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lunes, 22 de noviembre de 2021

_- Luchar contra la acrasía

_- La acrasía es la debilidad de la voluntad, la carencia de fortaleza, la falta de temple. No se debe confundir con acracia, concepto que hace referencia a la doctrina política consistente en la negación de cualquier tipo de autoridad.

Los griegos forjaron el concepto esclarecedor de acrasía para describir los conflictos interiores que se originan en el fondo del corazón. Etimológicamente, acratos significa no poder. De ahí la traducción de este término como debilidad de la voluntad.

En los tratados de psicología ha desaparecido la voluntad como objeto de estudio. Y ha ocupado su lugar el concepto de motivación. Es necesario recuperar la importancia de la voluntad. Decía Einstein: “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad”. Así es. El problema es que hoy se cultiva con poco empeño.

En gran parte de la sociedad, el concepto de voluntad está desprestigiado por su relación con la coacción o la disciplina, que la oponen a la libertad, el valor dominante en nuestra sociedad. La falta de voluntad da lugar a una serie de problemas serios: falta de responsabilidad personal, incapacidad para el esfuerzo, indolencia, frustración…

Es necesario, pues, recuperarla, porque mediante la voluntad dirigimos nuestra conducta y podemos alcanzar nuestras aspiraciones. La voluntad es la inteligencia aplicada a la acción, y sin ella estaríamos sometidos a nuestros impulsos, a nuestro destino o al azar.

José Antonio Marina escribió hace unos años un libro titulado “El misterio de la voluntad perdida”. Quizás no sea un misterio y, de hecho, el autor trata de ofrecer en el libro una explicación razonada sobre esa pérdida.

Sostiene Marina que la sociedad actual, como reacción contra los excesos vividos en el pasado, ha convertido la libertad en un valor supremo, dando lugar a una desvinculación generalizada, una equivalencia universal que acaba conduciendo a la apatía y el desinterés; asimismo, la pérdida de la voluntad ha ocasionado graves problemas en la sociedad actual. Muchos de estos problemas provienen de concepciones erróneas tanto de la voluntad como de la libertad, por eso necesitamos redefinir estos conceptos integrándolos en el modelo de la inteligencia creadora.

Tanto la libertad, como la voluntad no son facultades, ni propiedades, ni fines en sí mismas, sino los medios para alcanzar la autonomía. La voluntad se basa en una estructura mental convertida en una estructura psicológica durante el proceso educativo. Con este nuevo modelo de la inteligencia alcanzamos la libertad cuando cumplimos nuestro deber fundamental: adaptar el comportamiento a lo que nuestra inteligencia nos dice que es lo mejor. La voluntad es el medio del que se sirve la inteligencia para conseguir la autonomía y la felicidad.

Conseguir los objetivos que nos proponemos exige realizar un esfuerzo continuado. Lo que pasa es que nuestros niños y jóvenes no están habituados a realizar esos esfuerzos de manera persistente. Es más fácil recibirlo todo hecho sin ni siquiera pedirlo. He hablado alguna vez de la generación del yo-yo y del ya-ya.

Dice Rabindranat Tagore: “No es el martillo el que deja perfectos los guijarros, sino el agua con su danza y su canción constantes”. La voluntad es la gran aliada de la perseverancia.

Es así en todos los ámbitos de la vida. También en el del aprendizaje. Nos lo dice alguien que lo supo hacer en su propia historia. Son palabras de Santiago Ramón y Cajal: “Las empresas científicas exigen más que vigor intelectual, disciplina severa de la voluntad y perenne subordinación de todas las fuerzas mentales a un objeto de estudio”.

He leído con fruición un libro titulado “¡Viva la libertad!”, regalo de una amiga con la que mantengo un intercambio de regalos, exclusivizado en libros. El subtítulo es largo para lo que se usa “¿Cómo superar el miedo, los prejuicios, las adicciones o los traumas? Un monje budista, un filósofo y un psiquiatra reflexionan sobre la libertad interior”. Sus autores son Christophe André, médico, psiquiatra y psicoterapeuta, Alexandre Jollien, filósofo y escritor y Matthieu Ricard, doctor en Biología Molecular y monje budista. La estructura del libro es original ya que consiste en la transcripción de varias conversaciones grabadas entre los tres amigos.

Uno de los primeros capítulos se titula La acrasía, debilidad de la voluntad. Dicen los autores que “la acrasía puede llegar a gangrenar no pocas parcelas de nuestra existencia. El alcoholismo, las adicciones, la toxicomanía, todas las facetas, en suma, de nuestros desgarros interiores, vienen a revelarnos la dificultad de perseverar en lo mejor de nosotros mismos”.

Queremos y no podemos: no podemos dejar una relación tóxica, no podemos mantener el esfuerzo para conseguir el ideal deseado, no podemos superar un bache emocional, no podemos dejar de fumar o dejar de beber… Nos falta voluntad. Nos falta temple.

Desde un punto de vista práctico, la acrasía designa la incapacidad de cumplir con los compromisos y resoluciones personales. Querría hacer más deporte, estudiar más, comer menos, ser más benevolente, pero no lo consigo. No tengo la fuerza de voluntad necesaria. Decía Oscar Wilde: “Puedo resistirme a todo, menos a la tentación”.

En el día a día hay mil y una situaciones en las que se manifiesta la acrasía: no podemos comer una patata frita solamente, tenemos que seguir comiendo aunque “no querríamos”; no podemos interrumpir la serie que nos atrapa, aunque tendríamos que estudiar; no podemos dejar de lado el móvil, aunque nos dañe la vista; no podemos cortar la dependencia afectiva, aunque mantenerla nos haga sufrir…

Creo que es preciso fortalecer la voluntad en los procesos educativos de la escuela y de la familia. De lo contrario, cualquier adversidad, cualquier problema, cualquier dificultad, aunque sean de pequeña intensidad, será suficiente para paralizarnos, para hundirnos, para desanimarnos.

Hay que educar la voluntad, hay que entrenarla. Porque no surge por generación espontánea. Es seguro que la vida nos va a enfrentar a situaciones difíciles que solo se podrán superar con esfuerzo y tesón.

Ahorrar a los hijos y a los alumnos el menor esfuerzo, es convertirlos, tarde o temprano, en víctimas propicias de la una sociedad que se asemeja a una selva y en la que hace falta esforzarse para sobrevivir.

Desde el punto de vista educativo, darle patadas a un encadenado conminándolo a caminar, no es el mejor modo de actuar. Es preferible enseñarle cómo liberarse de las cadenas. Ni tampoco sirve de nada dar lecciones si uno no ha hecho realidad el consejo que imparte.

Había leído esta anécdota atribuida a Mahatma Gandi. Hoy la encuentro atribuida al Mulá Nasrudin, sabio travieso cuyas aventuras se cuentan en la India y el Próximo Oriente desde tiempo inmemorial. Una madre va a visitar al sabio con su hijo, desesperada porque, padeciendo diabetes, no deja de tomar golosinas. Nasrudin le dice a la madre que vuelva con el chico pasados quince días. Así lo hace. Cuando están en su presencia, el sabio aconseja al niño encarecidamente que deje de tomar golosinas ya que son veneno para su salud. La madre le pregunta al sabio por qué no le dio el consejo cuando vinieron por primera vez. Nasrudin contestó:

– Es que entonces yo comía muchas golosinas.

Me gusta repetirlo: el ruido de lo que somos, llega a los oídos de nuestros hijos y alumnos con tanta fuerza que les impide oír lo que decimos. 

lunes, 6 de septiembre de 2021

_- Mi credo para el nuevo curso

_- Quiero dar la bienvenida al nuevo curso escolar, como vengo haciendo desde hace casi veinte años por estas fechas y desde esta columna. Hace años propuse en este espacio que se instaurase la costumbre de celebrar la llegada del nuevo curso con una fiesta similar a la que tenemos para iniciar el Aaño tan especial, todavía metidos en una pandemia inacabable, quiero dar la bienvenida al curso escolar con un credo pedagógico que deseo compartir con la comunidad educativa. John Dewey publicó en 1897 su Credo pedagógico, un breve texto en el que expone sus convicciones sobre el aprendizaje, la escuela y la sociedad. En él están las raíces del frondoso árbol de la Escuela Nueva. Mi credo no tiene más pretensiones que brindar un aplauso al nuevo curso y a todos los miembros de la comunidad educativa que van a conseguir con su trabajo constante, creativo y esforzado el hermoso milagro de hacer realidad un sueño.

1. Creo que la educación es la piedra angular del desarrollo social y moral de la sociedad. La solución a los problemas del mundo no está, principalmente, en los despachos ministeriales, ni en los bancos, ni en los cuarteles, ni en las multinacionales, ni en las iglesias… Está en las escuelas. La historia de la humanidad es una larga carrera entre la educación y la catástrofe.

2. Creo que la educación es algo más que la mera instrucción. Porque la educación tiene un componente crítico (enseñar a pensar, no qué pensar) y un componente ético (enseñar a ser y a convivir) que no tienen la simple adquisición del conocimiento. Es también diferente al proceso de socialización, que busca la integración exitosa del individuo en la sociedad y, por supuesto, al adoctrinamiento. El adoctrinador no acepta la libertad del discípulo. Un fanático no es un maestro. La educación es la práctica de la libertad.

3. Creo que la finalidad fundamental de las instituciones educativas es ayudar a que los alumnos y alumnas aprendan a ser felices. No hay señal más clara de inteligencia que desarrollar la capacidad de ser felices y de ser buenas personas. No hay nada más estúpido en la escuela que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección equivocada.

4. Creo que la profesión docente no se puede desempeñar adecuadamente sin pasión. Los profesores mercenarios disfrutan menos y trabajan peor. Porque nadie puede dar lo que no tiene. Deberían dedicarse a esta tarea los profesionales mejor preparados y más valiosos de la sociedad. No hay tarea más importante, más difícil y más hermosa que la enseñanza porque consiste en trabajar con la mente y el corazón de las personas. Enseñar no es solo una forma de ganar la vida; es, sobre todo, una forma de ganar la vida de los otros.

5.Creo que todos los alumnos y alumnas tienen derecho a la escolarización y, sobre todo, tienen derecho a tener éxito en la escolarización en la etapa obligatoria. Lo cual no quiere decir que los estudiantes no tengan que esforzarse para aprender sino que hemos de darlo todo para que se produzca el aprendizaje. La letra con sangre entra, pero con la sangre y la ilusión del profesorado.

6. Creo que no hay conocimiento útil si no nos hace mejores personas. No debemos olvidar que fueron médicos muy preparados, ingenieros muy bien formados y enfermeras muy capacitadas en su oficio, los profesionales que diseñaron las cámaras de gas en la Segunda Guerra Mundial. Sabían mucho pero sus victimas maldijeron el día en que habían aprendido tanto. Por eso hay que formar en la escuela no a los mejores del mundo sino a los mejores para el mundo.

7. Creo en la necesidad de la coeducación como estrategia básica para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres. No basta para ello la convivencia de niños y niñas en la misma institución. Es preciso ir más allá para acabar con la cultura androcéntrica de la sociedad y de las escuelas.

8. Creo que la escuela, para serlo de verdad, ha de ser inclusiva. No hay calidad sin equidad, no hay equidad sin atención a la diversidad. Hay dos tipos de alumnos y alumnas en el sistema educativo: los inclasificables y los de difícil clasificación. La diversidad es una dichosa realidad, una oportunidad educativa, una fuente de enriquecimiento, no una rémora, no una lacra, no una desgracia,

9. Creo que la naturaleza de la autoridad en la escuela ha de tener sentido educativo. Tiene autoridad aquella fuerza que hace crecer, que hace desarrollarse, que hace mejorar a la comunidad. La palabras autoridad proviene del latín auctor, augere, que significa hacer crecer. Quien humilla, silencia, machaca y destruye, tendrá poder, pero no tiene autoridad.

10. Creo que la escuela es un laboratorio de la convivencia. Aprender a convivir es una de las pretensiones prioritarias de la institución escolar. A convivir se aprende conviviendo, asimilando la idea de que todos los seres humanos, por el hecho de serlo, tienen una dignidad personal inviolable. La escuela tiene que formar ciudadanos, no clientes ni súbditos.

11. Creo que el trabajo de la escuela ha de ser colegiado ya que consiste en elaborar, desarrollar, evaluar y mejorar un proyecto de escuela que es de todos y todas, para todos y para todas. No hay alumno que se resista a diez profesores que estén de acuerdo. Eso exige actitudes empáticas, solidarias y cooperativas.

12. Creo que la tarea de la enseñanza es intrínsecamente optimista. Es tan consustancial el optimismo a la educación como mojarse para el que va a nadar Sin optimismo podemos ser buenos domadores, pero nunca buenos educadores. La educabilidad se rompe en el momento que pensamos que el otro no puede aprender y que nosotros no podemos ayudarle a conseguirlo.

13. Creo que los alumnos y alumnas aprenden de aquellos docentes a los que aman. La profesión de la enseñanza gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña. Para que haya aprendizajes significativos y relevantes es preciso que haya una disposición emocional hacia el aprendizaje.

14.Creo que el aprendizaje se produce cuando alguien quiere aprender, no cuando alguien pretende enseñar. Por eso es tan importante despertar el deseo de aprender, avivar el amor al conocimiento. El verbo aprender, como el verbo amar, no se pueden conjugar en imperativo.

15. Creo que el ejemplo es la forma más bella y más eficaz de autoridad. El ruido de lo que somos llega a los oídos de nuestros alumnos con tanta fuerza que les impide oír lo que decimos. Los alumnos y alumnas aprenden no solo de sus maestros, sino a sus maestros.

16. Creo que la familia es un pilar fundamental de la formación. Todas las piedras que lanza sobre el tejado de la escuela, caen sobre las cabezas de sus hijos y de sus hijas. La familia es parte sustancial de la comunidad educativa y tiene el derecho y el deber de participar en el proyecto educativo.

17. Creo que la adversidad nos puede hacer más fuertes. Con dos signos menos se puede hacer un signo más. Dos fracasos nos pueden hacer más humildes, dos errores nos pueden hacer más inteligentes, dos problemas afrontados con valor nos pueden hacer mejores personas. No olvidemos que ninguna herida es un destino.

18. Creo que la escuela tiene el deber de hacer autocrítica y de abrirse a las criticas con humildad y valentía. Tiene que poner en tela de juicio sus prácticas, hacerse preguntas y responderse a ellas con rigor a través de una investigación que permita comprender y transformar la práctica en su racionalidad y en su justicia. Solo de esa forma podrá ser una institución que aprende. La duda es un estado incómodo, la certeza es un estado intelectual ridículo. Lo que pasa es que, a veces, confundimos pereza de pensamiento con firmes convicciones.

Un nuevo curso escolar. De nuevo los encuentros, los abrazos, los esfuerzos, De nuevo las ilusiones, los debates, los proyectos, los descubrimientos. De nuevo las mascarillas, las distancias, la ventilación , las vacunas, la formación de grupos burbuja… Quiero ofrecer a cada miembro del la comunidad escolar un lema que me ha acompañado toda mi vida profesional: Que mi escuela sea mejor porque yo estoy trabajando (estudiando, participando, enseñando…) en ella. Feliz curso.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2021/09/04/mi-credo-para-el-nuevo-curso/

lunes, 23 de agosto de 2021

_- Pero ni un minuto más tarde, ¿eh?

_- Estoy convencido de que el hecho de no encontrar trabajo o de tener un trabajo de baja cualificación y mal remunerado después de haber dedicado media vida a prepararse para él, destruye la vida de muchos jóvenes. El porcentaje de desempleo juvenil en España supera el cuarenta por ciento. Una cifra dramática, escandalosa, insoportable. No tienen futuro quienes son el futuro de la sociedad. Pero estoy más seguro aún de que un ocio mal vivido, entregado a la ociosidad, a la bebida, a la droga o a la delincuencia destruye la vida de muchos más jóvenes. Con el fin de prepararse para el trabajo existe un Ministerio de Educación, muchos años de escolaridad, un enorme presupuesto y muchos exámenes que pretenden comprobar la cualificación del aspirante a un puesto de trabajo. Sin embargo, nada se hace ni se exige para aprender a vivir un ocio saludable. Como si se pudiera aprender por ciencia infusa.

Téngase en cuenta, además, que cada día hay más tiempo de ocio, más horas libres. Y, por otra parte, hay quien está interesado en llenar ese vacío con ofertas que enriquecen a quien las hace con la habilidad y el oportunismo necesarios.

– ¿No sabes qué hacer? No te preocupes. Yo te voy a entretener a cambio de un módico (o elevado) precio. Te pondré el lugar, la compañía deseada y el entretenimiento conveniente.

El ocio es un negocio magnífico. El dinero está en el principio y en el fin de muchas iniciativas. Ahí tenemos la empresa que organizó el viaje de algunos jóvenes a Mallorca y que terminó con un contagio masivo. Esa empresa llegó a pedir a los centros escolares que modificasen la fecha de exámenes para que los estudiantes pudieran realizar la insólita excursión. Lo primero es lo primero.

Ahí tenemos a muchos establecimientos que venden alcohol a menores sin el menor pudor. Qué decir de aquellos que trafican con drogas de diversa naturaleza, arruinando la vida de quienes pagan y consumen.

Tengo una hija adolescente. Y me preocupan muchas cosas que veo en su entorno, que leo y que me cuenta y que me cuentan. Me preocupan las letras de muchas canciones (sexistas, rastreras, pornográficas…). Me preocupa el ambiente hedonista en el que todo invita a la molicie, a la diversión, a la comodidad, al consumo, a la irresponsabilidad, a la falta de esfuerzo… Me preocupa la promiscuidad y la banalización de la sexualidad. Me preocupa el egoísmo que pone por encima de todo la propia satisfacción. Me preocupa la falta de iniciativas culturales, creativas, solidarias…

Mi interpelación se dirige, en primer lugar, a los jóvenes y a las jóvenes, por supuesto. Ellos son los responsables de sus vidas, de lo que hacen y de lo que dejan de hacer. Ellos y ellas son los últimos responsables de llenar el tiempo libre de una forma u otra, más allá de lo que las instituciones públicas y privadas hagan o dejen de hacer. Y más allá del consabido estereotipo: “todos lo hacen”.

Cuando veo esas grandes concentraciones de jóvenes bebiendo y bebiendo, sin hacer absolutamente nada más que escuchar música (que también les dan seleccionada) y parlotear sobre temas banales, me hundo en la inquietud y el desasosiego.

Conectar el móvil y estar pegados a él durante horas y horas, aleja a muchos jóvenes de experiencias estimulantes relacionadas con los deportes, con la naturaleza, con la cultura, con los viajes, con los libros, con la vida real…

Hay alcohol en muchas reuniones, hay tabaco, hay cachimbas (nefasta moda, cuatro veces más perjudicial que el tabaco), hay drogas. Creo que es imposible aislar a un joven de todos esos riesgos. Por otra parte, si se le consiguiese aislar temporalmente, llegaría un momento en el que, al alcanzar la mayoría de edad, se metería él solito en los lugares de más riesgo sin tener preparación alguna. ¿Y qué sucederá entonces? Lo importante, pues, es que sepa comportarse de forma responsable porque eso es saludable para él.

Sé que en esas edades la presión del grupo es enorme, sé que la deseabilidad social respecto a la aceptación de los pares es muy potente. Por eso resulta decisivo fortalecer el autoconcepto y la asertividad. Un joven, una joven, tiene que ser capaz de decir no a las demandas, a las invitaciones y a las presiones nocivas. No es no.

También interpelo a las familias. Porque la familia tiene que asumir la tarea de poner límites, de dar consejos, de vigilar lo que hacen los hijos e hijas, de corregir los errores, de controlar los excesos… Y aquí veo también una enorme preocupación por los estudios y una menor inquietud por saber lo que sucede con el ocio diurno y nocturno.

Creo que la principal preocupación de los padres y las madres ha de ser que sus hijos e hijas sean responsables. Es imposible alejarles de todos los peligros, de todos los riesgos, de todos los problemas. Y, ¿cómo se consigue eso? Pues dando una progresiva libertad. Nadie aprende a ser responsable si no es primero libre. No es cierto que hasta que no sean responsables no pueden ser libres sino que mientras no sean libres no pueden aprender a ser responsables.

Ya sé que no es fácil imponer los criterios. Creo que es más educativo consensuarlos. Cuando esos criterios son razonados y razonables es más fácil respetarlos. Sé que la autoridad de los padres se ha debilitado. Por ejemplo, antes existía un forcejeo en la fijación de horarios de regreso a la casa. Los padres decidían y no se rechistaba. Ahora no es tan fácil.

Después de un acalorado diálogo entre un padre y un hijo para determinar la hora de regreso, se llega a la siguiente solución:

El hijo acaba diciendo: ¿Sabes lo que te digo, papá? ¿Quieres saber a la hora que volveré a casa? A la hora que me de la gana.

Y el padre, enérgicamente, responde: Pero ni un minuto más tarde, ¿eh?

Quiero decir con esta anécdota que es necesario el establecimiento de límites racionales, la exigencia de su cumplimiento y el control de las situaciones de riesgo. Algunas veces son los propios hijos quienes lo demandan. Recuerdo una entrevista que se le hizo en televisión al fallecido Adolfo Marsillach. Contó que él no era capaz de imponer un horario a sus hijos. Y que uno de ellos le decía al negarse el padre a imponer una hora:

– Que no, papá. Que tú tienes que fijar una hora.

– Tú conoces las costumbres, tienes que ser responsable. Ven cuando lo consideres oportuno.

– Que no, que no es así. Tú tienes que decir una hora concreta a la que tengo que llegar. Esa es tu responsabilidad.

Forzado por la presión, decía Marsillah, acabé diciendo una hora concreta, la primera que se me vino a la cabeza:

– Pues venga, vuelve a las cinco.

– Que no, papá, que no, replicó el hijo. Que esa hora es muy tardía. Tú tienes que decir, por ejemplo, a las dos o, como mucho, a las tres.

El hijo veía en esa restricción un interés del padre por la salud de su hijo, una preocupación por su seguridad, una señal de protección y, por consiguiente, de amor.

Interpelo también a las escuelas. ¿Por qué no se hace una planificación y una intervención adecuada que prepare a los alumnos y alumnas para vivir un ocio enriquecedor? Lo cual no quiere decir aburrido, impuesto o tutelado.

Desde la familia y desde la escuela sería estupendo cultivar hobbys en los niños y jóvenes. Hobbys relacionados con la música, las manualidades, el deporte, los juegos de mesa, la fotografía, la grabación de cortos, la lectura, la escritura, los viajes, las colecciones, la ornitología, la gastronomía, el senderismo, el montañismo… Cuando fui Director de un Colegio en Madrid hicimos un proyecto en el que había más de 50 actividades que llamábamos complementarias (no extraescolares o complementarias). Algunos alumnos preguntaban por qué eran obligatorias y nuestra respuesta era que educaban para el ocio. Escribí entonces un folleto titulado “Función educadora del ocio”. Lo releo ahora con curiosidad. Digo allí que la aspiración educativa no debe quedarse en “no veas”, “no consumas”, “no hagas”, “no vayas”… Hay formas de ocupar el ocio de manera divertida y estimulante.

Interpelo también a los políticos. Hacen falta planes para favorecer experiencias de ocio educativas. He visto en la ciudad de Rosario (Argentina) iniciativas creativas impulsadas por la municipalidad. Al aire libre unas y otras de interior. Las vi funcionando, abarrotadas. No tiene sentido, por ejemplo, que los jóvenes estén vagando por las calles mientras todas las pistas deportivas de las instituciones están cerradas durante el fin de semana y las vacaciones.

No debería depender el ocio del dinero que se tiene. En una sociedad democrática los jóvenes deberían poder divertirse de forma sana y gratuita. Parece que la pobreza solo condiciona y limita las aspiraciones relacionadas con el trabajo. No. También empobrece las posibilidades de vivir un ocio atractivo y enriquecedor. Es difícil ser bueno en un mundo donde todo está tan caro.

Miguel Ángel Santos Guerra. El Adarve.

martes, 10 de agosto de 2021

Maestros y ministros

La naturaleza de la función docente es de extraordinaria importancia y complejidad. Muchas personas, lamentablemente, entienden que para ejercerla, solo hace falta dominar el campo de conocimiento que se pretende enseñar. Y ni siquiera eso. Sin embargo, para que se produzca el aprendizaje no basta con que alguien pretenda enseñar sino que es imprescindible que alguien quiera aprender. Y ahí esta la cuestión: ¿cómo despertar en los alumnos y alumnas el deseo de aprender?, ¿cómo suscitar la pasión por el conocimiento?, ¿cómo ayudar a que el saber se convierta en sabiduría?, ¿cómo acompañar al aprendiz en la búsqueda de la libertad y de la felicidad?, ¿cómo conseguir poner el conocimiento adquirido al servicio de la sociedad?

Frente a la desafección reinante e, incluso, frente a la agresividad de algunos, contra quienes se dedican a la enseñanza, quiero dedicar estas líneas a rendir un sincero elogio a quienes, de forma humilde, paciente y generosa dedican su trabajo y su vida a cultivar la mente y cuidar el corazón de sus alumnos y alumnas. Creo que la sociedad no valora de manera justa el trabajo de la enseñanza. No valora en la medida necesaria a los profesionales de la educación.

No hace mucho tiempo, conocí el caso de una familia cuya hija había obtenido una nota de 13.75 en las pruebas de acceso a la Universidad (el máximo es 14). Al conocer la voluntad de su hija de hacer la carrera de Educación Primaria, le recriminaban su escasa ambición. Con esa nota podía elegir una carrera más importante, de mayor estatus, de más proyección, de mayor remuneración.

Alguna vez he contado, no sé si en este espacio, que una maestra argentina me dijo en cierta ocasión que tenía una alumna que iba a casa todos los días con la misma cantinela:

– Mamá, no veas qué maestra más inteligente me ha tocado este año, pero qué inteligente…

La madre, haciéndose eco de ese estado de opinión que menosprecia o minusvalora a los docentes, le contestó un buen día, cansada de la insistencia:

– Mira, hija, no insistas. No será tan inteligente si es maestra…

La madre quería decir que si de verdad fuera inteligente, sería médica, o arquitecta, o ingeniera, o informática, o farmacéutica, o astronauta, o abogada…

Michel Serres fue un filósofo e historiador de las ciencias, miembro de la Academia Europea de las Ciencias y las Artes y de la Academia francesa. Fue también profesor de historia de la ciencia en la Universidad de París. Un personaje de tan alta cualificación profesional dice lo siguiente de la tarea de enseñar. “Si usted tiene un pan y yo tengo un euro, y yo voy y le compro el pan, yo tendré un pan y usted tendrá un euro. Esto es, A tiene un pan y B tiene un euro. Y después de la transacción, a la inversa: A tiene un euro y B tiene un pan. Es un equilibrio perfecto. Pero si usted sabe un soneto de Verlaine o el teorema de Pitágoras y yo no los sé. Y ahora usted me los enseña, al final de ese intercambio, yo sabré el soneto y el teorema de Pitágoras pero usted los habrá conservado. En el primer caso, hay equilibrio. Esto es, mercancía. En el segundo, hay crecimiento. Esto es, cultura, educación”.

No olvidemos que, en una sociedad en la que todo el mundo sabe que quien tiene información tiene poder, el profesor o la profesora dedican su vida a compartir el saber que poseen y ayudan a los alumnos y alumnas a buscar por sí mismos el conocimiento.

Uno de los caminos que lleva de forma rápida y fácil a la valoración de la enseñanza es la manifestación gratitud y admiración que hacen los alumnos y exalumnos a quienes les han enseñado. Tengo una colección casi interminable de testimonios famosos. Y estoy seguro de que existe infinidad de experiencias de este tipo que podría contar la inmensa mayoría de los docentes de a pie. Uno de los más elocuentes que recuerdo es el de Albert Camus a su maestro, el señor Germain, cuando su alumno recibe el premio Nobel de Literatura.

Dice en la carta que le dirige: “Esperé que se apagara un poco el ruido que ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero, cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin su esperanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que conceda demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.

En su novela póstuma titulada “El primer hombre”, Camus quiso inmortalizar el recuerdo de su maestro y escribió unas bellísimas páginas en las que recuerda la increíble y gozosa aventura que eran las clases del señor Germain. Escribe Camus: “Después venía la clase. Con el señor Germain era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo… En la clase del señor Germain, por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más especial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. En las otras clases les enseñaban sin duda muchas cosas, pero un poco como se ceba a un ganso. En las clases del señor Germain sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se les juzgaba dignos de descubrir el mundo”.

Le he oído a Irene Vallejo hacer un elogio apasionado de la profesión docente en estos tiempos de pandemia.. Me gustaría trascribirlo íntegramente porque no tiene desperdicio. Solamente haré referencia a un pasaje que ella lee entresacado de uno de sus libros.

“Aprendemos la lengua materna siendo muy pequeños, recién llegados al mundo. Sin embargo, las palabras que empezamos a decir con torpe lengua de trapo son muy antiguas, algunas milenarias. Nosotros estrenamos la vida y los nombres de las cosas, pero el idioma tiene una larga historia. Si nos detenemos un instante para interrogar a las etimologías, descubrimos significados asombrosos que nos interpelan desde el pasado. Al indagar el origen del término “ministro”, topamos con una de esas sorpresas. Deriva del latín “minus”, es decir, “menos”. El ministro, según nuestros antepasados, es quien se ocupa de las minucias, o sea, de administrar asuntos más bien incordiantes que esenciales. En cambio, lo fundamental, lo que realmente importa, lo más —en latín “magis” — es la tarea del “magister”, del maestro. Esta es la antigua idea plasmada en las palabras que, sin saberlo, utilizamos hoy: hace algo más grande quien se dedica a enseñar que quien gobierna. La voz del pasado nos dice que la educación es, más que ningún otro oficio, el territorio donde soñamos y creamos el futuro. Una profesión que merece gratitud, no solo en latín sino en todos los idiomas. Quizá convenga repensar nuestras nuevas ideas: ¿qué valoramos más como sociedad, a quiénes encumbramos? Las etimologías responden: pasar de un ministerio a una escuela supone un ascenso”.

Hay quien piensa que las vacaciones de los maestros y de las maestras son excesivas, pero no piensan en todo el tiempo que se necesita para preparar las clases, para formarse, para fortalecerse anímicamente. Un banquero cierra la puerta de su oficina y se va para casa sin tener que llevarse tarea al domicilio. Pero un maestro tiene que prepararse, tiene que leer, tiene que planificar y tiene que evaluar, fuera de las horas de clase. Se es maestro de manera ininterrumpida.

En tiempos de pandemia, la docencia ha sido un faro en la noche, ha sido un referente no solo para las mentes sino para los corazones de los alumnos y de las alumnas. Y también de las familias. Además, en las etapas de enseñanza presencial, ha cuidado también de la salud de todos los integrantes de la comunidad educativa. Dice Irene Vallejo en un mensaje en el que desea felices vacaciones a los docentes: “En estos tiempos de borrascas, de nieblas y de rutas inciertas, la educación ha sido nuestro refugio. Quienes os dedicáis al antiguo oficio de la enseñanza habéis protegido frente a la amenaza, las claves para imaginar el futuro”. Larga vida a los docentes y unas vacaciones felices que ayuden a fortalecer la pasión por la enseñanza.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2021/08/07/maestros-y-ministros/

miércoles, 4 de agosto de 2021

_- Amor a los libros

_- Estoy muy preocupado por la escasa afición a la lectura de nuestros jóvenes. Bueno, de jóvenes y adultos. Pero especialmente de los jóvenes porque creo que una juventud que da la espalda a los libros es menos libre, menos inteligente y menos esforzada que una juventud que ama la lectura.

Más libros, más libres. Más libros, más comprensión del mundo. Más libros, más reflexión y más compromiso con la mejora de la sociedad en que vivimos. Si los libros están bien elegidos, claro. Porque da la impresión de que hay que tener criterios selectivos para ver series, películas y programas de televisión, pero que no hay necesidad de elegir bien a la hora de leer.

Mi hija Carla, que era una lectora voraz hace años, solo lee aquello que le exigen en el Colegio. Y a regañadientes. Me cuesta aceptar ese cambio. Está rodeada de más de diez mil libros en la casa, nos ve a los padres con libros en las manos (tengo esperándome un e-book hace años, pero me resisto a abandonar el objeto físico que me ha acompañado durante toda la vida, como amigo inseparable y fiel), la invitamos a leer con machacona insistencia, le hablamos de la importancia y la necesidad de la lectura, no solo para su formación sino para su diversión.

Cuando le pregunto por qué no lee (ahora mismo lo he hecho, deteniendo la escritura) me dice que no le entusiasma. También se lo he preguntado hace días a un grupo de amigos y de amigas que estaban en mi casa, y he podido constatar el mismo desinterés. Su respuesta me interpela como padre y debería interpelar también al profesorado. ¿Qué está pasando? Porque es evidente que algo les está pasando a los jóvenes y algo nos está pasando a los educadores y a las educadoras en las casas y en las escuelas.

Reflexiono sobre las causas de esta inquietante desafección. Y, sin pretensión de exhaustividad, se me ocurren las siguientes.

Leer supone un poco más de esfuerzo que encender la televisión. Ver una serie o una película solo requiere pulsar un botón del mando a distancia. Tumbados en el sofá, resulta muy cómodo seguir la historia al hilo las escenas. Y no es necesaria una reflexión profunda para entender lo que se cuenta. Las imágenes se van sucediendo y resulta muy fácil establecer los nexos de la historia.

El uso del móvil absorbe un tiempo, una atención y unas energías que dejan poco espacio para otras actividades, por importantes que sean. La proporción de tiempo que consume el uso del móvil no tiene comparación con cualquier otra actividad de la vida de los jóvenes.

Leer exige concentración. No se puede estar leyendo y haciendo otras cosas, como sucede en el caso de la televisión. He visto a mi hija seguir una película mientras contestaba a los incesantes whatsapps que recibía en el móvil. No se puede hacer lo mismo mientras se lee.

La aceleración de los tiempos, las prisas, los planes encadenados, dejan poco espacio para el reposo que requiere la lectura de un buen libro. Creo que la juventud está dominada por el frenesí de la acción, de los encuentros, de las citas, de las reuniones.

Una voluminosa novela llevada a la pantalla puede verse en hora y media, mientras que la lectura de la novela consumiría muchas horas. M han contado que algunos alumnos, cuando tienen como tarea leer un libro que ha sido llevado a la pantalla, prefieren ver la película y no leer el libro. Queda muy atrás para ellos y ellas la galaxia Gutemberg.

La multiplicidad de estímulos que les llegan de amigos y amigas, la red de relaciones que cultivan, las canciones frenéticas que escuchan y tararean les tiene ocupada la mente. No es fácil aislarse de esa frenética cadena de estímulos.

Aunque se puede leer en todos los lugares, es cierto que la concentración que exige la lectura requiere espacios llenos de silencio y de paz. No abundan en los lugares que frecuentan los jóvenes y las jóvenes. No hay silencio en ninguna parte. El ruido es enemigo de la lectura. No hay silencio en las casas, en los lugares de encuentro juvenil. Y para leer hace falta silencio.

Hace tiempo que escribí un artículo titulado “Si no leo me aburro”. Algunos jóvenes se apresurarán a tachar el no con trazos bien gruesos. Piensan que leer es aburrido. Qué error. No haber tenido buenas experiencias lleva a no creer que existan.

Hay también un problema en la mala didáctica sobre la lectura. Obligar a leer textos que no despiertan el interés, exigir tareas ingratas sobre lo leído, hace que se rechace la lectura como si fuera un castigo.

Y no hablo solo de la desafección a la lectura. Hablo de los libros, de la falta de amor a los libros. Pocas veces he visto que en conmemoraciones, cumpleaños y otras fiestas los jóvenes y las jóvenes se hagan el regalo de un libro. Los veo y las veo en muchas tiendas (de ropa, de telefonía, de informática…), pero no tanto en librerías o en bibliotecas (salvo en época de exámenes). No les veo comprando libros para formar una biblioteca de obras de su interés. No les oigo hablar de libros, de lo que han descubierto en ellos, de lo que les ha aportado una obra, de lo emocionante que ha sido el final de una novela...

Seguir aquí. https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2021/07/31/amor-a-los-libros/

lunes, 12 de julio de 2021

Eros, erotismo y pedagogía

La escuela ha sido siempre el reino de lo cognitivo y no el reino de lo afectivo. Lo dije hace ya tiempo en mi libro “Arqueología de los sentimientos en la escuela”, publicado por la editorial Bonum en Buenos Aires en el año 2006. “La escuela es la cárcel de los sentimientos”, había dicho mucho tiempo antes (corría el año 1980) en el título de un artículo publicado por la Revista Española de Pedagogía.

En efecto, la escuela es el territorio de la mente, el mundo de las ideas, la casa del pensamiento. El cuerpo es el medio de transporte de la cabeza. Entramos en el aula con el cuerpo porque no es posible dejarlo en la entrada o en el pasillo. El curriculum se fija en el cuerpo solo para las clases de Educación Física que, en muchas ocasiones, se ha considerado una maría. Al llegar y al salir de la escuela, lo único que interesa es responder a esta pregunta: ¿qué sabes sobre…? Pocas veces se muestra interés por otras cuestiones. ¿cómo estás?, ¿qué sientes?, ¿qué y a quién quieres?

Se diría que tanto profesores como alumnos son seres incorpóreos que negocian con los conocimientos y, por supuesto, con las palabras que los transportan de unas mentes a otras. Pero que ni sienten ni padecen. Unos enseñan y otros aprenden. Unos evalúan y otros son evaluados. Como si fueran máquinas desposeídas de la capacidad de emocionarse.

¿Qué hay de los cuerpos?, ¿qué hay de los sentimientos?, ¿qué hay de la pasión? Parece que estas preguntas hay que plantearlas antes de entrar y después de salir de las aulas y de los centros escolares. Pero no dentro de ellos.

Mi libro “Yo te educo, tú me educas”, plantea algunas cuestiones sobre las emociones que van amarradas, de forma casi inexorable, a la experiencia educativa. El título de este libro traducido al portugués, “Uma pedagogia da libertaçao. Crónica sentimental de uma experiência”, muestra ese componente frecuentemente excluido de la reflexión y de la práctica pedagógica. Digamos que es un libro no sobre lo que piensa sino sobre lo que siente un director escolar. En uno de los relatos planteo abiertamente una experiencia emocional y reflexiono sobre ella. El hecho se describe en unas líneas de cabecera (así está construido el libro) y luego, a pie quebrado (ese es el estilo literario que elegí para esta obra), aparece lo que pienso y siento sobre él.

Alguien me ha dicho asomándose a la puerta de mi despacho: “Te he echado de menos este fin de semana”. No he sabido qué responder. He sonreído solamente y he seguido escribiendo, un poco menos concentrado, un poco más nervioso.

¿Qué puedo hacer?/Maniatado de obligaciones/ de responsabilidades, de largas tradiciones y de miedos sociales.

¿Qué puedo decir?/Yo soy un adulto/que te doblo en primaveras/y que veo la vida de arriba abajo,/todavía con optimismo,/ pero ya rebaso el ecuador de los años.

No puedo jugar contigo, ciertamente./ Tampoco puedo juzgarte de una forma necia,/ despreciando un sentimiento/ que adivino serio y firme,/probablemente quebradizo,/ pero serio y firme,/acaso mucho más que mis recelos./ Tampoco puedo decirte seriamente: Sí, me alegra lo que dices,/ yo también te he recordado.

Tu frase se perderá entre los montes de mis días/ entre las piedras de mis reservas/ Solamente resonará su eco algunas veces,/como ahora cuando escribo,/recordando tu palabra y sus acentos.

(…) (…) (…)

Te seguro, te aseguro muy de veras/ que no sé muy bien qué hacer:/si cerrar el corazón y la sonrisa/(no hay más riesgos,/ o compartir tarea y amistad,/ haciendo posible y probable/ el advenimiento del amor,/de un amor casi siempre imposible,/siempre lleno de dolor”.

No se suele hablar de las cuestiones relacionadas con el corazón. Los profesores que adoran a sus estudiantes y que despiertan emociones en ellos se consideran sospechosos. He dicho alguna vez que los alumnos y las alumnas aprenden de aquellos docentes a los que aman. La sospecha se basa en la falsa premisa de que la educación es neutral, de que hay un suelo emocional uniforme que nos permite tratar a todos y a todas por igual, sin pasión. Y también de la sospecha bloquean la posibilidad de una evaluación justa.

Conocí hace años a la profesora argentina Alicia Fernández, prestigiosa psicopedagoga fallecida en 2015, quien me dedicó amablemente un libro suyo de titulo atrapante: “La sexualidad atrapada de la señorita maestra”. En esta obra la autora se plantea el vínculo enseñanza/aprendizaje, poniendo el acento en las dañinas consecuencias que para el trabajo de construcción de su subjetividad y para la posibilidad de enseñar tiene el esconder, omitir y desmentir las diferencias de géneros sexuales.

En el libro de bell hooks “Enseñar a transgredir. La educación como práctica de la libertad” (2021, Capitán Swing) hay un capítulo que me hallamado especialmente la atención. Es el número 13 y lleva por título “Eros, erotismo y proceso pedagógico”.

Dice hooks que “las y los profesores rara vez hablamos del lugar del eros o de lo erótico en las aulas. Formados en el contexto filosófico del dualismo metafísico occidental, muchos de nosotros hemos aceptado la idea de que hay una escisión entre cuerpo y mente. Al creer esto, los individuos entran en el aula a enseñar como si solo estuviese presente la mente y no el cuerpo”.

Con cierta sorna comenta la profesora hooks que cuando empezó a ejercer de profesora y debía ir al servicio en medio de la clase no tenía ni idea de qué hacían sus antecesores en tales circunstancias. Nadie le había hablado del cuerpo en relación a la enseñanza. Y se pregunta con cierto retintín: ¿Qué se hacía con el cuerpo en el aula? Bueno, con el cuerpo y con los sentimientos. Porque da la impresión de que cada estudiante se asimila al pupitre y se hace uno con él. El alumno y el pupitre no sienten nada y el profesor (o la profesora, que no es pequeña la diferencia) tampoco sienten nada especial por aquellos pupitres y estudiantes, ni por uno en especial ni por el grupo en general.

Cuenta hooks que durante el primer semestre que dio clase en la Universidad tenía un estudiante que siempre parecía ver y no ver al mismo tiempo. A mitad de trimestre recibió una llamada de la psicóloga de la Universidad porque quería hablarle de cómo trataba a un estudiante en el aula. La psicóloga le contó que los estudiantes habían dicho que se comportaba de una manera hostil, grosera e irascible cuando se dirigía a él. “Yo no sabía con exactitud quién era el estudiante, dice hooks, no podía ponerle cara o cuerpo a su nombre, pero después, cuando se identificó en clase, me di cuenta de que sentía atracción erótica por él y que mi manera ingenua de luchar con sentimientos que me habían enseñado a no tener nunca en el aula, era bloquearlos, reprimirlos y negarlos”.

“Cuando me di cuenta, dice hooks, de que a mis estudiantes les confundían las expresiones de cariño y amor en el aula, me pareció necesario dedicar alguna clase al tema. En una ocasión les pregunté: ¿Por qué sentís que la estima que expreso hacia una persona no puede ampliarse a cada uno de vosotros? ¿Por qué pensáis que no hay suficiente amor y cariño para todos?”.

Se puede tener pasión por la escuela pero no pasión en la escuela. Se trata de una esfera cargada de prejuicios y de miedos. No veo mucha enseñanza ni mucho aprendizaje apasionados en la enseñanza hoy en día. Ojalá me equivoque. Tampoco hay mucho espacio para lo emocional en la formación inicial y en la selección del profesorado. Recuerdo el hermoso y certero pensamiento de Emilio Lledó, que suscribo apasionadamente: La profesión docente gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña”.

Termina hooks el capítulo citado (y yo este artículo) son estas palabras: “Para devolver la pasión al aula o para despertarla donde no estuvo, las y los profesores debemos volver a encontrar el lugar del eros en nuestro interior y juntos permitir que la mente y el cuerpo sientan y conozcan el deseo”.

Fuente. El Adarve. Miguel Ángel Santos Guerra.

jueves, 24 de junio de 2021

Gratitud en acción

Lo primero que quiero hacer, por un deber del corazón y una elemental coherencia con el contenido de este artículo, es dar las gracias a quien lo ha inspirado. 

Mi querido amigo Laurentino Heras, me ha enviado como regalo su último libro de poemas (“Palabras en malva y negro”) y, por si fuera poco, ha añadido otro libro titulado “Gratitud y educación”, cuyo autor es Owen M. Griffith. El subtítulo nos da muchas pistas sobre el contenido: “Otra forma de enseñar, aprender y vivir”. Dentro de este segundo libro incluye un recorte de prensa con un artículo de Laura Ferrero titulado “Escapar del rayo”. Es un artículo sobre la gratitud. Y me invita a plantear en este espacio que él sigue con fidelidad cada sábado desde hace muchos años, algunas reflexiones sobre la gratitud. Y así lo voy a hacer, con sumo gusto. Dice Jean de la Bruyère, a quien he citado en alguna ocasión cuando he tenido que dar las gracias públicamente, que el único exceso permitido en nuestro mundo es el de mostrar auténtica gratitud.

Pronunciamos muchas veces al día la palabra gracias. Se calcula que unas 20 veces. Es probable que se haya convertido en una rutina, en una muletilla y que, en muchas ocasiones, la palabra se haya vaciado de contenido y haya perdido la verdadera emoción que podría encerrar. Por ejemplo, cuando en un restaurante nos indican en qué mesa podemos sentarnos, decimos gracias. Cuando nos entregan la carta volvemos a decir gracias. Cuando nos sirven el primer plato, repetimos la palabra gracias. Si pedimos que nos traigan otra servilleta, acompaños la petición con un nuevo gracias. Cuatro veces en unos minutos. Pero ¿realmente nos sentimos agradecidos? Dice Lura Ferrero en el citado artículo: “El gran tema no es dar las gracias sino ser capaces de expresar gratitud. El problema de las palabras es que se gastan, se les deshilachan los bordes y terminan dejando de significar”.

¿Qué se dice?, le preguntamos a nuestros niños cuando reciben un regalo, un elogio, una invitación, una caricia… ¿Qué se dice? Pues se podrían decir muchas cosas, pero lo cierto es que siempre responden con la misma palabra:

– ¡Gracias!

Luego sonreímos pensando que, de esta manera, demuestran que están bien educados, que han adquirido buenos modales.

Existe un sentimiento holístico de gratitud que se puede experimentar por el simple y maravilloso hecho de estar vivos. Hay un episodio en la vida del escritor Paul Auster que ha rememorado una y otra vez en entrevistas y conferencias porque, según cuenta, marcó toda su historia. Cuando tenía 14 años, su madre le envió a un campamento de varano en la montaña. Un día salió de excursión con sus compañeros y de repente, en medio del boque, se desató una tormenta eléctrica. Los responsables dijeron a los chicos que corrieran hasta llegar a un claro. Para ello tuvieron que arrastrarse en fila india por debajo de una cerca de alambre de púas. Justo en el momento en el que el chico que iba delante de Paul se agachaba, un rayo cayó sobre el alambre y el chico murió en el acto. El escritor no se dio cuenta de que estaba muerto y lo arrastró hacia el claro. Durante una hora, en medio de la tormenta y los relámpagos, trató de despertarlo sin atreverse a reparar en la rigidez, en que lentamente se fue poniendo azul, en el color morado de los labios. Ese fue para Paul Auster, uno de los momentos fundacionales de su vida y de su carrera. Fue consciente de la aleatoriedad de la existencia. Podía no haber escapado del rayo. Se apoderó de él un sentimiento incontrovertible: podría haberle tocado a él y no a su compañero. Dice Auster que, cada mañana, antes de levantarse de la cama da las gracias. Probablemente da las gracias a todo aquello que no controlamos: al destino, al azar, a la fortuna, a la casualidad.

En un tiempo en el que se pone el énfasis en los derechos que tenemos como seres humanos, en el que exigimos con vehemencia aquello que se nos debe, se corre el peligro de no reparar en todo aquello que la vida nos ha regalado. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”, cantaba Joan Baez con voz estremecida y vibrante. No todos se acuerdan de decir estas cosas. No todos viven así.

Nos producen lástima las personas ingratas. Hay que aprender a ser agradecidos. Hay que practicar la gratitud. Me han parecido sugerentes algunas propuestas que hace Owen en el citado libro “Gratitud y educación”. Un libro en el que se nos insta a educar esa actitud en las escuelas. Una de esas propuestas es el “diario de gratitud”. Consiste en un diario en el que cada día se explicitan cinco motivos por los que deberíamos sentirnos agradecidos. Al final del curso tendremos en el diario más de mil motivos de gratitud. Se trata no solo de enumerar sino de añadir el correspondiente por qué.

Otra sugerencia se refiere a la “gratitud en acción”. Si realmente estamos agradecidos deberíamos demostrarlo ayudando a los demás. Dice el autor: “Los estudiantes demostraron que la gratitud es más que un sentimiento agradable para ellos, y que puede llegar a convertirse en una forma de vivir conscientemente y un modo de tomar medidas para mejorar nuestro mundo”.

Una tercera sugerencia es “la visita de gratitud” que consiste en la tarea de escribir una carta de gratitud a una persona a la que no se haya agradecido adecuadamente lo que ha hecho y acudir a su encuentro para entregarla y leérsela al destinatario o destinataria.

Al final del libro el profesor Griffith, propone una última iniciativa: “En nuestras aulas y en nuestras vidas, podemos hacer depósitos en las cuentas de gratitud de otros al encontrar algo por lo que estar agradecidos por alguien y luego expresarlo. El reto está en encontrar una nueva persona y hacer un depósito en su cuenta bancaria de gratitud”.

Cuenta el autor que, en cierta ocasión, asistió al Congreso “Transformar nuestras aulas mediante la gratitud” en el Greated Good Center for Science de la Universidad de California, en Bekeley. Veinticinco expertos en aprendizaje socioemocional, junto con veinticinco maestros exploraron el último plan de estudios que se estaba probando en todo el país a través del Proyecto de Gratitud Juvenil.

El prologuista de la obra, Jeffrey J. Froh, profesor asociado en Hofstra University, habla de tres principios que su investigación y la de otros colegas han podido identificar y que pueden utilizar los adultos para promover la gratitud en niños y adolescentes. Principios que han incorporado a su “curriculum para la gratitud”:

– Darse cuenta de la intenciones: se trata de invitar a niños y jóvenes a adivinar la intención que hay tras los regalos, beneficios y ayudas que reciben.

– Apreciar los costos: cuando alguien ofrece ayuda, sacrifica tiempo, realiza esfuerzos o invierte dinero para poder realizarla. Es conveniente pensar en todo ello.

– Reconocer el valor de los beneficios: cuando alguien brinda ayuda, genera un beneficio para quien la recibe. ¿Por qué no explicitarlo? Puede hacerse completando esta frase: Mi día (o mi vida) es mejor porque…

Estamos tan habituados a disfrutar de muchos bienes que no reparamos en todo lo que hay detrás de ellos (personas, medios, tiempos, costos…) para que lleguen hasta nosotros. Y pocas veces pensamos en que hay muchos miles de personas en el mundo que carecen de muchas de las comodidades de las que disfrutamos de forma casi inconsciente.

Uno de esos beneficios de los que disfrutamos es el aprendizaje que nos brinda la escuela. Hay estudiantes que no solo no lo valoran sino que lo desprecian y rechazan.

Nuestra hija Carla asistió durante un año a un Colegio público de la ciudad de Galway (Irlanda). En ese colegio tenían una hermosa costumbre que consistía en que los niños y las niñas daban las gracias cada día a sus profesores y profesoras por lo que les habían enseñado. Se convirtió en un hábito tan cotidiano como decir buenos días o buenas tardes.

Pido prestadas unas palabras a Owen Griffith que sirvan de punto final: “La reciente investigación científica ha confirmado que practicar la gratitud puede llegar a remodelar nuestros cerebros de manera positiva, lo que nos permite ver todo lo bueno que sucede en nuestra vida y en el mundo, mejorando la vida de las personas de manera poderosa y estimulante”. Así sea. Así es.

Fuente: blog de Miguel Ángel Santos Guerra.

viernes, 14 de mayo de 2021

_- Patología del odio

_- En la obra de Esopo aparece una muestra elocuente de lo que es el odio. Dos enemigos se embarcan en la misma nave y, para estar lo más lejos posible el uno del otro, uno va a la proa y el otro a la popa del barco. Cuando de pronto se abate la tempestad sobre la nave y corre peligro de naufragar, el que va en la popa pregunta a un marinero por dónde empieza a hundirse el barco.

– Por la proa, responde el marinero.

– Entonces no me importa tanto la muerte, dice el que hizo la pregunta, pues me da la oportunidad de ver ahogarse a mi enemigo ante mí.

Me preocupa sobremanera el clima en el que estamos inmersos. Veo demasiadas ganas de que se ahogue primero quien va en la otra parte del barco. Observo demasiado odio, demasiada crispación, demasiadas descalificaciones, demasiado desprecio a quien piensa, actúa o es de forma diferente a la nuestra. La sociedad se envilece cuando se llena de odio.

Las elecciones autonómicas que acaban de celebrarse en la comunidad de Madrid han estado presididas por el enfrentamiento, los ataques, los insultos, las acusaciones, los debates interrumpidos y las cartas con balas, con navajas y con amenazas de diverso tipo… Ha existido poco debate sobre los problemas de los ciudadanos y de las ciudadanas y sobre la forma de resolverlos. Ha habido poco diálogo, poca reflexión sosegada, poco análisis, pocas propuestas, poca empatía, poca escucha y ningún respeto a lo que decían los demás. Las palabras se han convertido en armas que se arrojan al adversario.

Me preocupa, sobre todo, ver el odio instalado en la práctica política porque la política se sitúa en la parte más elevada y visible de la sociedad. Mítines que son interrumpidos a ladrillazo limpio, misivas con insultos y amenazas, ejes de campaña sustentados en dicotomías simplistas y tramposas. Decir “Comunismo o libertad”, lleva a considerar al adversario como un enemigo. Plantear así las disyuntivas, dice José Antonio Marina, hace que llamar a otro comunista o fascista sea lo mismo que decir hijo de puta. Esta visión dicotómica de la realidad divide a las personas en dos grandes grupos: los malos (que son los otros) y los buenos (que somos nosotros). No hay grises, no hay tonos intermedios. O eres bueno o eres malo. Y los otros son los malos. Hasta la victoria y la derrota se han vivido de forma agresiva con el adversario. Decir, ante el abandono de la política de Pablo Iglesias, que se ha ido “la mayor rata de la historia de España”, es un exabrupto nacido del odio. Llamar gilipollas a los mileuristas votantes de Ayuso es una falta de respeto.

Lo más pernicioso de este clima es que se traslada a toda la sociedad. En parte por los militantes de los partidos que, por convicción, papanatismo o interés, siguen a sus líderes y en parte porque la crispación llega a toda la ciudadanía a través de los medios, las redes y las conversaciones informales… Y también porque, como dice Sartre, “basta que un hombre odie a otro para que el odio vaya contagiando a la humanidad entera”.

Eso en la calle, mientras en la escuela pregonamos la necesidad del diálogo, la negociación, el respeto al adversario, la solidaridad, la empatía, la compasión por los demás, la dignidad del ser humano… ¿Qué nos está pasando? ¿Por qué olvidamos lo que aprendimos con tanto esfuerzo en el seno de la familia y en las instituciones educativas?

Estamos viviendo unos tiempos convulsos, revueltos, críticos. Me inquieta mucho el sentimiento de odio hacia el otro que estoy viendo acrecentarse cada día en la sociedad. Me preocupa especialmente que la extrema derecha, con su discurso excluyente, vaya ganando terreno en una ciudadanía ingenua. Odio a los inmigrantes, a los homosexuales, a los rojos, a las feministas, a los transexuales, a los menas (Menores Extranjeros No Acompañados)… Lanzar un cartel diciendo: Un MENA, 4700 euros al mes. TU ABUELA, 426 euros de pensión al mes, firmado por Vox, es un acto de incitación al odio.

Thiebaut sostiene que “los odios políticos pueden nacer de un desprecio (a las mujeres, a los homosexuales, a los inmigrantes…), pero se consolidan porque lo odiado se entiende como amenaza, como un peligro que, a su vez, nos odia”. El odio es una emoción, que puede ser manipulada, especialmente por demagogos, y ha tenido históricamente gran poder movilizador, precisamente por las vinculaciones con el binomio identidad/alteridad. Los odios públicos buscan causar mal a un colectivo concreto y suelen ser caldo de cultivo para diversas manifestaciones, como los delitos de odio o los genocidios. (Estoy leyendo “El coleccionista de lágrimas”, de Augusto Cury, que es un buen ejemplo del odio que inspiró el genocidio nazi).

Dice Carlos Gurméndez que “el odio es una pasión activa quemante, destructora y que arde en nuestro interior como una llama que solo se apaga destruyendo al otro, mi enemigo…”. Creo que esa pasión destructora que es el odio, no solo se dirige a la persona, al grupo, a la clase odiada sino que se descarga también sobre la persona que lo siente. El odio también destruye al que lo vive.

Mi admirado Castilla del Pino, en su excelente y ya clásica obra “Teoría de los sentimientos” habla largamente del odio en el Apéndice C. Y va respondiendo a las siguientes preguntas: ¿por qué odiamos?, ¿para qué odiamos?, cómo odiamos? Y entiende que el odio es un sentimiento patológico porque quien odia, termina por odiarse a sí mismo cada vez más. Lo define así: “El odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela”. El propósito del odio es, pues, la destrucción del objeto odioso u odiado.

Es importante preguntarse por el origen de este sentimiento que envenena la convivencia. Jorge Vigil Rubio, en su “Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales” dice que hay cuatro causas del odio:

La alteridad: el otro, antes de ser persona, es ob-iectum, algo que está frente a mí. La diversidad se convierte en una fuente de rechazo. ¿Por qué el otro es diferente a mí? La diferencia del otro se convierte en una fuente de menosprecio, de rechazo, de agravio.

La posesión: el otro posee algo que yo no poseo y por eso deseo vengarme, por eso le odio. Lo que el otro tiene se convierte en una agresión para quien carece de ese bien.

La autoridad: en las relaciones de subordinación propias del mundo del trabajo y de la política, el odio es la pasión reactiva de los subordinados ante los que mandan. El odio es aquí una pasión callada, un resquemor silencioso.

El resentimiento por un agravio: el odio es, por este motivo, la fuente de actos de venganza. Los odios no se apagan mientras dura la memoria del agravio.

Hay más causas, claro está. Pienso, por ejemplo, en la amenaza. Hay personas u objetos que pensamos que son una amenaza para nuestra identidad. Y por eso los odiamos. El objeto odioso pertenece a nuestro mundo, hemos de convivir con él y su amenaza es constante. Al tigre lo tememos, no lo odiamos.

Hay otro tipo de odio que considero antagónico y que solo quiero citar, ya que no tengo espacio para analizarlo. Podemos (y debemos) odiar la injusticia, la dominación, la crueldad, la codicia, la maldad, el crimen, la explotación, la guerra… Porque, como dice Montaigne, “lo que odiamos es algo que nos tomamos en serio”. Pero ese es otro cantar.

El odio que me preocupa es el que se dirige a otros seres humanos, por ser diferentes, por pensar de otra manera, por tener otras costumbres, por pertenecer a otra raza, por militar en otro partido, por practicar otra religión, por tener otra identidad sexual…

Aunque, en los casos extremos de lenguaje o actos de odio, el Derecho puede y debe intervenir, la educación en derechos humanos es la clave, a mi juicio, para que las identidades y las alteridades tengan una relación armoniosa más allá del odio, más acá de la empatía y de la solidaridad. Odiar a un ser humano es una patología que solo se cura con la educación

Fuente:
El Adarve, Miguel Ángel Santos Guerra.

jueves, 6 de mayo de 2021

Las orejas de Pablo

Es fácil reírse de alguien cuando se tiene poder. La burla es un arma terrible que se puede manejar de forma cruel sobre quien no tiene posibilidad alguna de defenderse. Es bueno tener sentido del humor, pero no lo es utilizarlo como un arma contra los demás. Me preocupa especialmente el ingenio que se manifiesta de forma hiriente por parte de quien goza de una situación ventajosa. Pasa, a veces, en las aulas. Ante la broma del profesor o de la profesora, los compañeros se ríen mientras el zaherido sonríe desde el fondo de su impotencia. Qué ocurrencia. Qué gracia. Mientras más ingenio, más risa.

Escribí hace unas semanas sobre el bullyng en las escuelas. Una tragedia, decía, que pervive y causa víctimas inocentes que sufren en silecnio bajo la amenaza de los agresores. Lo hacía al hilo del prólogo que he escrito para un libro coordinado por Arnaldo Canales en Santiago de Chile. El libro se titula “Historias que sanan” y ha sido promovido y editado por la Fundación Lidererazgo Chile. Mi prólogo lleva por título “Radiografía del horror”.

Uno de los relatos tiene una peculiaridad que quiero destacar. Porque el agresor no es un alumno o un grupo de alumnos que actúan con crueldad a la espalda de los docentes sino un profesor que, desde el poder que le confiere el cargo, hace bromas que causan un grave daño a su destinatarios. La autora del relato se llama Macarezza Meléndez y voy a utilizar básicamente sus propias palabras.

“De niña yo tenía una gran inseguridad: mis orejas. No podían gustarme, sentía que eran muy grandes, que eran muy largas, que eran muy todo. Evitaba recogerme el cabello en una cola, utilizaba siempre mi pelo suelto cubriéndolas o usaba gorros y evitaba que la gente las mirara por mucho tiempo, porque me sentía insegura y en casa lloraba por ello. Algunos compañeros míos me molestaban sistemáticamente, incluso mis amigos, y yo me sentía muy mal al respecto. Siendo una niña, no sabía qué hacer para cambiar las cosas, e incluso llegué a pedirle a mi madre que me operara lo antes posible porque me acomplejaban.

Ella siempre me decía que se me pasaría, y que mis orejas eran lo más bello del mundo y que estuviera agradecida de tenerlas, y tuvo razón. A medida que fui creciendo le fui quitando importancia, pues supe que es mejor tener que no tener y que no había nada de malo conmigo. Mis compañeros dejaron de molestarme gradualmente, por lo que me sentí aliviada y tranquila, olvidando lo que era tener complejos hasta que un día me di cuenta de que otras personas también sufrían de ellos.

Cuatro años después de ese período doloroso de mi vida tenía una importante prueba que dar, a mis doce años, con el profesor favorito de todos, el profe de historia. En este examen, dio las instrucciones en voz alta, pero mi amigo y compañero de clase, Pablo, no le entendió.

– Profesor, ¿puede repetirlo?
El aludido repitió la instrucción, y nuevamente Pablo se vio confundido y preguntó otra vez.
– Disculpe, ¿cómo dijo?
Era el profesor favorito de todos, un hombre de barba simpático que nos hacía reír en cada clase por sus ocurrencias y bromas, pero cuando le respondió de nuevo a mi amigo no me reí con sus palabras.
– ¡Por Dios! ¡Tienes unas orejas enormes y no escuchas nada!

Todos se carcajearon hasta que Pablo, nervioso y con las mejillas encendidas por la vergüenza, se cubrió su cabeza y orejas con el gorro de su chaqueta con los ojos empapados en lágrimas, sollozando en voz baja y poniéndose muy triste y apenado. Entonces se hizo un silencio en la sala, las caras de mis compañeros se llenaron de arrepentimiento y vergüenza y el profesor de historia intentó disculparse con él, pero este no le respondió y lo ignoró hasta que la prueba terminó.

No era la primera vez que molestaban a Pablo por sus orejas, pues siempre sus compañeros e incluso sus amigos decían algún chiste o se burlaban de él en algún momento del día. Sabía que lo molestaban, pero nunca hice nada. Yo era su amiga y jamás le di importancia, no caí en la cuenta de que para él no era fácil y que estaba viviendo algo que también me pasó a mí y que le puede pasar a cualquier persona, que es tener una inseguridad con la que los demás se divierten. Es un sentimiento que nadie debería sufrir nunca, pues yo lo sufrí por años y nadie nunca, más que mi familia, corrió en mi auxilio.

Con este pensamiento, al terminar el examen fui corriendo donde la directora para explicarle la situación, pues yo le consideraba un amigo y no podía creer que un profesor tratara así a un alumno. Cuando terminé de contarle lo sucedido, ella asintió con la cabeza, mostrándose comprensiva, y luego me tranquilizó diciendo que verían de inmediato al profesor y a Pablo para conversar con ellos y arreglar las cosas; llegaron al despacho y conversamos entre todos, luego de una corta charla de la directora, el profesor pidió disculpas y Pablo las aceptó.

Me sentí feliz y al volver a casa le conté a mi madre y ella me felicitó por haber visto más allá de las cosas y pensado en mi amigo, cenamos y luego me dormí nerviosa pensando en qué pasaría al día siguiente.

Cuando llegué a la escuela, me percaté de que nos tocaba con aquel profesor de historia a primera hora del día, por lo que cuando entré a la sala me sentí inquieta y me senté en mi lugar en silencio. Luego de un rato de las clases, nadie mencionó nada, y Pablo estaba tan risueño y normal como siempre, también se reía con las bromas del profesor y con las de los demás. Supuse entonces que todo se había arreglado ayer, pues todo el ambiente era grato y tranquilo, hasta que el profesor hizo un comentario que me dejó perpleja.

Oigan, les quiero contar un secreto, pero me da un poco de miedo que alguien pueda acusarme. Dirigió su mirada hacia a mí y preguntó:
– ¿No es así?
Me quedé en silencio y mis compañeros se rieron.
– ¿Qué?, le pregunté, perpleja.
– Que si no te vas a poner sensible si cuento algo, dijo, socarrón.
– Usted hizo sentir mal a mi amigo. Yo solo hice lo que fue correcto hacer, le dije, sintiendo las mejillas calientes por la situación y nerviosa porque un profesor me estaba tratando de una manera muy inapropiada.
– Pero si no fue para tanto, ¿o sí, Pablo?, le preguntó entonces a mi amigo, y este no fue capaz de mirarme cuando respondió.
– No, yo no le pedí a nadie que hablara por mí. Sé defenderme solito, además, no soy un acusete.
Me sentí triste, decepcionada y humillada, como si hubiera cometido un error, como si me hubiera inmiscuido en los asuntos de los demás. Pero entonces comencé a reflexionar y concluí que no. No estaba equivocada. No era la primera vez que Pablo era molestado. Siempre lo molestaban, y si bien él siempre se reía, había momentos en que no. ¿Por qué entonces él mentía ahora, quitándole importancia al asunto?

Me di cuenta más temprano que tarde de que Pablo con tal de ser aceptado entre sus compañeros y el amado profesor, con tal de no ser el objeto de esa burla, mintió y me hizo hacer sentir mal a mí, para que él no fuera el herido.

Independiente de si somos niños o adultos…Si somos maltratados, si somos golpeados, si somos el hazmerreír, entonces las cosas no son fáciles. Entonces, las personas por ser aceptadas aguantan. Las personas con tal de ser incluidas fingen. Las personas con tal de pertenecer, aparentan. Y eso no está bien…”.

La historia sigue. Con muchas cuestiones de interés. Pero yo no tengo más espacio. Quiero agradecer a Macarezza el relato. Y felicitarla por su valentía. Era más fácil reirse con todos y callarse, que es lo que suele suceder. Es más fácil situarse del lado del agresor y reirle las gracias. Es más fácil quitarle importancia al asunto y decir con el bromista: “no es para tanto”. O quizás: hay que tener sentido del humor.

Lo que pretendo con estas líneas es destruir ese arsenal de armas que son las burlas sobre los demás. Sobre todo, de esas burlas que maneja impunemente quien tiene poder. Lo que deseo es terminar con ese martirio que son las risas que despiertan los comentarios ingeniosos y mordaces de quien se esconde en el burladero que tiene el que manda. Esas risas que se repiten en el silencio de la noche, mientras quien las ha provocado duerme a pierna suelta. Me preocupan en la polìtica, en la industria, en el comencio, en el deporte, en el ejército… Pero, sobre todo, en el escenario segrado de la educación. El Adarve.

martes, 20 de abril de 2021

El ajedrez. El mejor gimnasio de la mente.

Estoy enseñando a mi hija Carla a jugar al ajedrez. En un mundo lleno de ajetreo, de prisas y de estímulos efímeros, creo que es bueno dedicar tiempos a pensar, a ejercitar la mente. Un poquito tarde para lo que yo hubiera deseado. Pero nunca es tarde para aprender.

Todo el mundo sabe que el ajedrez es un juego entre dos contrincantes en el que cada uno dispone al inicio de 16 piezas móviles (un rey, una reina, dos alfiles, dos caballos, dos torres y ocho peones) que se colocan sobre un tablero de 64 casillas o escaques. En su versión de competición está considerado un deporte, aunque tiene una dimensión social, educativa, terapéutica y lúdica.

En más de una ocasión he visto presentar en Congresos o Jornadas educativas alguna comunicación relacionada con el juego del ajedrez. La primera vez me sorprendió poderosamente que el expositor propusiese la articulación de todo el curriculum en torno a este juego tan peculiar. Había en él importantes y claras vinculaciones a la historia, a la literatura, a las matemáticas, a la geometría, a la geografía, a los idiomas, a las ciencias, al arte, a la psicomotricidad, a la música… En las sucesivas ocasiones he ido prestando más atención y he llegado a la conclusión de que se trata de una actividad con enormes potencialidades educativas.

En los cuatro años que fui Director de un Colegio en Madrid hicimos un ambicioso programa de actividades que llamábamos paralelas, no complementarias o extraescolares, como se suele decir. Porque las considerábamos de igual importancia que las curriculares. Eran más de cincuenta: musicales, literarias, deportivas, manuales, icónicas, de mesa… Entre estas últimas destacaba el ajedrez. Algunos exalumnos me han contado la importancia que tuvo este programa de actividades para el desarrollo de sus capacidades y de sus futuras aficiones.

El ajedrez no es un juego de azar, sino racional y de estrategia. No depende de la suerte sino de la habilidad, del control y de la capacidad de anticipación. Y se puede practicar desde los 3 hasta los 103 años.

Los musulmanes lo traen a España en el siglo VIII. Y se convierte inmediatamente en un instrumento para la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos. España añadió la figura de la reina., que es la pieza de más valor.

Este deporte, tal como se conoce actualmente, nació en Europa en el siglo XV, aunque tiene precursores en épocas anteriores y lugares diferentes. No es el momento de relatar su historia, que está llena de interesantes y sugerentes peculiaridades.

Hay torneos, hay partidas múltiples, hay partidas entre una persona y un ordenador, hay partidas sobre tablero gigante en el suelo… El mejor ajedrecista desde 2005 es un ordenador, pero no podemos olvidar que esa máquina la ha creado un ser humano.

El ajedrez no es un juego aburrido, como algunos piensan. Los niños hiperactivos se divierten mucho con él. Y se receta como terapia para niños con TDH.

No es un juego complicado. Para disfrutar del ajedrez no hace falta una inteligencia especial. Una cosa es correr y otra ser un campeón de maratón. Una cosa es jugar al ajedrez y otra ser un ganador de competiciones.

En numerosas ocasiones he oído hablar de las enriquecedoras virtualidades del juego del ajedrez. Enumeraré algunas, entre las muchas que se le atribuyen.

– Aumenta la capacidad de concentración. Es imposible practicar este juego sin un ambiente de silencio y ausencia de distractores. Es necesaria la máxima concentración en las posiciones de las piezas propias, de las del contrincante, en las estrategias que se han desarrollado y en las que hay que anticipar para defenderse o atacar… En unos tiempos en los que la atención está tan dispersa se trata de un ejercicio extraordinariamente útil para desarrollar la concentración.

Desarrolla el pensamiento matemático. Los cálculos de posiciones obligan al jugador a elaborar estrategias numéricas y movimientos precisos y calculados.

– Enseña a administrar el tiempo. El manejo del tiempo es muy importante en el ajedrez. El reloj que acompaña muchas partidas es una permanente llamada de atención a la importancia del paso inexorable del tiempo.

Enseña a ganar y a perder. El ajedrez nos permite aprender a ganar con elegancia y a perder con humildad. En la vida no siempre se gana y no siempre se pierde. Se puede aprovechar la derrota para aprender dónde se han producido los fallos y en qué han consistido los aciertos del adversario.

Desarrolla el pensamiento autocrítico. En ajedrez no influye el árbitro, ni el terreno embarrado ni el mal tiempo, ni la suerte. Se pierde por fallos propios, que se pueden analizar para aprender. El que más aprende es el que pierde.

– Ayuda a controlar el primer impulso. Nada más importante que la tranquilidad en este juego. La precipitación podría causar situaciones irreversibles que lleven a la derrota. Es necesario el control ante la necesidad de un análisis sereno.

– El ajedrez une a las personas de diferentes edades, culturas, razas y países. Es decir, genera empatía. Es emocionante ver cómo se enfrentan a ambos lados del tablero personas tan diferentes a las que unen unos propósitos y unas reglas.

– Permite desarrollar el pensamiento flexible,el pensamiento lateral. Durante la partida nos preguntamos muchas veces: ¿Y si…? Durante una partida, una sola jugada nos obliga a cambiar rápidamente

– Ejercita la memoria: ya sea la memoria a corto plazo, para recordar los movimientos que se han realizado durante la partida, o a largo plazo, para no olvidar otras partidas jugadas.

– Desarrolla el razonamiento lógico matemático: está demostrado que el razonamiento y el proceso de análisis utilizado en el juego del ajedrez es muy similar al que se usa en las matemáticas y, por tanto, su práctica puede ser beneficiosa para mejorar las aptitudes matemáticas de los alumnos.

– Mejora la capacidad de resolución de problemas y toma de decisiones: durante la partida el jugador de ajedrez se enfrenta a distintos problemas que debe resolver, analizando todas las soluciones posibles y eligiendo la más adecuada, incluso muchas veces bajo la presión del límite de tiempo para tomarlas.

– Incrementa la autoestima y el afán de superación: cada partida es un nuevo reto para el jugador, que intentará mejorar su habilidad para jugar cada vez mejor; asimismo, cada vez que gana una partida el ajedrecista aumenta su autoestima y valora su pericia en el juego. En el caso de perder contribuye a potenciar la autocrítica. En definitiva, que el alumno sepa asumir el fracaso y no se hunda, todo lo contrario, intente mejorar cada día.

– Ayuda a ejercitar la mente. Por eso se usa para prevenir enfermedades como el Alzheimer. En el Instituto Albert Einstein de Nueva York se han hecho estudios sobre esta cuestión, con resultados contundentes.

– Invita a seguir aprendiendo. Porque existen infinidad de estrategias que se pueden incorporar al acervo de las que ya se conocen.

¿Es el ajedrez un juego de hombres? Solo hay una mujer entre los 100 primeros del mundo. Uno de cada catorce jugadores es una mujer. Pero eso depende de un estereotipo. El interés es similar hasta los 14 años. Pero luego, las niñas se retiran. Se ha considerado un jugo masculino, pero solo es fruto, a mi juicio, de un estereotipo social.

Este artículo es una invitación a que las familias y las escuelas se interesen, promuevan y cultiven este juego, que es el mejor gimnasio de la mente. Y a que cada uno de nosotros hagamos ejercicio con frecuencia y fruición.

Permitidme cerrar con una ingeniosa idea que he leído no sé donde. Y no hace mucho, por cierto. El mejor ajedrecista de la historia fue Moisés, porque hizo tablas con Dios en el monte Sinaí.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Con la muerte en los talones

Es probable que el título lleve directamente al lector a pensar en la famosa película de Alfred Hitchcok, filmada en 1959 y protagonizada por Cary Grant, Eva Mary Saint y James Mason. Nada tiene que ver con ella. Entre otras cosas porque el título original inglés de la película es North by Northwest. He utilizado la expresión del título para hablar de esa inquietante sensación que hoy tenemos de que la muerte nos persigue allá donde vayamos. Y por eso huimos de ella con escasa movilidad, mascarillas, distancias, lavado de manos y precauciones diversas. La muerte nos acecha en cada esquina y desde todas las instancias se nos advierte del peligro. No solo como amenazados de contagio sino como trasmisores del virus.

Pocos temas hay tan inquietantes como el de la muerte. La muerte propia, la de los seres queridos y la de los seres humanos en general.

Estamos viviendo una crisis en la que, cada día, por no decir cada hora o cada minuto, se nos ofrecen estadísticas de los muertos que ha causado la covid-19. Hoy han fallecido tantas personas en Estados Unidos, en Italia, en Alemania, en España, en tu comunidad, en tu ciudad o en tu barrio… Los números esconden los rostros de las personas. Las estadísticas ocultan el dolor de la familia y la angustia de quienes se han ido para siempre. Se dice cuántos enfermos hay en la UCI pero nada del temor que tienen a no salir nunca de allí. Y nos vamos acostumbrando a esa cantinela del número de fallecidos. Los muertos nos duelen en la medida que van siendo más cercanos a nuestra vida. El número de muertos nos aflige, pero nos hace llorar la proximidad emocional del fallecido. Es decir, la muerte de un familiar, de un amigo, de un conocido.

Lo cierto es que no hay día en que no aparezcan en los telediarios, en los informativos de la radio o en las primeras páginas de la prensa, noticas sobre los que se han ido para siempre, sobre aquellos a quienes les da igual ya lo que suceda con las vacunas (no recuerdo en qué país se dice “no aparece por ninguna parte”, para comunicar que alguien ha muerto). Ni una palabra sobre el miedo, el dolor o la soledad del que se va o de los que se quedan. Los sentimientos, como decía, se desvanecen entre las graficas, los números y las imágenes.

Todo lo que nos rodea hace que sintamos la muerte en los talones. Podemos ser nosotros los contagiados, los amenazados, los señalados por el destino. ¿Hay alguien que pueda decir con plena seguridad que a él no le va a tocar? ¡Qué decir de los temores de los hipocondríacos en estos tiempos de asedio viral! ¡Qué pensar del miedo de las personas con muchos años y muchos achaques!

A medida que van pasando los días, la muerte se nos acerca con mayor fuerza, con más notoria intensidad. Quien más quien menos tiene personas cercanas que han sido ya tocadas con la vara maldita del contagio. Algunas se han ido para siempre, otras han quedado con secuelas irreversibles y otras han salido tan fácilmente del riesgo de la muerte que casi parece un milagro.

Es tremenda la sensación de incertidumbre, de desconcierto, de inseguridad, de ignorancia, de impotencia. Uno se contagia y muere, otro se contagia y está curado a los diez días, otro se contagia y queda con graves secuelas, otro pasa la enfermedad sin saberlo, otro, después de haberla pasado, se vuelve a contagiar. Parece una macaba lotería.

Acabo de recibir dos testimonios que quiero compartir con quien me lee. Uno procede de Argentina y otro de España. Y los he elegido para hacer ver que el problema es planetario pero, a la vez, muy cercano a cada uno de nosotros. Y para tocar el dolor y la angustia con las manos. Cuanto más tiempo pasa, es más probable que conozcamos personas de nuestro entorno que han sufrido las consecuencias de la enfermedad, algunas veces fatales.

Me dice una amiga argentina: “El virus me atacó las vías respiratorias, me faltaba el aire por momentos, baja cantidad de oxígeno en sangre, llegué a tener neumopatía, no neumonía. Igualmente el pulmón está resentido, las cicatrices que van quedando, me explicó el médico, que con el correr de los meses, se van, el cuerpo las absorbe. Fue muy duro, tampoco podía hablar, no me salía la voz y muchísimo dolor de garganta, muy muy fuerte. Estuve, en consecuencia, 15 días sin comer. Pero para mi desgracia no bajé ni un kilo, que necesito bajar como 8. También te cuento que es una enfermedad que te va destruyendo emocionalmente, porque no sabés qué va a pasar, si a la mañana vas a estar vivo o no. Cara a cara con la angustia y el fantasma de la muerte. Es tremenda esa sensación. Estaba medicada con corticoides y antibióticos, primero inyectable y luego en comprimidos. Al día siguiente del alta, estaba bien, con hambre, normal, entre comillas. De esto hace casi un mes, todavía me quedó un poquito de tos y la voz, como que no es la mía. Pero con mucha fe en Dios. bien. Y esto de estar al lado de la muerte, me hizo cambiar mi mirada de la vida, la vida es ese instante, y re aprender muchas cosas, valorar más lo que tengo, priorizarme en algunas situaciones, comprendí y viví al límite la finitud de la vida. Empecé a cambiar cosas de mi casa, a comprar cosas nuevas y tirar lo viejo. Necesito sentirme viva. Y obvio que me quedó mucho miedo…”.

¿Cómo no sentir el dolor y la angustia de quien ve pasar tan cerca a la muerte? ¿Cómo no pensar que estamos también amenazados?

Entresaco, del mensaje de otra amiga, esta española, las siguientes palabras de un correo que, amablemente, me ha enviado: “La misma noche que mi padre falleció, le dieron los resultados oficiales a mi hermano y también salió positivo. Mi madre pensó morir… no quería que nos contagiáramos y nos pidió que nos fuéramos todos sumidos en la soledad más profunda en medio de un gran caos. Mi madre estaba sin síntomas, pero decidimos llevarla al hospital y cuál fue nuestra sorpresa que tenía ya afectado los dos pulmones, tenía ya neumonía. Sin poder despedir a mi padre y con la nueva situación, un miedo me inundó y mi cabeza se bloqueó, tarde muchas horas en poder articular palabra. Me hicieron pruebas y yo salí negativo…hubo momentos en que deseé ser positivo para poder abrazar a mi madre con naturalidad, para limpiar sus lágrimas, para no separarme de ella, pero el miedo me decía que el poder tenerlo podría implicar no ver a mis hijas nunca más. Un cúmulo de emociones desagradables: miedo, tristeza…”.

¿Cómo no sentir el dolor y la angustia de este relato, de estas vivencias? ¿Cómo no sentir el miedo ante la presencia asfixiante y persistente del peligro?

La muerte es algo excesivo. Está ahí, detrás de la puerta, detrás de la esquina, detrás de esa mano que se nos tiende, escondida en ese furtivo abrazo que se nos da… Y acaso nosotros la llevamos escondida en el aire que expulsamos. “Cuerdo es solamente el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir”, decía Quevedo.

Acabo de leer el libro de Héctor Abad de Faciolince titulado “El olvido que seremos”. Un hermoso libro que trata de honrar la vida y la muerte del padre del autor.

En la página 273 dice: “Sabemos que vamos a morir, simplemente por el hecho de que estamos vivos. Sabemos el qué (que nos moriremos) pero no el cuándo, ni el cómo, ni el dónde. Y aunque ese desenlace es seguro, ineluctable, cuando esto que pasa le ocurre a otro, nos gusta averiguar el instante y contar con pormenores el cómo, y conocer los detalles del dónde y conjeturar el porqué”.

Tres breves conclusiones. En estos momentos (y siempre), tenemos que acudir a la pedagogía de la muerte. Decía Montaigne: ”El que enseñase a los hombres a morir, les enseñaría a vivir”. En un reciente e inquietante libro titulado “La sombra negra del lobo blanco” dice José Luis González-Geraldo: “Hablar de la muerte sin tapujos ni supersticiones absurdas e incluso más allá de cualquier religión puede ser vital para comprender la vida. Para aprender a vivir, hemos de aprender primero a morir”. Recordemos el texto de aquel famoso grafiti: “Hay vida antesde la muerte”.

La segunda se refiere al deber que todos tenemos de velar por la vida de todos y de cada uno de nuestros semejantes mediante el cumplimiento estricto de las prescripciones que la salvaguardan.

La tercera tiene que ver con la educación sentimental. Tenemos que aprender a sentir, a expresar y a compartir nuestras emociones: el miedo, la angustia, la tristeza, el dolor, la rabia… Y también la esperanza, la confianza, la alegría y el amor.

Fuente:
El Adarve.

domingo, 13 de septiembre de 2020

_- La tarea de la familia

_- El Adarve
Cada año, por estas fechas, doy la bienvenida al nuevo curso escolar. En esta ocasión tan peculiar lo quiero hacer a través de la mirada de las familias que tienen por una parte el anhelo y por otra el miedo de llevar a sus hijos e hijas a la escuela.

Se ha hablado mucho del arduo trabajo que han tenido que desarrollar los profesores y las profesoras durante el confinamiento. Nuevas formas de trabajo, aprendizajes apresurados, búsqueda de estrategias motivadoras, presión social… Se ha pensado menos, en el papel que han tenido que desempeñar los padres y las madres en las casas.

En tiempos de pandemia los padres y las madres han tenido que asumir el papel de asesores pedagógicos. Esa tarea ha exigido tiempos de dedicación superiores a los habituales, conocimientos que algunas veces no poseían y destrezas didácticas con las que probablemente no contaban.

Lo han tenido que hacer, compartiendo esa tarea con otras muchas del hogar y, quizás, con obligaciones laborales exigidas por el teletrabajo. Una locura. Todo ello en medio de un clima social marcado por la angustia de un peligro nunca visto y, quizás, nunca imaginado. Lo cierto es que han tenido que velar para que los hijos y las hijas cumpliesen con las exigencias de la conexión y, luego, con la realización de las tareas, unas de comprensión, otras de aplicación.

Es cierto que cuando se habla de la familia de forma genérica, no caemos en la cuenta de que existen tantos tipos de familia como familias existen. No es igual una familia monoparental con varios hijos de diferentes edades, otra con dos hijos que no dispone de cobertura, otra cuyos dos integrantes adultos tienen teletrabajo, otra integrada por progenitores sanitarios que tienen que acudir al trabajo, otra que se aloja en un cuchitril donde viven todos hacinados…

Estoy seguro de que se habrán dado miles y miles de situaciones curiosas en el desarrollo del proceso de aprendizaje realizado en el seno de la familia. Solemos tener pereza recopilatoria, pero si hiciésemos acopio de las maravillosas anécdotas que ocurren en las casas, nos encontraríamos con un acervo extraordinario de incidentes sobre la asimilación del conocimiento.

He recibido, de manos de María Bermúdez, excelente maestra de infantil y amiga entrañable, un mensaje con cuatro pequeñas anécdotas de enseñanza doméstica.

En la primera puede verse a un padre que le dice con tono inquisitivo a una niñita de unos cuatro años:

Yo busco, tú buscas, él busca, nosotros buscamos, vosotros buscáis y ellos… La niña mira fijamente a su papá, que hace un gesto demandando el tiempo verbal correspondiente a la tercera persona del plural. Y la niña, dice con tono interrogativo:

¿Se esconden?

La segunda anécdota muestra a otro padre que le explica a un niña de muy pocos años el siguiente problema: Si yo tengo cinco naranjas y somos diez personas, ¿qué tengo que hacer para que alcance a todos?

La niña, sin vacilación, contesta:

¡Jugo!
En la tercera se ve a una mamá explicando a un niño la diferencia entre sustantivo y verbo. El sustantivo, dice, es una persona, animal o cosa. El verbo expresa lo que hace la persona, el animal o la cosa. En el enunciado “El gato come croquetas”, añade la mamá, ¿cuál es el sustantivo?

El niño, tocándose la barbilla pensativo, responde: el gato.

La madre, pregunta, inmediatamente: ¿cuál es el verbo?

El niño vacila. La madre, para ayudarlo, pregunta: ¿qué hace el gato?

Sin dudarlo un segundo, el niño responde:

¡Miau!

La cuarta anécdota está protagonizada por otro padre que le está diciendo a una niña, mientras escribe en una hoja:

La m y la a…
El niño, con mucha convicción y fuerza, dice: ma.

El padre vuelve a decir, añadiendo la nueva sílaba a la anterior: la m y la a…

El niño repite: ma.

Y el padre concluye: Si ahora le ponemos la tilde…

El niño, sin un segundo de intervalo, apostilla:

¡Matilde!

Al acabar las cuatro anécdotas, aparece un recuadro en el que se puede leer: Que vuelvan las clases pronto. Ya no puedo más. Esto de ser maestro en casa me está volviendo loco.

Tres padres y una madre. No creo que esa sea muestra representativa. Porque suelen ser las madres las que preferentemente se ocupan de esas tareas. Como es lógico, también se habrán producido anécdotas sabrosas relacionadas con el proceso de evaluación. Y en esta parcela, los padres y las madres tienen una tarea importante, porque si solo se preocupan por los resultados acabarán haciéndoles pensar a sus hijos e hijas que lo importante es aprobar y no aprender.

Es probable que muchos padres y muchas madres hayan descubierto en esta etapa la complejidad de la tarea docente. Ellos se han visto sobrepasados por las exigencias del aprendizaje de uno, dos o tres hijos y habrán valorado el esfuerzo que supone seguir el proceso de un grupo de 25 escolares.

Siempre he considerado fundamental la participación de las familias en la escuela. No solo para evitar las agresiones y las descalificaciones al profesorado (todas las piedras que los padres arrojan sobre el tejado de la escuela, caen sobre las cabezas de sus hijos) sino para colaborar de manera estrecha y entusiasta con el proyecto educativo. Participación que no solo ha de referirse al proceso de aprendizaje de su hijo sino al buen funcionamiento de la institución. El grupo de investigación que dirigí durante muchos años realizó dos investigaciones sobre el tema de la participación que concluyeron con sendos libros: “El crisol de la participación” y “La escuela sin muros” (este sobre la participación de las familias de alumnos inmigrantes en la escuela). Los dos están publicados por la Editorial Aljibe.

Además de todos los compromisos de participación en la escuela, los padres y las madres se enfrentan ahora a un grave dilema: llevar a los hijos a la escuela para que aprendan y convivan o dejarlos en casa para tenerlos protegidos del contagio.

En otros países, Estados Unidos por ejemplo, hay mucha más experiencia sobre el homeschooling (la escuela en casa). En España esta modalidad es casi insignificante. Al parecer, las autoridades amenazan con sancionar a las familias que no lleven a sus hijos a la escuela con multas e incluso con prisión.

Nos encontramos ante una colisión de derechos: el derecho a la educación y el derecho a la salud. En tiempos normales, el absentismo escolar es un delito que puede ser sancionado. Pero nos encontramos en una situación excepcional. Imaginemos una familia en la que conviven padres, hijos y abuelos. Si el pequeño escolar se contagia en la escuela, se convierte en un grave peligro para las personas mayores de la casa. Si esto ocurre y se ha obligado a las familias a llevar a sus hijos a la escuela, ¿quién responde de esas enfermedades y, quizás, de esas muertes?

Sé que el riesgo cero no existe. Sé que los trabajadores, por ejemplo, acuden a sus puestos a pesar del riesgo que esto supone. ¿Puede un médico negarse a trabajar porque existe el riesgo de contagio?

Mi postura, en este caso, es que se deje libertad a las familias. Porque algunos tienen la imperiosa necesidad de llevar a sus hijos a la escuela no solo para que aprendan sino porque necesitan estar libres para acudir a sus puestos de trabajo o para hacer teletrabajo en la casa. Por otra parte, los padres que bajo su responsabilidad no llevan a los hijos a la escuela adquieren el compromiso de no abandonar a sus hijos en el seguimiento del curriculum escolar.

La incertidumbre que existe respecto al inicio del curso escolar mientras escribo estas líneas, no puede ser más abrumadora.

Me inclino por el comienzo presencial con las garantías más elevadas que se puedan establecer para evitar el contagio: disminuir la ratio, desarrollar el blanded learning (la enseñanza híbrida), aumentar la plantilla docente, utilizar la mascarilla, garantizar la higiene, desinfectar los objetos, evitar las aglomeraciones en entradas, salidas, pasillos y recreos…

Es el momento del diálogo. Entre autoridades sanitarias y educativas, entre autoridades y comunidad educativa de los centros, entre la escuela y la familia, entre el profesorado y el alumnado…

Un comienzo de curso sin las debidas precauciones puede convertir los centros escolares en bombas biológicas que multiplicarían los rebrotes y nos llevarían a una situación límite.

Por eso hay que pensar muy bien lo que se tiene que hacer y hay que estar prevenidos para lo que pueda pasar en el caso de que se complique la situación. Porque es probable que haya algunos contagios. Entonces, ¿qué se hará? Hay que tener reflejos para improvisar, pero sería mejor tener muy pensadas las respuestas a las diversas situaciones posibles. Inquietante curso. Feliz curso.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2020/09/05/el-papel-de-la-familia/