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jueves, 13 de agosto de 2020

Polonia, Noruega, Shoah. Dos libros abordan la experiencia del Holocausto desde el punto de vista de los descendientes de sus víctimas.

ANNA CABALLÉ 18 JUL 2020 -

Asalto al gueto de Varsovia por tropas nazis en 1943.
 Asalto al gueto de Varsovia por tropas nazis en 1943. ROGER VIOLLET GETTY IMAGES

Hay hechos que, literariamente, vuelven una y otra vez a nosotros, lectores, ofreciendo nuevas dimensiones o perspectivas del drama que en su día representaron. Dos libros, El gueto interior, del argentino Santiago H. Amigorena, y El libro de los nombres, del noruego Simon Stranger, proponen un acercamiento a la persecución judía llevada a cabo por el nazismo, enfrentándonos a la terrible e inhumana experiencia del Holocausto desde el punto de vista no de sus víctimas directas, sino de los descendientes de las víctimas. De modo que el horror de aquellos años sombríos nos llega a través de quienes no lo sufrieron materialmente, pero todo lo ocurrido sí les afectó y afectó su futuro, como los círculos concéntricos que se forman en el agua al recibir el impacto de una piedra en su superficie.

Las propuestas literarias de las que parten ambos textos son muy distintas, pero curiosamente coinciden en centrarse en un periodo breve de tiempo, entre 1942 y 1943, cuando arreció la persecución antisemita, convirtiéndola ya en masacre. Vayamos con El gueto interior, novela publicada originalmente en francés y traducida por Martín Caparrós, escritor sobradamente conocido y admirado en España, y primo carnal de Amigorena, pues autor y traductor comparten la filiación familiar con el protagonista del libro, Vicente o Wincenty Rosenberg, abuelo de ambos. El título no puede ser más acertado: Amigorena hinca su narración en el efecto emocional que causa en aquél saber que su madre, Gustawa Goldwag, permanece en Varsovia, confinada, después de la ocupación de Polonia por los nazis en 1939.

El gueto de Varsovia, el más grande de Europa, quedó establecido en octubre de 1940, un año después de la ocupación del país por parte del Ejército alemán, y su situación degeneró rápidamente. De 400.000 judíos hacinados en él en un principio sobrevivieron 50.000, que en su mayoría fueron conducidos al campo de exterminio de Treblinka cuando se adoptó la llamada “solución final”. Las cartas (reales) de Gustawa a su hijo, instalado en Buenos Aires desde 1928, escasean progresivamente hasta llegar la última, donde la madre expresa de forma muy contenida el sufrimiento y la escasez que se vive en el gueto. Después llega el silencio. Y con el abrumador silencio materno sobreviene el bloqueo impotente y culpable del hijo, quien se siente responsable en cierto modo de no haberse preocupado lo suficiente por su madre, absorto, lógicamente, en hacerse con una nueva vida en un nuevo país de acogida. Ante la llamada de socorro de la madre en su última misiva, aquella ilusión de la llegada, de la formación de una familia propia, del amor que Rosenberg siente por su mujer…, todo ello irá oscureciéndose ante una realidad que se impone en la conciencia frente a cualquier lógica. Así se alza en el espíritu de Vicente Rosenberg un muro infranqueable de silencio y soledad, prolongación sutil del muro polaco, y que acompañará al personaje hasta su muerte.

Frente a El gueto interior, sondeando las entrañas de una interioridad devastada por el absurdo de que alguien por el mero hecho de ser judío, y nada más que judío, merezca la muerte, leemos El libro de los nombres, una obra más ambiciosa como novela y concebida en forma de diccionario donde a medida que avanzan las letras del alfabeto el narrador desgrana fragmentos de otra historia familiar. En este caso se trata de la persecución sufrida por los abuelos de la esposa del autor, Simon Stranger, y, en paralelo, la historia de uno de sus verdugos, el colaboracionista noruego Henry Rinnan, reclutado por la Gestapo para infiltrarse en la Resistencia en 1940 y que acabaría teniendo sus propias iniciativas a la hora de perseguir a los conciudadanos que mostraban la menor disidencia con el régimen invasor. Al terminar la guerra se le acusaría de crímenes monstruosos y se le ejecutaría en 1947. El punto de convergencia entre ambas situaciones narrativas la proporciona una casa, espacio de tortura y fusilamientos en la época de Rinnan y habitada por la familia Komissar al terminar la guerra. ¿Es posible olvidarse de lo que sucedió entre aquellas paredes? La joven pareja que se instala reacciona de muy distinta manera ante una información que pesa como una piedra atada al cuello.

Stranger hace un excelente trabajo al profundizar en las raíces de la conducta del agente de la Gestapo, tratándola en función de una cierta realidad social que lo empujaría a la abyección. Un hecho aparentemente nimio, su baja estatura para ser noruego, lo convierte en un joven retraído, silencioso, acostumbrado al menosprecio de sus compañeros de clase simplemente porque es bajo. En su interior, sin embargo, las cosas funcionan de otro modo y va creciendo un superhéroe capaz de transformar las humillaciones recibidas en heroicidades y desplantes. El nazismo pondrá en las manos de Rinnan el mayor instrumento de venganza, la impunidad: si él sufrió por ser bajo, los judíos sufrirán por ser judíos y los enemigos del nazismo —­aceptado por Rinnan como medida de unidad del mundo por el hecho de verse reconocido por él— sufrirán por su disidencia. Todo ello sin piedad, como parte del nuevo orden impuesto por una absurda supremacía. Pero no todo es maldad. La esperanza en el ser humano nos la proporciona Stranger a través del propietario de una pequeña empresa de camiones, Carl Fredriksen, quien se jugará la vida transportando judíos amenazados de muerte hasta la frontera sueca, poniéndolos así a salvo.

Ni Amigorena ni Stranger nos explican las conductas de sus personajes a través de una sola realidad, sino de forma caleidoscópica, del mismo modo que las consecuencias de nuestros actos son tupidas y van mucho más lejos de lo que suponemos: eso debería ser siempre un motivo de reflexión. En todo caso, hay un deseo de claridad, de ahondar en la verdad psicológica de dos historias familiares cruzadas por la irracionalidad y las turbias pasiones que se apoderaron del mundo en el siglo XX. De todo ello se salió adelante con mucho silencio a cuestas. Esa exigencia de claridad que se imponen los narradores frente al pasado les permitirá remontar el río del tiempo acercando la vida a su realidad más desnuda.

https://elpais.com/cultura/2020/07/16/babelia/1594916837_273570.html?rel=lom

martes, 21 de julio de 2020

_- En la resistencia romana (testimonio de Alfredo Reichlin)

_- Alfredo Reichlin (Barletta, 1925 - Roma 2017) –partisano, periodista, director de L’Unità desde 1958, Secretario regional del PCI en la Puglia y Diputado nacional desde 1968–, presenta en este texto, que traducimos con motivo del veinte aniversario de la muerte de Valentino Gerratana (Scicli, 1919 - Roma, 2000), una semblanza personal del autor de la edición crítica de los Quaderni gramscianos.

Esta reseña se centra no tanto en una producción académica fructífera –si bien, como gustaba de recordar Fernández Buey, significativa más por la paciente e impoluta unidad de rigor y método que por el número de páginas que colma lo escrito– sino en los años en los que Gerratana, alias Santo, ejerció como dirigente clandestino al mando de los Grupos de Acción Patriótica (GAP) que movilizaron, entre otros, al propio Reichlin. En este sentido, se trata de un documento precioso, pues viene a remediar, siquiera tímidamente, la escasez de noticias acerca del Gerratana partisano; escasez consciente, alimentada por una pudorosa reserva –pocas veces las descripciones acerca del carácter de una persona alcanzan un consenso de tal unanimidad como en el caso de Gerratana, circunscritas todas ellas a la constelación semántica de los términos “serio”, “riguroso” y “solitario”– en la que no hicieron mella las condecoraciones (la medalla de plata al valor militar) que, ya en democracia, recibió por los servicios prestados en la lucha contra la bestia fascista.

Con la misma disciplina que combatió a los tedeschi aceptó en los primeros años de la posguerra la petición de Palmiro Togliatti que le llevaría a dirigir, entre 1946 y 1948, el diario La voce della Sicilia, pieza clave en las campañas en favor de la democracia que el PCI llevó a cabo en la isla. Desde allí se desplazará a Turín, en donde colabora con la editorial Einaudi y continúa su labor periodística en L’Unità y Rinascita.

Desde 1972 ostenta la cátedra de historia de la filosofía en Salerno, en la que ejercerá, con una breve interrupción que le lleva a Siena, hasta su jubilación en los años 90. La misma disciplina que caracterizó su militancia se observa en su trabajo intelectual, siendo este una buena prueba de cómo la alta cultura, erudita pero pobre de ornamentos, puede ser puesta al servicio de la causa de los subalternos. Quizás el mayor ejemplo –que en absoluto desmerece sus demás investigaciones e intervenciones– sea el monumental trabajo que supone la realización de la Edición Crítica de los Quaderni del carcere entre 1966 –momento en que recibe el encargo de Franco Ferri, a la sazón Director del Instituto Gramsci de Roma– y 1975.

Sirvan como testimonio –esta vez sí cuantitativo– de su monumental labor las más de mil páginas que abarca el aparato crítico que compone el cuarto volumen de su edición. Si bien ésta supuso un impulso inestimable para los estudios gramscianos, democratizando la posibilidad de una lectura diacrónica que hasta entonces quedaba reservada para los grandísimos conocedores de los Cuadernos como Franco de Felice, Gerratana no dejó de reconocer, si bien poniendo de manifiesto su parcialidad, el valor de la edición precedente, viendo en esta una “operación hegemónica” bifaz, capaz de impregnar la cultura política de la Italia democrática con el legado gramsciano al tiempo que socavaba los tics estalinistas –que tan bien identificó y supo contrastar con el genuino leninismo el propio Gerratana– en el seno del PCI.

Culmen de su trayectoria fue el reconocimiento como primer presidente de la International Gramsci Society, fundada en Formia, con motivo del Congreso Gramsci nel mondo, en 1987. El texto de Reichlin que nos ocupa, “Nella resistenza romana”, constituye el segundo capítulo del compendio Valentino Gerratana “filósofo democrático” (Roma, Carocci, 2011), en el que Guido Liguori y Eleonora Forenza, los editores, recogen las actas de un congreso celebrado en Roma y dedicado a la figura y obra de Gerratana en los 10 años de su muerte [Anxo Garrido].

Recuerdo el día en el que me encontré con Valentino Gerratana. Era el invierno de 1944 en la Roma ocupada por los alemanes. La cita era en un pequeño restaurante cerca de la plaza Fiume. Conservo la impresión de su cara: delgadísimo, con la barba negra mal afeitada que hacía sus ojos más tristes y severos. Pocas palabras y largos silencios. Luigi Pintor y yo éramos niños. Nos habíamos licenciado en el instituto pocos meses antes. Era allí donde alguien nos había dicho que podíamos encontrar al hombre del "centro", esta palabra pronunciada en voz baja y con enorme cautela indicaba el Comando secreto de los comunistas.

Mirando a aquel hombre que me parecía sin edad pensé: por fin, esto va en serio. Valentino se correspondía a la perfección, efectivamente, con la imagen que me había hecho de un jefe comunista, un hombre cuyas órdenes no eran discutibles. Del que uno se podía fiar. Que podía decirnos dónde y cómo empezar a disparar. Y así fue. Alguien –creo que Lucio Lombardo Radice– había garantizado que nosotros tres (Luigi Pintor, Arminio Savioli y yo) éramos nuevos posibles "gappisti" dignos de confianza. Formábamos una célula, es decir, aquella unidad mínima de combate que por razones de seguridad clandestina podía tener relación con el conjunto de la red solo a través de una persona. Aquella persona era Valentino Gerratana, nombre de batalla "Santo". Nuestra tarea era "hacerle la vida imposible al ocupante": estas fueron las directrices generales que recibimos de "Santo" aquel día.

En aquellos meses febriles y estremecedores (al menos para mí) volví a verlo –si no recuerdo mal– quizás solo otra vez. Más tarde en una estupenda jornada de sol en una Roma bulliciosa y vulgar, llena de prostitutas y de contrabandistas, con las calles recorridas por inestables camionetas llenas de gente y por las furgonetas americanas, lo reencontré. El partido (entidad todavía misteriosa para mí) nos había convocado en un gran inmueble de ferroviarios en la avenida Regina Margherita, donde vivía uno de nosotros. Fue allí donde vi por primera vez la cara de aquellos veinte jóvenes desconocidos que habían golpeado severamente a la guarnición alemana de Roma, hasta el atentado de Via Rasella, y la habían obligado a ponerse a la defensiva hasta el punto de fijar el toque de queda a las cinco de la tarde. Éramos los componentes del famoso GAP Central. Un puñado de jóvenes intelectuales, muchos de los cuales llegaron a ser famosos más tarde: Salinari, Calamandrei, Gerratana, Trombadori, Bentivegna, Carla Capponi y otros y otras. Entre ellos estaba también Marisa Musu, que se convirtió en la primera mujer de Gerratana. Era muy escasa la presencia de proletarios.

Aquellos jóvenes no venían de Moscú o del exilio, sino de de las escuelas y de las universidades italianas, y lo que les movía no eran tanto los textos del comunismo (que leímos después), sino un extraño pastiche ideal y cultural que no se reducía al mito soviético y que se había formado en los años treinta. Había nacido en aquellos años un sentimiento nuevo, el antifascismo, que repensaba la gran tradición democrática del historicismo italiano y al mismo tiempo se mezclaba con las experiencias más modernas del siglo XX europeo. Después, a partir del gran cinismo de extranjero en la propia patria à la Prezzolini y del hedonismo dannunziano, nacía una cultura que se llamó del esfuerzo y que mostraba huellas incluso del actualismo "gentiliano".

El mito soviético importaba, naturalmente. Pero si aquellos años treinta fueron tan importantes fue porque nos sucedió de todo: la aparición del fascismo y los espectaculares triunfos de la planificación soviética, la guerra de España y las primeras experiencias socialdemócratas. En definitiva, aquel conjunto de cosas que habían alimentado la llamada "guerra civil europea". Es en aquellos años y en aquel clima cuando las vanguardias juveniles descubrieron el famoso esfuerzo. Así fue también para Valentino.

Él había nacido en Scicli, en Sicilia, en 1919 y tuvo sus primeros contactos con las organización comunista clandestina en 1939, en Salerno, donde frecuentaba el curso de la academia militar. Su compañero de curso era Giaime Pintor, y fue allí donde se conocieron y se hicieron amigos. Giaime, algunos años después, le presentó a Carlo Salinari, fino literato, crítico de arte, alumno de Sapegno, jefe partisano, hombre de una frialdad y lucidez impresionantes.

Creo que allí comenzó el compromiso político de Gerratana: por ello en mi mente conviven aquellos dos jóvenes (Giaime y Valentino). Aunque muy diferentes entre sí, sobre todo por su carácter y su relación con el mundo, con los amigos, con el gusto por la vida, yo creo que sirve para ambos aquel fragmento de la última carta de Giaime al hermano Luigi, que releída hoy me parece de una dramática actualidad: "el camino hacia la política – señalaba Giaime– es un fenómeno que he constatado en muchos de los mejores, parecido a lo que sucede en Alemania cuando se agotó la última generación romántica”._ Y continuaba observando que:

"fenómenos de este tipo se reproducen cada vez que la política deja de ser administración ordinaria y emplea todas las fuerzas de una sociedad para salvarla de una grave enfermedad, para responder a un peligro extremo. Una sociedad moderna se basa sobre una gran variedad de especificaciones, pero puede subsistir únicamente si conserva la posibilidad de abolirlas en un cierto momento para sacrificar todo a una única exigencia revolucionaria. Es este el sentido moral, no técnico, de la movilización: una juventud que no se muestra “disponible”, que se pierde completamente en las diversas técnicas, está en peligro. En un cierto momento los intelectuales deben ser capaces de transferir su experiencia sobre el terreno de la utilidad común, cada uno debe saber asumir su puesto en una organización de combate. […] Esto –añadía Giaime con palabras muy graves– vale sobre todo para Italia. Hablo de Italia no porque la sienta más cerca que Alemania o que América, sino porque los italianos son la parte del género humano con la que me encuentro naturalmente en contacto y sobre la cual puedo actuar más fácilmente.

Los italianos son un pueblo débil, profundamente corrompido por su historia reciente, siempre a punto de ceder a una vileza o a una debilidad. Pero ellos siguen produciendo minorías revolucionarias de primer orden: filósofos y obreros que están a la vanguardia de Europa. Italiana nació del pensamiento de pocos intelectuales: el Risorgimento, episodio excepcional de nuestra historia política, ha sido el esfuerzo de otras minorías para devolver a Europa a un pueblo de africanos y de levantinos. Hoy en ninguna nación civil es tan grande la separación entre las posibilidades vitales y la condición actual: nos toca a nosotros colmar esta separación y declarar el Estado de emergencia"

Si se me permite una nota personal, quisiera decir únicamente que Giaime había sido nuestro hermano mayor, un gran amigo à la Alain Fournier. Por esto no puedo olvidar aquella noche, tristísima del invierno de 1943 cuando Luigi, el hermano, mi compañero de escuela y de pupitre, vino a decirme que había llegado la noticia de la muerte de Giaime, destrozado por una mina en un campo del Alto Volturno mientras trataba de atravesar las líneas enemigas y de unirse a los partisanos. Fue entonces cuando decidimos tomar las armas que habían caído de sus manos. Entramos en los GAP. Y allí, como he dicho, encontramos a nuestro nuevo jefe, Valentino Gerratana. Casi una señal del destino.

Sobre las crónicas de aquella lucha no diré nada. Hay cosas que no recuerdo bien, otras que prefiero olvidar. Yo no soy un héroe y he vivido aquellos meses como una pesadilla, bien consciente del riesgo (que a mí yo joven le parecía insoportable) de acabar en las manos de las SS, en Via Tasso, en una cámara de tortura. Sobre la Resistencia romana hay que decir, ante todo que las condiciones en las que se desarrolló eran particularmente difíciles. Roma no era Turín y ni siquiera Bolonia. No había en la ciudad las grandes fábricas ni en los alrededores el rural emiliano. Roma tras el 8 de septiembre había permanecido aislada. Detenidas las construcciones inmobiliarias y los trabajos públicos, una parte de los empleados estatales empujada al norte, la vida económica paralizada, comenzó a pesar mes a mes el problema del hambre. Muchas familias romanas buscaban refugio en el campo mientras en la ciudad afluían todos aquellos que, en la perspectiva de una liberación considerada inminente, esperaban reconectarse con las regiones meridionales.

La lucha de los patriotas romanos se desarrolla por lo tanto en condiciones muy difíciles, en una ciudad que se encontró en la retaguardia inmediata de un gran campo de batalla en el cual, sobre todo tras el desembarco de Anzio, se concentraba un alto número de aguerridas divisiones alemanas. Las cuales, de hecho, habían transformado la llamada “ciudad abierta” en la base principal de sus operaciones y en el centro de sus comandos, de su abastecimiento, de sus conexiones. También políticamente la Resistencia Romana se desarrolla en condiciones particularmente difíciles, estando todavía vivas las diferencias políticas el seno del propio Comité de liberación nacional y fuera de él.

El gran mérito del PCI fue comprender que contra las maniobras, las intrigas, las discusiones bizantinas, el arma más eficaz era la acción audaz de los patriotas, la osadía de los GAP, la lucha del pueblo romano. Y esta acción avanzó en la ciudad, desde los primeros, tímidos, actos, desde los grandes escritos murales y desde los mítines móviles del 7 de noviembre hasta los ataques contra los centros del enemigo (el hotel Flora y el cine reservado a las tropas alemanas en la plaza Barberini), hasta la gran semana de ataque general inmediatamente después del desembarco de Anzio, cuando se llegó al límite extremo de la preparación de la insurrección. Esta fue detenida en el último momento, por el vuelco de la situación militar y el contraataque alemán en el frente de Anzio.

El movimiento patriótico pagó severamente, con graves y dolorosas pérdidas, el hecho de haberse descubierto con la intensificación de los ataques y en la preparación de la insurrección. Nuestras fuerzas fueron fuertemente golpeadas debido a una traición que llevó al arresto de Calamandrei, de Pintor y de otros por parte de la banda Koch que había hecho de la prisión Jaccarino, entonces en Via Romagna, un lugar de tortura.

A los supervivientes como yo nos fue ordenado reaccionar a cualquier precio. Y lo hicimos. Por suerte se amplió la participación popular en la lucha contra el hambre y las deportaciones (manifestaciones de mujeres en la Avenida del Milizie, manifestaciones por el pan, etc.). Y la lucha continuó cada vez más dura y decidida en los meses sucesivos, antes y después del ataque de los GAP en Via Due Macelli y en Via Rasella.

La huelga del 3 de mayo dio muestras de numerosos episodios la valentía de los patriotas y del amplio consenso; sacó también a relucir las insuficiencias de un movimiento en el cual la vanguardia audaz y restringida, puesta a prueba duramente por los episodios de la lucha, no se apoyaba sobre un amplio movimiento de masas y necesitaba nutrirse continuamente de nuevas energías. Los jefes –como ya he dicho– fueron Valentino Gerratana y Carlo Salinari. Pero no pudimos solos.

Debo recordar que en las Fosse Ardeatine cayeron 335 mártires de la Resistencia romana. Había de todo, generales y soldados, obreros e intelectuales, comunistas y monárquicos, católicos y judíos, dirigentes de partido y simples ciudadanos. Aquella sangre generosa ha bañado la ciudad antigua, secular, y le ha dado nueva vida. Si hoy Roma es una ciudad democrática grande y viva, es porque ha sabido, con el sacrificio y con la lucha en los diez meses de su resistencia, ocupar su puesto en la gran batalla por la libertad y la independencia de Italia.

Del Gerratana filósofo no me corresponde hablar a mí. Era muy estricto pero tenía un sentimiento laico del comunismo. Y creo que esto explica la manera en la que se aproximó a Gramsci y como lo ha leído. Un comunismo que no afirma principios definitivos ni metas últimas, que no se inventa instituciones válidas de una vez por todas. Un comunismo que no se piensa a sí mismo como el fin de la historia. Un movimiento histórico de gran alcance que –como tal– ha fracasado, pero que deja a sus espaldas la necesidad de un horizonte mental capaz de iluminar la lucha de las clases y de las hegemonías a nivel planetario.

Comparto el juicio de Fabio Frosini: Gerratana era un hombre completamente comprometido con la difícil empresa de cuadrar el círculo de la historia (de la experiencia) y de la teoría. Y esto por medio de aquel acto creativo llamado “política”, es decir, por medio de aquel acto que es y sigue siendo realmente “creativo” (es decir, transformador, revolucionario) que es la Gran Política. Y lo es a condición de que consiga evitar reducirse a mera “confirmación” de la teoría tanto como evitar alejarse de los movimientos reales. En definitiva, Lenin y Gramsci, las figuras sobre las que más reflexionó Gerratana, los hombre que han logrado mantenerse a la altura de esta tarea, junto a pocos otros, como Labriola.

Era de verdad un “filósofo democrático”. Un filósofo cuya personalidad –dice el propio Gerratana con Gramsci– no se limita a la propia individualidad física. sino que es más bien “una relación social activa de modificación del ambiente cultural”. Es una relación que, para ser válida, dice Valentino siempre citando a Gramsci, debe permanecer abierta, como la relación activa de ciencia y vida, nunca concluida en la completa perfección de un proceso que ya no tiene necesidad de ser renovado. Porque si es verdad que “todo maestro es siempre un alumno y todo alumno un maestro”_, esto vale no solo y no tanto para las relaciones didácticas habituales como para aquella gran escuela que es la vida en su desarrollo histórico. Desde este punto de vista la teoría gramsciana de la hegemonía no solo adquiere una connotación crucial, sino que alcanza también su mayor expresión.

Alfredo Reichlin Fue partisano, periodista, director de L’Unità desde 1958, Secretario regional del PCI en la Puglia y Diputado nacional desde 1968

Fuente:

"Valentino Gerratana. 'Filósofo democrático'", Roma: Carocci, 2011 (International Gramsci Society - Italia)
Traducción: Anxo Garrido

miércoles, 24 de junio de 2020

El misterio sobre Werner Heisenberg, el físico que ganó el Nobel por la creación de la mecánica cuántica

Ahora ya estamos todos muertos, es cierto, y el mundo se acuerda de mí sólo por dos cosas: por el principio de incertidumbre y por mi misteriosa visita a Niels Bohr en Copenhague en 1941. Todos entienden de qué se trata la incertidumbre. O eso creen. Nadie entiende por qué fui a Copenhague".

Con estas palabras entra en escena Werner Heisenberg en la aclamada obra "Copenhague" del dramaturgo inglés Michael Frayn, que imagina lo que pudo haber pasado en uno de los encuentros más controvertidos de la historia de la ciencia.

Sabemos que tuvo lugar y cuándo: en septiembre de 1941, cuando Alemania estaba en la cima de su período de éxito militar, habiendo ocupado la mayor parte de Europa, derrotado a Francia y expulsado al ejército británico del continente, y cuando Estados Unidos seguía siendo técnicamente neutral.

Sabemos dónde tuvo lugar: en Copenhague, cuando Dinamarca estaba bajo la ocupación nazi.

Sabemos quiénes estuvieron presentes: dos físicos que habían cartografiado y explorado el universo cuántico dentro del átomo y que, juntos, habían revolucionado el mundo de la física.

Dos galardonados con el premio Nobel de Física: Niels Bohr, en 1922, "en reconocimiento por su trabajo sobre la estructura de los átomos" y Heisenberg, en 1932, por "la creación de la mecánica cuántica".

Un danés de ascendencia judía y un luterano alemán, separados en edad por 16 años, cuyas vidas estaban profundamente entrelazadas a nivel personal, intelectual y profesional, hasta aquel día de 1941.

Sabemos que el encuentro terminó abruptamente, y que Bohr quedó muy enfadado.

Lo que no sabemos es qué ocurrió, no porque no hayan hablado de ello, sino porque hay más de una versión.

E importa porque Heisenberg fue el físico que le dejó al mundo el principio de incertidumbre, pero también un mundo de incertidumbres sobre sus principios.

La duda sin resolver es si fue un villano que quiso aprovecharse de su cercana relación con el danés en beneficio del proyecto de la bomba atómica nazi o un héroe que quiso evitar que tanto los Aliados de la Segunda Guerra Mundial como las Potencias del Eje obtuvieran tal arma.

El principio
Bohr había habitado ese mundo idílico de la ciencia de principios de siglo XX, en el que las ideas fluían atravesando fronteras en una misión conjunta para superar los límites del conocimiento.

Era una atmósfera repleta de luminarias -desde el padre de la física nuclear Ernest Rutherford y el originador de la teoría cuántica Max Planck, hasta la estrella más brillante: Albert Einstein- que fue sacudida por la Primera Guerra Mundial, cuando la ciencia se usó como un arma ofensiva.

Pero sobrevivió por un rato más.

Una de las muestras más dicientes fue el contrabando de copias del artículo sobre la teoría general de la relatividad que Einstein presentó en 1915 en Berlín a científicos aliados. Y el hecho de que, para probar la teoría del científico alemán, el gobierno británico financió durante la guerra una expedición para fotografiar un eclipse solar en 1919, a instancias del astrónomo Arthur Eddington.

Cuando, en 1924, Heisenberg aceptó la invitación de Bohr para trabajar en Copenhague, heredó los beneficios de esa atmósfera y entre ellos se forjó una relación que fue más allá de la de un mentor y un estudiante talentoso.

A nivel personal, el alumno se fue convirtiendo en parte de la familia del profesor.

En el plano profesional, aunque hicieron sus descubrimientos por separado, su trabajo conjunto fue imprescindible para alcanzar sus logros.

Los principios
El resultado fue brillante: en 1927, Heisenberg publicó su "Principio de incertidumbre", que afirmaba que la posición exacta de un electrón dentro de un núcleo atómico en un momento dado no podía conocerse con certeza, sino que solo se calculaba estadísticamente dentro de una probabilidad.

Su descubrimiento fue fundamental para la física cuántica.

Para entonces, Bohr había desarrollado su principio de complementariedad, en el que incorporó la física de Heisenberg dentro de la suya, y propuso que el aparente caos del mundo cuántico y el orden del universo basado en la física clásica no eran excluyentes sino complementarios entre sí de una manera que aún teníamos que comprender y explicar.

En opinión del físico teórico estadounidense John Wheeler, era "el concepto científico más revolucionario de este siglo".

Pero no todos lo recibieron de esa manera.

Como recordó el físico alemán Max Born en su discurso de aceptación de su premio Nobel de física en 1954, hubo una dramática división entre famosos físicos cuánticos, con algunos en profundo desacuerdo.

"El mismo Max Planck estuvo entre los escépticos hasta su muerte y Albert Einstein, Louis-Victor de Broglie (Nobel de Física de 1929) y Erwin Schrödinger (Nobel de Física de 1933) no dejaron de subrayar los aspectos insatisfactorios de la teoría...".

El desacuerdo no era sólo respecto al principio de complementariedad, sino también al de incertidumbre de Heisenberg.

Ante esa descripción del mundo cuántico en el que las certezas habían sido reemplazadas por probabilidades, Einstein famosamente protestó diciendo: "Dios no juega a los dados". Y Bohr, menos famosamente, le respondió: "Einstein, deja de decirle a Dios qué hacer".

Una disputa entre titanes que, en el albor del siglo XX, le dieron un vuelco al universo, mostrándolo primero como algo relativo y luego, como algo confuso.

Sus principios
Pero mientras que en el universo intelectual los ataques que ponen a prueba las teorías son necesarios, los golpes que reciben las ideas por razones políticas rara vez traen consecuencias benéficas.

El principio de incertidumbre de Heisenberg sobrevivió a las críticas y finalmente fue adoptado por casi todos en la comunidad de física.

Sin embargo, el surgimiento del "archinacionalista" (mejor nazi) Adolf Hitler en Alemania marcó el comienzo de una impactante supresión de la investigación científica y el conocimiento.

Incluso desde antes de que llegara al poder, la "nueva física", aquella de la relatividad y la incertidumbre, fue vinculada a la impureza y el judaísmo, y los científicos alemanes hostiles a ella exigían una física "aria".

Como explica el Bohr imaginado por Frayn...

"Los alemanes se opusieron sistemáticamente a la física teórica. ¿Por qué? Porque la mayoría de los que trabajaban en ese campo eran judíos.

"¿Y por qué tantos eran judíos? Porque la física teórica, la física que le interesaba a Einstein, a Schrödinger, a Pauli y a nosotros dos, siempre fue considerada inferior a la física experimental en Alemania, y las cátedras teóricas eran las únicas a las que podían acceder los judíos".

Efectivamente, el antisemitismo europeo no empezó con Hitler, ni lo esperó para manifestarse en el mundo científico, pero cuando empezó a amasar poder y, más aún, cuando lo alcanzó, en 1933, aprovechó ese terreno ya arado.

Los nazis pronto le prohibieron a todos los judíos trabajar para el Estado alemán (y, más tarde, los ocupados) o en capacidades profesionales como profesores universitarios, provocando un éxodo del mayor talento científico del mundo hacia naciones receptivas.

Heisenberg no se unió al partido nazi, y fue inicialmente calificado de simpatizante judío por su adhesión a la "física judía" de Einstein y Niels Bohr.

Sin embargo, era un nacionalista alemán dedicado. Participó en los ejercicios militares de su unidad de reserva.

Patriótico, se aferró a la idea de que podía ayudar a su tierra natal. Y creyó que Hitler podría no ser tan malo como parecía.

Por eso se negó a abandonar Alemania como una protesta simbólica contra el régimen nazi y su actitud hacia la investigación científica, desoyendo las súplicas de sus colegas internacionales.

El fin
Irónicamente, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi empezó a valorar los posibles usos de esa física que tanto despreciaba por encima de la ideología.

Lise Meitner, una de las judías que tuvieron que huir de los nazis, siguió colaborando a distancia con el químico Otto Hahn, quien le enviaba información sobre sus experimentos con el elemento uranio.

En la Navidad de 1938, mientras estaba en Suecia, Meitner y su sobrino Otto Frisch analizaron los datos y confirmaron que se había producido una fisión nuclear.

Le entregaron la información a Niels Bohr, quien la llevó a Estados Unidos, y en enero de 1939, en una conferencia de física en la Universidad George Washington, se anunció públicamente que la posibilidad de dividir el átomo y liberar cantidades incalculables de energía a través de la fisión nuclear estaba ahora al alcance.

Teóricamente era posible construir una bomba atómica.
En abril de 1939 se estableció el primer "Uranverein" o "Club de Uranio" alemán, y el día que Alemania lanzó la invasión de Polonia, la Oficina de Artillería del ejército alemán se hizo cargo del proyecto de energía nuclear para explorar posibles aplicaciones militares.

Ese segundo Uranverein era un secreto militar y de Estado. Su principal teórico era Heisenberg. Y lo seguía siendo cuando visitó a Bohr en 1941.

Cuál era su fin es algo que hasta el día de hoy, físicos e historiadores de la física siguen debatiendo, a pesar de que se han escrito miles de páginas acerca del tema.

Durante muchos años, se consideró como una de las mejores fuentes una carta que Heisenberg le escribió al autor Robert Jungk, de la cual aparecen fragmentos en el libro "Más brillante que mil soles: una historia personal de los científicos atómicos".

Heisenberg explicaba que su intención era convencer a los científicos nucleares de ambos lados en guerra de impedir el desarrollo de una bomba atómica diciéndole a los dirigentes de sus países que las dificultades técnicas y económicas hacían que fuera imposible en el futuro inmediato.

Según el físico alemán, lo que pretendía era informarle a Bohr que los nazis sabían que la fisión nuclear era posible, pero que él estaba en posición de neutralizar ese esfuerzo. Afirmó que lo que quería era que Bohr convenciera a los científicos aliados de que hicieran lo mismo.

Con un acuerdo tácito, la comunidad internacional de física podía cooperar para salvar al mundo de esta arma horrible.

Niels Bohr siempre contradijo esa versión de la reunión.

Y en 2002, reaccionando a una nueva ronda de debates académicos sobre la misteriosa reunión desencadenada por la presentación de la obra de Frayn en 1998, la familia de Bohr publicó varias cartas que él le había escrito, pero no enviado, a Heisenberg.

En ellas, Bohr contaba una historia diferente: durante toda la visita de Heisenberg había sentido que el hombre más joven se jactaba no solo de la próxima victoria de Alemania, sino también de su capacidad para construir una bomba atómica en el futuro cercano.

Afirmó que la intención de Heisenberg era convencerlo de ayudar a los alemanes, enfatizando la probabilidad de la victoria alemana. Peor aún, que había tratado de deshonrarlo intentando que divulgara información sobre el esfuerzo nuclear aliado.

Una versión pinta a Heisenberg como un héroe que trató de salvar al mundo de la pesadilla atómica; la otra, un villano que quiso aprovecharse de un amigo para garantizar la victoria de la Alemania hitleriana.

¿Malentendió Bohr a Heisenberg? ¿O cometió Heisenberg un grave error y luego mintió para reivindicarse?

¿Será que los nazis no lograron hacer una bomba atómica porque Heisenberg frustró deliberadamente el proyecto o porque sencillamente, a pesar de sus esfuerzos, él no supo cómo completarlo?

Nunca lo sabremos.

https://www.bbc.com/mundo/noticias-52374330

sábado, 13 de junio de 2020

Muere Ann Mitchell, cazadora de patrones criptográficos en la lucha contra los nazis. El 75 % del personal de Bletchley Park, sede del centro del criptoanálisis aliado durante la Segunda Guerra Mundial, eran mujeres.

Ann Mitchell, tras su graduación en la Universidad de Oxford en 1943.
Ann Mitchell, tras su graduación en la Universidad de Oxford en 1943.

El pasado 11 de mayo fallecía Ann Mitchell (1922-2020), miembro el equipo de criptoanalistas de Bletchley Park que ganó la batalla a la famosa máquina Enigma, empleada por el ejército nazi para el cifrado de sus comunicaciones. Mitchell, graduada en Matemáticas por la Universidad de Oxford, fue llamada a servicio en 1943. Allí estuvo trabajado dos años junto a otras mujeres y hombres –entre ellos, Alan Turing–, ideando novedosas técnicas matemáticas aplicadas a la criptografía.

La pugna de las matemáticas contra Enigma empezó años antes de la guerra, lejos de Bletchley. En noviembre de 1931 un empleado de la Chiffrierstelle de Berlín, resentido con su patria en general y con su familia en particular, vendía en Verviers (Bélgica) dos escritos con detalladas instrucciones sobre la máquina Enigma a un agente secreto francés, de nombre en clave Rex. Esos documentos llegaron a la Biuro Szyfrów de Varsovia, y permitieron al matemático polaco Marian Rejewski iniciar su particular guerra de guerrillas contra la máquina Enigma.

La Enigma era un sofisticado artefacto que funcionaba como una especie de máquina de escribir, que “reordenaba” el alfabeto, asignando a cada letra introducida otra, con arreglo a una permutación conocida por el receptor. El número de reordenaciones posibles en el dispositivo era colosal; cada vez que se pulsaba una tecla, la letra que finalmente aparecía impresa (o iluminada) dependía de una compleja configuración inicial. Esta se determinaba a través de varios rotores, es decir, discos con el alfabeto grabado en el anillo exterior, que giraban con cada pulsación del teclado. Cada rotor llevaba el alfabeto escrito en un orden distinto. Había varias formas de insertar los rotores en las ranuras que los albergaban, y cada uno podía encajarse de 26 maneras distintas, según la letra que quedase a la vista en la posición superior. Además, se incluía un cableado interno que tras la pulsación enviaba algunas letras a otras diferentes antes de impactar sobre los rotores. Para una descripción matemática más completa, se recomienda este artículo de Vázquez y Jiménez-Seral.

Las disposiciones iniciales de Enigma se distribuían en libros de claves, asociando a cada día una configuración; la llamada “clave del día”. Cada mensaje enviado comenzaba con el cifrado de una nueva terna de letras, la llamada “clave de mensaje” que le decía al receptor cómo girar los rotores de nuevo para seguir usando la máquina y descifrar el texto. Esa terna se escribía dos veces por seguridad, siempre cifrada con la clave del día, por lo que las seis primeras letras de los mensajes se correspondían con el cifrado de dos cadenas idénticas de tres letras. Esta “inocente” repetición insertaba en los mensajes un patrón de los que todo buen criptoanalista sabe aprovechar.

Así hizo Rejewski. Diseñó una estrategia para averiguar la clave del día, buscando posiciones de los rotores compatibles con las secuencias iniciales de seis letras de los mensajes interceptados. El procedimiento era conceptualmente sencillo, pero inabordable manualmente. Para ello, la inteligencia polaca diseñó máquinas “rastreadoras” de permutaciones, las llamadas bombas. Afortunadamente, su esfuerzo no se perdió con la entrada del ejército alemán: en agosto de 1939, semanas antes de la anexión de Polonia a Alemania, planos de las bombas, réplicas de máquinas Enigma y notas del trabajo de Rejewski llegaron a Londres a través de Francia.

Las semillas de Rejewski cayeron en un terreno peculiarmente abonado: Bletchley Park. El centro del criptoanálisis aliado estaba allí, en la llamada Government Code and Cypher School, un complejo compuesto por una pintoresca mansión victoriana rodeada de cabañas de madera. El personal de Bletchley era variado; lingüistas, matemáticos, filósofos, ingenieros y agentes sin educación superior reclutados con criterios poco convencionales (como ser de ascendencia nobiliaria o experto en crucigramas). A la cabeza, Alan Turing, el alma y cerebro de Bletchley Park.

En torno al 75% del personal de Bletchley eran mujeres. Muchas de ellas tenían educación superior en física y matemáticas, como la propia Ann Mitchell. Su trabajo se centró en optimizar la búsqueda de patrones para las bombas, usando suposiciones acerca de posibles correspondencias entre texto claro y cifrado. Además de ella hubo muchas más mujeres, como Mavis Batey, germanista que comenzó su carrera en inteligencia militar, buscando mensajes en clave insertados en los anuncios del Times, o Joan Clarke, que trabajó en la Cabaña 8, centrada en la Enigma de la Kriegsmarine. Clarke fue la única mujer en el proyecto Banburismus, ideado por Turing para reducir la necesidad de usar las bombas polacas, y siguió trabajando toda su vida en criptografía. No fue el caso de la mayoría de estas mujeres, incluida Ann Mitchell. Durante décadas, ni siquiera sus familias fueron conscientes de su discreta labor cazando permutaciones y acortando una guerra que otras armas más sangrientas eran incapaces de parar.

María Isabel González Vasco es Profesora Titular de la Universidad Rey Juan Carlos

Ágata A. Timón G. Longoria es responsable de Comunicación y Divulgación del ICMAT.

Café y Teoremas es una sección dedicada a las matemáticas y al entorno en el que se crean, coordinado por el Instituto de Ciencias Matemáticas (ICMAT), en la que los investigadores y miembros del centro describen los últimos avances de esta disciplina, comparten puntos de encuentro entre las matemáticas y otras expresiones sociales y culturales y recuerdan a quienes marcaron su desarrollo y supieron transformar café en teoremas. El nombre evoca la definición del matemático húngaro Alfred Rényi: “Un matemático es una máquina que transforma café en teoremas”.

Edición y coordinación: Ágata A. Timón García-Longoria (ICMAT)

https://elpais.com/ciencia/2020-06-03/muere-ann-mitchell-cazadora-de-patrones-criptograficos-en-la-lucha-contra-los-nazis.html

jueves, 11 de junio de 2020

Manolis Glezos, el último partisano de Europa. Hansgeorg Hermann 24/05/2020

El 31 de mayo se cumplirán 79 años de un acto heroico de dos miembros de la resistencia griega a la ocupación nazi que los elevó a la categoría de “héroes del pueblo”. 
El pasado mes de marzo murió el último de ellos, luchador antifascista y anticapitalista hasta el último día. SP

Dos escenas son significativas de la en ocasiones impetuosa vida del griego Manolis Glezos. La primera se desarrolla entre sombras. En la noche del 31 de mayo de 1941, por entonces un estudiante con 19 años, trepó la “roca sagrada” de la Acrópolis junto con su amigo Apóstolos Santas, conocido por “Lakis”, pocos meses mayor que él, y arrancaron la bandera de la esvástica, plantada allí por los soldados del ejército alemán un mes antes, el 27 de abril de 1941. En su lugar izaron la bandera nacional griega, escapando sin ser descubiertos.

La segunda escena ha sido mil veces filmada, fotografiada y publicada. Se puede ver a “Manolis”, como así se le conocía en todo el país 70 años más tarde, y a su viejo amigo Mikis Theodorakis el 12 de febrero de 2012, en medio de una furiosa multitud en la Plaza Sintagma de Atenas ante el Parlamento griego. Manolis empuja a Mikis, tres años más “joven”, en la silla de ruedas. Ambos protestaban junto con miles de personas contra las políticas de austeridad aplicadas por la comisión europea a instancias de los alemanes, llevando al país a los límites del colapso social y económico.

Los alemanes y Manolis Glezos...
Nacido en septiembre de 1922 en el pueblo de Apeiranthos, en la cíclada Naxos, dedicó su larga vida ante todo, como político municipal, nacional y europeo, a la lucha por la reparación económica para su país, los griegos y sus familias, exigiéndola a los diferentes gobiernos que se sucedían en Bonn y Berlín.

El historiador austro-griego y profesor de universidad Hagen Fleischer describía estos días cómo de importante y sin embargo exasperante parecía resultarle en el fin de sus días la resistencia contra la gran potencia del norte -antes militar, después económica-, a aquel hombre elevado a “héroe del pueblo” aquella noche de mayo de 1941:

“En la primavera de 1944 los invasores arrestaron, torturaron y ejecutaron al hermano menor de Manolis, Nikos, quien también había destacado en la resistencia. Manolis recibió veinte años más tarde una “compensación” dentro del marco de los acuerdos globales greco-alemanes de 18 de marzo de 1960, concedida a los griegos perseguidos, o a sus familiares supervivientes, por “motivo de raza, religión o ideología”. Los 115 millones finalmente acordados entre Bonn y Atenas, fueron divididos entre un total de 96.880 “beneficiarios” reconocidos, dependiendo de los daños sufridos. Con el dinero recibido por su hermano asesinado, Manolis colocó la primera piedra para una Biblioteca de la Memoria en su Naxos natal.”

Estaba claro para Glezos, y ello alimentó su indignación, que la ridícula suma que había sido arrancada a los alemanes después de años de disputas una vez finalizada la guerra, solo representaba una pequeña parte de lo que la Wehrmacht y sus comandantes fascistas habían destruido y robado a los griegos. El “último partisano de Europa” fue descendiente de un guerrillero cretense de Sfakiá, en el sudoeste de la isla, quien el siglo anterior había liderado una interminable guerra de guerrillas contra la fuerza de ocupación otomana. Como parlamentario ateniense y diputado europeo, Glezos exigió tenazmente “la liquidación de las deudas alemanas.”

Con este término genérico clasificó "no sólo los llamados ‘préstamos de ocupación’, que se recaudaron mensualmente de 1942 a 1944 y fueron reconocidos histórica y moralmente -con la excepción del gobierno federal- en todo el mundo, sino que incluso fueron reconocidos y registrados en la correspondencia de guerra del Ministerio de Asuntos Exteriores nazi como 'deuda del Reich con Grecia'", dice el historiador Fleischer. Glezos también exigió una suma de hasta 270 mil millones de euros, como calculó para JW en su casa de Atenas hace ocho años. "Un montón de dinero", como bien dijo, "con el que podemos devolver lo que supuestamente debemos al capital financiero". No le sorprendió que ni en Bonn ni en la "República de Berlín", posteriormente constituida como una dura potencia hegemónica europea, respondieran a sus cartas y solicitudes.

Conocía la arrogancia de la clase dirigente de su país. A lo largo de su vida política, había luchado contra los oligarcas como comunista y socialista, más recientemente en la dirección de Syriza y después en su escisión de izquierdas Laïki Enotita (Unidad Popular). No más de diez a quince familias, como él y Theodorakis sabían, formaban la élite histórica que tan bien se llevaban con los industriales y los propietarios de capital alemanes. Manolis Glezos, el partisano, filántropo, escritor y ex editor jefe del periódico Rizospastis del KKE, dejó de luchar el pasado lunes 30 de marzo a la edad de 97 años. Su ataúd seguramente habría sido seguido por cientos de miles de griegos si no hubiera muerto en medio del confinamiento debido al coronavirus. Quedan para la posteridad las palabras de su amigo Mikis: "Manolis rompió la esvástica y se envolvió en la bandera griega. Él y nuestro pueblo son uno, símbolo eterno de la libertad".

Hansgeorg Hermann escritor y periodista cultural, ha escrito la biografía de Mikis Theodorakis.

Fuente:
https://www.jungewelt.de/2020/04-04/index.php

Traducción: Jaume Raventós

martes, 9 de junio de 2020

El judío adolescente que Hitler usó como pretexto, Herschel Grynszpan, asesinó en 1938 a un funcionario alemán. Un ensayo explica cómo aquel episodio fue usado para justificar el pogromo nazi de la ‘Noche de los cristales rotos’.

A veces Dios escribe torcido con reglones torcidos. Es lo que viene a la cabeza ante la sorprendente historia de Herschel Grynzspan, el jovencito judío con aspecto de ser incapaz de romper un plato que el 7 de noviembre de 1938 entró en la embajada de la Alemania nazi en París y le pegó dos tiros a un funcionario, ofreciéndole a Hitler, sin querer, el pretexto que buscaba para justificar el gran pogromo de dos días después contra los hebreos alemanes y austriacos conocido como la Noche de los cristales rotos, la Kristallnacht. Grynzspan (Hannover, 1921-?), que contaba 17 años el día que se hizo tristemente célebre, es uno de los personajes más singulares, extravagantes y enigmáticos de la Europa del nazismo y la II Guerra Mundial. Chico insignificante, verdadero don nadie de la historia cuyo único rasgo destacable es que era bueno al pimpón, desató con su chapucera acción —su víctima fue Ernst Vom Rath, un funcionario de segunda fila desafecto al régimen nazi— fuerzas terribles que no podía llegar a imaginar, y acabó él mismo absorbido por el vórtice de maldad más absoluta que ha conocido la humanidad. De Herschel Grynzspan, al hilo de cuyo atentado las brutales SA dejaron las calles del Reich sembradas de vidrios de los comercios judíos devastados y el aire irrespirable con el humo de las sinagogas incendiadas —amén de más de 200 muertos y 20.000 detenidos—, sin duda se puede decir que la lio parda.

Desde que cometió su asesinato y luego después, al desaparecer de la faz de la tierra, seguramente asesinado por los nazis, de los que estaba preso, el joven judío con un aire melancólico y apaleado a lo Sal Mineo ha intrigado y desconcertado a los que han investigado su historia. Ahora, un nuevo libro sobre él, El chivo expiatorio de Hitler (Galaxia Gutenberg, 2020), del historiador Stephen Koch (Sant Paul, Minesota, 1941), revisa su corta vida (a Grynzspan se le pierde el rastro en 1942, cuando estaba en manos de la Gestapo, lo que no es muy alentador) y las circunstancias que la rodearon, tratando de arrojar toda la luz posible en una trayectoria que desemboca en las tinieblas.

El libro de Koch, que no en balde es además novelista, resulta absolutamente absorbente y se lee como una narración policiaca —por no hablar del sugestivo excurso sobre el ménage à trois de Gobbels con su mujer y la actriz Lída Baarová—. El autor retrata magistralmente no solo a Grynzspan y a los demás personajes principales de la historia, sino a una galería de secundarios que incluye políticos franceses, diplomáticos, abogados, al rijoso Goebbels (del que revela un apodo aparte del corriente de “el enano venenoso”, el “Mickey Mouse de Odín”) e, inesperadamente, al mismísimo Adolf Eichmann, el técnico del Holocausto, que habría tenido un papel fundamental en la manipulación nazi del caso del joven judío asesino. Para Koch, que explica que su interés por Grynzspan surgió al investigar la vida de la periodista neoyorquina Dorothy Thompson (que creó un fondo de ayuda a Grynzspan y que le hizo preguntarse, dice, “por qué algunos estadounidenses notables como ella entendieron desde el principio lo que iba a ocurrir con Hitler, y otros, como Charles Lindbergh y Frank Lloyd Wright, se equivocaron completamente"), la historia del joven judío “ha sido casi olvidada, tapada por la propia insignificancia del chico y distorsionada por mitos y fantasías conspiratorias”.

Koch da por absolutamente seguro que Grynzspan fue asesinado por los nazis entre 1942 y 1945 (hoy en día siguen apareciendo noticias sobre su posible supervivencia tras la guerra) y niega categóricamente que hubiera relación sexual alguna entre el joven y su víctima, una hipótesis muy difundida. De hecho, destaca que no se conocían en absoluto, que Grynzspan en su vida social no pasaba de pagafantas y que era virgen.

Para Koch, que sigue minuciosa, detectivescamente, las fuentes históricas, la teoría del crimen pasional (Vom Rath se habría aprovechado de Grynzspan, con dinero o abuso de poder por medio, y este lo habría matado por despecho) la elaboraron los abogados del chico para su defensa —era una forma de alejar el crimen de la esfera política— y luego él mismo, ya en manos de los nazis, la reinventó a fin de evitar el juicio espectáculo al que querían someterlo con vistas, otra vez, a justificar la persecución de los judíos destapando una supuesta conjura del judaísmo internacional contra Alemania. La historia que cuenta el autor es la de un simple muchacho judío alemán de ascendencia polaca refugiado en casa de sus tíos en Francia que se entera de que a su familia la han deportado a Polonia, tras arrebatárselo todo, y que decide realizar un acto que llame la atención del indiferente mundo sobre lo que están haciendo los nazis con su pueblo. Grynzspan no es así más que un jovencito inmaduro, desesperado y confundido, obsesionado con la venganza y con su propia insignificancia, que consuma un churro de atentado y, queriendo ser un nuevo David contra Goliath, se convierte en un peón en las maquinaciones de los nazis. Lo primero que preguntó Hitler al enterarse del atentado es si realmente el perpetrador era judío. No podía creer que le hicieran un regalo semejante.

Grynzspan, un Raskólnikov de vía estrecha, un punto iluminado, narcisista y deseoso de sus minutos de fama, tras sopesar suicidarse en una mísera habitación de hotel, compra por la mañana del día 7 una pequeña pistola de 6,35 mm en una tienda en la que también venden muñecas. El dueño del establecimiento le tiene que enseñar cómo se usa. Con el arma en el bolsillo de una gabardina que le queda grande, el joven entra en la Embajada alemana en la calle Lille fácilmente identificable por la gran bandera con la esvástica. Se cruza sin reconocerlo con el embajador, Johannes Graf Von Welczeck, un gran nazi, y pide a la conserje ver a “algún empleado”, para entregar unos papeles. El que está disponible (no es bueno ser un funcionario diligente) es Vom Rath, de 29 años, soltero, secretario tercero de la embajada y más bien nada afín al régimen. Recibido en el despacho, cuando Vom Rath le pide ver los papeles, Grynzspan saca la pistola, aun con la etiqueta del precio, y dispara cinco veces al funcionario al grito de “¡eres un cerdo alemán y en nombre de los 12.000 judíos perseguidos, aquí tienes tu documento!”. Como otro joven que tampoco era buen tirador y también la lio, Gavrilo Princip -el magnicida de Sarajevo-, Grynzspan tuvo la chamba de colocar bien dos de sus disparos. Uno de ellos causaría la muerte a Vom Rath —aunque Koch sugiere que ya estaba gravemente enfermo, casi moribundo a causa de una tuberculosis— tras una agonía de dos días, que los nazis siguieron con el alma en vilo, esperando perversamente que ocurriese.

Cumplido su propósito, el chico judío se entregó sin resistencia ávido de hacer una declaración tipo el speech de Greenberg / Shyloch en To be or not to be. “La noticia era perfecta para los planes de Hitler”, explica Koch, “el asesinato de París era exactamente lo que el dictador había estado esperando y poco después él y Goebbels empezaron a planear la propaganda para hacer una masiva campaña antisemita que dos noches más tarde se convertiría en la Kristallnacht”. El historiador subraya que ese ataque contra los judíos fue un preludio del Holocausto, lo que arroja una terrible responsabilidad añadida sobre el adolescente asesino. Utilizado por los nazis como pretexto, Grynszpan, que creía ser la mano justiciera de Dios, se convertía en peón de Hitler. Entretanto, transformaron a Vom Rath en un nazi de bandera, cosa que desde luego no era; le ascendieron póstumamente y le dieron un funeral de Estado.

Koch relata cómo en la Francia de 1938, que buscaba la distensión con los nazis, tener que afrontar el caso del crimen resultó una verdadera patata caliente. De hecho, el juicio se fue retrasando (al final nunca lo hubo), mientras nazis y antinazis se enfrentaban por el suceso en la arena internacional. Hitler y Goebbels urdieron la teoría de una gran conspiración de la que el asesinato de Vom Rath era solo la punta del iceberg —y procedieron a desatar su estallido de violencia antisemita, sugerido, apunta Koch, por Eichmann—, mientras que desde el otro bando se destacó la desesperación de los refugiados judíos por lo que estaban haciendo los nazis en el Reich. En el mundo judío, la acción de Grynszpan fue vista en general con espanto: flaco favor hacía dándole motivos a Hitler. Hannah Arendt llegó luego a llamar “psicópata” al joven y a sugerir que podía haber sido un instrumento de la Gestapo. Según Koch, sin embargo, la acción del chico fue un acto absolutamente individual y fortuito del que los nazis se aprovecharon a posteriori.

Cuando los alemanes invadieron Francia, Grynszpan, al que los franceses fueron trasladando de cárcel y que pidió alistarse para combatir, pasó unos meses perdido en la vorágine. Se negó a escapar y finalmente lo capturaron los nazis, que habían enviado a una unidad especial de la Gestapo en su busca. Hitler y Goebbels estaban interesadísimos en él, no solo como asesino de un alemán, sino, destaca Koch, para poder seguir utilizándolo con fines propagandísticos. En vez de cargárselo, lo trataron con cierta consideración (la consideración que podía haber en los lugares que recaló, como los sótanos de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse 8, la prisión de Moabit o el campo de Sachsenhausen, donde le llamaban Bube, chavalito), mientras se preparaba su juicio que serviría para volver a justificar la persecución de los judíos. Ese juicio farsa no llegó tampoco a celebrarse. Koch afirma que fue porque Grynszpan, escarmentado y atormentado por la forma en que le habían usado antes, amenazó, muy valientemente, con declararse prostituto y explicar al tribunal que había tenido un lío sexual con Vom Rath. Aunque fuera mentira, los nazis, que lo que querían era llevar al banquillo de los acusados la supuesta conjura del judaísmo mundial, no podían permitirse semejante testimonio público. Ellos querían protocolos de Sión y el chico amagaba con una fantasía gay.

El testimonio de Eichmann Grynszpan logró así que no le llevaran los nazis a juicio, que se pospuso (Goebbels se mostró muy contrariado en su diario: hay que ver cómo son estos judíos, escribió). Pero eso fue probablemente, recalca Koch, la sentencia de muerte del joven. Se ha dicho que la Gestapo lo eliminó en verano u otoño de 1942; el autor considera que pudo ser más tarde, pues el propio Eichmann, en su juicio en Jerusalén en 1961 —donde estuvieron como testigos el padre de Grynszpan y uno de sus hermanos— declaró sorprendentemente haberlo visto e interrogado “al final de la guerra”. “Tenía buen aspecto, era menudo, un muchachito”, declaró el genocida. “Lo que pasó después no lo sé. No volví a oír hablar del asunto”. Que la última noticia que tengamos del joven judío sea por la boca de reptil de Eichmann pone un broche final bastante siniestro a su rara y desgraciada historia. “Puede que haya sido en parte héroe y en parte tonto, pero hay algo trágico en su pequeño destino”, cierra por su parte Koch. “Un chico temerario, bobo e intrépido”, que de alguna forma se redimió al no “dejarse utilizar una vez más como arma contra su pueblo”, decidiendo en cambio morir en la oscuridad y la insignificancia de la que había salido, “olvidado y solo”.

https://elpais.com/cultura/2020-05-30/el-judio-adolescente-que-hitler-uso-como-pretexto.html?event_log=fa&o=cerrado

miércoles, 6 de mayo de 2020

El capitán Moore, héroe británico de la lucha contra el covid-19, celebra sus 100 años. El veterano de la Segunda Guerra Mundial logró recaudar 30 millones de libras dando 100 vueltas caminando por el patio de su casa.

El capitán Tom Moore ha cumplido este jueves 100 años. Aclamado como un héroe británico de la lucha contra la pandemia de covid-19, la semana pasada logró recaudar casi 30 millones de libras (34,5 millones de euros) con un modesto gesto: dar 100 vueltas caminando por el patio de su casa con la ayuda de su andador. Las imágenes de este señor bajito, encorvado, siempre bien vestido y a veces con las medallas militares colgadas en la solapa, dieron la vuelta al mundo y se volvieron virales en las redes sociales.

La hazaña de este hombre le valió la admiración de millones de británicos, entre ellos del primer ministro, Boris Johnson, que grabó un vídeo para felicitar en la distancia al capitán, que como regalo de cumpleaños ha recibido, además de una tarjeta de la reina Isabel II, el ascenso a “coronel honorario”.

En una entrevista para medios británicos, el ahora coronel dijo que “llegar a los 100 años es algo importante, pero llegar rodeado de tanto interés y una inmensa generosidad de la gente es muy abrumador”.

En su casa de la localidad inglesa de Marston Moretain, Moore ha recibido 140.000 tarjetas de cumpleaños. El responsable de Correos de esa localidad, Bill Chandi, admitió que han tenido más trabajo que en Navidad, ante la lluvia de tarjetas para Moore, al que calificó como "un modelo a seguir".

El veterano de la Segunda Guerra se ha vuelto todo un símbolo de esperanza y determinación en medio de la crisis de la covid-19 en el Reino Unido, donde el número de muertos por esta enfermedad ha llegado a superar ya los 26.000.

https://elpais.com/videos/2020-04-30/el-capitan-moore-heroe-britanico-de-la-lucha-contra-el-covid-19-celebra-sus-100-anos.html

sábado, 4 de abril de 2020

Muere de coronavirus Rafael Gómez, el último español de La Nueve

Fallecido a los 99 años en Estrasburgo, participó en la Guerra Civil, en la liberación de París y era Caballero de la Legión de Honor de Francia

En la madrugada del lunes 31 de marzo de 2020 ha muerto a los 99 años en Estrasburgo (Francia), víctima de la Covid-19, Rafael Gómez: andaluz transnacional nacido en Adra (Almería), en 1921, compañero, padre y abuelo. Hombre sencillo, caballero de la Legión de Honor en Francia (2012) y, hasta su fallecimiento, el último español con vida de La Nueve: la célebre compañía de combate del tercer batallón del Regimiento de marcha del Chad, conocida por su participación en la liberación de París en agosto de 1944.

Crecido entre Cádiz y Badalona, ciudad a la que emigró con sus padres siendo un niño, y en la que le sorprendió el golpe fallido del 18 de julio, Rafael fue movilizado a la edad de 17 años. Integrante de la Quinta del biberón, Rafael Gómez perdió en España una guerra que en su fase final le llevó a refugiarse al otro lado de los Pirineos, en una Francia hostil al extranjero. Desarmado, fue internado en el campo de Barcarés y posteriormente en el de Saint-Cyprien, donde, tras superar el caos inicial y participar en las labores de construcción del recinto, logró contactar con unos familiares residentes en Orán (Argelia). Estos le pusieron en contacto con su padre, internado en el campo de Argelés-sur-Mer; reclamaron a ambos y consiguieron su puesta en libertad.

En Orán logró sobrevivir como aprendiz de zapatero, actividad gracias a la cual pudo conocer al que más tarde sería su compañero de armas, el también andaluz Vicente Montoya (Sevilla, 1923), alias El cabrero. Junto a cientos de extranjeros, jóvenes norteafricanos, y opositores franceses, formaron parte de los Cuerpos Francos de África: unidad en la que participó en la conquista aliada del norte de África, antes de alistarse en las Fuerzas Francesas Libres y formar parte del núcleo inicial de voluntarios transnacionales que dieron cuerpo a La Nueve.

Desde que fuera creada en Orán, en el verano de 1943, y hasta que fue disuelta en 1945, al menos 335 hombres de 14 nacionalidades diferentes sirvieron en las filas de esta compañía. De ellos, al menos 185 eran españoles, en su mayoría, como Rafael, refugiados republicanos huidos en la fase final del conflicto español, pero también inmigrantes económicos llegados a territorio francés antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Sus compañeros de armas eran jóvenes norteafricanos, franceses evadidos de Francia por España, gaullistas, comunistas y refractarios del Servicio de trabajo obligatorio impuesto por los nazis, refugiados alemanes, antifascistas italianos, belgas, húngaros, portugueses, rumanos, rusos, suizos, armenios, chilenos y brasileños. Todos ellos voluntarios transnacionales de la libertad encuadrados bajo bandera francesa libre, la misma que llevaba pintada la puerta del semioruga Guernica, el vehículo que conducía Rafael a su llegada a París.

Trasladados desde Orán a Temara, donde recibieron, montaron y reglaron el equipamiento y los vehículos norteamericanos, los hombres de La Nueve fueron entrenados, previo paso por Escocia e Inglaterra desembarcaron en Normandía a principios de agosto de 1944. Había pasado un año desde que la compañía fue formada hasta que registró sus primeras bajas en combate, en Ecouché. Muchas más llegaron después, especialmente camino de Estrasburgo. La mayoría fueron reemplazadas con jóvenes reclutas franceses, que mitigaron hasta casi diluirlo el acento español que tenía la compañía al nacer.

Desmovilizado en 1945, Rafael regresó a Argelia, se casó con Florence López, francesa de origen español, y formó una familia. Regresó a la metrópoli en 1957 y se instaló en Estrasburgo, ciudad en la que falleció el lunes. Como sus compañeros de armas, fue un joven normal que hizo cosas extraordinarias. Un hombre sencillo que desafortunadamente este año faltará a su palabra de brindar en Grussenheim (Francia), junto a la tumba de sus compañeros caídos, por aquellos que, como él, dieron su vida defendiendo la libertad. Ojalá que sus cenizas reposen pronto con las de Florence. Así es como Rafael quería acabar una vida llena de guerras, a las que sobrevivió con miedo, y a las que logró dar sentido.

Diego Gaspar Celaya es investigador y profesor de la Universidad de Zaragoza.

https://elpais.com/cultura/2020-03-31/muere-de-coronavirus-rafael-gomez-el-ultimo-espanol-de-la-nueve.html

jueves, 19 de marzo de 2020

Eugenesia nazi. Martí Domínguez conduce con firmeza un relato en el que las teorías científicas dan paso a hechos de la II Guerra Mundial.

Tras sus novelas sobre Voltaire, Buffon y Goethe, Martí Domínguez (Madrid, 1966), doctor en biología y profesor de periodismo, se adentra en el aterrador “ocaso de los dioses” hitleriano. Concebida como la autobiografía de un científico austríaco, estudioso de los animales y afín al nacionalsocialismo (trasunto de un personaje real), la novela recrea su paradójica trayectoria vital. Como joven investigador cuando Austria se incorpora al Tercer Reich, sus estudios sobre genética animal cayeron bien a los gerifaltes nazis, embarcados en estudios eugenésicos para mejorar la raza aria; por eso lo promueven para que haga carrera en la universidad (verdadero nido de ideólogos); y terminará comprometido —más o menos a su pesar— en los planes de eugenesia humana de las SS. Martí Domínguez conduce con firmeza un relato que va cobrando cada vez más interés, y en el que las teorías científicas dan paso a hechos de la II Guerra Mundial, tales como el rapto de niños con “rasgos arios”, robados a sus padres por los nazis en Polonia y Ucrania para su “germanización”.

Nos introduce asimismo en las Lebensborn, los centros estatales donde mujeres racialmente puras se dejaban preñar como deber patrio por hombres de las SS, con vistas al mejoramiento genético de los futuros soldados. Sus hijos serían propiedad del Estado. Las escenas escabrosas son las justas, poco las necesita la atmósfera de horror totalitario que se palpa desde las primeras páginas en esta apasionante novela.

jueves, 23 de enero de 2020

75º ANIVERSARIO DE LA LIBERACIÓN DE AUSCHWITZ. Dentro de Auschwitz. Con motivo del 75º aniversario de la liberación de Auschwitz, el autor de ‘KL’, Nikolaus Wachsmann, una monumental historia de los ‘lager’ nazis, traza el retrato de la vida y la muerte en el campo más mortífero y simbólico del Holocausto.

Solo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente
Que la reseca muerte no me encuentre
vacío y solo, sin haber hecho lo suficiente
Mercedes Sosa


"Querido lector, escribo estas palabras en mis momentos de mayor desesperación”. Así comienza un texto de Zalmen Gradowski, redactado en Auschwitz-Birkenau en la primavera de 1944 y descubierto poco después de la liberación del campo metido en una lata, cerca de los crematorios destruidos. Habían deportado a Gradowski al campo de exterminio a finales de 1942. Su esposa Sonia, su madre y sus dos hermanas murieron asesinadas al cabo de solo unas horas, junto con otros centenares más de judíos polacos que iban en el mismo tren. A Gradowski lo incluyeron en un grupo mucho más reducido, escogido para hacer trabajos forzosos, y las SS pronto lo enviaron al temido Sonderkommando: los presos que tenían que colaborar en el asesinato en masa de otros presos.

Hasta su muerte en el propio campo, Gradowski escribió en secreto la crónica de la interminable procesión de los condenados a las cámaras de gas, desde sus lágrimas cuando se desnudaban hasta las cenizas que se llevaban en carretillas. Esperaba fervientemente que algún día se encontraran sus escritos y que pudieran ayudar a las futuras generaciones a “formarse una imagen” del “infierno de Birkenau-Auschwitz”. Incluso llegó a dirigirse a esos posibles lectores y a hacer este llamamiento: “Ustedes tendrán que imaginarse la realidad”.

Auschwitz no ha caído en el olvido, como temía Gradowski. El campo más mortífero del Holocausto, en el que las SS asesinaron a casi un millón de judíos, ocupa un lugar central en la memoria colectiva. Pero el Auschwitz de la imaginación popular, muchas veces, guarda poca relación con el Auschwitz en el que vivió y murió Gradowski. Como símbolo mundial del mal, el campo se ha separado de su realidad. Las imágenes populares flotan alejadas de su contexto histórico y gravitan hacia el mito y la confusión.

¿Cómo podemos cumplir con el llamamiento de Gradowski a “imaginar la realidad” de Auschwitz? Una manera de hacer más reconocible el campo es examinar lo que el antropólogo Clifford Geertz llamó la “vida sentida”, descubrir las experiencias inmediatas de los prisioneros, los criminales y los espectadores y cómo las interpretaron ellos en su momento. Mostrar estas texturas de la vida cotidiana, lo ordinario dentro de lo extraordinario, puede desmitificar Auschwitz y hacerlo más tangible.

Los documentos contemporáneos y los testimonios posteriores están llenos de huellas de la experiencia vivida. Unas huellas tan abundantes, de hecho, que necesitamos filtrarlas, ampliar los aspectos fundamentales para verlos con más nitidez. Entre esos aspectos se encuentra el paisaje material de la persecución. Una relación más estrecha con los lugares y los espacios, con sus dimensiones emocionales y sensoriales, ayuda a hacer realidad el campo y revela elementos de la experiencia vivida que suelen permanecer ocultos en los márgenes de la visibilidad histórica, empezando por la topografía de Auschwitz.

Después de la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939, los oficiales de las SS empezaron a buscar enseguida sitios para un nuevo campo de concentración en el que reprimir la resistencia polaca. Se decidieron por la ciudad de Oświęcim (que los ocupantes llamaron Auschwitz), en la Alta Silesia, atraídos por las buenas comunicaciones y un enorme complejo cuartelario a las afueras que iba a ser el núcleo inicial del nuevo campo. Pero el ambiente local no era demasiado hospitalario y, en años sucesivos, los hombres de las SS se quejarían a menudo de las malas condiciones de trabajo —de los insectos y las infecciones—, de las que responsabilizaban, en su mentalidad colonial, al “primitivo Este”.

Lo que para los ocupantes era una molestia demostró ser una amenaza existencial contra los prisioneros debilitados por los malos tratos de las SS. Hambrientos y enfermos, para ellos el mundo natural era un adversario más. Cada mañana, angustiados, comprobaban cómo estaba un tiempo impredecible, porque cada estación acarreaba su propia tortura. En primavera y otoño, las lluvias copiosas y los fuertes vientos empapaban a los que trabajaban al aire libre y creaban un espeso mar de barro. “Cuando llueve, tenemos ganas de llorar”, escribió Primo Levi.

Cuando la tierra se había secado bajo el sol estival, varias secciones del campo se volvían desoladas y polvorientas. El calor aplastaba a los presos quemados por el sol, que sufrían a los mosquitos e insectos en general. Lo peor era la sed enloquecedora. Pero también tenían miedo al frío. Los finos uniformes y los barracones rudimentarios ofrecían poca protección contra la nieve y el viento helado. El invierno, sabían los presos, era la estación de las congelaciones y las amputaciones.

Mientras tanto, las SS se dedicaban a transformar el paisaje natural empleando a los presos como esclavos: plantas y árboles para embellecer los despachos de los oficiales y ocultar sus crímenes. Y esos cambios en el panorama fueron acompañados de una transformación total de entorno construido.

Los edificios y las ruinas que, junto con los 13 kilómetros de verja, componen hoy el Memorial de Auschwitz-Birkenau son los restos de lo que fue una enorme ciudad del terror. Cuando hoy visitamos el lugar, parece inmóvil y estático. Para imaginar el pasado, debemos darle vida. Hombres de las SS en bicicleta, moto y coche cruzaban el campo a todas horas. Los presos también estaban todo el tiempo de un lado para otro, y los trenes y camiones llegaban cargados de nuevos prisioneros día y noche. Además, los soldados recibían suministros, desde materiales de construcción hasta gas venenoso, y enviaban un sinnúmero de cosas, desde materiales militares fabricados por los presos hasta pertenencias de los judíos asesinados. El campo estaba en actividad constante: las personas, las mercancías y los propios espacios que recorrían. Porque Auschwitz era una enorme zona de obras.

El campo cambiaba de aspecto de un día para otro, a medida que se derribaban, se ampliaban y se construían edificios. Las nuevas estructuras, una vez terminadas, se incorporaban al tejido de la vida diaria. Los crematorios de Birkenau, construidos en 1942-1943, eran recordatorios implacables de lo que aguardaba a muchos presos seleccionados para los trabajos forzosos. Aunque pocos veían directamente los edificios, siempre los tenían presentes: los prisioneros olían la carne quemada y veían el destello rojo de noche y el humo espeso de día.

Ahora bien, las obras no solo servían para consolidar el dominio de las SS. También creaban, involuntariamente, espacios para que los prisioneros se buscaran la vida. Cuantos más contratistas civiles trabajaban en el campo, más oportunidades había de trueques y sobornos. Todo el abigarramiento y toda la agitación hacían más difícil el control, porque los obstáculos en las líneas de visión permitían llevar a cabo actividades ilegales. Los presos siempre intentaban lo que el historiador Tim Cole denominó “estrategias espaciales de supervivencia”, fijar lugares clandestinos para hablar, rezar y cocinar, e incluso para emborracharse.

Los aspectos materiales del asesinato de masas ponen de relieve la importancia de los sentidos en el campo

Para las SS, el objetivo del límite exterior era controlar a los prisioneros, además de la circulación de las mercancías y el conocimiento. Pero el hecho de que los presos trabajaran fuera hacía inevitablemente que resultara más poroso y creaba espacios de contactos clandestinos entre ellos y la población polaca. Además, los habitantes locales, esposas de los soldados, trabajadores del ferrocarril y policías alemanes transmitían noticias sobre los crímenes de las SS. Como consecuencia, pronto empezaron a extenderse por la ciudad de Auschwitz rumores y algunas pruebas. Ninguna valla podía impedir que soplaran vientos pestilentes desde Birkenau hasta la estación de tren y más allá. Un día, en algún momento después de su llegada a Auschwitz desde Berlín, una profesora alemana volvió a casa y se encontró su mesa cubierta en algo que parecía ceniza de cigarro. Su casera explicó que eran “cenizas humanas” del campo, donde estaban “otra vez quemando a algunos en el crematorio”.

Los aspectos materiales del asesinato de masas —el olor, el humo, los restos quemados— ponen de relieve la importancia de los sentidos en Auschwitz. Para los prisioneros, algunos de los cuales hablaban de cómo se les habían agudizado el olfato y el oído, los sentidos eran esenciales para su propia supervivencia. Por ejemplo, el ritmo diario del campo se medía en función de los gongs, los timbres, las sirenas y los silbatos. A falta de relojes, esos sonidos del poder de las SS eran los que marcaban el ritmo de su vida y gobernaban sus movimientos. Cualquiera que perdiera el compás estaba en peligro.

No obstante, los sentidos, pese a toda la importancia que tenían para los prisioneros, no suelen figurar en los estudios sobre Auschwitz. En los setenta, el investigador pionero sobre el Holocausto Terrence Des Pres advirtió que “tendemos a olvidar cómo olían y qué aspecto tenían los presos de los campos”. Pocos historiadores han seguido sus huellas para examinar los elementos más viscerales de la vida diaria en los campos, tal vez por miedo a empañar la dignidad de las víctimas. Pero ocultar la realidad corporal de los malos tratos de las SS no sirve más que para esterilizar los campos y santificar a las víctimas, lo que crea todavía más mitos.

Para imaginar Auschwitz, hay que imaginar una agresión constante a los sentidos. En su obra, Des Pres describía la “agresión excrementicia” de los campos, con los prisioneros y los recintos impregnados en heces y orina. Des Pres se equivocó al pensar que esta era una estrategia deliberada de las SS para degradar a los prisioneros; en realidad, la diarrea descontrolada era consecuencia de unas raciones de hambre y la superpoblación. Pero sí hizo bien en explorar los aspectos olfativos de un lugar como Auschwitz. Al fin y al cabo, los excrementos estaban en todas partes, y la diarrea —que obligaba a algunos presos a vaciar los intestinos más de 20 veces al día— humillaba y debilitaba profundamente a las víctimas.

Peligro constante de ser enviado a la cámara de gas El olor también era un fuerte indicador de las jerarquías de los prisioneros y las reforzaba todavía más. Unos pocos privilegiados tenían acceso a agua, medicinas, ropa limpia, a veces incluso perfume, que “organizaban” en los almacenes donde se guardaban las propiedades de los judíos asesinados. En cambio, los presos que ocupaban el escalón inferior eran los que desprendían el olor más penetrante, vivían con el rechazo de los demás y estaban en peligro constante de que los enviaran a la cámara de gas.

En cuanto a los guardias y sus cómplices, el olor confirmaba su imagen de los prisioneros como seres infrahumanos: peligrosos, sucios y llenos de enfermedades. Había muy pocas excepciones. Los presos que trabajaban en los despachos podían lavarse con más frecuencia y tenían mejores uniformes, para ahorrar a los jefes de las SS los olores más ofensivos y las posibles enfermedades. Pero no todos se quedaban tranquilos. El unterscharführer Bernhard Kristan, del Departamento Político, tenía terror a tocar el picaporte de un despacho en el que trabajaban judíos como administrativos, y lo abría con el codo. Es evidente que el miedo era omnipresente no solo entre los prisioneros sino también entre los oficiales.

Lo cual dirige nuestra atención hacia el rico paisaje emocional del campo, otro elemento de la experiencia vivida que sigue siendo, en gran parte, una página en blanco. Un estudio sistemático de las emociones en Auschwitz podría empezar por el concepto de “comunidades emocionales” de Barbara Rosenwein, unos grupos que distinguen los sentimientos deseables de los que no lo son y prescriben formas específicas de expresarlos. Las SS de los campos eran una comunidad emocional de ese tipo, y una de sus reglas era que el personal no debía mostrar empatía hacia los prisioneros. El desasosiego ocasional sobre la suerte de alguna víctima concreta, como un niño que lloraba, podía tolerarse en privado. Pero las manifestaciones abiertas de malestar o desolación estaban estrictamente prohibidas.

En sus memorias, el comandante de Auschwitz Rudolf Höss habla de cómo reprimía sus sentimientos de malestar durante los asesinatos. Su distorsionado ideal emocional era el del “soldado político” que actuaba con sangre fría, corazón de piedra y puño de hierro, pero sin que el sufrimiento de los prisioneros le produjese ningún placer. Desde luego, muchos de sus hombres actuaban con furia. Algunos hacían despliegues teatrales de odio para avanzar en sus carreras, en espacios que pronto pasaron a estar asociados con la violencia más extrema, como la plaza en la que se pasaba lista.

Compleja vida emocional
Toda esta violencia de las SS establecía normas emocionales para los presos. Estos aprendieron pronto que cualquiera que destacara se convertía en un blanco. Por consiguiente, cualquier expresión de las emociones se volvía peligrosa, porque un gesto de ira o angustia podía llamar la atención. Así que, en sus momentos de contacto con los guardias, los presos trataban de permanecer impasibles. Una judía que estaba trabajado de administrativa y tramitaba los certificados de defunción en Auschwitz se encontró con la documentación de la muerte de su hermano, y entonces se derrumbó y se echó a llorar con el rostro en las manos. Pero entonces oyó voces de soldados en el despacho de al lado, e hizo todo lo que pudo para calmarse. “Dejó de llorar”, recordaba una amiga. “La única huella de su dolor eran los ojos rojos y los temblores que estremecían su cuerpo”. Aun así, el control de las SS no hizo de víctimas como ella “espantosas marionetas de rostro humano”, como sugería Hannah Arendt. Al contrario, los testimonios de los prisioneros dan fe de la compleja vida emocional en Auschwitz, llena de vergüenza y envidia, amistad y amor.

En su ruego desesperado, escrito frente a una muerte casi segura, Zalmen Gradowski nos pide que hagamos algo imposible: imaginar todo el horror de Auschwitz. Auschwitz, en su totalidad, está fuera del alcance de nuestra imaginación. Pero debemos intentarlo. Si no, el vacío resultante seguirá llenándose de mitos. Para parafrasear a Tony Judt: dado que no es posible recordar Auschwitz exactamente como era, existe el peligro de recordarlo como no era. Y una forma de comprender mejor la experiencia del campo es prestar más atención a sus aspectos espaciales, sensoriales y emocionales y a cómo se entrecruzaban. Entonces, hasta los espacios más pequeños pueden revelar muchas cosas.

Pensemos en el dormitorio, que tanta importancia tenía en las vidas de los prisioneros pero tan poco interés académico ha suscitado. Los presos que regresaban a su barracón habían sobrevivido a otro día. Pero no era frecuente que pudieran descansar. Apiñados en unos espacios asfixiantes, muchos temían que llegara la noche. Los colchones estaban llenos de pulgas y las riñas los mantenían despiertos, igual que la peste que emanaba de los cubos. Todas las emociones y sensaciones vinculadas a las literas nos recuerdan que la agonía de Auschwitz era constante, interminable, una hora tras otra.

Aun así, para algunos presos, las literas también suponían un poco de calor. Para Zalmen Gradowski, era un lugar en el que el dolor podía disolverse a veces en sueños breves y felices, repletos de dulces sensaciones, aunque eso hacía que el despertar fuera todavía más aterrador. Semidormido, escribe Gradowski, un prisionero podía ver los rostros de sus seres queridos, oír su risa y sentir su toque de cariño. Pero entonces se daba cuenta, con un miedo insondable, de dónde estaba y de que su familia había desaparecido hacía mucho tiempo. “Ah, ¿por qué, con qué propósito le había despertado el gong? Ojalá pudiera quedarse en ese idílico sueño eternamente, siempre dormido. Entonces moriría feliz”.

Nikolaus Wachsmann es profesor de historia en el Birkbeck College de Londres y autor de ‘KL. Historia de los campos de concentración nazis’ (Crítica).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

https://elpais.com/cultura/2020/01/16/babelia/1579187825_659462.html?rel=lom

jueves, 7 de noviembre de 2019

_- Mito y realidad del pacto entre Hitler y Stalin del 23 de agosto de 1939

_- Jacques R. Pauwels
Global Research
Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

En un libro notable, 1939: The Alliance That Never Was and the Coming of World War II [1939, la alianza que nunca existió y la llegada de la Segunda Guerra Mundial], el historiador canadiense Michael Jabara Carley describe cómo a finales de la década de 1930 la Unión Soviética intentó repetidamente, aunque sin conseguirlo, cerrar un pacto de seguridad mutua (esto es, una alianza defensiva) con Gran Bretaña y Francia. La finalidad de este acuerdo era contrarrestar a la Alemania nazi que bajo el liderazgo dictatorial de Hitler se había estado comportando de forma cada vez más agresiva y era probable que involucrara a otros países, incluidos Polonia y Checoslovaquia, los cuales tenían motivos para temer las ambiciones alemanas. El protagonista de este acercamiento soviético a las potencias occidentales fue el ministro de Asuntos Exteriores, Maxim Litvinov.

Moscú deseaba cerrar ese acuerdo porque los dirigentes soviéticos sabían demasiado bien que Hitler pensaba atacar y destruir tarde o temprano su Estado. En efecto, en su obra Mein Kampf, publicada en la década de 1920, Hitler había dejado muy claro su profundo desprecio por la “Rusia gobernada por los judíos” (Russland unter Judenherrschaft), porque era fruto de la Revolución rusa, obra de los bolcheviques, que supuestamente no eran sino una panda de judíos. Y en la década de 1930 prácticamente toda aquella persona mínimamente interesada por las relaciones exteriores sabía muy bien que con su remilitarización de Alemania, su programa de rearmamento a gran escala y otras violaciones del Tratado de Versalles Hitler se estaba preparando para una guerra cuya víctima iba a ser la Unión Soviética. Lo demostró muy claramente un detallado estudio de un destacado historiador militar y politólogo, Rolf-Dieter Müller titulado Der Feind steht im Osten: Hitlers geheime Pläne für einen Krieg gegen die Sowjetunion im Jahr 1939 [El enemigo está en el este: los planes secretos de Hitler de una guerra contra la Unión Soviética en 1939 ].

En aquel momento Hitler estaba desarrollando el ejército alemán y pretendía utilizarlo para borrar la Unión Soviética de la faz de la tierra. Desde el punto de vista de las élites que todavía tenían mucho poder en Londres, París y otros lugares en el llamado mundo occidental era un plan que no podían sino aprobar y que deseaban fomentar e incluso apoyar. ¿Por qué? La Unión Soviética era la encarnación de la temida revolución social, fuente de inspiración y guía para las personas revolucionarias en sus propios países e incluso en sus colonias puesto que los soviéticos también eran antiimperialistas que a través del Komintern (o Tercera Internacional) apoyaban la lucha por la independencia en las colonias de las potencias occidentales.

Por medio de una intervención armada en Rusia en 1918 y 1919 las potencias occidentales ya habían tratado de matar al dragón de la revolución que había alzado su cabeza ahí en 1917, pero el proyecto fracasó estrepitosamente. Las razones del fracaso fueron, por una parte, la fuerte resistencia que ofrecieron los revolucionarios rusos que contaban con el apoyo de la mayoría del pueblo ruso y de muchos otros pueblos del antiguo Imperio zarista y, por otra parte, la oposición dentro de los propios países intervencionistas donde tanto soldados como civiles simpatizaban con los revolucionarios bolcheviques y lo demostraron a través de manifestaciones, huelgas e incluso amotinamientos. Hubo que retirar a las tropas de forma ignominiosa. Los caballeros que estaban en el poder en Londres y París se tuvieron que conformar con crear a lo largo de la frontera occidental del antiguo Imperio zarista Estados antisoviéticos y antirrusos, y apoyarlos, (sobre todo Polonia y los países del Báltico) y erigir así un “cordón sanitario” que se suponía iba a proteger a Occidente de infectarse con el virus revolucionario bolchevique.

En Londres, París y otras capitales de Europa occidental las élites esperaban que el experimento revolucionario en la Unión Soviética colapsara por sí mismo, pero no lo hizo. Al contrario, desde principios de la década de 1930, cuando la Gran Depresión hacía estragos en el mundo capitalista, la Unión Soviética experimentó una especie de Revolución industrial que permitió a la población disfrutar de un considerable progreso social. El país también se volvió más fuerte, no solo económicamente, sino también militarmente. A consecuencia de ello, el “contrasistema” socialista al capitalismo (y su ideología comunista) se volvió cada vez más atractivo a ojos de las personas plebeyas de Occidente, que cada vez sufrían más desempleo y miseria. En este contexto la Unión Soviética era cada vez más una espina para las élites de Londres y París. A la inversa, Hitler y sus planes de una cruzada antisoviética parecía cada vez más útiles y apreciables. Además, las empresas y los bancos, especialmente estadounidenses, pero también británicos y franceses, ganaron ingentes cantidades de dinero ayudando a la Alemania nazi a rearmarse y prestándole el dinero que tanto necesitaba. Por último, aunque no menos importante, se creía que fomentar la cruzada alemana en el Este reducía, si no eliminaba totalmente, el riesgo de una agresión alemana a Occidente. Por consiguiente, podemos entender por qué las propuestas de Moscú de establecer una alianza defensiva contra la Alemania nazi no atrajeron a estos caballeros. Pero había una razón por la que no se podían permitir rechazar sin más estas propuestas.

Después de la Gran Guerra [Primera Guerra Mundial] las élites de ambos lados del Canal de la Mancha se habían visto obligadas a llevar a cabo unas reformas democráticas bastante importantes, por ejemplo, una ampliación considerable del derecho al voto en Gran Bretaña. Debido a ello, hubo que tener en cuenta la opinión tanto de los laboristas como de otras pestes de izquierda que poblaban las legislaturas y en ocasiones incluso hubo que incluirlos en gobiernos de coalición. La opinión pública y una parte importante de los medios de comunicación eran mayoritariamente hostiles a Hitler y, por lo tanto, estaban muy a favor de la propuesta soviética de una alianza defensiva contra la Alemania nazi. Las élites querían evitar esta alianza, pero también querían dar la impresión de que la querían; a la inversa, las élites querían animar a Hitler a atacar a la Unión Soviética e incluso ayudarle a hacerlo, pero tenían que asegurarse de que la opinión pública nunca lo supiera. Este dilema llevó a una trayectoria política cuya función manifiesta era convencer a la opinión pública de que los dirigentes veían con buenos ojos la propuesta soviética de un frente conjunto antinazi, pero cuya función latente (esto es, real) era apoyar los planes antisoviéticos de Hitler: era la tristemente célebre “política de apaciguamiento” asociada sobre todo al nombre del primer ministro británico Neville Chamberlain y a su homólogo francés, Édouard Daladier.

Los partidarios de esta política empezaron a trabajar en cuanto Hitler llegó al poder en Alemania en 1933 y empezaron a prepararse para la guerra, una guerra contra la Unión Soviética. Ya en 1935 Londres dio a Hitler una especie de luz verde para rearmarse al firmar un tratado naval con él. Hitler empezó entonces a violar todo tipo de disposiciones del Tratado de Versalles, por ejemplo, al volver a imponer el servicio militar obligatorio en Alemania, al armar hasta los dientes al ejército alemán y al anexionarse Austria en 1937. Los estadistas de Londres y París se quejaron y protestaron en cada ocasión para dar una buena impresión a la opinión pública, pero acabaron por aceptar los hechos consumados. Se hizo creer a la opinión pública que esta indulgencia era necesaria para evitar la guerra. Esta excusa fue eficaz en un primer momento porque la mayoría de las personas británicas y francesas no querían verse envueltas en una nueva edición de la mortífera Gran Guerra de 1914-1918. Por otra parte, pronto fue obvio que el apaciguamiento hacía a la Alemania nazi más fuerte militarmente y a Hitler cada vez más ambicioso y exigente. Por consiguiente, la opinión pública acabó dándose cuanta de que ya se habían hecho suficientes concesiones al dictador alemán y entonces los soviéticos, en la persona de Litvinov, presentaron su propuesta de una alianza anti-Hitler, lo que provocó dolores de cabeza a los artífices del apaciguamiento, de los que Hitler esperaba aún más concesiones.

Gracias a las concesiones que ya se le habían hecho, la Alemania nazi se estaba convirtiendo en un gigante militar y en 1939 solo un frente conjunto de las potencias occidentales y los soviéticos parecía poder contenerlo porque en caso de guerra Alemania tendría que luchar en dos frentes. Bajo la fuerte presión de la opinión pública los dirigentes de Londres y París accedieron a negociar con Moscú, pero había un inconveniente: Alemania no hacía frontera con la Unión Soviética puesto que Polonia se encontraba entre ambos países. Al menos oficialmente Polonia era aliada de Francia, así que era de esperar que se uniera a la alianza ofensiva contra la Alemania nazi, pero el gobierno de Varsovia era hostil a la Unión Soviética, un enemigo al que consideraba tan amenazador como la Alemania nazi. Se negó tercamente a permitir que en caso de guerra el Ejército Rojo atravesara el territorio polaco para luchar contra los alemanes. Londres y París rehusaron presionar a Varsovia, de modo que las negociaciones no acabaron en un acuerdo.

Mientras tanto, Hitler planteó nuevas exigencias, esta vez respecto a Checoslovaquia. Cuando Praga se negó a ceder el territorio habitado por una minoría germanoparlante conocida como alemanes sudetes, la situación amenazó con llevar a la guerra. De hecho, esto suponía una oportunidad única para cerrar una alianza anti-Hitler con la Unión Soviética y la militarmente fuerte Checoslovaquia como socios de Gran Bretaña y Francia: Hitler habría tenido que elegir entre una retirada humillante y una derrota casi segura en una guerra en dos frentes. Pero eso también significaba que Hitler nunca podría emprender la cruzada antisoviética que tanto anhelaban las élites de Londres y París. Por ello Chamberlain y Daladier no aprovecharon la crisis checoslovaca para formar un frente anti-Hitler con los soviéticos, sino que se precipitaron a tomar un avión a Munich para cerrar un acuerdo con el dictador alemán según el cual se ofrecían a Hitler en bandeja de plata las tierras sudetes, que casualmente incluían la versión checoslovaca de la Línea Maginot. El gobierno checoslovaco, al que ni siquiera se había consultado, no tuvo más opción que acceder y los soviéticos, que habían ofrecido a Praga ayuda militar, no fueron invitados a esta infame reunión.

Los estadistas británicos y franceses hicieron enormes concesiones al dictador alemán en el “pacto” que cerraron con Hitler en Munich, no con el fin de preservar la paz, sino para poder seguir soñando de una cruzada nazi contra la Unión Soviética. Pero el acuerdo se presentó a los pueblos de los países respectivos como la solución más sensata a una crisis que amenazaba con provocar una guerra general. A su vuelta a Inglaterra Chamberlain proclamó triunfalmente “¡Paz en nuestro tiempo!”. Quería decir paz para su propio país y sus aliados, pero no para la Unión Soviética, cuya destrucción a manos de los nazis se esperaba ansiosamente.

En Gran Bretaña también había políticos, incluido un puñado de personas de buena fe pertenecientes a la élite del país, que se oponía a la política de apaciguamiento de Chamberlain, por ejemplo Winston Churchill. No se oponían debido a su simpatía por la Unión Soviética, sino que no confiaban en Hitler y temían que el apaciguamiento fuera contraproducente en dos sentidos. En primer lugar, la conquista de la Unión Soviética proporcionaría a la Alemania nazi una cantidad casi ilimitada de materia primas, incluidos petróleo, tierras fértiles y otras riquezas, lo que permitiría al Reich establecer en el continente europeo una hegemonía que para Gran Bretaña supondría un peligro mayor que el que había supuesto Napoleón. En segundo lugar, también era posible que se hubiera sobrestimado tanto el poder de la Alemania nazi como la debilidad de la Unión Soviética, de modo que la cruzada antisoviética de Hitler podría producir en realidad un victoria soviética lo que podría provocar una “bolchevización” de Alemania y quizá de toda Europa. Por ese motivo Churchill era extremadamente crítico con el acuerdo al que se había llegado en Múnich. Al parecer afirmó que en la capital bávara Chamberlain había podido elegir entre el deshonor y la guerra, y había elegido el deshonor, aunque también tendría guerra. Con su “paz en nuestro tiempo” Chamberlain había cometido de hecho un error lamentable. Apenas un año después, en 1939, su país se vería envuelto en una guerra contra la Alemania nazi que gracias al escandaloso pacto de Munich se había convertido en un enemigo aún más temible.

El principal factor determinante del fracaso de las negociaciones entre el dúo anglo-francés y los soviéticos había sido la falta de voluntad no expresa de los apaciguadores de llegar a un acuerdo anti-Hitler. Un factor auxiliar fue la negativa del gobierno de Varsovia a permitir la presencia de tropas soviéticas en territorio checoslovaco en caso de una guerra contra Alemania, lo que ofreció a Chamberlain y Daladier un pretexto para no llegar a un acuerdo con los soviéticos, pretexto que necesitaban para satisfacer a la opinión pública (aunque también se esgrimieron otras excusas, como la supuesta debilidad del Ejército Rojo, lo que supuestamente convertía a la Unión Soviética en un aliado inútil). En lo que se refiere al papel desempeñado por el gobierno placo en este drama existen algunos malentendidos graves. Vamos a examinarlos más detalladamente.

En primer lugar hay que tener en cuenta que la Polonia de entreguerras no era un país democrático, lejos de ello. Tras su (re)nacimiento al final de la Primera Guerra Mundial como una democracia nominal, el país no tardó mucho tiempo en ser gobernado con mano de hierro por un dictador militar, el general Józef Pilsudski, en nombre de una élite híbrida que representaba a la aristocracia, la Iglesia católica y la burguesía. Este régimen nada democrático e incluso antidemocrático continuó gobernando tras la muerte del general en 1935 bajo el liderazgo de los “coroneles de Pilsudski”, cuyo primus inter pares era Józef Beck, el ministro de Asuntos Exteriores. Su política exterior no reflejaba unos sentimientos muy amistosos hacia Alemania, que había perdido parte de su territorio a beneficio del nuevo Estado polaco, incluido un “corredor” que separaba la región alemana de Prusia Oriental del resto del Reich. También había fricciones con Berlín debido al importante puerto báltico de Gdansk (Danzig), al que el Tratado de Versalles había declarado ciudad-Estado independiente, pero que reclamaban tanto Polonia como Alemania.

La actitud de Polonia hacia su vecino oriental, la Unión Soviética, era aún más hostil. Pilsudski y otros polacos nacionalistas soñaban con la vuelta del gran Imperio polaco-lituano de los siglos XVII y XVIII que se había extendido desde el Báltico al mar Negro. Y había aprovechado la revolución y subsiguiente guerra civil en Rusia para apropiarse de un vasto trozo del territorio del antiguo Imperio zarista durante la guerra ruso-polaca de 1919-1921. Este territorio, erróneamente conocido como “Polonia Oriental”, tenía una extensión de varios cientos de kilómetros al este de la famosa Línea Curzon, que debería haber sido la frontera oriental del nuevo Estado polaco, al menos según las potencias occidentales que habían apadrinado a la nueva Polonia a finales de la Gran Guerra. La región estaba poblada fundamentalmente por rusos blancos y ucranianos, pero a lo largo de los años siguientes Varsovia iba a “polonizarla” lo más posible llevando colonos polacos. La hostilidad polaca hacia la Unión Soviética también se vio alimentada por el hecho de que los soviéticos simpatizaban con los comunistas y otros plebeyos que se oponían al régimen patricio en la propia Polonia. Por último, la élite polaca era antisemita y había abrazado el concepto del judeo-bolchevismo, esto es, la idea de que el comunismo y otras formas del marxismo formaban parte de un nefando complot judío y que la Unión Soviética (el fruto de un plan revolucionario bolchevique y, por consiguiente, supuestamente judío) no era sino “Rusia gobernada por los judíos”. Aun así las relaciones con los dos poderosos vecinos se normalizaron tanto como era posible bajo Pilsudski gracias a la firma de dos tratados de no agresión, uno con la Unión Soviética en 1932 y otro con Alemania poco después de que Hitler tomara el poder, es decir, en 1934.

Tras la muerte de Pilsudski los líderes polacos siguieron soñando con la expansión territorial hasta las fronteras de la casi mítica Gran Polonia de un pasado lejano. Para realizar este sueño parecía haber muchas posibilidades en el este y particularmente en Ucrania, una parte de la Unió Soviética que se extendía de forma tentadora entre Polonia y el mar Negro. A pesar de las disputas con Alemania y de una alianza formal con Francia, que contaba con la ayuda polaca en caso de conflicto con Alemania, primero el propio Pilsudski y después sus sucesores coquetearon con el régimen nazi con la esperanza de una conquista conjunta de territorios soviéticos. El antisemitismo era otro denominador común de ambos regímenes que urdieron planes para librarse de sus minorías judías, por ejemplo, deportándolas a África.

El acercamiento de Varsovia a Berlín reflejaba la megalomanía e ingenuidad de los líderes polacos, que creían que su país era una gran potencia del mismo calibre que Alemania, una potencia a la que Berlín respetaría y trataría como socio de pleno derecho. Los nazis fomentaron esta ilusión porque así debilitaban la alianza entre Polonia y Francia. Las ambiciones orientales polacas también fueron fomentadas por el Vaticano, que esperaba afluyeran unos dividendos considerables de las conquistas de la católica Polonia en la Ucrania mayoritariamente ortodoxa, que se consideraba que estaba preparada para convertirse al catolicismo. En este contexto es donde la maquinaria de propaganda de Goebbels, en colaboración con Polonia y el Vaticano, elaboró un nuevo mito, es decir, la ficción de una hambruna organizada por Moscú en Ucrania, con la idea de poder presentar las futuras intervenciones armadas polacas y alemanas allí como una acción humanitaria. Este mito se iba a resucitar durante la Guerra Fría y a convertirse en el mito de la creación del Estado independiente ucraniano que emergió de las ruinas de la Unión Soviética (para un análisis objetivo de esta hambruna remitimos a los muchos artículos del historiador estadounidense Mark Tauger, experto en la historia de la agricultura soviética, que se han recopilado en una edición francesa, Famine et transformation agricole en URSS).

Conocer estos antecedentes nos permite entender la actitud del gobierno polaco cuando se negociaba un frente defensivo común contra la Alemania nazi. Varsovia obstaculizó estas negociaciones no por miedo a la Unión Soviética sino, por el contrario, debido a aspiraciones antisoviéticas y su consiguiente acercamiento a la Alemania nazi. En este sentido la élite polaca coincidía con sus homólogos británicos y franceses. De este modo también podemos entender por qué, una vez cerrado el Acuerdo de Munich que permitió a la Alemania nazi anexionarse la región Sudete, Polonia se apropió de una parte del botín territorial checoslovaco, es decir, la ciudad de Teschen y sus alrededores. Al caer sobre esta parte de Checoslovaquia como una hiena (en palabras de Churchill) el régimen polaco revelaba sus verdaderas intenciones y su complicidad con Hitler.

Las concesiones hechas por los artífices del apaciguamiento hicieron más fuerte que nunca a la Alemania nazi y a Hitler más seguro de sí mismo, arrogante y exigente. Después de Munich demostró que estaba lejos de estar saciado y en marzo de 1939 violó el Acuerdo de Munich al ocupar el resto de Checoslovaquia. En Francia y Gran Bretaña la opinión pública estaba impactada, pero las élites dirigentes no hicieron más que expresar su esperanza de que “Herr Hitler” acabaría por volverse “sensato”, es decir, que emprendería la guerra contra la Unión Soviética. Hitler siempre había tenido intención de hacerlo pero antes de complacer a los apaciguadores británicos y franceses quería sacarles más concesiones. A fin de cuentas, parecía que no había nada que pudieran negarle. Es más, una vez que habían hecho a Alemania mucho más fuerte gracias a sus anteriores concesiones, ¿estaban en condiciones de negarle el supuestamente último pequeño favor que les había pedido? Ese último pequeño favor concernía a Polonia.

A finales de marzo de 1939 Hitler exigió repentinamente tanto Gdansk como un territorio polaco situado entre Prusia Oriental y el resto de Alemania. En Londres Chamberlain y los demás defensores a ultranza del apaciguamiento se inclinaban a ceder otra vez, pero la oposición proveniente de los medios de comunicación y de la Cámara de los Comunes demostró ser demasiado fuerte para permitirlo. Chamberlain cambió entonces repentinamente de rumbo y el 31 de mazo prometió formalmente (aunque de forma nada realista, como señaló Churchill) a Varsovia ayuda armada en caso de que Alemania agrediera Polonia. En abril de 1939, cuando las encuestas de opinión revelaban lo que ya sabía todo el mundo, es decir, que casi el 90 % de la población británica quería una alianza anti-Hitler junto con la Unión Soviética y Francia, Chamberlain se vio obligado a mostrar oficialmente interés por la propuesta soviética de emprender negociaciones acerca de la “seguridad colectiva” ante la amenaza nazi.

En realidad los partidarios del apaciguamiento seguían sin estar interesados por la propuesta soviética e idearon todo tipo de pretextos para evitar cerrar un acuerdo con un país al que despreciaban y contra otro con el que simpatizaban en secreto. Hasta finales de 1939 no se declararon dispuestos a iniciar negociaciones militares y hasta primeros de agosto no se envió una delegación franco-británica a Leningrado para llevarlas a cabo. A diferencia de la velocidad con la que un año antes el propio Chamberlain (acompañado de Daladier) se había precipitado a tomar un avión a Munich, esta vez se envió a la Unión Soviética en un carguero lento a un equipo de subordinados anónimos. Además, cuando después de pasar por Leningrado finalmente llegaron a Moscú el 11 de agosto, resultó que no tenían las credenciales o la autoridad necesarias para llegar a cabo esas negociaciones. Para entonces los soviéticos ya estaban hartos y es comprensible que rompieran las negociaciones.

Mientras tanto Berlín había emprendido un discreto acercamiento a Moscú. ¿Por qué? Hitler se sentía traicionado por Londres y París, que antes habían hecho todo tipo de concesiones, pero ahora le negaban la nimiedad de Gdansk y se ponían de lado de Polonia, de modo que se enfrentaba a la posibilidad de una guerra contra Polonia, que se negaba a permitirle tener Gdansk, y contra el dúo franco-británico. Para poder ganar esta guerra el dictador alemán necesitaba que la Unión Soviética permaneciera neutral y estaba dispuesto a pagar un alto precio por ello. Desde el punto de vista de Moscú el acercamiento de Berlín contrastaba fuertemente con la actitud de los apaciguadores occidentales, que exigían a los soviéticos hacer promesas vinculantes de ayuda pero sin ofrecer un quid pro quo significativo. Lo que había empezado entre Alemania y la Unión Soviética en las conversaciones informales de mayo dentro del contexto de unas negociaciones comerciales sin gran importancia en las que los soviéticos en un principio no mostraron interés se convirtió finalmente en un diálogo serio en el que participaron los embajadores de ambos países e incluso los ministros de Asuntos Exteriores, esto es Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, que sustituía a Litvinov.

Un factor que no se debe subestimar aunque desempeñara un papel secundario es el hecho de que en la primavera de 1939 tropas japonesas basadas en el norte de China habían invadido territorio soviético en el lejano oriente. En agosto serían derrotadas y obligadas a retroceder, pero esta amenaza japonesa hizo que Moscú se diera cuenta de la posibilidad de tener que luchar una guerra en dos frentes, a menos de encontrar una manera de eliminar la amenaza proveniente de la Alemania nazi. El acercamiento de Berlín, reflejo de su propio deseo de evitar una guerra en dos frentes, ofrecía a Moscú una forma de neutralizar esta amenaza.

Sin embargo, hasta agosto, cuando los dirigentes soviéticos se dieron cuenta de que británicos y franceses no habían ido de buena fe a las negociaciones, no se resolvió el asunto y la Unión Soviética no firmó un pacto de no agresión con la Alemania nazi, concretamente el 23 de agosto. Este acuerdo se denominó Pacto Ribbentrop-Molotov, por los nombres de los ministros de Exteriores, pero también se conoció como el Pacto Hitler-Stalin. Apenas sorprendió que se llegara a ese acuerdo: varios dirigentes políticos y militares tanto de Gran Bretaña como de Francia habían predicho muchas veces que la política de apaciguamiento de Chamberlain y Daladier arrojaría a Stalin “en brazos de Hitler”.

La expresión “en brazos” en realidad es inapropiada en este contexto. A todas luces el pacto no reflejaba cálidos sentimientos entre ambos signatarios. Stalin incluso rechazó la sugerencia de incluir en el texto algunas líneas convencionales sobre la hipotética amistad entre ambos pueblos. Además, el acuerdo no era una alianza sino meramente un pacto de no agresión y en ese sentido era similar a otros muchos pactos de no agresión que se habían firmado previamente con Hitler, por ejemplo, en Polonia en 1934. Se reducía a una promesa de no atacarse mutuamente y de mantener relaciones pacíficas, una promesa que probablemente iba a mantener cada parte mientras le pareciera conveniente hacerlo. Se añadió al acuerdo una cláusula secreta referente a la demarcación de esferas de influencia en Europa Oriental para cada uno de los signatarios. Dicha línea correspondía más o menos a la Línea Curzon, de modo que “Polonia Oriental” se encontró dentro de la esfera soviética. Estaba lejos de estar claro qué significaba en la práctica este acuerdo teórico, pero sin duda el pacto no implicaba una partición o amputación territorial de Polonia comparable al destino impuesto a Checoslovaquia por británicos y franceses en el pacto que habían firmado con Hitler en Munich.

A veces se considera el hecho de que la Unión Soviética reivindicara una esfera de influencia más allá de sus fronteras la prueba de sus siniestras intenciones expansionistas; sin embargo, el establecimiento de esferas de influencia, ya sea unilateral, bilateral o multilateralmente, había sido durante mucho tiempo una práctica ampliamente aceptada entre potencias grandes y no tan grandes, y a menudo su objetivo era evitar conflictos. Por ejemplo, la Doctina Monroe, que “afirmaba que el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo iban a seguir siendo esferas de influencia claramente separadas” (Wikipedia), pretendía impedir nuevas empresas coloniales transatlánticas por parte de las potencias europeas que podrían llevarlas a entrar en conflicto con Estados Unidos. De forma similar, cuando Churchill visitó Moscú en 1944 y ofreció a Stalin dividir la península Balcánica en esferas de influencia lo que se pretendía era evitar un conflicto entre sus respectivos países cuando terminara la guerra contra la Alemania nazi.

Ahora Hitler podía atacar Polonia sin correr el riesgo de tener que luchar una guerra tanto contra la Unión Soviética como contra el dúo franco-británico, pero el dictador alemán tenía buenas razones para dudar de que Londres y París declararan la guerra. Sin la ayuda soviética estaba claro que no se podía ofrecer una ayuda eficaz a Polonia, por lo que a Alemania no le costaría mucho tiempo derrotar al país (solo los coroneles de Varsovia creían que Polonia podía resistir el ataque de las poderosas hordas nazis). Hitler sabía demasiado bien que los artífices del apaciguamiento seguían esperando que tarde o temprano acabaría cumpliendo aquello que deseaban más fervientemente y destruiría a la Unión Soviética, de modo que estaban dispuestos a cerrar los ojos ante esta agresión a Polonia. Y Hitler también estaba convencido de que, aunque británicos y franceses declararan la guerra a Alemania, no atacarían en Occidente.

Alemania emprendió su ataque contra Polonia el 1 de septiembre de 1939. Londres y París todavía dudaron unos días antes de reaccionar con una declaración de guerra contra la Alemania nazi. Pero no atacaron al Reich aunque el grueso de sus fuerzas armadas estaba invadiendo Polonia, como temían algunos generales alemanes. De hecho, los protagonistas del apaciguamiento sólo declararon la guerra a Hitler porque lo exigió la opinión pública. Esperaban en secreto que Polonia pronto estuviera acabada para que “Herr Hitler” pudiera finalmente dirigir su atención a la Unión Soviética. La guerra que libraron fue meramente una “guerra falsa”, como bien se la podría llamar, una farsa en la que sus tropas, que podrían haber entrado en Alemania, permanecieron inactivas instaladas detrás de la Línea Maginot. Ahora se sabe casi con certeza que los simpatizantes de Hitler en el ámbito de los apaciguadores franceses y posiblemente también de los británicos habían hecho saber al dictador alemán que podía usar todo su poderío militar para acabar con Polonia sin tener que temer un ataque de las potencias occidentales (remitimos a los libros de Annie Lacroix-Riz, Le choix de la défaite. Les élites françaises dans les années 1930 y De Munich à Vichy. L’assassinat de la 3e République).

Los defensores polacos estaban abrumados y pronto fue obvio que los coroneles que gobernaban el país tendrían que rendirse. Hitler tenía todos los motivos para creer que lo harían y era indudable que sus condiciones iban a suponer a Polonia importantes pérdidas territoriales, especialmente, por supuesto, en la parte occidental del país que hacía frontera con Alemania. No obstante, probablemente habría seguido existiendo una Polonia truncada, del mismo modo que después de su derrota en junio de 1940 se iba a permitir a Francia existir en la forma de la Francia de Vichy. Sin embargo, el 17 de septiembre el gobierno polaco huyó repentinamente a la vecina Rumanía, un país neutral, y a hacerlo dejó de existir porque, según el derecho internacional, mientras duren las hostilidades se debe encarcelar no sólo al personal militar sino también a los miembros del gobierno de un país en guerra al entrar en un país neutral. Fue un acto irresponsable e incluso cobarde que tuvo unas consecuencias nefastas para el país. Sin un gobierno Polonia degeneró en una especie de tierra de nadie (en una terra nullius, por utilizar la terminología jurídica) en la que los conquistadores alemanes podían hacer lo que quisieran ya que no había nadie con quien negociar acerca del destino del derrotado país.

Esta situación también dio a los soviéticos el derecho a intervenir. Los países vecinos pueden ocupar una potencialmente anárquica terra nullius; es más, si los soviéticos no hubieran intervenido, sin duda los alemanes habrían ocupado cada centímetro cuadrado de Polonia, con todas las consecuencias que ello habría supuesto. Esta es la razón por la que el mismo 17 de septiembre de 1939 el Ejército Rojo se adentró en Polonia y empezó a ocupar la parte oriental del país, la antes mencionada “Polonia Oriental”. Se evitó el conflicto con los alemanes porque ese territorio pertenecía a la esfera de influencia soviética establecida en el Pacto Ribbentrop-Molotov. Las tropas alemanas que habían penetrado al este de la línea de demarcación tuvieron que retirarse para dar paso a los hombres del Ejército Rojo. Dondequiera que los militares soviéticos y alemanes entraron en contacto se comportaron correctamente y respetaron el protocolo tradicional, lo que a veces implicaba algún tipo de ceremonia, aunque nunca hubo ningún “desfile de la victoria” conjunto.

Como su gobierno se había esfumado, se podría decir que las fuerzas armadas polacas que siguieron ofreciendo resistencia quedaron degradadas al nivel de irregulares, de partisanos, expuestas a todos los riesgos que conlleva dicho papel. La mayoría de las unidades del ejército polaco se dejaron desarmar y encarcelar por el recién llegado Ejército Rojo, pero a veces se ofreció resistencia, por ejemplo por parte de tropas comandadas por oficiales hostiles a los soviéticos. Muchos de estos oficiales habían servido en la guerra ruso-polaca de 1919-1921 y supuestamente habían cometido crímenes de guerra, como ejecutar a prisioneros de guerra. Se reconoce ampliamente que estos hombres fueron liquidados posteriormente por los soviéticos en Katyn y otros lugares (aunque recientemente han surgido dudas respecto a Katyn. El libro de Grover Furr, The Mystery of the Katyn Massacre, analiza detalladamente este tema).

Los soviéticos encarcelaron a muchos soldados y oficiales polacos según las normas del derecho internacional. En 1941, después de que la Unión Soviética se involucrara en la guerra y, por tanto, ya no estuviera sujeta a las normas que rigen la conducta de los neutrales, estos hombres fueron trasladados a Gran Bretaña (a través de Irán) para luchar contra la Alemania nazi al lado de los aliados occidentales. Entre 1943 y 1945 iban a contribuir de forma fundamental a la liberación de una parte considerable de Europa Occidental (a los militares polacos que cayeron en manos de los alemanes les tocó una suerte mucho más trágica). Entre quienes se habían beneficiado de la ocupación por parte de los soviéticos de los territorios orientales de Polonia también se incluían los habitantes judíos, que fueron trasladados al interior de la Unión Soviética de modo que se libraron del destino que les habría esperado si todavía estuvieran en sus shtetls* cuando los alemanes llegaron allí como conquistadores en 1941. Muchos de ellos sobrevivieron a la guerra y después iban a empezar una nueva vida en Estados Unidos, Canadá y, por supuesto, Israel.

La ocupación de “Polonia Oriental” se llevó a cabo correctamente, esto es, según las normas del derecho internacional, de modo que esta acción no constituye un “ataque” a Polonia, como lo han presentado muchos historiadores (y políticos) y desde luego tampoco constituye un ataque en colaboración con un “aliado” nazi alemán. La Unión Soviética no se convirtió en aliada de la Alemania nazi al cerrar un pacto de no agresión con ella ni se convirtió en aliada debido a su ocupación de “Polonia Oriental”. Hitler había tolerado esa ocupación, pero sin duda habría preferido que los soviéticos no intervinieran en absoluto de modo que así se habría podido apoderar de toda Polonia. En Inglaterra Churchill dio públicamente su aprobación a la iniciativa soviética del 17 de septiembre precisamente porque impedía a los nazis ocupar toda Polonia. El hecho de que esta iniciativa no constituyera un ataque y, por consiguiente, no fuera un acto de guerra contra Polonia también quedó claro gracias al hecho de que Gran Bretaña y Francia, aliados formales de Polonia, no declararon la guerra a la Unión Soviética, como sin duda habrían hecho de no haber sido así. Y la Liga de las Naciones no impuso sanciones a la Unión Soviética, que es lo que habría ocurrido si lo hubiera considerado un verdadero ataque contra uno de sus miembros.

Desde el punto de vista soviético, la ocupación de la parte oriental de Polonia significaba recuperar parte de su propio territorio, perdido debido al conflicto ruso-polaco de 1919-1921. Es cierto que Moscú había reconocido esta pérdida en el Tratado de Paz de Riga que puso fin a esta guerra en marzo de 1921, pero Moscú había seguido buscando una oportunidad de recuperar “Polonia Oriental” y en 1939 esta oportunidad se materializó y fue aprovechada. Se puede estigmatizar a los soviéticos por ello, pero en ese caso también se debe estigmatizar a los franceses, por ejemplo, por recuperar Alsacia y Lorena al final de la Primera Guerra Mundial ya que París había reconocido la pérdida de ese territorio en el Tratado de Paz de Frankfurt que había puesto fin a la guerra franco-prusiana de 1870-1871.

Más importante es el hecho de que la ocupación (o liberación, recuperación, restablecimiento o como se quiera denominar) de “Polonia Oriental” proporcionó a la Unión Soviética una baza extraordinariamente útil, que en la jerga de la tecnología militar se denomina “glacis”, esto es, un espacio abierto que tiene que cruzar un atacante antes de llegar al perímetro defensivo de una ciudad o fortaleza. Stalin sabía que a pesar del pacto tarde o temprano Hitler iba a atacar la Unión Soviética y, de hecho, este ataque tuvo lugar en junio de 1941. En aquel momento las huestes ejército de Hitler tuvieron que emprender su ataque desde un punto de partida mucho más alejado de las ciudades importantes del centro de la Unión Soviética de lo que habría sido el caso en 1939, cuando Hitler ya estaba ansioso por iniciar ese ataque. En virtud del pacto el punto de partida para la ofensiva nazi de 1941 estaba a varios cientos de kilómetros más al oeste y, por tanto, a una distancia mucho mayor de los objetivos estratégicos situados en el interior de la Unión Soviética. En 1941 las fuerzas alemanas llegarían a un paso de Moscú y eso significa que de no existir el pacto sin duda habrían tomado la ciudad, lo que podría haber hecho capitular a los soviéticos.

Gracias al Pacto Ribbentrop-Molotov Pact la Unión Soviética no solo ganó un espacio valioso sino también un tiempo valioso, esto es, el tiempo extra que necesitaba para prepararse para un ataque alemán que en un principio se había programado para 1939 pero se tuvo que posponer hasta 1941. Entre 1939 y 1941 se trasladó al otro lado de los montes Urales gran parte de una infraestructura extraordinariamente importante, sobre todo las fábricas que producían todo tipo de material de guerra. Además, en 1939 y 1940 los soviéticos tuvieron la oportunidad de observar y estudiar la guerra que asolaba Polonia, Europa Occidental y otros lugares, y de aprender así importantes lecciones acerca del estilo de guerra ofensiva alemana, moderno, motorizado y “rápido como un rayo”, el Blitzkrieg. Por ejemplo, los estrategas soviéticos aprendieron que concentrar el grueso de las propias fuerzas armadas con propósito defensivo justo en la frontera sería fatal y que solo una “defensa en profundidad” ofrecía la posibilidad de detener la apisonadora nazi. Gracias, entre otras cosas, a las lecciones así aprendidas la Unión Soviética lograría, es cierto que con grandes dificultades, sobrevivir al embate nazi de 1941 y finalmente ganar la guerra a este poderoso enemigo.

Para poder defender mejor Leningrado, una ciudad que tenía industrias de armamento vitales, en otoño de 1939 la Unión Soviética propuso a la vecina Finlandia intercambiar territorios, un acuerdo que habría llevado la frontera entre ambos países lejos de aquella ciudad. Finlandia, aliada de la Alemania nazi, se negó pero por medio de la “guerra de invierno” de 1939-1940 Moscú consiguió finalmente modificar la frontera. Debido a ese conflicto, que equivalía a una agresión, la Liga de las Naciones excomulgó a la Unión Soviética. En 1941, cuando los alemanes atacaron la Unión Soviética ayudados por los finlandeses y asediaron Leningrado durante varios años, ese ajuste de fronteras iba a permitir a la ciudad sobrevivir a esta dura prueba.

No fueron los soviéticos, sino los alemanes quienes tomaron la iniciativa de las negociaciones que finalmente produjeron el pacto. Lo hicieron porque esperaban sacar ventaja de ello, una ventaja temporal aunque muy importante, esto es, la neutralidad de la Unión Soviética mientras la Wehrmacht [el ejército nazi] atacaba primero Polonia y después Europa Occidental. Pero la Alemania nazi también obtuvo un beneficio adicional del acuerdo comercial que iba asociado al pacto. El Reich sufría una penuria crónica de todo tipo de materias primas estratégicas y esta situación amenazaba con convertirse en catastrófica cuando, como era de esperar, una declaración de guerra británica llevara a que la Marina Real bloqueara Alemania. La entrega por parte de los soviéticos de productos como petróleo, tal como estipulaba el acuerdo, neutralizó este problema. No está claro hasta qué punto fueron realmente decisivas esas entregas, especialmente las de petróleo: según algunos historiadores, no muy importantes; según otros, extremadamente importantes. En todo caso, la Alemania nazi siguió siendo muy dependiente del petróleo importado (en su mayoría a través de puertos españoles) de Estados Unidos, al menos hasta que el Tío Sam entró en guerra en diciembre de 1941. En verano de 1941 decenas de miles de aviones, tanques, camiones y otras máquinas de guerra nazis que participaron en la invasión de la Unión Soviética seguían siendo muy dependientes del combustible suministrado por empresas petroleras estadounidenses.

Aunque no está claro hasta qué punto era importante para la Alemania nazi el petróleo suministrado por los soviéticos, es cierto que el pacto exigía a la parte alemana corresponder suministrando a los soviéticos productos industriales terminados, incluido equipamiento militar de vanguardia, que el Ejército Rojo utilizó para mejorar sus defensas contra un ataque alemán que esperaban tarde o temprano. Esto preocupaba mucho a Hitler que, por lo tanto, estaba deseando emprender su cruzada antisoviética lo antes posible. Decidió hacerlo a pesar de que Gran Bretaña estaba lejos de ser descartada después de la caída de Francia. Por consiguiente, en 1941 el dictador alemán iba a tener que emprender el tipo de guerra en dos frentes que en 1939 esperaba evitar gracias a su pacto con Moscú y se iba a enfrentar a un enemigo soviético que se había vuelto mucho más fuerte de lo que era en 1939.

Stalin firmó un pacto con Hitler porque los artífices del apaciguamiento en Londres y París rechazaron todas las ofertas soviéticas de formar un frente común contra Hitler. Y los apaciguadores rechazaron estas ofertas porque esperaban que Hitler fuera hacia el este y destruyera a la Unión Soviética, un trabajo que esperaban facilitar ofreciéndole un “trampolín” en la forma del territorio checoslovaco. Es prácticamente seguro que sin el pacto Hitler habría atacado a la Unión Soviética en 1939. Sin embargo, debido al pacto Hitler tuvo que esperar dos años antes de poder emprender por fin su cruzada antisoviética, lo que proporcionó a la Unión Soviética un tiempo y espacio adicionales que permitieron mejorar sus defensas lo suficiente para sobrevivir al embate cuando en 1941 Hitler finalmente mandó sus perros de guerra hacia el este. El Ejército Rojo sufrió terribles pérdidas, pero finalmente logró detener al gigante nazi. Sin este éxito soviético, un logro que el historiador Geoffrey Roberts calificó de “la mayor hazaña bélica de la historia mundial”, Alemania muy probablemente habría ganado la guerra porque habría logrado el control de los campos de petróleo del Cáucaso, de las ricas tierras agrícolas de Ucrania y de muchas otras riquezas del vasto territorio de los soviéticos. Ese triunfo habría transformado a la Alemania nazi en una superpotencia inexpugnable, capaz de emprender incluso guerras a largo plazo contra cualquiera, incluida una alianza anglo-estadounidense. Una victoria sobre la Unión Soviética habría dado a la Alemania nazi la hegemonía de Europa. Hoy la segunda lengua del continente no sería el inglés, sino el alemán, y en París los hombres vestidos a la última moda se pasearían por los Campos Elíseos enfundados en [pantalones] Lederhosen**.

Por consiguiente, sin el Pacto nunca habría tenido lugar la liberación de Europa, incluida la liberación de Europa Occidental, por parte de los estadounidenses, británicos, canadienses, etc. Polonia no existiría, las y los polacos serían Untermenschen***, siervos de colonos “arios” en un Ostland**** germanizado que se extendería desde el Báltico hasta los Cárpatos o incluso hast a los Urales. Y un gobierno polaco nunca habría ordenado destruir los monumentos en honor del Ejército Rojo, como ha hecho hace poco, no solo porque no existiría Polonia y, por lo tanto, tampoco un gobierno polaco, sino porque el Ejército Rojo nunca habría liberado Polonia y aquellos monumentos nunca se habrían erigido.

La idea de que el Pacto Hitler-Stalin desencadenó la Segunda Guerra Mundial es peor que un mito, es una mentira descarada. La verdad es lo contrario: el pacto fue la condición previa para el feliz resultado del Armagedón de 1939-1945, esto es, la derrota de la Alemania nazi.

Jacques R. Pauwels es un historiador y escritor de origen belga que reside en Canadá. Es investigador del Centre for Research on Globalization (CRG). Su último libro es The Great Class War: 1914-1918. De este autor está traducido al castellano, por José Sastre, su obra El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002.

Notas de la traductora:

* Un shtetl (“poblado” en yidis) era una villa o pueblo con una numerosa población de judíos en Europa Oriental y Central antes del Holocausto.

** Los Lederhosen son unos pantalones de cuero, largos o cortos, típicos de Baviera (Alemania), Austria y en la región autónoma italiana de Trentino-Alto Adigio. Originalmente era un traje típico de la región de los Alpes.

*** Untermensch (“subhumano”, en alemán) es un término empleado por la ideología nazi para referirse a lo que consideraba “personas inferiores”, particularmente a las masas del Este, es decir, judíos, gitanos y pueblos eslavos, principalmente polacos, serbios y más tarde también rusos.

**** Ostland era la unidad administrativa territorial que agrupaba varios países y regiones ocupados por la Alemania nazi en Europa del Este durante la Segunda Guerra Mundial y comprendía los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), varias regiones del este de Polonia y zonas occidentales de Bielorrusia, Ucrania y Rusia que hasta entonces se encontraban bajo el control o soberanía de la Unión Soviética.

Fuente: http://www.globalresearch.ca/hitler-stalin-pact-august-23-1939/5687021

https://rebelion.org/el-pacto-molotov-ribbentrop-y-sus-protocolos-secretos/