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sábado, 26 de diciembre de 2020

Nicolás Sartorius «La nueva anormalidad»: ¿y si no queremos volver a lo de antes?

Mantenga las distancias sociales

Reconozco que en esta época de confinamientos y aislamientos mi confusión ha aumentado. Toda la vida peleando para que se redujesen las distancias sociales y ahora me entero, con desolación, que es necesario mantenerlas por razones sanitario-epidemiológicas. ¿No se podría haber encontrado otra manera de expresar la conveniencia de guardar las separaciones físicas entre personas a fin de dificultar los contagios? Si la distancia social fuese el remedio más eficaz para hacer frente a la Covid-19, España sería el país de Europa mejor dotado para derrotarle. Porque es verdad que somos una nación de personas muy roceras, aficionadas a rozarnos, abrazarnos y besuquearnos a la mínima ocasión, pero también a marcar distancias oceánicas cuando se trata del reparto de los posibles o caudales, o de establecer criterios de igualdad. La prueba de ello es que cuando se dio por finiquitada —es un decir— la crisis de 2008-2009, España era uno de los países más desiguales de Europa. Es bien cierto que, según los informes de la OCDE, en la última década, la desigualdad se ha ensanchado en todos los países de Europa, lo que no es ningún consuelo, si tenemos en cuenta que esta brecha entre pobres y ricos es más grande en nuestro querido país.

Si empezamos nuestro recorrido por la desigualdad «primaria» entre hombres y mujeres, cuya «distancia social» se supone que debe ser la más estrecha, observamos que se han dado avances notables que conviene situar en su contexto. Es decir, si comparamos la actual desigualdad con la de los años de la dictadura, o incluso con el periodo de la Transición, la mejora es indiscutible. La creciente participación de la mujer en los diferentes ámbitos de la vida en sociedad es verificable y cuantificable. Quizá haya sido una de las mayores transformaciones de la sociedad española, por no decir la más relevante. 

Si uno ha tenido la ocasión de conocer, por razón de edad, las condiciones de las mujeres durante las ominosas décadas de la dictadura, se atrevería a decir que se ha tratado de una auténtica revolución. Sin embargo, como la vida es así de dialéctica, todo es relativo y este nuevo panorama de la mujer española hay que compararlo con los países similares de Europa, que también han seguido mejorando en este asunto. Así, en el Índice de Desigualdad de Género (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, 2015), España ocupaba el puesto número quince por detrás de Dinamarca, Países Bajos o Alemania, pero por delante de Italia, Japón o Estados Unidos. 

Si tomamos otro índice del mismo organismo de Naciones Unidas sobre desarrollo de género, que en este caso se centra en tres aspectos —salud, conocimiento y desarrollo humano—, comprobaremos que entre 160 naciones analizadas España ocupa el lugar 36, lo que no está mal pero tampoco es como para tirar cohetes. [...]

La crisis económica de 2008-2009 y su nefasto tratamiento fueron devastadores desde la perspectiva de la igualdad y, sobre todo, de la cruda pobreza absoluta y relativa. Ya en el año 2007, España padecía una de las tasas más altas de indigencia entre los países de la Unión Europea para los diferentes grupos de edad: un 25,5% para la población infantil y un 19,7% para los de mayor edad. Durante la crisis, la situación empeoró todavía más, pues aumentó en más de trece puntos porcentuales, hasta situarnos en el 33,4% de la población en pobreza relativa. Lógicamente, en los tramos de mayor edad, la penuria disminuía debido al colchón que significaba el sistema de pensiones públicas. 

Ahora bien, ¿por qué en España es mayor la desigualdad y la pobreza que en la mayoría de los países de la Unión Europea? ¿Por qué tenemos esta cultura del abrazo, los golpes en la espalda, el besuqueo y el compadreo y luego somos tan poco igualitarios en lo fundamental, como son las condiciones de vida y de trabajo? ¿Es un punto de apariencia o cinismo u obedece a causas que convendría analizar y corregir? 

La desigualdad y la pobreza no son dos realidades iguales, pues un país puede ser pobre e igualitario o ser desigual y muy rico. Sin embargo, el origen de ambas lacras suele ser parecido y consiste, en unos casos, en generar insuficiente riqueza y, además, repartirla injustamente y, en otros, crear abundante riqueza y distribuirla pésimamente. Es lo que sucede en España en términos relativos en comparación con las naciones avanzadas de la Unión Europea. 

Como hemos dejado constancia en el capítulo dedicado a nuestro sistema productivo [...], España cuenta con un tejido empresarial cuya productividad es, en general, inferior a la de nuestros vecinos del Norte. Ligado a lo anterior, contamos con un mercado laboral de los más «flexibles» de Europa, en el sentido de que los empleos con contratos temporales, parciales y/o precarios abundan bastante más que en países como Francia, Alemania e Italia, con los que debemos compararnos. 

La prueba de lo que decimos es que, cuando la economía crece, somos de los que generamos más empleo y, cuando llegan las crisis, destruimos más puestos de trabajo que todos los demás. Esta circunstancia nos debería hacer reflexionar sobre las causas por las que nuestro país es, desde hace décadas, el que cuenta con cifras de paro más abultadas y, a veces, escandalosas. Es francamente complicado achicar distancias sociales cuando se tienen esas cifras tan abusivas y «asociales» de desempleo y de economía sumergida. No hay nada que contribuya más a la desigualdad y a la pobreza, sobre todo a esta última, que la falta de puestos de trabajo decentes, pues los indecentes, que abundan en demasía, tampoco ayudan a combatir ambas lacras.

El panorama se complica cuando analizamos la cantidad y la calidad de nuestro Estado de bienestar [...]. Las desigualdades y la pobreza «secundaria» se corrigen o atenúan por medio de una política fiscal más o menos redistributiva. Sin embargo, cuando se tiene una economía sumergida o informal —en torno al 20%—, casi el doble que la media europea, y la presión fiscal es más de 6 puntos inferior a la media de los países del euro, no se pueden hacer milagros ni tener un Estado social excelente. No me cansaré de repetir que con 80.000 o 100.000 millones de euros menos que las naciones de «nuestro entorno» es ilusorio pretender disfrutar de un Estado social equivalente al de esos socios y colegas del Norte. 

Bastante mérito ha tenido el levantar, prácticamente de la nada, nuestro Estado de bienestar, pero no pretendamos milagros que solo se producen, según se dice, en Lourdes, en Fátima o en Garabandal. Si de verdad deseamos reducir la desigualdad y la pobreza, afrontemos de verdad la cuestión de la propiedad de la riqueza, distribuyamos mejor las rentas, reformemos nuestro sistema fiscal y modernicemos nuestro sistema productivo. Lo demás suele ser literatura generalmente mala.

Porque lo que no podemos hacer es volver a caer en la trampa de que primero hay que crear la riqueza para después repartirla, idea que se plastifica en esa irritante metáfora de que hay que hornear un pastel más grande para que así haya para todos. Esa cantinela la conocemos muy bien los que alguna vez hemos debatido Presupuestos o negociado convenios colectivos. Claro que hay que crear la mayor riqueza que se pueda, garantizando la sostenibilidad, pero al mismo tiempo, y no después, hay que repartirla más y mejor. Entre otras cosas debe de hacerse así porque supone un error económico escindir la creación de riqueza de su reparto, como demuestran los países más avanzados del planeta. 

No hay más que comprobar cuáles son las naciones que mejor han aguantado las crisis y las pandemias. No precisamente los más desiguales y con estados sociales más débiles, sino todo lo contrario, los que tienen sistemas fiscales más potentes, menos pobreza y menos desigualdad. Por eso han sido positivas algunas de las medidas que se han tomado últimamente en España, como han sido la subida del salario mínimo, el crecimiento de las pensiones o la implantación del Ingreso Mínimo Vital. No se ha tratado de una panacea, pero ni se ha hundido el mundo, ni se ha extendido la pandemia más de lo que estaba y, sin embargo, quizá hemos conseguido reducir un poco la «distancia social». 

A más a más, en los casos de Europa y de España, el pastel, en lo esencial, ya está cocinado u horneado y cuando vimos el capítulo dedicado al reparto de la riqueza pudimos verificar que, precisamente durante la crisis, hubo quien acrecentó copiosamente sus caudales. Hay, pues, amplio margen para mejorar nuestra recaudación tributaria sin tener que esperar a ponerle una guinda al pastel. Debería saberse que las modificaciones de las normas fiscales no maduran su fruto de manera súbita, y si en este año fuésemos capaces de reformar nuestro sistema impositivo —que buena falta le hace— sus efectos para el contribuyente se manifestarían en el 2021-2022. Años en los que con suerte se prevén rebotes de la economía, no sé si en forma de V o de U alargada, siempre y cuando no surja un rebrote vírico causado por la mala cabeza de algunos.

Algún día, en fin, tendremos que comprobar si es verdad eso que se dice de que la Covid-19 ha atacado por igual a ricos y a pobres. No me convence que se saquen a pasear algunos casos individuales de personajes poderosos o famosos que han sido infectados. Mi impresión subjetiva —reconozco que no tengo datos— es que la inmensa mayoría de los infectados y fallecidos han pertenecido a las clases modestas y profesionales de la sanidad. En España, el 70% de las defunciones se han producido en las residencias de la tercera edad. Centros en los que, salvo excepciones, viven personas mayores de rentas escasas, pensionistas, viudas, etc., y esto ha sido así en otros países de Europa y no digamos en Estados Unidos, donde la razia se ha cebado entre la gente de color e hispanos. 

Cuando se analice, si es que se llega a analizar algún día, qué ha sucedido en las residencias de mayores o en ciertos barrios populares de algunas capitales, entre ellas Madrid o Barcelona, quizá podamos comprobar la relación existente entre pobreza y epidemia o, más precisamente, entre Covid-19 y mejor o peor Estado de bienestar, en su versión sanitaria. ¿O es que alguien cree que los tajos que se le metieron a la salud pública, en algunas Comunidades Autónomas, ya mencionadas, en los años de la crisis de 2008, no han influido en los desabastecimientos y colapsos que se sufrieron y se siguen padeciendo en los meses agónicos de la pandemia? Yo creo que sí, y así lo manifiesta el personal sanitario que ha estado en la primera línea de fuego, al que con toda justicia se le ha honrado con aplausos durante meses, pero no sé si al final haremos bueno ese refrán que dice: «mucho te quiero perrito, pero pan poquito». Porque tengo la sospecha de que, después de la traumática experiencia vivida, no se han tomado las medidas necesarias para que no se repitan aquellos momentos de angustia. Ya asoma su feo rostro una segunda ola de contagios y de nuevo se oyen quejas de falta de medios y de cierto desbarajuste en algunas Comunidades Autónomas.

[...]

Llegados aquí, conviene llamar la atención sobre las nuevas brechas que se pueden ir abriendo y su relación con la desigualdad. Me refiero a la inquietante cuestión de la «brecha digital», lo que algunos autores han llamado entre los «inforricos e infopobres». Porque en este asunto no se trata solamente de poseer una amplia y potente infraestructura digital, o contar con todo tipo de artefactos TIC (Tecnología de la Información y la Comunicación), si luego no se saben manejar correctamente y sacarles el rendimiento adecuado. Lo mismo sucede con el equipamiento. España ha logrado una progresión notable en los últimos quince años, pues en el acceso a internet ha pasado de un 30-50 %, según el tipo de hogar, al 70-80% en 2016, y similar proporción en la posesión de ordenadores. 

En lo referente al uso de internet, el avance ha sido igualmente considerable, aunque en este caso las diferencias entre colectivos son más acentuadas. Por ejemplo, un varón de 16 a 24 años usó internet un 98,4%; si tenía entre 65 y 74 años, lo utilizó un 34,7%. Si contaba con educación superior el uso fue del 97,8%, mientras que si tenía educación primaria la cifra descendía al 40,8%. [...] La tercera revolución industrial o digital no acabará por sí misma con la «separación social», con la pobreza y la desigualdad. Eso dependerá de la evolución política global, europea y nacional. En una palabra, de la relación de fuerzas sociales y el desarrollo de los acontecimientos, a los que ya hemos hecho referencia. La prueba de lo que decimos es que, en el año 1984, un estudio elaborado por Cáritas, y titulado «Pobreza y marginación», revelaba que unos ocho millones de personas, uno de cada cinco ciudadanos, obtenían ingresos por debajo del umbral de la pobreza. Pues bien, treinta años después, un 22% de la población, algo más de diez millones de personas, sigue teniendo rentas que no superan el referido umbral de penuria. 

Lo inquietante del asunto reside en que la referida indigencia no es mera consecuencia de la crisis, pues el examen de las tendencias previas muestra que la tasa relativa de pobreza se ha mantenido, invariablemente, en torno al 20%, incluso en los momentos de mayor crecimiento económico. Estamos, pues, ante un problema estructural (Jesús Ruiz-Huerta y Rosa Martínez, Tercer informe sobre la desigualdad en España, Fundación Alternativas, 2018).

Con estos datos a la vista, no parece muy atractivo el proyecto de regresar a la «nueva normalidad», si esta consiste en «volver a lo de antes», pero ahora conviviendo con la Covid-19. Reconozco que no sé muy bien qué quiere decir «con-vivir» con un virus, salvo que se trate de una metáfora. En mi opinión, la gran tarea consiste, por el contrario, en destruir el virus e ir construyendo una normalidad nueva, en la que se reduzca al máximo la distancia social, la brecha económico-social-digital y se erradique la pobreza.

http://www.mientrastanto.org/boletin-196/de-otras-fuentes/la-nueva-anormalidad-y-si-no-queremos-volver-a-lo-de-antes

jueves, 24 de diciembre de 2020

Mackenzie Scott, una de las mujeres más ricas del mundo, dona casi US$6.000 millones de su fortuna.

Fue la mujer más rica del mundo, pero el título le duró tan solo unos días.

La decisión de repartir su fortuna entre diversas ONG ha llevado a Mackenzie Scott al puesto número 18 del índice de multimillonarios de Bloomberg.

Y eso que su patrimonio personal pasó de US$23.600 millones a US$60.900 millones este año, colocándola por un breve período de tiempo como la mujer más acaudalada del mundo.

Scott es la exmujer de Jeff Bezos, el CEO de Amazon, y ahora mismo el hombre más rico de la tierra.

A finales del año pasado, cuando ambos decidían poner fin a su matrimonio, Scott recibió en el acuerdo de divorcio una cuarta parte de las acciones que Bezos mantiene en la compañía que fundó.

El valor de Amazon en bolsa ha aumentado casi un 72% en lo que va de año, lo que impulsó el patrimonio neto de ambos.

La pandemia de coronavirus y los confinamientos en muchas partes del mundo han hecho que las ventas de la plataforma de comercio electrónico se disparen.

Todo el mundo parecía estar comprando online y los beneficios de Amazon reflejaron la tendencia.

Esta cifra catapultó a Scott y la llevó a sobrepasar a la histórica fortuna de Francoise Bettencourt, la heredera de la firma de cosméticos L'Óreal.

Pero la decisión de donar su dinero hasta que su "caja fuerte esté vacía", según sus propias palabras, ha empezado a disminuir su patrimonio, lo que le ha llevado a retroceder varios puestos en tan solo unos meses.

"El año pasado me comprometí a devolver la mayor parte de mi riqueza a la sociedad que me ha ayudado a generarla", dijo.

"No tengo dudas de que la riqueza personal de cualquiera es producto de un esfuerzo colectivo y de estructuras sociales que presentan oportunidades para algunas personas y obstáculos para muchas otras", dijo tras suscribir la iniciativa Giving Pledge el año pasado.

Fundada por Warren Buffett y Bill y Melinda Gates y seguida por más de 200 fortunas globales, el proyecto anima a las personas más ricas del mundo a dedicar la mayor parte de su riqueza a causas benéficas.

La fundación Bill y Melinda Gates está detrás de la iniciativa "Giving Pledge".

Cómo está donando su dinero
En julio, Scott anunció que ya había donado unos US$1.700 millones a 116 organizaciones que incluían cuatro colegios y universidades históricamente negros.

Y en los últimos 4 meses ha repartido unos US$4.200 millones a bancos de alimentos y fondos de ayuda de emergencia.

En una publicación, Scott dijo que lo había hecho para ayudar a los estadounidenses que atraviesan dificultades como consecuencia de la pandemia de covid-19.

"Esta pandemia ha sido como una bola de demolición en las vidas de los estadounidenses que ya estaban pasándolo mal", escribió en un blog el martes.

Por esa razón, explicó que había elegido más de 380 organizaciones benéficas a las que donar parte de su riqueza.

Un equipo de asesores le ayudó a evaluar los proyectos de casi 6.500 organizaciones.

Se considera que ella fue el primer trabajador de Amazon.

"Las pérdidas económicas y las consecuencias en la salud han sido peores para las mujeres, para las personas de color y para las personas que viven en la pobreza. Mientras tanto, los multimillonarios han aumentado sustancialmente su capital".

El banco suizo UBS dijo que a los multimillonarios les había ido "extremadamente bien" durante la pandemia.

La suma de estas dos donaciones alcanza casi los US$6.000 millones este año y se prevé que continúe en el mismo camino.

"Tengo una cantidad desproporcionada de dinero para compartir", escribió al sumarse a la iniciativa Giving Pledge.

Además de Scott, otros signatarios incluyen al fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, y su esposa Priscilla Chan, Elon Musk y el fundador de eBay, Pierre Omidyar, y su esposa Pam. 

Michael Jordan anunció que donaría US$100 millones a Black Lives Matters

Grandes donaciones
Este año ha habido un número relativamente alto de megadonaciones de las celebridades, estrellas del deporte y líderes empresariales que han querido ayudar en la respuesta a la pandemia de covid-19 y otras causas.

Entre los más generosos se encontraba el cofundador de Twitter, Jack Dorsey, quien anunció en abril que estaba transfiriendo US$1.000 de dólares de sus activos a un fondo para mitigar los estragos del coronavirus y otras causas.

Esto representa aproximadamente una cuarta parte de su patrimonio neto de US$3.900 millones de dólares.

Por su parte, Bill Gates y su esposa Melinda han comprometido US$305 millones para vacunas, tratamientos y desarrollos de diagnóstico a través de su fundación benéfica.

La autora de la saga de Harry Potter, JK Rowling, donó US$1,3 millones para ayudar a las personas sin hogar y a las personas afectadas por el abuso doméstico durante la pandemia.

Mark Zuckerberg, CEO de Facebook y su esposa Priscilla Chan donaron US$300 millones para "proteger las elecciones estadounidenses".

La mayor parte del dinero se destinó al "Center for Tech and Civic Life", una organización sin fines de lucro que reclutó trabajadores electorales y les proporcionó equipo de protección personal.

En junio, la leyenda del baloncesto Michael Jordan anunció que donaría US$100 millones a Black Lives Matter y causas de injusticia social durante la próxima década.

viernes, 4 de diciembre de 2020

_- Una China sin pobreza extrema

_- Por Xulio Ríos | 02/12/2020 | Mundo

Fuentes: Observatorio de la Política China 

La noticia se dio a conocer días atrás. China informaba de que los últimos y más remotos distritos del país se habían liberado de la pobreza extrema. Culmina así un largo camino de varias generaciones que permitió a cientos de millones de personas sacudirse el subdesarrollo y la miseria más oprobiosa.

Cuesta creer no que China lo haya logrado, cosa que muchos daban por segura a la vista del progreso alcanzado en los últimos años, sino que tal anuncio no tuviera el eco en todo el mundo que sin duda merece: lo logrado por China equivale a más del 70 por ciento de reducción de la pobreza global y lo ha alcanzado 10 años antes del plazo establecido por la Agenda 2030 de las Naciones Unidas. En China, el umbral de pobreza se fija en un ingreso anual de 4.000 yuanes (510 euros) o 1,9 euros por día (según las normas internacionales es de 1,8 euros).

Quedan naturalmente desigualdades y desequilibrios por resolver, pero también en esto se marca tendencia. Con los esfuerzos continuos para aliviar la pobreza, el coeficiente de Gini de China, el indicador de la brecha de riqueza, se redujo a 0,465 en 2019 desde el máximo de 0,491 en 2008. En el período del XIII Plan Quinquenal (2016-2020), la brecha del ingreso disponible per cápita entre los residentes urbanos y rurales siguió estrechándose, con una tasa de 2,64:1 en 2019, que representó un mejoramiento con respecto a 2,73:1 registrado en 2015. El PIB per cápita de China superó los 10.000 dólares y su población de ingresos medios suma más de 400 millones de personas.

En términos de desequilibrios, por ejemplo, en 2019, el PIB total de tres provincias en el noreste de China, que sufrió el debilitamiento de la economía y el éxodo de población, solo representó alrededor del 47 por ciento del PIB de la provincia más rica de China, Guangdong, según datos oficiales.

En ambos aspectos se constata una realidad compleja que obligará a una acción sostenida durante años para lograr una mayor cohesión territorial y justicia social.

Pero que China haya logrado erradicar la pobreza extrema pone de manifiesto, primero, que esto es posible. Ciertamente exige perseverancia y voluntad política y también definir un modelo que permita atajar el problema con respuestas adaptadas a las condiciones locales. China, por ejemplo, priorizó la fórmula del desarrollo: infraestructuras, comercio, empleo, innovación, tecnologías, educación, servicios públicos, etc. El desarrollo es la llave maestra para acabar con la pobreza, asegura la experiencia del PCCh.

También debemos reconocer que su éxito agranda nuestro fracaso. Tanto predicar las bondades del mercado y de las sociedades liberales que sonroja nuestra incapacidad para liberarnos de esta lacra. Y no hace sino aumentar, al igual que los desequilibrios y las desigualdades. Involucionamos a pasos agigantados. Quizá porque realmente es consustancial al sistema. En China, ha sido la acción decidida del Estado –y no del mercado- la que ha permitido alcanzar este trascendental éxito.

China, además, lo logró sin el concurso de ONGDs y en lo esencial a partir de medios propios, utilizando sobre todo mucha planificación y un peculiar sistema de apadrinamiento interno con fuerte inversión pública y definición de objetivos con el protagonismo de las regiones más desarrolladas del este del país e incluso de muchas empresas, sobre todo estatales, pero también privadas. Todos estos actores, destinaron durante años parte de sus recursos y beneficios a auspiciar el desarrollo de las zonas más empobrecidas. Sería muy conveniente profundizar en su modelo y establecer un diálogo Oriente-Occidente sobre desarrollo y pobreza para mejorar un sistema de ayuda internacional que a duras penas ha podido aligerar tímidamente la miseria de tantas comunidades empobrecidas que no han podido sacudirse las taras estructurales y sistémicas que les abocan a tal situación.

Pero puede que con esto pase lo mismo que con la gestión de la pandemia. Los imperativos de la geopolítica y de la ideología parecen imponerse al reconocimiento de la evidencia. No interesa hablar del tema. China ha conseguido erradicar la pobreza extrema en plena pandemia mientras los contagios, muertes y colas del hambre crecen en Europa o en EEUU. Pero se auscultará al detalle la afirmación y se le restará valor, primero reduciéndola a mera propaganda; segundo, cuestionando los datos y la propia sostenibilidad de la proeza una vez se prescinda de los subsidios gubernamentales.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

Fuente:


Y a la vez, China pone su bandera en la Luna, https://www.bbc.com/mundo/noticias-55196150

jueves, 12 de noviembre de 2020

_- Entrevista al doctor Joan Benach. “Hay una mirada miope que culpa de los contagios a la responsabilidad individual, cuando el origen está en la pobreza”.

_- Hablamos con Joan Benach, investigador en salud pública en la Universidad Pompeu Fabra y director del Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud- Employment Conditions Network, sobre el impacto de la pandemia en los grupos de población más vulnerables, las deficiencias del sistema de salud pública y el efecto del capitalismo y las actividades humanas en el surgimiento de pandemias.

¿Cuál es la situación y evolución actual de la pandemia? ¿Conocemos realmente todos sus efectos?
Realmente desconocemos cómo va a ser la evolución de la pandemia a corto y medio plazo. Es previsible que la situación empeore en invierno, pero realmente todo son especulaciones. Aún tenemos una visión superficial y muy incompleta de los cambios y efectos de la pandemia sobre la salud colectiva y las desigualdades de salud. A mediados de octubre, el número oficial global de muertes en el mundo sobrepasa el millón de personas, de las que oficialmente unas 34.000 habrían fallecido en España. Pero sabemos que hay un “exceso de mortalidad” (es decir, el número de muertes que habríamos esperado ver en condiciones ‘normales’ respecto a años previos) que ya se acerca a las 60.000 muertes (la situación parece mucho peor en países como Rusia, Perú o Ecuador). Esto no quiere decir que todas las muertes sean por covid-19 pero sí que muchas ocurren por el contexto social y sanitario que tiene lugar a su alrededor: enfermos diagnosticados y tratados tardíamente con enfermedades oncológicas, pulmonares, de salud mental u otras. A falta de disponer de una evaluación profunda, creo que hay tres temas importantes que hay que valorar: la debilidad de los sistemas de información y vigilancia epidemiológica y de salud pública existentes, que hace muy difícil la comparabilidad de los indicadores entre y dentro de los países; el uso partidista y poco transparente con que muchas instituciones y gobiernos utilizan los datos y los indicadores como muestra el caso de la Comunidad de Madrid por ejemplo; y la propia dificultad científica de comprender todos los impactos psicosociales y de salud (muertes, enfermedades, problemas crónicos, sufrimiento, etc), en grupos y lugares diferentes. Creo que tardaremos bastante en saber los efectos entrelazados de las múltiples olas sanitarias que se extienden y refuerzan mutuamente junto a los impactos económicos, laborales y sociales, en olas de corto y largo plazo. En todo caso, creo que por el momento sólo vemos la punta del iceberg de lo que está pasando.

¿Pero cree que se ha hecho frente de forma adecuada a las varias fases de la pandemia? ¿Ha quedado mucha gente atrás? ¿Se han cometido errores?
Se nos ha repetido que “nadie quedaría atrás” pero, hablando en general, ya que la actuación de las comunidades autónomas que son quienes tienen las competencias sanitarias ha sido diferente, hay que decir que mucha gente ya estaba atrás, y que no se han puesto suficientes herramientas, medios ni voluntad política para que esto pudiera cambiar. La primera fase de la pandemia se caracterizó por el desconcierto. Se sabía que podía ocurrir, lo había advertido mucha gente: científicos, instituciones, informes de la OMS, la CIA, el Pentágono, Bill Gates, Obama… Pero no se hizo caso. Se nos ha repetido que teníamos un sistema sanitario muy bueno y es cierto si lo comparamos con muchos países del mundo, pero es un sistema muy insuficiente para hacer frente a los problemas de salud de la gente y a una pandemia complicada como la que vivimos. Durante muchos años, las políticas neoliberales, la acción conjunta de gobiernos y empresas en favor de éstas, los recortes de la crisis del 2008, y otros factores precarizaron la sanidad pública (sobre todo la atención primaria y los servicios sociales), al tiempo que el peso se ponía cada vez más en los hospitales, las tecnologías y medicamentos, sin invertir en salud pública (vigilancia, prevención, planificación, educación, etc). Con la pandemia, no se ha planificado ni coordinado suficientemente, ha habido falta de previsión y capacidad de anticipación, ha faltado liderazgo y participación comunitaria, no se ha previsto el peor escenario, y no se ha invertido lo suficiente en sanidad y salud pública y servicios sociales. Ante esto, la solución “final”, con confinamientos que ayudan a frenar su expansión, y la restricción de actividades comerciales y cotidianas no pueden ser una alternativa a tener una salud pública con los medios adecuados para planificar, vigilar, educar, prevenir y actuar con diligencia y efectividad.

No se ha planificado ni coordinado suficientemente, ha habido falta de previsión y capacidad de anticipación, ha faltado liderazgo y participación comunitaria

En la segunda fase, el modelo de actuación tampoco ha sido bueno; pienso que se caracteriza por tener tres rasgos: la casi “ausencia” de la salud pública, la generación de segregacionismo y discriminación, y la “normalización” de una pandemia que ya es crónica. En cuanto a la salud pública, parece claro que no se ha priorizado suficiente en invertir recursos y conseguir un servicio suficientemente potente y eficaz de rastreadores, ni se han hecho suficientes tests, ni se han empleado los fondos necesarios para reforzar sustancialmente la atención primaria, los servicios sociales o las actuaciones de salud pública. Las huelgas y protestas son la prueba. En cambio, se ha optado por plantear restricciones de la actividad laboral, el consumo, o el ocio de forma reactiva y no demasiado efectiva, sin poner suficiente hincapié en la restricción de actividades interiores, la promoción de hacer el mayor número de actividades posibles controladas al aire libre, y la mejora del transporte público. Creo que podemos decir que no se ha planificado con tiempo ni se han previsto los peores escenarios, que no se ha hecho una campaña educativa comunitaria, pedagógica, con mensajes claros y masivos a la juventud y a las personas mayores, ni tampoco se ha realizado una campaña de intensa participación comunitaria. El segregacionismo tiene que ver con un control de la pandemia casi “militar”, para “derrotar” al virus en una “guerra” donde se pone el peso en los factores mencionados y la responsabilidad individual, a la espera de que haya una vacuna segura y efectiva. Los barrios obreros ya arrastraban todo tipo de problemas de segregación social y los peores indicadores socioeconómicos, pero en lugar de invertir masivamente en servicios sanitarios, sociales y educativos, llega la policía para realizar controles. El tercer punto es normalizar una pandemia ya crónica que recae sobre una sanidad pública colapsada crónicamente con unos profesionales agotados, precarizados… y contagiados. Cuando la población no puede acceder ni recibir los servicios sanitarios que necesita, se puede decir que el sistema está colapsado. No se puede contemporizar y “normalizar” una situación que mata, crea sufrimiento y desigualdades en tanta gente. Al dedicar los recursos disponibles para atender a los enfermos por la covid-19, no se pueden atender otros casos de enfermedades y problemas de salud. Por tanto, no podemos seguir con medidas “de quita y pon”, reaccionando reactivamente, hay que hacer de una vez por todas inversiones profundas en sanidad y salud pública y cambiar una situación pandémica que podría durar tiempo.

Los datos indican que las capas más empobrecidas de la población están más expuestas y que hay un mayor impacto del virus en los barrios trabajadores y de renta baja. ¿Podemos decir, por tanto, que el coronavirus distingue entre clases sociales? ¿Son también las pandemias un problema de desigualdad social y sanitaria?
Tampoco aquí tenemos una visión suficientemente precisa pero sí sabemos que el virus no afecta igual a toda la población y que hay grupos sociales muy desigualmente afectados por la pandemia. Por ejemplo, en la primera ola de la pandemia, alrededor del 70% de las muertes se produjeron en las residencias geriátricas. Durante muchos años no se invirtió en servicios públicos, se externalizaron residencias a empresas, aseguradoras y fondos especulativos que encontraron un mercado rentable para hacer negocio y parasitar sin control democrático al sector público. Con toda impunidad, precarizaron al personal, ahorraron en material básico y mantenimiento, redujeron la calidad de servicios y degradaron la atención y condiciones higiénicas y de alimentación. Otro caso son los trabajadores y trabajadoras “esenciales” (al principio llamados “héroes y heroínas”) de sectores productivos y cuidados precarizados y feminizados, que se localizan en los barrios obreros. La pandemia ha amplificado las desigualdades de salud ya existentes en unos barrios y grupos sociales con muchos problemas y necesidades previos. El discurso hegemónico de los medios de comunicación se centra en el virus, la biología, los mal llamados “estilos de vida” y la responsabilidad individual, y la atención médica especializada hospitalaria (sobre todo las UCI) y los tratamientos y vacunas para “resolver” biomédicamente el problema. Es una mirada miope, errónea y falsa, porque los factores decisivos que explican el origen y evolución de la pandemia y su impacto en forma de desigualdades son, en gran medida, los determinantes sociales de la salud como la precarización laboral, la pobreza, los problemas en la vivienda o las injusticias ambientales, entre otros, relacionados con las políticas públicas y la desigual distribución del poder. Así pues, las acciones de quienes tienen más poder y deciden las políticas son decisivas para salvar vidas o bien para matar desigualmente a la gente. Para reducir las desigualdades habría que hacer políticas radicales, profundas y sostenidas, como implantar una fiscalidad mucho más progresiva, reformar el modelo de Estado de bienestar en la sanidad y la salud pública, los servicios sociales y los cuidados, invertir en educación, reducir el tiempo de trabajo, incluir la renta básica universal, hacer una transición ecológica y energética rápida y muy profunda, y cambiar un sistema productivo, financiero, de consumo y cultural, que haga frente a la grave crisis sociosanitaria y ecosocial que enfrentamos.

En un artículo reciente señaló que hay que crear un Servicio Nacional de Salud en Catalunya. ¿Qué características debería tener? ¿Qué hacer para reforzar el sistema de salud pública de Catalunya?
El segregacionismo tiene que ver con un control de la pandemia casi “militar”, para “derrotar” al virus en una “guerra” donde se pone el peso en la responsabilidad individual

La salud colectiva no depende fundamentalmente –como a menudo se cree– de la biología y la genética, los estilos de vida y la atención sanitaria, sino de la política, las políticas públicas y los determinantes ecosociales de la salud. La salud de la gente depende también de la “salud pública”, la disciplina que tiene como objetivo prevenir la enfermedad, y proteger, promover y restaurar la salud de toda la población. Esto incluye, por ejemplo, mejorar la salud laboral y ambiental, construir una potente red de vigilancia epidemiológica, desarrollar la participación comunitaria, o planificar intervenciones a largo plazo para mejorar la salud y aumentar la equidad. Actualmente los recursos de la salud pública son ínfimos (menos del 2% del presupuesto de salud) y su visibilidad social es casi inexistente. Sabemos de la importancia de la salud pública, pero desgraciadamente esto no forma parte todavía del saber hegemónico de la mayoría de la gente, o incluso del de muchos profesionales sanitarios y los servicios sociales.

En cuanto a la sanidad, el modelo hegemónico no es el más efectivo, ni el más eficiente, ni el más equitativo, ni el más humano. Es un modelo biomédico y reduccionista que fragmenta el cuerpo y olvida la integralidad psico-bio-social humana. Un modelo que acentúa la biomedicina, los hospitales y servicios especializados, la tecnología y la utilización masiva de medicamentos, y que genera una investigación más centrada en publicar en revistas de alto impacto y buscar beneficios económicos que en la salud colectiva.

Necesitamos cambiar las prioridades de forma radical. Necesitamos un modelo sanitario público, de calidad y no precarizado, basado en la atención primaria, comunitaria y los servicios sociales, que potencie la fabricación pública de medicamentos y materiales sanitarios, y que potencie la investigación aplicada para resolver los problemas de salud reales que sufre la población. Un modelo desmedicalizador de la salud, que utilice de forma mesurada la tecnología, que trate a personas enfermas y no a enfermedades u órganos enfermos… y que sea participativo y democrático. Para hacer todo esto es imprescindible abrir un gran debate social cambiando la cultura de la salud, fortalecer las agencias de salud pública, desarrollar la legislación e invertir masivamente en sanidad pública, en servicios sociales y en salud pública. Todo esto quiere decir que es necesario crear un Servicio Nacional de Salud público, bien financiado, de calidad y democrático al servicio del pueblo. Y necesitamos también, no lo olvidemos, que este nuevo modelo esté en sintonía con la crisis de civilización en la que nos encontramos (de salud, cuidados, económica, ecológica y política) donde tendremos servicios con menos energías y recursos.

Se presenta la búsqueda de la vacuna como una gran esperanza, pero el sistema internacional de investigación biomédica y farmacéutica parece organizado al servicio de los intereses de los grandes laboratorios multinacionales internacionales. ¿Qué papel juegan las patentes farmacéuticas en la determinación de la orientación de la investigación? ¿Cree que habrá algún mecanismo que haga accesibles las vacunas y que puedan ser distribuidas a todo el mundo?
No soy un especialista en este campo, pero me parece que se ha creado una visión distorsionada sobre las vacunas que genera falsas impresiones y esperanzas. Aunque en pocos meses los avances en el conocimiento han sido muy grandes, creo que hay que tener mucha humildad en relación al virus y el desarrollo de vacunas. Lo primero es tener vacunas seguras sin (o con pocos) efectos nocivos para luego mirar su efectividad, pero, como ocurre en otros casos, ésta puede ser variable. La vacuna de la gripe tiene por ejemplo una efectividad baja, mientras que la del sarampión es barata y efectiva. Hoy no sabemos cuál será la efectividad de las vacunas de la covid-19, ni de hecho la conoceremos del todo hasta dentro meses, como tampoco sabemos si el nivel de inmunidad será suficiente para evitar nuevas reinfecciones. Esto quiere decir que, previsiblemente, las vacunas no permitirán acabar con la pandemia de forma inmediata tal y como lo presentan los medios de comunicación. Por lo tanto, debemos tener en cuenta la incertidumbre existente y las previsibles limitaciones de su efectividad.

Las acciones de quienes tienen más poder y deciden las políticas son decisivas para salvar vidas o bien para matar desigualmente a la gente

Creo que tenemos muchas preguntas sobre la mesa sin aún una respuesta clara. ¿Quién producirá la vacuna? ¿Quién la controlará? Una gran parte de la investigación biomédica se paga con fondos públicos, pero el control, producción y comercialización de la vacuna está en manos privadas. Para conseguir un modelo que favorezca al conjunto de la humanidad necesitaríamos medicamentos y vacunas de propiedad y gestión pública, con un elevado control democrático y comunitario. ¿Habrá patentes? ¿Se producirán vacunas genérica para que todas las personas puedan protegerse (seguramente de forma limitada)? ¿Qué harán los Estados? ¿Si no pueden comprar los medicamentos, producirán genéricos? ¿Aunque tengamos una vacuna efectiva, se distribuirá a toda la humanidad? ¿Cómo y quién lo hará? Esto puede ser un proceso que dure muchos meses sino años. Hay muchos factores sociales, económicos, técnicos y políticos que determinarán su distribución y su impacto. En definitiva, aunque tengamos vacunas seguras y efectivas, todo apunta a que no será la panacea que resuelva la situación que tenemos. A corto o largo plazo, como con cualquier otra pandemia anterior, resolveremos la situación. El problema será cuál será su coste social y sobre quién este recaerá.

¿La crisis actual de la pandemia del coronavirus es exclusivamente un problema de origen sanitario o bien hay otros elementos causales? ¿Cuáles son las condiciones económicas y ambientales específicas que han propiciado el surgimiento del virus y su expansión?
Los medios de comunicación ofrecen una visión demasiado superficial sobre la pandemia sin que casi nunca hablen de las causas sistémicas que la han generado. Siempre ha habido –y siempre habrá– pandemias en la historia humana, a veces con efectos espantosos, pero el aumento global de enfermedades infecciosas de los últimos decenios nos debería hacer pensar que las causas de la pandemia están ligadas al modelo económico y a la crisis eco-social que padecemos, que a la vez se asocian a la dinámica propia del capitalismo. Esto lo muestran los estudios científicos cuando los integramos con una visión crítica y transdisciplinar. Por ejemplo, el biólogo Rob Wallace explica que la aparición del virus está muy ligada a la alteración global de ecosistemas, la deforestación y pérdida de biodiversidad, el modelo agroindustrial, el tipo de producción ganadera y la búsqueda de rentabilidad al coste que sea ​​necesario por parte de las corporaciones multinacionales. Y el biólogo Fernando Valladares comenta que el mejor antídoto contra el riesgo de pandemias sería preservar la naturaleza y proteger la biodiversidad de los ecosistemas y la genética, recordándonos que interponer especies entre los patógenos y el ser humano es el mejor cortafuegos para protegernos. Si a esto le añadimos la rápida urbanización y crecimiento masivo del turismo y viajes en avión, y la mercantilización y debilidad de los sistemas de salud pública tenemos la “tormenta perfecta” para una o muchas pandemias. Detrás de todo esto encontramos el capitalismo y su consustancial lógica de acumulación, crecimiento económico, búsqueda de beneficios y desigualdad que choca con los límites biofísicos planetarios. En definitiva, las circunstancias en que las mutaciones víricas pueden amenazar la salud y la vida dependen de la sociedad y en definitiva en gran medida de una lógica capitalista extractiva y depredadora.

Aunque con el inicio de la pandemia se hablaba de un cambio de paradigma, parece que hemos vuelto a las mismas dinámicas económicas y ambientales de siempre. ¿Cree que realmente hemos aprendido algo de la pandemia?
Desgraciadamente no me parece que estemos aprendiendo demasiado. La pandemia ha mostrado nuestra fragilidad como individuos y como sociedad. En plena crisis, durante varios meses, nos hemos hecho un poco más conscientes de que sin el trabajo esencial de mucha gente trabajadora que siempre ha sido despreciada no podemos vivir. Y muchos han entendido –quizás por vez primera– que la sanidad pública y el trabajo de cuidados es fundamental. Sin embargo, las inercias económicas, políticas y culturales del mundo que vivimos hacen que cambiar no sea nada sencillo. Además, vivimos en un mundo tan rápido, con tantos impactos, que no nos queda ni tiempo para reflexionar, recordar y ser conscientes de las cosas. Durante esta pandemia han muerto millones de personas de hambre, han muerto millones de niños por enfermedades diarreicas … Se dice que hay que volver a la “normalidad” o una “nueva normalidad”. Pero la “normalidad” en el mundo es que dos terceras partes de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día, que 2.500 millones de personas no tienen un hogar para vivir en condiciones, que beben agua potable contaminada, y que mucha gente respira, bebe y se alimenta con tóxicos que dañan la vida y la salud. Y la “normalidad” en Catalunya y España es que una de cada cuatro personas está en situación de riesgo de pobreza y exclusión, y más de la mitad de la población tiene dificultades para llegar a fin de mes. No nos podemos “adaptar” a esta realidad y volver a la normalidad. Me gusta repetir la conocida sentencia del filósofo hindú Jiddu Krishnamurti al decir: “No es signo de buena salud estar bien adaptados a una sociedad profundamente enferma”.

La pandemia ha sido una catástrofe y una ruptura general (ha modificado y detenido un poco el sistema productivo y el crecimiento económico que las élites buscan y necesitan como una droga) que ha cambiado la sociedad de arriba abajo, pero esto no quiere decir que ahora mismo exista la capacidad de cambiar el mundo a mejor. En todo caso, aunque no sea sencillo cambiar la situación actual, habrá que hacerlo, habrá que cambiar radicalmente mediante una lucha organizada, inteligente y persistente donde sepamos juntar muchas fuerzas locales y globales. Como dijo el filósofo coreano Byung-Chul Han, el virus por sí sólo no acabará con el capitalismo, ni tampoco lo hará con un neoliberalismo que infecta las mentes y destruye las vidas.

¿Qué retos claves de futuro nos plantea esta crisis de civilización a la que antes hacía referencia?
Los seres humanos no sólo necesitamos de la naturaleza, sino que “somos naturaleza”. El concebirnos como algo superior a la naturaleza se liga en buena parte a la crisis de civilización que padecemos. Cualquier acción que dañe nuestro entorno nos daña a nosotros, ya sean los químicos que introducimos en el medio ambiente, el aire contaminado que produce ocho millones de muertes anuales, o la destrucción de la biodiversidad. Desde un punto de vista global, es necesario comprender con la profundidad necesaria la crisis climática que ya está generando tantos y tantos problemas (olas de calor, subida del nivel del mar, contaminación del aire, macroincendios, etc.) que afectan la salud humana y animales, pero también hay que ser conscientes de la crisis ecológica en un sentido más amplio. Los países, las empresas y los grupos sociales ricos son los grandes responsables. O bien conseguimos reducir y cambiar el tipo de producción industrial masivo (aunque mejorando su eficiencia), al tiempo que cambian nuestras vidas cotidianas con menos consumo, la producción de bienes de consumo más esenciales y cercanos, y la creación de una economía solidaria y homeostática, que gaste mucha menos energía y adapte el metabolismo ecosocial los límites biofísicos de la Tierra, o no tendremos futuro. En 2019, por ejemplo, se sobrepasaron (la “extra-limitación”, overshooting en inglés) los límites biofísicos del planeta el 29 julio; 2020 con la pandemia y el frenazo económico esto se ha ralentizado un poco produciéndose en la tercera semana de agosto. Esto no es sostenible. Por poner un ejemplo, es como si talaras árboles de un bosque a mayor velocidad que la capacidad que tiene de regenerarse, y lo hacemos cada vez más aceleradamente y con una madera que va a las manos de unos pocos privilegiados. El capitalismo se multiplica constantemente como si fuera un virus. Funciona como una máquina imparable que se organiza con una estructura financiera y social alrededor del imperativo de la acumulación para tratar de conseguir un crecimiento permanente y acelerado del PIB en forma exponencial, con todo lo que ello conlleva de gasto energético, de materiales y recursos. Por muy de verde que pintemos la economía o las empresas, o por mucho que usemos palabras como ‘sostenibilidad’ o ‘resiliencia’, esto no puede continuar indefinidamente. Tendremos que decrecer selectivamente, por las buenas o por las malas, como explica muy bien el físico y divulgador de la crisis energética Antonio Turiel en su último libro Petrocalipsis. Más tarde o más temprano superaremos mal que bien el virus biológico, superaremos la pandemia, pero el virus de acumulación, crecimiento ilimitado y despojo en que se fundamenta el capitalismo está en guerra contra la humanidad y estás destruyendo la vida

Esta entrevista se publicó originalmente en catalán en el Diari de la Sanitat.

Fuente:

miércoles, 4 de noviembre de 2020

_- Por qué Estados Unidos tiene niveles de pobreza altos pese a los miles de millones que invierte en combatirla. BBC

_- Es una de las grandes paradojas de nuestros tiempos: Estados Unidos, el país más rico del mundo, tiene algunos de los peores índices de pobreza entre las naciones desarrolladas.

Más de medio siglo después de que el presidente Lyndon B. Johnson declarara una "guerra incondicional contra la pobreza", EE.UU. aún tiene que descubrir cómo ganarla.

Desde esa declaración de 1964, este país tuvo logros asombrosos como aterrizar en la Luna o engendrar internet, pero apenas ha podido bajar su tasa de pobreza a alrededor de 12% desde el 19% de aquel entonces.

Esto significa que cerca de 40 millones de estadounidenses viven debajo de la línea oficial de pobreza.

De hecho, pese a ser la nación del mundo más golpeada por el covid-19 y a haber registrado este año sus mayores niveles de desempleo desde la Gran Depresión de 1930, EE.UU. evitó hasta ahora un aumento de la pobreza gracias a una expansión histórica de los subsidios gubernamentales, según un estudio.

Aún desde antes de esta crisis el país destinaba anualmente miles de millones de dólares a sus programas contra la pobreza, más que el equivalente al PIB de algunos países latinoamericanos.

"Eso es lo irónico: una cosa sería si fuéramos un país pobre y realmente no pudiéramos hacer mucho al respecto. Pero tenemos los recursos", dice Mark Rank, un profesor de la Universidad de Washington en St. Louis, considerado uno de los mayores expertos en pobreza en EE.UU., a BBC Mundo.

La cuestión entonces es por qué pasa esto en la gran potencia global.

"Un fracaso individual"
Hay dos razones clave detrás de la pobreza en EE.UU., según los investigadores. Uno está asociado a la forma de encarar el asunto. El otro es económico.

En primer lugar, EE.UU. carece de una red firme de protección social o de un sistema de apoyo a los ingresos de las personas como tienen otros países, por ejemplo con prestaciones por hijos a cargo.

En Estados Unidos 40 millones de personas viven por debajo de la línea oficial de pobreza.

Los programas de bienestar social que EE.UU. implementó en las últimas décadas, como los cupones de alimentos o el seguro de desempleo, le permitieron reducir algunos puntos su tasa de pobreza, pero son considerados limitados.

Para explicar esto suelen señalarse factores de tipo cultural.
"Tendemos a ver la pobreza en EE.UU. como un fracaso individual, es decir, que las personas no trabajan lo suficiente, están tomando malas decisiones, no tienen suficientes habilidades y ese tipo de cosas. Por lo tanto, depende de ti levantarte", señala Rank.

"El resultado es que realmente no hacemos mucho en términos de política social para sacar a la gente de la pobreza", agrega.

A esto se suman las diferencias raciales: las minorías aquí sufren el problema de una forma desproporcionada.

Mientras que 11% de los niños blancos en EE.UU. viven en la pobreza, esa tasa llega a 32% para los niños negros y a 26% para los niños latinos, concluyó el Centro de Datos Kids Count en base a estadísticas de la oficina del censo.

"La pobreza a menudo se considera un problema para los no blancos y eso también reduce la voluntad de ayudar a los demás", dice Rank.

"Hay estudios que muestran que en países más homogéneos en términos de raza y etnia hay una red de seguridad más robusta, porque las personas ven a otros como parecidos a ellos y es más probable que estén dispuestas a ayudar", agrega.

Mayor desigualdad
Por otro, los expertos apuntan a un factor económico: el deterioro del mercado laboral de EE.UU. para los trabajadores de menores salarios, que son cerca de 40% del total y han sufrido pérdidas en sus ingresos reales en las últimas décadas .

Esto es atribuido a diversos motivos, desde la desindustrialización y el debilitamiento de los sindicatos, hasta las transformaciones tecnológicas.

Quienes perciben salarios más bajos en EE.UU. enfrentan crecientes dificultades en las últimas décadas.
Así, la desigualdad de ingresos y riqueza en EE.UU. aumentó y es mayor que en casi cualquier otro país desarrollado, según el Consejo en Relaciones Exteriores, un centro de análisis en Washington.

Christopher Wimer, codirector del Centro sobre Pobreza y Política Social en la Universidad de Columbia, sostiene que en EE.UU. "las oportunidades en el mercado laboral tienden a ir a personas con títulos universitarios y que se han beneficiado del crecimiento económico".

"Y gran parte de ese crecimiento económico no se ha compartido hacia abajo de la escala de ingresos o educativa", dice Wimer a BBC Mundo.

"Una elección política"
EE.UU. tuvo avances sociales en las últimas décadas como mayores niveles de educación o calificación de sus trabajadores en general, y una baja de la mortalidad infantil.

Además, los especialistas advierten que la tasa oficial de pobreza de EE.UU. se basa sólo en los ingresos en efectivo, sin contar ayudas gubernamentales como créditos tributarios, cupones de alimentos o asistencia de vivienda para familias de bajos recursos.
 El sector financiero es uno de los que se ha beneficiado de la expansión económica de Estados Unidos en las últimas décadas.

Un estudio reciente realizado por Wimer y otros investigadores de Columbia proyectó que, sin la ayuda de emergencia aprobada ante la pandemia de coronavirus, la tasa de pobreza en el país habría saltado del 12,5% previo a la crisis al 16,3%.

Pero esos beneficios, que han incluido cheques semanales de US$600 a millones de trabajadores afectados por la pandemia, expiran a fin de mes. Y, con los casos de covid-19 en aumento, su continuidad depende de un acuerdo entre el Congreso y la Casa Blanca.

Distintos expertos han advertido desde antes de la pandemia que el país acepta niveles de pobreza demasiado altos.

"EE.UU. es uno de los países más ricos, poderosos y tecnológicamente innovadores del mundo; pero ni su riqueza ni su poder ni su tecnología se están aprovechando para abordar la situación en la que 40 millones de personas continúan viviendo en la pobreza", indicó a fines de 2017 el entonces relator especial de la ONU para extrema pobreza y derechos humanos, Philip Alston. 
Pese a tener empleos muchas familias necesitan de los cupones de alimentación para llegar a fin de mes.

Entre otras cosas, Alston señaló que EE.UU. tenía la mayor mortalidad infantil en el mundo desarrollado, que la expectativa de vida de sus ciudadanos era menor y menos saludable que en otras democracias ricas.

Y también que su pobreza y desigualdad estaban entre las peores del club de países ricos OCDE, y su tasa de encarcelamiento entre las mayores del mundo.

"Al final del día", sostuvo, "particularmente en un país rico como EE.UU., la persistencia de la pobreza extrema es una elección política hecha por aquellos en el poder".

Luke Shaefer, director de la iniciativa Soluciones de Pobreza en la Universidad de Michigan, aboga por políticas más simples en EE.UU. y con un enfoque más universal. 

 Los expertos creen que muchos de los recursos que EE.UU. invierte en pobreza no van a quienes más los necesitan.

Un estudio realizado por él y otros expertos de la universidad indicó que EE.UU. invierte US$278.000 millones por año en programas gubernamentales antipobreza, sin contar los gastos en salud.

Si se suman los programas de atención médica para los pobres como Medicaid, la inversión anual alcanza a US$857.000 millones, es decir, más que los PIB combinados de Argentina y Chile.

"Muchos de estos dólares realmente no están destinados a los muy pobres", advierte Shaefer.

Las elecciones de noviembre quizá ofrezcan a EE.UU. una nueva oportunidad para repensar cómo mejorar ese gasto.

"Hay gente a la izquierda y la derecha que dice que este enfoque no está funcionando para nosotros, tenemos que hacer algunas cosas de manera diferente, necesitamos simplificar", dice.

"Tengo alguna esperanza de que podamos progresar".


Parece que China si ha tenido éxito en su lucha contra la pobreza, leer aquí, https://verdecoloresperanza.blogspot.com/2020/12/una-china-sin-pobreza-extrema.html

martes, 3 de noviembre de 2020

"No rechazamos a los extranjeros si son turistas, cantantes o deportistas de fama, los rechazamos si son pobres"

Aversión hacia los desfavorecidos. 



La escritora y filósofa, Adela Cortina (Valencia, 1947) tiene entre sus muchos logros haber aportado al español un término que la Real Academia de la Lengua adoptó para definir el odio a los indigentes, la aversión hacia los desfavorecidos.

Y es precisamente esa palabra, "Aporofobia, el rechazo al pobre", la que da título al último libro de esta destacada doctora honoris causa por numerosas universidades, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España (fue la primera mujer en formar parte de esa institución), catedrática emérita de Ética en la Universidad de Valencia y directora de la fundación Étnor.

BBC Mundo conversó con ella en el marco del Hay Festival Arequipa, donde participa en estos días dentro de las conversaciones que marcan el 75 aniversario de la editorial Paidós.

Usted acuñó hace más de 20 años ya el término "aporofobia", reconocido por la Real Academia de la Lengua y recogido en su diccionario. ¿Qué significa? ¿Cómo surgió? ¿De dónde procede etimológicamente?

El término "aporofobia" procede de dos vocablos griegos: "áporos", el pobre, el desvalido, y "fobéo", temer, prevenirse, odiar, rechazar.

De la misma manera que "xenofobia" significa "aversión al extranjero", la aporofobia es la aversión al pobre por el hecho de serlo.

Y la palabra surgió de la manera más sencilla, al percibir que en realidad no rechazamos a los extranjeros si son turistas, cantantes o deportistas de fama, los rechazamos si son pobres, si son inmigrantes, mendigos, indigentes, aunque sean los de la propia familia.

De la misma manera que "xenofobia" significa "aversión al extranjero", la aporofobia es la aversión al pobre por el hecho de serlo.

¿Por qué es importante que exista una palabra para nombrar el odio a los indigentes?

Porque las personas necesitamos poner nombres a las cosas para reconocer que existen e identificarlas; más aún si son fenómenos sociales, no físicos, que no pueden señalarse con el dedo.

Poner nombre al rechazo al pobre permite visibilizar esa patología social, indagar sus causas y decidir si estamos de acuerdo en que siga creciendo o si estamos dispuestos a desactivarla porque nos parece inadmisible.

¿Es la aporofobia un fenómeno sobre todo de nuestros tiempos, en los que el éxito y el dinero son concebidos por muchos como valores supremos?

Por desgracia, la aporofobia ha existido siempre, está en la entraña de los seres humanos, es una tendencia universal.

Lo que ocurre es que unas formas de vida y unas organizaciones políticas y económicas potencian más el rechazo al pobre que otras.

Si en nuestras sociedades el éxito, el dinero, la fama y el aplauso son los valores supremos, es prácticamente imposible conseguir que las gentes traten a todas las personas por igual, que les reconozcan como sus iguales.

Los inmigrantes y los refugiados son mal acogidos en todos los países, incluso algunos partidos políticos ganan votos cuando prometen cerrarles las puertas.

¿Cómo se manifiesta la aporofobia en la sociedad? ¿Puede darnos algunos ejemplos?

Por supuesto. Los inmigrantes y los refugiados son mal acogidos en todos los países, incluso algunos partidos políticos ganan votos cuando prometen cerrarles las puertas.

Tratamos con mucho cuidado a las personas que pueden hacernos favores, ayudarnos a encontrar un empleo, ganar unas elecciones, apoyarnos para conseguir un premio, y abandonamos a las que no pueden darnos nada de eso.

La sabiduría popular dice que hay que intercambiar favores en refranes como "hoy por ti, mañana por mí", y los padres suelen aconsejar a sus hijos que se acerquen a los niños mejor situados.

El acoso escolar es un ejemplo de aporofobia, como también el abandono que sufren en las poblaciones las víctimas del terrorismo de proximidad.

¿De dónde nace la aversión y el miedo a los pobres, de qué se nutre la aporofobia? ¿Es algo biológico, neuronal, o se trata de algo cultural?

Por decirlo con una palabra muy hermosa y muy adecuada, es biocultural.

La evolución de nuestro cerebro y de nuestra especie es a la vez biológica y cultural, ambas dimensiones están entreveradas, se influyen recíprocamente.

En el caso de la aporofobia hay una base biológica, una tendencia a poner entre paréntesis a los que no interesan, que puede reforzarse mediante la cultura o desactivarse, cultivando otras tendencias, como la simpatía o la compasión.

Adela Cortina
Cortina es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España (fue la primera mujer en formar parte de esa institución).

Usted sostiene que la aporofobia es universal y que todos los seres humanos somos aporófobos. ¿En qué basa esa afirmación?
En el hecho de que la antropología evolutiva muestra que los seres humanos son animales reciprocadores, están dispuestos a dar a otros, pero con tal de recibir algo a cambio, sea de la persona a la que han dado, sea de otra en su lugar.

Este mecanismo ha recibido el nombre de "reciprocidad indirecta" y es la base biocultural de nuestras sociedades contractualistas, tanto políticas como económicas.

Estamos dispuestos a cumplir con nuestros deberes si el Estado protege nuestros derechos, estamos dispuestos a cumplir nuestros contratos si los demás también lo hacen.

Pero cuando hay personas que parece que no pueden darnos nada interesante a cambio, las excluimos de este juego de dar y recibir. Esos son los pobres, los excluidos.

Las religiones han predicado tradicionalmente a favor de los pobres. El catolicismo asegura, por ejemplo que de ellos será el reino de los cielos, y el papa Francisco está constantemente mostrando su apoyo a los pobres. ¿La crisis de las religiones guarda relación con la aporofobia?
Más que de crisis de religiones yo hablaría de que, salvo excepciones, vivimos en sociedades postseculares.

En ellas el poder político y el religioso no están unidos, lo cual es excelente, porque entonces el pluralismo es un hecho, pero las religiones no han desaparecido, sino que siguen siendo una fuente de vida y de sentido para muchas personas y para muchos grupos sociales.

Incluso sus valores, junto con otros, se encuentran en la raíz de los valores de la ética cívica de esos países.

En cuanto al cristianismo, efectivamente apuesta por todos los seres humanos y por el cuidado de la naturaleza, pero por eso mismo, en un mundo en que hay ricos y pobres hace una opción preferencial por los pobres, exigiendo que se les empodere para que puedan salir de la pobreza.

El mensaje del papa Francisco es expresión de lo que se ha llamado la Carta del Reino, las bienaventuranzas del Sermón del Monte, y así lo recoge su reciente encíclica 'Fratelli tutti'.

Cortina cree que la aporofobia es universal y que todos los seres humanos somos aporófobos.
La pandemia de coronavirus, y la crisis económica que esta ha desencadenado, ¿pueden hacer aumentar la aporofobia?
Por una parte sí, porque cuando las personas nos encontramos en situaciones de incertidumbre y miedo tendemos a cerrarnos sobre nosotras mismas.

Pero, por otra parte, justo lo que está demostrando la pandemia es que es la solidaridad la que ha salvado vidas y evitado mayores sufrimientos.

Ha demostrado que somos interdependientes, no independientes, que el apoyo mutuo es el que nos salva. Y esta fuerza de la solidaridad y la compasión es la que hay que cultivar como el mejor aprendizaje de la pandemia.

¿Cree que el rechazo a los pobres se encuentra detrás de la ola de xenofobia que en los últimos años ha azotado a Estados Unidos y a Europa? Y si es así, ¿por qué?
Porque cuando las situaciones políticas y económicas son malas se buscan chivos expiatorios y los extranjeros pobres son víctimas propiciatorias.

Cerrarles las puertas, asegurar que son un peligro y defender a los de dentro frente a los de fuera es la táctica de los supremacistas. Pero sobre todo frente a los que son pobres.

¿Considera que Donald Trump padece de aporofobia? ¿Es posible que buena parte de su éxito político resida precisamente en su aporofobia?
Efectivamente, así lo creo, y lo más triste es que eso le genera votos. No es un personaje extravagante y perturbado, sino que sabe perfectamente que muchas personas consienten con él y por eso refuerza su aporofobia.

Veremos qué ocurre en la elección y ojalá que la estrategia no le dé buen resultado. Pero lo peor es que Trump no está sólo. 
La aporofobia existe y no sólo es una cuestión económica, sino el rechazo de los peor situados en cada situación.

En cada uno de nuestros países el supremacismo nacionalista rechaza a los peor situados y esa táctica les da votos. En el siglo XXI debemos revertir esa tendencia.

En realidad la hace imposible. La aporofobia atenta contra la democracia porque atenta contra la igual dignidad de todas las personas, excluye a los pobres, a los que parece que no pueden intercambiar nada.

Es radicalmente excluyente cuando la democracia debe ser incluyente.

¿Y qué daños provoca la aporofobia a quien padece esta patología social? ¿Somos conscientes de que somos aporófobos?
No lo somos. Por eso es preciso hablar de esa patología en la esfera de la opinión pública y tratar de averiguar en qué medida la aporofobia está entrañada en nuestras vidas.
Afortunadamente, hay grupos trabajando en esta dirección, jóvenes que hacen sus trabajos de Fin de Grado, de Fin de Máster y proyectos de investigación sobre la aporofobia.

¿La aporofobia se manifiesta también entre países? ¿Los estados más ricos muestran aversión hacia los más pobres? Y dentro de los países pobres, ¿también existe aporofobia o ésta se da más en los países ricos?
Por supuesto, los países buscan la ayuda de los más poderosos y esto explica, por ejemplo, que se aproximen a China, olvidando que no quiere hablar de Derechos Humanos.
Y en el seno de cada país, creo que en todos existe también la tendencia a alejarse de los peor situados, a tratarlos como leprosos en el sentido bíblico de la palabra.

¿Cómo se puede combatir la aporofobia?
Tomando conciencia de que existe y de que no sólo es una cuestión económica, sino el rechazo de los peor situados en cada situación.
Creo que se combate construyendo instituciones basadas en el igual valor de las personas, y educando en el respeto a la dignidad de todas ellas, y no sólo de palabra, sino mostrando en la vida cotidiana que nos sabemos y nos sentimos igualmente dignos.



lunes, 2 de noviembre de 2020

El proyecto que les dio US$7.500 a personas sin hogar (y sus resultados "hermosamente sorprendentes")

José Carlos Cueto. BBC News Mundo
Persona sin hogar en Vancouver, Canadá. FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES,
50 personas sin hogar recibieron casi 8.000 dólares en Canadá como parte de un experimento.

¿Qué pasaría si se entregaran miles de dólares a personas sin hogar?
A esa pregunta quisieron responder unos investigadores en Canadá.

Y para ello llevaron a cabo un proyecto en el que seleccionaron 115 participantes y a 50 de ellos entregaron US$7.500 en una sola transferencia.

El objetivo era averiguar qué hacían con el dinero durante un año de seguimiento.

Lo que sucedió tras completarse esta prueba piloto sorprendió a sus creadores, la fundación benéfica Foundations for Social Change con sede en Vancouver, Canadá.

Los resultados fueron "hermosamente sorprendentes", dijo a la prensa canadiense Claire Williams, directora ejecutiva de la organización.

Los investigadores apuntan que este tipo de iniciativas "están demostrando ser poderosas y transformadoras".

Persona en Madrid, España, con una pancarta pidiendo renta básica universal suficiente.

En varias partes del mundo se están llevando a cabos experimentos sobre programas de renta básica.

En los últimos años se han llevado a cabo experimentos parecidos en distintas regiones del mundo. Y es que gobiernos y economistas intentan discernir la efectividad de una renta básica, sobre todo en personas desempleadas, sin hogar y en riesgo de pobreza.

Pero dicha estrategia no está exenta de voces expertas críticas que dudan de su utilidad.

¿En qué consistió el proyecto?
La iniciativa fue llamada New Leaf y seleccionó a 115 participantes de la provincia canadiense de Columbia Británica.

Los criterios para la elección incluyeron factores como la edad, el tiempo que llevaban sin hogar y que no tuvieran algún problema de salud mental o de adicción a sustancias como el alcohol, por ejemplo.

Los participantes fueron divididos en cuatro grupos distintos para probar la efectividad de la iniciativa.

A los 115 se les dividió en grupos de cuatro donde a unos se les ofrecía el dinero o se les brindaba asesoramiento para desarrollar nuevas habilidades profesionales.

En total, 50 personas recibieron los US$7.500.

"Este proyecto piloto se condujo como una prueba controlada aleatoria y fue objetivo, riguroso y sin basarse en ningún tipo de ideología", aseguró Claire Williams a BBC Mundo.

Los resultados del experimento sorprendieron a sus investigadores.

"De nuestro grupo original de 115 participantes, unos pocos fueron monitorizados por dos años, y los resultados fueron consistentes con los datos que obtuvimos tras el primer año de seguimiento a todos", cuenta Williams.

Tras esos primeros 12 meses en que se monitorizaron las actividades de todos los participantes, los resultados, como dijo Williams, fueron realmente "sorprendentes".

Resultados
Como promedio, el estudio determinó que la mayoría de participantes que recibieron el dinero se mudaron rápidamente a viviendas estables y redujeron el número de días que pasaron sin techo.

Además, financieramente tomaron "sabias decisiones", ahorrando dinero y aumentando el gasto en alimentos, ropa y renta y reduciendo un 39% el gasto en alcohol.

"Existe un concepto erróneo de que las personas pobres gastan el dinero que reciben en alcohol, cigarros y drogas", apunta el estudio.

"Existe un concepto erróneo de que las personas pobres gastan el dinero que reciben en alcohol, cigarros y drogas".

Los que no recibieron el dinero, por otra parte, incrementaron las noches sin hogar de 64% a un 78% y su nivel de ahorro apenas evolucionó.

Sin embargo, el efectivo entregado tuvo muy poco beneficio personal en el 15% de casos -entre 5 y 10 participantes-.

"Algunos de estos individuos dieron el dinero a familiares y amigos. Al igual que en otros experimentos, el éxito no se dará en el 100% de los casos", dice Williams.

La investigadora confirmó que el objetivo de la organización es poder evaluar el impacto de esta iniciativa durante un tiempo mayor de seguimiento y organizar experimentos más amplios

La creación de una renta básica universal provoca debates entre gobiernos y economistas. En la foto, el político estadounidense Andrew Yang como rostro de un billete de 1.000 dólares. Yang ha apoyado la creación de una renta básica universal en sus campañas.

Recientemente, Finlandia dio a conocer los resultados de su experimento de ofrecer una renta básica a personas desempleadas.

Las lecciones del experimento de Finlandia de otorgar a los desempleados una renta básica (y que cobra vigencia por la pandemia) El estudio concluyó que si bien no incentivaba de forma significativa la búsqueda de empleo, sí mejoraba el bienestar mental de los beneficiados.

Ahora, con la crisis desatada por la pandemia, el debate sobre la efectividad de este tipo de iniciativas ha cobrado aún más relevancia.

Alemania, por ejemplo, ha comenzado recientemente un estudio piloto en el que entregará 1.200 euros mensuales (US$1.400) a 120 ciudadanos durante tres años.

Finlandia fue en el primer país europeo en poner a prueba la idea de un ingreso mínimo incondicional. En la foto, la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin.

Pero algunos economistas cuestionan la eficacia y viabilidad de los ingresos básicos universales por su potencial impacto en los sistemas fiscales y programas de bienestar social.

Un reporte de 2017 del American Enterprise Institute, un think tank estadounidense, calculó los efectos que tendría en la economía de ese país la implementación de un ingreso básico universal para toda la población.

El análisis concluyó que, de llevarse a cabo, "ocurriría un aumento de obligaciones fiscales" que podría conllevar a la derogación de programas de bienestar en la seguridad social y asistencia sanitaria.

Son algunos de los riesgos que, sin embargo, Williams considera que hay que asumir.

"Frecuentemente, los gobiernos son lentos para cambiar políticas sociales. Nosotros creemos que es necesario encontrar nuevas soluciones que ayuden a erradicar problemas sociales. Confiamos en que se incrementen los fondos para programas que intentan nuevas ideas audaces y así evaluar su impacto", dijo.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

El mundo no es como crees, los pobres no son pobres porque quieren

Publicamos un fragmento del libro dedicado a desmontar mitos, de la web de información internacional El Orden Mundial


Imagina que naces en Dinamarca y el destino ha querido que tu familia esté en el 10 % más pobre de sus habitantes. Aunque el país nórdico no es ni mucho menos de los peores sitios para nacer en el mundo, no cabe duda de que tampoco es sencillo formar parte del estrato más humilde. Tu intención, como es lógico, es salir de la pobreza a base de trabajo y también gracias al amplio sistema de bienestar danés. Lo más probable es que no lo consigas y mueras perteneciendo a ese mismo estrato. Eso mismo les ocurrirá a tus hijos, que en buena medida heredarán la falta de oportunidades que te tocó a ti a lo largo de la vida y desaparecerán del mundo sin haber disfrutado de una posición acomodada. Sin embargo, tus nietos es probable que estén cerca de la media del país. En aproximadamente sesenta años tu familia danesa habrá dejado atrás la pobreza para vivir en unas condiciones más o menos similares a las de la mayoría de la población del país.

Dos generaciones y más de medio siglo parece mucho tiempo, pero es el ascensor social más rápido que existe entre los países de la OCDE, las economías más avanzadas del planeta. En el resto de los países nórdicos serán tres generaciones (noventa años); en lugares como Canadá o España, cuatro generaciones; en Estados Unidos, cinco; en Francia, Alemania o Argentina, seis; mientras que en Colombia, el extremo opuesto, harán falta once generaciones (trescientos treinta años).

Es evidente que estas grandes disparidades encierran complejas explicaciones. La pobreza suele ser la consecuencia de multitud de cuestiones entrelazadas. Es complicado no ser pobre si tu país está constantemente arrasado por los conflictos armados, si la corrupción campa a sus anchas, si apenas tiene recursos que poder explotar o si permanece ajeno a las dinámicas internacionales, entre otras muchas variables. Sin embargo, para explicar todo esto a menudo se recurre a una llamativa simplificación: los pobres son pobres porque quieren. Según esta tesis, la pobreza y la riqueza son cuestiones de voluntad personal, un deseo sin ningún otro tipo de condicionante.

Compremos esta tesis por un segundo, aunque sea difícil entender las razones por las que una persona querría ser pobre. Supongamos que las personas que ya son ricas quieren seguir siendo ricas. Entonces ¿por qué en Estados Unidos desde hace cincuenta años existe una probabilidad del 60 % de que una nueva generación tenga menos ingresos que sus predecesores y una probabilidad superior al 50 % de que la riqueza de los hijos sea menor que la de los padres? Quizá existan factores más allá del simple deseo.

Esta lógica también es aplicable a otro mantra relativamente extendido según el cual los pobres son pobres porque no se esfuerzan. Se esfuercen o no, ¿por qué en muchos países, también desarrollados, lo más probable es que sigan siendo pobres al final de su vida? ¿Por qué en muchos países las personas más adineradas siguen siendo ricas al final de su vida, con independencia del empeño que pongan en ello? De nuevo, tal vez haya más factores aparte del esfuerzo personal. Los que tienen una influencia considerable en el desarrollo intergeneracional se pueden agrupar en dos niveles, más allá de que siempre existe un componente de imprevisibilidad que puede afectar (accidentes fortuitos, cuestiones genéticas como enfermedades, etc.).

El primero sería la simple y llana herencia, aunque no en un sentido estrictamente económico. Cada uno de nosotros tenemos, además de un sueldo y ciertos bienes, otros activos tales como un capital cultural (conocimientos) y un capital social (amistades, conocidos o distintos contactos personales o laborales). Todo suma a la hora de traspasar esa riqueza a la generación siguiente. Quizá tus descendientes no reciban propiedades inmobiliarias o acciones de bolsa, pero sí que pueden aprovecharse de una importante red de contactos que has desarrollado a lo largo de tu vida y que, de una forma u otra, les abre la puerta a distintas oportunidades educativas o laborales. Además, la tendencia natural a relacionarnos con personas de nuestro círculo cercano, que tendrán un perfil socioeconómico similar al nuestro, dificulta en algunos aspectos la movilidad social tanto en sentido ascendente como descendente. Quienes más activos heredan tienen muchos más recursos para poder mantenerse en el mismo estrato o incluso ascender, y quienes menos activos reciben de sus progenitores es más probable que se queden en el mismo punto o incluso que desciendan al tener muchas menos cartas que jugar.

Esta situación era lo que se venía produciendo hasta finales del siglo xix y principios del xx en la gran mayoría de los países occidentales: quienes más tenían (clases acomodadas o nobles) perpetuaban su estatus social y económico gracias a esa herencia. Para poner cierto freno a dicha retroalimentación, que solo creaba más desigualdad al acumular la riqueza en unas pocas manos y familias, se crearon los primeros impuestos sobre sucesiones, aunque no lograron reequilibrar la balanza. Esto solo se consiguió con el auge de los Estados del Bienestar.

Uno de los objetivos de los sistemas públicos de bienestar es, precisamente, corregir las ineficacias del modelo implantado hoy en día, y permitir que todo el mundo tenga las mismas oportunidades para adquirir una serie de mínimos activos que luego emplearán en la etapa adulta. Así, la educación pública garantiza que cualquier persona que lo desee o lo necesite tenga un mínimo capital cultural con el que luego manejarse con cierto margen para optar a distintos trabajos; la sanidad pública garantiza que una enfermedad no supone un desembolso importante para quien la padece, dejándolo sin recursos o con deudas (como a menudo ocurre en Estados Unidos), y las transferencias públicas (seguros de desempleo, jubilaciones, becas, etc.) hacen posible que una persona mantenga un mínimo nivel de vida y eso suponga, a su vez, un colchón de seguridad para la generación siguiente. Si alguien en una posición más o menos acomodada de pronto perdiese el trabajo y padeciese una enfermedad costosa, probablemente se quedaría en una situación de indigencia, y obligaría a sus hijos a partir desde ese punto en un futuro, no desde el que estaban. Así pues, ambos sistemas buscan a su manera impulsar hacia arriba y también evitar que caigan por debajo quienes ya han alcanzado ese nivel.

El resultado de estas políticas que distribuyen la riqueza está más que comprobado. El Índice de Gini mide la distribución de los ingresos en una sociedad. Un índice 100 significaría la desigualdad absoluta (una persona tiene todo y el resto, nada) y un índice 0 significaría que todas las personas ganan absolutamente lo mismo. Por los datos disponibles en Eurostat se puede comprobar que los ingresos antes de cualquier redistribución en todos los países de la Unión Europea se sitúan en una banda de entre 60 y 40 puntos; tras realizar transferencias (pensiones, ayudas, etc.), en la mayoría de los países cae por debajo de los 30 puntos.

Los países donde más se reduce la brecha son, precisamente, Suecia, Dinamarca o Finlandia, aquellos en los que se tarda menos generaciones en salir de la pobreza.

viernes, 21 de agosto de 2020

Por qué juzgamos más duramente las decisiones de los pobres

Una serie de estudios realizados en Harvard destapa un prejuicio: la gente con menos recursos debería conformarse con menos, incluso si perjudica su salud o seguridad

“Para ustedes será basura, para esos padres no era basura. Cuando hablan de esa manera, no me ofenden a mí, les ofenden a ellos”. Cuando Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, defendió con estas palabras los menús de Telepizza para menores vulnerables, quizá el debate de fondo no era sobre la calidad de la comida. Porque los especialistas no tenían dudas. Un estudio de la Universidad de Harvard recién publicado señala que quizá el debate era, en realidad, sobre lo que consideramos aceptable para las familias pobres. ¿Está ese listón más abajo para la gente con menos recursos? Unas investigadoras de la universidad estadounidense quisieron responder esa pregunta y las conclusiones de su trabajo son reveladoras: “Tenemos un doble rasero preocupante”.

A través de 11 experimentos, las investigadoras muestran que las personas de bajos ingresos son juzgadas de manera más negativa por consumir los mismos artículos que otras con mayores ingresos, lo que añade una presión social extra a las restricciones materiales que ya sufren. Pero no es porque tengan menos para gastar, sino porque se considera que sus necesidades deberían ser más frugales. “Descartamos la explicación de que a las personas de mayores ingresos se les permite consumir socialmente más simplemente porque pueden pagar más; al contrario, observamos que a las personas de bajos ingresos se les permite socialmente consumir menos porque se supone que necesitan menos”, aclara Serena Hagerty, autora principal del trabajo. Según Hagerty, las necesidades básicas tienen que ser más básicas para los pobres.

“Una implicación de este doble rasero es que la gente parece más cómoda dirigiendo y limitando las decisiones de gasto de los pobres”
SERENA HAGERTY, UNIVERSIDAD DE HARVARD

En una de las pruebas, se presenta la historia de Joe a dos grupos distintos: para uno este personaje tiene bajos ingresos, para otro tiene buena renta. A Joe le tocan 200 dólares en una rifa, ¿está bien que los gaste en una televisión nueva? Si Joe tiene pocos ingresos, está mucho peor visto que si tiene una vida acomodada. Curiosamente, hay un grupo de control al que no se le dice nada sobre la situación económica de Joe. Para este grupo, es igual de permisible que el Joe neutro se compre la tele que para el grupo del Joe rico. Solo está mal visto para el pobre.

A medida que se profundiza en el estudio, publicado en PNAS, los experimentos se van complicando para perfilar mejor los mecanismos que juzgan a las personas según sus recursos. Por ejemplo, en otro se pregunta qué tarjeta regalo le regalarían al Joe pobre o al Joe rico, una de 100 dólares para comprar comida o una de 200 para una tele. El Joe pobre recibe sobre todo la tarjeta para comida mientras el Joe rico recibe la que permite comprar una tele, que supone el doble de dinero. De promedio, finalmente, se le regalan 125 dólares al Joe pobre y 152 al rico. Es decir, incluso cuando se trata de un regalo, quien tiene más merece más y quien tiene menos, obtiene un regalo inferior. Incluso si saben que Joe ha dicho expresamente que le gustaría una tele nueva, los participantes en el estudio le regalan mucho menos la tele al Joe pobre que al rico.

Se considera superfluo para una familia pobre que pretenda una casa cerca de un hospital o en un vecindario seguro, lo que implica que, con poca renta, incluso buscar seguridad se considera un capricho innecesario

“Una implicación de este doble rasero es que la gente parece más cómoda dirigiendo y limitando las decisiones de gasto de los pobres”, resume Hagerty. Este estudio es muy revelador en el contexto actual, como indican estas investigadoras, en el que se debate el desarrollo de rentas mínimas en países como España. “Una crítica potencial al ingreso mínimo vital puede ser que las personas de bajos ingresos gastarán el dinero en cosas equivocadas”, indica Hagerty sobre el caso español. “Sin embargo, es probable que este miedo esté influido en primer lugar por una visión limitada de qué productos se consideran necesarios para las personas de bajos ingresos”, apunta.

Es algo que queda claro en otros de sus experimentos, como en el que se muestran 20 objetos de consumo cotidiano que podría comprar una familia: periódicos, mobiliario, relojes, ordenadores, material deportivo, etcétera. En todos está peor visto que los compre una familia de ingresos menores, salvo en uno: los productos de higiene corporal. Con este mismo planteamiento, se proponen 20 criterios a tener en cuenta por una familia que busca una casa nueva: garaje, aire acondicionado, vecindario ruidoso, cercanía a zonas de ocio, etcétera. Todos están peor vistos si los considera una familia de poca renta, salvo dos: que la casa esté cerca del supermercado y del transporte público. Lo que es más revelador: se considera superfluo para una familia pobre que pretenda una casa cerca de un hospital o en un vecindario seguro, lo que implica que, con poca renta, incluso buscar seguridad se considera un capricho innecesario.

“Definimos las necesidades a partir de los recursos que tiene la gente, porque lo que definimos como necesario o superfluo cambia según los ingresos de la persona”, afirma el economista Luis Miller La seguridad como un lujo para familias sin recursos también aparece en otro de los experimentos del estudio, en el que se propone la compra de un coche con sistema de cámara trasera. Incluso cuando a la audiencia se le explica que es un extra importante para la seguridad del vehículo, se considera menos necesario para una familia de pocos recursos. Está mal visto que el pobre compre un objeto que para el rico es básico para su seguridad. De nuevo, no es que el pudiente se permita más, es que el vulnerable no merece tanto, incluso si está en juego su salud.

“La principal contribución de este estudio es que definimos las necesidades a partir de los recursos que tiene la gente, porque lo que definimos como necesario o superfluo cambia según los ingresos de la persona”, el economista Luis Miller, investigador del CSIC. Y añade: “Esto tiene implicaciones importantes sobre todo en el ámbito de lo que llamamos la trampa de la pobreza, ese círculo vicioso que niega los recursos necesarios para acceder a más recursos”. Cuando se critica a un sin techo o un refugiado por tener un smartphone se considera que es un capricho innecesario, aunque para todos sea una herramienta imprescindible para relacionarnos con nuestros familiares, empleadores o clientes. Sin este tipo de recursos, es imposible romper el círculo del que habla Miller: sin una casa, una ducha, un móvil, etcétera, es imposible conseguir un trabajo que permita salir de esa trampa de la pobreza.

“Existe esta idea de que si das ayudas a una familia, haces que trabajen menos. No solo no les hace más vagos, sino que les da un bienestar y una seguridad que les hace más productivos” .
ESTHER DUFLO, PREMIO NOBEL DE ECONOMÍA

“Existe esta idea de que si das ayudas a una familia, haces que trabajen menos. Un proyecto de seguimiento estuvo analizándolo y no es así”, decía recientemente Esther Duflo, premio Nobel de Economía, “no solo no les hace más vagos, sino que les da un bienestar y una seguridad que les hace más productivos”. Todas las personas necesitan salir de la “visión de túnel” que imponen las carencias, esas penurias que impiden tomar decisiones sosegadas, como explicaban Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir en su libro Escasez (Fondo de Cultura Económica): “La escasez captura nuestra atención y esto nos proporciona un beneficio muy estrecho: tenemos un mejor desempeño al ocuparnos de las necesidades más apremiantes. Pero de manera más amplia, pagamos un costo: descuidamos otros asuntos y somos menos eficientes en el resto de nuestra cotidianeidad”. Regalarle una tele al Joe pobre quizá le proporciona el estímulo emocional que le permite amanecer con más ánimo por la mañana. O no. Pero por lo general pensamos que debería conformarse con lo que tiene y centrarse en comprar lo imprescindible para subsistir.

Miller cree que estos mecanismos se producen en España de una manera más matizada, porque aquí las encuestas muestran unas preferencias claras por la redistribución y no existe con tanto peso “la figura del libertario estadounidense, ese que dice que cada cual tiene lo que se merece”. Y añade: “Aquí esos mecanismos tienen más que ver con la necesidad de diferenciarnos del pobre”. Según explica Hagerty por email, la renta de los sujetos que participaron en el estudio no influía en sus opiniones: al margen de sus ingresos, todos reducían el círculo de las compras aceptables para el Joe pobre, incluso si ponían en riesgo su salud, como una sillita para niños en el coche, un barrio sin delincuencia o un acceso cercano a un centro de salud, que se ven casi como caprichos solo si se tienen pocos ingresos. “Que le demos menos margen de maniobra a las decisiones de los desfavorecidos económicamente parece expresar nociones más básicas de mérito y autonomía”, apunta la investigadora.

Volviendo al menú de Telepizza, Hagerty tiene una respuesta clara a la luz de su trabajo: “Esta visión parcial de la necesidad también puede explicar por qué se les dio comida basura a los niños de bajos ingresos [en Madrid], cuando la misma comida puede no ser adecuada para los niños de mayores ingresos”. Y apunta que sus hallazgos sugieren que en debates como ese en realidad se están haciendo dos preguntas distintas que tendrán dos respuestas sustancialmente diferentes: ¿es necesario el acceso a alimentos saludables? y ¿es necesario el acceso a alimentos saludables para las personas de bajos ingresos? “Esto debe tenerse en cuenta en el debate político: ¿cómo se realizan las preguntas relevantes en política y qué prejuicios implícitos pueden influir en sus respuestas?”.

https://elpais.com/ciencia/2020-07-02/por-que-juzgamos-mas-duramente-las-decisiones-los-pobres.html

domingo, 12 de julio de 2020

Cuentos de Baroja: los empobrecidos, los vagabundos y la “cuestión social”.

“A comienzos de siglo Pío Baroja tenía una preocupación muy honda por lo que se llaman cuestiones sociales. Esta preocupación se advierte en varios cuentos, en que el individuo, o una conciencia individual, se encara con la sociedad”, escribió el antropólogo y sobrino del escritor, Julio Caro Baroja, en el prólogo a los Cuentos de Pío Baroja (1872-1956) publicados por Alianza Editorial.

Buena parte de estos relatos se insertan en el volumen Vidas sombrías (1900), y fueron escritos –la mayoría- cuando el autor ejercía de médico en el municipio de Cestona (Guipuzcoa). De tono simbólico y filosófico, los Cuentos recogen todo el sentido e inquietudes de la obra barojiana, según algunos comentaristas; pero Caro Baroja matiza que su tío no se acercó del mismo modo, en la madurez, a los contenidos esotéricos (Médium y El trasgo) ni a otros de un simbolismo «a flor de piel” (Parábola o El reloj).

Garráiz encarna a El carbonero. Todos los días Garráiz sale de casa, desciende a un descampado del monte y prepara el horno de carbón. Tiene 20 años, trabaja –acumula leña y le prende fuego- y canta: las horas y los días se repiten en el valle. Hasta que un día, en el refugio de piedra donde come, un vecino del pueblo –también carbonero- le hace saber un rumor: ha “caído” soldado. “Lo que le exasperaba, lo que le llenaba su espíritu de una rabia sombría, era el pensar que le iban a arrancar de su monte aquellos de la llanura, a quienes no conocía, pero a quienes odiaba”, relata Pío Barroja.

En otro cuento, Conciencias cansadas, el narrador sale de un café pensando en la vendedora de una tienda de material funerario, que comercia con féretros, coronas, cruces y souvenirs; en el matrimonio que regenta una casa de préstamos, y que paga a la mujer del albañil mucho menos de lo que valen las sábanas; en el general que manda a los soldados a que mueran en el frente; o en el cura que considera una “atrocidad” ingerir un café con leche el viernes de Cuaresma. Pero en todos estos personajes sin conciencia -y en el industrial que falsifica, el periodista venal o el abogado que engaña-, “en toda esa tropa que roba, que explota y que prostituye” también hay, piensa después, algunos rasgos buenos y momentos de caridad.

El vago, a quien conoce y con el que conversa el narrador, aparece apoyado en una farola de la Puerta del Sol. Protagoniza otro de los cuentos de Baroja; el vago no es un hombre de acción, sino un espectador de la vida, un intelectual; mira como alguien que no espera nada del prójimo, es casi un filósofo, aunque para ciertos moralistas resulte “casi un criminal”. Tampoco tiene nada que ver con los lechuguinos de clase alta, ni con los empleados, estudiantes o mendigos.

“Yo creo que en las ciudades grandes, si Dios está en algún lado es en los solares”, afirma Pío Baroja en La trapera. En una casucha de unos terrenos sin urbanizar, en Madrid, una vieja pequeña y arrugada –que rebusca entre la basura- vive con una niña desharrapada pero con aire fresco y juvenil. A las cinco de la mañana salen del cobertizo; escarban entre los montones de desechos, “restos, sobre todo, de la tontería humana”.

Pasan por el Cafetín del Rastro, donde a esa hora duermen los mendigos, y después, en la calle, la vieja cierra tratos con los vendedores ambulantes. El escritor las pinta del siguiente modo en el solar, ya de regreso: “Quizá felices, quizá satisfechas por tener un hogar pobre y miserable, y un puchero en la hornilla que hervía con un glu-glu suave, dejando un vaho apetitoso en el cuarto”.

En el preámbulo de los Cuentos publicados por Alianza (la primera edición, de 1966), Julio Caro resalta la “curiosidad enorme” de Pío Baroja hacia “los anarquistas o ácratas como individuos”, así como por los no adaptados (en Errantes, una vida libre en la que duermen felices, tras alimentarse con pan y tres sardinas, una mujer que amamanta a su niño, su pareja –“mitad saltimbanqui, mitad charlatán”- y el hijo mayor; la familia se ha parado en un albergue de carretera que aloja a gitanos, caldereros, mendigos y buhoneros); esta atracción contrasta con el interés escaso del autor de La busca por los socialistas, a quienes se distinguía en la época como gente “más seria”.

Elaborados entre 1892 y 1899, Caro Baroja apunta que la primera impresión de los Cuentos -500 ejemplares- fue bien acogida por los críticos, pero no ocurrió lo mismo con las ventas; los relatos se tradujeron al francés, italiano, alemán, ruso, checo y sueco, después al japonés y al chino. Se muestra en desacuerdo con los comentarios de la Editorial de Literatura Popular de Pekín: “Siguiendo el viejo parecer socialista, considera que mi tío fue un anarquista, que se hizo cada vez más antidemócrata y que terminó sus días colaborando con el fascismo. La vida de los escritores vista por ciertos ideólogos es siempre algo bastante simple y aún estólido, sean estos ideólogos de derecha o de izquierda”.

El historiador, lingüista, académico y autor de Estudios vascos llama la atención, asimismo, sobre el lirismo, las descripciones y sugerencias de ambiente de los Cuentos; en las ventas del País Vasco -amables y hospitalarias, algunas tristes y melancólicas- recalan caminantes, vagabundos y personas humildes “que no tenéis más amores que la libertad y el campo”; llegar a una de estas posadas tras un viaje largo en diligencia –relata Pío Baroja en La venta– produce una dicha desconocida para quienes, presurosos, huyen hacia el vértigo de la urbe. Además, Julio Caro recuerda la admiración del novelista por el “viejo” Dickens y discute las influencias atribuidas a Gorki y la novela picaresca.

En el artículo “Los cuentos de Baroja” (Cuadernos Hispanoamericanos, 1972), el catedrático e hispanista Mariano Baquero Goyanes señala el “aire moderno” de Vidas sombrías; constata, de hecho, una cierta ruptura con los cuentos del siglo XIX, que se fundamentaban en la potencia del argumento; Baroja prefiere, en este caso, la narrativa de situación, abierta, sin desenlace o bien –Águeda o La sima– la conclusión abrupta del relato, subraya Baquero Goyanes en el artículo inserto en Pío Baroja. El escritor y la crítica (Taurus, 1974, Edición de Javier Martínez Palacio).

Pero algunos cuentos barojianos –La enamorada del talento o Un justo– contienen, también, descripciones prolijas a la manera de los autores realistas y naturalistas del XIX; Mariano Baquero Goyanes añade otra línea de continuidad con los cuentos tradicionales (orientales o libros de caballerías): “Aunque Baroja rechazara el arte narrativo caracterizado por su complicación, gustó con frecuencia de esos efectos de refracción o de laberinto narrativo, con no pocas vueltas y revueltas, idas y venidas, rotación de narradores, desplazamiento de los planos del relato”; así ocurre en La dama de Urtubi y El estanque verde.

¿Estilo desaliñado? El libro Baroja y su mundo recoge la respuesta de José María de Cossío: “No era descuidado escribiendo. El tono llano y a la vez sobriamente elegante de su estilo provenía de lo que Lope de Vega hubiera llamado un ‘descuido cuidadoso’; y no desdeñaba refinarle cuando el tema lo pedía”.

El espectador (1916) incluye las reflexiones de Ortega y Gasset sobre Baroja. Dedica unas páginas a “el tema del vagabundo”; así, en una sociedad en que predomina la “estabilidad plúmbea” y la “monotonía aldeana”, “sin protesta ni brinco”, el filósofo resalta la mirada barojiana: “Ve criaturas errabundas e indóciles”, ajenas a la idea de triunfo social, “decididas a no disolver sus instintos en las formas convencionales de vida” impuestas.

En busca de ese dinamismo, Ortega apunta cómo el escritor rescata a la población marginada, “eso que suele considerarse como escombro social”; en esta categoría se integran los golfos, tahúres, extravagantes, vividores y suicidas; “pues qué, ¿iba a hablarnos de los senadores, los comandantes, los gobernadores de provincia, las damas de las Cuarenta Horas y los financieros?”, se preguntaba el ensayista; “en el transcurso de diez años escribe Baroja veinte tomos de vagabundaje”, según José Ortega y Gasset. Valora asimismo, en contraposición a la farsa y el lugar común, la actitud sincera y auténtica –en coherencia con el cinismo griego- del autor de El árbol de la ciencia y Aurora roja. Y otras virtudes, como la ausencia de retórica o palabras innecesarias.

https://rebelion.org/cuentos-de-baroja-los-empobrecidos-los-vagabundos-y-la-cuestion-social/