viernes, 21 de mayo de 2021

_- Napoleon, entre la guerra y la revolución

_- Fuentes: Counterpunch [Imagen: Napoleon en Santa Helena, acuarela de František Xaver Sandmann]


La Revolución francesa no fue un mero acontecimiento histórico, sino un proceso largo y complejo en el que se pueden identificar diferentes estadios. Algunos de esos estadios fueron de naturaleza contrarrevolucionaria, por ejemplo la “revuelta aristocrática” al inicio de la Revolución. Dos fases, sin embargo, fueron sin lugar a dudas revolucionarias.

La primera fase fue “1789”, la revolución moderada que acabó con el “Ancien Régime” [Antiguo Régimen], con su absolutismo real y su feudalismo, el monopolio de poder de la monarquía y los privilegios de la nobleza y la Iglesia. Entre los logros importantes de “1789” se incluye también la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la igualdad de todos los varones franceses ante la ley, la separación de Iglesia y Estado, un sistema parlamentario basado en un derecho a voto limitado y, por último, pero no menos importante, la creación de un Estado francés “indivisible”, centralizado y moderno. Una nueva Constitución promulgada oficialmente en 1791 consagró estos logros, que suponen un importante paso adelante en la historia de Francia.

El Ancien Régime de la Francia anterior a 1789 había estado íntimamente unido a la monarquía absoluta. Por otra parte, bajo el sistema revolucionario de “1789” se suponía que el rey iba a encontrar un papel cómodo dentro de la monarquía constitucional y parlamentaria, pero no sucedió así debido a las intrigas de Luis XVI y de este modo en 1792 surgió un nuevo tipo de Estado radicalmente diferente, una República. “1789” fue posible gracias a las violentas intervenciones del “populacho” parisino, los llamados “sans-culottes”, pero su resultado fue obra sobre todo de una clase moderada de personas que pertenecían casi exclusivamente a la alta burguesía, la clase media alta. Sobre las ruinas del Ancien Régime, que había servido a los intereses de la nobleza y la Iglesia, esos caballeros erigieron un Estado que se suponía estaba al servicio de los acaudalados burgueses. En un principio estos caballeros encontraron su espacio político en el “club” o partido político embrionario de los Feuillants y más tarde en el de los girondinos, nombre que reflejaba el lugar de procedencia de sus principales componentes, un contingente de miembros de la burguesía de Burdeos, el gran puerto situado a las orillas del estuario del Gironda, cuya riqueza se debía no solo al comercio de vino sino también, y sobre todo, al de esclavos. Estos caballeros de provincias nunca se sintieron en casa en París, la guarida de los leones revolucionarios, los sans-culottes, y de los respetables aunque todavía más radicales revolucionarios conocidos como jacobinos.

La segunda fase revolucionaria fue “1793”, que fue la revolución “popular”, radical, igualitaria, con derechos sociales (incluido el derecho al trabajo) y unas reformas socioeconómicas relativamente exhaustivas que se reflejaron en una constitución promulgada en el año revolucionario I (1793) y que nunca entró en vigor. En esta fase, que incorporó el famoso Maximilien Robespierre, la revolución se orientó hacia lo social y estaba dispuesta a regular la economía nacional y, por lo tanto, a limitar en cierta medida la libertad individual “pour le bonheur commun”, es decir, a beneficio de toda la nación. Como se mantuvo el derecho a la propiedad privada, “1793” se podría describir en la terminología contemporánea más como una “socialdemocracia” que como verdaderamente “socialista”.

“1793” fue obra de Robespierre y los jacobinos, especialmente de los jacobinos más fervorosos, un grupo al que se conocía con el nombre de la Montagne [Montaña] porque se sentaban en los bancos situados en la zona más alta de la Asamblea. Eran revolucionarios radicales, la mayoría de origen pequeño burgués o de clase media baja, cuyos principios eran tan liberales como los de la alta burguesía. Pero también querían satisfacer las necesidades elementales de las personas plebeyas parisinas, especialmente de los artesanos, que eran mayoría entre los sans-culottes. Estos sans-culottes eran hombres corrientes que vestían pantalones largos en vez de los cortos ajustados (“culottes”, en francés) que se complementaban con medias de seda y que eran la vestimenta típica de los aristócratas y burgueses prósperos. Los sans-culottes fueron las tropas de asalto de la Revolución, uno de cuyos logros fue la toma de la Bastilla. Robespierre y sus jacobinos radicales los necesitaban como aliados en su lucha contra los girondinos, los revolucionarios moderados de la burguesía, pero también contra los contrarrevolucionarios de la aristocracia y la Iglesia.

La revolución radical fue un fenómeno parisino en muchos sentidos, una revolución hecha en, por y para París. No es de extrañar que la oposición proviniera sobre todo de fuera de esta ciudad, más concretamente de la burguesía de Burdeos y de otras ciudades de provincia que ejemplificaban los girondinos, y del campesinado. Con “1793” la revolución se convirtió en una especie de conflicto entre París y el resto de Francia.

La contrarrevolución, personificada por los aristócratas que había huido del país (los émigrés), sacerdotes y campesinos sediciosos de la Vendée y otros lugares en provincias, fue hostil tanto a “1789” como a “1793” y quería nada menos que la vuelta al Ancien Régime. En la Vendée los rebeldes lucharon por el rey y la Iglesia. La burguesía adinerada, por su parte, estaba en contra de “1793” pero a favor de “1789”. A diferencia de los sans-culottes parisinos, esta clase no tenía nada que ganar y sí mucho que perder del progreso revolucionario radical en la dirección señalada por los montagnards y su constitución de 1793 que promovía el igualitarismo y el estatismo, esto es, la intervención del Estado en la economía. Pero la burguesía también se oponía a una vuelta al Ancien Régime, que habría vuelto a poner al Estado al servicio de la nobleza y la Iglesia. “1789”, en cambio, ponía al Estado francés al servicio de la burguesía.

El objetivo y en muchos sentidos también el resultado de “Termidor”, el golpe de Estado de 1794 que acabó con el gobierno revolucionario y a la vida de Robespierre, fue una vuelta atrás a la revolución burguesa moderada de 1789, pero con una república en lugar de una monarquía constitucional. La “reacción termidoriana” dio lugar a la constitución del año III que, como ha escrito el historiador francés Charles Morazé, “garantizó la propiedad privada y el pensamiento liberal, y abolió todo lo que pareciera empujar la revolución burguesa hacia el socialismo”. La modernización termidoriana de “1789” produjo un Estado que con toda justicia se ha descrito como “república burguesa” (république bourgeoise) o “república de propietarios” (république des propriétaires).

Se creó así el Directorio, un régimen extremadamente autoritario camuflado bajo una fina capa de barniz democrático en forma de asambleas legislativas cuyos miembros se elegían en base a un sufragio muy limitado. El Directorio tuvo enormes dificultades para sobrevivir ya que estaba dividido entre, a la derecha, una Escila monárquica que anhelaba volver al Ancien Régime, y, a la izquierda, una Caribdis de jacobinos y sans-culottes deseosos de volver a radicalizar la revolución. Estallaron varias rebeliones monárquicas y (neo)jacobinas, y en cada ocasión fue la intervención del ejército la que tuvo que salvar el Directorio. Uno de estos levantamientos fue ahogado con sangre por un general ambicioso y popular llamado Napoleon Bonaparte.

Finalmente se resolvieron los problemas por medio de un golpe de Estado que tuvo lugar el 18 brumario del año VIII, el 9 de noviembre de 1799. Para evitar perder su poder a manos de los monárquicos o de los jacobinos la burguesía adinerada de Francia entregó su poder a Napoleon, un dictador militar en el que podían confiar y era popular. Se esperaba que el general corso pusiera el Estado francés a disposición de la alta burguesía y eso es exactamente lo que hizo. Su tarea principal fue eliminar la doble amenaza que había acuciado a la burguesía. El peligro monárquico y, por lo tanto, contrarrevolucionario, se neutralizo por medio del “palo” de la represión, pero aún más por medio de la “zanahoria” de la reconciliación. Napoleon permitió a los aristócratas que se había marchado volver a Francia, recuperar sus propiedades y disfrutar de los privilegios que su régimen concedió generosamente no solo a los ricos burgueses sino a todos los propietarios. Napoleon también reconcilió a Francia con la Iglesia por medio de la firma de un concordato con el papa.

Para librarse de la amenaza (neo)jacobina y evitar que la revolución se volviera a radicalizar Napoleon recurrió sobre todo a un instrumento que ya habían utilizado los girondinos y el Directorio: la guerra. En efecto, cuando recordamos la dictadura de Napoleon no pensamos tanto en acontecimientos revolucionarios que se desarrollaron en la capital, como ocurrió entre los años 1789 y 1794, sino en una serie interminable de guerras que se libraron lejos de París y en muchos casos más allá de las fronteras de Francia. No es una casualidad, porque las llamadas “guerras revolucionarias” sirvieron para el objetivo fundamental de los paladines de la revolución moderada, incluidos Bonaparte y quienes le apoyaba: consolidar los logros de “1789” e impedir tanto una vuelta al Ancien Régime como una repetición de “1793”.

Con su política del terror (que se conoció como la Terreur, “el terror”) Robespierre y los montagnards habían tratado no solo proteger la revolución sino también radicalizarla, lo que significó que “internalizaron” la revolución dentro de Francia, antes que nada en el corazón de esta, su capital, París. No es casual que la guillotina, la “cuchilla revolucionaria”, símbolo de la revolución radical, se instalara en medio de la Plaza de la Concordia, es decir, en medio de la plaza que estaba en medio de la ciudad situada en medio del país. Para concentrar sus propias energías y las de los sans-culottes en la internalización de la revolución Robespierre y sus camaradas jacobinos se opusieron (a diferencia de los girondinos) a las guerras internacionales, puesto que las consideraban un desperdicio de las energías revolucionarias y una amenaza para la revolución. A la inversa, la serie interminable de guerras que se libraron después, primero bajo los auspicios del Directorio y luego de Bonaparte, supusieron una externalización de la revolución, una exportación de la revolución burguesa de 1789. Al mismo tiempo sirvieron en el ámbito interno para impedir una nueva interiorización o radicalización de la revolución a la 1793.

La guerra, el conflicto internacional, sirvió para liquidar la revolución, el conflicto interno, el conflicto de clase. Esto se hizo de dos maneras. En primer lugar, la guerra hizo que los revolucionarios más fervientes desaparecieran de la cuna de la revolución, París. Una enorme cantidad de jóvenes sans-culottes salieron de la capital para luchar en tierras extranjeras (y a menudo para no volver nunca), en un primer momento como voluntarios, pero en seguida como reclutas. A consecuencia de ello en París solo quedaron unos pocos luchadores varones para llevar a cabo acciones revolucionarias fundamentales, como la toma de la Bastilla, pero demasiados pocos para repetir los éxitos de los sans-culottes entre 1789 y 1793, como demostró claramente la derrota de las insurrecciones jacobinas bajo el Directorio. Bonaparte perpetuó el sistema del servicio militar obligatorio y la guerra perpetua. «Fue él», escribió el historiador Henri Guillemin, «quien envió a los potencialmente peligrosos jóvenes plebeyos lejos de París e incluso a Moscú, para gran alivio de los burgueses acaudalados [gens de bien]».

En segundo lugar, las noticias de las grandes victorias generaron orgullo patriótico entre los sans-culottes que se habían quedado en casa, un orgullo que iba a resarcir el menguante entusiasmo revolucionario. Así, con una pequeña ayuda de Marte, el dios de la guerra, se pudo desviar la energía revolucionaria de los sans-culottes y del pueblo francés en general hacia otros canales menos radicales en términos revolucionarios. Esto reflejaba un proceso de desplazamiento en el que el pueblo francés, incluidos los sans-culottes parisinos, fue perdiendo gradualmente su entusiasmo por la revolución y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, no solo entre los franceses, sino con otras naciones. En vez de eso los franceses adoraron cada vez más al becerro de oro del chovinismo francés, de la expansión territorial hasta las fronteras supuestamente “naturales” de su país, como el Rin, y de la gloria internacional de la «gran nación», y después del 18 Brumario, de su gran líder y pronto emperador: Bonaparte.

Así se puede entender también la reacción ambivalente de los extranjeros ante las guerras y conquistas de Francia en aquel momento. Aunque algunos, como las élites del Ancien Régime y el campesinado, rechazaban la Revolución francesa en su conjunto y otros, sobre todo los jacobinos locales como los “patriotas” holandeses, la acogieron con entusiasmo, muchas personas vacilaban entre la admiración por las ideas y los logros de la Revolución francesa, y la aversión por el militarismo, el chovinismo sin límites y el imperialismo implacable de Francia después del Termidor, durante el Directorio y bajo Napoleon.

Muchas personas no francesas se debatían entre la admiración y la aversión que sentían simultáneamente por la Revolución francesa. En otras tarde o temprano el entusiasmo inicial dio paso a la desilusión. Los británicos, por ejemplo, dieron la bienvenida a “1789” porque consideraron que esta revolución moderada era la importación a Francia del tipo de monarquía constitucional y parlamentaria que ellos mismos habían adoptado un siglo antes durante la llamada Revolución Gloriosa. William Wordsworth evocó ese sentimiento en los versos siguientes: “La felicidad absoluta en aquel amanecer era estar vivo, / pero ser joven era el mismo cielo”.

Sin embargo, después de “1793” y del Terror que le acompañó muchos británicos observaron con aversión lo que sucedía al otro lado del Canal de la Mancha. El libro de Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France [Reflexiones sobre la revolución en Francia], publicado en noviembre de 1790, se convirtió en la Biblia contrarrevolucionaria no solo en Inglaterra sino en todo el mundo. A mediados del siglo XX George Orwell escribiría que “para el inglés medio la Revolución francesa no significa más que una pirámide de cabezas cortadas”. Lo mismo se podría decir de prácticamente todas las personas no francesas (y muchas francesas) hoy en día.

Así pues, para acabar con la revolución en la propia Francia, Napoleon la secuestró de París y la exportó al resto de Europa. Con el fin de impedir que la poderosa corriente revolucionaria excavara y ahondara su propio canal (en París y el resto de Francia), primero los termidorianos y luego Napoleon hicieron que sus turbulentas aguas desbordaran las fronteras de Francia, inundaran toda Europa y de este modo se convirtieran en aguas vastas, aunque poco profundas y tranquilas.

Napoleon Bonaparte era la opción perfecta, incluso simbólicamente, para alejar la revolución de su cuna parisina, para acabar con lo que en muchos sentidos era un proyecto de los jacobinos y sans-culottes pequeñoburgueses de la capital, y, a la inversa, para consolidar la revolución moderada que tanto gustaba a los burgueses. Napoleon había nacido en Ajaccio, la ciudad de provincias francesa más alejada de París. Además, era “un hijo de la alta burguesía corsa [gentilhommerie corse]”, es decir, descendiente de una familia que se podría describir como alta burguesía pero con pretensiones aristocráticas o como nobleza menor pero con un estilo de vida burgués. En muchos sentidos la familia Bonaparte pertenecía a la alta burguesía, la clase que en toda Francia había logrado alcanzar sus ambiciones gracias a “1789” y que más tarde, ante las amenazas tanto de la izquierda como de la derecha, trató de consolidar este triunfo por medio de una dictadura militar. Bonaparte personificaba a la alta burguesía de provincias que siguiendo el ejemplo de los girondinos quería una revolución moderada, materializada en un Estado, a ser posible democrático, pero autoritario en caso necesario, que le permitiera potenciar al máximo su riqueza y su poder. Las experiencia del Directorio había demostrado los defectos que en este sentido tenía una república con unas instituciones relativamente democráticas, por lo que la burguesía finalmente buscó la salvación en una dictadura.

La dictadura militar que sustituyó a la “república burguesa” post-termidoriana apareció en escena como un deus ex machina en Saint-Cloud, un pueblo a las afueras de París, el “18 brumario del año VIII”, es decir, el 9 de noviembre de 1799. Este paso político decisivo para liquidar la revolución fue al mismo tiempo un paso geográfico para alejarse de París, del hervidero de la revolución y de la guarida de los revolucionarios jacobinos y sans-culottes. Además, el traslado a Saint-Cloud fue un paso pequeño aunque significativo simbólicamente respecto al ámbito rural, mucho menos revolucionario, cuando no contrarrevolucionario. Da la casualidad de que Saint-Cloud se encuentra en el camino que va de París a Versalles, lugar residencia de los monarcas absolutistas de la época prerrevolucionaria. El hecho de que un golpe de Estado que daba paso a un régimen autoritario tuviera lugar ahí era el reflejo topográfico del hecho histórico de que, tras el experimento democrático de la revolución, Francia volvía al camino hacia un nuevo sistema absolutista similar al sistema cuyo“sol” había sido Versalles. Pero esta vez el destino era un sistema absolutista presidido por un Bonaparte en vez de por un Borbon y, lo que es mucho más importante, un sistema absolutista al servicio de la burguesía en vez de al servicio de la nobleza.

Imagen: Una caricatura británica del golpe de Estado de Saint-Cloud realizada por James Gillray. La dictadura de Bonaparte fue ambivalente respecto a la revolución. Con su llegada la poder la revolución estaba terminada, incluso liquidada, al menos en el sentido de que ya no habría más experimentos igualitarios (como en “1793”) ni más esfuerzos por mantener una fachada republicano-democrática (como en “1789”). En cambio se mantuvieron e incluso se consagraron los logros esenciales de “1789”.

Entonces, ¿Napoleon fue un revolucionario o no? Estaba a favor de la revolución en el sentido de que estaba en contra de la contrarrevolución monárquica y como dos negaciones se anulan mutuamente, un contrarrevolucionario es automáticamente un revolucionario, n’est-ce pas? Pero también se puede decir que al mismo tiempo Napoleon estaba contra la revolución: apoyaba la revolución moderada y burguesa de 1789, asociada a los Feuillants, girondinos y termidorianos, pero estaba en contra de la revolución radical de 1793, obra de los jacobinos y sans-culottes. La historiadora francesa Annie Jourdan cita en su libro La Révolution, une exception française? [La Revolución, ¿una excepción francesa?] a un comentarista alemán contemporáneo que se había dado cuenta de que Bonaparte “nunca fue sino la personificación de una de las diferentes fases de la revolución”, como escribió en 1815. Esa fase era la revolución moderada y burguesa, “1789”, la revolución que Napoleon no solo iba a consolidar en Francia sino que iba a exportar al resto de Europa.

Napoleon eliminó las amenazas tanto monárquicas como jacobinas, pero prestó otro servicio importante a la burguesía. Consiguió que se consagrara legalmente el derecho a la propiedad, piedra angular de la ideología liberal que tanto apreciaban los burgueses, y demostró su devoción hacia este principio volviendo a autorizar la esclavitud, que todavía se consideraba una forma legítima de propiedad. En efecto, Francia había sido el primer país en abolir la esclavitud, en concreto en la época de la revolución radical, bajo los auspicios de Robespierre, el cual la había abolido a pesar de la oposición de sus antagonistas, los girondinos, que supuestamente eran unos caballeros moderados, precursores de Bonaparte como paladines de la causa de la burguesía y de su ideología liberal que ensalzaba la libertad, aunque no para las personas esclavas.

“La burguesía encontró en Napoleon un protector y a la vez un amo”, escribió el historiador Georges Dupeux. El corso fue sin lugar a dudas un protector e incluso un gran paladín de la causa de los burgueses acaudalados, pero nunca fue su amo. En realidad, desde el principio al final de su carrera “dictatorial” fue un subordinado de los dueños de la industria y las finanzas de la nación, los mismos caballeros que ya controlaban Francia en la época del Directorio, la “république des propriétaires” [república de los propietarios], y que le habían confiado la gestión del país en su nombre.

Desde el punto financiero, se hizo depender no solo a Napoleón sino a todo el Estado francés de una institución que era (y ha seguido siendo hasta nuestros días) propiedad de la élite del país, aunque esa realidad se ocultara aplicando una etiqueta que daba la impresión de que era una empresa estatal, el Banque de France, el banco nacional. Sus banqueros recaudaron dinero de la burguesía acaudalada y lo pusieron a disposición de Napoleón a un tipo de interés relativamente elevado. Napoleon lo utilizó para gobernar y armar a Francia, para librar una guerra interminable y, por supuesto, para desempeñar el papel de emperador con mucha pompa y circunstancia.

Napoleon no fue sino el mascarón de proa de un régimen, una dictadura de la alta burguesía, un régimen que supo ocultarse tras una coreografía fastuosa al estilo de la antigua Roma que primero recordó, un tanto modestamente, a un consulado y posteriormente a un imperio jactancioso.

Volvamos al papel que desempeñó la interminable serie de guerras emprendidas por Napoleon, unas aventuras militares que se emprendieron por la gloria de la “grande nation” y de su gobernante. Ya hemos visto que esos conflictos sirvieron en primer lugar para liquidar la revolución radical en la propia Francia. Pero también permitieron a la burguesía acumular más capital que nunca. Los industriales, comerciantes y banqueros consiguieron unos enormes beneficios suministrando al ejército armas, uniformas, comida, etc. Las guerras fueron muy beneficiosas para los negocios y las victorias proporcionaron unos territorios que contenían valiosas materias primas o podían servir de mercados para los productos acabados de la industria de Francia. Eso benefició a la economía francesa en general, pero sobre todo a su industria, cuyo desarrollo se aceleró así considerablemente. Por consiguiente, los industriales (y sus socios de la banca) pudieron desempeñar un papel cada vez más importante dentro de la burguesía.

Bajo Napoleon el capitalismo industrial, que iba a ser típico del siglo XIX, empezó a vencer al capitalismo comercial, que durante los dos siglos anteriores había sido la tendencia económica. Vale la pena señalar que la acumulación de capital comercial en Francia había sido posible sobre todo gracias al comercio de esclavos, mientras que la acumulación del capital industrial tenía mucho que ver con la casi ininterrumpida sucesión de guerras libradas primero por el Directorio y después por Napoleon. En ese sentido Balzac tenía razón al afirmar que “detrás de cada gran fortuna sin un origen aparente subyace un crimen olvidado”.

Las guerras de Napoleon estimularon el desarrollo del sistema industrial de producción y supusieron al mismo tiempo la sentencia de muerte para el antiguo sistema artesanal a pequeña escala en el que los artesanos trabajaban de forma tradicional y no mecanizada. Por medio de la guerra la burguesía bonapartista no solo hizo que los sans-culottes (que eran sobre todo artesanos, comerciantes, etc.) desaparecieran físicamente de París, sino que también hizo que desaparecieran del panorama socioeconómico. Los sans-culottes habían desempeñado un papel fundamental en el drama de la revolución, pero debido a las guerras que liquidaron la revolución (radical), ellos, que habían sido las tropas de asalto del radicalismo revolucionario, salieron del escenario de la historia.

Así, gracias a Napoleon la burguesía de Francia logró librarse de su enemigo de clase, pero resultó ser una victoria pírrica. ¿Por qué? El futuro económico no pertenecía a los talleres y a los artesanos que trabajaban de forma “independiente”, tenían alguna propiedad, aunque solo fueran sus herramientas, y, por tanto, eran pequeños burgueses, sino a las fábricas, a sus propietarios, los industriales, pero también a sus trabajadores, los obreros asalariados y en general muy mal pagados de las fábricas. Este “proletariado” iba a resultar ser un enemigo de clase mucho más peligroso para la burguesía que lo que habían sido los sans-culottes y otros artesanos. Además, el objetivo del proletariado era llevar a cabo una revolución mucho más radical que “1793” de Robespierre. Pero esto iba a ser una preocupación para los regímenes burgueses que iban a suceder al del supuestamente “gran” Napoleon, incluido el de su sobrino, Napoleon III, al que Victor Hugo llamó despectivamente “Napoleon le Petit” [Napoleon el pequeño].

Muchas personas dentro y fuera de Francia, incluidos políticos e historiadores, desprecian y denuncian a Robespierre, los jacobinos y los sans-culottes debido al derramamiento de sangre que se asocia a su revolución radical y “popular” de 1793. Estas mismas personas suelen mostrar una gran admiración por Napoleon, el restaurador de la “ley y el orden” , y salvador de la revolución moderada y burguesa de 1789. Condenan la internalización de la Revolución francesa porque estuvo acompañada del Terror que provocó muchos miles de víctimas en Francia, sobre todo en París, y culpan de estas víctimas a la “ideología” jacobina y/o al supuestamente innato carácter sanguinario del “populacho”. Parecen no darse cuenta (o no querer darse cuenta) de que la externalización de la revolución por parte de los termidorianos y de Napoleon, acompañada de unas guerras internacionales que se prolongaron durante casi veinte años, costó la vida a muchos millones de personas en toda Europa, incluida una enorme cantidad en Francia. Esas guerras fueron una forma de terror mucho mayor y mucho más sangrienta que lo que había sido el Terreur orquestado por Robespierre.

Se calcula que ese régimen de terror costó la vida a aproximadamente 50.000 personas, más o menos el 0,2 % de la población de Francia. El historiador Michel Vovelle, que cita estas cifras en uno de sus libros, se pregunta si es mucho o poco. Es muy poco en comparación con la cantidad de víctimas que provocaron las guerras libradas por la expansión territorial temporal de la grande nation y la gloria de Bonaparte. Solo en la Batalla de Waterloo, la batalla final de la supuestamente gloriosa carrera de Napoleon, y en su preludio (las simples escaramuzas de Ligny y Quatre Bras) murieron entre 80.000 y 90.000 personas. Y lo que es peor, muchos cientos de miles de hombres nunca volvieron de las desastrosas campañas en Rusia. Es terrible, n’est-ce pas? Pero nadie parece hablar nunca del “terror” bonapartista y tanto París como el resto de Francia están repletos de monumentos, calles y plazas que conmemoran las supuestamente heroicas y gloriosas hazañas del más famoso de todos los corsos.

Marx y Engels señalaron que al sustituir la revolución permanente por la guerra permanente dentro de Francia y, sobre todo, en París los termidorianos y sus sucesores “perfeccionaron” la estrategia de terror, es decir, hicieron correr mucha más sangre que en la época de la política de terror de Robespierre. En todo caso, la exportación o externalización por medio de la guerra de la revolución termidoriana de la (alta) burguesía, una actualización de «1789», provocó muchas más víctimas que el intento jacobino de radicalizar o interiorizar la revolución dentro de Francia por medio de la Terreur.

Lo mismo que nuestros políticos y medios de comunicación, la mayoría de los historiadores todavía consideran que la guerra es una actividad estatal perfectamente legítima, y fuente de gloria y orgullo para los vencedores e incluso para nuestros inevitablemente “heroicos” perdedores. Por el contrario, las decenas o cientos de miles e incluso millones de víctimas de la guerra (que ahora se lleva a cabo sobre todo por medio de bombardeos aéreos y, por tanto, de verdaderas masacres unilaterales en vez de guerras) nunca reciben la misma atención y simpatía que las mucho menos numerosas víctimas del “terror”, una forma de violencia que no está respaldada, al menos no abiertamente, por un Estado y que, por lo tanto, se tilda de ilegítima.

Me viene a la memoria la actual “guerra contra el terrorismo”. Por lo que se refiere a la superpotencia que nunca deja de emprender guerras, se trata de una forma de guerra permanente y omnipresente que estimula el chauvinismo irreflexivo y patriotero de los estadounidenses corrientes (¡los sans-culottes estadounidenses!) al tiempo que proporciona a los más pobres de ellos puestos de trabajo como marines. Para gran ventaja de la industria estadounidense, esta guerra perpetua proporciona a las corporaciones estadounidenses acceso a importantes materias primas como el petróleo y viene a ser para los fabricantes de armas y muchas otras empresas, especialmente las que cuentan con amistades en los ámbitos de poder en Washington, una cornucopia de beneficios astronómicos. Son obvias las similitudes con las guerras de Napoleon. ¿Cómo era lo que decían los franceses?: “Plus ça change, plus c’est la même chose” [Cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo].

Con Napoleon Bonaparte la revolución acabó donde se suponía debía acabar, al menos en lo que concernía a la burguesía francesa. Cuando Napoleon irrumpió en escena, la burguesía triunfó. No es casual que en las ciudades francesas a los miembros de la élite social, “les notables” (es decir, los hombres de negocios, banqueros, abogados y otros representantes de la alta burguesía), les guste reunirse en cafés y restaurantes que llevan el nombre de Bonaparte, como observó el brillante sociólogo Pierre Bourdieu.

La alta burguesía siempre ha estado agradecida a Napoleon por los innegables servicios que prestó a su clase. El más importante de estos servicios fue liquidar la revolución radical, la de “1793”, que suponía una amenaza para las considerables ventajas que gracias a “1789” había adquirido la burguesía a expensas de la nobleza y la Iglesia. Por el contrario, el odio que la burguesía sentía por Robespierre, la figura más destacada de “1793”, explica la casi total ausencia de estatuas y otros monumentos, y de nombres de calles y plazas que honren su memoria, aun cuando el hecho de que Robespierre aboliera la esclavitud fue uno de los mayores logros de la historia de la democracia en el mundo.

También se venera a Napoleon más allá de las fronteras de Francia, en Bélgica, Italia, Alemania, etc., y sobre todo lo venera la burguesía acomodada. Sin lugar a dudas se debe a que todos esos países eran sociedades feudales y casi medievales en los que las conquistas de Napoleon permitieron liquidar sus propios Ancien Régimes e introducir la revolución moderada que, como ya había ocurrido en Francia, fue una fuente de considerables mejoras para toda la población (excepto la nobleza y el clero, por supuesto), pero también de privilegios especiales para la burguesía. Probablemente esto explica por qué hoy en Waterloo la estrella indiscutible del espectáculo turístico no es Wellington sino Napoleon, de modo que puede que los turistas que no conocen bien la historia ¡piensen que fue él quien ganó la batalla!

Jacques R. Pauwels es historiador y autor de The Great Class War: 1914-1918. Su último libro es Le Paris des san-sculottes: Guide du Paris révolutionnaire 1789-1799, Éditions Delga, París, marzo de 2021. [En castellano se ha publicado, traducido por José Sastre, El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002. Boltxe liburuak publicará próximamente Los mitos de la historia moderna].

Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/05/07/napoleon-between-war-and-revolution/

Esta traducción se puede reproducir libremente 

jueves, 20 de mayo de 2021

La mejor película sobre la II Guerra Mundial es el filme soviético ‘Masacre. Ven y mira’, el clásico del cine bélico que retrata el salvajismo de la invasión nazi de la URSS, se reestrena en cines y en la plataforma Filmin.

Con la invasión nazi de la URSS el 22 de junio de 1941, hace ahora 80 años, la II Guerra Mundial alcanzó una dimensión de salvajismo hasta entonces desconocida. El objetivo de la ofensiva no solo era la conquista, sino la aniquilación de los pueblos conquistados. “Los problemas empiezan con los niños. No todos los pueblos tienen derecho a existir. No todas las naciones merecen un futuro”, sostiene uno de los nazis que participan en la matanza de población civil que Elem Klimov retrata en Masacre. Ven y mira (1985), un clásico del cine bélico que se acaba de reestrenar restaurado en cines y llegará el 28 de mayo a la plataforma digital Filmin.

Esta película se estrenó con motivo del 40º aniversario de la victoria sobre el Tercer Reich, cuando estaba a punto de empezar la perestroika en la URSS con la reciente llegada al poder de  Mijail Gorbachov. Pero el resultado, que muestra una violencia atroz, se quedó muy lejos de un filme de propaganda bélica para convertirse en un título que aparece en todas las listas de mejores cintas bélicas. El escritor de ciencia-ficción J.G. Ballard llegó a escribir que era “la mejor película de guerra de la historia”.

Ambientada en 1943 en Bielorrusia, Masacre. Ven y mira relata la historia de un niño que se suma a las filas de la resistencia en un viaje infernal durante el que descubrirá la táctica del Ejército alemán para acabar con la guerrilla: el asesinato masivo de civiles. El paso de las hordas nazis está retratado casi como una epidemia de peste, el coste humano de la invasión alemana fue tan devastador como esta enfermedad medieval, las cruces gamadas fueron una señal de muerte constante, despiadada y cruel. En muchos pueblos, encerraron a todos sus habitantes en un edificio —una iglesia o un granero— y luego le prendían fuego.

El filme se nutre de los recuerdos del escritor bielorruso  Alés Adamóvich (1927-1994), autor del guion y del libro en el que se basa, El relato de Jatin o Khatyn en su traducción inglesa (no confundir con Katyn, el lugar donde la policía política estalinista asesinó a miles de oficiales polacos tras la invasión de 1939). Adamóvich, que por su honestidad y capacidad narrativa pertenece a la misma estirpe que la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich, sirvió como adolescente en un batallón partisano en 1942 y 1943. Su libro, disponible en inglés aunque no en castellano, empieza con el siguiente dato: “De acuerdo con documentos de la II Guerra Mundial, más de 9.200 pueblos fueron destruidos en Bielorrusia y en más de 600 de ellos, todos sus habitantes fueron asesinados o quemados vivos. Solo unos pocos sobrevivieron”.

Pilar Bonet, histórica corresponsal de este diario en Moscú y una de las periodistas mundiales que mejor conoce el antiguo espacio soviético, escribió cuando falleció Adamóvich que “su nombre está vinculado a la Generación de los Sesenta, el grupo de intelectuales que alcanzó la madurez y una oportunidad efímera de expresarse con libertad en la época de Nikita Jruschov. Los temas bélicos tuvieron una gran importancia para Adamóvich como escritor y como cineasta”.

En el ensayo que acompaña a la edición del filme en la prestigiosa Criterion Collection, el historiador del cine Mark Le Fanu explica que Elem Klimov (1933–2003) pertenece “a un grupo de directores de gran talento —Marlen Khutsiev, Gleb Panfilov, Andrei Konchalovsky y Alexei German entre otros— que empezaron a hacer películas en el periodo de relativa liberalización conocido como el deshielo, cuando fue posible por primera vez cuestionar en voz alta algunas de las ideas que hasta entonces se habían sostenido bajo el monolítico comunismo estatal”. Sostiene Le Fanu que Masacre es a la vez “su mayor monumento y su epitafio” porque fue su última película.

En una entrevista con Pilar Bonet en 1985 tras el estreno del filme, Klimov explicó que quiso rodar una película “claramente antifascista” en la que también se colaron sus propios recuerdos de la guerra: “Soy un niño de la guerra. Nací en Stalingrado, la guerra comenzó cuando yo ingresé en el primer curso de la escuela, he visto la ciudad quemada y destruida, cadáveres y prisioneros. Los recuerdos de la infancia son los más fuertes. Y además lo consideraba como un deber de ciudadano”.

Con una estética brutalmente realista, Klimov y Adamóvich logran reflejar algo casi imposible de contar en una película: el horror de la II Guerra Mundial en la URSS. Tras la invasión de Polonia, en 1939, los nazis llevaron a cabo asesinatos masivos de intelectuales y persecuciones de judíos. Con la Operación Barbarroja, el conflicto entró en una nueva dimensión y además fue el momento en el que arrancó el Holocausto, primero con el asesinato masivo de judíos perpetrado por los escuadrones móviles de la muerte, los Einsatzgruppen, y después con las cámaras de gas de los campos de exterminio. Entre el 29 y 30 de septiembre fueron asesinados en el barranco de Babi Yar todos los judíos de Kiev, cerca de 200.000 personas, en la mayor masacre del llamado Holocausto de las balas.

Lo que cambió aquel verano de 1941, y queda reflejado de forma espeluznante en el filme de Klimov, fue que el objetivo de las masacres ya no eran solo los adultos, sino las mujeres y los niños. El exterminio debía ser total. El historiador francés experto en nazismo Christian Ingrao recuerda en su último libro, Le Soleil noir du paroxysme. Nazisme, violence de guerre, temps présent (El sol negro del paroxismo. Nazismo, violencia de guerra, tiempo presente, Odile Jacob, 2021), una frase del comandante del 4º Cuerpo del Ejército alemán, Erich Höppner, en una arenga a sus tropas: “El objetivo de esta lucha debe ser la aniquilación de la Rusia actual, por lo que debe librarse con una dureza sin precedentes. Toda situación de combate debe ser enfrentada con una voluntad de hierro hasta la aniquilación total y despiadada del enemigo. En particular, no hay piedad para los partidarios del actual sistema ruso-bolchevique”.

En las cuatro primeras semanas de guerra en Polonia, los nazis asesinaron a 12.000 personas. En la URSS, a 50.000 durante el mismo periodo. Y, a mediados de agosto de 1941, comenzaron las ejecuciones masivas de mujeres y niños. En diciembre de 1941, el Ejército alemán y los  Einsatzgruppen habían asesinado a medio millón de civiles, sobre todo judíos. Ingrao narra cómo los oficiales lograron convencer a los soldados del “atroz deber”, en palabras de Himmler, que tenían que cumplir en una escena que ocurrió aquel agosto en la ciudad de Tighina (Besarabia): “Bruno Müller era el comandante del Sonderkommando 11b del Einsatzgruppe D. Brillante jurista con un doctorado en Derecho Internacional, desde hacía siete semanas dirigía por primera vez un grupo en operaciones de guerra. Para el joven oficial de 35 años no era su primera operación: había estado destinado en Polonia, en Cracovia, y había ordenado fusilamientos allí, pero aquí el contexto cambiaba y, el 6 de agosto, tuvo que anunciar a su centenar de hombres reunidos que ahora tendrían que matar a mujeres y niños. Así que hizo que le trajeran a una mujer y a su hijo recién nacido y, delante de la tropa reunida, sacó su pistola de ordenanza y les disparó”. Ese es el universo moral que retrata Masacre. Ven y mira.



miércoles, 19 de mayo de 2021

En Kerala, el presente está dominado por el futuro



Kerala, un estado de India con una población de 35 millones de personas, acaba de reelegir al Frente Democrático de Izquierda (LDF por su sigla en inglés) para liderar el gobierno por otros cinco años.

Desde 1980 que el pueblo de Kerala no reelegía a un gobierno, optando en cambio por la alternancia entre la izquierda y la derecha. Este año, el pueblo decidió mantener su apoyo a la izquierda y dar un segundo mandato como jefe de gobierno al líder del Partido Comunista de la India (Marxista), Pinarayi Vijayan. La ministra de Salud, K. K. Shailaja, conocida como profesora Shailaja, ganó la reelección con un récord de 60.000 votos, sobrepasando por mucho a su contendor más cercano.

Está claro que el pueblo optó por seguir apoyando al gobierno de izquierda por una serie de razones:

La forma eficiente y racional con que ha manejado una crisis tras otra desde el ciclón Ockhi (2017), las inundaciones (2018 y 2019) y los virus (el Nipah en 2018 y el coronavirus en 2020-2021).

A pesar de estas crisis, el gobierno continuó atendiendo a las necesidades de la población, construyendo viviendas asequibles, escuelas públicas de buena calidad e infraestructura pública.

El gobierno y los partidos de izquierda lucharon para defender la estructura secular y federal de India, sofocando el neofascismo del Partido Bharatiya Janata y su líder Narendra Modi, el primer ministro de India.

Si en otras partes del mundo el presente está dominado por el pasado, en Kerala, el presente está dominado por el futuro y sus potencialidades.

El domingo, el jefe de gobierno Vijayan comenzó su conferencia de prensa no con los resultados de la elección, sino con la actualización de las cifras de COVID-19. Fue solo después de dar cuenta de la situación actual de la pandemia en el estado que celebró la “victoria popular”. “Esta victoria nos hace más humildes. Nos exige que tengamos más compromiso”, dijo. Desde el ciclón de 2017 hasta la pandemia de coronavirus, el jefe de gobierno se ha enfrentado al público en conferencias de prensa tranquilas y racionales, ofreciendo evaluaciones basadas en la ciencia sobre los problemas y los anhelos de la gente que se sintió desesperada frente a las circunstancias impuestas.

Jeo Baby —el director de cine del éxito The Great Indian Kitchen [La gran cocina india]— hizo una parodia humorística y cariñosa de la conferencia de prensa: el año pasado superpuso su voz en un video de Facebook en el que le dice a su hijo de cuatro años que se lave los dientes antes de tomar el té de la mañana. La conferencia de prensa del 2 de mayo —después de que se conocieran los resultados electorales— siguió esa tradición de calma y sensatez.

La comparación con la actitud adoptada por el primer ministro de India, Narendra Modi, ha sido evidente para la población de Kerala. El 28 de enero, Modi intervino en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, donde anunció que India había vencido al COVID-19. El ambiente era de total arrogancia. “No es aconsejable juzgar el éxito de India con el de otros países”, dijo Modi. “Un país que alberga al 18 por ciento de la población mundial ha salvado a la humanidad de un desastre mayor al contener eficazmente el avance del coronavirus”. Ese mismo día, el ministro de Salud, el Dr. Harsh Vardhan, dijo: “India ha aplanado su curva de COVID-19”. Ciertamente, ese día, el número de casos confirmados fue de 18.855. Observadores atentxs advirtieron que estas cifras parecían desinfladas, y que el virus —así como sus nuevas variantes— podría recrudecer muy rápidamente dada la falta de precaución en la sociedad.

Pocos días antes de que Modi y Vardhan hicieran esos comentarios, miembros del partido gobernante y el jefe de gobierno de Uttarakhand, Trivendra Singh Rawat, permitieron que 7 millones de personas participaran del festival de Kumbh Mela en abril. Kumbh Mela es una reunión de personas devotas para celebrar la rotación de Júpiter (Brihaspati), que supuestamente sucede cada doce años. En medio de la pandemia, este año se permitieron las celebraciones con un año de antelación. Funcionarixs del gobierno advirtieron a principios de abril que esta y otras concentraciones masivas podrían avivar la transmisión del virus. El ministro de Salud dijo que esto era “incorrecto y falso”. El festival se llevó a cabo, como también los masivos mítines de campaña de Modi por las elecciones a la Asamblea.

El comentario de Modi en el Foro de Davos fue tanto cruel como ridículo. El último día de abril, se confirmaron más de 400.000 casos diarios de COVID-19 en India. Todo el sistema sanitario estaba sobrepasado. El gasto gubernamental en salud es extremadamente bajo, alrededor del 1,3% del PIB en 2018. A finales de 2020, el gobierno indio admitió que hay 0,8 médicxs y 1,7 enfermerxs por cada 1.000 personas. Ningún país con el tamaño y la riqueza de India tiene tan poco personal médico.

Y se pone peor. India tiene solo 5,3 camas por cada 10.000 personas, mientras China —por ejemplo— tiene 43,1. En cuanto a las camas de cuidados intensivos, India tiene 2,3 por cada 100.000 personas (comparado con 3,6 en China) y solo cuenta con 48.000 ventiladores (China tuvo 70.000 solo en Wuhan).

La debilidad de la infraestructura médica se debe en su totalidad a la privatización, ya que los hospitales del sector privado gestionan su sistema sobre el principio de la capacidad máxima y no tienen la habilidad para gestionar los picos de carga. La teoría de la optimización no permite que el sistema haga frente a las sobrecargas, ya que en periodos normales significaría que los hospitales tengan un excedente de capacidad. Ningún hospital privado va a mantener voluntariamente un superávit de camas o ventiladores. Esto es lo que inevitablemente produce una crisis en una pandemia. El bajo gasto gubernamental en salud significa un bajo gasto en infraestructura médica y bajos salarios para el personal sanitario. Esta es una manera deficiente de administrar una sociedad moderna, tanto en tiempos normales como extraordinarios.

El BJP —el partido de Modi— sufrió una derrota contundente en estas elecciones para la Asamblea en Kerala (no ganó ningún escaño), su alianza perdió en Tamil Nadu (población de 68 millones) y perdió en Bengal Occidental (población de 91 millones). El mandato en estos estados es uno contra la catástrofe creada por los sistemas sanitarios impulsados por el mercado y por este gobierno cruel e incompetente. Hay que mencionar, sin embargo, que estos no son los núcleos de la base de apoyo de Modi. Esos están principalmente en el norte y este del país, y no tienen elecciones previstas al menos en un año. No obstante, la continuación de la revuelta campesina —que comenzó en noviembre de 2020— probablemente cambiará el balance de fuerzas en muchos de esos estados, desde Haryana hasta Gujarat.

Nada refleja mejor la incompetencia cruel del gobierno que la situación de las vacunas. India produce el 60% de las vacunas mundiales. Aun así —como señaló Tejal Kanitkar, profesor del Instituto Nacional de Estudios Avanzados— al ritmo actual, India no completará su programa de vacunación antes de noviembre de 2022. Es una situación desconcertante. Kanitkar sugiere tres políticas sensatas que debieran ser apoyadas de inmediato:

Adquisición a gran escala de vacunas por parte del gobierno indio a precios regulados.
Un sistema de distribución transparente en todos los 28 estados y 8 territorios de la federación de India, discutido con expertxs en salud pública y con los gobiernos estaduales para determinar la necesidad y la tasa de suministro, para asegurar equidad en todo el país.

Estrategias impulsadas por los gobiernos locales para aumentar la administración de vacunas entre las masas trabajadoras, para asegurar el acceso equitativo en todas las clases sociales.

Este es un programa que tiene sentido no solo para India, sino para todo el mundo.

En Kerala hay un ambiente de júbilo, y la gente sensata de toda India está observando cómo el gobierno de izquierda está manejando la pandemia y avanzando en su agenda popular. Un joven poeta, Jeevesh M., capturó el espíritu de esta victoria:

Hola flor,
¿Por qué estás tan roja?
Las raíces han crecido
Llegando a la base
Eso es todo.

Unos días antes de la elección, la ministra de Salud de Kerala, K. K. Shailaja, se refirió al estado de la pandemia. Sus palabras cierran este boletín:

Creo que hay dos grandes lecciones de esta pandemia. Una, que el país necesita una planificación adecuada y mecanismos de implementación descentralizados para mejorar el sistema de salud. Y dos, que no puede postergarse el aumento de la inversión pública en salud. Gastamos apenas el uno por ciento de nuestro PIB en el sector sanitario, y debiéramos aumentarlo por lo menos al diez por ciento. Países como Cuba invierten mucho más en sanidad. El sistema cubano de médicos de familia me influenció cuando comenzamos los Centros de Salud Familiar aquí en Kerala. La atención de salud debiera ser universal, con algunas regulaciones en los centros sanitarios terciarios. Debe haber más inversión tanto en la atención primaria, como secundaria y terciaria. Debiera haber una planificación descentralizada con ciertas regulaciones. Cuba ha logrado mucho gracias a su planificación centralizada e implementación descentralizada. Su sistema sanitario está centrado en las personas, en lxs pacientes. Su concepto igualitario y descentralizado puede imitarse acá.

Yo soy de izquierda. No tengo ningún poder sobre la política sanitaria del país en este momento. Pero si la izquierda hubiera estado en el poder central ahora, habríamos nacionalizado la atención sanitaria y la educación. El gobierno debe tener el control sobre el sistema de salud para que todas las personas, ricas o pobres, reciban igual tratamiento.

Fuente: https://thetricontinental.org/es/newsletterissue/18-kerala-elecciones/

martes, 18 de mayo de 2021

La Cámara de Ámbar, la "octava maravilla del mundo" que desapareció con la invasión nazi y Rusia tardó 23 años en reconstruir

Rusia tardó 23 años en reconstruir la Cámara de Ámbar.

Luminoso y frágil, el ámbar ha inspirado —y deslumbrado— al ser humano por siglos.

Protegida por la ley prusiana desde el siglo XIII, esta resina fosilizada era una sustancia codiciada para la elaboración de objetos reales y religiosos en toda Europa del Este.

La Cámara de Ámbar, una habitación con las paredes cubiertas de paneles elaborados con seis toneladas de ámbar y adornadas con láminas de oro, mosaicos y espejos, fue un himno a la belleza y una celebración del material.

Diseñada para la realeza en Prusia y Rusia, perdida en la guerra con la Alemania nazi y finalmente renacida en un palacio de San Petersburgo, la habitación sigue siendo un misterio tan cautivador como el propio ámbar.

Su historia
La Cámara de Ámbar fue diseñada a principios del siglo XVIII como una opulenta sala de 16 metros cuadrados para Federico I, el rey de Prusia.

En 1716 donada al zar ruso Pedro el Grande y finalmente se trasladó al Palacio de Catalina, cerca de San Petersburgo.

ara combinar con las espaciosas habitaciones del palacio, se le solicitó al arquitecto italiano Francesco Bartolomeo Rastrelli ampliar la sala.

Bajo su guía, los paneles originales se incorporaron a una sala de 55 metros cuadrados decorada con más ámbar, candelabros, mosaicos y figuras doradas.

La opulenta obra del barroco ruso se hizo conocida como la "octava maravilla del mundo".

La sala fue colocada en el Palacio de Catalina la Grande en San Petersburgo.

Cuando los nazis invadieron Rusia en 1941, desmantelaron la cámara y la trasladaron al castillo de Königsberg, en lo que era el estado alemán de Prusia.

Según Anatoly Valuev, del Museo de Historia y Arte de Kaliningrado, Königsberg era una "base de transferencia de objetos culturales [saqueados], que se almacenarían en la ciudad para su posterior transporte a otras partes de Alemania".

Pero cuando el Ejército Rojo se apoderó de la ciudad en 1945, no se encontraron rastros de la Cámara de Ámbar.

Destino desconocido
Algunos pensaron que la habitación pudo haber sido destruida por el fuego.

"Pero no se encontraron rastros de ámbar quemado", dice Valuev.

"Así que se asumió que (los paneles) sobrevivieron y que estaban escondidos en el sótano del castillo o que fueron llevados a otro lugar", agrega.

Y la búsqueda de la legendaria cámara continuó.

En 1946, Koningsberg pasó a formar parte de Rusia y pasó a llamarse Kaliningrado.

Dos investigaciones importantes no arrojaron rastros de la habitación.

Los especialistas soviéticos continuaron indagando en cientos de lugares alrededor de la ciudad y entre las ruinas de su castillo.

En la década de 2000 se utilizaron equipos más avanzados para la búsqueda y se encontraron obras de arte y joyas en una parte oculta del sótano del castillo, pero nada de la Cámara.

Preocupación por su estado
Con los años, los expertos comenzaron a tener la duda de que, incluso si se encontrara la Cámara de Ámbar, probablemente sería una sombra de lo que había sido.

"El ámbar es un material complejo; es bastante frágil y cambia con el tiempo", dice Tatyana Suvorova del Museo Regional del Ámbar de Kaliningrado.

Según la experta, si la cámara fuera redescubierta, "supondría una gran alegría, [pero] sería un hecho histórico", no un acontecimiento artístico, por el estado en el que probablemente se encontraría.

Suvorova explica que obras de este tipo están hechas de un material frágil y necesitan un manejo muy delicado. "Requieren un ambiente de museo", explica.

La nueva sala
A medida que se desvanecía la esperanza de que se encontrara la Cámara de Ámbar, surgió una nueva idea.

En 1979, la antigua URSS comenzó a reconstruir la habitación guiada por dos elementos originales restantes: una única caja de reliquias de la habitación; y 86 fotografías en blanco y negro del espacio tomadas justo antes de la Segunda Guerra Mundial.

La Cámara era considerada una de las mayores obras del barroco ruso.

La reconstrucción tomó 23 años, pero hoy la imitación de la Cámara de Ámbar se exhibe en el palacio de Catalina en el Museo Estatal de Tsarskoye Selo en San Petersburgo, considerado Patrimonio de la Humanidad.

Con paredes que brillan en naranja y oro, esta nueva sala de ámbar da vida una vez más al antiguo encanto de la resina fosilizada.

lunes, 17 de mayo de 2021

_- Accidente de tráfico en una rotonda: ¿de quién es la culpa? Para muchos conductores las glorietas son una trampa, con choques que en ocasiones pueden ser graves. Por eso es importante saber cómo actuar.

_- Aunque su principal objetivo es mejorar la fluidez del tráfico en las intersecciones, lo cierto es que las rotondas son uno de los puntos más conflictivos de la circulación en ciudades y carreteras. Hace ya tiempo que distintos estudios demuestran el aumento de accidentes y fallecidos en estos trazados que llegaron a España a mediados de los años setenta.

Los últimos datos también confirman esta tendencia. En 2019 (aún no hay cifras referentes a 2020), se registraron en las rotondas españolas un 9.808 siniestros con víctimas y 59 colisiones mortales, según el Anuario Estadístico de Accidentes.

La mayoría de ellos –un total de 6.459– tuvieron lugar en las vías urbanas. Los números sirven para concluir que, en general, seguimos sin conducir bien en las rotondas. Pero ¿qué ocurre cuando hay una colisión? ¿De quién es la culpa? ¿Cómo se debe actuar tras un accidente dentro de una glorieta?

A grandes rasgos, el Reglamento General de Circulación indica que en una rotonda tienen preferencia los vehículos que ya se encuentren circulando en ella respecto a los que se disponen a acceder. Por ese motivo, es imprescindible respetar las señales desde antes de incorporarse a esta vía circular. Muchos de los accidentes suceden precisamente porque los conductores no aplican de forma correcta el criterio de “ceda el paso” o intentan incorporarse a velocidad excesiva. “En ese caso, es el vehículo que se incorpora quien está realizando la infracción y, por tanto, el causante de una posible colisión”, advierte el responsable de Formación del Real Automóvil Club de Cataluña (RACC), Alberto Caamaño.

Además, un buen número de conductores elige un carril inadecuado al circular por dentro de estas vías e incluso abandona la rotonda desde el carril interior, sin ni siquiera indicar la maniobra con el intermitente. Caamaño advierte que muchos automovilistas “obtuvieron el carnet de conducir hace 40 o 50 años y no han vuelto a pasar por la autoescuela, por lo que no están al día con las nuevas reglas”.

En ese sentido, la normativa es clara: si dos vehículos que están dentro de la glorieta colisionan, el conductor que cambia de carril será el infractor y responsable del accidente. “Lo mismo ocurre en el caso de que un conductor quiera salir de la rotonda y circule por el interior: si se cambia de carril de manera inesperada, sin observar y respetar a quienes circulan por el exterior, puede producirse un choque debido a su falta de prudencia, y se le debe atribuir a él la culpabilidad”, argumenta el experto del RACC. Por eso, si a la hora de abandonar la glorieta estamos situados en alguno de los carriles interiores (de la izquierda) y no podemos cambiarnos al exterior con seguridad, tendremos que dar la vuelta hasta que podamos salir correctamente.

Y si circula un grupo de ciclistas por la rotonda, todos ellos tendrán preferencia. Por eso, se debe ceder el paso no solo a la primera bicicleta, sino al grupo entero. No hacerlo puede ocasionar una colisión muy peligrosa para el usuario más vulnerable, el ciclista.

¿Qué hago si hay un accidente?
Si se produce un golpe en la glorieta, hay que actuar como con cualquier otro accidente. Antes de bajar del vehículo es imprescindible colocarse los chalecos de alta visibilidad, y el resto de pasajeros no debe apearse del automóvil si no es estrictamente necesario, ya que es la mejor manera de evitar un posible atropello.

Si el golpe es leve y los vehículos pueden circular con normalidad, basta con retirarse de la rotonda para restablecer la circulación cuanto antes y cumplimentar el parte amistoso de accidente. En caso contrario, es obligatorio señalizar el percance con los triángulos de emergencia –a partir del 1 de julio se pueden usar indistintamente estos o las las luces V-16– y avisar cuanto antes a la grúa para que se despeje la circulación en la glorieta.

En el caso de que haya heridos, debe avisarse a los servicios de emergencia a través del 112 y aportar la mayor información posible. “Y, por supuesto, debemos socorrer, permanecer con las posibles víctimas y atenderlas en aquello que realmente sepamos hacer hasta que llegue la asistencia sanitaria”, recuerda Caamaño. En su opinión, el hecho de que cada vez existan más tipos de rotondas –desde miniglorietas y glorietas dobles a glorietas partidas, semaforizadas o turboglorietas, entre otras– “dificulta la comprensión del reglamento y genera dudas a la hora de circular”.

https://motor.elpais.com/conducir/accidente-de-trafico-en-una-rotonda-de-quien-es-la-culpa/

domingo, 16 de mayo de 2021

Pablo Iglesias, la derrota de una ilusión. Políticos y analistas de distintas tendencias reconocen al exlíder de Podemos que supo “canalizar la indignación”, aunque la mayoría le reprocha su “cesarismo”

Nadie podía imaginar que aquel chico de coleta que ametrallaba con su discurso en las tertulias de televisión se convertiría en uno de los grandes protagonistas de la política española. Que el joven profesor de Políticas, cargado de lecturas y sueños anticapitalistas, orador enardecido en las plazas del 15-M, llegaría a encabezar los sondeos de intención de voto. Y que un día no muy lejano enfilaría la escalinata de La Moncloa sosteniendo una cartera de cuero con la inscripción “vicepresidente segundo del Gobierno”.

Ni él podía imaginar que todo eso sucedería en muy poco tiempo. La historia de Pablo Iglesias Turrión (Madrid, 42 años) tiene mucho de epopeya escrita a ritmo de vértigo. En un suspiro se erigió en un líder que amenazaba con poner en jaque a la élite del país. Cabalgando sobre la indignación popular tras la Gran Recesión, Iglesias, junto a otros profesores, creó un partido de la nada en marzo de 2014. En diciembre del año siguiente, entraba en el Congreso con 69 diputados y más del 20% de los votos. Y proclamaba que eso no era más que el comienzo. Él aspiraba, como dijo el viejo Marx de los communards parisinos, a “asaltar los cielos”.

Ese fulgor irresistible se fue consumiendo a la misma velocidad con que creció. Cuando Iglesias llegó al Gobierno, en enero de 2020, Podemos había entrado en declive electoral y el tamaño de sus ilusiones ya era mucho más terrenal: actuar como un complemento del PSOE, el aliado pequeño pero rebelde en permanente forcejeo para defender las esencias de la izquierda. Y todo sucedió de nuevo vertiginosamente. En año y medio, ha abandonado el Gobierno y se ha retirado de la política tras admitir que su figura se ha “gastado”.

Pocos políticos han despertado tantos entusiasmos y tantos odios. Para valorar el rastro que deja en la política española, EL PAÍS ha consultado a una decena de personalidades, políticos que fueron de primera fila y otros en activo que se han mantenido al margen de los combates con Iglesias, así como analistas y científicos sociales.

José Luis Rodríguez Zapatero, “un cauce para la desafección”. Al expresidente del Gobierno, que tiene una relación de “respeto y afecto” por Iglesias, más allá de “discrepancias políticas e ideológicas muy claras”, no le cogió de sorpresa su retirada. “La última vez que hablé con él ya le noté la impronta de una reflexión sobre su futuro y el de Podemos”, cuenta. Zapatero explica que siempre consideró positivo que la “desafección” que se extendió tras la Gran Recesión “tuviese un cauce, a través de Podemos, para participar en el debate político”. “Que un proyecto muy crítico y muy alternativo al sistema tenga una representación en las instituciones es una buena muestra de que la democracia admite la representación política de cualquiera, y más en un caso de una fuerza muy enfocada en temas sociales”.

“La socialdemocracia tiene una teoría de gobierno y de los límites del poder, y construir una fuerza a su izquierda es muy difícil”, apunta el expresidente.

La primera vez que habló con Iglesias e Íñigo Errejón, relata, les explicó cuáles eran los límites que imponían la UE, el BCE y los mercados. ¿Los subestimó Iglesias? “No podemos olvidar los orígenes de su formación política ni las reminiscencias ideológicas de quien quiere cambiarlo todo e inventar un nuevo modelo”, responde Zapatero. “Pero yo procuro no juzgar y respetar las opiniones. Eso es cultivar la democracia”.

Los ataques a Iglesias, incluso después de su retirada, le parecen al expresidente un “mal síntoma”: “Él hizo críticas muy duras y tuvo su réplica. Pero creo que esta retirada debería servir para una reflexión colectiva sobre la necesidad de rebajar los antagonismos, porque la temperatura política es excesiva”. Zapatero cree que Iglesias seguirá siendo un “referente político” y que no dejará de hacer “aportaciones a la reflexión de las fuerzas progresistas”.

José Bono, diagnóstico correcto, medicina errada. Ese primer encuentro de Zapatero con Iglesias y Errejón fue en 2014 en casa de Bono, quien los reunió en una cena. “Vimos que quien podría quitarnos votos al PSOE era Errejón”, recuerda el exministro de Defensa, mucho más crítico que el expresidente. “Debo reconocer que Iglesias es muy listo. Pronto dejó de llamarnos ‘casta’ y se convirtió en un auténtico castizo: llegó a vicepresidente y su pareja a ministra en un tiempo récord”. El también expresidente del Congreso dice que tiene de él “un buen concepto personal”, aunque, ironiza, “quizá algo menos bueno que el que él tiene de sí mismo”. Y evoca una frase que le oyó en una ocasión a Iglesias: “Somos víctimas de nuestra propia lucidez”.

Según Bono, Podemos “ha sido más un termómetro para medir la fiebre de la política española que una medicina”. “Diagnosticaron bien, pero su medicina es antigua y cargada de odio social”, critica. El veterano socialista atribuye el “gran fracaso” del PSOE en las elecciones madrileñas al temor a que gobernase con Iglesias. “Los ciudadanos no quieren las soluciones extremistas y él lo lleva en su genotipo político. Su épica antifascista no motiva lo más mínimo a quienes ya fuimos antifranquistas militantes. Además, ser antifascista no te convierte en demócrata. Stalin era antifascista”. Aunque condena el acoso a Iglesias, el exministro resalta que este calificó en su día los escraches de “jarabe democrático”. “Le deseo que sea feliz y que tenga suerte en la vida”, concluye.

José Manuel García-Margallo, “concepción totalitaria”. El que fue ministro de Asuntos Exteriores con el PP ha estudiado a fondo las obras de Iglesias. “Tenemos una buena relación”, asegura, y recuerda algunos duelos, siempre con buen estilo, que mantuvo en el Congreso con él, en los que Iglesias incluso alabó la “erudición” de su contrincante. Margallo también elogia su “formación brillante” y su destreza para “capitalizar el descontento”. Por lo demás, apenas salva nada de su legado. “Tiene una concepción totalitaria de la política, todo al servicio de una concepción revolucionaria, aunque no violenta. Su afán es el control total, como se ve cuando habla de los medios. Es puro leninismo”, sostiene.

Le achaca, además, que crease un “movimiento exótico”, una suerte de “peronismo en el que cabe todo” y lo que él llama un “partido minarete, cesarista, donde se debe obediencia ciega al líder”. Según Margallo, el exlíder de Podemos “ha dinamitado el mapa de la Transición” y además “ha podemizado al PSOE”. Sobre el acoso que ha sufrido, replica: “Tienen la piel muy fina. A mí también me han hecho escraches. Y nos han llamado organización criminal”. Y sentencia: “Podemos ya no existe, ha explosionado”.

Gabriel Rufián, “la voz de toda una generación”. “No siempre nos hemos llevado bien”, admite el portavoz de ERC en el Congreso, lo que no impide las alabanzas: “Como a todas las personas grandes, la historia se encargará de ponerlo en su lugar y de enterrar esa criminalización que se ha hecho de él. Ya sucedió con Julio Anguita, otra especie de enemigo público número uno. Ha pasado con todos los líderes de la izquierda y siempre pasará. También con Yolanda Díaz, le buscarán a ver si robó un caramelo”. Para Rufián, el exvicepresidente supo dar voz “a toda una generación”. “Fue capaz de verbalizar las sospechas, las angustias, las rabias, la desafección, el dolor que había en la calle. Mucha gente pensaba: ‘Este tipo dice lo que yo pienso’. Fue cuando nos dimos cuenta de que nos habían engañado”, manifiesta. Con todo, Rufián opina que a Iglesias le ha sucedido en ocasiones lo mismo que reconoce que le sucedía a él en sus comienzos en la política: “Tardé en darme cuenta de que no solo es importante lo que digas, sino cómo lo digas”.

El portavoz de ERC niega que el exlíder de Podemos haya actuado como “el puente” entre su formación y el PSOE. “No es así”, rechaza. “Nosotros casi siempre negociamos directamente con el PSOE”. En la cuenta de sus errores, se detiene en uno: “No haber evitado la repetición de elecciones en 2019. Por culpa de eso, tenemos 52 diputados de Vox”.

Gaspar Llamazares, contra la “estrategia populista”. Aunque el excoordinador de IU nunca se entendió con Iglesias, arranca con un reconocimiento similar al de Rufián: “Fue un soplo de aire fresco y supo poner voz a las aspiraciones de toda una generación”. Y también lamenta el “acoso intolerable” contra él. La gran diferencia de Llamazares con el exlíder de Podemos estriba en la “estrategia populista”, que, según él, conduce a la “demolición de las instituciones intermedias”, al “debilitamiento del sistema parlamentario” y a la conformación de organizaciones políticas que funcionan “por la relación directa entre el líder y la masa”. Esa estrategia, según Llamazares, ha conducido a la “polarización” y ha “contaminado a todos los partidos”.

El exlíder de IU señala que, con Unidas Podemos en el Gobierno, se han logrado “conquistas sociales”, pero también se ha agudizado “esa noción de la política en la que prima la imagen sobre el contenido” y se han provocado “peleas innecesarias”. Llamazares no tiene claro el futuro de la organización sin Iglesias: “Aquí se puede aplicar aquello de que ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio”.

Mónica Oltra, elogio de la retirada. “Iglesias ha tenido un gesto extraordinario”, subraya la vicepresidenta valenciana y líder de Compromís. “Ha sido una figura determinante en la política española y retirarse así, poniendo por encima el interés colectivo, no lo ha hecho nunca nadie”. Oltra rechaza la frecuente acusación contra Iglesias de haber alimentado la crispación: “Esa es la visión del establishment, que es incapaz de responder a las fuerzas políticas que cuestionan las reglas del juego. El acoso y derribo que ha sufrido ha sido intolerable”.

Una de las apuestas de Iglesias fue la de las confluencias con formaciones nacionalistas como Compromís, que acabó decantándose por el partido de Errejón. “Ha habido una aceleración del tiempo tan grande, con ciclos electorales tan cortos, que nos han faltado tiempo de maduración y serenidad para consolidar las cosas. Todo parece haberse vuelto efímero”, justifica.

Aitor Esteban, “la realidad es más complicada”. Para el portavoz del PNV en el Congreso, los mayores méritos de Iglesias son haber contribuido a crear “un partido de la nada que en cinco años”, pese a “errores de bulto y algunas contradicciones”, ha logrado entrar en el Gobierno. La incógnita ahora es “si Podemos aguanta como organización, ya que, tras la marcha de otros líderes, tenía tintes muy personalistas”. Y si Iglesias va a dejar la organización “completamente en manos de otras personas, o se mantiene en una segunda línea”. De su trayectoria, Esteban extrae una lección: “Como otras figuras emergentes de la llamada nueva política, desde un cierto adanismo, apuntaba muy alto, a asaltar el cielo, como decía él. Al final el mundo te va colocando ante la realidad, más complicada de lo que parece”.

Ignacio Sánchez-Cuenca, lo positivo del populismo. “Es un personaje excesivo, para lo bueno y para lo malo”, opina el sociólogo y escritor de quien “logró encarnar el espíritu del 15-M” y conectar con el “sentimiento de insatisfacción” de la sociedad. Eso sí, con una actitud “personalista y narcisista”, que le llevó a ejercer el liderazgo de una manera “muy autoritaria” y a prescindir de “todo el que no formase parte de su camarilla incondicional”. Otra cosa son los ataques que ha sufrido, señala Sánchez-Cuenca: “La campaña contra él ha sobrepasado los límites admisibles en un sistema democrático”.

Frente a otras opiniones, el sociólogo defiende que el populismo “tiene un lado inquietante, pero también una dimensión positiva”: “Es un elemento corrector de lo que ha dejado de funcionar en una democracia representativa”. En ese sentido, Podemos, según él, ha ofrecido una lección al PSOE: “Hay que ser más permeables a lo que sucede en la sociedad, salir del ensimismamiento, no estar tan pendientes de lo que dice Bruselas”. Por el contrario, cree que el partido de Iglesias pecó de un “exceso de voluntarismo”: “La posibilidad de darle la vuelta al calcetín de la Transición era muy remota”.

Cristina Monge, de la esperanza a la decepción. La politóloga también cree que “las élites” desataron contra Iglesias ataques “que no son de recibo en una democracia europea”. Pero al tiempo destaca que “igual que despertó muchas esperanzas, ha acabado generando decepción”. Iglesias aprovechó la “ventana de oportunidad del 15-M con mucha fe, empuje y liderazgo”. Solo que ese mismo liderazgo, opina Monge, fue devorando al partido: “Al final, la organización era él”. La politóloga sí cree que el lenguaje de Podemos “ha aportado crispación”. Y le achaca una “obsesión enfermiza por el sorpasso al PSOE”. “Su principal problema es que ha acabado pareciéndose mucho a la antigua IU”, remacha.

Daniel Bernabé, el giro progresista. El escritor y periodista, buen conocedor de la trayectoria de Iglesias, lo define con un símil muy del gusto de este: “Es ese personaje que en toda serie introduce cambios de argumento”. “Ha acertado en todas las grandes decisiones”, sostiene, “pese a que, cuando Errejón se fue, le daban por muerto”. Sobre la acusación de cesarismo, Bernabé defiende que fue una reacción de Iglesias a “maniobras poco éticas para arrebatarle el control del partido”, que atribuye fundamentalmente al sector de Errejón.

Su mayor contribución, asegura, ha sido “girar la política española hacia el progresismo”. “El propio Pedro Sánchez es una reacción del PSOE a Podemos”, afirma. Entre sus errores, un estilo “a veces arrogante y teatral” y, sobre todo, la compra del chalet. Su caída le deja una conclusión inquietante: “Se puede destruir a un político machacándolo con acusaciones falsas. Eso es adulterar la democracia”.

El País.

sábado, 15 de mayo de 2021

No. Ni Vicenç Navarro ni yo hemos escrito el discurso de Biden. Es solo que llevábamos razón

Juan Torres López.

Escribo este artículo tan solo para aclarar muy brevemente un bulo que podrían estar divulgando los economistas ultraliberales.

Verán.
Uno de esos economistas españoles, Xavier Sala i Martí, escribió en 2004: «Sólo los ultra-radicales (como Vicenç Navarro y otros soldados derrotados del marxismo universitario), siguen hablando del aumento de impuestos, del gasto público y del intervencionismo público tal como hacían en los años setenta» (aquí).

Pues bien, en las últimas semanas, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha aprobado programas y anunciado en su discurso sobre el estado de la Nación del pasado 29 de abril propuestas o leyes como las siguientes:

Aumento de 2,3 billones de dólares de gasto público para infraestructuras.
Aumento de 1,8 billones dólares de gasto público para programas sociales.
Aumento de impuestos para las grandes corporaciones.
Aumento de impuestos para el 1% más rico de Estados Unidos.
Impuesto internacional sobre los beneficios de las empresas multinacionales.
Ley para proteger el derecho a sindicarse.
Aumento del salario mínimo a 15 euros la hora.
Ley de igualdad salarial entre mujeres y hombres.
Evitar que vuelva a ocurrir lo sucedido en la pandemia cuando unos 600 multimillonarios han aumentado su riqueza en 1 billón de dólares mientras 20 millones de trabajadores perdían su empleo.
Fijación de precios más bajos de los medicamentos.
Ley de cuidado de la salud a bajo precio para ampliar la cobertura de Medicare (programa de Seguridad Social para mayores de 65 años y jóvenes y otras personas discapacitadas).
Ayudas para poder evitar que los inmigrantes tengan que dejar sus países huyendo de la pobreza y a los nacidos en Estados Unidos como inmigrantes sin papeles.
A la vista de estas propuestas del presidente de Estados Unidos que, además, están siendo reproducidas por otros organismos como el Fondo Monetario Internacional o la OCDE, simplemente quiero hacer público lo siguiente: Ni Vicenç Navarro ni yo hemos sido contratados por Biden ni por ninguno de esos organismos para escribir sus discursos o hacerles sus programas.

Los grandes parecidos que existen entre las propuestas de estos dirigentes y las que venimos escribiendo en nuestros libros, por ejemplo en Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar en España, y en multitud de artículos, se deben simple y llanamente a que llevábamos razón.

Como hemos demostrado numerosas veces en los últimos años, las privatizaciones del capital y las empresas públicas, los recortes de gasto público en medio de las recesiones, bajar impuestos a los ricos y subir los de las clases medias y trabajadoras, la moderación salarial, la disminución de la inversión pública, el desmantelamiento de los servicios públicos… no sirven nada más que para darle más dinero a los ricos y para destruir empresas productivas que crean empleo.

Nos alegramos profundamente de que por fin comiencen a reconocer los errores cometidos en la anterior crisis económica y que nos hagan un poco de caso. Las ideas que defendemos y que Sala i Martí creyó haber matado gozan de excelente salud: se ha demostrado que son las imprescindibles para sacar a las economías de las crisis sin lesionar el bienestar y para salvar la vida de las personas y de las empresas. Quien no quiera seguir destruyéndolas, no tendrá más remedio que aplicarlas, por convicción ideológica o por simple pragmatismo.

Fuente: https://blogs.publico.es/juantorres/2021/05/07/no-ni-vicenc-navarro-ni-yo-hemos-escrito-el-discurso-de-biden-es-solo-que-llevabamos-razon/

viernes, 14 de mayo de 2021

_- Patología del odio

_- En la obra de Esopo aparece una muestra elocuente de lo que es el odio. Dos enemigos se embarcan en la misma nave y, para estar lo más lejos posible el uno del otro, uno va a la proa y el otro a la popa del barco. Cuando de pronto se abate la tempestad sobre la nave y corre peligro de naufragar, el que va en la popa pregunta a un marinero por dónde empieza a hundirse el barco.

– Por la proa, responde el marinero.

– Entonces no me importa tanto la muerte, dice el que hizo la pregunta, pues me da la oportunidad de ver ahogarse a mi enemigo ante mí.

Me preocupa sobremanera el clima en el que estamos inmersos. Veo demasiadas ganas de que se ahogue primero quien va en la otra parte del barco. Observo demasiado odio, demasiada crispación, demasiadas descalificaciones, demasiado desprecio a quien piensa, actúa o es de forma diferente a la nuestra. La sociedad se envilece cuando se llena de odio.

Las elecciones autonómicas que acaban de celebrarse en la comunidad de Madrid han estado presididas por el enfrentamiento, los ataques, los insultos, las acusaciones, los debates interrumpidos y las cartas con balas, con navajas y con amenazas de diverso tipo… Ha existido poco debate sobre los problemas de los ciudadanos y de las ciudadanas y sobre la forma de resolverlos. Ha habido poco diálogo, poca reflexión sosegada, poco análisis, pocas propuestas, poca empatía, poca escucha y ningún respeto a lo que decían los demás. Las palabras se han convertido en armas que se arrojan al adversario.

Me preocupa, sobre todo, ver el odio instalado en la práctica política porque la política se sitúa en la parte más elevada y visible de la sociedad. Mítines que son interrumpidos a ladrillazo limpio, misivas con insultos y amenazas, ejes de campaña sustentados en dicotomías simplistas y tramposas. Decir “Comunismo o libertad”, lleva a considerar al adversario como un enemigo. Plantear así las disyuntivas, dice José Antonio Marina, hace que llamar a otro comunista o fascista sea lo mismo que decir hijo de puta. Esta visión dicotómica de la realidad divide a las personas en dos grandes grupos: los malos (que son los otros) y los buenos (que somos nosotros). No hay grises, no hay tonos intermedios. O eres bueno o eres malo. Y los otros son los malos. Hasta la victoria y la derrota se han vivido de forma agresiva con el adversario. Decir, ante el abandono de la política de Pablo Iglesias, que se ha ido “la mayor rata de la historia de España”, es un exabrupto nacido del odio. Llamar gilipollas a los mileuristas votantes de Ayuso es una falta de respeto.

Lo más pernicioso de este clima es que se traslada a toda la sociedad. En parte por los militantes de los partidos que, por convicción, papanatismo o interés, siguen a sus líderes y en parte porque la crispación llega a toda la ciudadanía a través de los medios, las redes y las conversaciones informales… Y también porque, como dice Sartre, “basta que un hombre odie a otro para que el odio vaya contagiando a la humanidad entera”.

Eso en la calle, mientras en la escuela pregonamos la necesidad del diálogo, la negociación, el respeto al adversario, la solidaridad, la empatía, la compasión por los demás, la dignidad del ser humano… ¿Qué nos está pasando? ¿Por qué olvidamos lo que aprendimos con tanto esfuerzo en el seno de la familia y en las instituciones educativas?

Estamos viviendo unos tiempos convulsos, revueltos, críticos. Me inquieta mucho el sentimiento de odio hacia el otro que estoy viendo acrecentarse cada día en la sociedad. Me preocupa especialmente que la extrema derecha, con su discurso excluyente, vaya ganando terreno en una ciudadanía ingenua. Odio a los inmigrantes, a los homosexuales, a los rojos, a las feministas, a los transexuales, a los menas (Menores Extranjeros No Acompañados)… Lanzar un cartel diciendo: Un MENA, 4700 euros al mes. TU ABUELA, 426 euros de pensión al mes, firmado por Vox, es un acto de incitación al odio.

Thiebaut sostiene que “los odios políticos pueden nacer de un desprecio (a las mujeres, a los homosexuales, a los inmigrantes…), pero se consolidan porque lo odiado se entiende como amenaza, como un peligro que, a su vez, nos odia”. El odio es una emoción, que puede ser manipulada, especialmente por demagogos, y ha tenido históricamente gran poder movilizador, precisamente por las vinculaciones con el binomio identidad/alteridad. Los odios públicos buscan causar mal a un colectivo concreto y suelen ser caldo de cultivo para diversas manifestaciones, como los delitos de odio o los genocidios. (Estoy leyendo “El coleccionista de lágrimas”, de Augusto Cury, que es un buen ejemplo del odio que inspiró el genocidio nazi).

Dice Carlos Gurméndez que “el odio es una pasión activa quemante, destructora y que arde en nuestro interior como una llama que solo se apaga destruyendo al otro, mi enemigo…”. Creo que esa pasión destructora que es el odio, no solo se dirige a la persona, al grupo, a la clase odiada sino que se descarga también sobre la persona que lo siente. El odio también destruye al que lo vive.

Mi admirado Castilla del Pino, en su excelente y ya clásica obra “Teoría de los sentimientos” habla largamente del odio en el Apéndice C. Y va respondiendo a las siguientes preguntas: ¿por qué odiamos?, ¿para qué odiamos?, cómo odiamos? Y entiende que el odio es un sentimiento patológico porque quien odia, termina por odiarse a sí mismo cada vez más. Lo define así: “El odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela”. El propósito del odio es, pues, la destrucción del objeto odioso u odiado.

Es importante preguntarse por el origen de este sentimiento que envenena la convivencia. Jorge Vigil Rubio, en su “Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales” dice que hay cuatro causas del odio:

La alteridad: el otro, antes de ser persona, es ob-iectum, algo que está frente a mí. La diversidad se convierte en una fuente de rechazo. ¿Por qué el otro es diferente a mí? La diferencia del otro se convierte en una fuente de menosprecio, de rechazo, de agravio.

La posesión: el otro posee algo que yo no poseo y por eso deseo vengarme, por eso le odio. Lo que el otro tiene se convierte en una agresión para quien carece de ese bien.

La autoridad: en las relaciones de subordinación propias del mundo del trabajo y de la política, el odio es la pasión reactiva de los subordinados ante los que mandan. El odio es aquí una pasión callada, un resquemor silencioso.

El resentimiento por un agravio: el odio es, por este motivo, la fuente de actos de venganza. Los odios no se apagan mientras dura la memoria del agravio.

Hay más causas, claro está. Pienso, por ejemplo, en la amenaza. Hay personas u objetos que pensamos que son una amenaza para nuestra identidad. Y por eso los odiamos. El objeto odioso pertenece a nuestro mundo, hemos de convivir con él y su amenaza es constante. Al tigre lo tememos, no lo odiamos.

Hay otro tipo de odio que considero antagónico y que solo quiero citar, ya que no tengo espacio para analizarlo. Podemos (y debemos) odiar la injusticia, la dominación, la crueldad, la codicia, la maldad, el crimen, la explotación, la guerra… Porque, como dice Montaigne, “lo que odiamos es algo que nos tomamos en serio”. Pero ese es otro cantar.

El odio que me preocupa es el que se dirige a otros seres humanos, por ser diferentes, por pensar de otra manera, por tener otras costumbres, por pertenecer a otra raza, por militar en otro partido, por practicar otra religión, por tener otra identidad sexual…

Aunque, en los casos extremos de lenguaje o actos de odio, el Derecho puede y debe intervenir, la educación en derechos humanos es la clave, a mi juicio, para que las identidades y las alteridades tengan una relación armoniosa más allá del odio, más acá de la empatía y de la solidaridad. Odiar a un ser humano es una patología que solo se cura con la educación

Fuente:
El Adarve, Miguel Ángel Santos Guerra.

jueves, 13 de mayo de 2021

Peter Brown. El mayor historiador vivo en lengua inglesa. Además de dominar 20 lenguas y varias disciplinas, Peter Brown es un maestro del estilo al que se lee con placer

Peter Brown es el mayor historiador vivo en lengua inglesa. Además de un erudito de asombrosa brillantez, que domina múltiples disciplinas y más de 20 lenguas, es un maestro del estilo, un académico al que siempre es un placer leer. Su genialidad consiste en introducirse en las mentalidades del pasado lejano, tratar los temas de manera original y sugerente y combinar con coherencia amplitud y concisión.

Una extraordinaria medida de lo anterior la da el hecho de que el más influyente de sus libros tuviese tan solo 200 páginas. El mundo de la Antigüedad tardía, publicado en 1971, parecía la clase de volumen que podría adornar una mesita auxiliar, más que lo que realmente era: una reconsideración decisiva de la periodización convencional de los mundos antiguo y medieval. “Al dirigir nuestra mirada al mundo de la Antigüedad tardía”, escribía Brown en el prefacio, “nos sentimos atrapados entre la triste contemplación de antiguas ruinas y la calurosa aclamación de un nuevo nacimiento”.

Por supuesto, en la práctica, los historiadores que han investigado los siglos que fueron testigos de la implosión del poder romano en Occidente han cargado tradicionalmente el acento en la triste contemplación. Durante mucho tiempo, el periodo se presentó como una época de cielos permanentemente plomizos, termas y sistemas de calefacción abandonados, decadencia y caída.

Le interesa el islam no como la guillotina que cayó sobre el cuello de la Antigüedad tardía, sino como su culminación A decir verdad, el énfasis de Brown en la vitalidad y la creatividad de la Antigüedad tardía no surgió de la nada. Alois Riegl, catedrático de Historia del Arte en Viena, ya había empezado a utilizar el término Spätantike en 1889. Sin embargo, Brown fue, más que ningún otro, quien introdujo en el mundo académico anglohablante la noción de “Antigüedad tardía” como periodo histórico diferenciado. Un periodo hoy en día consagrado como ortodoxia académica. Rara vez una obra tan breve ha tenido un impacto tan duradero.

El hecho de que Brown, a lo largo de su carrera, haya sido capaz de defender como lo ha hecho que la Antigüedad tardía, antes que una época de crisis y decadencia, lo fue de innovación y renovación, no es sino el reflejo de la amplitud de sus horizontes. Siendo muy joven, el futuro historiador pasaba parte de sus vacaciones en Sudán, y el recuerdo del mundo más allá del Mediterráneo parece haberlo acompañado desde entonces. Siempre ha estado tan interesado en Persia como en Roma; en los desiertos en los que los hombres santos establecieron su morada como en los paisajes más civilizados en los que los senadores levantaron sus villas; en el islam no como la guillotina que cayó sobre el cuello de la Antigüedad tardía, sino como la culminación de las tendencias más profundas de esta.

Su logro supremo, fruto de muchas décadas de trabajo académico, ha sido ofrecernos un mundo tan detallado, tan repleto y tan profusamente explicado que cobra vida para nosotros como un universo propio. En conjunto, los libros de Brown brindan sin lugar a dudas el retrato de la Antigüedad tardía más vívido y sensible jamás pintado.

Traducción de Newsclips.

Tom Holland es historiador británico, autor de libros como ‘Dominio. Una nueva historia del cristianismo’, ‘Milenio. El fin del mundo y el origen de la cristiandad’ o ‘Fuego persa. El primer imperio mundial y la batalla por Occidente’ (todos publicados por Ático de los Libros).

miércoles, 12 de mayo de 2021

Peter Brown: “Peor que olvidar la historia es retorcerla para avivar el resentimiento”


Con 36 años demostró en ‘El mundo de la Antigüedad tardía’ que la tesis de la decadencia de Roma era falsa. Para muchos es el mayor historiador vivo en lengua inglesa. Hablamos con él en su casa de Princeton sobre su trayectoria, el abandono de las humanidades y la tendencia política a manipular el pasado para infundir miedo.

La afición a la astronomía que Peter Brown (Dublín, 85 años) desarrolló de niño fue un presagio de la tarea que iba a consagrarle como historiador: el afán de escudriñar en la oscuridad los puntos de luz que definen la Antigüedad tardía (200-700 después de Cristo), ese periodo durante el que se produjo el colapso de Roma, cobraron forma las religiones del libro y el cristianismo fue arraigando en Europa. Un periodo que adquirió carta de naturaleza académica gracias precisamente a sus investigaciones.

La reedición en español de El mundo de la Antigüedad tardía (Taurus), una de sus obras magnas, es una oportunidad para redescubrir no solo esa época erróneamente considerada sombría y sus tentadoras concomitancias con la actualidad, sino para repasar la carrera del profesor emérito de Princeton que antes enseñó en Oxford, su alma mater, hasta 1975, del titán capaz de rebelarse frente a Edward Gibbon: la tesis de la ruptura de este –la exitosa pero poco justificada idea de decadencia y caída del Imperio Romano— tuvo una relectura radical en el concepto de transformación de Brown.

'El mayor historiador vivo en lengua inglesa'. Por Tom Holland
Venerado por generaciones de historiadores, el encuentro en su domicilio de Princeton suscita una ansiedad pertinente. Igual que intentar averiguar qué regalo desea alguien que lo tiene todo, ¿qué cabe preguntar a un erudito, a un sabio de fama internacional? Tal cúmulo de conocimiento impone respeto. Pero la cortesía del profesor, que aguarda la llegada del taxi para acompañar al interior de la vivienda —luminosa y plácida, con torres de libros, porcelanas, miniaturas y cortinas de cretona—, diluye cualquier prevención.

“Las raíces de Europa también están en Oriente Próximo y en el sur del Mediterráneo. Su riqueza es su apertura al mundo”

En el umbral, una mesita auxiliar recubierta por azulejos que reproducen los motivos florales de Iznik, la cerámica de época otomana, hace al visitante valorar su belleza mientras pronuncia el topónimo. “¡Iznik!” y, abracadabra, predispone el diálogo. La primera referencia, gracias a la cerámica, es Turquía, un país que Brown y su esposa, Betsy, conocen muy bien, como parada obligada para quien ha estudiado Bizancio en todas sus formas. Turquía volverá repetidamente a la charla. “¿Qué opina de Erdogan?, ¿Cómo ve la situación del país?”, pregunta luego el profesor en un ejercicio de mayéutica. Betsy recuerda que Peter estudió turco, “ese idioma tan hermoso, con un sonido precioso”, apunta él con delectación. De su vasto don de lenguas hablará, entre divertido y modesto, más tarde. “Ahora estoy aprendiendo etíope”, confiesa sin darle importancia. “Pero no el moderno, el antiguo”.

Para un historiador total como Brown, heredero en aliento de Fernand Braudel y discípulo de Arnaldo Momigliano, ¿qué vigencia tiene un libro escrito hace décadas? “Este libro apareció en 1971. Obviamente, mis inquietudes han cambiado. La razón para dedicarme a lo que ahora llamamos Antigüedad tardía era el deseo de estudiar una sociedad que había conservado sus raíces en el mundo antiguo, con el latín y el griego como lenguas dominantes, pero a la vez había empezado a cambiar. Era el estudio del cambio en una sociedad inusualmente resistente. Solíamos descartar ese periodo por ser un periodo de ruptura total. Todo lo que veíamos de él no nos gustaba”, recuerda de la época que él rehabilitó epistemológicamente.

“Esa fue mi principal motivación: la comprensión de la naturaleza exacta de ciertas crisis, como los cambios en el Gobierno del Imperio Romano en los siglos III y IV. Quería averiguar si habían sido desastrosos o más bien cambios de ajuste de la evolución; un equilibrio entre la continuidad y la discontinuidad, la fragilidad y la resistencia. Un ejemplo: la aparición de nuevos estilos de vida aristocrática en las provincias del Imperio Romano. Debo mucho a la arqueología española, a los grandes mosaicos de villas como Carranque, que conocí entonces. Hallazgos que nos decían: eh, las cosas no se han derrumbado, han cambiado, el foco ya no está en las urbes”, la quintaesencia del mapamundi romano junto con su red viaria desplegada como una tela de araña entre metrópolis.

“Creo que una de las principales inquietudes en el campo de la Antigüedad tardía era socavar la noción fácil de las invasiones bárbaras”, añade. La tentación de ver un trasunto de ese fenómeno en el de la inmigración irregular resulta fácil, tanto para un discurso tan romo como el de los populistas a granel como para ese otro, más alambicado, que propone la perversa teoría del reemplazo. “Si estás constantemente mirando una imagen falsa del pasado, buscando el reflejo de tu propia imagen, solo te llevará por el camino del racismo, del oscurantismo. De la xenofobia. Un buen ejemplo son las invasiones bárbaras. Todo el mundo es consciente de que hay problemas en Europa a causa de la inmigración masiva, pero es un terrible abuso histórico tratar lo uno como una repetición de lo otro”, explica Brown. Además, añade, “el islam yihadista trágicamente protagonista hoy no tiene nada que ver con el del profeta Mahoma, con el islam de hace 300 años, son totalmente diferentes”.

“Julio César mató a millones de personas. Pero ¿rechazamos a Roma por construirse sobre eso? Asumir la parte vergonzosa del pasado es un signo de madurez. Uno no siempre está orgulloso de su abuelo” Su primer libro fue, no obstante, una biografía de san Agustín, el norteafricano al que el erudito descabalgó de la santidad titulando la obra Agustín de Hipona, a secas. “Una figura muy latina, un hombre que representaba un cristianismo inmensamente opresivo. Recuerdo las críticas en español a mi ensayo; cómo los europeos, sobre todo los de origen católico, consideraban a Agustín todavía como parte de su propio mundo”.

Por intercesión intelectual del santo, Brown superó el etnocentrismo —es decir, el eurocentrismo tradicional, el que considera la civilización clásica como única fuente de Occidente— y supo mirar en derredor, otro de sus grandes logros como historiador. “Habría sido muy fácil seguir estudiando solo el cristianismo, pero me encontré con los descubrimientos de la arqueología, aprendí siriaco y hebreo y abrí un área cuya cultura llegaba entonces hasta las ciudades griegas de la costa del Egeo, como Éfeso. Seguían siendo ciudades impresionantes, pero se iban creando otras grandes obras, como Santa Sofía en Estambul”.

Por tanto, prosigue sin abandonar el uso del plural de modestia y con un levísimo tartamudeo ocasional, imperceptible, “vimos que había un mundo ahí fuera y que no se podía escribir sobre él como si debiéramos correr el telón del Imperio Romano; era una vida nueva para el Imperio Romano, incluso el profeta Mahoma y el islam surgieron de esa cultura, no vinieron del espacio exterior. Parte de las raíces de Europa no están solo en Europa. También están en Oriente Próximo y en el sur del Mediterráneo. Parte de la riqueza de la cultura europea es precisamente su apertura al mundo. En Santa Sofía, en los escritos de los Padres del Desierto…”.

Brown es generoso a la hora de resaltar la contribución de sus discípulos. Cita con especial cariño al español Javier Arce, o a Jack Tannous, su heredero en Princeton. Para el académico, toda investigación es una gran inversión: en tiempo, en conocimiento, en lecturas: “Descubrir textos, leer con fluidez lenguas como el árabe y el siriaco, es un trabajo duro, que necesita un apoyo adicional. Necesita apoyo institucional. Necesita profesores. Pero una vez que lo consigues, puede ofrecerte una visión mucho más rica y amplia que las estrechas certezas”. Así que su opinión sobre el desdén con que algunos gobiernos tratan las humanidades resulta más que obvia: “[Los políticos] están más preocupados por los costes de sus decisiones. Estamos tratando con una generación de políticos que durante mucho tiempo han carecido de una educación humanista como la que nosotros tuvimos. No hay nada más trágico que un hombre que ha perdido la memoria”.

Sobre la ordalía de la historia, sometida últimamente al filtro de la ultracorrección política —el derribo de estatuas de colonizadores o esclavistas, por ejemplo, tras episodios de violencia policial contra negros—, Brown —que pasó parte de su niñez en el Sudán colonial, donde su padre era funcionario del Imperio Británico— sostiene: “No asumir la parte vergonzosa del pasado es un rechazo a estar aquí, a ser adulto. Parte de la identificación del adulto es la pertenencia a generaciones anteriores. Y al igual que una familia, que no siempre está orgullosa de su tío o su abuelo… Cualquier persona madura debe asumir a los anteriores miembros de su familia, es un signo de madurez. Una especie de resiliencia. Julio César es un ejemplo. Mató a millones de personas. Y lo horrible es que lo sabemos porque él lo publicó. Ahora bien, ¿rechazamos totalmente el Imperio Romano porque se basó en eso? No, tenemos que aplicar, supongo, lo que ahora llamamos visión binocular para enfocar correctamente”. Ítem más episodios como la esclavitud en la antigua Roma, que permitía el acceso sexual de los hombres a las esclavas, y el parecido sistema vigente en las plantaciones sureñas de la nueva América, recuerda.

A todas las ideas que convoca Brown en la salita donde, en mecedoras enfrentadas, tiene lugar la charla, se les puede sacar punta, incluso hasta el extremo de establecer una línea directa entre la inconsciencia o la incuria de la historia y la ignorancia que subyace a eso que llamamos fake news. “Olvidar es una tragedia. Puede liberar a ciertas personas de los malos recuerdos. Pero creo que el problema son los recuerdos a medias. No es que hayamos prescindido de la memoria histórica, es que hemos disminuido nuestra capacidad de interponernos y criticar las falsas memorias históricas. No se puede decir que estos políticos, el Brexit, Trump, hayan ignorado la historia, simplemente la han tergiversado. Sabemos cómo se ha hecho eso en los países fascistas, en los países nazis, en los países comunistas, hoy en día también en los islámicos. Retorcer la historia es aún peor que olvidarla. Lo peligroso son las medias memorias que utilizan los políticos para avivar el resentimiento y los miedos”.

Viajar amplía la mente; la historia no es solo saber acerca del pasado. Eso es una visión estrecha. Se trata también de conocer un mundo más amplio

También resulta especialmente reveladora acerca de la validez hermenéutica de las humanidades —cómo ayudan a entender el mundo al explicarlo— su experiencia en el Irán prerrevolucionario. “Fui a Irán en 1974 y 1976, poco antes de la revolución islámica [1979]. El Gobierno de EE UU quería averiguar lo que estaba pasando y se puso en contacto con un montón de profesores en Berkeley, pero la mayoría eran especialistas en desarrollo, el gran concepto dominante en los sesenta y setenta, y se ocupaban, por supuesto, del presente. En el santuario de Mashhad tuve una sensación casi de pavor, de que algo muy sombrío y posiblemente terrible iba a suceder. Los otros profesores no percibieron nada tras la fachada de país en desarrollo”. Porque un historiador es un buen periodista, recuerda cómplice, al igual que un buen periodista debe conocer la historia.

El proverbial don de lenguas de Brown —aprendió farsi en Irán; tiene pendiente el armenio— respalda su insistencia en el aprendizaje de “lenguas europeas, no solo latín y griego, muy útiles para la investigación, sino las lenguas europeas, sin cuyo conocimiento la dimensión del mundo [en inglés] es roma y plana. La cultura europea es una cultura multilingüe, y la fuerza de Europa no es su uniformidad, sino su diversidad. Me preocupan los alumnos que no leen de forma natural el francés, el alemán, el italiano y el español, porque deberían hacerlo”.

A un bachiller, ¿Cómo le convencería de que estudie historia? “Con la metáfora del viaje. Si quieres ver las pirámides de Egipto, o conocer Sevilla, ¿por qué no viajas en el tiempo? Viajar amplía la mente; la historia no es solo saber acerca del pasado. Eso es una visión estrecha. Se trata también de conocer un mundo más amplio, ya sea en la actualidad o en el pasado”.

Al terminar la entrevista, y mientras Peter Brown saca el coche para llevar a la periodista a la estación, Betsy Brown muestra con respeto, en la esquina, la casa donde vivió Albert Einstein mientras enseñó en Princeton. La conversación ha terminado minutos antes con una anécdota de Oxford, cuando el profesor dio a sus estudiantes un libro en polaco. “Pero también les di un resumen en francés”, dice como quien recuerda una travesura. Los Brown regalan una visita a vuelapluma por Princeton que es otra lección de historia, del lugar de la batalla de 1777 al estilo gótico de colleges y rectoría. “Woodrow Wilson [28º presidente de EE UU], que fue rector”, cuenta Brown al volante, divertido, “dijo que era más fácil gobernar el país que la universidad”.

El mundo de la Antigüedad tardía. De Marco Aurelio a Mahoma
Peter Brown. Traducción de Antonio Piñero. Taurus

En 1971, con solo 36 años, Peter Brown publicó este libro que, con menos de 300 páginas, se convirtió en uno de los ensayos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Con una mezcla de erudición y audacia, explica el proceso por el que un mundo mediterráneo homogéneo terminó dividido en tres sociedades altomedievales: la católica, la bizantina y la islámica. Brown demostró que la hollywoodiense “caída del Imperio Romano” no había existido: no hubo decadencia sino metamorfosis. Y alta cultura: en este tiempo se creó la “lengua clásica de la filosofía” a través de la cual el Renacimiento redescubriría a Platón. Tuvo además espacio para demostrar que las “invasiones bárbaras” eran otro anacronismo. No habían sido “razzias destructivas y mucho menos campañas organizadas”, sino una “fiebre del oro” que empujó a la emigración a los habitantes de las regiones más pobres de Europa, que entonces eran las del norte.

Agustín de Hipona
Peter Brown. Traducción de Santiago Tovar, María Tovar y John Oldfield. Acento

Peter Brown publicó todavía más joven, con 32 años, esta biografía de san Agustín (354-430), que sigue siendo el título de referencia sobre el hombre que, según algunos estudiosos, fundó el concepto moderno de voluntad. Como san Jerónimo y Ausonio, forma parte de la tercera edad de oro de la literatura latina en tanto que autor del “primero y uno de los más grandes autorretratos de todos los tiempos”: "Confesiones". Pagano, maniqueo, gnóstico, neoplatónico y, al final, cristiano radical, ilustra perfectamente una de las grandes tendencias de la Antigüedad tardía: el odio a los placeres del cuerpo. No es casual que Michel Foucault, autor de "Historia de la sexualidad", se supiera el libro de Brown “de carrerilla” (según cuenta Didier Eribon, biógrafo del pensador francés). Historiador y filósofo se hicieron amigos en Berkeley y en 1982 Peter Brown dictó cuatro conferencias en el Collège de France que le valieron la invitación a participar con 100 páginas magistrales en el primer volumen de la mítica "Historia de la vida privada", dirigida por Georges Duby y Philippe Ariès.

portada 'El culto a los santos', PETER BROWN. EDICIONES SÍGUEME

El culto a los santos
Peter Brown. Traducción de Francisco Javier Molina de la Torre. Sígueme

“Con la serena confianza de quienes enseñan para aprender” preparó Peter Brown seis conferencias para la Universidad de Chicago en 1978. El resultado, convertido en libro, es un relato fascinante en el que la historiografía limita al norte con la teología y al sur con la literatura fantástica. Tras desmontar el tópico de que, originalmente, las “prácticas religiosas” de las élites tenían poco que ver con las “supersticiones” de las masas, Brown demuestra que ambas compartían una adoración a los mártires a medio camino entre el Rocío y una "rave party". Eliminada la casa familiar romana como centro espiritual en beneficio de la religión pública, asistimos al nacimiento de los cementerios, de los exorcismos y, sobre todo, del “comercio frenético de reliquias”. Aprovechando la red de relaciones del Bajo Imperio, la expansión del cristianismo no fue un milagro sino, en parte, fruto de la “generosidad” de un buen número de donantes.

'Por el ojo de una aguja', Peter Brown. Traducción de Agustina Luengo. Acantilado

Para entender mejor la “construcción” hegemónica del cristianismo en Occidente, Brown siguió durante décadas la pista al dinero. En 2012 publicó 1.200 páginas sobre dos siglos (350-550) que arrancaron con la conversión de Constantino en el año 312 y el posterior “ingreso de los ricos” en las iglesias cristianas para dar pie a una "belle époque" de la Antigüedad que terminó con el saqueo de Roma por los visigodos en el 410. Contra la parábola bíblica del camello, la riqueza entró en el reino de los cielos cuando el altruismo pagano —orientado a la ciudad— se tornó en donaciones a la Iglesia en virtud del “amor a los pobres”.