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sábado, 29 de mayo de 2021

_- Menteplanismo. Cuando cunde el miedo, hay gente que prefiere no pensar y que se refugia en la simpleza del dogma y las teorías mágicas. Rosa Montero.

_- Dicen que un pesimista es aquel que cree que estamos en la peor situación posible, mientras que un optimista es quien piensa que aún podemos empeorar muchísimo
Partiendo de esta premisa, no cabe duda de que vivimos tiempos muy optimistas, porque la realidad parece deteriorarse cada día un poco más. Lo demuestra la campaña electoral de Madrid, que ha sido especialmente indecorosa, un petardeo de insultos y rencores, un desconsuelo de ataques grotescos coronado por la cobarde miseria de las balas. Se diría que estamos en caída libre, y no sólo en España; ahí tienen, por ejemplo, el manifiesto de militares franceses de ultraderecha que amenaza veladamente con un golpe de Estado. ¡Pero si incluso hay una cruzada internacional de los ultras italianos, franceses, húngaros, norteamericanos y españoles contra el papa Francisco, al que por lo visto consideran un rojo peligroso! Es de sainete.

Están pasando muchas cosas a la vez, todas nefastas, que tienen el común denominador de la obnubilación mental, de un apagón mundial del raciocinio. Y así, crecen por doquier los negacionistas, los terraplanistas y demás istas descerebrados que sostienen mentecateces asombrosas. Pero aún asombran más esas personas supuestamente normales que prestan cierta atención a tales delirios y que se justifican diciendo que hay que escuchar todas las opiniones. Por todos los santos, sostener que la Tierra es plana o que el virus es un invento para esclavizarnos no son opiniones, sino imbecilidades. Es como asegurar que dos más dos son siete: ¿acaso consideraríamos esa suma chiflada una opinión? ¿Y cómo es posible que haya gente que no se dé cuenta de esta obviedad? Nos estamos volviendo medio tontos.

Este fosfatinamiento de cabezas tiene varias causas. Una de ellas es, sin duda, la tremenda revolución tecnológica que estamos viviendo. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido un salto técnico tan colosal como el experimentado en los últimos 40 años; y ya sabemos que todo avance o cambio radical genera una fuerza retrógrada que lo combate. De ahí las memeces conspiratorias y acientíficas. Sucedió también al comienzo de la industrialización, en el primer tercio del XIX, con el movimiento británico de los luditas, que destruían los telares mecánicos y llegaron a matar a algún empresario, o de los swing, que rompían las trilladoras. En los últimos años ha surgido una corriente reivindicadora del ludismo que sostiene que no iban en contra de las máquinas, sino que eran simples obreros luchando por sus derechos, y es cierto que sus condiciones laborales eran terribles y que los pobres fueron aniquilados (hubo una treintena de ejecuciones), pero también creo que la revolución industrial les sobrepasó. La vida es así de compleja, puedes tener en parte razón y en parte no. Sucede lo mismo con esas personas a las que la crisis de 2008 empobreció para siempre, un sector social desamparado que ve cómo los ricos culpables de la crisis siguen en el poder, más ricos que nunca, mientras ellos se hunden. Esto hace que no se sientan representados por la democracia, cosa que comprendo; pero al mismo tiempo me parece trágico que crean que la solución está en Trump, o en Le Pen, o en Vox. El populismo y la extrema derecha engordan con los obreros descontentos.

Todo esto también puede ser origen de nuestra confusión mental: me refiero a la crisis económica mal resuelta, al descrédito de la democracia y la desaparición de los referentes sociales tradicionales. Es un entontecimiento del que no se libran los ultras de izquierda: hace poco publiqué en mi Facebook una petición de Amnistía Internacional en apoyo de Alexéi Navalni, encarcelado en Rusia, y algunos de los comentarios fueron tan feroces y dogmáticos (como el rancio apoyo ciego a los rusos o el típico truco totalitario de denigrar a la víctima) que me dejaron pasmada: creía que esos fanatismos estaban superados. Pero no. Vivimos tiempos inciertos, cambios monumentales, crisis de valores que la pandemia ha empeorado. Y, cuando cunde el miedo, hay gente que prefiere no pensar y que se refugia en la simpleza del dogma y de las teorías mágicas. El sueño de la razón produce monstruos. Mucho más peligroso que el terraplanismo es el menteplanismo que nos azota.

https://elpais.com/eps/2021-05-16/menteplanismo.html?outputType=amp

jueves, 18 de febrero de 2021

_- "Aviso a navegantes": el artículo de Rosa Montero que arrasa en Twitter

_- Ah, si de joven yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, creo que hubiera vivido de otra manera

Esto es una advertencia: ayer mismo me acosté teniendo 16 años y hoy me he despertado con más de sesenta. Quiero decir que la vida vuela. Ah, si de joven yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, creo que hubiera vivido de otra manera. Lo que acabo de decir es una boutade, lo sé; pero, al mismo tiempo, es cierto que, con los años, llegas a un territorio, el de la vejez y la Parca merodeante, que antes nunca habías visto con verdadera claridad. Y entonces te dices: ah, cuánto tiempo perdido. Y no porque mi existencia me desagrade, al contrario, creo que ha sido y es muy intensa y que he hecho todo cuanto he querido hacer. Pero con qué nervios, de qué forma tan atormentada o tan aturullada, cuántas veces he vivido con el cuerpo aquí y la cabeza en otra parte. Por no hablar de la cantidad de tiempo y de energía perdidos en tonterías, como, por ejemplo, en creerme fea a los 18 años (cuando estaba más guapa que nunca), o en reconcomerme de angustia temiendo no estar a la altura en algún trabajo. Por eso, repito: si yo hubiera sabido que iba a envejecer y que me iba a morir, hubiera vivido de otra manera.

Todo esto viene al hilo, claro está, del cambio de año. Esto del calendario no es más que una convención, pero cómo remueve y cómo escuece. En estas fechas es imposible no dedicar siquiera un minuto a sentir el viento del tiempo contra la cara, a revisar someramente el pasado, a preguntarte sobre tu futuro. Acabo de leer un libro extraordinario que viene bien para acompañar estas congojas. Se trata de Instrumental: memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes (Blackie Books). El británico Rhodes tiene una biografía totalmente improbable. Por ejemplo, es pianista, un buen concertista. Sin embargo, empezó a estudiar piano mal y tarde, y luego lo dejó por completo durante 10 años hasta retomar la música en sus veintimuchos. No creo que haya habido en el mundo un caso así. Si abandonas un instrumento de ese modo, simplemente no es posible ser un músico de esa calidad. Pero él lo es. He aquí su primer milagro.

Tiene varios más, algunos espeluznantes. El libro de Rhodes cuenta con una crudeza que yo no había visto la experiencia de una víctima de pedofilia. A los seis años recién cumplidos, James fue violado por su profesor de boxeo del colegio. Y el tipejo lo siguió haciendo durante cinco años impune y sistemáticamente, hasta que Rhodes cambió de escuela. El niño, amenazado por el pedófilo, avergonzado y amedrentado, no dijo nunca nada a nadie; pero otros profesores lo veían llorar, lo veían salir con las piernas sangrando del despacho del monstruo y no hicieron nada. El libro de Rhodes es un grito indignado a esa pasividad tan común ante los abusos infantiles. Como las pequeñas víctimas no se atreven a denunciar, es muy cómodo ignorar un horror que se queda escondido, como los malvados ogros de los cuentos, en los cuartos oscuros y en las pesadillas de los niños. Y otra enseñanza más de este tremendo libro: las violaciones dejan secuelas. En primer lugar, graves secuelas físicas, porque es una brutalización continuada de un cuerpo muy pequeño (el músico tuvo que ser operado varias veces); y, por supuesto, una catarata de catástrofes psíquicas. Prostitución en la adolescencia, un año de internamiento en un psiquiátrico, tres intentos de suicidio, cortes autoinfligidos con una cuchilla, drogas, furia y dolor. 
Y este es el segundo milagro: ha sobrevivido a todo eso.

Tercer milagro: James es la prueba de que el arte y la belleza ayudan. En el caso de James, es la música lo que amansó su fiera interior. Todos podemos y debemos recurrir a ello: cuanta más belleza en nuestras vidas, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

Pero aún queda por contar un cuarto milagro. Aunque la existencia de Rhodes parece larguísima y convulsa, sólo tiene 40 años. Guau, eso es vivir deprisa. Como decía Lou Reed: mi día equivale a tu año. Pues bien, al final el autor apuesta por su segunda esposa, Hattie, y se atreve a dar unos consejos para el bien amar. Antes, al leer el libro, Rhodes me había parecido un hombre conmovedor y admirable, pero también furioso y herido, demasiado intenso como para tenerlo muy cerca. Pero en estas páginas finales habla de la convivencia con tan modesta, honda sabiduría que me ha dejado admirada. Como, por ejemplo: 
“Lo que más deteriora una relación es tratar de salir ganando”
Pequeña gran verdad. Hace falta vivir mucho y pensar mucho para llegar a tan poco. O sea, que se puede aprender, aunque vengas con las heridas más crueles. Se puede recomenzar una y otra vez. Aviso a navegantes para sortear los escollos de este año: recordemos que, como prueba Rhodes, siempre hay futuro. Nunca seremos tan jóvenes como hoy y la vida se conquista día a día.

@BrunaHusky

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jueves, 25 de julio de 2019

Estamos en ello, Lucía.

"ME LLAMO LUCÍA y tengo 11 años”. Así empieza una carta formidable que acabo de recibir. Está escrita de maravilla, y no me cabe duda de que es de su puño y letra, porque conocí a Lucía Hernández unos días antes en la Feria del Libro de Madrid. Se acercó a mi caseta y me habló con tanta seriedad y enjundia de lo que estaba haciendo que le pedí que me escribiera y me lo contara más extensamente. Y eso ha hecho: “Formo parte de un proyecto de educación medioambiental que se llama Raíces y Brotes, creado por el Instituto Jane Goodall, con el fin de crear proyectos con los cuales ayudar a mejorar el medio ambiente y la vida de los animales y de las personas”. En diciembre, Lucía fue con sus padres a una charla de la primatóloga Jane Goodall y se quedó tan impresionada que “desde entonces movilicé a mi cole para colaborar con este proyecto, y gracias a la directora del cole y a Marisa, la coordinadora de Raíces y Brotes, estamos en ello”.

En concreto, su proyecto consiste en construir casas-nido con materiales reciclados para ayudar a los gorriones “porque nos hemos enterado de que están en peligro de extinción en las ciudades (por ejemplo, en Londres ya se han extinguido)”. Y, sabiamente, añade: “Puede parecer algo pequeño, pero, como dice la doctora Goodall, solo si entendemos nos puede importar, solo si nos importa podemos ayudar, solo si ayudamos ellos se salvarán”. A continuación, esta tremenda Lucía me manda los enlaces del Instituto Goodall y de Raíces y Brotes, por si escribo algo que “pueda inspirar a más gente joven a hacer algo bueno”. Toma ya niña de 11 años poniéndonos las pilas y sacándonos los colores a los adultos. Por cierto: el proyecto Raíces y Brotes ya cuenta con más de 700.000 participantes, la mayoría jóvenes, pertenecientes a un centenar de países.

Imposible no acordarse de Greta Thunberg, la activista sueca medioambiental de 16 años que en diciembre pasado nos echó un demoledor rapapolvo en un acto plenario de Naciones Unidas sobre la situación climática. “Ustedes no son lo suficientemente maduros para decir las cosas como son. Incluso esa carga nos la dejan a nosotros los niños”, empezó arreando. “No hemos venido aquí a rogar a los líderes mundiales que se preocupen (…). Nos hemos quedado sin excusas y nos estamos quedando sin tiempo. Hemos venido aquí para hacerles saber que el cambio está llegando, les guste o no”.

Yo tenía 13 años cuando, allá por la década de los sesenta, Bob Dylan cantaba Los tiempos están cambiando, y por aquel entonces también me sentí parte de una ola imparable. “Madres y padres, no critiquéis lo que no entendéis. Vuestros hijos e hijas están más allá de vuestro control. Vuestro antiguo camino está envejeciendo rápidamente. Por favor, salid del nuevo si no sois capaces de ayudar, porque los tiempos están cambiando”, decía Dylan, y creo que los niños furiosos del siglo XXI suscribirían sus palabras. Los años sesenta dejaron algunos logros (reconocimiento de la diferencia, avances en el feminismo, el ecologismo, la aceptación de la diversidad sexual…), pero creo que las novísimas generaciones están obligadas a hacer mucho más, porque es verdad que el tiempo se nos está acabando, como denunciaba Greta. La aceleración de la crisis climática nos lleva “al abismo”, alertó la ONU en 2009. ¿Y qué hemos hecho en estos 10 años? Votar a luminarias intelectuales como Trump, que niega que tal crisis exista.

En 2017, la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos anunció que nos encontrábamos en una era de “aniquilación biológica”, de hecho en medio de la “sexta extinción masiva” de animales, causada, en gran medida, por el ser humano (las cinco extinciones anteriores fueron originadas por fenómenos naturales). Las poblaciones de mamíferos, por ejemplo, han perdido el 70% de sus individuos en casi todo el mundo por la desaparición de sus hábitats. A la luz de esta inmensa catástrofe, ¡qué penoso parece nuestro paso por la Tierra! Salvo unas pocas personas admirables, como la gran Goodall, ¡qué mal hemos gestionado nuestro tiempo! Seremos enterrados bajo montañas de plástico por estos niños maravillosos y furibundos que, por fortuna y esperanza para todos, ya “están en ello”. 

https://elpais.com/elpais/2019/07/01/eps/1561977794_931941.html

lunes, 17 de junio de 2019

_- Ella también. Rosa Montero

_- Einstein obligó a firmar a su primera esposa un contrato humillante. Quemó sus cartas y jamás mencionó la aportación que hizo a su trabajo


LA LECTURA de la reciente novela de Nativel Preciado, El Nobel y la corista, en donde hace un genial retrato del Einstein mujeriego, me ha hecho recordar la perturbadora historia de Mileva Marić, la física y matemática serbia que fue la primera esposa del científico. Mileva y Einstein se conocieron en 1896 en el Instituto Politécnico de Zúrich, del que eran alumnos. Ella tenía 21 años; él, 17. Fue un amor a primera vista. Mileva había mostrado desde niña tanto talento que su padre decidió darle la mejor educación. Para comprender hasta qué punto esta actitud era rompedora, baste decir que el padre tuvo que pedir un permiso especial para que su hija pudiera estudiar Física y Matemáticas, dos carreras solo para varones. Era un mundo que les negaba todo a las mujeres.

Mileva y Albert empezaron a vivir y trabajar juntos, pese a la furibunda oposición de la madre de él. Que su amado la defendiera frente a su propia madre debió de crear en la joven un sentimiento de gratitud inacabable. Y así, cuando el profesor Weber admitió a Mileva para el doctorado, después de haber rechazado a Albert porque no le consideraba preparado, ella supeditó su aceptación a la inclusión de Einstein. Mileva, mejor matemática que él, revisaba los errores de su amante; sus correcciones abundan en los apuntes de Albert:
“Ella resuelve mis problemas matemáticos”.
A la joven le obsesionaba encontrar un fundamento matemático para la transformación de la materia en energía; compartió con Albert esta fascinación (las cartas se conservan) y a Einstein le pareció interesante la idea de su pareja. En 1900 terminaron un primer artículo sobre la capilaridad; era un trabajo conjunto (“le di una copia [al profesor Jung] de nuestro artículo”, escribió Einstein), aunque solo lo firmó él. ¿Por qué? Porque una firma de mujer desacreditaba el trabajo. Porque Mileva quería que Einstein triunfara para que se casara con ella (él había dicho que hasta que no pudiera mantenerla económicamente no lo haría). Por la patológica gratitud, dependencia psicológica y enfermiza humildad que el machismo inocula.

Y entonces comenzó, insidiosamente, la desgracia. En 1901, Mileva fue a Serbia a dar a luz secretamente a una niña de la que no volvió a saberse nada: quizá acabara en un orfanato. Poco después Einstein consiguió un empleo como perito en la Oficina de Patentes de Berna y, ya con un sueldo, se casaron. Según varios testimonios, mientras Albert trabajaba sus ocho horas al día, Mileva escribía postulados que luego debatía con él por las noches. Además cuidaba de la casa y del primer hijo, Hans Albert. “Seré muy feliz (…) cuando concluyamos victoriosamente nuestro trabajo sobre el movimiento relativo” (carta de Einstein a Mileva). En 1905 aparecieron en los Anales de la Física los tres (5)  cruciales artículos de Einstein firmados solo por él, aunque hay un testimonio escrito del director de los Anales, el físico Joffe, diciendo que vio los textos con la firma de Einstein-Marić.

Y la desgracia engordó. Tuvieron un segundo hijo, aquejado de esquizofrenia; Einstein se hizo famoso, se enamoró de su prima, quiso dejar a Mileva y ella se aferró enfermizamente a él. Comenzó entonces (hasta la separación en 1914) un maltrato psicológico atroz; hay un contrato que Einstein obligó a firmar a su mujer, un texto humillante de esclavitud. Pero siendo ese contrato aberrante, aún me parece peor lo que el Nobel hizo con el legado de Mileva: quemó sus cartas, no mencionó jamás su aportación, solo la citó en una línea de su autobiografía. Los agentes de Einstein intentaron borrar todo rastro de Marić; se apropiaron sin permiso de cartas de la familia y las hicieron desaparecer. También desapareció la tesis doctoral que Mileva presentó en 1901 en la Politécnica y que, según testimonios, consistía en el desarrollo de la teoría de la relatividad. No estoy diciendo que Einstein no fuera un gran científico: digo que ella también lo era. Pero él se empeñó en borrarla, y lo consiguió hasta 1986, cuando, tras la muerte de su hijo Hans Albert, se encontró una caja llena de cartas que tuvieron grandes repercusiones científicas. Pese a ello, Mileva sigue aplastada bajo el rutilante mito de Einstein. Así de mezquinas y de trágicas son las consecuencias del sexismo.

A LECTURA de la reciente novela de Nativel Preciado, El Nobel y la corista, en donde hace un genial retrato del Einstein mujeriego, me ha hecho recordar la perturbadora historia de Mileva Marić, la física y matemática serbia que fue la primera esposa del científico. Mileva y Einstein se conocieron en 1896 en el Instituto Politécnico de Zúrich, del que eran alumnos. Ella tenía 21 años; él, 17. Fue un amor a primera vista. Mileva había mostrado desde niña tanto talento que su padre decidió darle la mejor educación. Para comprender hasta qué punto esta actitud era rompedora, baste decir que el padre tuvo que pedir un permiso especial para que su hija pudiera estudiar Física y Matemáticas, dos carreras solo para varones. Era un mundo que les negaba todo a las mujeres.

Mileva y Albert empezaron a vivir y trabajar juntos, pese a la furibunda oposición de la madre de él. Que su amado la defendiera frente a su propia madre debió de crear en la joven un sentimiento de gratitud inacabable. Y así, cuando el profesor Weber admitió a Mileva para el doctorado, después de haber rechazado a Albert porque no le consideraba preparado, ella supeditó su aceptación a la inclusión de Einstein. Mileva, mejor matemática que él, revisaba los errores de su amante; sus correcciones abundan en los apuntes de Albert: “Ella resuelve mis problemas matemáticos”. A la joven le obsesionaba encontrar un fundamento matemático para la transformación de la materia en energía; compartió con Albert esta fascinación (las cartas se conservan) y a Einstein le pareció interesante la idea de su pareja. En 1900 terminaron un primer artículo sobre la capilaridad; era un trabajo conjunto (“le di una copia [al profesor Jung] de nuestro artículo”, escribió Einstein), aunque solo lo firmó él. ¿Por qué? Porque una firma de mujer desacreditaba el trabajo. Porque Mileva quería que Einstein triunfara para que se casara con ella (él había dicho que hasta que no pudiera mantenerla económicamente no lo haría). Por la patológica gratitud, dependencia psicológica y enfermiza humildad que el machismo inocula.

Y entonces comenzó, insidiosamente, la desgracia. En 1901, Mileva fue a Serbia a dar a luz secretamente a una niña de la que no volvió a saberse nada: quizá acabara en un orfanato. Poco después Einstein consiguió un empleo como perito en la Oficina de Patentes de Berna y, ya con un sueldo, se casaron. Según varios testimonios, mientras Albert trabajaba sus ocho horas al día * (10 horas 6 días a la semana y sin vacaciones, olvidamos o borran nuestra historia, las luchas y muertes que costaron conseguir las 8 horas, 1919 por primera vez en España en algunas fábricas de armas del estado), Mileva escribía postulados que luego debatía con él por las noches. Además cuidaba de la casa y del primer hijo, Hans Albert. “Seré muy feliz (…) cuando concluyamos victoriosamente nuestro trabajo sobre el movimiento relativo” (carta de Einstein a Mileva). En 1905 aparecieron en los Anales de la Física los tres cruciales artículos de Einstein firmados solo por él, aunque hay un testimonio escrito del director de los Anales, el físico Joffe, diciendo que vio los textos con la firma de Einstein-Marić.

Y la desgracia engordó. Tuvieron un segundo hijo, aquejado de esquizofrenia; Einstein se hizo famoso, se enamoró de su prima, quiso dejar a Mileva y ella se aferró enfermizamente a él. Comenzó entonces (hasta la separación en 1914) un maltrato psicológico atroz; hay un contrato que Einstein obligó a firmar a su mujer, un texto humillante de esclavitud. Pero siendo ese contrato aberrante, aún me parece peor lo que el Nobel hizo con el legado de Mileva: quemó sus cartas, no mencionó jamás su aportación, solo la citó en una línea de su autobiografía. Los agentes de Einstein intentaron borrar todo rastro de Marić; se apropiaron sin permiso de cartas de la familia y las hicieron desaparecer. También desapareció la tesis doctoral que Mileva presentó en 1901 en la Politécnica y que, según testimonios, consistía en el desarrollo de la teoría de la relatividad. No estoy diciendo que Einstein no fuera un gran científico: digo que ella también lo era. Pero él se empeñó en borrarla, y lo consiguió hasta 1986, cuando, tras la muerte de su hijo Hans Albert, se encontró una caja llena de cartas que tuvieron grandes repercusiones científicas. Pese a ello, Mileva sigue aplastada bajo el rutilante mito de Einstein. Así de mezquinas y de trágicas son las consecuencias del sexismo.

https://www.blogger.com/blogger.g?blogID=1197417193044529487#editor/target=post;postID=2850497986454802561

*En esa fecha en la Oficina de Patentes Suizas, se trabajaba 10 horas al día, 6 días a la semana. Y se podían considerar privilegiados, trabajar 12 horas era muy normal, y de sol a sol en el campo, con trabajo nocturno también para niños y mujeres incluso embarazadas, sin vacaciones. Qué fácilmente olvidamos la historia del movimiento obrero. El 1 de mayo se instituyó para pedir las 8 horas de trabajo y costó muchas luchas y muertes. Y sospecho que el olvido no es algo casual, la derecha niega el progreso humano y no solo lo niega sino que trabaja y conspira para volver atrás, a los tiempos de la esclavitud y servidumbre. Ello lo convierten en el llamado sentido común y la cultura hegemónica o dominante, "siempre ha sido así". No es el caso con Rosa Montero, pero se ha dado como normal las 8 horas... En un tiempo que no lo era. Hasta 1919, después de grandes huelgas, no comenzó a trabajarse 8 horas en España, en las fábricas militares como la Fábrica de Artillería de Sevilla (donde mi abuelo paterno Francisco Peña fue maestro), La Pirotecnia Militar de Sevilla (donde mi abuelo materno, José Vela Gutiérrez, fue maestro) o la Fábrica Militar de Armas de Trubia en Asturias (donde fue maestro mi tío abuelo José Peña Gordo).

Más, https://elpais.com/elpais/2019/06/21/eps/1561117075_895780.html

sábado, 4 de agosto de 2018

La maldita suerte. Rosa Montero

Hay muchísimas personas de talento que se dejan la piel y el alma como las que más en sus proyectos, y que, sin embargo, no consiguen salir adelante

Siempre he pensado que la buena suerte no existe: la vida te la vas labrando con mil pequeñas decisiones cada día, con esfuerzo y con tenacidad de estalactita. Pero creo en la existencia de la mala suerte, porque hay muchísimas personas de talento que se dejan la piel y el alma como las que más en sus proyectos, y que, sin embargo, no consiguen salir adelante en sus vidas. De hecho, hay biografías que parecen marcadas por una luna negra. Personas con tal cúmulo de desgracias a sus espaldas que su destino empavorece. Son víctimas inocentes a las que un dios ciego escoge castigar.

Me sobrecogió, por ejemplo, el caso de un traductor chileno al que conocí en Berlín en 1989, cuando la caída del muro. Tenía cuarenta y pocos años, hablaba un alemán magnífico y servía de intérprete a los periodistas españoles que acudíamos en tropel a cubrir las noticias. Estuvimos varios días de la ceca a la meca, trabajando mil horas, y al final se abrió y me confió su historia. En 1973, cuando el golpe de Pinochet, él y su mujer habían sido detenidos con veintipocos años. Los torturaron a ambos de una manera aberrante y atroz que me contó. Cuando, años después, lograron salir ambos del país, intentaron quererse, pero no pudieron. La historia se rompió. Necesitaron ayuda psíquica y médica. Seguían convaleciendo, cada uno por su lado. Pero él estaba empezando a salir del pozo. Lo explicó todo muy bien. Me emocionó. Era un tipo estupendo. Seis meses después, regresé a Berlín para hacer otro reportaje e intenté contratarlo de nuevo como intérprete. Y entonces me enteré de que se había matado unas semanas antes, mientras trabajaba con un equipo de televisión. Se estrellaron con el coche y ardieron. Se abrasaron. Sigo rogando mentalmente que ya estuviera muerto. O inconsciente. No fue justo.

Hay muchos otros casos, también históricos. Como el de Polidori, médico, secretario, quizá amante y desde luego víctima de Lord Byron. De entre los muchos libros que cuentan la famosa noche en Villa Diodati en la que Mary Shelley creó a Frankenstein, recomiendo El año del verano que nunca llegó, de William Ospina, en donde se reivindica la imagen de este hombre, al que Byron llamaba, despectivamente, “el pobre Polidori”. Byron, cruel, lo destrozó: le repetía que era un inútil, que sus obras (el médico escribía) eran espantosas, que era un hombre ridículo. No parece serlo en absoluto, y aquella noche de truenos en la que los invitados de Byron se propusieron escribir cuentos de terror, mientras Mary paría a Frankenstein, Polidori creó El vampiro, el antecedente de Drácula y en realidad un retrato del chupasangres anfitrión. El destino cruel (luna negra, dios ciego) hizo que el libro se publicara bajo el nombre del vampiro inspirador, es decir, de Byron, que no se dio ninguna prisa en deshacer el entuerto. El relato fue un éxito tremendo: al principio vendía 5.000 libros al día… con el nombre del malo. Al cabo Polidori consiguió que se reconociera su autoría, pero ya era tarde, estaba emocionalmente deshecho. Se suicidó a los 25 años bebiendo ácido prúsico. Hace falta estar muy desesperado para darle a la muerte un beso tan atroz. Y su mala suerte perdura: hoy apenas si se le recuerda, y su imagen sigue estando manchada por la versión ponzoñosa de Byron: en la Wikipedia, por ejemplo, le dejan bastante mal.

De modo que yo sólo creía, repito, en la mala suerte, no en la buena. Y de pronto ha salido en la revista Nature un estudio tremendo de la Universidad de Northwestern que, tras analizar la carrera de 30.000 cineastas, artistas y científicos, concluye que el éxito viene en rachas; que estas rachas duran poco, como máximo cinco años; que por lo general sólo se tiene una en la vida, y que son un completo producto del azar. Es decir, de la buena suerte. Un veredicto aterrador que te deja tiritando. Supongo que todos nos plantearemos lo mismo: ¿La he tenido ya, no la he tenido? Si ya hubo una etapa buena, ¿el futuro sólo será decaer? ¿Importa un bledo el esfuerzo? Espero que el estudio no ande muy atinado. Mientras tanto, en este agosto en el que no nos veremos (volveré a publicar mis artículos en septiembre), les deseo que tengan mucha suerte. Por si acaso. 

 https://elpais.com/elpais/2018/07/23/eps/1532360741_105523.html

lunes, 30 de abril de 2018

Honrar a los muertos

A veces me parece sentir el peso de nuestros antepasados hundiéndose entre las sombras. Aquellas mujeres y hombres guardan una historia digna del mejor relato.

menudo siento que estos artículos son como una playa en la que las olas depositan objetos venidos del tumulto del mar: nacaradas conchas, algas como flores o un inesperado patito de plástico. Quiero decir que hasta mi mesa, y supongo que hasta la de todos los columnistas, llegan numerosos mensajes que a veces contienen peticiones de ayuda pero que, sobre todo, son historias, relatos, fragmentos de vidas procedentes de un mundo tan vasto como el océano.

Hace unas semanas recibí una carta de papel escrita a mano. La enviaba Laura Savater desde Ciudad Real, y con una letra firme y clara decía lo siguiente: “No sé si esta carta pensada y repensada terminará en tus manos y si te interesará. Soy una mujer de 93 años que vivía en Barcelona cuando era una niña; allí pasé la guerra. Mi madre, como tantos otros, enfermó de tuberculosis y se tuvo que ir a un sanatorio en Castellón de la Plana. Escribía un diario del que he sacado fotocopias de la última parte (por aquello de la memoria histórica) contando su tristísimo viaje de regreso a Barcelona. Si te interesa me lo haces saber”. Le pedí que me lo enviara, claro está: cómo no me va a interesar el ofrecimiento de esta mujer nonagenaria, de esta conmovedora Laura que en los confines de su larga vida mira con amor el diario de su madre y piensa en darlo a conocer al mundo, en rescatarlo de la creciente oscuridad. Que otros puedan llevar en la memoria a la madre muerta, además de ella.

A los pocos días recibí las fotocopias. Son ocho y reproducen, ampliadas, las hojas cuadriculadas de un pequeño cuaderno de espiral. Imagino sus sobadas tapas de cartón azul. E imagino a la mujer joven y enferma que escribe, con una letra muy parecida a la de Laura, angustiadas palabras. “Esta noche pasada he llorado mucho porque me enteré de los bombardeos de Barcelona y pienso que no sé si tengo hijos o no (…) pues hace doce días que estoy aquí y no sé nada de ellos y esto es más de lo que puedo soportar”. Y al día siguiente: “Hoy han bombardeado este pueblo (…) y no cesan de llegar camiones cargados de soldados (…) han echado un bando en el pueblo prohibiendo terminantemente hablar de la guerra y al sanatorio han traído un aviso de que si se oyen sirenas no nos asustemos y que no se enciendan las luces (…) El miedo que tenemos todos no es para descrito” (sic). Hay algo en esas palabras tan sencillas y en la humilde cuadrícula que hace que te sientas transportada allí, a ese hospital de tuberculosos, a esos años de plomo, a la indefensión aterrorizada de quien espera la llegada de las bombas (recordemos Siria, por favor).

La madre, en fin, decide abandonar el sanatorio y regresar a Barcelona. Junto a otras dos enfermas, intenta subir a un camión de soldados. Pasan más de 20 vehículos antes de que un conductor se apiade y las transporte, en un trayecto matador, hasta un pueblo cercano a Villafranca. El lugar está lleno de milicianos voluntarios que van para el frente de Teruel: “Había hombres hasta con el pelo blanco y también jovencitos de 16 y 18 pero todos con un entusiasmo grande”. Hubo más camiones, más penurias. La mujer acabó en Valencia. Ahí termina el diario. Laura dice que murió sola, en 1942, en un hospital de tuberculosos de Murcia. Se llamaba Agustina Ortuño y tenía 45 años.

Honrar a los muertos. Es lo que hace Laura. Y lo que yo hago al contar todo esto. A veces casi me parece sentir el peso de nuestros antepasados sobre los hombros. Esa cadena de mujeres y hombres que fueron niños y crecieron y se sintieron felices y sufrieron; que compartieron comida o que se pelearon; que gozaron del fuego del conocimiento o se pudrieron de odio. Desde que el invento de la escritura nos sacó de la prehistoria hace 6.000 años, sólo ha habido 200 generaciones de humanos (si calculamos 30 años para cada una). Casi me parece verlos, una fila de individuos hundiéndose en las sombras. Ojalá pudiera nombrar a mis 200 antepasados para rescatarlos del olvido. Tantas vidas insignificantes y pequeñas, acumuladas a nuestras espaldas como granos de polvo, y sin embargo para cada una de esas personas su existencia fue enorme, fue un tesoro. Y en verdad lo es. Hermosa y breve vida.
Rosa Montero

https://elpais.com/elpais/2018/03/28/eps/1522250324_580441.html

sábado, 28 de abril de 2018

El mayor misterio de la humanidad, Rosa Montero

Un rosario de hallazgos en los últimos 20 años nos ha obligado a cambiar las egocéntricas teorías que sobre los neandertales manejamos durante siglos.


Tengo en mi despacho la foto de la cabeza de un hombre de unos 40 años. Su cráneo rasurado está teñido con un pigmento rojo y luce un bonito tocado de plumas de ave. Dos largas espinas decorativas le atraviesan elegantemente las orejas. Una raya de pintura negra desciende por la mitad de su frente y cubre el puente de su gran nariz. Sus ojos son suspicaces y orgullosos, y de su rostro perfectamente afeitado emana una impresión de fuerza y de poder. Podría ser cualquier gran jefe indio de las praderas americanas. Pero no. Es la reconstrucción de un cráneo de neandertal a la luz de las nuevas evidencias científicas.

Durante siglos, con el pomposo egocentrismo que nos caracteriza, hemos visualizado a esos otros Homos, los neandertales, como bestias hirsutas, feas como demonios y patizambas; muy parecidos, en suma, a como imaginamos ahora a los ogros, a los yetis y a todas esas criaturas legendarias que en realidad no son sino la huella mítica del recuerdo real de aquellos primos. Hasta hace muy poco creíamos que esos brutos no sabían hablar y no nos extrañaba que se hubieran extinguido de un plumazo cuando nosotros, lampiños, inteligentes y bien plantados, salimos con paso alegre de África camino de la gloria. Pero en los últimos 20 años una cascada de descubrimientos nos ha ido hundiendo el ego en la miseria.

Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales.

Hoy sabemos que hablaban y que tenían nuestra misma capacidad craneal, la misma inteligencia. Durante cierto tiempo intentamos atrincherarnos en la estética: sostuvimos que habíamos sido nosotros, los cromañones, quienes empezamos a fabricar adornos. Me encantó esa teoría; era emocionante que los sapiens nos hubiéramos salvado de la extinción gracias a necesitar esa cosa tan inútil que es la belleza. Pero la alegría duró poco; enseguida se encontraron collares de conchas en los asentamientos de nuestros primos. Estaban tan heridos por la belleza como nosotros.

Se sabe que hemos coincidido con los neandertales, que nos emparentamos y tuvimos sexo e hijos. Entre el 1% y el 4% de nuestros genes (salvo en los subsaharianos) proceden de ellos. Como no todos hemos heredado los mismos rasgos, sumando a unos y otros conservamos entre un 20% y un 30% de genes neandertales. Su herencia nos predispone, entre otras cosas, a la depresión y a las adicciones. Yo, que fumé durante 20 años tres paquetes de tabaco al día, debo de tener una abuela neandertal de armas tomar.

Ha habido otras especies humanas, como el Homo denisovano o el de Flores, pero los neandertales han sido los más importantes, porque duraron más de 200.000 años (una proeza: recordemos que la escritura y nuestra historia empezaron hace solo 6.000 años). Ahora acaba de hacerse un descubrimiento colosal: una nueva datación en las pinturas rupestres de tres cuevas españolas han demostrado que fueron hechas por neandertales hará 65.000 años. Son las obras de arte más antiguas del planeta, y no son nuestras. Sí, nos parecíamos mucho. Y se extinguieron. Ah, qué inquietud. Si nada nos diferencia, podríamos extinguirnos nosotros también. El enigma de la desaparición de los neandertales se está convirtiendo en el mayor misterio de la humanidad.

Apunta Yuval Noah Harari en su brillante ensayo Sapiens que fue la capacidad de crear ficción lo que nos hizo triunfar como especie. Una preciosa explicación aunque, la verdad, no me la creo: me imagino muy bien a mi abuela neandertal contándoles historias a sus nietos en la hoguera. A mí me convence más una profesora norteamericana, Pat Shipman, que hace un par de años expuso una teoría que me deslumbró. Verán, los neandertales eran más robustos que nosotros y necesitaban más cantidad de alimentos. Cuando se extinguieron estábamos en plena glaciación; no solo escaseaba la comida, sino que de repente habían aparecido unos extranjeros que hacían algo muy raro: se aliaban con los lobos para cazar. Humanos y perros formamos un equipo depredador de formidable eficacia, tanta que la fórmula sigue vigente. Probablemente fuimos una especie de arma letal por carambola: acaparamos la comida y los matamos de hambre. Así que ni más listos, ni más artistas, ni más sofisticados: nos salvaron los perros. Somos poca cosa. Y desagradecidos.

sábado, 24 de marzo de 2018

San Woody Allen

Hay quienes tachan de caza de brujas las acusaciones contra el director por abusos sexuales, pero el caso dista de estar claro: encierra datos inquietantes.

LLEVO SEMANAS asistiendo con asombro creciente a la beatificación de Woody Allen. Lo veo levitar ante mis ojos rumbo al cielo aupado por diversos columnistas y comentaristas. Salvo alguna excepción, en la mayoría de estos alegatos se dan dos curiosas circunstancias: por un lado, una enérgica, escandalizada denuncia de la caza de brujas del movimiento MeToo, que según ellos llega a ser tan dogmático que está torturando al pobre Allen sin ninguna prueba; y por el otro, una sesgada ignorancia sobre las circunstancias de este caso. Lo cual me preocupa, porque veo a colegas admirados e incluso queridos llegar en este tema a un nivel de simplificación que no suelen manifestar en otros asuntos.

De entrada, sorprende que todos estén tan convencidos de la inocencia de Woody Allen, porque el tema es un maldito y envenenado pantano: yo, desde luego, no estoy segura de nada. Algunos afirman que Allen fue declarado no culpable, lo cual es un error: no hubo ninguna declaración porque no hubo juicio. El examen médico de la niña Dylan, que tenía siete años, resultó negativo (claro que unos tocamientos, esa fue la acusación, no dejan huella); además, un informe del hospital Yale-New Haven, encargado por el fiscal del Estado Frank Maco, concluye que el vídeo en el que la niña habla de los abusos está editado y manipulado, y que o bien Dylan se inventaba todo, o bien se lo había sugerido la madre. Debo recordar que el proceso tuvo lugar en medio de la trifulca de la separación de Allen y Farrow a consecuencia de la relación de él con una hija adoptiva de Mia. Total, que el juez Elliot Wilk no encontró pruebas concluyentes y cerró el caso.

Hasta aquí todo parece muy sencillo. Pero empecemos con el lío. Resulta que el informe Yale-New Haven está firmado por dos asistentes sociales y por un pediatra que era el jefe del equipo, pero que jamás vio a Dylan. Todas las notas de la investigación fueron destruidas antes de presentar el informe, algo muy anómalo; los asistentes sociales se negaron a declarar ante el juez y el único testimonio fue el del pediatra. Por todas estas razones, el estudio no fue considerado fiable ni por el fiscal que lo había encargado ni por el juez, que dijo: “Es un informe sanitized [desinfectado, retocado] y por lo tanto menos creíble”. En cuanto al fiscal Maco, declaró que no había continuado con el caso por la fragilidad de la niña víctima, aunque había causa probable para presentar cargos contra Allen (el cineasta le puso una denuncia disciplinar por estas palabras y perdió). Además, y aunque no hubo nunca un juicio por los supuestos tocamientos, sí lo hubo por la custodia de los hijos de Allen; y Elliot Wilk, el mismo juez que archivó los abusos, dijo en esa sentencia cosas como: “No hay evidencia creíble que soporte la alegación del señor Allen de que la señora Farrow manipuló a Dylan” o “Probablemente nunca sabremos lo que sucedió aquel 4 de agosto de 1999 (…) [pero] la conducta del señor Allen hacia Dylan fue gravemente inapropiada y… deben tomarse medidas para proteger a la niña” (el texto íntegro de la sentencia está en Internet). Farrow obtuvo la custodia y el juez denegó las visitas de Woody a Dylan. Allen presentó dos apelaciones contra la sentencia, que también perdió, y tuvo que pagarle a Mia un millón de dólares por los gastos legales.

Aún queda muchísima basura por contar, pero no me cabe en este artículo. Más indicios que acusan tanto a Woody como a Mia, intentos cruzados de desacreditar a los partidarios de ambas facciones… La miseria habitual entre dos personas chifladas que se odian. En fin, yo no escribo este texto para demostrar que Allen es culpable (en la duda, yo me inclino más hacia su culpabilidad, pero esto es irrelevante), sino para probar que el caso dista mucho de estar claro y que quienes le acusan no son unos dogmáticos y delirantes cazadores de brujas, sino que se basan en inquietantes datos. Aunque lo peor es intuir, a la luz de este escándalo, la facilidad con la que la inercia social nos hace apoyar automáticamente al personaje de poder y no prestar la suficiente atención a las denuncias de los niños por abuso o incesto.

https://elpais.com/elpais/2018/03/12/eps/1520852702_012867.html

jueves, 14 de septiembre de 2017

EL ENEMIGO EN CASA. ¿Quién no ha sentido alguna vez cómo se pone en marcha en su interior esa bola de nieve de la inseguridad que amenaza con arrasarlo todo?

EL HIJO DE una amiga (he emborronado un poco los datos para que no lo reconozcan) está atravesando momentos amargos. Tiene 22 años y es un genio; bilingüe en inglés y español, fue número uno en selectividad y premio extraordinario de bachillerato. Tras empezar la carrera en Madrid, consiguió una prestigiosa beca internacional para continuar sus estudios en Estados Unidos. Se incorporó este curso a la universidad estadounidense y, de pronto, las cosas empezaron a torcerse. Fue enhebrando enfermedades una detrás de otra, gripe, bronquitis, gastritis; al final sufría mareos, taquicardias. Por primera vez en toda su vida obtuvo malas notas y cada día fueron empeorando. Le diagnosticaron depresión y ansiedad y volvió a casa sin terminar las clases. Aún podría regresar en septiembre y, haciendo un esfuerzo, salvar el año y la beca. Pero se siente incapaz: “No conseguía ni siquiera entender lo que me decían. Era como si no supiera hablar inglés”.

He aquí el maldito enemigo interior haciendo de las suyas. Qué extrañas, enfermas criaturas somos los humanos: por si la vida no bastara para aporrearnos; por si no tuviera ya toda existencia su cuota de conflictos, de sufrimiento, de adversarios tocapelotas y envidiosos malignos, resulta que además nos las solemos apañar muy bien para convertirnos en la peor compañía para nosotros mismos. Es lo que se llama la tentación del fracaso, una oscura atracción por el daño y la derrota, un resbaladizo coqueteo con los abismos. Como dice mi amiga la violinista Mirari: “Es eso que hace que, justo el día que te tienes que levantar a las seis, te acuestes la noche anterior a las dos de la madrugada”.

El enemigo en casa. Convivimos con un tirano íntimo que nos lo hace todo mucho más difícil. Y además actúa de una manera capciosa, de modo que muchas personas se pasan la existencia ignorando que son ellas mismas quienes se están saboteando. Por ejemplo, rechazan determinadas promociones laborales porque dicen preferir una vida más sencilla, cuando lo cierto es que el reto les aterra; o bien aseguran que en realidad no les gusta tanto escribir, o hacer teatro, o dedicarse a las carreras de motos; que sólo son aficiones juveniles y que prefieren ser, por ejemplo, abogados, cuando lo que sucede es que se mueren de miedo de probar y no valer, de querer y no llegar.

Por no hablar del terreno sentimental, en el que el autosabotaje llega a alcanzar niveles grandiosos. Y así, puede haber quien se queje amargamente de su mala suerte amorosa, sin advertir que siempre escoge al amante inadecuado: el que vive muy lejos, el que ya está emparejado y carece de futuro. Y luego está ese clásico que consiste en forzar una ruptura por miedo a que la otra persona rompa contigo, o porque estás demasiado bien con ella y, como esa dicha tendrá que acabarse algún día, prefieres, antes de sufrir más, pegarte un hachazo en el corazón ahora mismo. El miedo a la felicidad y la tentación del fracaso son las dos caras roñosas de la misma moneda.

Sé bien que no todo el mundo es igual de autodestructivo, pero ¿quién no ha sentido alguna vez cómo se ponía en marcha en su interior esa bola de nieve que poco a poco amenazaba con arrasarlo todo? Basta con ser demasiado perfeccionista, basta con fallar en algo que te interese mucho, basta con sentir tu propia fragilidad y no saber asumirla para que empieces a boicotearte, para que cada vez seas más incapaz de hacer las cosas bien, para desear salir corriendo hacia el precipicio, que el final sea rápido, morir ya para no tener que seguir soportando la agonía de la lucha, alcanzar la pasividad final de los vencidos, la congelada paz de los cementerios. Me encantaría poder decirle al hijo de mi amiga que su inseguridad se arregla con el tiempo, pero la verdad es que creo que esa línea de sombra nos acompaña siempre. Eso sí, podemos aprender a convivir con ella, a desdramatizar nuestros dramatismos, a no darle tanta importancia a las derrotas. Nadie fracasa en todo, de la misma manera que nadie triunfa en todo. La frustración forma parte de la vida, los miedos son siempre más grandes que las heridas reales y desde luego nadie tiene tan mala opinión de ti como tu maldito enemigo interior.

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miércoles, 5 de julio de 2017

_- LO ETERNO

_- Acaba de fallecer un amigo íntimo, el escritor mexicano Antonio Sarabia. Se ha ido de golpe. Visto y no visto: en tan sólo un parpadeo se fue Antonio.
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En una carta de pésame a la familia Besso, Albert Einstein incluyó su ahora famosa cita "Ahora que se ha apartado de este extraño mundo un poco por delante de mí. Aquello no significa nada. La gente como nosotros, quiénes creen en la física, saben que la distinción entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente."

VERÁN, LLEGA un momento en la vida en que se te empieza a morir la gente alrededor. Sí, desde luego, la parca nos acecha en cualquier rincón; como dice Fernando de Rojas en La Celestina, nunca se es lo suficientemente viejo como para no vivir un día más ni lo suficientemente joven como para no morir mañana. Así que a mí, como a cualquier humano, ya me había tocado atravesar unas cuantas pérdidas. Pero lo que digo es que llega un momento en el que se empiezan a morir muchos a la vez. Demasiados. Gente de tu edad o algo mayor que tú, pero que ha formado parte de tu vida. En ocasiones han sido amigos muy queridos; otras veces se trata de simples conocidos, pero añejos. El bosque humano de tu existencia comienza a ser talado. Esta es otra de las malditas consecuencias de envejecer, un proceso que no tiene ni pizca de gracia, más allá del alivio de saber que aún no estás en el suelo convertido en leña.

Justamente acaba de fallecer uno de esos amigos íntimos, el escritor mexicano Antonio Sarabia, que vivía en Lisboa desde hacía años. Se ha ido de golpe, apareció cadáver una mañana, una salida de escena estupenda para el protagonista, pero sobrecogedora para los demás. Visto y no visto: en tan sólo un parpadeo, allá se fue Antonio con todas sus vivencias, sus recuerdos, sus deseos, sus amores y sus disgustos, sus sueños y su talento, que era mucho. La muerte es increíble, impensable. Venimos a este mundo con un yo inmenso que lo llena todo, somos para nosotros mismos lo más importante que sucede en el universo, y de pronto se apaga la luz y ya no queda nada de todas esas ansias colosales de vivir. Fue precisamente Antonio Sarabia quien me hizo conocer estos bellísimos versos de Salvatore Quasimodo: “Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra / atravesado por un rayo de sol: / y de pronto anochece”.

Bueno, sí perdura algo durante cierto tiempo: el nostálgico recuerdo de la gente que te quería. Pero ellos a su vez también morirán. En el caso de Antonio queda además su obra, que es magnífica y mucho menos conocida de lo que debería. Como su última novela publicada, Los dos Espejos, que trata precisamente de un hombre, el doctor Espejo, que es asesinado, y que se pasa la mitad del libro siendo un fantasma. O como la que sacará la editorial Malpaso el próximo otoño, No tienes perdón de Dios, genial y deliciosa. Aun así, la posteridad es esquiva, arbitraria. Autores formidables terminan arrumbados en estanterías nunca visitadas de bibliotecas remotas. Salvo escasísimas y azarosas excepciones, el destino de todos es el olvido.

Pero justamente ese estar abocados a la nada convierte la vida en algo precioso y único. Qué gran triunfo es una vida bien vivida. Y creo que esas vidas bellas quedan de algún modo resonando en la estela de la humanidad. Aunque no nos acordemos de quienes las vivieron, su efecto perdura. Y en esto mi amigo Sarabia fue también ejemplar. Era un hombre guasón y muy gracioso, pero en lo importante de la vida era estoico, riguroso, impecable. Con ese rigor se aplicaba a la escritura. Y al cuidado de su gente querida. Y a sobrellevar los mordiscos del destino con impávida entereza. Con el tiempo, Antonio fue creciendo ante mis ojos. En los últimos años le vi alcanzar la altura de un gigante. Era una de las personas más valientes que he conocido; valiente de verdad, sin los aspavientos del temerario. Valiente de sostenerle la mirada a la muerte y al deterioro. En el último chat de WhatsApp que nos intercambiamos, pocos días antes de irse, estuvimos comentando las tropelías de unos cuantos malvados; yo le dije que por desgracia los malos ganaban casi siempre, y él me contestó: “No siempre, linda, y sus pequeñas victorias sólo impresionan a los más tontos que ellos. Las verdaderas victorias ni siquiera son públicas”. Consiguió ser un sabio y su gran victoria privada fue hacer de su vida una obra de arte. En su novela Los dos Espejos, el fantasma del doctor logra resolver su propio asesinato y comprender lo que ha sido su existencia. Una vez alcanzado el conocimiento, comienza a disolverse en la nada. Y sus últimas palabras, con las que acaba el libro, son: “Qué maravilla: por fin, lo eterno”.

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miércoles, 25 de enero de 2017

TODOS SOMOS ESQUIMALES. La velocidad tecnológica nos lleva hacia un terreno inexplorado en el que hay que definir nuevos códigos de conducta adaptados a la nueva realidad.

HACE UN par de semanas, una empresa llamada Kingston presentó un pendrive de dos terabytes (unidades de memoria) de almacenamiento, una capacidad nunca alcanzada antes. Es como un pequeño encendedor y dentro hubiera cabido cómodamente la mítica biblioteca de Alejandría. De hecho, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, que se supone que es la más grande del mundo, entraría entera en tan sólo 10 terabytes. Es decir, en cinco de estos pinchos con apariencia de modestos mecheros. Lo cual me hace recordar, totalmente mareada por la vertiginosa velocidad de la carrera tecnológica, que mi primer ordenador portátil, un armatoste enorme que pesaba cuatro kilos, sólo tenía 512 kilobytes de memoria, que, descontando lo que se chupaba el sistema operativo, equivalían a unas tres páginas de texto. De modo que tecleabas esas tres páginas y luego las grababas en un disco flexible y las borrabas del ordenador para poder seguir escribiendo. Todo tremendamente torpe, complicado, lento. Antediluviano, aunque ese trasto lastimoso es de hace tan sólo 31 años. Y ahí estábamos todos, tan contentos, acarreando semejante pedazo de chatarra como si fuera el no va más de la modernidad. Hoy, apenas tres décadas después, mi móvil posee más memoria que la suma de todos los ordenadores que he tenido en mi vida, excluyendo el de ahora. Y me cabe en el bolsillo del pantalón

En 1992 estuve en el norte de Canadá, muy cerca del Polo, para hacer un reportaje sobre los inuits, mal llamados esquimales. Me fascinó ese pueblo de supervivientes, tenaz y creativo. Sobre todo me conmovió que hubieran sido capaces de pasar de la Edad del Bronce, en la que vivieron hasta después de la Segunda Guerra Mundial, a nuestra sociedad hipertecnológica. Hablé con inuits que habían conocido los iglús de pequeños y que ahora estaban conectados a Internet en sus casas prefabricadas, y ese viaje descomunal lo habían realizado en tan sólo 30 años. Yo admiraba su adaptabilidad y su inteligencia, pero también me preguntaba por los precios que quizá estuvieran pagando, como la elevada tasa de alcoholismo o de suicidio, por ejemplo.

Pues bien, ahora empiezo a pensar que en realidad todos somos como esos esquimales. Cuando fui a hacer el reportaje sólo habían pasado dos años desde que, en 1990, se había creado la Red, la World Wide Web que hoy nos une al mundo: Internet es de ayer mismo...

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martes, 3 de enero de 2017

CON UN OJO ENTUSIASTA Y OTRO AMEDRENTADO

Deseos para 2017: no verter una sola lágrima de dolor, aprender a perder el tiempo, vivir un par de amores eternos.

ROSA MONTERO

YA SÉ QUE no es más que una maldita convención numérica, pero estas fechas tan redondas siempre me afectan mucho. Para peor, dentro de un par de días cumplo años, de modo que cada principio de enero experimento la necesidad de hacer balance y reiniciar mi vida, rosamontero versión 20.17 Home Basic. O, dicho de otro modo, me siento como una semilla aún aletargada por el frío en su cuna de tierra, pero que ya percibe la tensión de las nuevas ramas por brotar.

Creo que es Martín Caparrós quien dice que las sociedades se pueden dividir entre aquellas que contemplan el futuro con esperanza y aquellas que le tienen miedo al porvenir. Pienso que a las personas nos sucede lo mismo y que, a lo largo de la vida, vamos alternando temores e ilusiones, dependiendo de cómo sople el viento. Cabría suponer que, a medida que envejezcamos, iremos sintiendo un mayor recelo ante el futuro, pero quizá no ocurra así. Puede que haya viejos que aprendan a vivir el presente, a desprenderse de los temores inútiles e instalarse en una gozosa ligereza. Yo desde luego no he alcanzado ni por asomo ese nivel de sabiduría, de modo que oteo 2017 ambiguamente, con un ojo entusiasta y otro amedrentado. Y, aunque a estas alturas ya sé que la felicidad es sobre todo la ausencia de dolor, se me ocurren algunas cosas que me gustaría que sucedieran en los 12 meses venideros. Son deseos o propósitos modestos, personales, nada descomunal tipo la paz en el mundo o cosas así. He aquí unos cuantos.

No verter, ni yo ni mi gente querida, una sola lágrima de dolor en todo 2017. Los únicos llantos admitidos son de emoción o de risa.

Que no me rayen el coche, al que por fin, tras muchos años de abolladuras, he llevado al taller, y que está como nuevo. Pero sobre todo deseo que, si me lo rayan, me importe un pimiento.

Dejar de desayunar de pie y a toda prisa. Estar más calmada. Sentarme a leer tranquilamente en mitad de la mañana sin sentirme culpable. Acostarme y levantarme más pronto. Empezar a arreglarme media hora antes para no acabar metiéndome el cepillo del rímel en el ojo por las prisas. ¡Aprender a perder el tiempo! Vivir cada día como si fuera el último, porque, como dice Woody Allen en su más reciente película, algún día acertaré.

Intentar extraviar el móvil sólo dos o tres veces al día (en vez de seis o siete). No dejar las gafas olvidadas dentro de la nevera cuando voy a sacar una botella de agua. Comprender que la vida está compuesta también de malestar y no angustiarme ante los pequeños reveses. Reírme más, sobre todo de mí misma. Ya se sabe que no debemos darle tanta importancia a nuestros problemas: nadie más lo hace.

Vivir un par de amores eternos, de esos que duran tres o cuatro meses. Chisporrotean y son emocionantes. Pero conseguir, con generosidad y tesón, que alguno de esos amores eternos se haga más modesto y efímero, porque esas relaciones duran mucho más.

Que mi perra pequeña deje de comerse mis libros y mis zapatos favoritos.

Ver más a la gente que quiero, sobre todo a aquellas personas a las que estoy perdiendo. Todos los años hay amigos que, sin motivo alguno, tan sólo por pereza o por trabajo, van desapareciendo en la lejanía como barquitos a la deriva. Impedir que los engulla el horizonte.

Que mi perra pequeña deje de roer las patas de las sillas.

Ser más consciente de que lo único que existe es el aquí y el ahora, el momento justo que una está viviendo. Intentar hacer cada día algo que esté fuera de la rutina, algo pequeño y propio, algo nuevo, al estilo de lo que contaba Ellen DeGeneres: “Mi abuela empezó a caminar cuatro kilómetros al día cuando tenía 60 años. Ahora tiene 97 y no sabemos dónde demonios andará”.

Perder dos kilos, pero sólo de los alrededores del ombligo.

Gozar de mi trabajo. De las novelas, pero también de los artículos (no siempre lo he logrado: ha habido años de agonía). Sentirme libre y juguetona al escribir. Incluso al redactar un artículo tan estrafalario como éste. Feliz 2017, amigos.

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domingo, 11 de diciembre de 2016

UNA HERMOSA LÁGRIMA

Un mendigo callejero, una limosna enrabietada y la sorpresa: un regalo en forma de cristal que refleja la dignidad y la belleza de la vida.


EL OTRO DÍA me sucedió algo extraordinario. Estaba en Barcelona para asistir a un congreso literario y salí del hotel a primera hora de la tarde camino de una mesa redonda. Me alojaba cerca de las Ramblas, en plena zona turística, y la calle era un hervidero de peatones.

Y, como siempre sucede en el centro de las grandes ciudades, también había un montón de mendigos. Uno de ellos era más llamativo; pertenecía al registro de indigentes discapacitados y contrahechos, a ese terrible, patético rubro de personas desbaratadas que son esclavas de mafias sin escrúpulos, que los obligan a exhibir sus deformidades para causar conmoción y piedad en el viandante. Ya se sabe que la explotación del monstruo, del débil, del distinto es un antiquísimo negocio. Todo un clásico de la maldad humana.

Este mendigo en concreto se encontraba arrimado a la pared y sentado en el suelo sobre una manta. Las piernas, tapadas con el cobertor, no se le veían. Por la carencia de volumen, debían de ser delgadísimas, o quizá ni siquiera tuviera extremidades inferiores, no me fijé lo suficiente para saberlo; nunca miramos mucho a personas así. Lo que resultaba indudable era que no podía caminar por sí solo. Sus explotadores debían de haberlo colocado ahí en algún momento, como quien coloca una máquina tragaperras en un bar.

Estaba desnudo de cintura para arriba. Mostraba un torso raquítico y deforme, un pecho picudo de paloma, unos bracitos casi inútiles, puro hueso y pellejo. Coronándolo todo, una cabeza demasiado grande con una desordenada cabellera castaña. Esa tarde no hacía frío, pero desde luego tampoco hacía calor como para estar así, desnudo y quieto. Pasé por delante sin detenerme, diciéndome, como siempre que veo algo así, que no se debe dar dinero a estos indigentes para no fomentar la explotación, y también preguntándome cómo es posible que permitamos que suceda semejante abuso ante nuestros ojos; cómo no interviene la autoridad, cómo no lo rescatan de la mafia. Pero a los dos minutos se me fue el asunto de la cabeza.

Cuando regresé al hotel seis horas más tarde ya era de noche. Y el mendigo seguía allí, desnudo y solo. Pensé: si no saca suficiente dinero lo mismo lo tienen aquí hasta la madrugada. Resoplé, enrabietada contra mí misma, contra el mundo, contra los explotadores, sabiendo que iba a intentar paliar mi desasosiego con una maldita limosna. Me acerqué rápidamente, eché dos tristes euros en el bote que tenía delante de él y salí escopetada. Pero entonces el hombre me chistó, deteniendo mi huida. Me volví y advertí que el mendigo estaba cogiendo un objeto pequeño que había sobre la manta. Estiró su bracito maltrecho y me lo tendió; desconcertada, puse la mano y él depositó en mi palma un bellísimo cristal pulido del tamaño de una alubia, con un color azul profundo y una limpia y oscura transparencia. Alcé la cara, atónita, y por primera vez vi de verdad al hombre. Sus ojos eran de un tono verde uva imposible, maravilloso. Una mirada sobrecogedora que no parecía pertenecer a este mundo. Me dijo algo en una lengua desconocida. Yo le susurré gracias con la garganta apretada, las gracias más sinceras que he dicho en mi vida, y me fui con el cristal dentro del puño.

Horas más tarde, aún trastornada por el suceso, escribí a un amigo contándole la historia, y él me contestó: “Es un hierofante; no sientas pena de él”. Me pareció precioso: sí, un hierofante, que en la Grecia antigua era el sumo sacerdote de los cultos mistéricos. De hecho, la palabra hierofante significa “el que hace aparecer lo sagrado”, y eso era exactamente lo que había logrado nuestro mendigo: que por un instante se parara el rotar del planeta, que estallaran el misterio y la belleza de la vida, todo aquello que es mucho más grande que nosotros. Me sentí bendecida, porque eso es lo sagrado para mí, que no soy creyente. Ese hombre contrahecho, que ha debido y debe de tener la existencia más dura que pensarse pueda, fue capaz de elevarse por encima de todas sus limitaciones y, revestido de una suprema dignidad, me dio un regalo que nadie hubiera podido pagar ni con todo el dinero del mundo. Y aquí estoy, agradecida, con su hermosa lágrima de cristal en la mano.

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lunes, 28 de noviembre de 2016

LO QUE SABEN LOS IGNORANTES

Llevamos un año de victorias de la irracionalidad. Más que los votantes, me parecen culpables los políticos que se han olvidado de servir a la sociedad.

ESCRIBO estas líneas en el calentón del triunfo de Trump, y para cuando aparezcan (la impresión de El País Semanal se toma 15 días) quizá otros comentaristas hayan dicho lo mismo. Ojalá, porque eso indicaría que empezamos a tomarnos en serio este problema. En el primer ar­tícu­lo que publicó tras las elecciones, mi admirado John Carlin decía: “Los analfabetos políticos que votaron a Trump han caído en lo que la historia juzgará como un acto de criminal irresponsabilidad hacia su propio país”. Muy cierto. Esos votantes son unos incultos y también los culpables directos del desastre. Han ganado los supremacistas blancos, los partidarios del rifle, los sexistas irredentos. Que nadie se llame a engaño: el machismo, ese prejuicio tan soterrado y poderoso, ha sido una de las causas por las que Clinton perdió.

Pero, además de esto, yo creo que hay gente con una responsabilidad aún mayor por lo que está sucediendo en el mundo. Llevamos un año de victorias de la irracionalidad, del retrogradismo, de la demagogia. Y los analistas políticos, ante cada derrota del sentido común, llámese Brexit o trumpismo, se limitan a decir: son unos ignorantes y se han equivocado.

Pues sí, son ignorantes y se equivocan, de la misma manera que se equivocó trágicamente el pueblo alemán en 1932 cuando votó a Hitler (1). Pero ¿por qué está sucediendo de repente todo esto? ¿Qué es lo que saben esos ignorantes para portarse así? Pues saben, o sienten, que no pintan nada. Que esta democracia supuestamente representativa no les representa en absoluto. Que hay una distancia sideral entre sus problemas y la clase política. Que la mayoría de los políticos no trabajan para el bien común, sino para su propio provecho. Y que el sistema es una maquinaria férrea, inmutable y ajena que les aplasta una y otra vez: la crisis mundial la están pagando los ciudadanos más desfavorecidos.

Los profesores Vitali, Glattfelder y Battiston estudiaron en 2011 más de 43.000 empresas multinacionales y descubrieron que el 80% de ellas estaba controlado por tan sólo 737 personas. Hay un millar de individuos que poseen el mundo, y los políticos deberían estar de nuestra parte, de parte de todos los demás ciudadanos, para intentar controlar a los potentados. Pero ¿acaso alguien siente que están de nuestro lado? Yo, desde luego, no. La democracia, que tiene a su favor la transparencia, nos muestra una y otra vez todos los fallos del sistema, su corrupción, su hipocresía. Y la gente ignorante, harta de no sentirse ni siquiera escuchada, se vuelve hacia los profetas antisistema, hacia los neonazis, los neoestalinistas o los tiranos teocráticos como el ISIS, creyéndolos puros y distintos. Un trágico error que vamos a pagar todos con sangre, porque fuera del sistema democrático sólo está el infierno. Pero, claro, para que la democracia siga funcionando hace falta devolverle la legitimidad y la credibilidad que ahora parece haber perdido.

De modo que sí, querido Carlin, esos analfabetos que votaron a Trump han cometido un acto de criminal irresponsabilidad, pero a mí aún me parecen más culpables los políticos que se han olvidado de su condición de servidores de la sociedad y que se diría que sólo viven para sus propios intereses. Creo que muchos de los votantes de EE UU no se sienten representados ni por los demócratas ni por los republicanos y, por otra parte, ¿qué ejemplo de veracidad dan todos esos sectarios como Susan Sarandon que prefieren seguir empecinados en las luchas partidistas en vez de pensar en los ciudadanos, en el bien común? El mismo ejemplo que dio la izquierda aquí tras las primeras elecciones, cuando, en vez de pactar, como les ordenaban las urnas, prefirieron convocar nuevos comicios porque creyeron que sacarían más tajada, más poder personal, sillones, cargos.

Cuando, días antes de las elecciones, Trump rompió con los republicanos, ya sospeché que ganaría. Porque eso le daba aún más credibilidad al energúmeno: “Ha roto con los políticos corruptos, él sí que va a ser capaz de hablar por nosotros”, me imagino que pensaron los analfabetos de Carlin. Equivocadamente, desde luego. Y, aun así, algo saben. Algo fundamental que deberíamos ser capaces de escuchar.
Rosa Montero.
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Nota:
(1) A Hitler le entregó el poder el presidente Hindenburg, el 30 de enero de 1933, no había obtenido mayoría absoluta en las últimas elecciones ni en ninguna de las realizadas en democracia, es más, en las últimas de noviembre del 32, antes de ser nombrado canciller, obtuvo el 33%. Había perdido más de 2 millones de votos en 2 meses, con respecto a la anterior de septiembre del 32, -con más de un 37% de votos, en 8 años, cuando había comenzado con un 3% en 1924-. Es decir, que los alemanes después de ir votándole cada vez más a los nazis, comenzaron a ser conscientes del profundo error de darle la confianza y empezaron a cambiar sus votos. Por primera vez, en noviembre del 32, la carrera ascendente se interrumpió, bajó y perdió votos.

Ya resultó en vano, los poderosos que habían ayudado con grandes sumas de dinero y apostado por los nazis, lo tenían más que decidido. De ahí que, ante la bajada en solo 2 meses de más de 2 millones de votos que no esperaban, e intuyendo, después de ese fracaso, que Hitler ya nunca lograría la mayoría absoluta democráticamente, le entregaran el poder aún sin conseguir dicha mayoría.

Los partidos de izquierda también cometieron errores pues valoraron mal lo que les aguardaba el futuro con los nazis. Cuando llamaron a la estrategia de Frentes Populares era tarde para contrarrestar los planes que los poderes fácticos tenían programados.

En Italia ya habían aplicado en 1922 la estrategia de dar el gobierno a partidos fascistas, mediante la farsa llevada a cabo por Mussolini y su marcha sobre Roma, una parodia -a las que nos quieren hacer ver son aficionados bastantes italianos- de golpe de estado con el acuerdo del Rey.

La Historia, que editan y promocionan los poderosos, se empeña una y otra vez en afirmar que Hitler fue votado por la mayoría del pueblo alemán, lo que es falso.

Después, ya con una dictadura feroz y la izquierda ilegalizada, exiliada o prisionera en campos de concentración, si hubo remedo de elecciones. No fueron democráticas. Incluso unas de 1937, en los centros de trabajo para elegir "sindicalistas", no obtuvo más del 30% de representantes nazis, lo que provocó que no se volvieran a repetir en contra de sus mismas normas que figuraban como anuales).

Lo sorprendente es que, una y otra vez, se mantenga la mentira de que el pueblo alemán dio el poder, mediante elecciones democráticas, a Hitler.

lunes, 21 de noviembre de 2016

NUESTRA MEJOR BRÚJULA. LA COMPASIÓN.

Los dóciles que prefieren seguir la línea de mando eludiendo todo juicio crítico lo hacen por pereza intelectual o incluso por inseguridad en sí mismos.

EL OTRO día pasaron por televisión la película Lo que queda del día, de James Ivory, basada en la novela de Ishiguro. Resulta extraordinario comprobar cuánto va cambiando nuestra mirada con el tiempo. Cuando vi por primera vez este hermoso filme en 1993, fecha de su estreno, me fijé sobre todo en el desencuentro amoroso de sus protagonistas. De la historia me quedó el recuerdo de dos vidas arruinadas por las inseguridades emocionales y por la mezquindad de una sociedad lastrada por un clasismo demoledor y un sistema de servidumbre casi feudal.

En esta ocasión, en cambio, me he topado con el otro gran tema de la película: la responsabilidad moral individual. Lord Darlington, el aristócrata al que el protagonista sirve con veneración, es un hombre esencialmente bueno y, sin embargo, apoya a los nazis y llega a cometer la suprema vileza de despedir a dos criaditas adolescentes porque son judías. Un año más tarde se arrepiente; dentro de su conciencia sin duda siempre hubo un escozor, un desasosiego ante lo que estaba haciendo. Pero ignoró esa llamada ética porque Lord Darlington es un pusilánime, un hombre que venera las jerarquías: él mismo es un producto privilegiado de ese sistema. Cree que Hitler es la nueva autoridad europea y que, por lo tanto, sabe más que él. Y le obedece.

Esta es la banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt.
Gentes dóciles que prefieren seguir la línea de mando eludiendo todo juicio crítico. Y lo hacen por pereza intelectual, o por medrar, o por comodidad, por debilidad, por cobardía, incluso por modestia, es decir, por inseguridad en sí mismos. Sea cual sea la causa, los resultados son terribles. El famoso experimento de Milgram de 1963 demostró cómo tendemos a obedecer las órdenes de la autoridad aunque entren en conflicto con nuestra conciencia. A los sujetos se les hacía creer que participaban en un experimento sobre el dolor; supuestamente tenían que propinar descargas eléctricas cada vez más fuertes en otras personas. Escuchaban los gritos de dolor de sus víctimas, sus súplicas para que no siguieran. Pero los instructores les ordenaban continuar y ellos lo hacían. A partir de los 300 voltios, los electrocutados dejaban de dar señales de vida: la descarga podía ser mortal. Ninguno de los participantes se detuvo en el nivel de 300 voltios y el 65% llegaron hasta los 480, una potencia inequívocamente letal. Son unos resultados conocidísimos, pero cada vez que repaso los datos se me ponen los pelos de punta.

Yo misma he sentido esa tendencia a la aceptación acrítica. Con 20 años me consideraba una ignorante (y sin duda lo era) e intentaba aprender de la gente a la que por entonces daba un lugar de autoridad moral: militantes de izquierdas, fundamentalmente del PCE o de otros partidos marxistas más radicales. Muchos de ellos se dejaron la piel en la lucha antifranquista y desde luego parecían admirables, y a veces lo eran. Pero también eran correas de transmisión de un dogmatismo atroz. Me recuerdo, por ejemplo, dando por bueno el primer asesinato de ETA, es decir, la muerte del torturador Melitón Manzanas. O difamando aplicadamente a Solzhenitsin por denunciar el Gulag soviético (había que decir que mentía, que era un derechista repugnante), o llamando gusanos a los críticos de la dictadura cubana. Mientras hacía todo esto, siempre sentí un punto de incomodidad, un rescoldo de angustia en el interior de mi cabeza. Pero lo reprimía, porque creía que ellos, los mayores, sabían más que yo.

Pocos años después fui comprendiendo que esa brasa moral que arde en tu pecho es la única linterna fiable para moverse por las oscuridades de la vida.

A estas alturas ya sé que el único gran valor totalmente seguro es la compasión. Porque todos los otros conceptos sublimes por los que nos movemos pueden ser traicionados. En nombre de la libertad, de la igualdad y de la justicia se han cometido atroces carnicerías. Pero la compasión consiste en ponerse en el lugar del otro, y si haces ese viaje interior no serás capaz de degollar a esa persona. Esforcémonos en escuchar la señal ética y empática de la conciencia, aunque a veces nos llegue muy debilitada: sin duda es nuestra mejor brújula.
Rosa Montero

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lunes, 17 de octubre de 2016

LOS ZAPATOS MARRONES Y EL CLASISMO. No cabe duda de que el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

Rosa Montero

Siempre
 he sido muy anglófila, aunque ahora el Brexit me lo está poniendo bastante difícil. Pero incluso en mis momentos de máximo amor a los británicos no dejaron de chirriarme dos rasgos negativos que me parece que tienen: el racismo y el clasismo. El primero, por desgracia, está en plena expansión tras la salida de la UE: las agresiones contra extranjeros, sobre todo polacos, se multiplican con progresión geométrica, y el país parece recular hacia un retrogradismo isleño y xenófobo. De seguir así, dentro de poco podrán volver a sacar un titular tan elocuente y tan famoso como aquel de The Daily Mail en los años treinta: “Niebla en el Canal, el continente aislado”. No hay como ensimismarse en la contemplación del propio ombligo para volverse tonto.

En cuanto al clasismo, lo extraordinario es que sigue manteniéndose firme a lo largo del tiempo, sin que el empuje igualitario de la democracia lo atempere. De todos es sabido que los ingleses catalogan tu clase social simplemente por tu forma de hablar. Da lo mismo que hayas estudiado una carrera universitaria, por ejemplo: de todas maneras saben que no te expresas como los ricos. Deberían ser todos lingüistas, con ese oído tan fabulosamente entrenando para los matices.

La Comisión de Movilidad Social de Reino Unido acaba de publicar un informe sobre el sector financiero que demuestra que la discriminación clasista es la norma en ese ambiente. El informe está lleno de ejemplos, pero sobre todo me espeluznó un detalle: si alguien va buscando un trabajo en la banca y lleva zapatos marrones, lo más seguro es que no consiga el puesto. ¿No es brutal? Ya puedes tener un currículo académico brillante, una mente lúcida, una personalidad adecuada. Si calzas zapatos marrones estás perdido, porque demuestran que eres de clase baja. Me imagino al de recursos humanos inclinándose subrepticiamente a mirarle los pies al ­candidato. Aunque no, seguro que lo hará con naturalidad, que le resultará fácil, que será una percepción de “clase” para la que han desarrollado afinadas antenas, igual que el oído para apreciar los acentos.

¿Por qué unos zapatos marrones han de ser peores que los negros? ¿Quién decide cuál es la etiqueta, qué es lo óptimo y lo inaceptable, qué corbatas te convierten en uno de los nuestros y cuáles no? “Desde mi experiencia, [los estudiantes no privilegiados] no tienen un buen corte de pelo. Los trajes siempre les quedan demasiado grandes y no saben qué corbata llevar”, dice en el informe un empleado de banca. Y uno de los jóvenes que pidió un empleo y fue rechazado explica que quien le entrevistó le dijo: “Ha respondido muy bien y es usted claramente muy agudo, pero no se ajusta del todo a este banco. No está suficientemente pulido. A ver, ¿qué corbata lleva puesta? Es muy chillona”. Se trata, como se ve, de las contraseñas de una mafia, de una logia secreta. Pequeños signos, convenciones banales que les permiten reconocerse entre sí y seguir manteniendo el poder para siempre jamás.

Puede que Reino Unido sea uno de los países más clasistas y con menos movilidad social dentro del mundo industrializado. España, en comparación, es más igualitaria, y Estados Unidos se esfuerza por cultivar la meritocracia. Pero no cabe duda de que, de todas formas, el poder se empeña en perpetuarse, y las grandes familias son las que manejan el cotarro en todas partes.

Y lo peor es que ese rechazo social es muy importante y puede resultar devastador. El neurocientífico David Eagleman, en su ensayo Incógnito (sí, ya sé que cito mucho ese libro maravilloso), nos dice que los científicos llevan años buscando los genes que propician la esquizofrenia y que han encontrado algunos, pero que ninguno influye tanto como el color del pasaporte que uno tenga, porque, según estudios llevados a cabo en diversos países, “los grupos de inmigrantes que más se diferencian en cultura y apariencia de la población anfitriona son los que exhiben más riesgo”. O sea, el rechazo social perturba el funcionamiento normal de la dopamina y predispone a la psicosis. La salud de los poderosos frente a la enfermedad de los excluidos: también hay datos sobre eso, y son penosos.

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domingo, 24 de julio de 2016

INVENTEMOS NOSOTROS

A los españoles no se nos ha dado muy bien la ciencia, pero en los últimos años los científicos parecen haberse puesto en pie de guerra divulgativa.

ES COSA SABIDA que a los españoles nunca se nos ha dado muy bien la ciencia. Quizá nuestro temperamento tienda más a lo emotivo y virulento y se avenga mal con la rigurosa racionalidad del método científico; pero yo creo que sobre todo es una cuestión de historia, de circunstancias. Y, en concreto, de la (mala) influencia de la Iglesia católica, que controló durante muchos años las universidades españolas. En el siglo XVIII, el pobre padre Feijoo, y digo pobre por su inmensa soledad de ilustrado en mitad de la burricie, se quejaba en sus Cartas eruditas del abandono de los estudios de física, matemáticas y ciencias naturales, cosas que él atribuía a “la preocupación que reina en España contra toda novedad”, porque se temía que causaran perjuicio a la religión. Y Gerald Brenan decía en El laberinto español: “En 1773, la Universidad de Salamanca ignoraba aún a Descartes, Gassendi y Newton, y en sus cursos de teología se debatían cuestiones tales como el lenguaje en que hablaban los ángeles y si el cielo estaba hecho de metal de campanas o de una mezcla de vino y agua. En la generación anterior, la misma universidad se había negado a establecer una cátedra de matemáticas propuesta por Felipe V y, uno de sus profesores, el jesuita padre Rivera, declaraba que la ciencia era completamente inútil y que sus libros debían ser mirados como obra del demonio”.

O sea que, medio siglo después de la muerte de Newton, mientras Europa se lanzaba al futuro, nosotros nos dedicábamos a cultivar la irracionalidad y el primitivismo. De aquellos polvos han venido unos lodos muy espesos, es decir, un arraigado acientifismo del que incluso hacemos gala. Recordemos que alguien de la talla de Unamuno llegó a repetir varias veces esa frase oprobiosa del “¡Que inventen ellos!”, alardeando de nuestro misticismo frente a la tecnología de los extranjeros. No es de extrañar que muchos supuestos intelectuales sigan despreciando hoy en día la ciencia con desdén de ignorantes; he participado en más de una mesa redonda con escritores que alardeaban de no saber de números “y de esas cosas”, como si el analfabetismo científico fuera una prueba irrefutable de su excelencia poética.

Y si los literatos dicen eso, ¿cómo no va a dar la espalda a la ciencia el ciudadano medio? La Fundación BBVA publicó en 2012 un estudio internacional sobre el conocimiento científico en el que se comparaban 11 países, 10 europeos, entre ellos España, y Estados Unidos. El 46% de los españoles no fueron capaces de nombrar a un solo científico de cualquier época o nacionalidad. Ni siquiera a Einstein, que es tan famoso como un rockero. Como es natural, quedamos los últimos. La ciencia, en fin, nunca ha sido una prioridad en España. Nuestro presupuesto para I+D siempre ha estado muy por debajo de la media europea. Nuestros jóvenes científicos emigran y los investigadores están tan desesperados que a veces tienen que recurrir a medidas extremas, como esa genetista del CSIC, María Luisa Botella, que en 2013 se presentó a un concurso de televisión para sacar fondos con los que contratar un ayudante. Consiguió 15.000 euros. Sería de chiste si no fuera de pena.

Pero también hay buenas noticias. En los últimos años los científicos españoles parecen haberse puesto en pie de guerra divulgativa. Quiero decir que hay un movimiento social claro para tender puentes entre las ciencias y las humanidades, para lograr que la sociedad española vaya siendo menos bruta. Y así, está la Big Van Theory (la teoría de la gran furgoneta), que son un grupo de locos estupendos que van por los teatros haciendo divertidísimos monólogos científicos. O está la revista Paradigma de la Universidad de Málaga, que se dedica a unir literatura y ciencia. O iniciativas tan maravillosas como la del Instituto de Astrofísica de Canarias, que este verano va a invitar a varios escritores a visitar el Instituto y los Observatorios del Teide y del Roque para que escriban después un relato relacionado con la astronomía. Son sólo tres ejemplos dentro de un tumulto de iniciativas semejantes. Se diría que algo está cambiando de verdad en nuestra sociedad. Es el momento de que inventemos nosotros.

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viernes, 22 de julio de 2016

MIRAR LAS ESTRELLAS

Los astrofísicos son los exploradores modernos y se internan en los secretos esenciales. La ‘terra incognita’ de nuestros días está ahí fuera.

SIEMPRE HE sentido una especial fascinación por la astronomía, probablemente porque a los seis años viví un suceso maravilloso. Me recuerdo de noche y en la calle, una situación ya en sí poco usual para mi corta edad. Yo colgaba de la mano de mi madre y a mi lado se encontraban mi padre y mi hermano. Los cuatro estábamos parados en mitad de la acera y contemplábamos el cielo sin pestañear, al igual que otras decenas de personas que ocupaban la avenida, todas quietas, todas en silencio, todas mirando hacia el firmamento. Hasta que al fin apareció allá arriba una estrellita luminosa que recorría a buen ritmo el arco de la noche. Era el Sputnik de los rusos, el primer satélite artificial colocado en órbita, el primer objeto lanzado por los humanos más allá de la atmósfera. Nuestra primera salida de la Tierra.

La mágica visión de aquella estrella que habíamos sido capaces de poner en el cielo me hizo decidir aquella noche que de mayor sería astronauta. Evidentemente no lo he sido, pero aquel suceso fundacional debió de ser la base de mi amor por la ciencia-ficción y quizá por la ciencia. Aunque he estudiado letras, la ciencia me encanta y siempre he lamentado el tremendo acientifismo de la sociedad española. Por eso considero un precioso regalo el proyecto del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) en el que he tenido el privilegio de participar.

Pero empezaré por el principio. Los tres mejores lugares del mundo para observar las estrellas están en Chile, para el hemisferio sur, y en Hawái y Canarias para el norte. Y por una vez en nuestra historia, y en buena medida gracias al empeño visionario del astrofísico Francisco Sánchez en los años sesenta, España supo aprovechar estas circunstancias geográficas para crear y desarrollar el IAC, que es uno de los diez mejores centros de astrofísica del mundo. Posee dos observatorios, uno en el Teide y otro en el Roque de los Muchachos, en la isla de La Palma, ambos a unos 2.400 metros de altitud. En cada uno hay dos decenas de telescopios cuya propiedad se reparte entre 20 países. Nosotros tenemos ahí el Gran Telescopio óptico e infrarrojo Canarias, el mayor del mundo, un bicharraco resplandeciente y monumental. Somos una potencia en astrofísica, pero como vivimos de espaldas a la ciencia no lo sabemos.

Para intentar paliar esta ignorancia, al IAC se le ha ocurrido la preciosa idea de invitar a una serie de escritores a visitar sus instalaciones y pedirnos que después escribamos un cuento para un libro. Durante cuatro días me he paseado por esos territorios espectrales de belleza salvaje. El Teide y el Roque tienen una geografía primordial y volcánica que te remite al principio del mundo y que se une a la tecnología más rompedora del planeta, a la ciencia del futuro. Sé que la noche que pasé en el Roque será inolvidable: al atardecer, los observatorios, que eran solitarios búnkeres blancos cerrados a cal y canto, empezaron a abrir sus bóvedas con bostezo de gigantes, y por las aberturas asomaron los telescopios como bichos colosales que salían de sus crisálidas, como grandes lenguas de insectos dispuestos a lamer los lejanos secretos del universo. Y todo en la más completa oscuridad, porque cualquier fuente artificial de luz empeora la calidad de lo observado, y en un silencio apenas rasgado por el chirrido de las cúpulas al girar, de las lentes al rotar para apuntar a las estrellas. Era mágico, era extraño, era sobrecogedor. Era la indecible menudencia del ser humano enfrentándose a la enormidad del universo.

Los astrofísicos son los exploradores modernos y se internan en los secretos esenciales. La terra incognita de nuestros días está ahí fuera, en lo muy grande y lo muy pequeño, desde las galaxias con miles de millones de soles a los quarks infinitesimales. En el IAC se estudia el principio de lo que somos, el corazón mismo de la vida; y, de paso, se desarrolla nuestra capacidad tecnológica y científica, se crean empresas competitivas, se coloca a España en el siglo XXI. Deberían obligarnos a todos los ciudadanos a visitar los observatorios al menos una vez al año. Para que aprendamos a mirar a Andrómeda en vez de estar absortos en nuestro ombligo.

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lunes, 4 de julio de 2016

MORIR RABIANDO. Vino un médico, nos tranquilizó, nos ayudó. Desde que llegó a casa, como un ángel de luz, mi querido enfermo pudo descansar.

POR DESGRACIA estoy segura de que muchos de los que me estáis leyendo habéis tenido que sobrellevar la muerte de alguien muy querido. A veces los fallecimientos son repentinos, pero lo habitual es tener que acompañar a la persona amada en la lenta y amarga travesía del desfiladero. En ocasiones, ese tránsito final es un martirio. Lo he vivido de cerca. Cuando busqué, desesperada, los cuidados paliativos que te ofrecía el sistema, resultó que tardaban bastante tiempo en llegar, que después de todo no eran tan paliativos y que no funcionaban ni en los fines de semana ni en las fiestas, como si los agonizantes no tuvieran el derecho de agonizar en esos días. En mi total congoja, cuando cada hora que pasaba era un sufrimiento, acerté a llamar a la asociación DMD, Derecho a Morir Dignamente. Vino un médico, nos habló, nos tranquilizó, nos ayudó. Desde que llegó a casa, como un ángel de luz, mi querido enfermo pudo descansar. Y empezó ese tiempo raro y dulce de los últimos momentos, cuando el amado ya no sufre y la Muerte anda merodeando por la casa con pies de algodón. Gracias a la sedación paliativa, falleció dos días después serenamente. No nos cobraron ni un solo euro. Nunca podré agradecérselo lo suficiente. Desde entonces pertenezco a DMD, porque quiero que todas las personas, incluida yo misma, podamos tener acceso a ese sosiego final.

Pues bien, ese médico, ese ángel, Fernando Marín, ha sido recientemente perseguido por la Fiscalía de Avilés, junto a Mercedes Caminero, una pobre voluntaria de la asociación a la que incomprensiblemente también acusaron, y a Fernando Acquaroni, que buscaba ayuda para un hermano agonizante, de la misma manera que yo la busqué para mi enfermo. Como Fernando Marín no estaba en Madrid, le pidió a la voluntaria que mandara por correo a Acquaroni la medicación del protocolo de la sedación paliativa, y el envío fue interceptado en Correos. Por todo esto les abrieron a los tres un proceso; para colmo añadieron el suicidio de una mujer a la que los imputados nunca conocieron (quien le facilitó la sustancia letal fue otra persona, también fallecida, que traicionó a la DMD). A Fernando, Mercedes y Acquaroni se los acusó de dos delitos de cooperación al suicidio y un delito contra la salud pública y les pidieron seis años y cinco meses de prisión. Aunque se saben inocentes, como la ley es tan ambigua y los prejuicios sociales tan complejos, decidieron no correr riesgos inútiles y aceptar dos años de condena, sin ingreso en prisión. El hermano de Acquaroni estaba tan terminal que el pobre murió (sufriendo y sin ayuda) tan sólo 24 horas después del momento en que hubiera recibido los fármacos. Me espeluzna pensar que yo misma podría haber ocupado el lugar de Acquaroni, y todo porque existe una confusión monumental entre el suicidio, la eutanasia y la sedación paliativa. Esta última es totalmente legal, pero, como se ha visto en el caso de Avilés, pueden retorcer las circunstancias hasta meterte en la cárcel.

Pero, como dice Marín, lo más triste de todo es que esta condena suya va a hacer que la situación retroceda aún más y que muchos médicos, aun sabiendo que la sedación paliativa es legal, no se atrevan a administrarla. Puede que nuestros seres queridos, nuestros padres, hermanos, cónyuges, amigos, tal vez hijos, mueran rabiando y en el abandono terapéutico. Puede que nosotros mismos tengamos que enfrentarnos a un calvario. ¿Y en razón de qué? ¿Cuáles son los fanáticos dogmas religiosos que nos ordenan acatar este tormento? ¿Por qué mi vida civil la regula un Dios? Además, si ese Dios es amor, como decía san Agustín (“En el atardecer de la vida te examinarán de amor”), estoy segura de que no podría querer esto.

Nuestro país precisa urgentemente un pacto social sobre la eutanasia, la ayuda al suicidio y la sedación paliativa. Un acuerdo que vaya más allá de la mugre sectaria partidista, porque estamos hablando de algo demasiado esencial como para que permitamos que lo manipulen los políticos. Necesitamos una ley que regule la eutanasia y que impida todo tipo de excesos, por supuesto. Y entre los excesos incluyo esta kafkiana persecución de la Fiscalía de Avilés y esta condena.
Rosa Montero
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sábado, 23 de abril de 2016

HABLEMOS DEL SUICIDIO. El verdadero dolor, ya se sabe, es indecible, es un tumulto de palabras ahogadas.

El pasado 28 de marzo se cumplieron 75 años del suicidio de Virginia Woolf. La escritora británica se puso el abrigo, llenó los bolsillos de piedras y se metió en las frías aguas del río Ouse, próximo a su casa. Hace falta estar sufriendo mucho para escoger una muerte tan determinada, tan terrible. Como bien explican en la página de RedAipis, la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (www.redaipis.org), el suicida no quiere matarse: lo que no puede es seguir soportando una realidad que le tortura. Personalmente, creo que hay casos en los que el suicidio es una opción de la vida, no de la muerte: por ejemplo, ante una enfermedad terminal. Creo que uno tiene todo el derecho a decidir sensata y dignamente su salida del mundo, pero me parece que esto sucede en contadas ocasiones y que en general quien se mata no lo hace en un momento de lucidez, sino de desesperada ofuscación. En medio de un torbellino de angustia que tal vez hubiera podido solucionarse. “Nunca se debería clasificar un suicidio en términos de cobardía o de valentía (…) Decir, por otro lado, que la persona que ha fallecido era egoísta es quizá una gran injusticia, sería invalidar su vida por ese final tan trágico. No solemos culpar de egoísmo a quien murió por cáncer o por otra enfermedad u otras circunstancias”, dicen en RedAipis.

El suicidio, pues, sería una suerte de enfermedad, y además devastadora. Es la primera causa de muerte no natural en España, con 3.910 fallecimientos por este motivo en 2014, la cifra más alta desde que empezaron a contabilizarse hace 25 años. De hecho, los suicidas duplican a las víctimas de tráfico y además han aumentado un 20% desde el comienzo de la crisis, cosa que no creo que sea algo casual. Cada día se quitan la vida 10 personas, la mayoría entre los 40 y los 60 años, y es posible que estas cifras estén por debajo de la realidad, porque a veces se camuflan como accidentes o como simples “paradas cardiorrespiratorias”, un eufemismo al parecer bastante común en los certificados de defunción. Y es que el suicidio es un tabú, un agujero negro del que no se habla, un estigma que se oculta, lo cual es un grave error, según Olga Ramos y Carlos Soto, miembros de un grupo llamado Supervivientes de Suicidio que forma parte de RedAipis. La única hija de Carlos y Olga, Ariadna, una chica brillante, inteligente y sensible, se suicidó en enero de 2015, recién cumplidos los 18 años: “Desde entonces nos hemos volcado en tratar de evitar que le vuelva a pasar a nadie más”.

En RedAipis sólo hay medio centenar de socios y no cuentan con ningún apoyo económico, pero pese a ello se esfuerzan por poner palabras al colosal, aplastante silencio que deja detrás de sí una muerte de este tipo: “Hay algunas personas que vienen a las reuniones, que perdieron a un ser querido hace quizá 20 años y que están hablando por primera vez de ello”, dice Carlos. El verdadero dolor, ya se sabe, es indecible, es un tumulto de palabras ahogadas; pero además el suicidio lo empeora todo al arrojar sobre los deudos el pétreo peso del silencio social. “En el instituto de mi hija había habido seis suicidios en seis años y tres intentos fallidos más y sin embargo nunca mandaron a un inspector ni lo hablaron con los alumnos. Con la muerte de Ariadna hicieron un minuto de silencio y ya está, y eso es una barbaridad porque entonces los chicos se imaginan cualquier cosa… Que es romántico o heroico, o que así dejan de molestar y su familia se sentirá más libre… Hay que enseñarles la realidad, el sufrimiento que provocan”. Existen síntomas que pueden ponerte sobre la pista de tendencias suicidas: que la persona empiece a regalar las cosas que más quiere, por ejemplo; que deje notas muy afectuosas que parecen despedidas; que no duerma nada, o que, por el contrario, se pase el día en la cama… En ese momento puede buscarse tratamiento, “pero es un problema complejo, porque en la carrera de Psicología apenas se estudia el suicidio, salen sin saber nada de ello”.

En RedAipis hay psicólogos especializados e intentan, con sus pocos recursos, ayudar todo lo que pueden. Porque sin duda al ayudar a los demás se alivia también la pena propia. Aun así, la entereza que muestran estos guerreros de la supervivencia que son Olga y Carlos resulta admirable: “Nosotros podemos hacer todo lo que estamos haciendo y pudimos hablar de ello desde el primer día gracias a la carta que nos dejó Ariadna. Teníamos una relación espléndida con nuestra hija y ella nos dejó una carta explicándonos todo y diciéndonos lo que teníamos que hacer. Una carta maravillosa que a mí me salvó la vida”, dice Carlos con sencilla y estremecedora serenidad. Las palabras de Ariadna deshaciendo silencios, iluminando abismos, dejando una estela de luz sobre su ausencia.
Rosa Montero

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