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sábado, 24 de octubre de 2020

“Ni la teoría marxista es una disciplina científica ni el marxismo es una ciencia”

El profesor Francisco Erice es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Oviedo y miembro de la Sección de Historia de la Fundación de Investigaciones Marxistas (FIM)

En los últimos años ha centrado sus investigaciones en los problemas de la memoria colectiva, la historia del comunismo y la historiografía. Fruto de ello son libros como Guerras de la memoria y fantasmas del pasado. Usos y abusos de la memoria colectiva (2009) y Militancia clandestina y represión. La dictadura franquista contra la subversión comunista, 1956-1963 (2017), así como numerosos artículos en revistas y capítulos en obras colectivas.

En Siglo XXI de España, Erice ha publicado E.P. Thompson. Marxismo e historia social (2016, junto a José Babiano y Julián Sanz, (eds.) y un capítulo en Historiografía, marxismo y compromiso político en España. Del franquismo a la actualidad (2018, José Gómez Alén, ed.) y En defensa de la razón (2020). En este último libro centramos nuestra conversación.

Su pensamiento, su concepción de la política y lo político. ¿Es posible entonces un posmodernismo político de izquierdas?

Laclau y Mouffe son claramente posmodernos; sus influencias declaradas y el desarrollo de sus esquemas de análisis son, en ese sentido, inequívocos. También lo son (aunque con más matices) Negri y Hardt en su teoría del Imperio. Y hay también un “posmodernismo desde el Sur” con muchas variantes (Boaventura de Sousa Santos, Dussel, Aníbal Quijano, etc.).

El posmodernismo ha influido mucho en los a veces llamados “nuevos movimientos sociales” y en los análisis histórico-sociales ligados a los mismos (Historia de género, Cultural Studies, Estudios poscoloniales, etc.). Eso significa que hay, evidentemente posmodernismo que se reivindica de la izquierda, y cuyos defensores son muchas veces firmes y consecuentes militantes de la izquierda. Por eso es importante el debate, la confrontación crítica con estas posiciones desde la izquierda de orientación marxista, para delimitar posiciones de manera clara, pero, por supuesto, entendiendo que estas diferencias no deben excluir las posibles y necesarias colaboraciones prácticas.

En el caso de Laclau y Mouffe, defensores de un “posmarxismo” teórico que se proyecta políticamente como “populismo de izquierdas”, creo que cabe reprocharles, desde posiciones marxistas, su remisión al campo lingüístico de las contradicciones sociales, la separación de lo social (que prácticamente se difumina) y lo político, la ambigüedad de sus posiciones sobre la transformación social o la concepción de la política como una movilización sobre la base de las emociones y los sentimientos, tremendamente peligrosa por su potencial irracionalismo, que condena objetivamente a los movilizados a una posición subalterna.

¿Ha habido aportaciones importantes, destacables y reconocidas, del posmodernismo en el ámbito de la historia, o sus reflexiones se han centrado más bien en la metahistoria o en la filosofía en general? ¿Hay historia posmoderna interesante por decirlo de algún modo?
Suele decirse que hay mucha reflexión teórica posmoderna en el campo de la Historia (Hayden White es un claro ejemplo), pero pocos historiadores posmodernos, y creo que es cierto, aunque con algunos matices. La razón está en que llevar a la práctica postulados posmodernos extremos supone atentar contra la misma lógica del oficio de historiador; no es de extrañar que uno de los defensores de estas tesis, Jenkins, llegue a pronosticar el fin próximo de la Historia (de la Historia como disciplina) y hable de futuras sociedades que ya no necesiten a los historiadores. Por eso lo que sí hay es una amplia gama de influencias parciales o de posmodernismo light o moderado. Y, sobre todo, un clima propicio a la difusión de este tipo de planteamientos, siempre mezclado con otros o matizado. La Historia posmoderna más completa, lo que sus cultivadores llaman, por ejemplo, la Historia postsocial, es hoy bastante minoritaria.

Pero esto que señalas del fin de la historia como disciplina científica o la consideración de que de hecho nunca lo fue, ¿no son también tesis o consideraciones próximas a Althusser o a sus discípulos o seguidores?

La proximidad de Althusser a algunos de estos autores es evidente (por ejemplo, su influencia en Laclau), aunque, en todo caso, Althusser tenía una concepción “cientifista” del marxismo y hablaba pomposamente de Marx como descubridor del “continente de la Historia”. A lo mejor parte del problema es qué entiende por ciencia o la contraposición ciencia-ideología.

Para los historiadores, creo que los dos principales problemas que plantea Althusser tienen que ver con el “anti-historicismo” y “anti-empirismo” por un lado, y el “antihumanismo” por otro. Thompson percibió bien -aunque no sé si lo formuló del todo correctamente- los efectos deletéreos para la Historia de un “anti-empirismo” que degenera en “teoricismo”, rompiendo el “diálogo” de la construcción teórica con el material empírico. El antihumanismo, además, degradando el papel de la acción humana, refleja el carácter “políticamente sombrío” del marxismo althusseriano, como decía Eagleton, reforzado por su noción de ideología, que subraya la opacidad necesaria de los procesos sociales incluso en el ámbito de una hipotética sociedad emancipada.

¿Cuáles serían tus principales críticas a lo que llamas historia de género?
La llamada “Historia de género”, y no digamos ya la Historia de las mujeres, noción más amplia pero estrechamente relacionada con ella, han hecho aportaciones verdaderamente sustanciales a la renovación historiográfica de las ultimas décadas. Lo que el libro critica no es este campo historiográfico, ni la noción en sí de género, entendido como construcción cultural de los roles atribuidos a hombres y mujeres. Más bien se cuestiona una determinada manera de definir el género, vinculada precisamente a las teorías posmodernas, que entiende las diferencias como mera construcción lingüística y se desvincula del estudio de las relaciones materiales y sociales que afectan a las mujeres.

Es esta Historia reductivamente “culturalista”, tremendamente peligrosa además para la misma legitimación de los movimientos feministas, la que debe ser teóricamente combatida. Hay, por el contrario, intentos de imbricación de género y clase o de explicación histórica materialista de la historia de las mujeres, ligada a las condiciones materiales de su existencia, sin olvidar -claro está- los factores culturales, que constituyen una vía de desarrollo historiográfico verdaderamente prometedora para el futuro.

La tercera parte de tu libro lleva por título “La historia marxista después de la tormenta. Propuesta para una reconstrucción”. Son muchas las sugerencias y tesis que en ella defiendes. Sobre algunas de ellas. ¿Qué fue Marx en tu opinión? ¿Un economista, un filósofo, un revolucionario, un historiador? ¿Todo en uno?

Humildemente, debo reconocer que esta tercera parte tiene quizás más sugerencias que tesis perfiladas. En todo caso, sin querer decir que en las dos anteriores se planteen los análisis de manera más sólida o afianzada, me pareció que era más oportuno subrayar, en esta parte final, el carácter abierto de los debates sobre cómo reconstruir un marxismo historiográfico que recoja lo mejor de la tradición materialista y a la vez no se repliegue sectariamente frente a las contribuciones del propio desarrollo de la Historia como disciplina.

Con respeto a la identificación “gremial” de la obra de Marx o en el encasillamiento de su figura, creo que posee todas esas dimensiones y alguna más. Pero todas ellas, lejos de superponerse, se integran en una visión unitaria, como Schumpeter supo ver bien a propósito de la Economía y la Historia. Creo que Marx absorbe y combina muchos ingredientes y perspectivas, pero nunca es “ecléctico”. Quizás la dimensión central más justificable de su obra sería la de filósofo, más que de científico. Y por supuesto, la de revolucionario, que asume la “crítica de las armas” como realización del “arma de la crítica”.

Desde luego, no es exactamente un historiador, pese a que Pierre Vilar le gustaba identificarlo como tal (las obras de Marx, si acaso, nos recuerdan a las actuales Sociología histórica o Historia del Presente), por su evidente y fundamental tendencia a “pensarlo todo históricamente”.

¿La teoría marxista de la historia es una disciplina científica? Si lo fuera, ¿qué tipo de ciencia sería?
Ni la teoría marxista es una disciplina científica ni el marxismo es una ciencia. Pero sí creo que la concepción marxista, racionalista, materialista y crítica, nos ayuda a la construcción de la Historia como ciencia. El marxismo lo que nos ofrece o nos permite construir es una teoría de la sociedad que funcione como un “horizonte metodológico” o “ideal regulativo” (tomo las expresiones de Moradiellos) para el análisis de los materiales históricos. Pero no hay una “ciencia marxista”, como no la hay “proletaria” o “feminista”.

Las ciencias, sin que ello implique sacralizarlas, representan el horizonte máximo de racionalidad metódica y sistemática alcanzado por las sociedades humanas. Hablar de la Historia como ciencia se sitúa en las antípodas del posmodernismo, que la identifica en lo esencial con la Literatura o la ficción, o que niega principios esenciales como el de causalidad, determinación o continuidad. Obviamente, la Historia es una ciencia “humana”, en la que el sujeto operatorio (el historiador) es imposible de neutralizar del todo (como sucede en las ciencias físico-naturales) en el proceso de construcción del conocimiento. Pero existen mecanismos que permiten alcanzar grados de veracidad significativos (la crítica rigurosa de las fuentes, los principios deontológicos del trabajo del historiador, la socialización “gremial” o el contexto institucional de los conocimientos, etc.), que permiten a la Historia figurar decorosamente en el campo de las ciencias humanas o sociales que se ha ido institucionalizando a lo largo de los dos últimos siglos. Creo que la teoría de la ciencia de Gustavo Bueno plantea correctamente el asunto, sin renunciar al análisis sociológico de la misma, pero no incurriendo en el sociologismo o el relativismo.

Tomemos un respiro. El último.
Como quieras.
Fuente: El Viejo Topo, septiembre de 2020

Primera parte de esta entrevista: Entrevista a Francisco Erice sobre En defensa de la razón (I), «Pensamientos y lenguaje no forman un mundo aparte, son ‘expresiones de la vida real’»,

miércoles, 29 de julio de 2020

El cientificismo genera pseudociencia y negacionismo científico

Por N. Gabriel Martin | 08/07/2020 |
Conocimiento Libre

Fuentes: The Philosofical Salon
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

El cientificismo, la creencia en que la ciencia es la única fuente válida de conocimiento y que puede responder todas las preguntas legítimas, es lo que genera pseudociencia y el negacionismo científico. Si se aborda la ciencia como si no solo nos informara, sino que también dictara cómo debemos vivir nuestra vida y cómo debemos gestionar la sociedad, entonces es más fácil difundir la negación infundada de afirmaciones científicas que desafiar la afirmación ilegítima de la autoridad sobre decisiones tomadas en nombre de la ciencia.

Cuando los gobiernos afirman, como durante la pandemia de la COVID-19, estar acordando una “política basada en la evidencia”, trazando una línea directa de la ciencia a los cambios políticos y sociales internos más perturbadores y molestos que se recuerden, no es de extrañar que el descontento público cargue contra la misma ciencia. De hecho, la misma cosmovisión que hace que afirmar “estar siguiendo la ciencia” sea una necesidad política, ha hecho también que atacar a la ciencia sea el único modo concebible de disidencia.

Al fomentar una cultura política en la que colocar la responsabilidad de una decisión política sobre “la ciencia” es una forma viable de defenderla, el cientificismo ha hecho que desafiar a la ciencia sea la única forma de desafiar las decisiones políticas. Pero, en ambos casos, se está desviando un debate que debería ser sobre política. Las decisiones políticas no pueden simplemente seguir a la ciencia, porque las decisiones políticas, como cualquier otra decisión si vamos al caso, están motivadas por interpretaciones y valores específicos. No están simplemente dictadas por los hechos. Como Jana Bacevic escribía recientemente en un artículo de opinión en The Guardian: “Lo que los políticos deciden priorizar en estos momentos es una cuestión de juicio político. ¿Es la vida de los ancianos y los enfermos? ¿Es la economía? ¿O son los índices de aprobación política? Si nuestra capacidad para debatir y discutir sobre valores no estuviera degradada, podríamos exigir a los responsables políticos que defendieran sus decisiones cuando priorizan ciertos valores sobre otros, en lugar de refugiarse en la afirmación de que los hechos científicos determinan las decisiones que adoptan, cuando apenas es así en absoluto.

Para quienes están descontentos con estas políticas, es más fácil negar la evidencia científica, aunque esta sea sólida y la negación sea espuria, que desafiar la legitimidad de permitir que dicha evidencia dicte nuestras decisiones. Poner en duda alguna afirmación científica en particular no requiere de un gran salto; después de todo, estamos acostumbrados a que las teorías científicas se reviertan, por lo que no es sorprendente que lo que parece demostrarse como verdadero resulte falso. En el extremo opuesto es mucho más difícil atacar toda una visión del mundo que niega la importancia de las preguntas que no pueden resolverse con datos empíricos.

Esto se debe a que estamos inmersos en un cientificismo que nos ha obligado a abandonar el debate público sobre las preguntas que carecen de respuestas fácticas. Tales preguntas, que incluyen cualquier consulta sobre cómo actuar, qué hace que una vida sea buena o cómo debe constituirse la sociedad, pueden, en el mejor de los casos, ser temas para la introspección privada. No tienen espacio en el discurso público porque no pueden resolverse. En consecuencia, cuando se trata de cualquiera de estas cuestiones de valor y significado, el único papel legítimo para la política es el enfoque liberal: dejar la decisión a cada individuo e interferir lo menos posible en ella. Incluso expresar una opinión sobre las decisiones de otra persona es excesivo, es el comportamiento de los entrometidos, no de las personas que se preocupan por sus propios asuntos. Es mejor permanecer agnóstico en asuntos que no pueden resolverse científicamente y dejar que otros hagan lo que quieran. El error aquí es pensar que solo porque las preguntas sobre qué hacer o cómo vivir no pueden resolverse carecemos de bases para evaluar o criticar las alternativas.

Científicos, intelectuales y periodistas se quejan del negacionismo, pero no tienen soluciones que ofrecer, aparte de instarnos a luchar más para no dejarnos atrapar por un océano de desinformación. Esto se debe a que se niegan a comprometerse con las raíces del problema, que no puede abordarse redoblando la negación de que no hay fuentes legítimas de comprensión aparte de la ciencia. Una vez que el cientificismo ha vaciado el discurso público de cualquier forma de presentar y estar en desacuerdo sobre valores y formas de vida, ¿qué otra cosa sino el descontento con las políticas que afirman que “seguir solo a la ciencia” se dirigirá contra la misma ciencia? En un reciente artículo de opinión publicado en Nature, Timothy Caulfield se quejaba de que: «Aquellos que impulsan ideas no probadas utilizan el lenguaje de la ciencia real -un fenómeno que yo llamo ‘explotación científica’- para legitimar sus productos. Es, por desgracia, demasiado eficaz. La homeopatía y las terapias energéticas, afirman sus defensores, dependen de la física cuántica”. Sin embargo, lo que él llama “explotación científica” es prácticamente inevitable una vez que el cientificismo ha eliminado cualquier otra base sobre la cual determinadas afirmaciones puedan tomarse en serio.

La homeopatía es un objetivo fácil, pero Caulfield fustiga también remedios naturopáticos que son menos inverosímiles. Las personas buscan soluciones que no están médicamente comprobadas no solo para contrariar a los expertos, sino porque la salud es importante y la ciencia médica con frecuencia no puede ayudar. La solución a la pseudociencia médica no es que los científicos insistan más en la verdad de la ciencia y la ilegitimidad de cualquier idea fuera de ella; la solución radica, más bien, en admitir las limitaciones del conocimiento científico y, por lo tanto, la legitimidad de adoptar decisiones en función de otros criterios, incluso de los que no son científicos. Si la ciencia médica no insistiera en la ilegitimidad de cualquier otra base sobre la que tomar decisiones en temas de salud, podría no ser necesario hacer espurias afirmaciones pseudocientíficas sobre remedios alternativos. Sería posible aceptarlos por lo que son: no comprobados, aunque apoyados en evidencias anecdóticas o en la sabiduría popular.

Nuestro discurso político también está limitado por el cientificismo de forma que perjudica la comprensión pública de la ciencia. Las decisiones políticas nunca se “basan meramente en evidencias”; más bien se utilizan las evidencias para decirnos cómo lograr fines políticos y minimizar las amenazas políticas. Son los valores que tenemos los que determinan qué fines debemos perseguir y, por lo tanto, qué decisiones debemos tomar sobre la base de las evidencias que tenemos. Los objetivos políticos siempre son discutibles, y las decisiones políticas difíciles que deben adoptarse son aquellas que sacrifican algunos valores por el bien de otros. La pandemia amenaza gran parte de lo que nos es querido -personas vulnerables, salud pública, economía, libertad- y las respuestas ante la misma han tenido que sacrificar algo por el bien de todos. Sería mejor si esas decisiones pudieran defenderse en términos de los valores por los que están motivadas en lugar de pretender estar simplemente “siguiendo la ciencia”, sobre todo porque entonces podrían desafiarse desde el punto de vista de los valores que descuidan, en lugar de negar la ciencia en la que afirman basarse. También disminuiría la tentación de los políticos de ofuscar la ciencia, por ejemplo, cuando se toman decisiones sobre cómo contar las muertes para minimizar las estadísticas.

En una crisis de salud, o en cualquier otra situación que ponga en peligro la vida de las personas, parece realmente no haber alternativa. Parece, además, que debemos seguir a la ciencia porque eso solo puede significar una cosa: hacer cuanto sea necesario para evitar la pérdida de vidas. Sugerir lo contrario resultaría insensible. Sin embargo, esta elección solo parece sencilla porque los únicos valores que podemos discutir seriamente son el valor de la vida humana o el valor de la economía. Este es el mínimo necesario para evitar un nihilismo total. Y, sin embargo, es incoherente pretender que una vida humana tiene sentido sin afirmar que las cualidades y propiedades que conforman la vida también son valiosas. Admitir que la vida humana tiene valor requiere que pensemos más profundamente sobre cuál es ese valor y qué más cosas tienen también valor.

La pandemia de la COVID-19 ha expuesto las grietas existentes en la relación entre la ciencia, la política y la opinión pública que atraviesan directamente la crisis del cambio climático, mucho más grave, si bien paulatinamente más inminente. El negacionismo climático parece haber disminuido en los últimos años, pero es probable que se deba a que ya no es necesario: la apatía climática y el fascismo climático -ideologías que surgen de la creencia de que el cambio climático es real y está aumentando, pero que es demasiado tarde para hacer algo al respecto- están comenzando a ocupar su lugar en la lucha contra la reducción de las emisiones de carbono.

Esto no debería sorprendernos, ya que el problema nunca fue la negación de la evidencia científica; fue el fracaso de nuestra sociedad para lidiar con la pobreza de sus valores, los mismos valores que sacrifican el florecimiento humano y ecológico en aras a la propia conveniencia y el beneficio material. El cientificismo comparte la responsabilidad de este fracaso en la medida en que nos ha enseñado que la salud, el equilibrio, la bondad, el trabajo significativo y la conexión social (todo lo que necesitamos para presentar alternativas al egoísmo y la codicia) no son objetivos que valga la pena tomar en serio simplemente porque no pueden medirse de forma rigurosa.

Si los científicos y los defensores de la ciencia están dispuestos a abordar la propagación de la pseudociencia y el negacionismo de la ciencia que dificultan la comprensión pública de la pandemia del coronavirus, el cambio climático y cuestiones similares, deben involucrarse con las raíces del problema: la negativa del científico a tomar en serio cualquier pregunta que no pueda resolverse mediante un estudio empírico. Mientras la ciencia vaya acompañada del cientificismo, y mientras la política venga“dictada por” la ciencia, el descontento con las políticas reales se desviará de su objetivo legítimo (las políticas mismas) hacia un objetivo ilegítimo (la ciencia). Las crisis requieren de serias discusiones políticas sobre lo que importa, pero la extendida cosmovisión científica generalizada ha hecho que esas discusiones sean imposibles porque lo que importa no puede demostrarse empíricamente. Así es como el cientificismo empobrece el debate público y erosiona la confianza en la ciencia y en sus expertos.

N. Gabriel Martin es profesor visitante en la Universidad de Brighton. Sus investigaciones se centran en la epistemología y la fenomenología del desacuerdo irreconciliable. Su blog es thevimblog.com y puede contactar con él en ngmartin.com

Fuente: https://thephilosophicalsalon.com/how-scientism-spawns-pseudoscience-and-science-denialism/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.

miércoles, 24 de junio de 2020

El misterio sobre Werner Heisenberg, el físico que ganó el Nobel por la creación de la mecánica cuántica

Ahora ya estamos todos muertos, es cierto, y el mundo se acuerda de mí sólo por dos cosas: por el principio de incertidumbre y por mi misteriosa visita a Niels Bohr en Copenhague en 1941. Todos entienden de qué se trata la incertidumbre. O eso creen. Nadie entiende por qué fui a Copenhague".

Con estas palabras entra en escena Werner Heisenberg en la aclamada obra "Copenhague" del dramaturgo inglés Michael Frayn, que imagina lo que pudo haber pasado en uno de los encuentros más controvertidos de la historia de la ciencia.

Sabemos que tuvo lugar y cuándo: en septiembre de 1941, cuando Alemania estaba en la cima de su período de éxito militar, habiendo ocupado la mayor parte de Europa, derrotado a Francia y expulsado al ejército británico del continente, y cuando Estados Unidos seguía siendo técnicamente neutral.

Sabemos dónde tuvo lugar: en Copenhague, cuando Dinamarca estaba bajo la ocupación nazi.

Sabemos quiénes estuvieron presentes: dos físicos que habían cartografiado y explorado el universo cuántico dentro del átomo y que, juntos, habían revolucionado el mundo de la física.

Dos galardonados con el premio Nobel de Física: Niels Bohr, en 1922, "en reconocimiento por su trabajo sobre la estructura de los átomos" y Heisenberg, en 1932, por "la creación de la mecánica cuántica".

Un danés de ascendencia judía y un luterano alemán, separados en edad por 16 años, cuyas vidas estaban profundamente entrelazadas a nivel personal, intelectual y profesional, hasta aquel día de 1941.

Sabemos que el encuentro terminó abruptamente, y que Bohr quedó muy enfadado.

Lo que no sabemos es qué ocurrió, no porque no hayan hablado de ello, sino porque hay más de una versión.

E importa porque Heisenberg fue el físico que le dejó al mundo el principio de incertidumbre, pero también un mundo de incertidumbres sobre sus principios.

La duda sin resolver es si fue un villano que quiso aprovecharse de su cercana relación con el danés en beneficio del proyecto de la bomba atómica nazi o un héroe que quiso evitar que tanto los Aliados de la Segunda Guerra Mundial como las Potencias del Eje obtuvieran tal arma.

El principio
Bohr había habitado ese mundo idílico de la ciencia de principios de siglo XX, en el que las ideas fluían atravesando fronteras en una misión conjunta para superar los límites del conocimiento.

Era una atmósfera repleta de luminarias -desde el padre de la física nuclear Ernest Rutherford y el originador de la teoría cuántica Max Planck, hasta la estrella más brillante: Albert Einstein- que fue sacudida por la Primera Guerra Mundial, cuando la ciencia se usó como un arma ofensiva.

Pero sobrevivió por un rato más.

Una de las muestras más dicientes fue el contrabando de copias del artículo sobre la teoría general de la relatividad que Einstein presentó en 1915 en Berlín a científicos aliados. Y el hecho de que, para probar la teoría del científico alemán, el gobierno británico financió durante la guerra una expedición para fotografiar un eclipse solar en 1919, a instancias del astrónomo Arthur Eddington.

Cuando, en 1924, Heisenberg aceptó la invitación de Bohr para trabajar en Copenhague, heredó los beneficios de esa atmósfera y entre ellos se forjó una relación que fue más allá de la de un mentor y un estudiante talentoso.

A nivel personal, el alumno se fue convirtiendo en parte de la familia del profesor.

En el plano profesional, aunque hicieron sus descubrimientos por separado, su trabajo conjunto fue imprescindible para alcanzar sus logros.

Los principios
El resultado fue brillante: en 1927, Heisenberg publicó su "Principio de incertidumbre", que afirmaba que la posición exacta de un electrón dentro de un núcleo atómico en un momento dado no podía conocerse con certeza, sino que solo se calculaba estadísticamente dentro de una probabilidad.

Su descubrimiento fue fundamental para la física cuántica.

Para entonces, Bohr había desarrollado su principio de complementariedad, en el que incorporó la física de Heisenberg dentro de la suya, y propuso que el aparente caos del mundo cuántico y el orden del universo basado en la física clásica no eran excluyentes sino complementarios entre sí de una manera que aún teníamos que comprender y explicar.

En opinión del físico teórico estadounidense John Wheeler, era "el concepto científico más revolucionario de este siglo".

Pero no todos lo recibieron de esa manera.

Como recordó el físico alemán Max Born en su discurso de aceptación de su premio Nobel de física en 1954, hubo una dramática división entre famosos físicos cuánticos, con algunos en profundo desacuerdo.

"El mismo Max Planck estuvo entre los escépticos hasta su muerte y Albert Einstein, Louis-Victor de Broglie (Nobel de Física de 1929) y Erwin Schrödinger (Nobel de Física de 1933) no dejaron de subrayar los aspectos insatisfactorios de la teoría...".

El desacuerdo no era sólo respecto al principio de complementariedad, sino también al de incertidumbre de Heisenberg.

Ante esa descripción del mundo cuántico en el que las certezas habían sido reemplazadas por probabilidades, Einstein famosamente protestó diciendo: "Dios no juega a los dados". Y Bohr, menos famosamente, le respondió: "Einstein, deja de decirle a Dios qué hacer".

Una disputa entre titanes que, en el albor del siglo XX, le dieron un vuelco al universo, mostrándolo primero como algo relativo y luego, como algo confuso.

Sus principios
Pero mientras que en el universo intelectual los ataques que ponen a prueba las teorías son necesarios, los golpes que reciben las ideas por razones políticas rara vez traen consecuencias benéficas.

El principio de incertidumbre de Heisenberg sobrevivió a las críticas y finalmente fue adoptado por casi todos en la comunidad de física.

Sin embargo, el surgimiento del "archinacionalista" (mejor nazi) Adolf Hitler en Alemania marcó el comienzo de una impactante supresión de la investigación científica y el conocimiento.

Incluso desde antes de que llegara al poder, la "nueva física", aquella de la relatividad y la incertidumbre, fue vinculada a la impureza y el judaísmo, y los científicos alemanes hostiles a ella exigían una física "aria".

Como explica el Bohr imaginado por Frayn...

"Los alemanes se opusieron sistemáticamente a la física teórica. ¿Por qué? Porque la mayoría de los que trabajaban en ese campo eran judíos.

"¿Y por qué tantos eran judíos? Porque la física teórica, la física que le interesaba a Einstein, a Schrödinger, a Pauli y a nosotros dos, siempre fue considerada inferior a la física experimental en Alemania, y las cátedras teóricas eran las únicas a las que podían acceder los judíos".

Efectivamente, el antisemitismo europeo no empezó con Hitler, ni lo esperó para manifestarse en el mundo científico, pero cuando empezó a amasar poder y, más aún, cuando lo alcanzó, en 1933, aprovechó ese terreno ya arado.

Los nazis pronto le prohibieron a todos los judíos trabajar para el Estado alemán (y, más tarde, los ocupados) o en capacidades profesionales como profesores universitarios, provocando un éxodo del mayor talento científico del mundo hacia naciones receptivas.

Heisenberg no se unió al partido nazi, y fue inicialmente calificado de simpatizante judío por su adhesión a la "física judía" de Einstein y Niels Bohr.

Sin embargo, era un nacionalista alemán dedicado. Participó en los ejercicios militares de su unidad de reserva.

Patriótico, se aferró a la idea de que podía ayudar a su tierra natal. Y creyó que Hitler podría no ser tan malo como parecía.

Por eso se negó a abandonar Alemania como una protesta simbólica contra el régimen nazi y su actitud hacia la investigación científica, desoyendo las súplicas de sus colegas internacionales.

El fin
Irónicamente, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi empezó a valorar los posibles usos de esa física que tanto despreciaba por encima de la ideología.

Lise Meitner, una de las judías que tuvieron que huir de los nazis, siguió colaborando a distancia con el químico Otto Hahn, quien le enviaba información sobre sus experimentos con el elemento uranio.

En la Navidad de 1938, mientras estaba en Suecia, Meitner y su sobrino Otto Frisch analizaron los datos y confirmaron que se había producido una fisión nuclear.

Le entregaron la información a Niels Bohr, quien la llevó a Estados Unidos, y en enero de 1939, en una conferencia de física en la Universidad George Washington, se anunció públicamente que la posibilidad de dividir el átomo y liberar cantidades incalculables de energía a través de la fisión nuclear estaba ahora al alcance.

Teóricamente era posible construir una bomba atómica.
En abril de 1939 se estableció el primer "Uranverein" o "Club de Uranio" alemán, y el día que Alemania lanzó la invasión de Polonia, la Oficina de Artillería del ejército alemán se hizo cargo del proyecto de energía nuclear para explorar posibles aplicaciones militares.

Ese segundo Uranverein era un secreto militar y de Estado. Su principal teórico era Heisenberg. Y lo seguía siendo cuando visitó a Bohr en 1941.

Cuál era su fin es algo que hasta el día de hoy, físicos e historiadores de la física siguen debatiendo, a pesar de que se han escrito miles de páginas acerca del tema.

Durante muchos años, se consideró como una de las mejores fuentes una carta que Heisenberg le escribió al autor Robert Jungk, de la cual aparecen fragmentos en el libro "Más brillante que mil soles: una historia personal de los científicos atómicos".

Heisenberg explicaba que su intención era convencer a los científicos nucleares de ambos lados en guerra de impedir el desarrollo de una bomba atómica diciéndole a los dirigentes de sus países que las dificultades técnicas y económicas hacían que fuera imposible en el futuro inmediato.

Según el físico alemán, lo que pretendía era informarle a Bohr que los nazis sabían que la fisión nuclear era posible, pero que él estaba en posición de neutralizar ese esfuerzo. Afirmó que lo que quería era que Bohr convenciera a los científicos aliados de que hicieran lo mismo.

Con un acuerdo tácito, la comunidad internacional de física podía cooperar para salvar al mundo de esta arma horrible.

Niels Bohr siempre contradijo esa versión de la reunión.

Y en 2002, reaccionando a una nueva ronda de debates académicos sobre la misteriosa reunión desencadenada por la presentación de la obra de Frayn en 1998, la familia de Bohr publicó varias cartas que él le había escrito, pero no enviado, a Heisenberg.

En ellas, Bohr contaba una historia diferente: durante toda la visita de Heisenberg había sentido que el hombre más joven se jactaba no solo de la próxima victoria de Alemania, sino también de su capacidad para construir una bomba atómica en el futuro cercano.

Afirmó que la intención de Heisenberg era convencerlo de ayudar a los alemanes, enfatizando la probabilidad de la victoria alemana. Peor aún, que había tratado de deshonrarlo intentando que divulgara información sobre el esfuerzo nuclear aliado.

Una versión pinta a Heisenberg como un héroe que trató de salvar al mundo de la pesadilla atómica; la otra, un villano que quiso aprovecharse de un amigo para garantizar la victoria de la Alemania hitleriana.

¿Malentendió Bohr a Heisenberg? ¿O cometió Heisenberg un grave error y luego mintió para reivindicarse?

¿Será que los nazis no lograron hacer una bomba atómica porque Heisenberg frustró deliberadamente el proyecto o porque sencillamente, a pesar de sus esfuerzos, él no supo cómo completarlo?

Nunca lo sabremos.

https://www.bbc.com/mundo/noticias-52374330

miércoles, 13 de mayo de 2020

Adiós al padre del caos Robert May, biólogo, matemático, innovador e influyente político, muere a la edad de 84 años.

El científico australiano Robert May, pionero en estudios teóricos de biología y uno de los padres de la teoría del caos, murió a la edad de 84 años, el pasado 28 de abril. Fue uno de los investigadores más distinguidos de su país, como promotor de la ciencia y asesor político. Fue influyente en el modelado de las enfermedades infecciosas, y cambió nuestra comprensión de los ecosistemas, la dinámica de poblaciones y la teoría de juegos. Tras la crisis financiera de 2008, también contribuyó al modelado de la economía.

Robert May nació en Sidney en 1938. Estudió ingeniería química y física en la Universidad de Sidney, obteniendo el título en 1956, y se doctoró en física teórica, en la especialidad de superconductividad, en 1959. Posteriormente se trasladó como investigador a la Universidad de Harvard en Boston (EE UU) para regresar luego a su ciudad natal, donde fue promocionado a profesor titular de universidad a la edad de 33 años. Ocupó una cátedra de Zoología en la Universidad de Princeton (EE UU) en 1973 y en 1988 se convirtió en profesor de investigación de la Royal Society en la Universidad de Oxford, Reino Unido. Entre 1995 y 2000 fue Asesor Científico Principal del Gobierno Británico, y se convirtió en Presidente de la Royal Society (Reino Unido) en 2000. En 1996 fue nombrado caballero por sus servicios a la ciencia, y se convirtió en “Lord May de Oxford”.

El trabajo de Robert May se centró en lo que ahora se conoce como los sistemas no lineales y complejos. Fue uno de los primeros en estudiar modelos matemáticos simples que daban lugar a una dinámica muy complicada. En la década de 1970 muy pocos científicos creían que la complejidad y variación que vemos en nuestro mundo pudiera ser capturada por ecuaciones matemáticas relativamente sencillas. ¿Cómo describirían ecuaciones simples cosas tan complicadas como el clima, el cerebro, el colapso de las comunidades ecológicas, o las repentinas caídas del mercado financiero? May, junto con otros científicos, descubrió que ecuaciones no lineales muy básicas pueden dar lugar a una variedad extraordinariamente rica de fenómenos, momento en el cual nació la teoría del caos. May pronto se dio cuenta de las profundas implicaciones que esto tendría, y escribió en 1979: “No solo en la investigación, sino también en el mundo cotidiano de la política y la economía, todos estaríamos mejor si más gente se diera cuenta de que los sistemas no lineales simples no poseen necesariamente propiedades dinámicas simples”.

May desafió nuestra comprensión de los ecosistemas cuando usó un modelo sencillo para argumentar que los ecosistemas grandes y complejos pueden ser inestables May desafió nuestra comprensión de los ecosistemas cuando usó un modelo sencillo para argumentar que los ecosistemas grandes y complejos pueden ser inestables. Las teorías convencionales habían llegado a la conclusión de que la variedad y la complejidad hacían que las comunidades ecológicas fueran más estables. El trabajo de May fue rápidamente cuestionado, y provocó el llamado debate de la “estabilidad de la diversidad”. Este debate ha continuado por más de 40 años, y sigue estando muy activo hoy en día.

El artículo titulado Juegos evolutivos y caos espacial de Robert May y Martin Nowak se ha convertido en una contribución clave al campo de la teoría de juegos. En su trabajo, May y Nowak estudian los juegos competitivos de cooperantes y desertores, y muestran como pueden surgir complejas estructuras caóticas de altruismo y engaños.

Junto con Roy Anderson, a quien había conocido en el Imperial College de Londres, Robert May hizo contribuciones pioneras en el modelado matemático de las enfermedades infecciosas. A May y Anderson se les atribuye, en particular, la conexión de las matemáticas de la epidemiología con la biología de las enfermedades. Estuvieron entre los primeros en interpretar conceptos matemáticos como el número reproductivo R en un lenguaje próximo al de los biólogos. Este es el mismo número reproductivo que usamos hoy en día para monitorizar el estado de la pandemia de la covid-19. Las circunstancias actuales son un recordatorio diario de la importancia de las matemáticas para nuestra comprensión de las enfermedades, y para la toma de decisiones políticas.

Como asesor científico principal del gobierno británico, May defendió que las decisiones políticas se hicieran sobre una base científica. En un informe de 1997, El uso del asesoramiento científico en la elaboración de políticas, argumentó que el gobierno “debería tratar de publicar todas las pruebas y análisis científicos que subyacen a las decisiones políticas”. Continúa diciendo que “la apertura estimulará una mayor discusión crítica de la base científica de las propuestas políticas”, y que “hay buenas razones para divulgar información [...] que podría en sí misma evitar una mayor controversia a largo plazo”.

May ganó numerosos premios y galardones, entre ellos la Orden de Mérito que le otorgó la Reina Isabel en 2002. Ha recibido títulos honoríficos de Uppsala, Yale, Sydney, Princeton, ETH Zürich, Harvard y Oxford, entre otros. Sus honores incluyen el Premio Balzan suizo-italiano para la biodiversidad, la Medalla Copley de la Royal Society (Reino Unido), y el Premio Crafoord de la Real Academia Sueca. Quienes le han conocido personalmente lo describen como enérgico y directo, aunque tal vez menos hábil en el ejercicio de la diplomacia que otros científicos.

Tobias Galla es investigador distinguido del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en el Instituto de Física Interdisciplinar y Sistemas Complejos (IFISC, CSIC-UIB).

https://elpais.com/ciencia/2020-05-04/adios-al-padre-del-caos.html?rel=lom

lunes, 4 de mayo de 2020

Einstein

En 1905, Einstein publicó cuatro artículos de gran repercusión para la ciencia. Ese año, que pasó a la historia como su "Annus mirabilis", el físico alemán concibió una revolucionaria teoría cuántica de la luz, ayudó a probar la existencia de los átomos, explicó un enigmático movimiento, cambió el concepto de espacio y tiempo, y formuló la ecuación más famosa del mundo.

E= M* C2. La energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado.

"La vida es como andar en bicicleta. Para mantener el equilibrio, debes seguir moviéndote".

La frase fue escrita por el prestigioso físico Albert Einstein (1879-1955) a su hijo Eduard en una carta de febrero de 1930.

Y ciertamente Einstein, uno de los científico más relevantes de la historia, no dejó de moverse hasta el final de sus días.

Sus descubrimientos marcaron un antes y un después en la física, recibiendo el premio Nobel de Física en 1922 y un reconocimiento mundial que trascendió la ciencia.

Periodistas y biógrafos lo describen como inconformista y rebelde con una inmensa curiosidad y como un apasionado incansable de la ciencia.

A pesar de su reputación de ser un hombre distante y solitario, en realidad tuvo fuertes lazos familiares y de amistades que se extendieron durante todo su vida.

Pero ¿cómo esta mente brillante manejaba su tiempo, cómo eran sus rutinas y qué hay de cierto en que usaba la misma ropa?

Este es un repaso de algunos aspectos de la vida de Einstein a 65 años de su muerte.

Conocimiento y creatividad
La vida de Einstein no fue lineal y constante. Es decir, como cualquiera de nosotros, no siempre usó el tiempo para acumular conocimientos de la misma manera a lo largo de sus años.

Sin embargo, para Einstein, había algo mucho más significativo que la sabiduría que lo acompañó durante toda su vida.

"La imaginación es más importante que el conocimiento", le dijo al periodista George Sylvester Viereck en una entrevista publicada en el diario Saturday Evening Post en octubre de 1929.

"La ecuación E=mc² de Albert Einstein le dio forma a todo el siglo XX": Christophe Galfard, discípulo de Stephen Hawking

Cuando era niño, Einstein experimentó problemas para hablar y aprender.

"Tenía tanta dificultad con el lenguaje que los que lo rodeaban temían que nunca aprendería", le escribió Maja Einstein, hermana de Albert, a su amiga Sybille Blinoff en una carta de mayo de 1954.

El mismo Albert Einstein reflexionó en su adultez sobre su infancia y los problemas de aprendizaje.

"El adulto común nunca se preocupa por los problemas del espacio y el tiempo. Estas son cosas que ha pensado de niño. Pero como yo me desarrollé tan lentamente, comencé a preguntarme sobre el espacio y el tiempo solo cuando ya era un adulto".

"En consecuencia, investigué el problema más profundamente de lo que lo haría un niño común y corriente", le contó el propio Einstein al físico alemán y premio Nobel James Franck, uno de los testimonios que recoge Walter Isaacson en la biografía Einstein, his life and universe ("Einstein, su vida y universo").

Sin embargo, algunos investigadores sostienen que la capacidad de concentración y sistematización, es decir la habilidad que tenía Einstein de identificar las leyes que gobiernan un sistema, y a la vez su aparente falta de empatía, podrían haber sido una manifestación de autismo, lo cual nunca se ha demostrado.

Concentración extrema
La genialidad de Einstein sumada a su capacidad extrema de concentración hicieron que en 1905 escribiera cinco influyentes investigaciones científicas que incluyen, por ejemplo, la ecuación más famosa de la historia de la ciencia (E=mc2).

Algunos llaman a este período el "año milagroso".
En ese momento, Einstein, con solo 26 años, trabajaba como funcionario en la oficina de patentes de Suiza ocho (10) horas al día seis veces por semana.

"Podía hacer el trabajo de un día completo en solo dos o tres horas. El resto del día, desarrollaba mis propias ideas", según cuenta Peter Bucky, radiólogo y amigo de Einstein en su libro The Private Albert Einstein ("Albert Einstein en privado").

Ese año fue la demostración de que la mente de Einstein podía manejar una variedad de ideas simultáneamente.

Esa habilidad también se veía reflejada en el día a día en la casa con su familia.

"Incluso el llanto más fuerte de un bebé no parecía molestar a mi padre. Podía continuar con su trabajo completamente impermeable al ruido", describió su hijo Hans Albert Einstein a Bucky.

El violín era otro de los instrumentos que le permitía agudizar esa concentración.

"A menudo tocaba el violín en la cocina a altas horas de la noche, improvisando melodías mientras reflexionaba sobre problemas complicados. Entonces, de repente, decía: '¡Lo tengo!', como si por inspiración, la respuesta al problema hubiera llegado a él en medio de la música", agregó Hans Albert Einstein.

Según el mismo periodista en la entrevista publicada en el Saturday Evening Post en 1929, Einstein gozaba de una paciencia infinita y no le molestaba explicar sus teorías una y otra vez. "Era un maestro innato que no resiente las preguntas".

Sin embargo, sus primeros años como profesor en las universidades de Berna y Praga no gozaron de tanto éxito.

Einstein nunca fue un maestro inspirador y sus conferencias tendían a considerarse desorganizadas, afirma Isaacson en su libro.

Ciencia versus familia
Si bien hubo momentos en la vida de Einstein que pudo parecer un ejemplo de un hombre multitarea, es también verdad que manejar el balance entre su vida profesional y la privada no le fue fácil.

Además del "año milagroso" en el cual su productividad fue asombrosa, el científico continuó publicando investigaciones revolucionarias y revisiones: seis en 1906 y diez en 1907, todas ellas mientras trabajaba en la oficina de patentes, describe Isaacson.

Al menos una vez a la semana tocaba su violín en un cuarteto de cuerdas y se ocupaba de su pequeño hijo Hans Albert que en ese entonces tenía unos 3 años.

"Cuando mi madre estaba ocupada en la casa, mi padre dejaba de lado su trabajo y nos cuidaba durante horas, mientras nos balanceábamos sobre sus rodillas. Recuerdo que nos contaba historias y a menudo tocaba el violín en un esfuerzo por mantenernos callados", recordó Hans Albert en una entrevista que recoge Isaacson.

Pero para 1911 las cosas empezaron a andar mal y su relación con la familia se volvió áspera. Para Einstein, la vida profesional empezó a pesar más que la personal.

"Él está trabajando incansablemente en sus problemas, se puede decir que vive solo para ellos", le dijo la entonces esposa de Einstein, la física Mileva Maric, a su amiga Helene Savic en una carta de 1912.

Las tensiones en el matrimonio sumadas al creciente acercamiento con su prima Elsa, que luego se convertiría en su segunda esposa, se volvieron insostenibles para 1913.

El exceso de trabajo -en ese tiempo tenía tres empleos-, la tensión mental y los problemas domésticos fueron demasiado para Einstein.

"Él tenía la impresión de que la familia estaba tomando demasiado de su tiempo, y que tenía el deber de concentrarse completamente en su trabajo", dijo su hijo Hans Albert en una serie de entrevistas a la BBC en 1967.

Cuando se separó de Mileva en 1914, también se apartó de los niños y eso lo perturbó profundamente.

Naturalmente, Einstein se sumergió en la ciencia para escapar de su tristeza.

¿Y el almuerzo?
La dedicación exclusiva a la investigación científica, que dio como resultado la teoría de la relatividad general junto a otros descubrimientos, dejó a Einstein exhausto en 1915.

"Mis sueños más audaces se han hecho realidad", le escribió a su amigo Michele Besso a finales de ese año. Estoy "contento pero kaput" (totalmente roto).

Ese proceso no solo lo dejó agotado sino que se profundizaron sus episodios de distracción incluso olvidándose de comer.

"A menudo estoy tan absorto en mi trabajo que me olvido de almorzar", le escribió a su hijo en una carta de mayo de 1915.

Cuando Einstein se volvió a casar, su matrimonio con Elsa fue muy diferente que el anterior.

Tenían cuartos separados y él estaba muy a gusto de que ella lo cuidara en todo momento.

"Elsa decidía por él cuándo comer y a dónde ir; hacía su maleta y le repartía dinero en sus bolsillos. Esos detalles le permitieron concentrarse más en el cosmos que en el mundo que lo rodeaba", detalla Isaacson en su libro.

A Einstein le gustaba navegar y salir a caminar. Era una manera de despejar su mente luego de sus momentos de intensa concentración. Muchas veces salía a dar paseos acompañado de Elsa, las hijas de ella o simplemente en soledad.

Existen varias historias sobre las distracciones de Einstein, incluso algunas en las que se lo vio perdido en la calle y debió pedir ayuda para volver a su casa, aunque muchas de ellas pueden ser exageradas.

Después de la muerte de Elsa en diciembre de 1936 y ya viviendo en Estados Unidos, Einstein volvió a sumergirse en el trabajo.

En una carta a su hijo Hans Albert de enero de 1937, Einstein admitió que le costaba concentrarse pero que el trabajo lo mantenía activo.

"Mientras pueda trabajar, no me quejaré ni debo, porque el trabajo es lo único que da sustancia a la vida", escribió en una de las cartas recopiladas por los Archivos de Albert Einstein (AEA, por sus siglas en inglés) de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Apariencia desprolija
Ciertamente Einstein no era un hombre que pudiéramos calificar de coqueto.

De alguna manera construyó una imagen de "profesor amable y gentil, aunque distraído a veces pero indefectiblemente dulce, quien deambulaba perdido en sus pensamientos, ayudaba a los niños con sus tareas y raramente se peinaba o usaba calcetines", describe Isaacson en su biografía.

En 1909 tanto su cabello como su vestimenta empezaron a caer en una especie de desprolijidad.

"Llegué a una edad en la que, si alguien me dice que use calcetines, no tengo que hacerlo", le dijo Einstein bromeando a un vecino, según recoge Bucky.

Entre las múltiples historias que se suelen repetir de Einstein una de ellas es que Einstein tenía diferentes conjuntos de ropa pero todos iguales para no tener que perder tiempo en elegir diariamente qué usar.

Sin embargo, ni la detallada biografía de Isaacson ni los archivos autorizados que contienen material original del científico mencionan esa historia.

Albert Einstein fue fotografiado varias veces con una chaqueta de cuero y solía evitar el uso de calcetines. "Nunca he visto una fuente confiable que afirme que Einstein tenía el mismo tipo de ropa", le aseguró por correo electrónico a BBC Mundo Roni Grosz, director de los AEA.

Eso sí: según fotografías, el científico solía repetir el uso de una chaqueta de cuero para eventos formales e informales.

Cuando una amiga descubrió que Einstein tenía una leve alergia a los suéteres de lana, fue a una tienda y le compró unas camisetas de algodón que usaba todo el tiempo, según describe Isaacson.

Tal vez de ahí surge parte del mito de que el científico usaba el mismo tipo de ropa para no tener que malgastar el tiempo pensando qué ponerse cada día.

Y su famoso aspecto de científico despeinado también se volvió icónico.

Incluso "su actitud despectiva hacia los cortes de pelo era tan contagiosa que Elsa, Margot y su hermana Maja lucían el mismo cabello gris desaliñado", especula Isaacson.

Sin pretensiones
Einstein fue un hombre muy austero. No ambicionaba dinero más que el que le permitiera vivir sin lujos.

En la entrevista del Saturday Evening Post de 1929, el periodista hace una descripción del escritorio de Einstein calificándolo de sobrio.

"El único instrumento de Einstein es su cabeza. No necesita libros, su cerebro es su biblioteca", detalla.

Cuando le ofrecieron el puesto en el Instituto de Estudios Avanzados en Princeton, Nueva Jersey (EE.UU.), en la década de 1930, sus pedidos para su nueva oficina también fueron escasos.

"Un escritorio o mesa, una silla, papel y lápices. ¡Ah sí! Y una gran papelera, para poder tirar todos mis errores", respondió Einstein, según el biógrafo Denis Brian en su libro Einstein, a life ("Einstein, una vida"), de 1996.

Einstein se retiró oficialmente del instituto en 1945, a los 66 años, pero continuó trabajando allí en una pequeña oficina.

Como parte de su rutina diaria, se despertaba, desayunaba y leía los diarios. Luego, cerca de las 10 de la mañana caminaba lentamente desde su casa al instituto, llamando la atención de la gente con la que se cruzaba ya que para ese momento era toda una celebridad.

Einstein trabajó hasta que el dolor por la ruptura de una aneurisma de la aorta abdominal lo obligó a ir al Hospital de Princeton, donde murió el 18 de abril de 1955 a los 76 años.

Einstein disfrutaba caminar para despejar su mente.
Hasta el final, el científico batalló para encontrar una teoría de campo unificado para el campo electromagnético y el campo gravitatorio. Pero no lo consiguió.

Sin embargo, su perseverancia, genialidad y descubrimientos lo convirtieron en la cara más famosa de la ciencia de los últimos siglos, e igual nunca perdió su humildad.

"No tengo talentos especiales, solo soy apasionadamente curioso", le escribió Einstein a Carl Seelig, su primer biógrafo, en marzo de 1952.
BBC.

jueves, 30 de abril de 2020

Inconscientes

Imaginen que una nave tripulada por seres procedentes de otra civilización inteligente (distinta a la nuestra, por lo tanto) se acerca a la Tierra para conocer su naturaleza y cómo vivimos sus habitantes.

Enseguida descubren que allí se ha propagado un virus que infecta a millones de personas y que produce docenas de miles de muertes, en casi todos los lugares y muchas más de las que registran las estadísticas a las que tienen acceso, gracias a su conocimiento y tecnología, muy superiores a los de la Tierra.

Para saber la situación más concreta, los efectos que realmente está teniendo la epidemia y las medidas que estos humanos llevan a cabo para paliarlos, deciden acudir a la más alta autoridad de la máxima potencia económica, militar, cultural y política de ese planeta, el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Justo cuando van a ponerse en contacto con él, se encuentra dando una rueda de prensa en la que propone inyectar desinfectante y luz en el cuerpo de las personas afectadas como forma de acabar con él. Incrédulos, los visitantes deciden, entonces, recurrir a otras fuentes de conocimiento.

Comprueban más tarde que, al principio de la epidemia, todos los líderes y gobiernos de planeta le había quitado importancia pero que ahora todos sin ninguna excepción la contemplan con sofoco y la consideran de gran peligro. Ya saben que se trata de un mal global, cuya expansión no es posible detener mediante fronteras físicas y que se requeriría una actuación así mismo global para poder hacerle frente con algún éxito, por ejemplo, compartiendo recursos sanitarios, investigando en equipo la obtención de vacunas o poniendo a disposición unos de otros el conocimiento y los medios materiales, personales o económicos necesarios para evitar una catástrofe.

Los visitantes, sin embargo, comprueban que no se ha producido ningún tipo de encuentro global porque las instituciones en donde solían sentarse todos los países del planeta sin excepción, como las Naciones Unidas, hace tiempo que están devaluadas y apenas tienen influencia en las decisiones de los países más poderosos. Es más, el presidente de la gran potencia mundial había decidido que su país (el más rico del planeta) dejase de contribuir y colaborar, precisamente en ese momento, con su oficina dedicada a combatir este tipo de desastres sanitarios, la Organización Mundial de la Salud.

Los visitantes extraterrestres no pueden explicarse la actuación de los humanos de la Tierra en materia de prevención vírica. Los científicos de ese planeta saben que allí hay más de 300.000 virus que podrían producir un efecto parecido o peor que el Covid-19 y, a pesar de ello, sus gobiernos siguen dejando el descubrimiento de vacunas y remedios en manos de laboratorios privados, los cuales, lógicamente sólo tratarán de descubrir aquello que resulte rentable a sus propios negocios y no al interés general. La situación de desarme sanitario les parece tan increíble como absurda. No pueden entender que Estados Unidos dedique casi 600.000 millones de euros a gasto militar y luego resulte que el 80 % de las medicinas que se consumen en su interior provengan de China, que se supone que es uno de los adversarios que justifican semejante dispendio militar.

Los visitantes se sorprenden especialmente de esta falta de colaboración global cuando se dan cuenta de que las cadenas globales de suministro de alimentos están cediendo, algo que ha puesto de relieve, entre otros muchos investigadores, un economista al servicio de la FAO, la oficina de las Naciones Unidas dedicada a los problemas de la alimentación, en un artículo aparecido en la revista Nature. Allí se señalan algunos ejemplos de lo que, en realidad, está pasando en todo el país: «En India, los agricultores están alimentando con fresas a las vacas porque no pueden transportar la fruta a los mercados de las ciudades. En Perú, los productores están vertiendo toneladas de cacao blanco en el vertedero porque los restaurantes y hoteles que normalmente lo comprarían están cerrados. Y en los Estados Unidos y Canadá, los agricultores tuvieron que tirar la leche por la misma razón. Legiones de trabajadores migrantes de Europa del Este y África del Norte están atrapados en las fronteras, en lugar de cosechar en las granjas de Francia, Alemania e Italia. Estados Unidos, Canadá y Australia dependen en gran medida de los trabajadores agrícolas temporales que no pueden viajar debido a restricciones de virus». Y también se advierte en ese artículo de que el miedo a la pandemia ha producido «reacciones en cadena caóticas» muy peligrosas que ya han hecho subir los precios de productos básicos para la alimentación humana, como el trigo (8 % en comparación con los de marzo del año pasado) o el arroz (25 %).

Esa información hace que los visitantes se interesen por el hambre y descubren también que afecta a 821 millones de personas, a pesar de que sólo con los productos alimenticios que se desperdician en todo el planeta se podría alimentar a 1.260 millones de seres humanos todos los años. Cuando analizan la forma en que los humanos de la Tierra organizan la producción y el consumo de los productos básicos que necesitan, los visitantes se sorprenden sobremanera del gran daño que provocan sobre su medio ambiente natural y, a su vez, del coste tan enorme que esto lleva consigo, tanto en dinero como en vidas humanas.

Así, la contaminación del aire mata a siete millones de personas cada año y los desastres naturales causados por el clima a unas 600.000. El 40 % de la población mundial ya tiene problemas con la escasez de agua y todos los años mueren 2,2 millones de personas por simples diarreas. Como consecuencia en gran parte del modo de vida existente en la Tierra, el nivel del mar ha subido el doble de lo previsto en los últimos 25 años, un tercio de las especies marinas están en riesgo por el cambio climático, las capas de hielo que cubren la superficie terrestre se están descongelando un 20 % más de lo previsto por los científicos y la del Ártico se ha reducido en un 40 % en los últimos 35 años. La deforestación (que produce la quinta parte de las emisiones de CO2 que destruyen la Tierra) avanza a un ritmo de 13 millones de hectáreas cada año (casi la cuarta parte de España). Al ritmo en que se produce y consume en el planeta que van a visitar, en 2050 vivirán en tierras desertificadas unos 4.000 millones de personas y la resistencia a los antibióticos, provocada entre otras causas por los contaminantes vertidos en el agua y en los alimentos, será la primera causa de muerte en el mundo ese año.

A los visitantes les confunde la forma económica tan extraña con que los habitantes de la Tierra hacen frente a estos problemas pues se calcula que podrían evitarse con 19,5 billones de euros, mientras que el coste de soportarlos supone 47 billones. Y también les resulta incomprensible que los actuales habitantes de la Tierra no tengan en cuenta que después de los que viven ahora allí tendrán que venir otras generaciones futuras, sus hijos, nietos y biznietos, cuyo bienestar y forma de vida no parece preocuparles. Aunque igualmente les sorprende el escaso cuidado que tienen con los niños pues, como señalaba el informe Acción humanitaria para la infancia 2019 de UNICEF que han consultado, «la infancia sufre la mayor amenaza para su desarrollo en los últimos 30 años». Algo que también produce perplejidad a los alienígenas, porque en ese informe se indica que sólo harían falta 3.500 millones dólares para conseguir que todos los menores del planeta tuvieran cubiertas sus necesidades básicas, más o menos los presupuestos de los 20 o 25 equipos de fútbol europeos con mayor presupuesto.

Las cuestiones económicas asociadas con la propagación del virus llaman extraordinariamente la atención de los visitantes. En concreto, que tampoco en este campo haya habido una respuesta global a los cientos de millones de desempleos que va a producir, ni a la pérdida de las miles de empresas que proporcionan los suministros básicos para la población. Les sorprende también la imprevisión ante la gigantesca crisis de deuda que inevitablemente se producirá una vez que se salga de la crisis actual. Aunque nada les produce tanto estupor como el hecho de que en la Tierra se dediquen casi 125 veces más recursos a realizar apuestas en una especie de casinos financieros, para estos visitantes completamente desconocidos y cuya lógica apenas entienden, que para las actividades directamente encaminadas a satisfacer sus necesidades reales. Unos casinos a cuyo mantenimiento se dedica más atención en la Tierra que al cuidado y a la vida de los seres vivos.

Los visitantes, en fin, tampoco pueden entender que en el planeta que desde las profundidades del espacio se muestra con una belleza formidable sea, en realidad, un infierno innecesario para una parte tan grande de sus pobladores. Y no pueden explicarse cómo, a pesar de la existencia de tantos dioses e iglesias que pregonan la bondad y el amor por todas sus esquinas, haya tantos conflictos armados, un ambiente tan extendido de odio y revanchismo y un sentido tan escaso de la solidaridad y de la cooperación mutua.

Más que nada, en el informe que realizarán de sus descubrimientos sobre el planeta Tierra, destacarán la falta de conciencia de sus pobladores sobre su propia existencia y sobre el hecho de que conforman una civilización que se encuentra en peligro real y cercano de extinción como consecuencia de sus decisiones decisiones.

Ya de vuelta, uno de los alienígenas señaló en su tableta orgánica una de las páginas de Pensamientos despeinados, un librito de Stanislaw J. Lec que había escaneado como recuerdo en la biblioteca de unos pueblos que habían visitado.

– Aquí está lo que les pasa a estos humanos, dijo: es un planeta que «tiene la conciencia limpia; no la ha usado nunca».

Juan Torres López es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla. Dedicado al análisis y divulgación de la realidad económica, en los últimos años ha publicado alrededor de un millar de artículos de opinión y numerosos libros que se han convertido en éxitos editoriales. Los dos últimos, ‘Economía para no dejarse engañar por los economistas’ y ‘La Renta Básica. ¿Qué es, cuántos tipos hay, cómo se financia y qué efectos tiene?’

Fuente:

https://blogs.publico.es/juantorres/2020/04/27/inconscientes/

sábado, 25 de abril de 2020

La fe pierde puntos

Los líderes religiosos sensatos se pliegan a la ciencia, y los demás quedan desautorizados por sus propios fieles

Para un ateo como yo, la cualidad más asombrosa de las religiones es su plasticidad, su resiliencia, su capacidad para adaptarse a cualquier nuevo entorno tras estrellarse contra el duro suelo de la realidad. No pretendo criticar ese talento, más bien quiero elogiarlo, y hasta creo que otras instituciones y corporaciones harían bien en copiarlo. Adaptarse o morir. En un sentido profundo, ese es uno de los cimientos de la ciencia. La teoría más bella y elegante vale menos que un dato bien tomado que la contradiga. Pero la religión ha sufrido en estos días y semanas una ducha de realidad para la que, tampoco ella, estaba preparada, y sus reacciones han sido bien interesantes, a veces poéticas.

“No deseches las oraciones que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!”, le soltó el papa Francisco a la Virgen del Divino Amor el 11 de marzo. En el lenguaje laico, eso quería decir que el líder católico acataba las medidas antipandémicas que acababa de declarar el Gobierno italiano, incompatibles con los atascos humanos que se suelen producir en la plaza de San Pedro. De hecho, la Virgen del Divino Amor reside a 30 kilómetros del Vaticano, que es desde donde el Papa emitió su mensaje profiláctico. Pese a su poesía gongorina, Francisco se portó de acuerdo con los criterios científicos, lo que es muy de agradecer. Aunque hubo en España alguna misa evangelista que tuvo que dispersar la policía, ninguna voz de la jerarquía se ha opuesto a la suspensión de las procesiones de Semana Santa. Han entendido perfectamente los argumentos de la razón sanitaria y han emitido ese mensaje a sus fieles.

Ninguna voz de la jerarquía se ha opuesto a la suspensión de las procesiones de Semana Santa. Han entendido perfectamente los argumentos de la razón sanitaria y han emitido ese mensaje a sus fieles. El patriarca Kirill de la iglesia ortodoxa rusa dijo a final de marzo: “He rezado durante 51 años, y espero que entiendan ustedes lo difícil que me resulta decir a la gente que no acuda a las iglesias”. Pero el caso es que se lo dijo. Otras doctrinas se han mostrado más correosas. La prensa internacional informa de que, en Estados Unidos, las iglesias evangélicas de las que se nutre el electorado de Donald Trump se han destacado como negacionistas del coronavirus. Según aprendo en The Economist, el predicador de Florida Rodney Howard-Browne fue detenido el 30 de marzo por fletar autobuses a su homilía asegurando que él podía inactivar el virus. El gobernador de ese Estado se apresuró entonces a incluir las actividades religiosas en la lista de servicios esenciales. En este caso, las religiones no se han dedicado a ayudar, sino a estorbar.

En cualquier caso, la fe está perdiendo puntos en esta crisis. Los líderes religiosos sensatos no están siguiendo su doctrina, sino los criterios de la ciencia, y los insensatos quedan desautorizados por sus propios fieles para dar consejo alguno a la población. Cuando un tratamiento funcione, veremos obispos haciendo cola en los hospitales.

https://elpais.com/ciencia/2020-04-09/la-fe-pierde-puntos.html

jueves, 16 de abril de 2020

La ciencia española no ha funcionado bien

Lo estamos haciendo fatal, y es probable que esa sea la causa de que España exhiba la mayor tasa de mortalidad del mundo

Agatha Christie se quejaba de que sus lectores la envidiaban por la naturaleza de su trabajo. Pensaban que ella se sentaba a escribir un par de horas al día, sacaba un superventas y volvía a cuidar el jardín de su casa. “¡Eso no es así en absoluto!”, recuerdo que protestaba la autora. Diseñar todas aquellas tramas enrevesadas, donde el asesino podía acabar siendo el mismísimo narrador, era una obsesión que no le abandonaba ni al fregar los platos. Una tortura perpetua. Como dijo o debió decir Samuel Johnson, lo que se escribe sin dolor se lee sin placer. Tampoco los juntaletras obtenemos el menor placer por publicar columnas. De lo que yo quisiera escribir hoy es de la estupidez infinita de esas comunidades de vecinos que se sienten acreditados para expulsar al del 2º B por ser un enfermero o una cajera. Ahí es donde brilla un columnista. Pero la abyección es un blanco fácil, y yo puedo hacer un mejor servicio apuntando contra dianas mucho más sofisticadas y menos evidentes. La ciencia española, por ejemplo.

El martes nos ocupamos del papel deficiente que habían representado los asesores científicos del primer ministro británico, Boris Johnson, y hoy nos toca extender esa crítica a sus homólogos españoles. La comunidad científica está cada vez más cabreada, y ha percibido “cierta tensión entre la información aportada e interpretada por los científicos expertos y las decisiones políticas tomadas a continuación por las autoridades”. Esa falta de sintonía ha perjudicado “la idoneidad de las medidas adoptadas, al no estar suficientemente sustentadas en las evidencias disponibles”. Está expresado con mucha elegancia, pero lleva una bomba atómica escondida bajo el chaleco antibalas.

Hablo de la “comunidad científica”, así a lo grande, porque ese dictamen viene suscrito por toda la plana mayor de la investigación en este país: la Confederación de Sociedades Científicas de España (Cosce), la Federación de Asociaciones Científico Médicas Españolas (Facme), la conferencia de rectores universitarios (CRUE) y la Alianza de Centros Severo Ochoa y Unidades María de Maeztu (SOMMa). Salvo los asesores del Gobierno, ahí está representada toda la ciencia en este humilde rincón del cosmos.

La información no ha fluido bien entre los científicos y las autoridades. No ha fluido, para ser más exactos. El desarrollo de sistemas diagnósticos, fármacos y vacunas contra el coronavirus requiere, como parece obvio, una acción coordinada de todos nuestros recursos científicos y tecnológicos. Tampoco la ha habido. Las instituciones científicas del país podrían estar aportando una maquinaria poderosa para contener la pandemia, pero no tienen los recursos para hacerlo. Por más empatía que nos suscite Fernando Simón, el sistema de comunicación científica del Gobierno es deficiente, inadecuado y falto de transparencia. Lo estamos haciendo fatal, y es probable que esa sea la causa de que España exhiba la mayor tasa de mortalidad por 100.000 habitantes del mundo. ¿Queremos una mejor ciencia? Paguemos más impuestos.

https://elpais.com/ciencia/2020-04-14/la-ciencia-espanola-no-ha-funcionado-bien.html

miércoles, 15 de abril de 2020

Boris y la ciencia. El primer ministro británico reaccionó tarde. Sus asesores científicos también

¿Deben hacer los Gobiernos autocrítica por la gestión de la crisis pandémica? Sí. ¿Y los científicos? También. El mejor caso de estudio que tenemos por el momento sobre esto es el británico, y vamos a echarle un buen vistazo. La mayoría de los datos que cito provienen de una investigación de la agencia Reuters que lleva una semana circulando por los altos mentideros científicos. Los errores de interpretación, caso de haberlos, son mi responsabilidad exclusiva, como se suele decir en el prólogo de los libros. Dicho lo cual, vamos allá.

Con visión retrospectiva, es evidente que el primer ministro británico, Boris Johnson, se equivocó al retrasar las medidas de confinamiento todo lo que pudo, y pudo bastante, como suele poder un jefe de Gobierno. El 2 de marzo, los científicos oficiales calcularon el precio de no hacer nada: medio millón de británicos muertos. Aun así, Johnson se exhibió al día siguiente dando la mano a todo el mundo en un hospital, y jactándose de ello. “Nuestro país está extremadamente bien preparado”, dijo. “Tenemos un servicio público de salud fantástico, con unos test fantásticos y un seguimiento fantástico de la propagación de la enfermedad”. Todo fantástico, en efecto.

Pero los políticos son un blanco fácil, y además han desarrollado una piel muy dura que les hace impermeables a cualquier chaparrón de la opinión pública. Una tarea menos agradecida es meterse con los científicos, que es lo que voy a hacer a continuación, muy en mi línea de pisar todos los charcos. A mediados de enero, el principal comité científico que asesora a Johnson (el horrísono NERVTAG, siglas inglesas del grupo asesor sobre amenazas de virus respiratorios nuevos y emergentes), resolvió, a partir de la experiencia china, que no había evidencia de que el coronavirus se transmitiera entre humanos. Y es verdad que no la había. Yo mismo, se lo confieso espontáneamente, cometí ese mismo error en aquel tiempo.

Los científicos de la NERVTAG dictaminaron que el riesgo para la población británica era muy bajo. Incluso a finales de enero, cuando ya era obvio que sí había trasmisión entre personas, los asesores científicos de Johnson no presionaron a su primer ministro para tomar medidas. El resto de los investigadores británicos fueron extremadamente críticos con esa inacción, pero no eran parte de ningún comité y por tanto no tenían influencia en la opinión pública. No pudieron presionar al Gobierno a que hiciera lo correcto, o lo que hoy sabemos correcto.

Científicos británicos de peso denuncian –o reconocen— que los asesores del Gobierno adoptaron una visión miope y estrecha. Aun si su análisis fuera pasable técnicamente, se basaba en unos axiomas tan discutibles que el resultado solo podía ser erróneo. Los investigadores británicos, una élite mundial, piensan que en la próxima pandemia habrá que reclutar a una muestra mucho más amplia de consejeros independientes. “¿Será esto posible en España?”, me escribe una alta fuente científica. Pensadlo.

https://elpais.com/ciencia/2020-04-13/boris-y-la-ciencia.html

lunes, 13 de abril de 2020

_- CIENCIA. LA CRISIS DEL CORONAVIRUS. TRIBUNA. Los Álamos. Los grandes cerebros del mundo diseñaron la bomba atómica. Ahora necesitamos una vacuna.

_- Leó Szilárd, un brillante físico húngaro, se hizo muy amigo de Einstein en el Berlín de los felices años veinte, los mismos años que tan mal han empezado en nuestro siglo. Aprovechando la experiencia del alemán como oficinista de patentes, inventaron una nevera y la registraron, con menos éxito que el que asó la manteca. Sabemos esto gracias a una larga entrevista que el FBI hizo a Einstein veinte años después. No constan moretones. La entrevista está en la red y cualquiera puede comprobar que procedió de una forma civilizada. Lo que el FBI pretendía en 1940, con la guerra más devastadora de la historia empezando a hervir en medio planeta, era evaluar si Szilárd merecía una acreditación de seguridad en Estados Unidos. El FBI decidió que sí, y las consecuencias fueron seguramente enormes.

Tras el fiasco del refrigerador en los felices veinte, Szilárd, que además de húngaro era judío, tuvo que salir pitando de la Alemania nazi como tantos otros de los mejores cerebros de la época. Se largó primero a Inglaterra y luego a Nueva York. Mientras esperaba en un semáforo en rojo en una calle de Londres, se le ocurrió de pronto la idea de una reacción nuclear en cadena que aprovechara la ecuación más famosa de su amigo, E = mc2, para desatar un apocalipsis. Unos años después conoció las investigaciones sobre la fisión del uranio y percibió de inmediato que ese elemento pesado era la clave.

Szilárd ató cabos enseguida. Las mayores reservas de uranio estaban en el Congo, una colonia belga en la época. ¿Y si lo compraban los nazis? De pronto recordó algo extraordinario: su colega Einstein, con quien había patentado el peor refrigerador del siglo XX, era amigo de la reina madre de Bélgica. Corría 1939, y Szilárd se enteró de que Einstein estaba pasando unos días en Long Island, así que se plantó allí con un coche y preguntó al primer chaval que se encontró en la cuneta: “¿Muchacho, sabes dónde vive el doctor Einstein?”. Y el muchacho lo sabía.

Si la bomba podía construirse, Estados Unidos debía construirla. Einstein no tenía que escribir a la reina madre, sino al presidente Roosevelt. Ese fue el origen del proyecto Manhattan Lo demás es historia del siglo XX. Szilárd explicó a su amigo los avances sobre la fisión del uranio y la reacción en cadena, y Einstein comprendió el problema de inmediato y redactó una carta para la reina madre de Bélgica. Unos días después, el economista de Lehman Brothers (lo que son las cosas) Alexander Sachs vio más allá de lo que habían percibido los dos físicos geniales. Si la bomba podía construirse, Estados Unidos debía construirla. Einstein no tenía que escribir a la reina madre, sino al presidente Roosevelt. Ese fue el origen del proyecto Manhattan, que arrancaría al año siguiente en el laboratorio secreto de Los Álamos.

El enemigo actual no es un psicópata con bigote, sino un coronavirus que nos han cedido amablemente murciélagos y pangolines. En vez de escribir a la reina madre, construyamos la vacuna.

https://elpais.com/ciencia/2020-04-11/los-alamos.html

martes, 31 de marzo de 2020

La revolución ‘maker’ llega a la educación.

El aprendizaje por proyectos y la tecnología acercan las disciplinas STEM a los estudiantes, a la vez que contribuyen a desarrollar las llamadas ‘habilidades blandas’

Aprender construyendo, en espacios informales, sociales y colaborativos, donde los roles tradicionales de profesores y alumnos se desdibujan y donde priman la creatividad, el intercambio de conocimientos y la motivación personal para crear e inventar de la mano de las nuevas tecnologías: es la cultura maker, heredera del movimiento Do It Yourself (“hazlo tú mismo”) y la cultura del garaje en Estados Unidos y vinculada a las disciplinas STEM (Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas, por sus siglas en inglés). Desde su desembarco en el entorno educativo, se asocia a un aprendizaje práctico basado en los proyectos y el desarrollo de habilidades blandas como la curiosidad, el pensamiento crítico, la reflexión y el trabajo en equipo.

Ya sean de ciencia, mecánica, robótica o programación, los programas maker tienen en común la creación de productos de forma artesanal y comunitaria a través de la tecnología. Un entorno donde el énfasis se pone más en el proceso que en la acumulación de contenidos; en la colaboración más que en la competición; en la socialización del conocimiento por encima de la institucionalización del mismo. De su creciente protagonismo es, por ejemplo, testigo la feria SIMO Educación, que desde 2017 le dedica su espacio Maker. Todo para cambiar una realidad indiscutible: la del número de alumnos matriculados en España en este tipo de estudios, que ha ido descendiendo a lo largo de los últimos cursos. Y cuando no se puede cubrir la demanda del mercado, hay que buscar ese talento fuera.

“Es una herramienta fundamental, porque crea un ecosistema de aprendizaje muy enriquecedor. Todo el mundo está participando en el proceso creativo, y además compartes lo que haces con otras ciudades o escuelas... Es un sistema igualitario de aprendizaje permanente”, explica Lola González, directora de SIMO Educación, que sobre todo quiere destacar su carácter democratizador del aprendizaje: todos son creadores en potencia, y tan solo es necesario que se les dé la oportunidad de poner en práctica su idea, de compartirla en un espacio colaborativo y de poder, así, inspirar a todos los demás: “Tiene mucho que ver con la llamada “educación lenta”, en la que se prima el trabajo artesanal, la reflexión, el tocar y el hacer en espacios de solidaridad y colectividad... Y afortunadamente, se está aprendiendo ya no solo en las escuelas, sino también en espacios hasta ahora mucho más institucionalizados, como bibliotecas y museos”, añade.

‘Makers’ superiores
El ámbito universitario acoge cada vez más casos de cultura maker, como el laboratorio Fablab de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad Nebrija, acreditado por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) para educar, innovar e inventar a través de la tecnología y la fabricación digital. O la treintena de alumnos que, desde la Universidad Carlos III de Madrid, componen STAR (Student Team for Aerospace and Rocketry): provenientes de grados como Ingeniería Aeroespacial, Mecánica Industrial, Telecomunicaciones o Electrónica y Energía, impulsan desde el curso 2018-19 el diseño, desarrollo y fabricación de cohetes reutilizables, con el objetivo de promover las ciencias espaciales y aeronáuticas. Su próximo objetivo, para principios de verano, es abordar el récord universitario de altitud español, actualmente en propiedad de la Universidad Politécnica de Cataluña (1.930 metros), y elevarlo hasta los 4.000.

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Innovación educativa para potenciar la ciencia y la tecnología en el aula

STAR es una iniciativa hecha por y para los estudiantes, donde el trabajo en equipo y el intercambio de conocimiento entre los distintos departamentos es fundamental. Al tratarse de un cohete íntegramente diseñado por un equipo de estudiantes, la dedicación constante es esencial: “Buscamos a gente con un cierto set de valores: autosuficiencia, compromiso por el equipo y una cierta motivación a poner de tu parte y ayudar a tus compañeros... A nivel técnico, vas a trabajar en algo para lo que la carrera no te prepara”, afirma Mario Hernández, el estudiante de 3º de Ingeniería Aeroespacial que dirige STAR.

Este esfuerzo coordinado se traduce también en innovación: “Gracias a Triditive [una empresa asturiana], vamos a ser los primeros en España en fabricar la tobera del motor con una impresora 3D, y también hemos desarrollado todo el sistema de aviónica del cohete”, revela Carlos Aguilar, un estudiante de 2º de Ingeniería de la Energía que se dedica al diseño y fabricación de un combustible sólido, dentro del departamento de Propulsión. “La gran mayoría del fuselaje se hace con fibra de carbono, y se está desarrollando una antena hecha con láminas de grafeno metidas dentro de las capas de fibra de carbono. Esta servirá para que, durante el lanzamiento, el cohete pueda transmitir los datos al centro de mando”.

Nada queda al azar en los departamentos de Aviónica, Fuselaje, Propulsión, Integración y Logística, Simulación, Software y Relaciones Públicas de STAR: no basta con que las piezas sean buenas por separado, “ya que también hay que trabajar para optimizar el conjunto”, esgrime Hernández. La elección de materiales para el fuselaje, por ejemplo, es sumamente importante, “porque cualquier giro que haga el cohete puede ocasionar que se rompa”. Y otro tanto puede decirse de la propulsión: “Los cohetes operan en condiciones extremas. Aparte del análisis teórico, hay áreas que requieren de un tratamiento experimental, como el combustible. No hay forma de predecir las propiedades de la combustión sin experimentar con él”. A largo plazo, el objetivo es proveer a los estudiantes con una plataforma de pruebas en microgravedad, para que puedan estudiar ideas relacionadas con la industria aeroespacial que de otra forma no podrían experimentar.

Tecnología accesible
El germen de la cultura maker, sin embargo, se planta en un nivel mucho más bajo del escalafón educativo, donde la tecnología hace también posible que esas nuevas ideas puedan concretarse más rápidamente. Pero esta ha de ser barata, accesible (como Arduino, por ejemplo) y abierta, para evitar que quede restringida a un espacio más elitista. “No se trata de programar grandes robots, sino de que el alumno, con sus manos, cree su propio robot o proyecto científico con material cotidiano que tiene a su alcance”, argumenta Ainhoa Marcos, responsable de Educación Pública de Microsoft en España. “Por ejemplo, podemos construir un telégrafo con un vaso de plástico, una pinza de la ropa, un imán, un hilo de cobre...”

De que la revolución maker no es un coto privado de los colegios privilegiados con más medios son prueba numerosos centros públicos de toda España. En el CEIP San Sebastián de Archidona (Málaga), llevan desde 2014 introduciendo proyectos de impresión 3D, robótica y programación para alumnos desde tercer ciclo de primaria, que en estos seis años les ha servido para construir jardines verticales, equipamientos de senderos, paneles interactivos, carcasas para el suero de niños hospitalizados o materiales para personas ciegas o con alguna discapacidad. El Centro del Profesorado de Lanzarote dispone de más de 50 itinerarios formativos para los docentes sobre robótica, diseño digital, producción audiovisual, impresión 3D o plotter de vinilos, y también imparte talleres para alumnos en los centros educativos, donde trabajan tecnologías relacionadas con el diseño de apps para Android, elaboración de videojuegos con Scratch, creación de realidad virtual, control de robot y drones, etcétera.

Por su parte, el IES Cardenal Cisneros, de Madrid, es un centro de innovación tecnológica con por lo menos un proyecto por cada nivel de ESO y Bachillerato, un espacio maker “directamente vinculado al servicio al prójimo. Los trabajos son vertebrados en torno al eje del servicio a la comunidad y gestionados por docentes que llevan años desarrollándolos”, cuenta Alberto González, profesor del centro y coordinador de un proyecto didáctico de ludificación con videojuegos abierto a quien quiera usarlo. “Llevo cuatro años desarrollando un videojuego basado en el desempeño y las competencias clave. Está ambientado en el año 2342, cuando el ser humano ya ha liquidado la naturaleza. Los estudiantes simulan una salida al campo y aprenden todo lo que pueden para evitar el desastroso futuro; hacen las aportaciones, las preguntas que lanza el juego y lo enriquecen con ideas, escenarios a visitar y experiencias a vivir dentro del juego”.

Ni edad, ni género 
Pero ¿a partir de qué edad puede uno convertirse en maker? Tan pronto como se quiera. Hay propuestas diseñadas para edades tan tempranas como los tres años, como las que sugiere Microsoft con Lego o Minecraft, que ayudan al aprendizaje de programación por bloques; mientras que las de Hacking STEM han sido diseñadas para ser implementadas desde segundo y tercer ciclo de Primaria y en Secundaria (sobre todo en la ESO): por ejemplo, construir un telégrafo o un sismógrafo puede hacerse desde tercero de Primaria hasta cuarto de la ESO, pero otros, como el medidor de impacto cerebral o la mano robótica, están recomendados para Secundaria: “Sin embargo, los proyectos son muy flexibles y pueden adaptarse, dependiendo del docente en cada caso y del nivel de competencia en el ámbito de la programación de cada centro o grupo de alumnos”, esgrime Marcos.

En Zaragoza, la Academia de Inventores de Edelvives e Innovart ofrece a futuros ingenieros, arquitectos o científicos un espacio maker con laboratorio científico, mecánico y electrónico, además de un aula de programación, desde los tres (los Baby Inventores) a los 18 años. “Les sembramos la necesidad de conocer cómo funciona el mundo que nos rodea y les enseñamos a usar las nuevas tecnologías para resolver problemas (…). Aunque nuestro enfoque sea multidisciplinar, es una realidad que cada uno de nuestros alumnos tiene habilidades diferentes”, explica Jorge Mata, uno de sus fundadores. “Por esta razón, es necesario fomentar el trabajo en equipo, ayudándose unos a otros para superar los retos con mayor éxito”. A su vez, bMaker propone desafíos adaptados a cada nivel para que los estudiantes encuentren su propia solución.

Entre los retos que quedan de cara al futuro, la necesidad de superar la brecha de género en las disciplinas STEM, tradicionalmente dominadas por los hombres. El movimiento maker debería favorecer su entrada “porque si en la escuela, desde pequeñas, están participando con sus compañeros en estos espacios, verán de forma mucho más natural el poder acceder a carreras de este tipo (…). Pueden ayudar mucho al empoderamiento y la visibilidad de la mujer en este ámbito”, dice González. Por su parte, Mario Hernández, del equipo STAR, reclama una mayor implicación de las universidades: “Las universidades españolas no apoyan a los estudiantes en proyectos como el nuestro de la manera en que sí lo hacen las americanas, donde en cada universidad hay al menos un equipo de cohetería. Yo creo que están perdiendo mucho, porque esto lleva el nombre de la universidad afuera”.

https://elpais.com/economia/2020/03/03/actualidad/1583234973_960025.html

domingo, 29 de marzo de 2020

Más allá del papel higiénico

Un tuit de Trump provoca el desabastecimiento de cloroquina en todo el planeta

Donald Trump la ha liado buena con la cloroquina. El otro día tuiteó que ese antiguo fármaco contra la malaria se iba a convertir en “una de las grandes revoluciones de la historia de la medicina”. Que el inquilino de la Casa Blanca se ocupe siquiera por un tuit de la historia de la medicina resulta encantador, pero ese único mensaje de una persona ignorante y titular de un nutrido currículum de irracionalidad y virulencia ha propagado una pandemia de desabastecimiento de ese fármaco que, por lo que sabemos por evidencias anecdóticas, ha llegado ya a las farmacias españolas. Así de angustioso es el poder de las redes sociales, el lado oscuro de la fuerza.

Es cierto que la OMS considera que merece la pena comprobar si la cloroquina, entre otros muchos fármacos, puede ayudar a los pacientes del coronavirus. Pero ya sabemos que Trump no es un político, sino un constructor metido a político, y el problema es que no sabe leer las comunicaciones de la OMS, ni escuchar a sus propios asesores científicos, que intentaron de forma denodada disuadirle de propagar ese mensaje. Cuando ya lo había hecho, el jefe de enfermedades infecciosas de los NIH (Institutos Nacionales de la Salud), Anthony Fauci –el homólogo de nuestro Fernando Simón— inventó un nuevo tipo de figura retórica al declarar: “El presidente hablaba de la esperanza”. Una brillante forma diplomática de decir que había metido la pata hasta el corvejón. Fauci es un buen científico, pero también uno de los principales asesores científicos de Trump. No puede hablar con claridad, solo emitir mensajes entre líneas.

El mugido de Trump se basa en un pequeñito estudio francés con 42 pacientes que, además, ha recibido críticas generalizadas de la comunidad científica. Charles Piller ha compilado algunas de ellas para la revista Science. El estadístico Darren Dahly, del University College de Cork, considera “una atrocidad” recomendar la cloroquina a la población partiendo de un ensayo tan minúsculo. “¡Es una completa locura!”, añade el especialista en resistencia a fármacos Gaetan Burgio, de la Universidad Nacional Australiana, muy crítico con el ensayo francés.

La OMS acaba de iniciar un estudio mucho mayor sobre la cloroquina, y estamos obligados a esperar a los resultados de ese ensayo antes de hacer ninguna recomendación a la población. El presidente de Estados Unidos es igual de torpe en una crisis pandémica que en el resto de su aparatosa política internacional. Algún día tendremos que estudiar cuál de esas dos torpezas hace más daño a nuestro precario ecosistema global. El desabastecimiento de cloroquina en las farmacias es un desastre. Los pacientes de enfermedades autoinmunes como la artritis reumatoide o el lupus la necesitan para paliar el dolor, y ya hay muertes en Nigeria atribuidas a la sobredosis del fármaco. Qué pesadez de Trump.

https://elpais.com/ciencia/2020-03-27/mas-alla-del-papel-higienico.html

miércoles, 25 de marzo de 2020

Un confinamiento productivo. La temporada de aislamiento de Isaac Newton en la peste de 1665 es el mayor regalo que ha hecho una pandemia a la historia del conocimiento.

En el verano de 1665, la Universidad de Cambridge tuvo que echar el cerrojazo por la amenaza mortal de la peste. Un joven recién licenciado allí, que se había pagado la carrera limpiando los orinales de otros estudiantes más pudientes, tuvo que salir pitando de ese epicentro del conocimiento mundial y volverse a su pueblo, Woolsthorpe, en el condado de Lincolnshire (Reino Unido), donde se tiró confinado casi dos años. El tipo se llamaba Isaac Newton, y su temporada de aislamiento es seguramente el mayor regalo que ha hecho una pandemia a la historia del conocimiento.

Fue allí cuando ocurrió la célebre epifanía de la manzana. Casi todo el mundo la considera una fábula, pero quizá no lo sea. El propio Newton citó la anécdota varias veces en años posteriores, y además no tiene nada de absurda. Supón que estás pensando en la Luna –incluso viéndola en el cielo del atardecer de Woolsthorpe— y de pronto cae una manzana al suelo. Es casi inevitable preguntarte por qué cae la manzana y no la Luna.

La solución que halló el joven confinado es que la Luna también caía, que girar sobre la Tierra era una forma de caer, y que la manzana y la Luna se podían explicar por la misma abstracción matemática, la fuerza de la gravedad. Junto a la invención del cálculo (derivadas, integrales), no es exagerado decir que el confinamiento pueblerino del joven Isaac fundó la ciencia moderna y cambió el mundo por entero. Ojalá alguna joven lectora tenga ese mismo espíritu inquisitivo y esa creatividad sublime.

Incluso sin llegar a tanto, todos podemos ser un pequeño Newton por unos meses, aparcar el avispero de las redes en la cuneta que merece y ponernos a pensar con un poco de profundidad, aunque sea la primera vez que lo hacemos en nuestras vidas. Nadie os ha dado vacaciones. Para ocuparse de lo obvio, que es controlar la pandemia hasta unos niveles gestionables con nuestros recursos sanitarios, imponer medidas de aislamiento e investigar en fármacos y vacunas, ya tenemos a algunos de los mejores cerebros del planeta. Dejad de leer chats de cuñados y centraos en las cuestiones importantes.

Por ejemplo, ¿cuántos casos de coronavirus han pasado inadvertidos? ¿Y cuántos de ellos han quedado inmunizados? No tenemos ni idea, y sin embargo son dos números cruciales para decidir las medidas que hay que tomar, y hasta cuándo hay que tomarlas. Las pruebas que estamos aplicando buscan la presencia de genes víricos en un frotis de saliva, y no se hacen a la población general, sino solo a los casos graves. Necesitamos una prueba serológica que detecte anticuerpos contra el virus, revelando así el total de la población que ha estado expuesto a él. ¿Se te ocurre algo? Piensa, ahora tienes tiempo.

https://elpais.com/ciencia/2020-03-21/un-confinamiento-productivo.html

lunes, 2 de marzo de 2020

"El científico debe dar más la cara, arriesgarse y opinar"

La revista Mètode de la Universitat de València recibió hace unas semanas el premio Ciencia en Acción en la categoría de divulgación científica. Su director, Martí Domínguez, es, además, doctor en Biología, profesor de periodismo y colaborador de EL PAÍS. En esta entrevista habla de Mètode; de los buenos tiempos que corren para la edición relacionada con la ciencia; del papel que los científicos deberían jugar, y no juegan, en la sociedad valenciana y sobre la responsabilidad que en ello tienen sus gobernantes.

La revista que dirige aparece trimestralmente; está escrita en catalán (aunque su anuario, por el que se le concedió el premio, se edita también en castellano); su tirada alcanza los 4.000 ejemplares, de los que sólo 500 se ponen a la venta en librerías y, sorprendentemente, por su esmerado aspecto y por su contenido, sale a la calle con el trabajo de sólo cinco personas fijas. Los textos son obra, en casi todos los casos de personal de la propia Universitat.

"Creo que el Gobierno valenciano se ha dedicado a erosionar a los especialistas. Y ahora, o no hablan, o no tienen el eco que debería tener"

Pregunta. ¿En qué situación se encuentra la divulgación científica? Respuesta. Aunque uno se quede un poco perplejo, lo cierto es que los libros sobre ciencia están de moda. Primero porque algunos libros por los que nadie había apostado, por ejemplo el de Punset, se han convertido en auténticos best sellers. Después porque la gente tiene curiosidad por saber hacia dónde va el conocimiento científico; qué somos. Los libros de antropología se venden, sobre todo del origen del hombre, son siempre libros de éxito. Y luego hay lectores fieles de astronomía, incluso de obras complejas. De medio ambiente, de conciliar literatura y ciencia... Las editoriales compran los derechos de los libros incluso sin haberlos leído. Hay un tirón mucho mayor del de otros aspectos del ensayo, como el social, el económico...

P. Es un fenómeno nuevo. R. Tradicionalmente no ha habido un público lector de ciencia. La Ilustración a España llegó muy tarde. En Estado Unidos, en Inglaterra y Francia, estar informado científicamente ha sido un elemento fundamental para la formación humanística de un individuo. La mayor parte de los escritores franceses, Proust, por ejemplo, era un gran lector de divulgación científica. Tampoco en las editoriales ni entre los especialistas ha habido apenas especialistas en ciencia. Y eso es fundamental.

P. ¿Los científicos no tienen ninguna responsabilidad? R. A veces es cierto que los científicos no hacen ningún esfuerzo para difundir sus investigaciones de una manera comprensible y asequible para la gente. Nosotros intentamos hacer un poco de puente entre ese lenguaje técnico y rebuscado y un estrato social de tipo universitario. Es una revista un tanto elitista desde ese punto de vista, pero buscar ser atractivo para los no especialistas en la materia.

P. Combináis números de ciencia dura con otros más llevaderos. R. Intentamos que entre los cuatro números del año siempre haya alguno que sirva para desengrasar el cuerpo científico que tienen los otros. Hemos hecho números sobre la miel, el vino, el sexo... Y ahí está todo; hay química, botánica, economía, medicina, pero con un tratamiento más atractivo. Yo creo que a estas alturas casi está injustificado hacer cosas feas.

P. Muchos números tienen un enfoque comprometido. R. Creo que es muy importante que el científico entren en los canales de comunicación porque casi siempre está aislado en un centro de investigación, en un parque tecnológico... Los científicos deberían dar la cara, arriesgarse más y opinar más. Ahora mismo, por ejemplo, en el tema de la sequía, yo hubiera querido que los biólogos y geógrafos hubieren opinado en los medios de comunicación. O sobre la decisión de inundar o no los campos de arroz de L'Albufera, sobre la ampliación del puerto... Para crear un estado de opinión y una sociedad informada, que es lo que necesitamos.

P. ¿Por qué a los universitarios les cuesta tanto influir en la sociedad valenciana? R. Yo creo que el Gobierno se ha dedicado a erosionar a aquellos que tenían una opinión formada y no se doblegaban al viento político del momento. Como cuando el rector Paco Tomás opinó sobre la creación de la Universidad Internacional Valenciana. Los han erosionado y ahora se encuentran con que los especialistas o bien no dicen nada o bien, cuando dicen algo, no tiene el eco que debería tener. *

Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 24 de octubre de 2006 en el País.