” (un capítulo), segunda parte: “Sobreestimar a los alemanes” (quince capítulos), tercera parte: “Vidas paralelas. Klaus Fuchs y Niels Bohr” (ocho capítulos), cuarta parte: “Subestimar a los rusos” (dos capítulos), agradecimientos, notas e índice analítico. Una de las tesis centrales de Watson: “tanto los estadounidenses como los franceses, los alemanes y los británicos cometieron una serie de errores cruciales y contaron una larga serie de mentiras con el resultado de que el mundo entró dando traspiés, o directamente metiendo la pata en la era nuclear, cuando, para colmo, era del todo innecesario” (p. 15).

Historia secreta de la bomba atómica: Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba eBook: Watson, Peter, Diéguez Rodríguez, Amado: Amazon.es: Tienda Kindle

Peter Watson, autor muy prolífico, trece libros en su haber hasta este momento (Ideas. Historia intelectual de la Humanidad, La gran divergencia, La edad de la nada, Convergencias,…) es historiador y periodista. Se nota. Su Historia secreta… es una excelente historia (periodística) de la ciencia escrita desde una perspectiva marcadamente política, una historia que puede leerse (seguramente esa ha sido la pretensión del autor) casi como una novela policiaca. Si la coges, no la dejas. Te atrapa. Sarah Robey lo expresó así en una reseña publicada en Nature: “Obra meticulosa y con una narrativa que atrapa al lector, bien documentada y en la que diplomacia, ciencia y biografías se dan la mano para contarnos un momento histórico que aún necesitaba que le arrojaran luz”.

Acertado juicio a pesar de las palabras iniciales que abren el ensayo generan alguna zozobra: “Es posible que en toda la historia de la humanidad ninguna idea haya tenido consecuencias más inmediatas y trascendentales que el célebre descubrimiento de Albert Einstein de que E = mc2, esto es, que la materia y la energía son, básicamente, aspectos distintos de un mismo fenómeno. Einstein publicó su teoría de la energía nuclear en mayo de 1905 y la estuvo puliendo y perfeccionando -con ayuda- hasta que en 1917, en mitad de la primera guerra mundial, quedó perfilada del todo. Veintiocho años después -es decir, al cabo de una sola generación-, el 6 y el 9 de agosto de 1945, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con sendas bombas atómicas pondría fin a la segunda guerra mundial». Llamar ‘teoría de la energía nuclear’ a la teoría de la relatividad restringida (la de 1917, es la teoría general) es tan tendencioso como la afirmación ‘la estuvo puliendo y perfeccionando’. El salto científico y tecnológico de lo que pasó en esos años hasta el lanzamiento de las bombas en Hiroshima y Nagasaki parece irrelevante. Exagerando un poco, Watson parece sugerir que Einstein acabó con la segunda guerra mundial con el bagaje de su teoría de 1917. La famosísima ecuación que cita abre la puerta a la existencia y posible uso de una energía nueva y descomunal. Pero, sabido es, que ese camino no lo transitó Einstein (que se dedicó a la cosmología y no a la física cuántica, salvo en el caso del efecto fotoeléctrico de 1905). Hay mucha ciencia y mucha tecnología absolutamente no einsteinianas entre la ecuación de marras (sabiamente comentada y matizada por Álvaro de Rújula) y la bomba atómica.

Sería descortés por mi parte que les revelara (spoiler lo llaman ahora) detalles de la trama atómico-militar descrita por Watson. Sólo les puedo copiar las palabras (algo inexactas) que pueden leer en al contraportada: “Peter Watson, el gran historiador intelectual del siglo XX, nos muestra cómo surgió, y cómo fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear y cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder, tomó por su cuenta, tal como lo revelan los documento desclasificados en estos últimos años, la decisión de construir y emplear la bomba atómica, que nadie quería realmente y que no era necesaria, contra lo que se dice, para acabar la segunda guerra mundial. El libro de Watson, escrito con su habitual garra narrativa, no solo desvela un pasado desconocido sino que ilumina un presente sujeto todavía a la amenaza nuclear”. No es exacto que toda la comunidad científica rechazara la idea de la construcción de un arma nuclear; tampoco lo es que nadie la quisiera realmente. Watson refuta ambas afirmaciones. Añado: la gran mayoría de las observaciones que se han hecho desde posiciones críticas sobre el proyecto Manhattan no andaban desencaminadas, en absoluto. Se quedaron cortas en muchos aspectos.

Algunos comentarios complementarios (me dejo mucho en el tintero) para incrementar su interés:

1. Todo lo que se ha dicho sobre la grandeza científica y, remarco, política-diplomática de Niels Bohr se ha quedado corto. Un científico concernido que vio mucho más allá que otros en esta historia.

2. Si recuerdan el encuentro Bohr-Heisenberg y la obra de teatro Copenhague de Michael Frayn, la aproximación y la reconstrucción crítica de Watson no les decepcionará.

3. Werner Heisenberg, no solo fue uno de los grandes científicos del siglo XX sino probablemente entre los tres más grandes (Nobel en 1932, a los 31 años) y uno de los grandes físicos-filósofos, comentó años después que si en 1939 un puñado de físicos se hubiera negado a seguir investigando la posibilidad de fabricar armas nucleares, los políticos no habrían podido seguir adelante y la carrera atómica se habría truncado. No está claro que esa afirmación contrafáctica no fuera una forma de autojustificarse (contra el descomunal ego teoricista de Heisenberg, Pauli comentó en una ocasión que “no resultaba difícil imaginar a Heisenberg declarando: “Yo soy capaz de pintar tan bien como Tiziano. Mirad: [un rectángulo, el marco de un cuadro, en blanco]. ¡Sólo faltan los detalles técnicos!”, p. 119).

4. Watson señala que las últimas investigaciones demuestran también que la decisión final de usar la bomba estuvo finalmente en mano de un número reducido de personas. Algunas de ellas se esforzaron por ocultar sus verdaderos motivos. En público defendían lo que tocaba defender (y que fue ampliamente publicitado en revistas con fuerte penetración cultural popular como Reader’s Digest): el lanzamiento de las bombas se había hecho para salvar la vida de muchos norteamericanos y japoneses. Pero no fue eso.

5. Todo lo que han pensado del militarismo y ceguera política del general Leslie Groves, el responsable militar del Proyecto, estaba en lo cierto o se quedaba corto. Sin asomo de autocrítica y sosteniendo barbaridades muchos años después de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki.

6. Sin olvidar ni pretender justificar desde luego la criminal política represiva del estalinismo, no fue Stalin el malo-malísimo de esta película. Watson lo muestra por activa y por pasiva, y cita una afirmación del líder soviético que sigue siendo verdadera en nuestro hoy: “No es fácil pensar en las armas atómicas sin pensar al mismo en el fin del mundo”.

7. Klaus Fuchs es, con diferencia, el científico concernido más interesante de toda esta historia, a la altura de Bohr. Merecería nuestro máximo reconocimiento. Está en el corazón de esta historia donde “se encuentran dos personas, Niels Bohr y Klaus Fuchs, que, cada uno desde un punto de partida muy distinto, anticiparon que la bomba amenazaría con cambiar el mundo de la posguerra [¡y no para bien!] y no se quedaron de brazos cruzados. Uno no consiguió nada, pero el otro sí” (p. 15).

8. Tampoco Szilárd es un personaje menor en la narración de Watson.
No pasen por alto las notas. Hay apuntes y reflexiones interesantes en ellas, todas ellas ubicadas (erróneamente en mi opinión; mejor hubiera sido después de cada capítulo) al final del libro.

El índice analítico es magnífico, extraordinario, de enorme utilidad. A imitarlo.

Watson abre con unas palabras de J. Robert Oppenheimer que explican el comportamiento, la hybris (pensemos por ejemplo, en la actitud de Feynman el día del lanzamiento y en sus reflexiones posteriores), de una buena parte de la comunidad científica, engañada por las autoridades militares y políticas, congregada en Los Álamos: “Cuando te encuentras con algo técnicamente factible, sigues adelante. Luego ya entras en debates, pero solo cuando técnicamente el experimento ha dado sus frutos. Eso es lo que ocurrió con la bomba atómica”.

Un libro a releer, apto para seminarios y para discusiones sobre epistemología y política de la ciencia. Sobre este punto por ejemplo: “En el verano de 1942, los Aliados no tenían ninguna necesidad de embarcarse en la fabricación del arma nuclear, no si el motivo principal para hacerlo era contrarrestar la amenaza nazi, porque, en ese terreno, los nazis no representaban ninguna amenaza”. Pero, en realidad, no fueron los nazis, ya vencidos, ni los japoneses los destinatarios de la bomba.

Fuente: El Viejo Topo, enero de 2021
Por Salvador López Arnal.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

La conspiración que llevó a Hiroshima,

“En la segunda semana de junio de 1942 el mundo entró en la era atómica al mismo tiempo que su razón de ser original se esfumó”. Armado con esta tesis, el historiador Peter Watson construye en Historia secreta de la bomba atómica (Crítica, traducción de Amado Diéguez) un relato poblado por militares conspiradores, políticos ingenuos o malvados, nazis, espías comunistas y los científicos que conformaron la edad de oro de la física, una historia de traiciones y mentiras otras veces contada pero no desde esta óptica. “Estados Unidos gastó tanto en la bomba, y en secreto, que tenía que ser usada para justificar su coste. Sabían que no iba a ser necesaria una invasión porque los japoneses negociaban en secreto una rendición a través de los soviéticos. Los científicos de Los Álamos querían saber si sus cálculos y otras disposiciones funcionaban, era un triunfo de la ciencia, un gran logro por nuestra parte, cuando lo razonable habría sido no construir la bomba porque no hacía falta. Rusia no tenía ni la ciencia ni la fuerza humana para desarrollarla durante la guerra. Si el tándem Estados Unidos-Reino Unido no hubiera seguido adelante, nadie habría construido una bomba nuclear nunca en ningún sitio”, comenta Watson por correo electrónico para resumir su controvertida tesis.

¿Por qué junio de 1942? 
Porque fue el momento en que la Alemania nazi, contra quien se competía para construir la bomba antes y evitar que tomaran la delantera en la Segunda Guerra Mundial, decidió en una conferencia de científicos, militares y jerarcas dirigida por Albert Speer abandonar el proyecto y centrarse en armas que le dieran rédito inmediato. Werner Heisenberg, Otto Hahn y toda la elite científica que seguía en Alemania debían cambiar de rumbo. Esa misma semana, sin embargo, Centro (el eje del espionaje soviético) ordenó a todos sus agentes en Berlín, Londres y Nueva York, que recopilaran cuanta información pudieran sobre el “proyecto secreto” de la Casa Blanca “para fabricar la bomba atómica”. Empezaba el prólogo de la Guerra Fría.

¿Sabían los aliados que la amenaza nuclear nazi quedaba desactivada? Reino Unido, con una calidad espectacular en sus fuentes de inteligencia, sí. Gracias a Paul Rosbaud —científico, periodista y gran relaciones públicas alemán entregado a la causa aliada, personaje de novela que siempre iba con una cápsula de cianuro en el bolsillo “por si acaso” y que aguantó con su coartada hasta el final de la guerra— tenían información de primera mano de lo que ocurría en el interior del mundo científico alemán. “Su importancia es incalculable”, asegura Watson. Y, sin embargo, los estadounidenses lo ignoraron. Riguroso al extremo con documentos, declaraciones y fechas pero también con su habitual pulso narrativo, Watson (Birmingham, 77 años) demuestra que Estados Unidos conocía los planes de Alemania. El gran conspirador en la sombra era el general Leslie Groves, supervisor de la construcción del Pentágono y el mayor cargo militar al frente del Proyecto Manhattan en Los Álamos, quien ya en septiembre de 1942 aseguró que Rusia era el “enemigo” natural de Estados Unidos y que el proyecto “estaba orientado sobre esa base”. “Groves es el gran villano de la historia. Es un poco como Trump, que pensó que lo militar podría volver a dar la grandeza a Estados Unidos. Él veía el proyecto de una manera que era imposible que no llegara a realizarse”, comenta Watson.

¿Lo sabían los científicos recluidos en Los Álamos? Algunos no. A otros no les importaba tanto como el hecho en sí de conseguirlo. En 1943, David Hawkins, uno de los más estrechos colaboradores de Robert Oppenheimer, director científico del proyecto, se quejó del entusiasmo “alegre, enloquecido, delirante” que había sobre el arma en Los Álamos y la pérdida de contacto con las consecuencias de su investigación del equipo allí reunido, el más imponente de la historia de la física. Recuerden el “no me vengan con escrúpulos de conciencia” de Enrico Fermi poco después de producir la primera reacción en cadena en un reactor nuclear. No todos eran así. El danés Niels Bohr, para Watson el científico más importante del mundo junto a Einstein, luchó y puso en juego su prestigio y sus influencias para que Roosevelt y Churchill accedieran a compartir con la Unión Soviética sus secretos. Pero fracasó donde otros con otros métodos más torticeros iban a triunfar.

Uno de los grandes personajes de un libro lleno de ellos es Klaus Fuchs. Hijo de pastor cuáquero, brillante físico teórico huido de Alemania tras luchar contra los nazis en los treinta, trabajaba para Moscú al menos desde 1941, cuando estaba exiliado en Reino Unido. Su incorporación al Proyecto Manhattan dio a los soviéticos una fuente directa e información esencial para desarrollar su bomba. “Creo que se puede decir que la información que Fuchs pasó a los rusos significó que cuando empezó la guerra de Corea en 1950 Rusia estaba mucho más avanzada de lo que hubiera estado sin él y el hecho de que estuvieran preparados fue un factor clave para que Truman no usara de nuevo la bomba. Pero eso no cambia el hecho de que Fuchs fue un traidor y que si su traición hubiera ocurrido con Rusia como enemigo y no como aliado él podría y debería haber sido ejecutado”. Fuchs creía que así contribuía a la paz, una paz que Reino Unido y Estados Unidos buscaban a través de la coerción que supondría ser los únicos que tenían el arma atómica.

¿Eran todos unos ingenuos? 
“No hay que olvidar que Churchill creyó que podía llevarse bien con Stalin. Hasta cierto punto fue tan ingenuo como cualquier otro”, comenta Watson. “El equilibrio ha sido destruido. La bomba A es un chantaje”, dijo Stalin a Beria desde Postdam. Tras Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, "en el ámbito de la física se había culminado una terrible aventura”, afirma Watson en Historia intelectual del siglo XX. Hoy, hay 9.500 cabezas nucleares en el mundo, que podrían destruir el planeta más de 100 veces. Peter Watson insiste en que todo eso se podría haber evitado sin la conspiración que llevó a construir una bomba que no se necesitaba.

DE ESPÍAS Y FÍSICOS
El danés Niels Bohr es uno de los tantos premios Nobel que pueblan el libro y uno de sus ejes narrativos. “Fue siempre algo más que un simple científico”, asegura Watson de este hombre “generoso y paternal” que “carecía por completo del instinto de rivalidad”. Su labor, primero en Copenhague, luego en Reino Unido y finalmente en Estados Unidos dio cobijo a científicos alemanes huidos y fue esencial para ensamblar el equipo que terminó en Los Álamos. Pero una obra como Historia secreta de la bomba atómica, en cada esquina aparece un espía, un acto de traición, una sombra. A Bohr le perseguirá siempre la duda sobre lo que ocurrió en su encuentro en la Copenhague ocupada por los nazis con Werner Heisenberg. ¿Le dio este a Bohr el dibujo que él aseguraba poseer aunque los testigos no lo recuerdan y en el que se revelaban secretos de estado? ¿Fue el alemán un traidor que en público se mostraba como un ferviente nacionalista y en privado les decía a los aliados que ellos no iban a fabricar la bomba? ¿O era un nazi seguro de la victoria que quería reclutar a Bohr? ¿Se inventó Bohr el dibujo para dar credibilidad a sus tesis? Se ha escrito mucho sobre el asunto sin llegar a ninguna conclusión y aquí Watson tampoco se atreve a aventurarla.

https://elpais.com/cultura/2020-11-09/la-conspiracion-que-acabo-en-hiroshima.html



Robert Oppenheimer, con sombrero, y el general Leslie Groves (a su lado) examinan los restos de una torre borrada por la primera prueba atómica, en Alamogordo, Nuevo México, en 1945.

jueves, 6 de agosto de 2020

_- Con ocasión del 75 aniversario del bombardeo de Hiroshima, el lunes 6 de agosto de 1945 ¡Hiroshima mon amour!, o la masacre nuclear que ilustró el fin del mundo

_- La ciencia daba la oportunidad de demostrar a “los japos” que había nacido un imperio, muy superior a todos los anteriores, que en menos de lo que canta un gallo podía reducir a cenizas, a la nada, “al enemigo”. Así se inauguró “Apocalypse Now”: la Era del exterminio masivo de civiles.

Fue una mala decisión lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki – a pesar de que todavía lo aprueba el 56 por ciento de los estadounidenses-[1] y acabar con la vida de cientos de miles de civiles que fueron vaporizados o abrasados tras las explosiones nucleares que dejaron escrita con “sangre[2]” una de las páginas más macabras de la historia de la Humanidad. Aquellas masacres atómicas espejaron cómo sería el fin del mundo si los monos que gobiernan el planeta deciden apretar “el botón nuclear” para medir sus fuerzas en “el glóbulo cósmico” que nos ha tocado habitar.

Poco antes de ordenarse el genocidio, el presidente estadounidense Harry S. Truman[3] escribía en su diario:

Hemos descubierto la bomba atómica más terrible de la historia de la humanidad. ¿Es la destrucción masiva que se predijo en la Época de Mesopotamia?

La ciencia daba la oportunidad de demostrar a “los japos” que había nacido un imperio, muy superior a todos los anteriores, que en menos de lo que canta un gallo podía reducir a cenizas, a la nada, “al enemigo”. Así se inauguró “Apocalypse Now”: la Era del exterminio masivo de civiles.

Sobre Hiroshima cayó la bomba atómica “Little Boy” (El muchachito) el 6 de agosto de 1945 y, tres días después, el 9 de agosto, “Fat Man” (El gordinflón)[4] arrasó Nagasaki. Se calcula que en ambas ciudades murieron unas 260.000 personas[5], de las cuales 120.000 perecieron al instante, muchas de ellas vaporizadas, y otras 60.000 sucumbieron en los minutos y horas posteriores. El resto fallecería en las semanas, meses o años venideros.

¡Cuántos japoneses hemos matado en un instante! ¡Dios mío! ¡Qué hemos hecho! – escribió Robert Lewis- copiloto del bombardero “Enola Gay”[6], en una carta dirigida a sus padres tras contemplar el infierno que surgió de las entrañas de Hiroshima tras la explosión que convertiría la ciudad, de unos 350.000 habitantes, en una espectral urbe crematoria en la que “deambulaban muchedumbres de fantasmas”.

En Hiroshima, los diez mil grados que se alcanzaron en un diámetro de dos kilómetros respecto al “punto cero”, fundieron metales y granito, y desintegraron a miles de personas que se encontraban en ese radio. A pesar de la censura de los ocupantes, se han conservado fotografías de “sombras nucleares”[7]. Se trata de hombres y mujeres que dejaron su estampa, en pilotes o bancos, de pie o sentados. La hora de la explosión ha quedado inmortalizada, ya que todos los relojes se pararon a las 08:15 de la mañana.

Algo similar ocurrió en Nagasaki, cuando el bombardero “Bockscar” -que no pudo arrojar la bomba atómica sobre el centro de la urbe, ya que el cielo estaba nublado y se estaba agotando el combustible- dejó caer al “Gordinflón” sobre un barrio periférico del Valle de Urakami, lugar de emplazamiento de la ciudad[8].

Ese mismo día, el 9 de agosto, el presidente Harry S. Truman justificaba con estas palabras el lanzamiento de la bomba atómica:

“La usamos para acortar la agonía de la guerra, para salvar la vida de miles y miles de jóvenes estadounidenses”.

Los supervivientes de las explosiones, conocidos como “los Hibakusha” (los bombardeados), narran que por las calles deambulaban “legiones de fantasmas”, hombres, mujeres, niños y niñas, que “sin carne entre los huesos o sosteniendo la piel que se les caía a tiras”, trataban de alcanzar los ríos “para refrescarse” o se derrumbaban con sus extremidades deshechas o derretidas.

A las víctimas habría que añadir los miles de niños que nacerían con deformaciones y malformaciones en las semanas, meses o años después de las explosiones nucleares. Los supervivientes y sus descendientes no quieren hablar de ello. Es como si nadie quisiera recordar una inenarrable pesadilla que, con el Grito de Munch, nos proyecta una escalofriante sombra de la condición humana “que todavía sigue aferrada” al espíritu depredador que anula la razón engendrando monstruos.

El 15 de agosto, cuando los norteamericanos bombardeaban Tokio, el emperador japonés Hiro-Hito pidió la rendición en una inusual alocución por radio que duró cuatro minutos y medio. En la memoria de los nipones han quedado estas palabras:

“Ha llegado la hora de deponer las armas. Estoy dispuesto a soportar lo insoportable y sufrir lo insufrible (en aras de la paz)…”

Poco después Harry S. Truman anunciaba en la Casa Blanca, ante una multitud de periodistas y altas personalidades:

“Japón se ha rendido. Los chicos ya pueden volver a casa”[9]

Los estadounidenses, los aliados, la prensa, la radio, el cine, los voceros etc., han repetido hasta la saciedad durante décadas -haciendo caso omiso a “la voz de la conciencia colectiva”- que el bombardeo nuclear fue necesario para salvar vidas. El rebaño sigue polemizando sobre el asunto. Entre los pocos intelectuales de la época que condenaron aquella masacre de civiles estaba “mi amigo” Albert Camus, ese eterno extranjero que muchos llevamos dentro cual desterrados en el tiempo y en el espacio, pues la patria es un invento conceptual que, muchas veces, se nos escapa como la arena entre los dedos.

[1] Fuente: Pew Research Center (EEUU, 2015). Se añade que un 34 por ciento de los estadounidenses, muchos de ellos jóvenes, condenan los citados bombardeos nucleares. Si hay futuro, está en ellos.

[2] Alusión a la lluvia ácida o negra (black rain) que cayó tras las explosiones.

[3] Harry S. Truman (12 de abril de 1945-20 de enero 1953).

[4] La primera bomba “Little Boy” era de uranio. La segunda “Fat Man” (Gordinflón) era de plutonio. La que cayó sobre Nagasaki era de mayor potencia, pero causó “menos víctimas” al impactar en un barrio periférico de la ciudad.

[5] Son estimaciones, las cifras varían de una fuente a otra.

[6] En el “Enola Gay” había ocho tripulantes, incluido el copiloto Robert Lewis y el piloto Paul Tibbets.

[7] Huella que dejaron las víctimas tras vaporizarse.

[8] De unos 240.000 habitantes.

[9] También los chicos regresaron a casa tras matar en Vietnam entre tres y seis millones de personas, muchas de ellas civiles, incluyendo ancianos, mujeres, muchachas, niños y niñas. Gran parte de éstas últimas fueron violadas y asesinadas.

Blog del autor Nilo Homérico

Más noticias en la BBC.
https://www.bbc.com/mundo/resources/idt-67d6f259-8dcb-480e-94c3-b208e8f279a2

lunes, 13 de abril de 2020

_- CIENCIA. LA CRISIS DEL CORONAVIRUS. TRIBUNA. Los Álamos. Los grandes cerebros del mundo diseñaron la bomba atómica. Ahora necesitamos una vacuna.

_- Leó Szilárd, un brillante físico húngaro, se hizo muy amigo de Einstein en el Berlín de los felices años veinte, los mismos años que tan mal han empezado en nuestro siglo. Aprovechando la experiencia del alemán como oficinista de patentes, inventaron una nevera y la registraron, con menos éxito que el que asó la manteca. Sabemos esto gracias a una larga entrevista que el FBI hizo a Einstein veinte años después. No constan moretones. La entrevista está en la red y cualquiera puede comprobar que procedió de una forma civilizada. Lo que el FBI pretendía en 1940, con la guerra más devastadora de la historia empezando a hervir en medio planeta, era evaluar si Szilárd merecía una acreditación de seguridad en Estados Unidos. El FBI decidió que sí, y las consecuencias fueron seguramente enormes.

Tras el fiasco del refrigerador en los felices veinte, Szilárd, que además de húngaro era judío, tuvo que salir pitando de la Alemania nazi como tantos otros de los mejores cerebros de la época. Se largó primero a Inglaterra y luego a Nueva York. Mientras esperaba en un semáforo en rojo en una calle de Londres, se le ocurrió de pronto la idea de una reacción nuclear en cadena que aprovechara la ecuación más famosa de su amigo, E = mc2, para desatar un apocalipsis. Unos años después conoció las investigaciones sobre la fisión del uranio y percibió de inmediato que ese elemento pesado era la clave.

Szilárd ató cabos enseguida. Las mayores reservas de uranio estaban en el Congo, una colonia belga en la época. ¿Y si lo compraban los nazis? De pronto recordó algo extraordinario: su colega Einstein, con quien había patentado el peor refrigerador del siglo XX, era amigo de la reina madre de Bélgica. Corría 1939, y Szilárd se enteró de que Einstein estaba pasando unos días en Long Island, así que se plantó allí con un coche y preguntó al primer chaval que se encontró en la cuneta: “¿Muchacho, sabes dónde vive el doctor Einstein?”. Y el muchacho lo sabía.

Si la bomba podía construirse, Estados Unidos debía construirla. Einstein no tenía que escribir a la reina madre, sino al presidente Roosevelt. Ese fue el origen del proyecto Manhattan Lo demás es historia del siglo XX. Szilárd explicó a su amigo los avances sobre la fisión del uranio y la reacción en cadena, y Einstein comprendió el problema de inmediato y redactó una carta para la reina madre de Bélgica. Unos días después, el economista de Lehman Brothers (lo que son las cosas) Alexander Sachs vio más allá de lo que habían percibido los dos físicos geniales. Si la bomba podía construirse, Estados Unidos debía construirla. Einstein no tenía que escribir a la reina madre, sino al presidente Roosevelt. Ese fue el origen del proyecto Manhattan, que arrancaría al año siguiente en el laboratorio secreto de Los Álamos.

El enemigo actual no es un psicópata con bigote, sino un coronavirus que nos han cedido amablemente murciélagos y pangolines. En vez de escribir a la reina madre, construyamos la vacuna.

https://elpais.com/ciencia/2020-04-11/los-alamos.html

jueves, 7 de julio de 2016

Japón. Identifican al niño, Shoji Tanisaki, carbonizado que aparece en la icónica fotografía de Nagasaki


El rostro ovalado y la forma de los ojos del adolescente es "similar" en ambas imágenes, por lo que el experto concluyó que es, con un alta probabilidad, este niño japonés, que residía cerca de la zona cero el ataque y a quien sus hermanas menores reconocieron en la fotografía en 2015.

Agencias

Un experto forense japonés ha logrado identificar 71 años después al protagonista de "Cuerpo carbonizado de un niño cerca de la zona cero", una de las fotografías más icónicas del bombardeo atómico a Nagasaki al final de la II Guerra Mundial.

La comparación de los rasgos del niño que aparece en la imagen captada por el fotógrafo japonés Yosuke Yamahata con otra del pequeño cedida por su familia permitió a un científico de la Universidad japonesa de Kyushu desvelar que se trata de Shoji Tanisaki, de 13 años, según informaron ayer los medios japoneses.


La impactante imagen, que muestra en blanco y negro un cadáver sobre escombros prácticamente carbonizado, fue captada por Yamahata el 10 de agosto de 1945 en Nagasaki, apenas un día después de que Estados Unidos lanzase la bomba atómica sobre esta ciudad japonesa en la que fallecieron alrededor de 74.000 personas.

Pese a que la fotografía ha estado expuesta durante años en este Museo de la Bomba Atómica dedicado a la tragedia nuclear, no fue hasta el año pasado cuando las hermanas de Shoji Tanisaki se percataron de que la víctima retratada en la imagen se parecía a su hermano mayor, quien murió en el ataque.

El hijo del fotógrafo, Shogo Yamahata, explicó a Efe que regaló esta fotografía a las ancianas, quienes le contactaron el pasado otoño para indagar sobre la identidad del chico de la imagen intuyendo que era su hermano.

Posteriormente, la fotografía fue analizada en la Universidad nipona de Kyushu a petición de una asociación civil de víctimas y se confirmó que Shoji Tanisaki era el protagonista de la icónica imagen.

Miyoko Nishikawa, de 78 años y una de las hermanas de la víctima, se lamenta de no haber logrado identificar los restos de su hermano mayor antes del fallecimiento de sus padres, según Yamahata. "Mi hermana y yo reconocimos a Shoji en la imagen. Nos pusimos muy contentas al verle de nuevo. Lo único que conservamos de él es un paraguas y una botella de agua dañados por la radiación", contó emocionada la otra hermana de la víctima, Kei Yamaguchi, en una rueda de prensa emitida por la cadena pública NHK.

El responsable de la fotografía, Yosuke Yamahata, trabajaba como fotógrafo militar para el Gobierno nipón y fue el primero en retratar el estado en el que quedó la ciudad tras el bombardeo ejecutado por Estados Unidos el 9 de agosto de 1945, el segundo de la historia tras el que sufrió Hiroshima días antes.

Falleció en 1966, a los 48 años, a causa de un cáncer que desarrolló al haberse expuesto a la radiación de la ciudad japonesa.

Además de la imagen "Cuerpo carbonizado de un niño cerca de la zona cero", sus fotografías de otras víctimas, como una madre japonesa amamantando a su bebé, y las que reflejan la devastación que causó el ataque atómico se han convertido en un símbolo contra las armas nucleares.

lunes, 10 de agosto de 2015

Nagasaki, víctima olvidada del horror. El impacto de la bomba sobre Hiroshima ensombrece el recuerdo del segundo ataque.



Japón  aún estaba conmocionado Habían pasado tan solo tres días desde que la primera bomba atómica de la trágica historia de las guerras  estallase sobre la ciudad de HiroshimaPero a las 11.02 del 9 de agosto de 1945, en el extremo sur del país, en Nagasaki, el avión estadounidense B-29 Boxcar pilotado por el general Charles W. Sweeney lanzó la segunda bomba, de plutonio y con una carga incluso mayor que la anterior. Con la misma carga emocional que hace tres días, pero con un mensaje al Gobierno nipón mucho más directo contra el abandono del pacifismo en la Constitución, Japón conmemoró ayer el 70 aniversario de aquel trágico día, aún presente en la memoria de sus ciudadanos.

Hiroshima, la primera ciudad en recibir el ataque atómico, y la que padeció un mayor número de víctimas —140.000 en 1945— ha centrado las miradas. Nagasaki, que perdió 70.000 ciudadanos, ha pasado en general más desapercibida.

A su ceremonia en recuerdo de las víctimas y en exigencia de la paz mundial acudió, como el 6 de agosto a Hiroshima, el primer ministro japonés, Shinzo Abe. Frente a la mirada de las autoridades locales y algunos de los supervivientes de los bombardeos nucleares —los hibakusha— reiteró su llamamiento al fin absoluto de las armas nucleares, su mensaje habitual en estas conmemoraciones. Sí tuvo buen cuidado, a diferencia de hace tres días, en subrayar el respeto a los principios pacifistas, una mención habitual en otras ocasiones y que omitió hace tres días, algo que le valió numerosos reproches.

La opinión pública nipona se encuentra profundamente dividida ante la reinterpretación constitucional que promueve el Gobierno de Abe. Una serie de proyectos de ley, ya aprobados por la Cámara Baja y pendientes solo del visto bueno de la Cámara Alta, consagrarán una mayor participación de las fuerzas armadas japonesas en misiones en el exterior. Aunque el Ejecutivo insiste en que el papel de sus militares será muy limitado y siempre en ayuda de aliados en peligro, sus críticos le acusan de abandonar un pacifismo consagrado en la Carta Magna vigente desde la posguerra y que ha sido una de las señas de identidad del país desde entonces.

El alcalde de Nagasaki se hizo eco de ese sentir: “Mucha gente se pregunta si el principio pacifista de Japón, que nos impide involucrarnos en ninguna guerra, está siendo erosionado por esta iniciativa”, manifestó en la ceremonia Tomihisa Taue. “Nunca debemos abandonar este principio, sobre el que se ha construido la prosperidad del Japón actual. No podemos olvidar los recuerdos trágicos que nos dejó la guerra”, prosiguió.

La orografía como escudo
El impacto de Fat Man —como se llamó a esa segunda la bomba atómica— en Nagasaki segó la vida de más de 74.000 personas. El daño, a diferencia de lo que sucedió tres días antes en Hiroshima, fue mitigado sin embargo por la orografía de la ciudad, rodeada de valles y colinas. El pronóstico meteorológico también ayudó: la proximidad de nubes hizo que la bomba se arrojara contra un barrio periférico, en lugar del centro. Cuando la bomba cayó sobre la ciudad, Estados Unidos ya conocía el horror que había ocasionado en Hiroshima. Tras esos impactos, más la declaración de guerra rusa el 8 de agosto, la participación de Japón en la guerra tenía las horas contadas.

Seis días después de Nagasaki, el 15 de agosto, el emperador Hirohito, con cierta oposición en las Fuerzas Armadas, difundió un comunicado radiofónico en el que anunciaba la capitulación de su país  frente a Estados Unidos.

MÁS INFORMACIÓN


http://internacional.elpais.com/internacional/2015/08/10/actualidad/1439158023_587177.html

jueves, 6 de agosto de 2015

70 ANIVERSARIO DE HIROSHIMA » Un superviviente de Hiroshima: “Un ejército de fantasmas vino hacia mí”. En el 70 aniversario de la bomba atómica de Hiroshima, los supervivientes reviven sus recuerdos para que no se repita su experiencia.

El lunes 6 de agosto de 1945, a las 8 de una soleada mañana en Hiroshima, Takashi Teramoto, de 10 años, era el niño más feliz del mundo. Su madre se había dejado convencer y se lo había traído de vuelta a casa tras pasar meses evacuado en un refugio infantil. Aquella noche, el pequeño había dormido en su casa por primera vez en más de tres meses. “Qué cómodo me sentí. Es uno de mis recuerdos más intensos”, musita. A las 7.30, después de que se levantara una alerta antiaérea, había salido a jugar con dos amigos. Su madre le hizo entrar a eso de las 8.10 para prepararse para el médico. Cinco minutos más tarde, a las 8.15, estalló el infierno.

Takashi nunca volvería a ser plenamente feliz. En medio de un cielo completamente despejado, el Enola Gay, un B-29 estadounidense pilotado por Paul Tibbets, había lanzado la primera bomba atómica, llamada Little Boy.

De unos tres metros de largo y 4 toneladas de peso, llevaba 50 kilos de uranio. A 600 metros de altura sobre el centro de la ciudad y 43 segundos después de su lanzamiento, su explosión causó una bola de fuego de 28 metros de diámetro, con una temperatura de 30.000 grados centígrados. Una zona de dos kilómetros de radio se convirtió en mera tierra quemada. 70.000 de los cerca de 350.000 habitantes de Hiroshima, que hasta entonces no había sido bombardeada en la guerra, murieron inmediatamente tras el ataque. Otras 70.000 personas fallecerían antes de que terminara el año víctimas de sus heridas o de la radiación.

“Vi de reojo un gran destello azul. Y oí un gran estruendo. Luego, ya no vi nada más. La tierra temblaba y no paraban de caerme cosas encima. Finalmente, vi un poco de luz y salí a la calle”, donde una vecina se hizo cargo de él. “Mi madre aún estaba dentro de la casa, yo no quería marcharme, pero los vecinos me dijeron que se ocuparían de ella. Cuando empezó a caer lluvia ácida, gotas de agua negra, la vecina me tapó con un trozo de hojalata, porque me escocía la cara. Ella murió meses después, enferma por la radiación. Yo estoy convencido de que le debo la vida”, recuerda Teramoto.

Minoru Yoshikane también vio el destello de reojo. A sus 18 años, estaba terminando secundaria y aspiraba a convertirse en profesor de inglés, entusiasta de la literatura y las canciones en esa lengua. Había sido reclutado, como el resto de los estudiantes de secundaria, para trabajar en el esfuerzo de guerra, y se encontraba en una fábrica esperando órdenes. Al estallar la bomba, él y sus compañeros se refugiaron en el sótano. “Un par de horas más tarde, uno de nuestros profesores nos dijo que nuestra escuela corría peligro y teníamos que ir a echar una mano, así que nos dirigimos al centro”.

Nunca olvidará lo que vio. No quedaban casas en pie. El 90% de los edificios de Hiroshima quedaron destruidos por la explosión o los incendios que le siguieron. “Vi lo que parecía un ejército de fantasmas venir hacia mí. Decenas de heridos, quemados, con las caras destrozadas, no parecían humanas. La piel se les caía a jirones. También había muertos, muchos muertos. Me asusté muchísimo”.

Hiroshi Hara, de 13 años, estaba en una isla cercana buscando comida para su tío enfermo cuando ocurrió la explosión. Al día siguiente intentó llegar a su escuela, en el centro de Hiroshima. “El río estaba lleno de cuerpos. Muchos heridos, quemados, con las orejas derretidas. Imploraban agua, algo de beber. Al ver que yo era estudiante, me preguntaban a qué escuela iba, si conocía a su hijo o a su hija. En el momento de la explosión, muchos niños, agrupados por edades y escuelas, estaban en el centro trabajando en fábricas o construyendo cortafuegos… Miles y miles de ellos murieron”.

En su huida hacia el campo, el pequeño Takashi también había encontrado a otros de esos graves, que escapaban como podían. Reconoció a uno de ellos, con la cara quemada y que caminaba con los brazos extendidos, para evitar que la piel que le colgaba a tiras de los brazos tocara el suelo: era uno de los amigos con los que había estado jugando antes de la explosión, y que moriría a los pocos días. El otro había fallecido en el acto, según supo después.

Tres días más tarde, el 9 de agosto a las 11.02 de la mañana, otro B-29, Bockscar, lanzaba otra bomba, esta vez de plutonio, contra Nagasaki. Fat Man, de una onda explosiva mucho mayor -equivalente a 22.000 toneladas de trilita, frente a las 15.000 de Little Boy- cayó sobre un barrio periférico. Cerca de 70.000 personas murieron en el acto o en los meses que transcurrieron hasta fin de año. El 15 de agosto Japón capitulaba. Ese día, la madre de Takashi murió de sus heridas.

El infierno no había acabado para las víctimas. Takashi, como muchos otros residentes, vio cómo perdía el pelo por el efecto de la radiación. Sangraba por las encías y le salieron puntos negros en la piel. Tuvo que guardar cama hasta diciembre. Según cuenta, ver a la gente vomitar sangre se convirtió en algo normal en aquellos meses. Su hermano acabó muriendo años después de un cáncer que cree causado por la bomba. "Mucha gente continúa sufriendo aún hoy".

Para los hibakusha, como se conoce en Japón a los supervivientes de la bomba atómica, “ha sido un camino difícil” desde entonces, apunta Yasuyoshi Komizo, de la Fundación para la Cultura de la Paz de Hiroshima. Han tenido que vivir la censura inicial de EEUU sobre los bombardeos, y la discriminación de sus propios compatriotas que temían los posibles efectos de la radiación. Algunos ocultaron que habían estado allí. “Como cualquier ser humano, al principio lo que sentían era odio y ganas de venganza. No cambiaron de opinión de una manera fácil. Pero con el tiempo han concluido que continuar el odio carece de sentido, que la paz es algo que corresponde a cada ser humano, y quieren dar testimonio, para que nunca más vuelva a repetirse otro ataque nuclear”.

MÁS INFORMACIÓN


http://internacional.elpais.com/internacional/2015/08/05/actualidad/1438781224_790907.html

Las heridas de Hiroshima. Japón afronta sus contradicciones en el 70º aniversario de la bomba. El país, que nunca hizo un debate sincero sobre su imperialismo, quiere recuperar el uso de la fuerza militar

Cada año, el 6 de agosto, Japón conmemora el aniversario de la destrucción de Hiroshima por la bomba atómica estadounidense que arrasó la ciudad, en un abrir y cerrar de ojos, y se llevó por delante las vidas de decenas de miles de personas.

Sin duda, el 70º aniversario, que se cumple este año, se conmemorará con ganas. En esta ocasión la palabra clave es paz. La ceremonia tendrá lugar en el Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, construido en 1954 cerca del punto donde estalló la bomba. A las 8.15, hora en que tuvo lugar el bombardeo, el primer ministro, Shinzo Abe, y otros dignatarios se unirán a los ciudadanos de a pie en oraciones silenciosas. Seguirá el repique de las “campanas de la paz”, la lectura de una “declaración de paz”, y se echarán a volar palomas al cielo que un día cubrió la nube en forma de hongo.

La paz es, por sí misma, una condición difícil de objetar. Puede actuar como el mínimo común denominador que une a personas con convicciones políticas dispares e incluso antiguos enemigos. Las plegarias por la paz, que aluden sobre todo al abrumador sufrimiento infligido a las víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki (atacada el 9 de agosto), también permiten a muchos japoneses eludir una tarea aún más difícil: reconciliar las interpretaciones opuestas sobre las causas que llevaron a la guerra y desencadenaron la mayor hecatombe nuclear de la historia.

Es fácil olvidar que, en 1945, las armas nucleares eran vistas como una prolongación natural de las preferencias estratégicas de un país para enfrentarse al enemigo. Bajo la doctrina de la guerra total, los civiles que estaban en la retaguardia, incluidas las mujeres y los niños, también eran considerados combatientes. El bombardeo alemán de Gernika de 1937 conmocionó al mundo, pero con el tiempo todas las potencias aceptaron la idea de que las víctimas civiles formaban parte integrante de aquella guerra total, bien porque los bombardeos de precisión contra objetivos militares se consideraban demasiado complejos, bien porque convertir a los civiles en un blanco se consideraba una estrategia desmoralizadora eficaz, o bien, y cada vez más a medida que la guerra se prolongaba, por ambas razones.

Japón se anticipó al Blitz [el bombardeo continuado de Reino Unido por parte de la Alemania nazi] y fue uno de los primeros países en lanzar bombas sobre civiles, en particular en Chongqing, adonde Chang Kai-shek había trasladado la capital china, desde finales de 1938. Cuando las fuerzas aliadas también empezaron a hacerlo, lo llevaron hasta sus últimas consecuencias en Hamburgo, Berlín y otros muchos lugares de Alemania, alcanzando su punto culminante con el lanzamiento de bombas incendiarias sobre ciudades japonesas. Tokio sufrió el mayor ataque aéreo del 9 al 10 de marzo de 1945 (entre 80.000 y 100.000 muertos en una noche).

Cuando Tokio se rindió, el 15 de agosto de 1945, más de 200 ciudades japonesas habían sido bombardeadas. Los que vivían en los centros urbanos huían en masa al campo, echando por tierra la idea de los planificadores de la guerra total de que todos y cada uno de los japoneses lucharían hasta el final. Okinawa había caído, y a la población civil se la dejó morir de hambre debido a una red de minas submarinas sembradas por Estados Unidos que impedían el transporte de los ya escasos suministros de alimentos. Sobre todo, la entrada de la Unión Soviética en la guerra el 9 de agosto convirtió la invasión desde dos frentes, el soviético y el estadounidense en una perspectiva aterradora para los líderes japoneses.

Es posible que las bombas atómicas precipitasen el ritmo de los acontecimientos, pero el temor a la Unión Soviética e incluso a una situación revolucionaria en Japón eran motivos convincentes para que el país se rindiese.

El Japón más conservador cree que mientras se hable de paz se evitará el examen de sus propias agresiones

Así pues, nació el nuevo Japón, con una Constitución pacifista en la que renunciaba a la guerra. El borrador fue redactado por Estados Unidos, si bien gran parte de la burocracia de los tiempos de guerra permaneció intacta, y algunos de los líderes de esa época no tardaron en volver a ocupar cargos públicos. Sobre todo llama la atención que el emperador Hirohito, en cuyo nombre se libró la guerra, se convirtiese en símbolo de la paz. Las autoridades estadounidenses de ocupación temían, tal vez injustificadamente, que sin él se produjesen disturbios, y más tarde necesitaban a Japón como aliado estable en la época de la Guerra Fría. Con el emperador de la guerra aún en el trono, se convirtió en imposible discutir abiertamente las fuentes de la responsabilidad de las autoridades japonesas durante la época bélica (con atrocidades cometidas en China, Vietnam o Indonesia a raíz del afán imperialista del régimen, pero también las consecuencias brutales que tuvo para el pueblo japonés entrar en la guerra).

En todo caso, Japón demostró ser un valioso aliado de Estados Unidos, y con la ayuda de una rápida recuperación económica, pronto sintió la tentación de olvidar el oscuro pasado bélico. No es de extrañar que en el país no haya habido el equivalente a la “genuflexión” de Willy Brandt, cuando el canciller de la República Federal de Alemania se arrodilló espontáneamente ante el monumento al levantamiento del gueto de Varsovia en una demostración inequívoca del arrepentimiento alemán.

El Japón más conservador y oficialista, todavía dominado por la extrema derecha, continúa dando por sentado que, mientras se siga hablando de paz, podrá evitar hacer un examen de otros aspectos más sórdidos de su historia agresiva e imperialista, dicho sea sin perjuicio de algunas admirables iniciativas civiles, periodísticas, artísticas y académicas emprendidas a lo largo del tiempo para dar pie a un debate público sincero. Existe una clara división entre aquellos que consideran la guerra como un noble, aunque fallido, intento de defender los intereses del país y los que la ven como un trágico error.

El uso frívolo de un lenguaje pacifista tiene sus riesgos. El 15 de julio, el Gobierno de Shinzo Abe impuso en el Congreso un nuevo proyecto de ley de seguridad que permitiría a Japón enviar ayuda militar a sus aliados como parte de la seguridad colectiva. Esto ha hecho caer en picado el índice de aprobación del primer ministro. Ante el temor de que la normativa pueda involucrar a Japón en el uso de la fuerza militar activa que el país ha rechazado como una cuestión de identidad nacional de la época de posguerra, alrededor de 150 intelectuales, entre ellos un premio Nobel de física y una conocida académica feminista, se han opuesto conjuntamente a la legislación calificándola de equivocada y despótica. Al mismo tiempo, decenas de miles de personas han salido a las calles en una imagen que recuerda a las manifestaciones antinucleares que siguieron al desastre de Fukushima.

La triple catástrofe del terremoto, el tsunami y la explosión de los reactores nucleares que sacudió el noreste de Japón en marzo de 2011 es profundamente relevante para la actual retórica popular, ya que sirvió como llamada de atención para muchos japoneses, a los que con frecuencia se acusa de pasividad fatalista e indiferencia ante la política. Puede que los dos primeros fuesen desastres naturales, pero el tercero fue claramente causado por la mano del hombre, consecuencia de años de mala gestión y de la decidida presión del régimen conservador a favor de la energía nuclear desde mediados de la década de 1950.

En tiempos más ingenuos, el Gobierno casi había convencido a los ciudadanos de que la energía nuclear era “segura”, y de que Japón, siendo como era el único país de la historia víctima de un bombardeo nuclear, mostraría al resto del mundo cómo emplearla con un fin pacífico. El fiasco de Fukushima puso de manifiesto que lo que tanto tiempo se había calificado de “seguro” no lo era en absoluto. Y cuando se trata del uso de la fuerza militar, muchos japoneses también ponen objeciones a la versión de la paz del Gobierno de Abe. Por lo tanto, es posible que los que este año pronunciarán una oración por la paz en Hiroshima aparentemente unidos, al fin y al cabo no lo estén tanto.

Eri Hotta es historiadora japonesa y autora de Japón 1941 / El camino a la infamia: Pearl Harbor (Galaxia Gutenberg, 2015).